Jane Eyre

Capítulo XVIII

Capítulo XVIII

CAPÍTULO XVIII

QUÉLLOS

fueron días de alegría en Thornfield, y muy ajetreados también: ¡cuán diferentes de aquellos tres primeros meses de silencio, monotonía y soledad que había pasado yo bajo su techo! Parecía que se habían ahuyentado de la casa todos los sentimientos tristes, que se habían olvidado todas las asociaciones melancólicas: había vida por todas partes, movimiento todo el día. Ya no se podía recorrer la galería, antes tan callada, ni entrar en los dormitorios principales, tan despoblados antes, sin encontrarse con la linda doncella de una dama o con un atildado ayuda de cámara.

La cocina, la despensa del mayordomo, la sala de los criados, el vestíbulo, estaban igual de animados; y los salones sólo quedaban vacíos y en silencio cuando el cielo azul y el sol radiante de la primavera clemente animaba a sus ocupantes a salir a los terrenos de la finca. Aun cuando se estropeó el tiempo y hubo varios días de lluvia continua, no pareció que se hubiera aguado su diversión: el freno que se había puesto al esparcimiento al aire libre hizo que los entretenimientos de salón se volvieran más animados y variados.

Me pregunté qué irían a hacer la primera velada en que se propuso cambiar de entretenimiento: hablaron de «jugar a las charadas»; pero yo, ignorante de mí, no entendí aquel término. Hicieron venir a los criados; se retiraron las mesas del cuarto de estar; se dispusieron las luces de otro modo y se colocaron las sillas en semicírculo ante el arco. Mientras el señor Rochester y los otros caballeros dirigían estos cambios, las damas subían y bajaban las escaleras corriendo y hacían sonar las campanillas para llamar a sus doncellas. Se hizo venir a la señora Fairfax para que informara de los recursos de la casa en cuanto a chales, vestidos, telas de cualquier clase, y las doncellas saquearon ciertos guardarropas del tercer piso y bajaron a brazos llenos su contenido, en forma de miriñaques de brocado, chaqués de satén, trajes negros, faldones de encaje, etcétera. Se hizo después una selección, y las prendas escogidas se llevaron al gabinete interior del salón.

Mientras tanto, el señor Rochester había vuelto a convocar a las damas a su alrededor y estaba seleccionando a varias de entre ellas para que formaran parte de su equipo.

—La señorita Ingram es mía, naturalmente —dijo; nombró después a las dos señoritas Eshton y a la señora Dent. Me miró; dio la casualidad de que estaba cerca de él, pues había estado cerrando la pulsera de la señora de Dent, que se había soltado.

—¿Quiere jugar usted? —me preguntó. Negué con la cabeza. No insistió, aunque yo me había temido que lo hiciera; me dejó volver en silencio a mi asiento habitual.

Se retiró entonces con sus ayudantes tras la cortina; el otro equipo, dirigido por el coronel Dent, se sentó en el semicírculo de sillas. Uno de los caballeros, el señor Eshton, se fijó en mí y propuso, al parecer, que me ofrecieran unirme a ellos; pero lady Ingram se negó al instante. Oí que decía:

—No; parece demasiado tonta para jugar a ningún juego de esta clase.

Al poco rato sonó una campanilla y subió el telón. Dentro del arco se vio la figura corpulenta de sir George Lynn, a quien había elegido también el señor Rochester, envuelta en una sábana blanca. Ante él estaba abierto en una mesa un libro grande; y a su lado estaba Amy Eshton, cubierta con el capote del señor Rochester y con un libro en la mano. Alguien, a quien no se vio, hizo sonar alegremente la campanilla; entonces se adelantó saltando Adèle (que se había empeñado en formar parte del equipo de su tutor), esparciendo a su alrededor el contenido de una cesta de flores que llevaba al brazo. Entonces apareció la figura magnífica de la señorita Ingram, vestida de blanco, con un largo velo en la cabeza y una guirnalda de rosas en la frente; a su lado iba el señor Rochester, y se acercaron juntos a la mesa. Se arrodillaron; mientras tanto, la señora Dent y Louisa Eshton, que también iban vestidas de blanco, ocuparon sus lugares tras ellos. Se representó después sin palabras una ceremonia en la que fue fácil reconocer la pantomima de una boda. Cuando hubo terminado, el coronel Dent y los de su equipo pasaron un par de minutos consultando entre susurros, y después el coronel dijo en voz alta:

—¡Una novia!

El señor Rochester hizo una reverencia, y cayó el telón.

Transcurrió un intervalo de tiempo considerable hasta que volvió a subir. Al subir por segunda vez descubrió un cuadro preparado con más detalle que el anterior. Como ya he observado, el salón estaba a dos escalones de altura sobre el nivel del comedor, y en lo alto del escalón superior, retirada una o dos varas hacia el interior de la sala, apareció una gran fuente de mármol que reconocí: era un ornamento del invernadero, donde solía estar rodeada de plantas exóticas y habitada por peces de colores, y debían de haberla traído desde allí con cierto trabajo, teniendo en cuenta su tamaño y su peso.

Junto a esta fuente se veía sentado en la alfombra al señor Rochester, envuelto en chales y con un turbante en la cabeza. Sus ojos oscuros, su piel morena y rasgos de sarraceno convenían perfectamente al disfraz: parecía el prototipo mismo del emir oriental, verdugo o víctima de la cuerda de arco. Salió enseguida a la vista la señorita Ingram. También ella iba vestida a la manera oriental: una banda carmesí ceñida a la cintura como una faja; un pañuelo bordado anudado a las sienes; los brazos bien torneados, desnudos, uno de ellos levantado para sostener un cántaro que llevaba con gracia sobre la cabeza. Su postura y vestido, su semblante y aspecto general hacían pensar en alguna princesa israelita de tiempos de los patriarcas; y aquél era, sin duda, el personaje que pretendía representar.

Se acercó a la fuente y se inclinó sobre ella como para llenar el cántaro; volvió a subírselo a la cabeza. El personaje que estaba al borde del pozo hizo entonces ademán de abordarla, de pedirle algo: «Y ella diose prisa a bajar su cántaro sobre su mano, y le dio a beber». Él sacó entonces del seno de su túnica un cofrecillo, lo abrió y mostró unos brazaletes y pendientes magníficos; ella representó asombro y admiración; él, arrodillándose, puso a sus pies el tesoro; ella manifestó asombro y agrado con su mirada y sus gestos; el desconocido le puso los brazaletes en los brazos y los pendientes en las orejas. Eran Eleazar y Rebeca: sólo faltaban los camellos. El equipo al que tocaba adivinar volvió a reunirse a deliberar: al parecer, no pudieron ponerse de acuerdo en la palabra o sílaba que representaba la escena. El coronel Dent, su portavoz, pidió «la escena completa», ante lo cual volvió a bajar el telón.

Cuando subió por tercera vez, sólo quedó a la vista una parte del salón; el resto estaba oculto por un biombo cubierto de alguna tela oscura y basta. Se había retirado la fuente de mármol; en su lugar se encontraba una mesa de pino y una silla de cocina; estos objetos eran visibles a la luz muy tenue de una linterna de cuerno: todas las bujías de cera se habían apagado.

En este escenario sórdido estaba sentado un hombre con los puños cerrados sobre las rodillas y los ojos clavados en el suelo. Pese a la cara tiznada, las ropas desordenadas (una de las mangas de su chaqueta colgaba como si se la hubiera desgarrado en una refriega), el semblante desesperado y torvo, y el cabello revuelto y de punta, reconocí en él al señor Rochester. Cuando se movió, sonó una cadena: llevaba grillos en las muñecas.

—¡Matrimonio! —exclamó el coronel Dent; y la charada quedó resuelta.

Después de haber transcurrido el intervalo necesario para que los representantes volvieran a ponerse las ropas corrientes, entraron de nuevo en el comedor. El señor Rochester acompañaba a la señorita Ingram; ésta lo felicitaba por su representación.

—¿Sabe usted que el personaje en que más me ha gustado usted ha sido el último? —le decía—. Ay, si usted hubiera vivido unos cuantos años antes, ¡qué salteador de caminos tan caballeroso y galante habría sido!

—¿Me he lavado todo el hollín de la cara? —le preguntó él, volviéndose hacia ella.

—Sí, por desgracia; ¡qué lástima! Nada podría sentar mejor a su complexión que el maquillaje del rufián.

—¿Le gustaría a usted, entonces, un héroe de los caminos?

—Un héroe inglés de los caminos sería lo mejor, después de un bandido italiano; y a éste sólo lo podría superar un pirata del Levante.

—Bueno; sea lo que sea yo, recuerde que usted es mi esposa; nos casamos hace una hora en presencia de todos estos testigos.

Ella soltó una risita y se ruborizó.

—Ahora les toca a ustedes, Dent —añadió el señor Rochester. Y mientras se retiraba el otro equipo, él ocupó con el suyo los asientos que habían quedado libres. La señorita Ingram se colocó a la derecha de su jefe; los demás miembros del equipo de adivinadores llenaron las sillas a ambos lados de ellos. Ya no observaba a los actores; ya no esperaba con interés que se corriera el telón: mi atención estaba absorta en los espectadores. Mis ojos, que antes había tenido clavados en el arco, ahora se sentían atraídos irresistiblemente por el semicírculo de sillas. Ya no recuerdo la charada que representaron el coronel Dent y su equipo, la palabra que eligieron, cómo quedaron; pero sigo viendo la consulta que se celebró después de cada escena: veo al señor Rochester volverse hacia la señorita Ingram, y a la señorita Ingram hacia él; la veo inclinar la cabeza hacia él hasta que sus rizos de azabache le tocan casi el hombro y le rozan la mejilla; oigo sus susurros mutuos; recuerdo las miradas que se cruzan; y aun ahora me vuelve una parte del sentimiento que me suscitaba aquel espectáculo.

Ya te he dicho, lector, que había aprendido a amar al señor Rochester: ya no podía dejar de amarlo sólo porque descubriera que él había dejado de fijarse en mí (pues podía pasar horas enteras en su presencia sin que él volviera los ojos una sola vez hacia mí); porque viera que se había apoderado de todas sus atenciones una gran dama que evitaba tocarme con el borde del vestido al pasar; la cual, si alguna vez ponía en mí sus ojos oscuros e imperiosos, los apartaba al instante como de un objeto demasiado bajo para merecer ser observado por ella. No podía dejar de amarlo porque estuviera segura de que pronto se casaría con aquella misma dama; porque leyera cada día en ella una seguridad orgullosa en las intenciones de él respecto de ella; porque presenciara a cada hora en él un modo de galanteo que, si bien era descuidado y aspiraba más bien a hacerse buscar que a buscar, resultaba, no obstante, cautivador por su mismo descuido, e irresistible por su orgullo mismo.

En aquellas circunstancias no había nada capaz de enfriar ni disipar mi amor, aunque sí de crear un desesperado estado de ánimo. Pensarás, lector, que también había motivos para que se despertasen en mí los celos, si es que una mujer de mi categoría podía atreverse a tener celos de una mujer como la señorita Ingram. Pero yo no estaba celosa, o muy rara vez; el dolor que sufría no podía explicarse con esta palabra. La señorita Ingram estaba por debajo de los celos: era demasiado inferior como para suscitar este sentimiento. Dispensa la aparente paradoja; digo lo que digo. Era muy ostentosa, pero no era auténtica: tenía un bonito cuerpo y muchas prendas brillantes, pero su mente era pobre, su corazón era estéril por naturaleza: en aquel terreno no florecía nada de manera espontánea; no nacía ningún fruto natural y no forzado, que deleitara con su frescura. No era buena; no era original: solía repetir frases resonantes de los libros; no presentaba ni tenía nunca una opinión propia. Preconizaba unos sentimientos elevados, pero no conocía la simpatía ni la compasión; en ella no había ternura ni verdad. Con frecuencia se traicionaba por medio de la injusta antipatía manifestada hacia la pequeña Adèle: despidiéndola con algún epíteto insultante si ella se le acercaba por casualidad; mandándole a veces que se marchara de la sala, y tratándola siempre con frialdad y acritud. Además de los míos, otros ojos observaban estas manifestaciones de su carácter, las observaban de cerca, con agudeza, con astucia. Sí; el futuro novio, el propio señor Rochester, ejercía una vigilancia constante sobre su futura; y esta sagacidad, esta cautela suya, esta conciencia clara y perfecta de los defectos de su bella dama, esta falta evidente de pasión en sus sentimientos hacia ella, era lo que me provocaba el dolor que me atormentaba constantemente.

Yo veía que se iba a casar con ella, por motivos familiares, políticos quizá; porque la categoría y la parentela de ella le convenían; sentía que él no le había entregado su amor, y que ella estaba mal dotada para ganarle aquel tesoro. Ésta era la cuestión, el punto neurálgico que me atormentaba:

ella no podía enamorarlo

.

Si ella hubiera alcanzado la victoria de inmediato, y él hubiera puesto el corazón a sus pies con sinceridad, yo me habría tapado la cara, me habría vuelto hacia la pared y habría muerto para ellos (en sentido figurado). Si la señorita Ingram hubiera sido una mujer buena y noble, dotada de fuerza, fervor, amabilidad, buen sentido, yo habría librado una lucha vital con dos tigres: los celos y el desaliento. Después, con el corazón arrancado y devorado, la habría admirado, habría reconocido su superioridad y habría guardado silencio durante el resto de mis días; y cuanto más absoluta fuera su superioridad, más profunda habría sido mi admiración, más tranquila mi quietud. Pero, tal como estaban las cosas en realidad, contemplar los esfuerzos de la señorita Ingram por fascinar al señor Rochester, presenciar sus fracasos repetidos mientras ella, inconsciente de que fracasaba, se imaginaba vanamente que cada una de sus flechas daba en el blanco y se vanagloriaba de su éxito, mientras su orgullo y suficiencia repelían cada vez más al mismo que quería atraer… contemplar

esto

era estar sometida a una excitación incesante y a una represión despiadada.

Porque, cuando fracasaba, yo veía cómo podía haber conseguido el éxito. Yo sabía que las flechas que rebotaban constantemente en el pecho del señor Rochester y le caían a los pies, inofensivas, si las hubieran disparado unas manos más seguras se le podían haber clavado, temblando, en el corazón orgulloso, podían haber evocado el amor en sus ojos severos y la ternura en su rostro sardónico; o, mejor todavía, se podía haber alcanzado una victoria silenciosa sin armas.

«¿Cómo no puede influirlo más, teniendo el privilegio de acercarse tanto a él?», me preguntaba a mí misma. «¡Sin duda, no puede apreciarlo de verdad, o no lo apreciará con verdadero afecto! Si así fuera, no tendría por qué dedicarle tantas sonrisas, dirigirle miradas tan constantes, adoptar aires tan artificiosos, gracias tan múltiples. Me parece que podría acercarse más a su corazón con sólo sentarse en silencio a su lado, diciendo poco y mirándolo menos todavía. Yo he visto en su cara una expresión muy diferente de ésa que ahora la endurece mientras ella lo acosa con tanta vivacidad; pero salió por sí sola; no se le arrancó con artificios ni maniobras calculadas; y sólo cabía aceptarla; responder sin pretensiones a lo que preguntaba él; dirigirle la palabra cuando era necesario, sin aspavientos; y la expresión iba en aumento y se volvía más amable y más acogedora, y la calentaba a una como un rayo de sol. ¿Cómo conseguirá ella agradarle cuando estén casados? No creo que lo consiga, aunque se puede conseguir; y creo en verdad que su esposa podría ser la mujer más feliz de cuantas viven bajo el sol».

Todavía no he dicho nada en condena del proyecto del señor Rochester de casarse por interés y por las conexiones. Cuando descubrí que tal era su intención, me sorprendió: lo había tomado por un hombre incapaz de dejarse influir por motivos tan vulgares a la hora de elegir esposa; pero cuanto más consideraba la posición social, la educación, etcétera, de las dos partes, menos justificada me sentía para juzgar y culparlos a la señorita Ingram o a él por obrar de acuerdo con unas ideas y principios que se les había inculcado desde su infancia, sin duda. Todos los miembros de su clase social sostenían estos principios; supuse, por lo tanto, que tenían sus motivos para albergarlos, unos motivos que yo no era capaz de comprender. A mí me parecía que si yo fuera un caballero como él, sólo recibiría en mi seno a una esposa a la que pudiera amar; pero eran tan obvias las ventajas de este proyecto para la felicidad del marido que me convencí de que debían existir motivos que se opusieran a su adopción general, motivos que yo ignoraba del todo; estaba segura de que, si así no fuera, todo el mundo haría lo que yo querría hacer.

Sin embargo, también en otros puntos, además de éste, me estaba volviendo muy indulgente con mi señor: estaba olvidando todos sus defectos, que en tiempos había mirado con tanta atención. Antes me había esforzado por estudiar todos los aspectos de su carácter, por tomar lo malo con lo bueno y, sopesando ambos con justicia, hacer un juicio equitativo. Ahora no veía nada malo. El sarcasmo que me había repelido, la brusquedad que me había sobresaltado en cierta época, no eran más que los condimentos gustosos de un plato exquisito: su presencia era mordaz, pero su ausencia parecería insípida por comparación. Y en cuanto a ese algo impreciso (¿era una expresión siniestra o de pesar, de intriga o de desánimo?) que se abría en sus ojos de vez en cuando para el observador atento y volvía a cerrarse antes de haber podido sondear las profundidades extrañas que se habían desvelado parcialmente; ese algo que solía hacerme temer y encogerme como si, paseándome entre colinas de aspecto volcánico, hubiera sentido temblar de pronto el terreno y lo hubiera visto abrirse: seguía contemplando de cuando en cuando ese algo, y con el corazón palpitante, pero no con los nervios paralizados. En vez de querer rehuirlo, sólo aspiraba a afrontarlo, a adivinarlo; y consideraba feliz a la señorita Ingram porque un día podría asomarse al abismo con tiempo, explorar sus secretos y analizar su naturaleza.

Mientras tanto, mientras no pensaba más que en mi señor y en su futura esposa, mientras sólo los veía a ellos, sólo oía sus conversaciones y sólo consideraba importantes sus movimientos, el resto de los invitados se ocupaban de sus propios intereses y entretenimientos. Lady Lynn y lady Ingram seguían manteniendo conversaciones solemnes en las que se dirigían agitaciones mutuas de sus turbantes y levantaban las cuatro manos en gestos paralelos de sorpresa, misterio u horror, según el tema de sus chismorreos, como una pareja de marionetas gigantes. La gentil señora de Dent hablaba con la señora de Eshton, que tenía buen carácter; y éstas dos me otorgaban a veces una palabra cortés o una sonrisa. Sir George Lynn, el coronel Dent y el señor Esthon hablaban de política, o de asuntos del condado o de la administración de justicia. Lord Ingram flirteaba con Amy Eshton; Louisa tocaba el piano y cantaba con uno de los señores Lynn, y Mary Ingram escuchaba con languidez los discursos galantes del otro. A veces, como de común acuerdo, todos suspendían sus acciones secundarias para observar y escuchar a los actores principales; porque, al fin y al cabo, el señor Rochester y la señorita Ingram (ésta última por su relación estrecha con aquél) eran el alma de la fiesta. Cuando faltaba él de la sala durante una hora, parecía como si se apoderara del espíritu de sus huéspedes una monotonía perceptible; y su reaparición daba de manera infalible un nuevo impulso a la viveza de la conversación.

Un día tuvo que ir a Millcote por cuestiones de negocios, y no se esperaba que volviera hasta tarde; ese día pareció sentirse de manera especial la falta de su influencia animadora. La tarde era lluviosa; se aplazó por ello un paseo que habían propuesto los invitados para ir a ver un campamento de gitanos que se había establecido recientemente en un campo comunal más allá de Hay. Algunos de los caballeros habían ido a las caballerizas: los más jóvenes jugaban en la sala de billar con las señoritas. Las viudas de Ingram y de Lynn se entretenían con una tranquila partida de cartas. Blanche Ingram, después de rehusar con una taciturnidad desdeñosa algunos intentos de entablar conversación por parte de la señora Dent y la señora Eshton, había empezado por canturrear al piano unas canciones y arias sentimentales, y después, tras tomar una novela de la biblioteca, se había dejado caer en el sofá en actitud de apatía altiva, disponiéndose a matar las horas de ausencia con el hechizo de la ficción. La sala y toda la casa estaban en silencio; sólo se oía de vez en cuando el barullo alegre de los jugadores de billar, en el piso superior.

Casi empezaba a oscurecer, y el reloj ya había anunciado la hora de vestirse para cenar, cuando la pequeña Adèle, que estaba arrodillada junto a mí en el asiento de la ventana del salón, exclamó de pronto:

Voilà monsieur Rochester, qui revient!

[1]

Me volví, y la señorita Ingram saltó de su sofá; los demás levantaron también la vista de sus diversas ocupaciones, pues se oyó al mismo tiempo en la grava húmeda un crujir de ruedas y un chapaleteo de cascos. Llegaba una silla de postas.

—¿Qué le habrá pasado para que vuelva a casa de esa manera? —dijo la señorita Ingram—. Salió montado en Mesrour —el negro corcel—, ¿no es verdad? E iba con él Piloto: ¿qué habrá hecho con los animales?

Mientras decía esto, acercó tanto a la ventana su alta persona y sus amplias vestiduras que yo me vi obligada a hacerme hacia atrás hasta casi quebrarme el espinazo. Al principio, con su impaciencia por mirar al exterior, no reparó en mí, pero cuando lo hizo frunció el labio y pasó a otra ventana. La silla de postas se detuvo; el cochero hizo sonar la campanilla de la puerta, y se apeó un caballero vestido de viaje; pero no era el señor Rochester; era un hombre alto, de aspecto elegante, un desconocido.

—¡Qué manera de provocar, bichito fastidioso! —exclamó la señorita Ingram, dirigiéndose a Adèle—. ¿Quién te ha apostado en la ventana para que des información falsa?

Y me dirigió a mí una mirada de enfado, como si yo tuviera alguna culpa.

Se oyeron palabras en el vestíbulo, y el recién llegado entró al poco rato. Hizo una reverencia a lady Ingram, como considerándola la de más edad de las damas presentes.

—Al parecer, he llegado en un momento inoportuno, señora —dijo—, estando fuera de casa mi amigo el señor Rochester; pero he hecho un viaje muy largo y creo que puedo abusar de su antigua e íntima amistad hasta el punto de instalarme aquí hasta que regrese.

Sus modales eran refinados; su acento me pareció algo extraño; no es que fuera extranjero precisamente, pero tampoco era inglés del todo. Su edad podía ser más o menos la del señor Rochester, entre los treinta y los cuarenta años; su complexión era notablemente cetrina; por lo demás, era hombre bien parecido, sobre todo a primera vista. Al examinarlo más de cerca se le apreciaba en el rostro algo que desagradaba, o más bien que no agradaba. Tenía los rasgos regulares, pero demasiado relajados; los ojos, grandes y de buena forma, pero la vida que se asomaba por ellos era una vida mansa y vacía; o eso me pareció a mí, al menos.

El sonido de la campanilla que anunciaba la hora de ir a vestirse dispersó a los reunidos. Sólo volví a verlo después de la cena: parecía entonces muy tranquilo. Pero su fisionomía me gustó menos que antes: me pareció desequilibrada e inane al mismo tiempo. Miraba de un lado a otro sin sentido; esto le daba un aspecto extraño, como no recordaba haber visto yo nunca. Para ser un hombre apuesto y no desabrido, me repelía enormemente; aquella cara ovalada, de piel suave, no tenía fuerza; no había firmeza en aquella nariz aquilina y aquella boquita de cereza; ni había reflexión en aquella frente estrecha y lisa; ni autoridad en aquellos ojos castaños e inexpresivos.

Sentada en mi rincón habitual, contemplándolo mientras lo iluminaba por completo la luz de los apliques de la chimenea (ya que ocupaba un sillón cerca de la lumbre, y se iba acercando a ésta cada vez más, como si tuviera frío), lo comparé con el señor Rochester. Creo (dicho sea con el debido respeto) que no podrían contrastar más un ganso esbelto y un halcón fiero; una oveja mansa y el perro de pelo hirsuto y ojos penetrantes que la custodia.

Había dicho que el señor Rochester era viejo amigo suyo. Curiosa amistad debía de ser la suya: ejemplo notable, en efecto, del viejo dicho según el cual «los extremos se tocan».

Dos o tres de los caballeros estaban sentados cerca de él, y yo captaba a veces desde el otro lado de la sala fragmentos de su conversación. Al principio no entendía mucho lo que oía, pues la charla de Louisa Eshton y Mary Ingram, que estaban sentadas más cerca de mí, confundía los fragmentos de frases que me llegaban a intervalos. Éstas hablaban del desconocido: ambas lo calificaban de «hombre hermoso». Louisa dijo que era «un amor» y que «lo adoraba», y Mary señaló que «su linda boquita y su bonita nariz» eran para ella el prototipo de lo encantador.

—¡Y qué frente tan bondadosa tiene! —exclamó Louisa—; ¡qué lisa! No tiene esas irregularidades que tan poco me gustan; ¡y tiene unos ojos y una sonrisa tan apacibles!

Y entonces, con gran alivio por mi parte, el señor Henry Lynn las llamó desde el otro lado de la sala para debatir alguna cuestión relacionada con la excursión aplazada al campo comunal de Hay.

Ya pude concentrar mi atención en el grupo que estaba ante la lumbre, y deduje enseguida que el recién llegado se llamaba señor Mason. Me enteré después de que acababa de llegar a Inglaterra y venía de un país cálido; aquello explicaba, sin duda, que tuviera la cara tan cetrina, que tuviera que sentarse cerca de la lumbre y que llevara puesto un sobretodo dentro de la casa. Por fin, los nombres de Jamaica, Kingston, Puerto España, me indicaron las Antillas como su lugar de residencia; y no mucho después supe, con no poca sorpresa por mi parte, que había sido allí donde había visto y conocido por primera vez al señor Rochester. Habló de lo poco que habían gustado a su amigo los calores ardientes, los huracanes y las estaciones lluviosas de aquella región. Yo sabía que el señor Rochester había viajado: lo había dicho la señora Fairfax; pero había creído que sus viajes se habían limitado al continente europeo; no había oído hasta entonces la menor indicación de que hubiera visitado costas más remotas.

Estaba reflexionando sobre estas cosas cuando sucedió un incidente bastante inesperado que rompió el hilo de mis pensamientos. El señor Mason, que temblaba de frío cuando alguien abría la puerta por casualidad, había pedido que echaran más carbón a la lumbre, que ya no ardía con llama, aunque quedaba un montón de brasas rojas y calientes. El lacayo que había traído el carbón se detuvo junto al sillón del señor Eshton y le dijo algo en voz baja; yo sólo capté las palabras «vieja», «muy molesta».

—Dile que la haré poner en el cepo si no se larga —replicó el magistrado.

—No… ¡espere! —le interrumpió el coronel Dent—. No la despida, Eshton; podemos sacar buen partido del asunto; más vale que consultemos con las señoras.

Y, hablando en voz alta, siguió diciendo:

—Señoras, habían hablado ustedes de ir al campo comunal de Hay para visitar el campamento de los gitanos. Sam dice que en estos momentos está en la sala de los criados uno de ellos, una vieja madre celestina, que se empeña en que la conduzcan a presencia de «la gente de calidad» para decirles la buenaventura. ¿Quieren ustedes verla?

—¿Sin duda, coronel, no querrá usted favorecer a una vil impostora? —exclamó lady Ingram—. ¡Despídala enseguida! ¡No faltaría más!

—Pero no puedo convencerla de que se marche, milady —dijo el lacayo—; ni tampoco ninguno de los criados: la señora Fairfax está ahora rogándole que se vaya, pero ella se ha instalado en una silla en el rincón de la chimenea y dice que no la moverán de allí hasta que le den permiso para entrar aquí.

—¿Qué quiere? —preguntó la señora Eshton.

—Decir la buenaventura a los señores, señora; y jura que debe hacerlo y lo hará.

—¿Cómo es? —preguntaron las señoritas Eshton al unísono.

—Una criatura vieja, espantosa de fea, señorita; casi tan negra como una sartén.

—¡Vaya, es una hechicera de verdad! —exclamó Frederick Lynn—. Que pase, por supuesto.

—Desde luego —asintió su hermano—; sería una lástima enorme derrochar esta ocasión de pasar un rato divertido.

—Muchachos, ¿en qué estáis pensando? —exclamó la señora Lynn.

—No puedo tolerar de ninguna manera un acto tan irregular —intervino la viuda de Ingram.

—La verdad, mamá, sí que puedes… y lo tolerarás —dictaminó la voz altiva de Blanche, mientras giraba sobre sí misma en el taburete del piano, donde había estado sentada en silencio hasta entonces, examinando al parecer diversas partituras—. Tengo curiosidad por que me digan la buenaventura; por lo tanto, Sam, haz pasar a la anciana.

—¡Blanche, querida! Recuerda que…

—Lo recuerdo; recuerdo todo lo que me puedas apuntar; y debo salirme con la mía. ¡Aprisa, Sam!

—¡Sí, sí, sí! —gritaron todos los jóvenes, tanto las señoritas como los caballeros—. Que pase, ¡será divertidísimo!

El lacayo seguía dudando.

—Es que ¡tiene un aspecto tan rudo! —dijo.

—¡Ve! —exclamó la señorita Ingram; y el hombre se fue.

La emoción se apoderó al instante de todo el grupo: había un fuego cruzado de bromas y burlas cuando regresó Sam.

—Ahora no quiere venir —dijo—. Dice que no está para presentarse ante «el rebaño vulgar» (así lo dijo ella). Debo introducirla en una habitación, sola, y los que quieran consultarla deberán pasar de uno en uno.

—Ya lo ves, Blanche, reina mía —empezó a decir lady Ingram—, abusa de nuestra amabilidad. Ten cuidado, angelito, y…

—Hazla pasar a la biblioteca, naturalmente —intervino el «angelito»—. Tampoco estoy yo para escucharla delante del rebaño vulgar: quiero tenerla a solas. ¿Hay lumbre encendida en la biblioteca?

—Sí, señora… pero ¡tiene tal aspecto de gitana!

—¡Déjate de charla, majadero, y haz lo que he mandado!

Sam desapareció de nuevo, y volvió a avivarse la animación y la expectación.

—Ya está dispuesta —dijo el lacayo, volviendo a aparecer—. Quiere saber quién será su primera visitante.

—Será mejor que pase yo a verla antes que ninguna dama —dijo el coronel Dent.

—Dile que pasa un caballero, Sam.

Sam fue y volvió.

—Señor, dice que no recibirá a ningún caballero; que no se molesten en acercarse a ella; ni tampoco a ninguna dama que no sea joven y soltera —añadió, conteniendo con dificultad una risita.

—¡Tiene buen gusto, voto a tal! —exclamó Henry Lynn.

La señorita Ingram se levantó solemnemente.

—Yo iré primera —dijo, con un tono de voz que habría convenido al jefe de una escuadra al saltar a la brecha de una fortaleza sitiada, a la cabeza de sus hombres.

—¡Ay, prenda mía! ¡Ay, queridísima! ¡Espera… reflexiona! —exclamó su mamá; pero ella la dejó atrás en silencio majestuoso, pasó por la puerta que sostenía el coronel Dent y la oímos entrar en la biblioteca.

Siguió un silencio relativo. A lady Ingram le pareció propio del caso retorcer las manos, cosa que hizo, en consecuencia. La señorita Mary anunció que a ella, por su parte, le parecía que no iba a atreverse a entrar. Amy y Louisa Eshton soltaron risitas a media voz y parecían un poco asustadas.

Transcurrieron los minutos muy despacio: se contaron quince hasta que volvió a abrirse la puerta de la biblioteca. La señorita Ingram volvió a entrar por el arco y se reunió con nosotros.

¿Se reiría? ¿Lo tomaría a broma? Todos los ojos se posaron en ella con curiosidad impaciente, y ella devolvió todas las miradas con otra de desaire y frialdad; no parecía ni nerviosa ni alegre: caminó con rigidez hasta su asiento y se sentó en él en silencio.

—¿Y bien, Blanche? —dijo lord Ingram.

—¿Qué ha dicho, hermanita? —preguntó Mary.

—¿Qué te parece? ¿Qué impresión te da? ¿Es adivina de verdad? —preguntaron las señoritas Eshton.

—Vamos, vamos, buenas gentes —replicó la señorita Ingram—, no me atosiguen. En verdad que se excitan con facilidad sus órganos del asombro y la credulidad; por la importancia que dan todos (incluida mi buena mamá) a esta cuestión, parece como si creyeran absolutamente que tenemos en la casa a una bruja de verdad, que mantiene una alianza estrecha con el diablo. He visto a una vagabunda gitana; ha practicado la ciencia de la quiromancia en su forma vulgar y me ha dicho lo que suelen decir tales personas. Se ha satisfecho mi capricho; y ahora creo que el señor Esthon hará bien en poner a la vieja en el cepo mañana por la mañana, tal como amenazó.

La señorita Ingram tomó un libro, se recostó en su silla y declinó mantener más conversación. La contemplé casi media hora: durante ese periodo no pasó una sola página y la cara se le puso por momentos más oscura, más insatisfecha y más expresiva de una amarga desilusión. Era evidente que no había oído nada favorable, y aquel arrebato prolongado de melancolía y de taciturnidad me dio a entender que, a pesar de la indiferencia que profesaba, ella misma daba una importancia exagerada a las revelaciones que hubiera recibido.

Mientras tanto, Mary Ingram y Amy y Louisa Eshton declararon que no se atrevían a pasar solas; sin embargo, todas querían pasar. Se establecieron negociaciones por medio de Sam, que hizo de embajador; y después de tantos viajes por parte de éste que creo que debieron de producirle agujetas en las pantorrillas, se arrancó con gran dificultad a la rigurosa sibila el consentimiento para que las tres la visitaran en bloque.

Su visita no fue tan silenciosa como lo había sido la de la señorita Ingram: oímos risitas histéricas y chillidos que provenían de la biblioteca; y al cabo de unos veinte minutos abrieron la puerta de golpe y cruzaron el vestíbulo corriendo como si estuvieran muertas de miedo.

—¡Estoy segura de que tiene malos tratos! —exclamaron al unísono—. ¡Qué de cosas nos ha dicho! ¡Lo sabe todo de nosotras!

Y se dejaron caer sin aliento en los diversos asientos que se apresuraron a acercarles los caballeros.

Al solicitarles más explicaciones, declararon que les había contado cosas que habían dicho y hecho cuando eran niñas; les había descrito libros y adornos que tenían en los gabinetes de sus casas; regalos que les habían dado diversos parientes suyos. Afirmaron que hasta les había adivinado el pensamiento y les había susurrado a cada una al oído el nombre de la persona que más quería en este mundo, y les había dicho qué era lo que más deseaban.

Aquí las interrumpieron los caballeros, pidiéndoles con sinceridad que les aclararan más estos dos últimos puntos; pero sólo recibieron sonrojos, exclamaciones, temblores y risitas a cambio de sus súplicas. Las matronas, mientras tanto, les ofrecían frascos de sales, blandían abanicos y reiteraban una y otra vez su inquietud por que no se hubieran tenido en cuenta a tiempo sus advertencias; y los caballeros mayores reían, y los más jóvenes ofrecían sus servicios a las bellas agitadas.

En medio del tumulto, y mientras tenía los ojos y los oídos completamente ocupados por la escena que se desarrollaba ante él, oí un carraspeo a mi lado. Me volví y vi a Sam.

—Disculpe usted, señorita, la gitana dice que hay otra dama joven y soltera en la sala que no la ha visitado todavía, y jura que no se marchará sin haberlas visto a todas. Creo que debe de ser usted: no hay otra. ¿Qué le digo?

—¡Ah, que iré, desde luego! —respondí; y me alegré de tener aquella oportunidad inesperada de satisfacer mi curiosidad, que se me había despertado mucho. Me escabullí de la sala sin que nadie me observara (pues los presentes estaban reunidos en masa alrededor del trío tembloroso que acababa de regresar) y cerré la puerta en silencio tras de mí.

—Si quiere usted, señorita, esperaré en el vestíbulo; y si la asusta, llámeme y entraré.

—No, Sam; vuelve a la cocina; no tengo el menor miedo.

Y no lo tenía, aunque sí estaba muy interesada y emocionada.

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