Jane Eyre

Capítulo XXII

Capítulo XXII

CAPÍTULO XXII

L SEÑOR

Rochester sólo me había dado una semana de permiso, pero pasó un mes entero antes de que me marchara de Gateshead. Quise irme inmediatamente después del funeral, pero Georgiana me suplicó que me quedara hasta que ella pudiera salir para Londres, donde la había invitado a ir por fin su tío, el señor Gibson, que había venido a dirigir el entierro de su hermana y a arreglar los asuntos de la familia. Georgiana me dijo que temía quedarse a solas con Eliza, que no le daba comprensión en su tristeza, apoyo en sus temores ni ayuda en sus preparativos; de manera que soporté como pude sus quejidos de debilidad y sus lamentaciones de egoísmo y me esforcé todo lo que pude cosiendo para ella y empaquetando sus vestidos. Es verdad que ella estaba mano sobre mano mientras yo trabajaba, y que pensaba para mis adentros: «Si tú y yo estuviésemos destinadas a vivir siempre juntas, prima, comenzaríamos las cosas desde otra base. No me avendría mansamente a ser la que lo aguantara todo; te asignaría tu parte de trabajo y te obligaría a que lo cumplieras, o quedaría sin hacerse. Me empeñaría también en que te guardases para ti algunas de tus quejas arrastradas y poco sinceras. Si consiento en llevarlo con tanta paciencia y sumisión es sólo porque nuestro trato será muy transitorio y se produce en una ocasión especialmente luctuosa».

Vi marcharse por fin a Georgiana; pero entonces fue Eliza la que me pidió que me quedase otra semana. Decía que sus planes le llenaban todo su tiempo y su atención; estaba a punto de marcharse con destino desconocido, y se pasaba todo el día metida en su cuarto, con la puerta cerrada por dentro, llenando baúles, vaciando cajones, quemando papeles y sin comunicarse con nadie. Me pidió que cuidara de la casa, que recibiera a las visitas y que respondiera a las notas de pésame.

Una mañana me dijo que ya podía marcharme con libertad.

—¡Y le agradezco sus valiosos servicios y su conducta discreta! —añadió—. Vivir con usted es diferente de vivir con Georgiana: usted cumple su papel en la vida sin resultar una carga para nadie. Mañana salgo camino del continente —siguió diciendo—. Residiré en una casa de religiosas, cerca de Lisie; en un convento de monjas, como lo llamaría usted; allí estaré tranquila y libre de molestias. Dedicaré algún tiempo al examen de los dogmas de la Iglesia católica romana y al estudio cuidadoso de su sistema. Si descubro que es, como casi sospecho, el idóneo para hacerlo todo como es debido y en regla, abrazaré los dogmas de Roma y probablemente me haré monja.

No manifesté sorpresa ante esta resolución ni intenté disuadirla. «La vocación te viene como anillo al dedo —pensé—; ¡buen provecho te haga!».

Cuando nos despedimos, me dijo:

—Adiós, prima Jane. Le deseo lo mejor: es usted sensata.

—También usted lo es, prima Eliza —repuse yo—, aunque de poco ha de servirle encerrada en un convento francés de aquí a un año. Sin embargo, no es asunto mío; así que, si eso es lo que quiere, allá usted.

—Tiene usted razón —dijo; y, tras estas palabras, nos fuimos cada una por nuestro camino. Como no tendré ocasión de volver a referirme a ella ni a su hermana, bien puedo decir aquí que Georgiana encontró un partido ventajoso con un hombre rico y elegante, aunque ajado, y que Eliza profesó como monja después de un periodo de noviciado y es actualmente superiora de su convento, al cual donó su fortuna.

Yo no sabía cómo se sienten las personas cuando regresan a su hogar tras una ausencia, larga o corta: jamás había conocido aquella sensación. Había sabido lo que era volver a Gateshead tras un paseo largo, de niña, y que me riñeran por parecer fría o melancólica; y, más tarde, lo que era volver de la iglesia a Lowood, soñando con una comida abundante y una buena lumbre, sin poder obtener ninguna de las dos cosas. Ninguno de estos regresos era muy agradable ni deseable; yo no tenía ningún imán que me atrajera hacia un punto fijo, aumentando su fuerza de atracción cuanto más me acercaba. Todavía me faltaba por probar el regreso a Thornfield.

El viaje se me hizo pesado, muy pesado: cincuenta millas un día; una noche en una posada; cincuenta millas al día siguiente. Pasé las primeras doce horas pensando en la señora Reed en sus últimos momentos; veía su cara desfigurada y descolorida y oía su voz extrañamente alterada. Recordaba el día del entierro, el ataúd, el coche fúnebre, el séquito negro de arrendatarios y criados (los parientes eran pocos); la cripta abierta, la iglesia silenciosa, el servicio solemne. Pensé después en Eliza y Georgiana: me imaginé a una como blanco de todas las miradas en un salón de baile, a la otra como habitante de la celda de un convento; y analicé las singularidades respectivas de sus personas y caracteres. Estos pensamientos se me dispersaron al llegar, por la noche, a la gran ciudad de ***; la noche les dio otro giro: acostada en mi lecho de viajera, dejé los recuerdos para pensar en lo por venir.

Volvía a Thornfield; pero ¿cuánto tiempo pasaría allí? No mucho, de eso estaba segura. La señora Fairfax me había dado noticias durante mi ausencia: los huéspedes de la casa se habían dispersado; el señor Rochester se había ido a Londres hacía tres semanas, aunque lo esperaban para dentro de quince días. La señora Fairfax suponía que habría ido a arreglar los preparativos de la boda, pues había hablado de comprar un coche nuevo; decía que todavía se le hacía extraña la idea de que el señor se fuera a casar con la señorita Ingram; pero que, en vista de lo que decía todo el mundo y de lo que había visto ella misma, ya no podía dudar que la ceremonia tendría lugar dentro de poco. «¡Muy incrédula eres! —pensé—. Yo no albergo duda alguna».

De ahí se desprendía una pregunta: «¿Dónde iría yo?». Pasé toda la noche soñando con la señorita Ingram; en un vivido sueño de madrugada la vi cerrándome en las narices el portón de Thornfield y señalándome con el dedo la carretera; y el señor Rochester me miraba con los brazos cruzados, sonriéndonos sardónicamente a las dos, según me pareció.

No había notificado a la señora Fairfax la fecha exacta de mi regreso, pues no quería que me esperara en Millcote ningún coche ni carruaje. Me proponía hacer el camino a pie yo sola, discretamente; y después de dejar mi baúl a cargo del mozo, salí muy discretamente de la posada del rey Jorge, hacia las seis de una tarde de junio, y tomé el camino viejo de Thornfield, un camino que transcurría sobre todo entre prados y que estaba poco frecuentado por entonces.

No era una tarde de verano luminosa ni espléndida, aunque sí apacible y suave. Se veía a segadores trabajar a lo largo de todo el camino; y el cielo, aunque no estaba despejado ni mucho menos, anunciaba buen tiempo para el futuro. Su azul (donde se veía el azul) era benigno y tranquilo, y las nubes eran estratos altos y delgados. También el poniente estaba templado: no lo enfriaba ningún destello acuoso; parecía como si hubiera encendida una hoguera, un altar ardiente tras su cortina de vapores veteados y por las aberturas brillaba un rojo dorado.

Me sentía alegre al irse acortando el camino ante mí: tan alegre, que me detuve una vez a preguntarme a mí misma qué significaba esa alegría, y a recordar a mi razón que no volvía a mi casa, ni a un hogar permanente, ni a un lugar donde me aguardaran buenos amigos que esperaran mi llegada. «Sin duda, la señora Fairfax sonreirá para darte una bienvenida tranquila —me dije—; y la pequeña Adèle dará palmas y saltará al verte. Aunque sabes muy bien que estás pensando en otro distinto de ellas, y que él no está pensando en ti».

Pero ¿qué hay tan terco como la juventud? ¿Qué tan ciego como la falta de experiencia? Éstas me afirmaban que ya era bastante placentero tener el privilegio de volver a ver al señor Rochester, con independencia de que me mirara a mí o no; y me añadían: «¡Aprisa!, ¡aprisa!, estate con él mientras puedas: ¡Sólo unos pocos días o semanas más, y te separarás de él para siempre!». Luego sofoqué en mi interior una angustia que acababa de nacer —un ser deforme que yo no podía admitir ni alimentar— y me puse a correr.

También están recogiendo el heno en los prados de Thornfield; o, mejor dicho, los trabajadores acaban de dejar la labor y vuelven a casa con los rastrillos al hombro a la hora que llego. Sólo me queda un prado o dos que atravesar, y después cruzaré la carretera y llegaré al portón. ¡Qué cuajados de rosas están los setos! Pero no tengo tiempo de recoger ninguna; quiero llegar a la casa. He pasado ante un brezo alto que echa al camino ramas cargadas de hojas y flores; veo la cancela estrecha con escalones de piedra; y veo… al señor Rochester, allí sentado, con un cuaderno y un lápiz en la mano; está escribiendo. Bueno, no es ningún fantasma; sin embargo, a mí se me han aflojado todos los nervios del cuerpo; durante un instante no soy dueña de mí misma. ¿Qué significa esto? No creí que fuera a temblar de esta manera cuando lo viera, ni que me fuera a quedar sin habla ni movimiento en su presencia. En cuanto pueda moverme, retrocederé: no es preciso que quede por tonta absoluta. Conozco otro camino para llegar a la casa. Como si conozco veinte; me ha visto.

—¡Hola! —exclama, levantando el cuaderno y el lápiz—. ¡Está aquí! Venga usted, haga el favor.

Supongo que voy, aunque no sé de qué modo, ya que apenas soy consciente de mis movimientos y mi único interés es parecer calmada y, sobre todo, controlar los músculos de mi cara, que me parece se rebelan insolentes contra mi voluntad y se debaten por expresar lo que yo me había resuelto a ocultar. Pero tengo velo, lo llevo echado: todavía puedo aspirar a comportarme con una compostura conveniente.

—¿Es ésta Jane Eyre? ¿Viene usted de Millcote, y a pie? Sí, es una de sus mañas: no hacer pedir un carruaje y venir pisando las calles y los caminos como una simple mortal, pero deslizándose con la penumbra por las proximidades de su casa, como si fuera un sueño o una sombra. ¿Dónde diantre se ha metido en este mes?

—He estado con mi tía, señor, que ha muerto.

—¡Una respuesta muy propia de Jane! ¡Guardadme, ángeles buenos! Viene del otro mundo, de la morada de los muertos; ¡y me lo dice al encontrarme aquí solo, en el crepúsculo! Si me atreviera, la tocaría a usted, señora hada, para ver si es sustancia o sombra; pero antes me prestaría a asir a un fuego fatuo azul en una marisma. ¡Traviesa! ¡Traviesa! —añadió, después de un instante de pausa—. Ha pasado todo un mes lejos de mí, ¡y se habrá olvidado de mí del todo, estoy dispuesto a jurarlo!

Yo ya sabía que volver a ver a mi señor sería un placer, aunque enturbiado por el temor a que pronto dejara de ser mi señor y por saber que yo no era nada para él: pero el señor Rochester tenía siempre (o eso creía yo, al menos) tales dotes para transmitir alegría, que probar las migajas que echaba a los pajarillos perdidos y desconocidos como yo era darse un rico banquete. Sus últimas palabras fueron un bálsamo para mí: parecía que daban a entender que yo le importaba algo, me olvidara de él o no. Y había dicho que Thornfield era mi casa; ¡ojalá lo fuera!

No se apartó de la cancela, y yo no quise pedirle que me dejara pasar. Le pregunté enseguida si había ido a Londres.

—Sí; supongo que lo ha adivinado usted con su sexto sentido.

—Me lo contó la señora Fairfax en una carta.

—¿Y le informó también de lo que había ido a hacer?

—¡Ah, sí, señor! Todo el mundo conocía su recado.

—Tiene que ver usted el coche, Jane, y decirme si no cree que será ideal para la señora Rochester, y si no parecerá la reina Boadicea, recostada en esos cojines morados. Quisiera estar un poco mejor adaptado yo mismo en lo externo para hacer buena pareja con ella. Dígame ahora, usted que es hada: ¿no puede darme un hechizo, o un filtro, o algo así, para convertirme en hombre apuesto?

—Para eso no alcanzaría el poder de la magia, señor —dije; y añadí para mis adentros: «No hace falta más hechizo que unos ojos enamorados: para ellos es usted lo bastante apuesto o, más bien, su severidad tiene un poder superior al de la belleza».

El señor Rochester había leído en algunas ocasiones mis pensamientos silenciosos con una agudeza que a mí me resultaba incomprensible; en el caso presente no prestó atención a mi respuesta vocal abrupta, pero me sonrió con una sonrisa muy suya que sólo adoptaba raras veces. Al parecer, la consideraba demasiado buena para los fines corrientes; era un verdadero sol de sentimiento: lo hizo brillar sobre mí entonces.

—Pase, Janet —dijo, haciéndose a un lado para dejarme pasar la cancela—; vuelva a casa y deje quietos los piececitos errabundos en el umbral de un amigo.

Ya sólo me quedaba obedecerle en silencio: no tenía ninguna necesidad de entretenerme con más coloquios. Pasé la cancela sin decir palabra, y pensé dejarlo con calma. Un impulso me detuvo; una fuerza me hizo volverme. Dije, o algo dijo dentro de mí, y a pesar de mí:

—Le agradezco su gran amabilidad, señor Rochester. Me alegro extraordinariamente de haber vuelto con usted; y donde esté usted, ahí está mi casa, mi única casa.

Seguí caminando tan aprisa que ni siquiera podría haberme alcanzado si lo hubiera querido. La pequeña Adèle se volvió medio loca de contento cuando me vio. La señora Fairfax me recibió con la afabilidad sencilla que acostumbraba. Leah me sonrió, y hasta la propia Sophie me dijo

bonsoir

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con alegría. Aquello era muy agradable; no hay felicidad como la de que lo quiera a uno su prójimo, y la de sentir que nuestra presencia contribuye algo a su felicidad.

Aquella noche cerré los ojos con firmeza al futuro; me tapé los oídos ante la voz que no dejaba de avisarme de la próxima separación y del dolor que se avecinaba. Cuando terminamos de tomar el té, y la señora Fairfax tomó su labor de punto y yo ocupé un asiento bajo cerca de ella, y Adèle, arrodillada en la alfombra, se hubo acurrucado cerca de mí, y pareció rodearnos un sentimiento de afecto mutuo con un halo de paz dorada, recé en silencio pidiendo que no nos separásemos mucho ni pronto; pero cuando, estando así sentadas, entró el señor Rochester sin llamar, nos miró y pareció agradarle el espectáculo de un grupo tan bien avenido. Cuando dijo que se figuraba que la anciana estaría contenta de volver a estar con su hija adoptiva, y añadió que veía que Adèle estaba

prête à croquer sa petite maman Anglaise

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, casi me aventuré a confiar en que nos mantuviera juntas en alguna parte, aun después de su boda, bajo el abrigo de su protección, y no exiliadas del todo del sol de su presencia.

Tras mi regreso a Thornfield Hall hubo una quincena de calma insegura. No se dijo nada de la boda del señor, y yo no vi ningún preparativo para tal ceremonia. Yo preguntaba casi todos los días a la señora Fairfax si se había enterado de algo definitivo: siempre me respondía que no. Una vez me dijo que había llegado a preguntar al señor Rochester cuándo iba a traerse a casa a su novia; pero él había contestado con una broma y con una de sus miradas raras, y ella no había sido capaz de sacar nada en limpio.

Había una cosa que me sorprendía especialmente: que no había movimientos de un lado a otro, no se hacían visitas a Ingram Park: era verdad que estaba a veinte millas, cerca del límite de otro condado; pero ¿qué era esa distancia para un amante ardiente? Un jinete tan consumado e incansable como el señor Rochester llegaría allí en sólo una mañana a caballo. Empecé a acariciar esperanzas que no tenía derecho a albergar: que se había roto el compromiso; que los rumores habían sido erróneos; que uno o los dos habían cambiado de opinión. Solía mirar a mi señor a la cara para ver si estaba triste o enfurecido, pero no recordaba ninguna ocasión en que la hubiera tenido tan libre de sombras y de malos sentimientos. Si a mí me faltaba ánimo y caía en una depresión inevitable en los ratos que pasábamos con él mi alumna y yo, él se ponía hasta alegre. Nunca me había llamado con tanta frecuencia a su presencia; nunca había sido tan amable conmigo estando allí; y ¡ay! nunca lo había querido yo tanto.

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