Capítulo XXVI
Capítulo XXVI
CAPÍTULO XXVI
OPHIE
vino a vestirme a las siete; tardó muchísimo en hacer su tarea; tanto, que el señor Rochester, impaciente por mi retraso, supongo, envió a preguntar la causa de mi tardanza. En ese momento, Sophie me estaba sujetando al pelo el velo (el sencillo cuadrado de blonda, después de todo) con un broche; dejé corriendo sus manos en cuanto pude.
—¡Espere! —exclamó ella en francés—. Mírese al espejo: no se ha mirado ni una sola vez.
Me volví desde la puerta; vi una figura con vestido y velo, tan distinta de mi persona habitual que casi parecía la imagen de una desconocida.
—¡Jane! —llamaba una voz; y yo me apresuré a bajar. El señor Rochester me recibió al pie de las escaleras.
—¡Tardona! —me dijo—; ¡retrasarse tanto, cuando el cerebro me arde de impaciencia!
Me llevó al comedor; me inspeccionó con atención de pies a cabeza, dictaminó que era bella como un lirio, y que no sólo era el orgullo de su vida, sino el deseo de sus ojos; y diciéndome a continuación que me dejaría diez minutos para tomar algo de desayuno, hizo sonar la campanilla. Acudió uno de los criados que había contratado hacía poco tiempo, un lacayo.
—¿Está preparando John el coche?
—Sí, señor.
—¿Han bajado el equipaje?
—Lo están bajando, señor.
—Ve tú a la iglesia; mira si están allí el señor Wood (el clérigo) y el escribano, y vuelve a decírmelo.
Como sabe el lector, la iglesia estaba justo delante de las puertas de la finca; el lacayo regresó al poco.
—El señor Wood está en la sacristía, señor, poniéndose la sobrepelliz.
—¿Y el coche?
—Están enjaezando los caballos.
—No nos hará falta para ir a la iglesia; pero deberá estar dispuesto en cuanto regresemos, con todas las cajas y el equipaje subidos y atados, y el cochero en su pescante.
—Sí, señor.
—¿Estás preparada, Jane?
Me levanté. No había testigos, ni damas de honor, ni parientes a los que fuera preciso esperar ni reunir: sólo el señor Rochester y yo. Cuando pasamos por el vestíbulo, estaba allí la señora Fairfax. De buena gana habría hablado con ella, pero una mano de hierro sujetaba la mía; me arrastraba a un paso que yo apenas podía seguir, y en la cara del señor Rochester se advertía que no toleraría ni un segundo de retraso por motivo alguno. No sé si habrá existido algún otro novio con esa apariencia, tan decidido, con una resolución tan inexorable, o que echara tal fuego y chispas por los ojos, bajo unas cejas tan firmes.
No sé si hacía buen día o malo; al bajar por el camino no vi cielo ni tierra: tenía el corazón donde tenía los ojos, y parecía que ambos habían emigrado al cuerpo del señor Rochester. Yo quería ver aquella cosa invisible en la que parecía tener él clavada una mirada feroz y funesta mientras avanzábamos. Quería sentir esos pensamientos cuyo empuje parecía arrostrar y resistir.
Se detuvo ante la cancela del cementerio; descubrió que yo iba sin aliento.
—¿Soy cruel con mi amor? —me dijo—. Detente un momento; apóyate en mí, Jane.
Y ahora me acuerdo de la imagen de la casa de Dios, vieja y gris, que se levantaba serena ante mí; de un grajo que volaba en círculos alrededor de la aguja de la torre; de un cielo matutino rojizo, más allá. También recuerdo algo de los montículos verdes de las tumbas, y tampoco se me han olvidado las figuras de dos desconocidos que se paseaban entre las lomas bajas y leían las inscripciones talladas en las pocas lápidas, llenas de musgo. Reparé en ellas porque, cuando nos vieron, pasaron detrás de la iglesia, y no dudé que entrarían por la puerta lateral y presenciarían la ceremonia. El señor Rochester no los había observado: me estaba mirando con atención la cara, de la que creo que se había retirado de momento toda la sangre; pues sentí que tenía húmeda la frente y frías las mejillas y los labios. Cuando me recuperé, que fue al poco rato, caminó despacio conmigo por el sendero que conducía al pórtico.
Entramos en el templo silencioso y humilde; el clérigo nos esperaba con su sobrepelliz blanca ante el modesto altar; el escribano estaba a su lado. Todo estaba en silencio: sólo se movían dos sombras en un rincón remoto. Mi conjetura había sido acertada: los desconocidos habían entrado discretamente antes de nosotros y ahora estaban junto a la cripta de los Rochester, dándonos la espalda, contemplando a través de las rejas la vieja tumba de mármol, manchada por el paso del tiempo, donde un ángel de rodillas guardaba los restos de Damer de Rochester, muerto en la batalla del páramo de Marston, en la época de las guerras civiles, y de Elizabeth, su esposa.
Ocupamos nuestro puesto en el comulgatorio. Oí un paso cauteloso detrás de mí y eché una mirada a mi espalda; uno de los desconocidos (que era, evidentemente, un caballero) avanzaba hacia el presbiterio. Comenzó la ceremonia. Se explicaron los fines de la institución del matrimonio, y el clérigo avanzó un paso más e, inclinándose ligeramente hacia el señor Rochester, siguió diciendo:
—Os requiero y demando a los dos (de lo que daréis cuenta el día terrible del juicio, cuando se desvelarán los secretos de todos los corazones) que si alguno de los dos conocéis algún impedimento por el que no podáis uniros legalmente en matrimonio, lo confeséis ahora; pues sabed bien que los que se unen de manera distinta a la que permite la palabra de Dios, no están unidos por Dios, ni es legal su matrimonio.
Hizo una pausa, según la costumbre. ¿Cuántas veces suena una respuesta que interrumpe esa frase? Menos de una vez cada cien años, quizá. Y el clérigo, que no había levantado los ojos de su libro y sólo había contenido el aliento un instante, se disponía a seguir: ya tendía la mano hacia el señor Rochester mientras abría los labios para preguntarle: «¿Quieres a esta mujer por esposa?», cuando una voz clara y cercana dijo:
—La boda no puede continuar: declaro que existe un impedimento.
El clérigo levantó la vista para mirar al que había hablado, y se quedó mudo; el escribano hizo otro tanto. El señor Rochester se movió levemente como si se hubiera agitado un terremoto bajo sus pies; plantándose con mayor firmeza, y sin volver la cabeza ni los ojos, dijo:
—Prosiga.
Después de pronunciar él esta palabra en voz grave pero baja se hizo un silencio profundo. Inmediatamente, el señor Wood dijo:
—No puedo proseguir sin investigar de algún modo lo que se ha afirmado y obtener pruebas de su verdad o falsedad.
—La ceremonia ha de suspenderse —añadió la voz que sonaba a nuestras espaldas—. Estoy en condiciones de demostrar lo que alego: existe un impedimento insalvable para que se contraiga este matrimonio.
El señor Rochester lo oyó, pero no hizo caso; se quedó plantado, terco y rígido, sin moverse más que para tomar mi mano. ¡Qué mano tan fuerte y cálida tenía! ¡Y cuán semejante era al mármol en aquellos momentos su frente pálida, firme, inmensa! ¡Cómo le brillaban los ojos, todavía atentos, pero tormentosos en el fondo!
El señor Wood parecía desconcertado.
—¿Cuál es la naturaleza del impedimento? —preguntó—. ¿No será posible obviarlo, explicarlo?
—Imposible —fue la respuesta—. He dicho que era insalvable, y digo bien.
El personaje que había tomado la palabra se adelantó y se apoyó en el comulgatorio. Siguió hablando, pronunciando cada palabra de manera clara y distinta, con voz regular pero no fuerte.
—Consiste, sencillamente, en la existencia de un matrimonio anterior. El señor Rochester tiene esposa viva.
Aquellas palabras pronunciadas en voz baja me hicieron vibrar los nervios como no me los había hecho vibrar nunca un trueno; mi sangre sintió su violencia sutil como no había sentido nunca el hielo ni el fuego; pero seguí dueña de mí sin correr peligro de desmayarme. Miré al señor Rochester; le hice mirarme. Tenía toda la cara como de piedra sin color: sus ojos eran chispas y pedernales. No negó nada; parecía querer desafiarlo todo. Sin hablar, sin sonreír, sin dar muestras de reconocer en mí a un ser humano, se limitó a ceñir mi cintura con su brazo y a clavarme a su lado.
—¿Quién es usted? —preguntó al intruso.
—Me llamo Briggs, abogado, con bufete en la calle ***, de Londres.
—¿Y quiere usted cargarme con una esposa?
—Quiero recordarle, señor, la existencia de su esposa, que la ley reconoce, aunque usted no.
—Tenga la bondad de darme sus señas: nombre, apellido, lugar de residencia…
—Desde luego.
El señor Briggs se sacó tranquilamente un papel del bolsillo y leyó con una especie de tonillo oficial y nasal:
—«Afirmo y puedo demostrar que el día 20 de octubre del año del Señor
de 1———
(una fecha de quince años atrás), Edward Fairfax Rochester, residente en Thornfield Hall, en el condado de ***, y en la casa solariega de Ferndean, del condado de ***, en Inglaterra, contrajo matrimonio con mi hermana, Bertha Antoinetta Mason, hija de Jonas Mason, comerciante, y de su esposa Antoinetta, criolla, en la iglesia de ***, en Puerto España, Jamaica. El registro de la boda se encuentra en el libro de actas de dicha iglesia; obra en mi poder una copia. Firmado, Richard Mason».
—Puede que ese documento (si es auténtico) demuestre que contraje matrimonio en una ocasión, pero no demuestra que la mujer que se cita en él como esposa mía siga con vida.
—Seguía con vida hace tres meses —repuso el abogado.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Tengo un testigo de esta circunstancia, cuyo testimonio no negará ni siquiera usted mismo, señor.
—Preséntelo… o váyase al infierno.
—Prefiero presentarlo: está aquí mismo. Señor Mason, tenga la bondad de adelantarse.
El señor Rochester apretó los dientes al oír este nombre; sufrió, además, una especie de temblor convulsivo. Yo, tan cerca como estaba de él, sentí cómo le recorría el cuerpo aquel espasmo de furia o de desesperación. El segundo desconocido, que había permanecido retraído en el fondo, se acercó entonces; se asomó una cara pálida sobre el hombro del abogado… sí, era Mason en persona. El señor Rochester se volvió y lo miró con rabia. Como ya he dicho en varias ocasiones, tenía los ojos negros; en ese momento había en su oscuridad una luz parda, o más bien de sangre, y se sonrojó; su tez cetrina y su frente descolorida se llenaron de un resplandor como de lumbre que le saliera del corazón y le fuera ascendiendo; y se movió, levantó el brazo fornido… pudo golpear a Mason, derribarlo en el suelo de la iglesia, haberle sacado el aliento del cuerpo de un golpe despiadado; pero Mason hurtó el cuerpo y soltó un grito apagado: «¡Dios Santo!». El desprecio enfrió al señor Rochester; su ira murió como si se hubiera secado; se limitó a preguntar:
—¿Qué tienes
tú
que decir?
Salió de los labios de Mason una respuesta inaudible.
—Si no eres capaz de responder con claridad, es cosa del demonio. ¿Qué tienes que decir, vuelvo a preguntarte?
—Señor mío, señor mío —le interrumpió el clérigo—, no olvide usted que está en un recinto sagrado.
Después, dirigiéndose a Mason, le preguntó con suavidad:
—¿Tiene usted conocimiento, señor, de si vive o no aún la esposa de este caballero?
—¡Valor! —le instó el abogado—. Hable.
—Vive en la actualidad en Thornfield Hall —dijo Mason, con voz más clara—. La vi allí en el pasado mes de abril. Soy su hermano.
—¡En Thornfield Hall! —exclamó el clérigo—. ¡Imposible! Yo resido en la vecindad desde hace mucho tiempo y no he oído decir nunca que haya una señora Rochester en Thornfield Hall.
Vi que una sonrisa torva contraía los labios del señor Rochester, quien murmuró:
—¡No, voto a Dios! Bien me cuidé yo de que nadie oyera hablar de ello o de ella, bajo ese nombre.
Reflexionó; pasó diez minutos debatiendo consigo mismo y, al cabo, tomó una decisión y anunció:
—¡Basta! Todo saldrá a la luz. Wood, cierre usted el libro y quítese la sobrepelliz; John Green —dijo al escribano—, salga de la iglesia: hoy no habrá boda.
El hombre le obedeció.
El señor Rochester siguió hablando con valor y temeridad.
—¡La bigamia es fea palabra! A pesar de lo cual, yo pensaba hacerme bigamo; pero el destino se me ha adelantado, o la providencia me lo ha impedido; quizá haya sido esto último. Ahora mismo soy poco mejor que un demonio; y, como podría decirme mi pastor, aquí presente, me merezco sin duda la condena divina más severa, el fuego que nunca se apaga y la serpiente que nunca muere. Caballeros, mis planes han quedado desbaratados; lo que dicen este abogado y su cliente es verdad: ¡he contraído matrimonio, y la mujer con quien lo contraje está viva! Dice usted, Wood, que no ha oído hablar nunca de que haya una señora Rochester en la casa de aquí al lado; pero estoy seguro de que habrá prestado oídos muchas veces a las habladurías acerca de una loca misteriosa que está allí encerrada y vigilada. Algunos le habrán susurrado que es una media hermana bastarda mía; otros, que es una antigua amante. Le hago saber ahora que es mi esposa, con quien me casé hace quince años; llamada Bertha Mason, hermana de este resuelto personaje que ahora le demuestra con el temblor de sus miembros y la palidez de sus mejillas cuán valiente puede ser el corazón de un hombre. ¡Ánimo, Dick! ¡No me tengas miedo! Casi pegaría a una mujer antes que a ti. Bertha Mason está loca y procedía de una familia de locos: ¡de tres generaciones de imbéciles y alienados! ¡Su madre, la criolla, era a la vez loca y borracha! De eso me enteré después de haberme casado con la hija, pues hasta entonces se callaron los secretos de la familia. Bertha salió a su madre en ambas cosas, como buena hija. Me encontré con una compañera encantadora; pura, prudente, honesta: pueden figurarse lo feliz que fui. ¡Qué escenas tan encantadoras pasé! ¡Oh! He tenido una experiencia celestial, ¡ojalá pudieran conocerla! Pero no tengo por qué darles más explicaciones. Briggs, Wood, Mason, ¡los invito a todos a que suban a la casa y visiten a la paciente de la señora Poole y
esposa mía
! Verán ustedes con qué ser me han hecho casarme con engaños, y juzgarán si tenía o no derecho a romper el compromiso y a buscar la comprensión de alguien que era al menos un ser humano. Esta muchacha —siguió diciendo, mirándome a mí— no sabía más que usted, Wood, del secreto repugnante: creía que todo era correcto y legítimo y no soñaba que fuera a caer en una unión fingida con un desgraciado que ya estaba unido a una compañera mala, loca y embrutecida. Vengan todos, ¡síganme!

Salió de la iglesia, sujetándome todavía con fuerza; los tres caballeros nos siguieron. Encontramos el coche ante la puerta principal de la mansión.
—Vuelve a guardarlo en la cochera, John —dijo el señor Rochester con frialdad—. Hoy no hará falta.
Cuando entramos, se adelantaron a recibirnos y a darnos la enhorabuena la señora Fairfax, Adèle, Sophie y Leah.
—¡Media vuelta por la derecha todo el mundo! —gritó el señor—, ¡déjense de felicitaciones! ¿Quién las necesita? ¡Yo no! ¡Me llegan con quince años de retraso!
Los dejó atrás y subió por las escaleras, llevándome todavía de la mano y todavía indicando a los caballeros que lo siguieran, cosa que hicieron. Subimos al primer piso; cruzamos el rellano; llegamos hasta el tercero; pasamos por la puerta negra y baja, que abrió el señor Rochester con su llave maestra, al cuarto de los tapices, con su gran cama y su armario con imágenes.
—Ya conoces este lugar, Mason —dijo nuestro guía—; aquí te mordió y te apuñaló.
Levantó las colgaduras de la pared dejando al descubierto la segunda puerta; abrió también ésta. En una habitación sin ventanas ardía una lumbre protegida por una pantalla alta y fuerte, y estaba encendida una lámpara colgada del techo por una cadena. Grace Poole estaba inclinada sobre la lumbre, guisando algo en una cazuela, al parecer. Por las sombras oscuras del fondo del cuarto corría de un lado a otro una figura. No se apreciaba a primera vista si era animal o ser humano; al parecer, se arrastraba a cuatro patas; lanzaba bocados y gruñía como un extraño animal salvaje, pero llevaba ropa, y tenía una cabellera oscura, entrecana, desordenada como una melena, que le ocultaba la cabeza y la cara.
—¡Buenos días, señora Poole! —dijo el señor Rochester—. ¿Cómo está usted? ¿Y cómo se encuentra hoy su paciente?
—Estamos pasables, señor, muchas gracias —contestó Grace, poniendo con cuidado el mejunje hirviente en la repisa de la chimenea—; está bastante irritable, pero no furiosa.
Un grito feroz pareció desmentir su informe favorable: la hiena vestida se incorporó y se quedó erguida sobre sus patas traseras.
—¡Ay, señor, los ha visto! —exclamó Grace—; será mejor que se vayan.
—Permítanos quedarnos sólo unos instantes, Grace.
—¡Pues tenga cuidado, señor! ¡Tenga cuidado, por Dios!
La loca bramó: se apartó de la cara las greñas y miró a sus visitantes con desenfreno. Reconocí bien aquella cara amoratada, aquellos rasgos hinchados. La señora Poole avanzó.
—Apártese —dijo el señor Rochester, echándola a un lado—; supongo que ahora no tiene cuchillo, y yo estoy en guardia.
—Nunca se sabe lo que tiene, señor; es tan astuta que, con ella, toda precaución es poca.
—Será mejor que la dejemos —susurró Mason.
—¡Vete al diablo! —le recomendó su cuñado.
—¡Cuidado! —gritó Grace. LoS tres caballeros retrocedieron a un tiempo. El señor Rochester se me puso delante; la loca se abalanzó sobre él y se aferró con rabia a su cuello, acercando los dientes a la mejilla de él. Se produjo un forcejeo. Era una mujer grande, casi de la estatura de su marido, y corpulenta; en la lucha dio muestras de una fuerza masculina; estuvo a punto de ahogarlo más de una vez, a pesar de la fuerza atlética de él. Él podría haberla derribado de un golpe bien dado, pero no quiso pegarla, sólo forcejear. Por fin, le inmovilizó los brazos; Grace Poole le dio una cuerda, y él se los ató a la espalda; la ató a una silla con más cuerda que estaba a mano. La operación se realizó entre feroces alaridos y sacudidas convulsivas. Después, el señor Rochester se volvió hacia los espectadores; los miró con una sonrisa agria y desolada a la vez.
—Ésta es
mi esposa
—dijo—. He aquí el único abrazo conyugal que he de conocer; ¡he aquí las caricias que son el solaz de mis horas de descanso! Y ésta es la que he querido tener —añadió, poniéndome la mano en el hombro—: a esta muchacha, tan seria y callada ante la boca del infierno, que mira con sosiego las cabriolas de un demonio, la quería aunque sólo fuera para variar después de aquella demente feroz. ¡Vean la diferencia, Wood y Briggs! Comparen estos ojos límpidos con esos globos rojos; esta cara con esa máscara; esta forma con esa corpulencia; después, júzguenme, sacerdote del Evangelio y hombre de leyes, ¡y recuerden que, así como me juzguen, serán juzgados! Ahora, fuera de aquí. Debo encerrar a mi prenda.
Nos retiramos todos. El señor Rochester se quedó un momento para dar alguna instrucción más a Grace Poole. El abogado me habló mientras bajaba las escaleras.
—Usted, señora, queda limpia de toda culpa —me dijo—; su tío se alegrará de enterarse… si es que sigue con vida cuando regrese a Madeira el señor Mason.
—¡Mi tío! ¿Qué hay de él? ¿Lo conoce usted?
—Lo conoce el señor Mason. El señor Eyre ha sido representante de su casa en Funchal desde hace algunos años. Cuando su tío de usted recibió la carta en que usted le daba a conocer su próximo enlace con el señor Rochester, se dio la circunstancia de que estaba con él el señor Mason, que pasaba una temporada en Madeira para recuperar la salud, camino de Jamaica. El señor Eyre le comentó la noticia, pues sabía que mi cliente, aquí presente, conocía a un caballero apellidado Rochester. El señor Mason, tan atónito y afligido como se figurará usted, le desveló la verdadera situación de las cosas. Lamento decirle que su tío de usted está ahora enfermo en cama, y es poco probable que vuelva a levantarse, teniendo en cuenta la naturaleza de su enfermedad (una postración) y el grado que ésta ha alcanzado. Por lo cual, no pudo partir a Inglaterra en persona para liberarla a usted del lazo en que había caído, pero suplicó al señor Mason que diera sin pérdida de tiempo los pasos necesarios para impedir el falso matrimonio. Le recomendó que recurriera a mi ayuda. Yo actué con toda urgencia, y doy gracias al cielo de no haber llegado demasiado tarde, como debe de darlas usted, sin duda. Si no fuera porque tengo la práctica certeza de que su tío de usted habrá muerto antes de que llegue usted a Madeira, le recomendaría que volviera allí con el señor Mason; pero, tal como están las cosas, creo que hará usted mejor en quedarse en Inglaterra hasta que el señor Eyre le envíe noticias o hasta que le envíen noticias de él. ¿Tenemos algo más que hacer aquí? —preguntó al señor Mason.
—No, no; vámonos —fue la respuesta nerviosa; y los dos salieron por la puerta del vestíbulo sin esperar a despedirse del señor Rochester. El clérigo se quedó a decir a su altivo feligrés algunas frases de consejo o reproche; una vez cumplido este deber, también él se marchó.
Le oí salir desde la puerta entornada de mi cuarto, donde ya me había retirado. Cuando quedó despejada la casa, me encerré, eché el pestillo para que no pudiera entrar ningún intruso, y me puse… no a llorar, ni a lamentarme (todavía estaba demasiado tranquila para eso), sino a quitarme mecánicamente el vestido de novia y sustituirlo por el vestido de paño que había llevado el día anterior, creyendo que no me lo volvería a poner nunca más. Después me senté; me sentía débil y cansada. Apoyé los brazos en una mesa y dejé caer la cabeza sobre ellos. Y me puse a pensar: hasta entonces no había hecho más que oír, ver, moverme; dejarme llevar allí donde me conducían o arrastraban; contemplar el transcurrir precipitado de los acontecimientos, escuchar una revelación tras otra. Pero
entonces, pensé
.
La mañana había sido bastante tranquila, a excepción de la breve escena con la loca: los acontecimientos de la iglesia no habían sido ruidosos; no se había producido ninguna explosión de furia, ningún ruidoso altercado, ninguna disputa, ningún desafío ni reto, ni lágrimas, ni sollozos. Se habían pronunciado algunas palabras; se había presentado con calma una objeción al matrimonio; el señor Rochester había hecho algunas preguntas severas y breves; se le habían dado respuestas y explicaciones; se habían presentado pruebas; mi señor había reconocido abiertamente la verdad, y se había visto después la prueba viviente; los intrusos se habían marchado, y todo había concluido.
Yo estaba en mi cuarto, como de costumbre, sola, sin que se hubiera producido ningún cambio evidente: no me había llevado ningún golpe, herida ni lesión. A pesar de lo cual, ¿dónde estaba la Jane Eyre de ayer?, ¿dónde estaba su vida?, ¿qué perspectivas tenía?
Jane Eyre, que había sido una mujer ardiente, llena de expectativas, casi una mujer recién casada, volvía a ser una muchacha fría y solitaria: su vida era desvaída; sus perspectivas, desoladas. Había caído una helada navideña en pleno verano; se había cernido una ventisca de diciembre en el mes de junio; las manzanas maduras estaban heladas; las rosas abiertas, aplastadas por los ventisqueros; los prados y los trigales, cubiertos de un manto helado; los senderos que anoche abundaban en flores estaban hoy intransitables por la nieve virgen, y los bosques, cuyos árboles, fragantes y cubiertos de hojas, temblaban suavemente como arboledas tropicales, estaban ahora desolados, incultos y blancos como los pinares de la fría Noruega. Habían muerto todas mis esperanzas, heridas de muerte por un destino impalpable como el que se llevó en una noche a todos los primogénitos de la tierra de Egipto. Contemplé los deseos que había acariciado, ayer tan florecientes y brillantes: yacían como cadáveres desnudos, fríos y lívidos que ya no podrían revivir. Contemplé mi amor, ese sentimiento que era de mi señor, que había creado él: temblaba en mi corazón como un niño doliente en una cuna fría; se habían apoderado de él la enfermedad y la angustia; no podía buscar los brazos del señor Rochester; no podía tomar calor de su pecho. ¡Ah, ya no podría acudir a él nunca más, pues la fe se había marchitado, la esperanza se había destruido! El señor Rochester no era para mí lo que había sido, pues no era el que yo había creído. No estaba dispuesta a atribuirle ningún vicio; no estaba dispuesta a decir que me había traicionado; pero se había apartado de su idea el atributo de la veracidad sin mancha, y yo debía apartarme de su presencia: aquello lo comprendía bien. Todavía no sabía cuándo, cómo ni adonde; pero no dudaba que él mismo me expulsaría de Thornfield. Parecía que no podía albergar verdadero afecto hacia mí; había sido sólo una pasión caprichosa; frustrada ésta, ya no me querría más. Ahora temía hasta cruzarme con él: mi imagen debía de resultarle odiosa. ¡Oh, cuán ciegos habían estado mis ojos! ¡Qué débil había sido mi conducta!
Me cubrí los ojos y los cerré; me sentía rodeada de olas de oscuridad, y las reflexiones me venían como una corriente fría y confusa. Olvidándome de mí misma, laxa y sin fuerzas, me parecía como si estuviera echada en el lecho seco de un gran río; oía que se había desencadenado la corriente en las montañas remotas y sentía que llegaba el torrente: no tenía voluntad para levantarme ni fuerzas para huir. Me quedé tendida, débil, deseando la muerte. Sólo palpitaba dentro de mí una única idea con algo de vida: el recuerdo de Dios. Me inspiró una oración muda; las palabras vagaron, subiendo y bajando por mi mente sin luz como algo que debía susurrarse, pero no encontré energía para expresarlas. «No te alejes de mí, porque la angustia está cerca; porque no hay quien ayude».
La angustia, efectivamente, estaba cerca; y como yo no había elevado al Cielo ninguna petición de que se apartase de mí; como no había unido las manos, ni doblado las rodillas, ni movido los labios, llegó; el torrente me inundó con toda su fuerza. Toda la conciencia de mi vida arruinada, de mi amor perdido, de mi esperanza malograda, de mi fe herida de muerte, se cernió sobre mí como una masa oscura. No es posible describir esa hora amarga; en verdad, «las aguas habían entrado hasta mi alma; estaba hundida en cieno profundo, donde no había pie; había venido a abismos de aguas, y la corriente me había anegado».