Jane Eyre

Capítulo XXIX

Capítulo XXIX

CAPÍTULO XXIX

ENGO

un recuerdo muy vago de los tres días y noches siguientes. Soy capaz de evocar algunas sensaciones que tuve en aquel intervalo, pero pocos pensamientos y ninguno de mis actos. Sabía que estaba en un cuarto pequeño y en una cama estrecha. Me parecía como si hubiera echado raíces en aquella cama: estaba tendida en ella, inmóvil como una piedra, y arrancarme de ella habría sido casi matarme. No me daba cuenta del transcurso del tiempo, el paso de la mañana al mediodía, del mediodía a la caída de la tarde. Cuando entraba o salía alguien del cuarto, yo lo advertía; conocía incluso quién era; comprendía lo que decían cuando la persona que hablaba estaba cerca de mí, pero no era capaz de responder: me resultaba tan imposible abrir los labios como mover los miembros. Mi visitante más frecuente era Hannah, la criada. Sus venidas me desazonaban. Tenía la sensación de que quería que me marchara, de que no me entendía ni entendía mis circunstancias; de que tenía prejuicios en mi contra. Diana y Mary aparecían en el cuarto una o dos veces al día. Susurraban junto a mi cama frases como éstas:

—Hemos hecho muy bien en acogerla.

—Sí; es seguro que la habríamos encontrado muerta ante la puerta por la mañana si se hubiera quedado toda la noche a la intemperie. ¿Qué le habrá pasado?

—Penalidades extrañas, me imagino. ¡Pobre vagabunda, pálida y demacrada!

—Por su manera de hablar me parece que es persona culta; tenía un acento muy puro, y la ropa que se quitó, aunque mojada y manchada de barro, era buena y poco gastada.

—Tiene una cara peculiar; me gusta bastante, a pesar de lo flaca y ojerosa que está; y creo que tendrá una fisonomía agradable cuando esté sana y recuperada.

Jamás oí en ninguno de sus diálogos una sílaba de arrepentimiento por haberme ofrecido su hospitalidad, ni de desconfianza ni aversión hacia mí. Me sentí aliviada.

El señor Saint John sólo entró una vez; me miró y dijo que mi estado de letargo era consecuencia de la reacción ante la fatiga larga y excesiva. Dictaminó que era inútil llamar a un médico, pues estaba seguro de que la naturaleza me curaría mejor por sí sola. Dijo que había forzado de alguna manera todos mis nervios y que todo el sistema debía pasar algún tiempo durmiendo en estado de sopor. No tenía ninguna enfermedad. Se figuraba que mi recuperación sería rápida en cuanto hubiera comenzado. Manifestó estas opiniones con pocas palabras, en voz baja y tranquila, y añadió tras una pausa, con el tono de un hombre poco acostumbrado a hacer comentarios extensos:

—Una fisonomía bastante poco habitual; desde luego, no indica vulgaridad ni degradación.

—Muy al contrario —repuso Diana—. A decir verdad, Saint John, tengo bastante cariño a la pobrecilla. Ojalá pudiéramos beneficiarla de manera permanente.

—Es poco probable —fue la respuesta—. Verás como se trata de una joven dama que ha tenido algún malentendido con los suyos y los ha abandonado, de manera poco juiciosa, probablemente. Quizá consigamos volverla a llevar con ellos, si no se pone terca; pero veo en su cara unas líneas de fuerza que me hacen dudar que sea persona tratable.

Pasó unos minutos estudiándome, y añadió:

—Parece razonable, pero nada hermosa.

—Está muy enferma, Saint John.

—Enferma o sana, siempre será corriente. Faltan del todo en esos rasgos la gracia y la armonía de la belleza.

El tercer día me sentí mejor; el cuarto pude hablar, moverme, incorporarme en la cama y volverme. Hannah me había traído unas gachas y tostadas; supuse que sería la hora del almuerzo, más o menos. Comí con deleite; la comida estaba buena, libre del sabor febril que había envenenado todo lo que había comido hasta entonces. Cuando me dejó, me sentí relativamente fuerte y recuperada; no tardaron en agitarme el cansancio de tan largo reposo y el deseo de moverme. Quise levantarme, pero ¿qué podía ponerme? Sólo mi ropa húmeda y embarrada, con la que había dormido en el suelo y me había caído al pantano. Me avergonzaba presentarme así vestida ante mis benefactores. Me ahorraron esta humillación.

Todas mis cosas estaban junto a la cama en una silla, limpias y secas. Mi vestido de seda negra colgaba de la pared. Le habían limpiado los restos de la ciénaga; habían planchado las arrugas de la humedad; estaba muy presentable. Hasta mis zapatos y medias estaban limpios y presentables. En el cuarto había lavabo, y peine y cepillo para arreglarme el pelo. Tras un proceso agotador, y descansando cada cinco minutos, conseguí vestirme. La ropa me venía suelta, pues estaba muy enflaquecida, pero disimulé las faltas con un chal y, limpia y respetable de nuevo (sin mancha de polvo, sin rastro del desaliño que tanto odiaba yo y que me parecía tan degradante), bajé unas escaleras de piedra apoyándome en la barandilla hasta llegar a un pasillo bajo y estrecho, y encontré por fin la cocina.

Estaba llena de la fragancia del pan recién hecho y del calor de un fuego generoso. Hannah estaba cociendo pan. Como es bien sabido, es muy difícil desarraigar los prejuicios de los corazones cuyo terreno no ha sido labrado ni abonado nunca por la educación: crecen allí tan firmes como las malas hierbas entre las piedras. Hannah había estado muy fría y rígida al principio; últimamente había empezado a ablandarse un poco; y cuando me vio entrar, limpia y bien vestida, hasta sonrió.

—¡Vaya, ya se ha levantado! —dijo—. Eso es que está mejor. Puede sentarse en mi silla, junto a la lumbre, si quiere.

Me señaló la mecedora; yo la ocupé. Siguió con su tarea, examinándome de cuando en cuando por el rabillo del ojo. Mientras sacaba del horno varias hogazas, se volvió hacia mí y me preguntó bruscamente:

—¿Había pedido limosna antes de venir aquí?

Me indigné un instante; pero, recordando que no tenía derecho a enfadarme y que, en efecto, me había presentado ante ella como una mendiga, le respondí con voz tranquila, aunque no sin cierta firmeza bien marcada:

—Se equivoca al tomarme por una mendiga. No tengo de mendiga más que usted o sus señoritas.

Después de una pausa, dijo:

—No lo entiendo: no tiene casa ni cuartos, ¿verdad?

—Aunque no tenga casa ni cuartos (supongo que quiere usted decir dinero), no soy una mendiga en el sentido que da usted a la palabra.

—¿Sabe usted de letras? —me preguntó acto seguido.

—Sí, mucho.

—Pero no habrá estado en un internado…

—Pasé ocho años en un internado.

Abrió mucho los ojos.

—Entonces, ¿cómo no es capaz de ganarse la vida?

—Me he ganado la vida, y confío en poder volver a ganármela. ¿Qué va a hacer con esas grosellas? —le pregunté, viendo que sacaba una cesta de dichas frutas.

—Voy a hacer tartas.

—Démelas, yo las desgranaré.

—No, no quiero que haga usted nada.

—Pero algo tengo que hacer. Démelas.

Accedió, y hasta me trajo un trapo limpio para que me lo extendiera sobre el vestido, «para que no lo ciscara», como dijo ella.

—Veo por sus manos que no está acostumbrada a hacer de criada —observó—. ¿Habrá sido modista?

—No, se equivoca. Y no le importe a usted lo que he sido; no le dé más vueltas, y dígame cómo se llama la casa en que estamos.

—Algunos la llaman Marsh End, y otros la llaman Moor House.

—¿Y el caballero que vive aquí se llama señor Saint John?

—No, no vive aquí: sólo ha venido a pasar una temporada. Cuando está en su casa, vive en su parroquia de Morton.

—¿Es ese pueblo que está a pocas millas?

—Sí.

—¿Y qué es él?

—Es párroco.

Recordé la respuesta que me había dado la anciana ama de llaves de la rectoral cuando pedí hablar con el clérigo.

—Entonces, ¿ésta era la casa de su padre?

—Sí, aquí vivió el señor Rivers, como vivieron antes su padre, su abuelo y su bisabuelo.

—Así pues, ¿ese caballero se llama señor Saint John Rivers?

—Sí; Saint John es su nombre de pila.

—¿Y sus hermanas se llaman Diana y Mary Rivers?

—Sí.

—¿Ha muerto su padre?

—Murió hace tres semanas, de una apoplejía.

—¿No tienen madre?

—La señora lleva muerta muchos años.

—¿Ha vivido usted mucho tiempo con la familia?

—He vivido aquí treinta años. Los he criado a los tres.

—Eso demuestra que debe usted de haber sido una criada honrada y fiel. Se lo reconozco, aunque haya cometido la descortesía de llamarme mendiga.

Volvió a mirarme con ojos de sorpresa.

—Creo que me equivoqué mucho con usted; pero debe usted disculparme: ¡hay tantos picaros sueltos!

—Y aunque quiso echarme de la puerta —proseguí con bastante severidad—, en una noche en que no debía haber echado ni a un perro.

—Bueno, fue duro; pero ¿qué va a hacer una? Pensaba más en las niñas que en mí, ¡pobrecillas! No tienen a nadie que las cuide, sólo a mí. Tengo que tener los ojos bien abiertos.

Mantuve un silencio serio durante unos minutos.

—No debe pensar tan mal de mí —volvió a comentar.

—Pero sí que pienso mal —dije—; y le diré por qué: no tanto porque se negara a darme cobijo o me considerara una impostora, como porque acaba de reprocharme en cierto modo que no tenía «cuartos» ni casa. Algunas de las personas más buenas que han existido han estado tan desvalidas como lo estoy yo; y si usted es cristiana, no debería considerar que la pobreza sea un delito.

—No debo —dijo—: eso mismo me dice el señor Saint John; y ya veo que hice mal; pero ahora tengo un concepto distinto del que tenía de usted. Parece una criatura la mar de decente.

—Basta, ya la perdono. Démonos la mano.

Puso en la mía su mano llena de callos y de harina; su cara ruda se iluminó con otra sonrisa más sana, y fuimos amigas desde ese momento.

Era evidente que a Hannah le gustaba hablar. Mientras yo desgranaba la fruta y ella preparaba la masa de las tartas, me dio diversos detalles acerca de su difunto señor y señora y de «los niños», como llamaba ella a los jóvenes. Me dijo que el señor Rivers viejo había sido un hombre muy sencillo, aunque hidalgo, de familia tan antigua como la que más. La casa de Marsh End había pertenecido a la familia Rivers desde siempre, y tenía, según afirmaba ella, «cosa de doscientos años; aunque parecía una casa pequeña y humilde, sin comparación con la mansión grandiosa del señor Oliver, en el valle de Morton». Pero ella recordaba «cuando el padre de Bill Oliver era obrero a jornal en la fábrica de agujas, y los Rivers habían sido hidalgos desde el tiempo de los Enriques, como podía comprobar cualquiera en los registros parroquiales de la iglesia de Morton». Reconocía, no obstante, que «el amo viejo era como todos, nada que se saliera de lo corriente: aficionado perdido a la caza, y a la agricultura y tal». La señora había sido diferente. Leía mucho y había estudiado bastante, y «los mozos» habían salido a ella, por aquellas partes no había nadie como ellos ni los había habido nunca: a todos les había gustado estudiar, a los tres, casi desde que habían aprendido a hablar, y siempre habían sido «especiales». Cuando el señor Saint John fue mayor, quiso ir a la universidad y hacerse párroco; y en cuanto las muchachas salieran de la escuela, buscarían puestos de institutrices; pues, según le habían dicho ellas mismas, su padre había perdido mucho dinero años atrás al declararse en quiebra un hombre en quien había confiado; y como ya no era lo bastante rico para darles dotes, debían valerse por sí mismas. Llevaban mucho tiempo viviendo muy poco en casa, y ahora sólo habían venido a pasar unas semanas a causa de la muerte de su padre; pero les gustaba mucho Marsh End y Morton y todos los páramos y colinas de los alrededores. Habían estado en Londres y en otras muchas ciudades grandes, pero siempre decían que no había ningún sitio como su hogar; y, además, se llevaban muy bien, sin reñir ni regañar nunca. No sabía dónde se podía encontrar una familia tan unida como aquélla.

Cuando hube terminado mi tarea de desgranar las grosellas, le pregunté dónde estaban entonces las dos señoritas y su hermano.

—Han ido de paseo a Morton, pero volverán para tomar el té de aquí a media hora.

Volvieron dentro del plazo que les había concedido Hannah; entraron por la puerta de la cocina. El señor Saint John, al verme, se limitó a hacerme una reverencia y siguió adelante; las dos señoritas se detuvieron. Mary expresó con pocas palabras amables y tranquilas cuánto le agradaba ver que estaba lo bastante bien como para bajar; Diana me tomó la mano y sacudió la cabeza.

—Debería haber esperado a que le diera permiso para bajar —me dijo—. Todavía parece usted muy pálida; ¡y qué delgada! ¡Pobre criatura! ¡Pobre muchacha!

La voz de Diana sonaba en mis oídos como el arrullo de una paloma. Tenía unos ojos cuya mirada me gustaba recibir. Me parecía que todo su rostro estaba lleno de encanto. Mary tenía un semblante igual de inteligente y rasgos igualmente hermosos, pero su expresión era más reservada y sus modales, aunque delicados, eran más distantes. Diana miraba y hablaba con cierta autoridad; era evidente que tenía fuerza de voluntad. A mí me agradaba someterme a una autoridad que tenía el apoyo de la suya y plegarme, en lo que me consintiera mi conciencia y mi amor propio, a una voluntad activa.

—¿Y qué hace aquí? —prosiguió—. No es lugar para usted. Mary y yo nos sentamos a veces en la cocina porque en casa nos gusta tomarnos libertades, hasta licencias; pero usted es una visita y debe pasar al salón.

—Estoy bien aquí.

—En absoluto, con Hannah revolviendo y cubriéndola de harina.

—Además, la lumbre está demasiado fuerte para usted —intervino Mary.

—Por supuesto —añadió su hermana—. Vamos, sea usted obediente.

Y, llevándome todavía de la mano, me hizo levantarme y me condujo al cuarto interior.

—Siéntese allí —dijo, llevándome al sofá—, mientras nosotras nos quitamos nuestras cosas y preparamos el té. Es otro privilegio que nos tomamos en nuestra casita del páramo: nos preparamos nosotras mismas las comidas cuando nos apetece, o cuando Hannah está cociendo pan, haciendo cerveza, lavando o planchando.

Cerró la puerta dejándome a solas con el señor Saint John, que estaba sentado frente a mí con un libro o periódico en la mano. Examiné primero el salón y después a su ocupante.

El salón era una habitación más bien pequeña, amueblada con sencillez, aunque cómoda por estar limpia y ordenada. Las sillas, de modelo antiguo, brillaban mucho, y la mesa de nogal estaba como un espejo. Las paredes pintadas estaban decoradas con retratos antiguos, extraños, de hombres y mujeres de otras épocas; una vitrina contenía algunos libros y una vajilla de porcelana antigua. No había en la habitación adornos superfluos, ni un solo mueble moderno, a excepción de un par de cajas de costura y un escritorio de señora de palo de rosa que estaban sobre una mesa auxiliar; todo, hasta la alfombra y las cortinas, parecía usado y bien cuidado a la vez.

Me fue muy fácil examinar al señor Saint John, sentado como estaba, tan inmóvil como cualquiera de los retratos polvorientos de las paredes, con los ojos fijos en la página que leía y los labios pegados y mudos. No me habría resultado más fácil si hubiera sido una estatua en vez de hombre. Era joven, entre veintiocho y treinta años quizá; alto, esbelto; su cara llamaba la atención; era como una cara griega, de perfil muy puro; la nariz muy recta, clásica; la boca y la barbilla atenienses. Rara vez se aproxima una cara inglesa a los patrones antiguos tanto como se aproximaba la suya. No era de extrañar que lo hubiera consternado un poco la irregularidad de mis rasgos, con lo armoniosos que eran los suyos. Tenía los ojos grandes y azules, con pestañas pardas; la frente alta, descolorida como el marfil, estaba cubierta en parte de rizos sueltos de pelo rubio.

Dulce retrato, ¿no es cierto, lector? No obstante, la persona descrita apenas producía impresión de estar dotada de un carácter dulce, blando, complaciente, ni siquiera apacible. Aunque entonces estaba sentado en reposo, tenía algo en las aletas de la nariz, en la boca, en la frente, que yo percibía como indicativo de elementos interiores de inquietud, dureza o impaciencia. No me dijo una sola palabra, ni me dirigió siquiera una mirada hasta que regresaron sus hermanas. Diana entraba y salía, preparando el té, y me trajo un bollito que habían cocido encima del horno.

—Cómase eso ahora —me dijo—; debe de tener hambre. Hannah dice que no ha comido más que unas gachas desde el desayuno.

No lo rechacé, pues se me había abierto mucho el apetito. El señor Rivers cerró entonces el libro, se acercó a la mesa y, mientras tomaba asiento, posó sobre mí plenamente sus ojos azules, como tomados de un cuadro. Tenía entonces en la mirada una franqueza llana, una fijeza inquisitiva y decidida, que me hizo saber que si los había mantenido apartados de mí hasta entonces no había sido por timidez, sino como cosa intencionada.

—Tiene usted mucha hambre.

—Sí, señor.

Tengo la costumbre (siempre la he tenido, por instinto) de responder siempre a la brevedad con brevedad, a lo directo con claridad.

—Le ha venido bien que una leve calentura la haya obligado a ayunar durante tres días: habría sido peligroso ceder a los impulsos de su apetito en un primer momento. Ahora puede comer usted, aunque todavía con moderación.

—Creo que no comeré mucho tiempo a sus expensas —fue mi respuesta tosca y desafortunada.

—No —dijo él con frialdad—: cuando nos haya indicado usted el domicilio de los suyos, podremos escribirles y podrá volver usted a su casa.

—Debo decirle claramente que eso no está en mi mano, pues carezco en absoluto de casa y de familia y amigos.

Los tres me miraron, aunque no con desconfianza; me pareció que en sus miradas no había sospecha sino, más bien, curiosidad. Hablo sobre todo de las señoritas. Los ojos de Saint John, aunque eran bastante claros en el sentido literal, eran difíciles de sondear en el figurado. Parecía que se servía de ellos más como de instrumentos para investigar los pensamientos de los demás que como agentes para manifestar los suyos propios; combinación esta de penetración y reserva cuyo efecto tenía mucho más de embarazoso que de alentador.

—¿Quiere usted decir que está completamente aislada de cualquier relación? —me preguntó.

—Eso quiero decir. No tengo ningún vínculo con ningún ser vivo, ni derecho a ser recibida bajo ningún techo de Inglaterra.

—¡Una situación muy singular a su edad!

Vi entonces que dirigía la mirada a mis manos, que tenía cruzadas sobre la mesa, ante mí. Me pregunté qué buscaba allí; sus palabras lo explicaron enseguida.

—¿No se ha casado? ¿Es usted soltera?

Diana se rio.

—Vaya, Saint John, no puede tener más de diecisiete o dieciocho años —dijo.

—Tengo casi diecinueve; pero, no, no estoy casada.

Sentí que me subía al rostro un rubor ardiente, pues la alusión al matrimonio me había despertado recuerdos amargos y agitados. Todos advirtieron mi turbación y emoción. Diana y Mary me aliviaron retirando la vista de mi cara carmesí, pero su hermano, más frío y severo, siguió mirándome hasta que la pena que me había causado él mismo me arrancó unas lágrimas, además de subirme el color.

—¿Dónde tuvo usted su último domicilio? —me preguntó entonces.

—Eres demasiado preguntón, Saint John —murmuró Mary en voz baja; pero él se inclinó sobre la mesa y me exigió respuesta con una segunda mirada firme y penetrante.

—El nombre del lugar donde vivía y de la persona con quien vivía es un secreto mío —respondí con concisión.

—Que tiene derecho a guardar si quiere, tanto de Saint John como de cualquiera que se lo pregunte, según opino yo —observó Diana.

—No obstante, no podré ayudarla si no sé nada de usted ni de su historia —dijo él—. Y usted necesita ayuda, ¿no es cierto?

—La necesito, y la buscaré, señor, hasta que algún verdadero filántropo me ayude a encontrar un trabajo que yo pueda hacer y cuya remuneración me sirva para cubrir aunque sólo sea las necesidades más elementales de la vida.

—No sé si soy un verdadero filántropo; pero estoy dispuesto a hacer todo lo que esté en mis manos por conseguir un propósito tan honrado. Dígame, pues, en primer lugar, qué tiene costumbre de hacer y qué sabe hacer.

Ya me había bebido el té. La infusión me había reconfortado mucho, tanto como el vino a un gigante: me había tonificado los nervios destemplados y me permitió hablar con firmeza a aquel joven juez penetrante.

—Señor Rivers —dije, volviéndome hacia él y mirándolo como me miraba él a mí, abiertamente y sin timidez—, sus hermanas y usted me han hecho un gran servicio, el mayor que puede hacer el hombre a su prójimo; me han rescatado de la muerte con su noble hospitalidad. Este beneficio les otorga el derecho ilimitado a mi agradecimiento y, hasta cierto punto, el derecho a mis confidencias. Les contaré de la historia de la mujer errante a que han acogido todo lo que pueda contarles sin comprometer mi propia paz de espíritu, mi propia seguridad moral y física y la de otras personas.

»Soy huérfana, hija de un clérigo. Mis padres murieron antes de que yo los conociera. Me recogieron unos familiares; me eduqué en una institución benéfica. Hasta les diré el nombre de la institución donde pasé seis años de alumna y dos de maestra: el Asilo de Huérfanas de Lowood, en el condado de ***: ¿ha oído usted hablar de él, señor Rivers? Su tesorero es el reverendo Robert Brocklehurst.

—He oído hablar del señor Brocklehurst y he visto la escuela.

—Salí de Lowood hace casi un año para ser institutriz privada. Había conseguido un buen empleo y estaba contenta. Tuve que abandonar dicho lugar cuatro días antes de llegar aquí. No puedo ni debo explicar el motivo de mi marcha: sería inútil, peligroso, y parecería increíble. No tengo ninguna culpa: estoy tan libre de culpas como cualquiera de ustedes tres. Soy desgraciada y debo serlo durante algún tiempo, pues la catástrofe que me obligó a abandonar una casa en la que había encontrado un paraíso tuvo un carácter extraño y espantoso. Al preparar mi marcha sólo consideré dos aspectos: la prisa y el secreto. Para asegurarlos, dejé atrás todas mis posesiones, salvo un paquete pequeño que, con las prisas y mi agitación mental, me dejé olvidado en la diligencia que me trajo a Whitcross. Llegué, pues, a esta comarca, completamente indigente. Dormí dos noches al raso y pasé dos días vagando sin poner pie bajo techo; sólo probé bocado dos veces en ese plazo, y cuando el hambre, la fatiga y la desesperación me habían llevado casi a dar el último aliento, usted, señor Rivers, me impidió perecer de necesidad ante su puerta y me refugió bajo su techo. Sé todo lo que han hecho por mí desde entonces sus hermanas, pues no he estado sin sentido durante mi torpor aparente, y mantengo una deuda con su compasión espontánea, genuina y acogedora, tan grande como con la caridad evangélica de usted.

—No le hagas hablar más, Saint John —dijo Diana cuando hice una pausa—; está claro que todavía no puede excitarse. Venga al sofá y siéntese, señorita Elliott.

Tuve un leve sobresalto involuntario al oír el alias: había olvidado mi nuevo apellido. El señor Rivers, a quien al parecer no se le escapaba nada, lo notó enseguida.

—¿No dijo usted que se llamaba Jane Elliott? —observó.

—Eso dije, y es el nombre por el que me parece conveniente que me llamen de momento; pero no es mi nombre verdadero, y me suena extraño.

—¿No quiere darnos su nombre verdadero?

—No; temo por encima de todo que me descubran, y evito toda revelación que pudiera conducir a ello.

—Estoy segura de que hace muy bien —dijo Diana—. Ahora, hermano, déjala en paz un rato.

Pero Saint John, después de reflexionar unos momentos, volvió a la carga, tan imperturbable y penetrante como siempre.

—Usted no querrá depender mucho tiempo de nuestra hospitalidad; veo que desearía prescindir lo antes posible de la compasión de mis hermanas y, por encima de todo, de mi

caridad

(he advertido bien la distinción que ha establecido, y no me ofende: es justa): ¿quiere independizarse de nosotros?

—Eso quiero, ya lo he dicho. Enséñenme el modo de trabajar o de buscar trabajo: es lo único que pido de momento; después, déjenme marchar, aunque sea a la choza más miserable; pero, hasta entonces, consiéntame que me quede aquí: me asusta volver a probar los horrores de la indigencia sin hogar.

—Se quedará aquí, desde luego —dijo Diana, poniéndome en la cabeza su mano blanca.

—Se quedará —repitió Mary, con el tono reservado, aunque sincero, que parecía natural en ella.

—Ya ve usted que a mis hermanas les agrada mantenerla aquí —dijo el señor Saint John—, como les agradaría mantener y cuidar a un ave semihelada que hubiera hecho entrar por su ventana un viento de invierno. Yo me siento más inclinado a ayudarla a mantenerse a sí misma, y procuraré hacerlo; pero observe usted que mi esfera es estrecha. No soy más que cura titular de una parroquia rural pobre: mi ayuda será muy humilde, por necesidad. Y si usted tiende a despreciar lo insignificante, búsquese un socorro más eficaz que el que puedo ofrecerle yo.

—Ya ha dicho que está dispuesta a hacer cualquier cosa honrada que esté a su alcance —respondió Diana—; y sabes bien, Saint John, que no puede elegir a quien la ayude: está obligada a conformarse con personas tan desabridas como tú.

—Seré modista, seré costurera, seré criada, niñera, si no encuentro nada mejor —respondí.

—Bien —dijo el señor Saint John con mucha frialdad—. Si ése es su deseo, prometo ayudarla, cuando pueda y como pueda.

Volvió a tomar entonces el libro que había estado leyendo antes del té. Yo me retiré pronto, pues había hablado y había estado levantada tanto como me lo permitían por entonces mis fuerzas.

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