Capítulo XXVIII
Capítulo XXVIII
CAPÍTULO XXVIII
AN PASADO
dos días. Es una tarde de verano; el mayoral me ha dejado en un lugar llamado Whitcross; ya no podía llevarme más lejos por la cantidad que le había dado, y yo no tenía un solo chelín más en el mundo. La diligencia ya está a una milla; estoy sola. En este momento descubro que he olvidado tomar mi paquete del portaequipajes de la diligencia, donde lo había dejado para que estuviera a salvo; ahí se quedó, ahí debe de estar aún, y yo ahora me encuentro en la indigencia más absoluta.
Whitcross no es pueblo ni aldea; no es más que un pilar de piedra levantado en una encrucijada, pintado de blanco, supongo que para que se vea mejor a lo lejos y a oscuras. De su cúspide arrancan cuatro brazos; según su inscripción, el pueblo más cercano está a diez millas; el más lejano, a más de veinte. Por los nombres, bien conocidos, de estos pueblos, sé en qué comarca me he apeado: pertenece a un condado de la parte norte de la región central de Inglaterra, oscuro de páramos, surcado por montañas: las veo. Tras de mí y a cada lado hay grandes páramos; más allá del hondo valle que tengo a mis pies hay montañas onduladas. La población debe de ser escasa, y no veo viajeros por estas carreteras: se extienden al este, oeste, norte y sur, blancas, anchas, solitarias; están todas abiertas en el páramo, y los brezos silvestres crecen hasta su borde mismo. Con todo, podría darse el caso de que pasara un viajero, y no quiero que me vea ahora ningún ojo: los extraños se preguntarían qué hago aquí, en el mojón de la encrucijada, claramente perdida y sin rumbo. Podrían interrogarme; las únicas respuestas que podría dar serían increíbles y sospechosas. En este momento no me une ningún vínculo a la sociedad humana; no hay interés ni esperanza que me llamen donde está mi prójimo; ninguno que me viera albergaría un pensamiento amable ni un buen deseo hacia mí. No tengo más parientes que la madre universal, la naturaleza: buscaré su pecho y pediré reposo.
Me adentré directamente en el brezal; me dirigí a una hondonada que divisaba, y que surcaba el páramo pardo; me hundí hasta las rodillas en su vegetación oscura; seguía sus revueltas y, encontrando una peña de granito oscurecida por el musgo en un rincón oculto, me senté debajo. Me rodeaban altas lomas del páramo; la peña me cubría la cabeza; sobre ella estaba el cielo.
Pasó algún tiempo hasta que me sentí tranquila incluso allí: tuve un vago temor de que pudiera haber reses salvajes en las proximidades, o de que me descubriera algún cazador o furtivo. Cuando barría el yermo una ráfaga de viento, levantaba la vista temiendo la embestida de un toro; si silbaba una avefría, me imaginaba que era un hombre. No obstante, cuando vi que mis aprensiones eran infundadas, y calmada por el silencio profundo que reinó al caer la tarde, cobré confianza. No había pensado nada de momento; me había limitado a escuchar, observar, temer; entonces recuperé la facultad de la reflexión. ¿Qué haría? ¿Dónde iría? ¡Preguntas insoportables, cuando no podía hacer nada ni ir a parte alguna! ¡Cuando mis miembros cansados y temblorosos debían cubrir aún un largo camino para llegar a un lugar habitado por seres humanos! ¡Cuando debería apelar con súplicas a la caridad fría para tener cobijo, importunar a la solidaridad reacia, sufrir rechazos casi con toda seguridad, antes de que pudieran escuchar mi historia, o aliviar una sola de mis necesidades!
Toqué el brezal: estaba seco, y todavía templado del calor del día de verano. Miré el cielo: era puro; una estrella amable parpadeaba sobre el borde del precipicio. Caía el rocío, pero con suavidad propicia; no soplaba brisa alguna. La Naturaleza me parecía benigna y buena; pensé que me amaba, a pesar de estar desterrada de la sociedad; y yo, que sólo podía esperar desconfianza, rechazo e insultos por parte de los hombres, me aferré a ella con afecto filial. Aquella noche, al menos, sería su huésped, así como era hija suya: mi madre me alojaría sin coste ni precio. Todavía me quedaba un bocado de pan, resto de un bollo que había comprado con un penique suelto, mi última moneda, en un pueblo donde habíamos parado a mediodía. Vi brillar aquí y allá en el brezal arándanos silvestres, como cuentas de azabache: recogí un puñado y los comí con el pan. Aquella comida de eremita no me sació el hambre aguda que tenía, aunque me la acalló. Cuando la terminé, recé mis oraciones de la noche y después elegí mi lecho.
Junto a la peña, el brezal estaba muy profundo; cuando me acosté, quedé con los pies enterrados en él; se levantaba alto a los dos lados, dejando sólo un espacio estrecho para que entrara el aire de la noche. Plegué en dos mi chal y lo extendí sobre mí a modo de manta; un banco bajo de musgo me sirvió de almohada. Protegida así, no tuve frío, al menos al principio de la noche.
Mi descanso podría haber sido bastante dichoso si no lo hubiera interrumpido la tristeza de mi corazón. Sentía el dolor de sus heridas abiertas, de estar sangrando por dentro, de las entretelas rasgadas. Temblaba por el señor Rochester y su perdición; lloraba por él con lástima amarga; lo llamaba con nostalgia incesante; e, impotente como un pájaro que tiene rotas las dos alas, seguía agitando los muñones destrozados en un intento vano de ir a buscarlo.
Agotada por este tormento del pensamiento, me puse de rodillas. Había caído la noche y habían salido sus planetas: era una noche segura y tranquila, demasiado serena para estar acompañada por el miedo. Sabemos que Dios está en todas partes, pero es cierto que sentimos más Su presencia cuando tenemos ante nosotros Sus obras de escala más grandiosa; y leemos con mayor claridad Su infinitud, Su omnipotencia, Su omnipresencia, en el cielo despejado de la noche, donde Sus mundos siguen su curso silencioso. Me había puesto de rodillas para rezar por el señor Rochester. Levantando la vista, con los ojos empañados por las lágrimas, vi la inmensa Vía Láctea. Recordando lo que era, los incontables sistemas que barrían el espacio como un suave trazo de luz, sentí el poder y la fuerza de Dios. Estuve segura de Su capacidad para salvar lo que había creado; me convencí de que ni perecería la tierra ni una sola de las almas que guardaba. Dirigí mi oración a la acción de gracias: la Fuente de la Vida era también Salvador de los espíritus. El señor Rochester estaba a salvo; era de Dios, y Dios lo protegería. Volví a refugiarme en el pecho de la colina, y al cabo de poco rato olvidé la tristeza con el sueño.
Pero al día siguiente acudió a mí la Necesidad, pálida y desnuda. Mucho después de que hubieran dejado sus nidos los pajarillos, mucho después de que hubieran salido las abejas a la suave hora del alba a recoger la miel del brezo antes de que se hubiera secado el rocío, cuando ya se habían acortado las sombras largas del amanecer y el sol llenaba el cielo y la tierra, me levanté y miré a mi alrededor.
¡Qué día tan tranquilo, cálido, ideal! ¡Qué desierto dorado era aquel vasto páramo! Sol en todas partes. Desearía vivir en él y de él. Vi correr una lagartija por la peña; vi una abeja que se afanaba entre los dulces arándanos. De buena gana me habría convertido entonces en abeja o lagartija, para encontrar allí alimento y abrigo permanente. Pero era un ser humano y tenía las necesidades del ser humano: no debía quedarme donde no había modo de cubrirlas. Me puse de pie; miré la cama que había dejado. Sin esperanzas para el futuro, sólo deseé una cosa: que mi Hacedor hubiera tenido a bien llevarse mi alma aquella noche, mientras dormía, y que a aquel cuerpo cansado, liberado por la muerte de nuevas luchas con el destino, sólo le quedara ya descomponerse en silencio y mezclarse en paz con el suelo de aquel desierto. Sin embargo, todavía poseía la vida con todas sus exigencias, dolores y responsabilidades. Debía llevar la carga, cubrir las necesidades, soportar los sufrimientos, cumplir las responsabilidades. Me puse en camino.
Después de volver a Whitcross, seguí un sendero en dirección opuesta al sol, ya alto y ardiente. Fue la única circunstancia que me impulsó a elegir. Caminé mucho tiempo, y cuando pensaba que había hecho bastante y podía rendirme sin cargo de conciencia a la fatiga que casi me vencía, que podía relajar aquella marcha forzada, sentarme en una piedra que veía cerca y rendirme sin resistencia a la apatía que me trababa el corazón y los miembros, oí el tañido de una campana, de una campana de iglesia.
Me volví hacia el sonido y vi allí, entre las colinas románticas, cuyos cambios y aspecto había dejado de observar hacía una hora, una aldea y una aguja de iglesia. Todo el valle de mi derecha estaba lleno de pastos, trigales y bosques; y un arroyo reluciente zigzagueaba entre los tonos variados de verde, las mieses que iban madurando, los bosques sombríos, los prados claros y soleados. Un retumbar de ruedas me hizo mirar de nuevo el camino que tenía delante, y vi un carromato muy cargado que subía trabajosamente la cuesta; poco más allá iban dos vacas y su vaquero. Tenía cerca la vida humana y el trabajo humano. Debía seguir luchando, esforzarme por vivir y poner manos a la labor como todos los demás.
Entré en el pueblo hacia las dos de la tarde. Al fondo de su única calle había una tiendecilla con varias hogazas de pan en el escaparate. Ansié una hogaza de pan. Con aquel refrigerio quizá pudiera recuperar cierto grado de energía; sin él, me resultaría difícil seguir adelante. En cuanto me encontré entre mis semejantes me volvió el deseo de tener algo de fuerza y vigor. Me pareció que sería degradante desmayarme de hambre en la calzada de una aldea. ¿Tenía yo algo que pudiera ofrecer a cambio de una de aquellas hogazas? Lo consideré. Llevaba al cuello un pañolito de seda; tenía mis guantes. No tenía la menor idea de qué hacían los hombres y mujeres que se encontraban en situaciones extremas de indigencia. No sabía si aceptarían alguno de los dos artículos: lo más probable era que no; pero debía intentarlo.
Entré en la tienda; había allí una mujer. Al ver a una persona bien vestida, a la que tomó por una dama, acudió hacia mí con cortesía.
—¿En qué puedo servirla?
Me dominó la vergüenza; mi lengua no fue capaz de pronunciar la solicitud que había dispuesto. No me atreví a ofrecerle los guantes usados, el pañuelo arrugado; por otra parte, me pareció que sería absurdo. Me limité a pedirle permiso para sentarme un momento, pues estaba cansada. Desilusionada al no encontrar en mí a una cliente, accedió con frialdad a mi petición. Me indicó un asiento; me hundí en él. Sentí fuertes deseos de llorar; pero, consciente de lo fuera de lugar que estarían tales extremos, me contuve. Al poco rato le pregunté si había en el pueblo alguna modista o costurera.
—Sí, dos o tres. Bastantes para el trabajo que hay.
Reflexioné. Tenía que salir del aprieto. Estaba cara a cara con la Necesidad. Me encontraba sin recursos, sin amigos, sin una moneda. Debía hacer algo. ¿Qué? Debía presentarme en alguna parte. ¿Dónde?
—¿Conoce algún sitio de los alrededores donde haga falta una criada?
—No, no sabría decirle.
—¿Cuál es la actividad principal de esta población? ¿A qué se dedica la mayoría de la gente?
—Algunos son labriegos; muchos trabajan en la fábrica de agujas del señor Oliver y en la fundición.
—¿Da trabajo a mujeres el señor Oliver?
—No; es todo trabajo de hombres.
—¿Y qué hacen las mujeres?
—No sé —respondió—. Unas hacen una cosa y otras otra. Los pobres tienen que salir adelante como pueden.
Parecía cansada de mis preguntas; y, en efecto, ¿qué derecho tenía yo a importunarla? Entraron uno o dos vecinos; era evidente que hacía falta mi silla. Me despedí.
Subí por la calle, mirando al pasar todas las casas a derecha e izquierda; pero no se me ocurrió ningún pretexto ni vi motivo para entrar en ninguna. Pasé una hora o más rondando por la aldea, alejándome a veces a cierta distancia y regresando de nuevo. Muy agotada, y sufriendo ya mucho por falta de comida, entré por una vereda y me senté bajo el seto. Pero antes de que hubieran transcurrido muchos minutos, volví a ponerme de pie y a buscar algo, algún recurso o al menos a alguien que pudiera informarme. En lo alto de la vereda había una casita linda que tenía delante un jardín, exquisitamente cuidado y lleno de flores. Me detuve ante ella. ¿Qué derecho tenía yo a acercarme a la puerta blanca o a tocar el llamador reluciente? ¿Qué interés podían tener en ayudarme los habitantes de aquella casa? No obstante, me acerqué y llamé. Abrió la puerta una mujer joven, de aspecto benigno, vestida con limpieza. En voz baja y vacilante, como la que podía esperarse que saliera de un corazón sin esperanza y un cuerpo desfallecido, le pregunté si les hacía falta una criada.
—No —me dijo—; no tenemos criada.
—¿Podría decirme usted dónde puedo encontrar trabajo de la clase que sea? —le dije entonces—. Soy forastera, no conozco aquí a nadie. Quiero trabajo, no importa de qué clase.
Pero no era de su incumbencia pensar por mí ni buscarme colocación; además, ¡qué sospechosos debían de parecer mi carácter, mi situación, mi relato! Negó con la cabeza, dijo que lamentaba no poder informarme, y la puerta blanca se cerró, con mucha delicadeza y cortesía, pero dejándome fuera. Creo que si la hubiera dejado abierta un poco más de tiempo, le habría pedido un mendrugo de pan de limosna, pues ya estaba en una situación extrema.
No era capaz de volver a aquel pueblo sórdido, donde, por otra parte, no veía ninguna perspectiva de ayuda. Hubiera preferido más bien retirarme a un bosque que veía no muy lejos; pero estaba tan débil, tan enferma, tan mordida por la necesidad, que el instinto me hacía rondar por las viviendas donde tenía alguna posibilidad de conseguir comida. La soledad no sería soledad, el descanso no sería descanso, mientras el buitre del hambre me clavara de tal manera en el costado el pico y las garras. Me acercaba a las casas, me apartaba de ellas y volvía otra vez, y me alejaba de nuevo, repelida siempre por la conciencia de no tener derecho a pedir ni a esperar que nadie se interesara por mi suerte solitaria. Iba avanzando la tarde mientras yo vagaba así, como un perro perdido y hambriento. Cuando atravesaba un campo, vi ante mí la aguja de la iglesia; fui aprisa hacia ella. Cerca del cementerio, dentro de un jardín, había una casa bien construida, aunque pequeña; no dudé que sería la rectoral. Recordé que los forasteros que llegan en busca de trabajo a un lugar donde no tienen amigos recurrían a veces al clérigo para que los presentara y les ayudara. Es misión del clérigo ayudar (al menos con consejos) a los que están dispuestos a poner algo de su parte. Me pareció que tenía algo parecido a un derecho a pedir ayuda allí. Renovando, entonces, mi valor, y haciendo acopio de las débiles fuerzas que me quedaban, avancé. Llegué a la casa y llamé a la puerta de la cocina. Me abrió una mujer anciana; le pregunté si era aquella la rectoral.
—Sí.
—¿Está en casa el clérigo?
—No.
—¿Volverá pronto?
—No, está de viaje.
—¿Ha ido lejos?
—No mucho, a unas tres millas. Ha tenido que marcharse por la muerte repentina de su padre; está en Marsh End, y es muy probable que se quede allí una quincena más.
—¿Hay señora de la casa?
—No, sólo yo, que soy el ama de llaves.
Y a ella, lector, no me atreví a pedirle el socorro por cuya falta estaba desfalleciendo. Todavía no era capaz de pedir limosna, y volví a alejarme, arrastrándome.
Volví a quitarme el pañuelo; volví a pensar en las hogazas de pan de la tiendecilla. ¡Quién me diera una sola corteza, un solo bocado para acallar las punzadas del hambre! Me encaminé de nuevo instintivamente hacia la aldea; encontré otra vez la tienda y entré; y, aunque había allí otras personas además de la mujer, me aventuré a preguntarle si me daría una hogaza a cambio de este pañuelo.
Me miró con evidente desconfianza.
—No, no vendo nunca cosas de esta manera.
Casi desesperada, le pedí media hogaza; ella volvió a negarse.
—¿Cómo sé yo de dónde ha sacado el pañuelo? —me dijo.
—¿Aceptaría mis guantes?
—¡No! ¿Para qué los quiero?
Lector, no me resulta agradable evocar estos detalles. Hay quien dice que es un placer recordar las experiencias dolorosas que ya pasaron; pero todavía hoy me cuesta gran trabajo rememorar estos tiempos que estoy contando: el abatimiento moral, sumado a los sufrimientos físicos, contienen un recuerdo demasiado acongojante como para evocarlo de buena gana. Yo no culpaba a ninguno de los que me rechazaban. Me parecía que era de esperar, e irremediable: ya a los mendigos corrientes se les suele mirar con sospecha; es inevitable que miren así a una mendiga bien vestida. Es verdad que yo no mendigaba más que trabajo, pero ¿a quién le incumbía darme trabajo? No sería a personas que me veían por primera vez y que no tenían ninguna noticia de mi honradez. En cuanto a la mujer que no había querido tomar mi pañuelo a cambio de su pan, sí, había hecho bien, si la oferta le parecía siniestra o el trato desventajoso. Permíteme que abrevie: la materia me repugna.
Poco antes de anochecer pasé por delante de una granja, ante cuya puerta abierta estaba sentado el granjero comiéndose su cena de pan y queso. Me detuve y le dije:
—¿Quiere darme un trozo de pan? Tengo mucha hambre.
Me echó una mirada de sorpresa; pero, sin responderme, cortó una gruesa rebanada de su hogaza y me la dio. Creo que no me tomó por mendiga, sino más bien por una dama excéntrica que se había encaprichado de su pan moreno. En cuanto perdí de vista su casa, me senté y lo comí.
No podía hacerme ilusiones de encontrar alojamiento bajo techo, y lo busqué en el bosque al que me he referido antes. Pero pasé una noche malísima, sin poder descansar; el suelo estaba húmedo; el aire, frío; además, pasaron intrusos cerca de mí en más de una ocasión, y tuve que cambiar de sitio varias veces; no me acompañaba ninguna sensación de seguridad ni tranquilidad. Hacia el alba, llovió; todo el día siguiente fue lluvioso. Lector, no me pidas una relación detallada de aquel día; busqué trabajo, como antes; me rechazaron, como antes; me moría de hambre, como antes; sólo probé bocado una vez. Vi a la puerta de una casita a una niña que iba a tirar al pesebre de los cerdos unos restos de gachas frías.
—¿Me lo das? —le pedí.
Se me quedó mirando.
—¡Madre! —exclamó la niña—. Aquí hay una mujer que me ha pedido que le dé estas gachas.
—Bueno, mocita —contestó una voz desde dentro—, dáselas, si es una mendiga. Al cerdo no le hacen falta.
La niña me echó en la mano el amasijo duro, y yo lo devoré con avidez.
Al caer el húmedo crepúsculo, me detuve en un camino de herradura que llevaba siguiendo una hora o más.
«Me faltan las fuerzas del todo —me dije—. Me parece que no puedo seguir mucho más. ¿Volveré a pasar esta noche sin techo? ¿Deberé reposar la cabeza en el suelo frío, empapado, mientras cae así la lluvia? Me temo que no podré hacer otra cosa; pues ¿quién va a querer acogerme? Pero será terrible, con esta hambre, debilidad, frío, y este sentimiento de desolación, esta postración total de la esperanza. Aunque lo más probable es que me muera antes de que amanezca. Y ¿por qué no puedo hacerme a la idea de la muerte? ¿Por qué me debato por conservar una vida que carece de valor? Porque sé, o creo, que el señor Rochester vive; y, además, la naturaleza no es capaz de someterse de manera pasiva a morir de frío y necesidad. ¡Oh, Providencia! ¡Susténtame un poco más! ¡Socórreme! ¡Guíame!».
Recorrí con la vista nublada el paisaje en penumbra y cubierto de bruma. Vi que me había alejado del pueblo: se había perdido de vista. Habían desaparecido hasta los cultivos de sus alrededores. Me había acercado una vez más, por sendas y veredas, a la ancha extensión de páramo; y ahora sólo me separaban de la colina tenebrosa algunos pastizales casi tan silvestres e improductivos como el brezal del que se habían roturado a duras penas.
«Bueno, prefiero morir allí que en una calle o en una carretera frecuentada —reflexioné—. Y es mucho mejor que me arranquen la carne de los huesos los grajos y los cuervos (si es que hay cuervos en estas regiones), antes de que los encierren en el ataúd de un asilo y se pudran en la fosa común de los pobres».
Me encaminé, pues, hacia la colina. La alcancé. Sólo me faltaba encontrar un hueco donde pudiera tenderme para sentirme oculta al menos, ya que no segura. Pero toda la superficie del yermo parecía llana. No presentaba más variación que la de sus colores: verde, allí donde los juncos y el musgo dominaban las partes pantanosas; negro, donde el suelo seco no daba más que brezo. Aunque oscurecía, yo apreciaba todavía esos matices, si bien como meras alternancias de luces y sombras, pues el color se había apagado con la luz del día.
Seguía recorriendo con la vista las ondulaciones oscuras y el borde del páramo, que se perdía en medio de un paisaje bravío, cuando en un punto tenue, muy a lo lejos entre el pantano y los riscos, vi encenderse una luz. «Es un fuego fatuo», fue lo primero que pensé; y me figuré que desaparecería al poco rato. Sin embargo, siguió encendida con fijeza, sin retroceder ni avanzar. «¿Será una hoguera que acaban de encender?», me pregunté. Esperé a ver si se extendía; pero no: ni se reducía ni crecía. «Puede que sea una vela en una casa —conjeturé entonces—; pero, aunque así fuera, jamás podré alcanzarla. Está demasiado lejos, con mucho; y aunque estuviera sólo a una vara de distancia, ¿de qué me serviría? Llamaría a la puerta y me la cerrarían en las narices».
Y me dejé caer donde estaba y oculté el rostro contra la tierra. Me quedé quieta un rato; el viento de la noche soplaba sobre la colina y sobre mí, y se perdía a lo lejos entre lamentos; la lluvia caía con fuerza, empapándome de nuevo hasta los huesos. Si hubiera podido quedarme aterida por una helada, con la insensibilidad amable de la muerte, podría haber seguido azotándome sin que yo la sintiera; pero mi carne, todavía sensible, se estremecía con su frío. Me levanté al poco rato.
Seguía encendida la luz, brillando tenue pero constante entre la lluvia. Intenté volver a caminar; arrastré despacio hacia ella mis miembros agotados. Me condujo por una ruta oblicua sobre la colina, a través de una ancha ciénaga que habría sido infranqueable en invierno y aun entonces, en pleno verano, estaba fangosa e inestable. Allí caí dos veces, pero otras tantas me levanté haciendo acopio de fuerzas. Aquella luz era mi última esperanza: debía alcanzarla.
Cuando hube atravesado el pantano, vi un trazo blanco sobre el páramo. Me acerqué: era una carretera o una pista; conducía directamente hacia la luz, que ya arrojaba sus rayos desde una especie de montículo, entre un grupo de árboles; abetos, según me pareció por sus formas y follaje que pude distinguir entre las tinieblas. Al acercarme, desapareció mi estrella: se había interpuesto algún obstáculo entre ella y yo. Extendí la mano para palpar la masa oscura que tenía delante: distinguí las piedras ásperas de un muro bajo; encima, algo parecido a unas bardas, y detrás, un seto alto y espinoso. Seguí avanzando a tientas. Volvió a relucir ante mí un objeto blanquecino: era una puerta, una cancela; giró sobre sus goznes al tocarla yo. Tenía a cada lado un arbusto oscuro, acebo o tejo.
Cuando entré por la puerta y dejé atrás los arbustos, se alzó ante mi vista la silueta de una casa, negra, baja y más bien alargada; pero la luz que me había guiado no brillaba en ninguna parte. Todo era oscuridad. ¿Se habían retirado sus habitantes a descansar? Eso me temí. Buscando la puerta, doblé una esquina: apareció entonces el brillo amistoso, entre los paneles en figura de rombo de una ventana de celosía muy pequeña, a unos palmos del suelo, reducida todavía más por una hiedra o alguna otra planta trepadora cuyas hojas crecían espesas sobre la parte de la fachada de la casa en que se abría la ventana. Su hueco era tan estrecho y oculto que no se había considerado necesario dotarlo de cortina ni contraventana; y cuando me incliné y retiré el follaje que lo cubría, pude ver todo el interior. Vi claramente un cuarto de suelo de madera pulida, bien fregado; un aparador de nogal con platos de peltre dispuestos en hileras, que reflejaban las llamas rojas y radiantes de un fuego de turba. Vi un reloj, una mesa blanca de pino, varias sillas. La vela cuyos rayos me habían servido de faro ardía sobre la mesa, y hacía calceta a su luz una mujer de edad, de aspecto algo rudo pero escrupulosamente limpia, como todo lo que la rodeaba.
Sólo observé estos objetos de pasada: no tenían nada de extraordinario en sí. Cerca de la lumbre había un grupo más interesante de personas, sentadas tranquilamente entre la paz risueña y el calor que la llenaba. Allí se sentaban dos mujeres jóvenes, gráciles, damas en todos los sentidos: una en una mecedora baja, la otra en un taburete más bajo todavía; las dos iban de luto riguroso, de crespón y fustán, atuendo sombrío que hacía destacar de modo singular sus caras y cuellos muy blancos. Un viejo perro perdiguero tenía apoyada la cabeza enorme en la rodilla de una de las muchachas; en el regazo de la otra estaba hecho un ovillo un gato negro.
¡Era lugar extraño aquella cocina humilde para tales ocupantes! ¿Quiénes eran? No podían ser hijas de aquella persona anciana que estaba a la mesa, ya que ésta parecía rústica, mientras que ellas eran todo delicadeza y cultura. No había visto jamás unas caras como aquéllas; a pesar de lo cual, mientras las miraba, me daba la impresión de que conocía íntimamente cada uno de sus trazos. No puedo calificarlas de bellas: estaban demasiado pálidas y serias; absortas cada una en un libro, parecían muy pensativas, hasta casi la severidad. Entre ellas había un velador con una segunda vela y dos grandes volúmenes que consultaban con frecuencia, comparándolos, al parecer, con los libros menores que tenían en las manos, como hacen los que consultan un diccionario para ayudarse en la tarea de traducir. La escena era tan silenciosa como si todos los personajes fueran sombras, y la estancia iluminada por la lumbre un cuadro: estaba tan callada que oía caer las cenizas de la rejilla de la lumbre, el tictac del reloj en su rincón oscuro, y hasta me imaginé que oía el clic, clic de las agujas de la mujer. Por lo tanto, cuando una voz interrumpió por fin el extraño silencio, la pude oír bien.
—Escucha, Diana —dijo una de las estudiantes atentas—; Franz y el viejo Daniel están juntos, de noche, y Franz está contando un sueño que le ha hecho despertarse aterrorizado: ¡escucha!
Y leyó en voz baja algo de lo que no pude entender una sola palabra, pues estaba en una lengua desconocida por mí: no era ni francés ni latín. No supe si era griego o alemán.
—Tiene fuerza —dijo al terminar de leer—: me encanta.
La otra muchacha, que había levantado la cabeza para escuchar a su hermana, repitió mirando a la lumbre una línea de lo que había leído aquella. Más adelante llegué a conocer el idioma y el libro; citaré por ello aquí el pasaje, aunque aquella primera vez que lo oí no fue para mí más que un golpe en una pieza de bronce resonante que no significaba nada para mí.
—
Da trat hervor Einer, anzusehen wie die Sternen Nacht
[1]
. ¡Bueno! ¡Bueno! —exclamó, mientras le brillaban los ojos oscuros y profundos—. ¡Buena manera de ponerte delante a un arcángel oscuro y poderoso! Este verso vale cien páginas de paja.
Ich wäge die Gedanken in der Schale meines Zornes und die Werke mit dem Gewichte meines Grimms
[2]
. ¡Me gusta!
Las dos volvieron a guardar silencio.
—¿Hay algún país en que hablen de esa manera? —preguntó la anciana, levantando la vista de su labor.
—Sí, Hannah: un país mucho más grande que Inglaterra, donde no hablan de otro modo.
—Bueno, palabra que no sé cómo se entienden; y me figuro que si fuesen allí una u otra, entenderían lo que decía la gente, ¿no?
—Seguramente entenderíamos algo de lo que decían, pero no todo; porque no somos tan listas como nos crees, Hannah. No hablamos el alemán, y no sabemos leerlo sin ayuda de un diccionario.
—¿Y de qué les sirve?
—Pensamos enseñarlo algún día; o, al menos, sus rudimentos, como suele decirse; y entonces ganaremos más dinero que ahora.
—Es muy posible; pero dejad de estudiar; ya basta por esta noche.
—Eso me parece a mí; yo, al menos, estoy cansada. ¿Y tú, Mary?
—De muerte; al fin y al cabo, es duro meterse en la cabeza un idioma sin más maestro que un diccionario.
—Sí que lo es, sobre todo un idioma tan enrevesado, aunque glorioso, como este
Deutsch
. Me pregunto cuándo llegará a casa Saint John.
—Ya no tardará, sin duda: son las diez en punto —dijo, mirando un relojito de oro que se sacó de la faja—. Está lloviendo mucho, Hannah: ¿tienes la bondad de atender a la lumbre del salón?
La mujer se levantó; abrió una puerta por la que entreví un pasillo; oí poco después que atizaba la lumbre de un cuarto interior; volvió enseguida.
—¡Ah, niñas! —dijo—; sí que me inquieta entrar ahora en ese cuarto de ahí: parece muy solo con la butaca vacía y arrimada a un rincón.
Se secó los ojos con el delantal. Las dos muchachas, antes serias, parecieron ahora tristes.
—Pero está en un lugar mejor —siguió diciendo Hannah—: no deberíamos desear que volviera aquí. Y, además, tuvo una muerte tan tranquila como el que más.
—¿Y dices que no habló de nosotras? —preguntó una de las señoritas.
—No tuvo tiempo, criatura: su padre de usted murió en un momento. Había estado algo malo, como el día antes, pero nada de importancia; y cuando el señorito Saint John le preguntó si quería hacer llamar a alguna de ustedes dos, se rio de él. Al día siguiente (hace ahora quince días) empezó a tener la cabeza algo pesada, y se fue a dormir y ya no despertó: estaba casi tieso cuando entró su hermano de ustedes en el cuarto y se lo encontró así. ¡Ay, niñas! Era el último de la vieja raza; pues el señorito Saint John y ustedes son como de otra clase de los que ya se han ido; a pesar de que su madre era muy parecida a ustedes, y sabía casi tanto de letras. Era el vivo retrato de usted, Mary; Diana se parece más a su padre.
A mí me parecían tan semejantes entre sí que no comprendí dónde veía la diferencia la vieja criada (pues había deducido que esto era la anciana). Ambas tenían la tez clara y eran esbeltas; ambas poseían caras distinguidas e inteligentes. Es verdad que una tenía el cabello un poco más oscuro que la otra, y que se distinguían en el modo de llevarlo: Mary llevaba el pelo, castaño claro, con raya en medio y recogido en trenzas; el pelo más oscuro de Diana le cubría el cuello con espesos tirabuzones. El reloj dio las diez.
—Estoy segura de que querrán la cena —observó Hannah—, y también la querrá el señor Saint John cuando llegue.
Y se puso a preparar la cena. Las damas se levantaron; parecían dispuestas a retirarse al salón. Hasta entonces, yo había estado tan absorta en observarlas, su aspecto y conversación me habían suscitado un interés tan agudo, que me había olvidado a medias de mi propia situación desdichada: entonces la recordé. Me pareció, por contraste, más desolada, más desesperada que nunca. ¡Y qué imposible parecía hacer que se preocuparan por mí los habitantes de esta casa, hacerles creer la verdad de mis necesidades y de mis desventuras, inducirlos a que concedieran un descanso a mis vagabundeos! Mientras buscaba la puerta a tientas y llamaba titubeante, me pareció que esta última idea era una pura quimera. Abrió Hannah.
—¿Qué quiere? —me preguntó con voz de sorpresa, mientras me inspeccionaba a la luz de la vela que llevaba en la mano.
—¿Puedo hablar con sus señoras? —le pregunté.
—Será mejor que me diga a mí lo que tenga que decirles a ellas. ¿De dónde viene?
—Soy forastera.
—¿Qué hace aquí a estas horas?
—Quiero que me dejen pasar la noche en un cobertizo, o donde sea, y un pedazo de pan para comer.
El sentimiento que más temía yo, la desconfianza, apareció en la cara de Hannah.
—Le daré un trozo de pan —dijo tras una pausa—, pero no podemos acoger a una vagabunda. Ni mucho menos.
—Permítame usted hablar con sus señoras.
—No, no lo haré. ¿Qué pueden hacer ellas por usted? No debería estar vagando por ahí a estas horas; parece muy feo.
—Pero ¿dónde iré si me rechaza usted? ¿Qué haré?
—Ah, estoy segura de que ya sabrá dónde ir y qué hacer. No haga maldades, no le digo más. Tenga un penique y márchese.
—Un penique no me da de comer, y no tengo fuerzas para ir a otra parte. No cierre la puerta, ¡no la cierre, por Dios!
—Debo cerrarla; entra la lluvia…
—Avise a las señoras. Déjeme que hable con ellas…
—Desde luego que no. Usted no es lo que debería; si no, no daría este escándalo. Fuera de aquí.
—Pero ¡si me rechaza, me moriré!
—No se morirá. Me temo que se trae entre manos algún mal designio para venir a las casas de la gente a estas horas de la noche. Si tiene cómplices por aquí cerca, ladrones o lo que sean, dígales que no estamos solas en la casa: hay un caballero, y perros, y escopetas. Después de decir esto, la criada honrada pero inflexible cerró la puerta y echó el pestillo por dentro.
Aquello fue la culminación. Una punzada de sufrimiento extraordinario, un paroxismo de verdadera desesperación me rasgó y me aplastó el corazón. Estaba agotadísima; no podía dar un paso. Me hundí en el umbral húmedo; suspiré; me retorcí las manos; lloré de angustia absoluta. ¡Oh, espectro de la muerte! ¡Oh, última hora que se me acercaba de manera tan horrible! ¡Ay, ese aislamiento, ese destierro de entre mis semejantes! Había perdido, al menos por un instante, no sólo el ancla de la esperanza, sino el apoyo de la fortaleza; pero pronto me esforcé por recuperar esta última.
«Lo más que me puede pasar es que me muera —me dije—, y creo en Dios. Intentaré esperar en silencio a que se cumpla Su voluntad».
No sólo pensé estas palabras, sino que las pronuncié en voz alta; y guardándome toda mi tristeza en el corazón, procuré mantenerla allí encerrada, muda y callada.
—Todos los hombres deben morir —dijo una voz muy cerca de mí—; pero no todos están condenados a una muerte lenta y prematura, como sería la suya si pereciera aquí de necesidad.
—¿Quién o qué habla? —pregunté, aterrorizada por el sonido inesperado, e incapaz ya de albergar esperanzas de recibir ayuda en ninguna circunstancia. Tenía cerca una figura; la noche oscura como boca de lobo y la debilidad de mi vista me impedían distinguir cómo era. El recién llegado llamó a la puerta con golpes largos y sonoros.
—¿Es usted, señorito Saint John? —exclamó Hannah.
—Sí, sí; abre aprisa.
—¡Vaya, qué frío y mojado debe de venir usted con la mala noche que hace! Pase; sus hermanas estaban muy intranquilas por usted, y creo que hay mala gente por aquí. Ha venido una mendiga… ¡Digo, si no se ha marchado todavía! ¡Levántese! ¡Qué vergüenza! ¡Fuera de aquí, le digo!
—¡Calla, Hannah! Tengo que decir unas palabras a esa mujer. Tú ya has cumplido con tu deber expulsándola; ahora cumpliré yo con el mío admitiéndola. Estaba cerca y os he oído a las dos. Creo que éste es un caso especial; al menos, debo examinarlo. Levántese, joven, y entre en la casa delante de mí.
Le obedecí con dificultad. Al poco me encontré dentro de aquella cocina limpia y luminosa, ante la misma chimenea, temblando, enferma, consciente de que mi aspecto era espantoso en grado sumo, desaliñado y deteriorado por la intemperie. Las dos señoritas, su hermano el señor Saint John, la vieja criada, me estaban mirando fijamente. Oí que una preguntaba:
—¿Quién es, Saint John?
—No lo sé; la encontré a la puerta —respondió éste.
—Sí que está pálida —dijo Hannah.
—Pálida como el yeso o como la muerte —le respondieron—. Se va a caer: dejad que se siente.
Y era verdad que me daba vueltas la cabeza: me caí, pero me recibió una silla. Seguía en posesión de mis sentidos, aunque no podía hablar de momento.
—Quizá se recupere con un poco de agua. Trae un vaso, Hannah. Pero ¡si está demacrada! ¡Qué delgada y qué pálida está!
—¡Está hecha un espectro!
—¿Estará enferma, o sólo tendrá hambre?
—Creo que sólo es hambre. ¿Es eso leche, Hannah? Dámela, y un pedazo de pan.
Diana (a la que reconocí por los largos tirabuzones que vi interponerse entre mí y el fuego cuando se inclinó sobre mí) partió un trozo de pan, lo mojó en leche y me lo acercó a los labios. Tenía la cara cerca de la mía; vi en ella la lástima y percibí la compasión en su respiración agitada. La misma emoción balsámica sonó en sus palabras sencillas:
—Procure comer.
—Sí, procúrelo —repitió Mary con delicadeza; y su mano me quitó el sombrero empapado y me levantó la cabeza. Probé lo que me ofrecían; con debilidad al principio, con avidez enseguida.
—No demasiado al principio: contenedla —dijo el hermano—; ya ha tomado bastante.
Y retiró el vaso de leche y el plato de pan.
—Un poco más, Saint John; mira qué avidez tiene en los ojos.
—De momento no, hermana. Prueba a ver si ya es capaz de hablar; pregúntale su nombre.
Me pareció que podía hablar, y respondí:
—Me llamo Jane Elliot.
Tenía tantos deseos como antes de evitar que me descubrieran, y ya había resuelto asumir un alias.
—¿Y dónde vive? ¿Dónde están sus amigos?
Guardé silencio.
—¿Podemos mandar aviso a algún conocido suyo?
Negué con la cabeza.
—¿Qué explicación puede dar de su estado?
De alguna manera, ahora que ya había cruzado el umbral de aquella casa y que me encontraba cara a cara con sus propietarios, ya no me sentía desterrada, vagabunda y rechazada por todo el mundo. Me atreví a dejar de ser mendiga y a volver a mi conducta y carácter naturales. Empecé a ser dueña de mis actos de nuevo, y cuando el señor Saint John me exigió una explicación (que en aquellos momentos no podía darle, por estar demasiado débil), le dije tras una breve pausa:
—Señor, no puedo darle detalles esta noche.
—Pero, entonces, ¿qué espera que haga por usted? —dijo.
—Nada —respondí. Sólo tenía fuerzas para dar respuestas breves. Diana tomó la palabra.
—¿Quiere usted decir que ya le hemos dado la ayuda que necesita, y que podemos dejarla en el páramo y bajo la lluvia de la noche?
La miré. Pensé que tenía un semblante notable, dotado de fuerza y bondad. Me armé repentinamente de valor. Respondiendo con una sonrisa a su mirada compasiva, dije:
—Confío en ustedes. Sé que no me expulsarían de su hogar esta noche aunque fuera un perro vagabundo y sin amo; no tengo miedo. Hagan de mí y por mí lo que quieran; pero dispénsenme de hablar mucho; estoy sin aliento; siento espasmos cuando hablo.
Los tres se me quedaron mirando y los tres guardaron silencio.
—Hannah —dijo por fin el señor Saint John—, que se quede aquí sentada de momento, y no le preguntes nada. Dentro de diez minutos, dale el resto de ese pan y esa leche. Mary y Diana, vamos a hablar al salón.
Se retiraron. Una de las señoritas regresó muy pronto, no supe cuál. Me iba dominando una especie de sopor agradable, sentada junto al fuego reconfortante. Dio instrucciones a Hannah en voz baja. A poco, conseguí subir unas escaleras con la ayuda de la criada; me quitaron la ropa empapada; pronto me recibió una cama caliente y seca. Di gracias a Dios; sentí dentro de mi agotamiento indescriptible el calor de la alegría agradecida… y me quedé dormida.