Jane Eyre

Capítulo V

Capítulo V

CAPÍTULO V

PENAS

habían dado las cinco de la mañana del diecinueve de enero cuando Bessie entró en mi cuartito con una vela y me encontró ya en pie y casi vestida. Me había levantado media hora antes de entrar ella, me había lavado la cara y me había puesto la ropa a la luz de una luna en cuarto creciente que se estaba poniendo, cuyos rayos se colaban por el ventanuco estrecho próximo a mi cama. Debía marcharme de Gateshead aquel día en una diligencia que pasaba por el portón de la finca a las seis de la madrugada. Bessie era la única persona que se había levantado; había encendido lumbre en el cuarto de juegos, donde me estaba preparando ahora el desayuno. Pocos niños son capaces de comer cuando están emocionados por la perspectiva de un viaje, y yo no pude hacerlo. Bessie, después de haber insistido en vano para que tomara unas cucharadas de la leche hervida con pan que me había preparado, envolvió unas galletas en un papel y las metió en mi bolsa; después me ayudó a ponerme la pelliza y el sombrero, se abrigó ella con un chal y salimos las dos del cuarto del juegos. Cuando pasamos ante el dormitorio de la señora Reed, me dijo:

—¿Entrará a despedirse de la señora?

—No, Bessie; ya vino ella a mi cama anoche, cuando tú habías bajado a cenar, y dijo que no la molestara por la mañana, ni a ella ni a mis primos; y me pidió que recordara que ella había sido siempre mi mejor amiga y que, en consecuencia, hablara bien de ella y le estuviera agradecida.

—¿Y qué dijo usted, señorita?

—Nada; me tapé la cara con las mantas y me volví hacia la pared, dándole la espalda.

—Eso estuvo mal hecho, señorita Jane.

—Estuvo muy bien hecho, Bessie. Tu señora no ha sido amiga mía: ha sido mi enemiga.

—¡Ay, señorita Jane! ¡No diga esas cosas!

—¡Adiós a Gateshead! —exclamé cuando hubimos cruzado el vestíbulo y salido por la puerta principal.

Ya se había puesto la luna y estaba muy oscuro; Bessie llevaba una linterna cuya luz se reflejaba en los escalones húmedos y en el camino de grava, empapado por un deshielo reciente. La mañana de invierno era fría y cruda; bajé apresuradamente por el camino mientras me castañeteaban los dientes. En la vivienda del portero había luz; cuando llegamos, nos encontramos con la mujer del portero, que estaba encendiendo su lumbre; mi baúl, que habían llevado allí la tarde anterior, estaba ante la puerta, atado con cordeles. Faltaban pocos minutos para las seis, y poco después de sonar dicha hora, un ruido lejano de ruedas anunció la llegada de la diligencia; salí a la puerta y vi aproximarse aprisa sus faroles en la oscuridad.

—¿Va ella sola? —preguntó la mujer del portero.

—Sí.

—¿Y a qué distancia está?

—A cincuenta millas.

—¡Qué lejos! Me extraña que a la señora Reed no le dé miedo que vaya sola tan lejos.

La diligencia frenó; se detuvo ante el portón, con sus cuatro caballos y su imperial cargada de pasajeros; el postillón y el mayoral nos metieron prisa a voces; izaron mi baúl; me arrancaron del cuello de Bessie, al que me había aferrado besándola.

—¡Procure cuidarla bien! —gritó ella al postillón, mientras éste me subía al interior.

—¡A la orden! —fue la respuesta; cerraron de golpe la portezuela; una voz gritó: «todo listo», y nos pusimos en marcha. Así me separaron de Bessie y Gateshead; así me llevaron a lo desconocido, y a regiones remotas y misteriosas, como las consideraba yo entonces.

Recuerdo poca cosa del viaje; sólo sé que me pareció que el día se alargaba de una manera sobrenatural y que cubríamos, al parecer, centenares de millas de carretera. Pasamos por varias ciudades; en una de ellas, muy grande, se detuvo la diligencia. Retiraron los caballos, y los pasajeros se apearon para comer. Me llevaron a una posada, donde el postillón me instó a comer; pero como yo no tenía apetito, me dejó en una sala inmensa que tenía una chimenea en cada extremo, una lámpara colgada del techo y, en lo alto de la pared, una galería roja pequeña llena de instrumentos musicales. Me paseé por allí mucho tiempo, con una sensación muy extraña y un temor mortal de que entrara alguien y me robara; pues yo creía en los ladrones de niños, cuyas hazañas habían figurado con frecuencia en las consejas que contaba Bessie junto al fuego. El postillón regresó por fin; volvieron a meterme en la diligencia; mi protector subió a su asiento, hizo sonar su cuerno y nos pusimos en marcha, traqueteando por la calle pedregosa de L***.

Aquella tarde se presentó húmeda y con algo de niebla; al caer el día empecé a percibir que ya estábamos lejísimos de Gateshead; dejamos de pasar por pueblos; el paisaje cambió; surgían grandes colinas grises por el horizonte; al crepúsculo, bajamos por un valle boscoso y oscuro, y cuando hacía mucho tiempo que la noche había velado el paisaje oí un viento salvaje que soplaba entre los árboles.

Arrullada por este sonido, me quedé dormida por fin. No había dormido mucho tiempo cuando me despertó el cese repentino del movimiento; la portezuela de la diligencia estaba abierta y de pie ante ella una mujer con aspecto de criada: le vi la cara y el vestido a la luz de los faroles.

—¿Viene aquí una niña que se llama Jane Eyre? —preguntó. Yo respondí «sí», y me sacaron en vilo; bajaron mi baúl, y la diligencia se puso en camino al instante.

Yo estaba entumecida de haberme pasado tanto tiempo sentada, y atontada por el ruido y el movimiento de la diligencia. Miré a mi alrededor mientras recobraba mis facultades. El aire estaba lleno de lluvia, viento y oscuridad; a pesar de ello, discerní ante mí un muro y una puerta abierta en él; entré por esta puerta con mi nueva guía; ella la cerró tras de sí y echó la llave. Ahora se veía una casa, o varias (pues el edificio era extenso), con muchas ventanas, y con luz en algunas; subimos por un camino ancho, de guijarros, mojado y encharcado, y nos abrieron una puerta; después, la criada me llevó por un pasillo hasta una habitación con lumbre, donde me dejó sola.

Me acerqué al fuego, me calenté en él los dedos entumecidos y miré después a mi alrededor; no había ninguna vela, pero la luz incierta del hogar mostraba a intervalos paredes empapeladas, una alfombra, cortinas, muebles de caoba brillante: era un salón, no tan amplio ni espléndido como el de Gateshead, pero bastante cómodo. Cuando yo intentaba desentrañar lo que representaba un cuadro que había en la pared, se abrió la puerta y entró una persona que llevaba una luz; otra la seguía de cerca.

La primera era una señora alta de cabellos oscuros, ojos negros y la frente pálida y ancha; iba ceñida en parte con un chal; tenía el semblante grave y el porte erguido.

—Esta niña es muy pequeña para que la hayan hecho viajar sola —dijo, dejando la vela en la mesa. Me estudió con atención durante uno o dos minutos, y añadió después:

—Será mejor que la acuesten pronto; parece cansada; ¿estás cansada? —me preguntó, poniéndome la mano en el hombro.

—Un poco, señora.

—Y también tiene hambre, sin duda; que tome algo de cenar antes de acostarse, señorita Miller. ¿Es la primera vez que te separas de tus padres para asistir a una escuela, mi niña?

Yo le expliqué que no tenía padres. Ella me preguntó cuánto tiempo hacía que habían muerto, y, después, mi edad, cómo me llamaba, si sabía leer, escribir y coser un poco. A continuación, me tocó suavemente la mejilla con el índice y, después de decirme que esperaba que fuera una niña buena, me hizo marcharme con la señorita Miller.

La señora que se quedó atrás podía tener unos veintinueve años; la que vino conmigo parecía algunos años más joven. La primera me había impresionado por su voz, su aspecto y su aire. La señorita Miller era más corriente; de tez colorada, aunque con el agobio marcado en el semblante; de andar y movimientos apresurados, como si siempre tuviera muchas tareas entre manos; parecía, en efecto, lo que descubrí después que era en realidad, una profesora auxiliar. Siguiéndola, pasé de estancia en estancia, de pasillo en pasillo, de un edificio grande e irregular; hasta que, saliendo del silencio total y algo lúgubre que reinaba en la parte de la casa que habíamos atravesado, llegamos a oír el runrún de muchas voces, y entramos por fin en una sala ancha y larga con grandes mesas de pino, dos en cada extremo, en cada una de las cuales ardía un par de velas, y a cuyo alrededor estaba sentada una congregación de muchachas de todas las edades, desde los nueve o diez años hasta los veinte. Vistas a la luz débil de las candelas, su número me pareció incontable, aunque en realidad no pasaban de las ochenta; iban uniformadas con vestidos de paño pardo, de corte anticuado, y largos delantales de Holanda. Era la hora de estudio; se ocupaban de repasar las lecciones para el día siguiente, y el runrún que había oído era consecuencia de la suma de los susurros con que las repetían.

La señorita Miller me indicó con un gesto que me sentara en un banco próximo a la puerta y después, pasando al fondo de la larga sala, dijo en voz alta:

—¡Monitoras, recojan los libros de texto y guárdenlos!

Se levantaron cuatro muchachas altas, una de cada mesa; marcharon alrededor de ellas recogiendo los libros y los retiraron. La señorita Miller volvió a dar una voz de mando:

—¡Monitoras, traigan las bandejas de la cena!

Las muchachas altas salieron y regresaron al punto con sendas bandejas en las que estaban dispuestas raciones de algo, no supe de qué, y una jarra de agua y una taza en el centro de cada bandeja. Se repartieron las raciones; las que querían, bebían agua de la taza, que era común para todas. Cuando me tocó a mí, bebí, pues tenía sed, pero no toqué la comida, ya que las emociones y el cansancio me habían dejado incapaz de comer; aunque entonces vi que era una torta delgada de avena partida en pedazos.

Terminada la comida, la señorita Miller leyó unas oraciones y las clases subieron en fila de a dos al piso superior. Dominada ya por el agotamiento, apenas advertí cómo era el dormitorio; sólo noté que, a semejanza del aula, era muy largo. Aquella noche debía compartir cama con la señorita Miller; ésta me ayudó a desvestirme; cuando me acosté, miré las largas hileras de camas, cada una de las cuales se llenó rápidamente de dos ocupantes; al cabo de diez minutos se apagó la única luz y me quedé dormida entre el silencio y la oscuridad absoluta.

La noche transcurrió deprisa. Estaba tan cansada que no tuve fuerzas ni para soñar; sólo me desperté una vez, y oí soplar las ráfagas violentas del viento y caer la lluvia a torrentes, y percibí que la señorita Miller había ocupado su lugar a mi lado. Cuando volví a abrir los ojos estaba sonando una campanilla ruidosa; las muchachas se habían levantado y se estaban vistiendo; todavía no había empezado a alborear el día, y había encendida en la sala una candelilla o dos. También yo me levanté con desgana; hacía un frío cortante, y me vestí como pude, tiritando como estaba, y me lavé cuando quedó libre una palangana, cosa que no sucedió pronto, ya que sólo había una para cada seis niñas en los soportes que estaban en el centro de la sala. Volvió a sonar la campanilla; todas formaron en fila de a dos y bajaron en ese orden las escaleras y entraron en el aula fría y mal iluminada; allí leyó las oraciones la señorita Miller y dijo después:

—¡Distribúyanse por clases!

Se produjo entonces un gran tumulto que duró unos minutos, durante los cuales la señorita Miller exclamó repetidas veces: «¡Silencio!» y «¡orden!». Cuando se apaciguó el tumulto, vi que todas habían formado cuatro semicírculos, ante cuatro sillas colocadas ante sendas mesas; todas tenían libros en las manos, sobre cada mesa había un libro grande, como una Biblia, delante de la silla vacía. Hubo después una pausa de varios segundos, llena del vago rumor apagado de la multitud; la señora Miller recorrió los grupos acallando aquel sonido indefinido.

Tintineó una campanilla lejana; inmediatamente después entraron tres señoras en la habitación, cada una de las cuales se dirigió a una mesa y ocupó su asiento. La señorita Miller ocupó el cuarto asiento vacío, que era el más próximo a la puerta, alrededor del cual se habían reunido las niñas más pequeñas; me hicieron entrar en aquella clase inferior y me pusieron en el último lugar.

Se empezó a trabajar; se repitió la oración del día; después, algunos pasajes de las Escrituras, y a éstos les siguió una larga lectura de capítulos de la Biblia, que duró una hora. Cuando hubo terminado este ejercicio ya había alboreado plenamente el día. La campanilla incansable sonó entonces por cuarta vez: las clases se reunieron y marcharon en formación a otra sala para desayunar; ¡con cuánta ilusión recibí la perspectiva de obtener algo de comer! Ya estaba casi enferma de inanición, por lo poco que había tomado el día anterior.

El refectorio era una sala grande, tenebrosa, de techo bajo; sobre dos mesas largas humeaban cuencos de algo que estaba caliente pero que, para mi consternación, emitía un olor que no tenía nada de apetitoso. Vi que se producía una manifestación general de descontento cuando los efluvios de la comida alcanzaron las narices de las que debían tragarla; se oyó susurrar a la vanguardia de la procesión, formada por las niñas altas de la primera clase:

—¡Qué asco! ¡El potaje de avena está quemado otra vez!

—¡Silencio! —exclamó una voz, que no era la de la señorita Miller, sino la de una de las maestras superiores: un personaje pequeño y oscuro, bien vestida, pero de aspecto algo moroso, que se había instalado a la cabecera de una de las mesas, mientras una señora más entrada en carnes presidía la otra. Busqué en vano a la que había visto por primera vez la noche anterior; no estaba visible; la cabecera de la mesa donde estaba sentada yo la ocupaba la señorita Miller, y el asiento correspondiente de la mesa restante estaba ocupado por una señora mayor, rara y de aspecto extranjero, que según me enteré después era la profesora de francés. Se pronunció una larga bendición y se cantó un himno religioso; después, una criada trajo algo de té para las maestras, y empezó la comida.

Hambrienta, y ya casi desfallecida, devoré una cucharada o dos de mi ración sin pensar en su sabor; pero cuando hube acallado lo más vivo del hambre, percibí que tenía delante un amasijo repugnante: el potaje de avena quemado es casi tan malo como las patatas podridas; hasta a un famélico le producen náuseas. Las cucharas se movían despacio; vi que todas las muchachas probaban su comida e intentaba tragársela, pero que cejaban en el intento en la mayoría de los casos. Terminó el desayuno sin que ninguna nos hubiésemos desayunado. Después de haber dado las gracias por lo que no habíamos recibido y de haber cantado un segundo himno, despejamos el refectorio para dirigirnos al aula. Yo fui una de las últimas en salir, y al pasar junto a las mesas, vi que una maestra tomaba un cuenco del potaje y lo probaba; miró a las otras; todos sus semblantes indicaban disgusto, y una de ellas, la gruesa, susurró:

—¡Un mejunje abominable! ¡Qué vergüenza!

Transcurrió un cuarto de hora antes de que comenzaran de nuevo las lecciones, durante el cual reinó en el aula un tumulto glorioso, pues, al parecer, en ese espacio de tiempo estaba permitido hablar en voz alta y con mayor libertad, y ellas aprovechaban el privilegio. Todas sus conversaciones versaron sobre el desayuno, que todas denostaban rotundamente. ¡Pobrecillas! Era el único desahogo que tenían. La señorita Miller era ahora la única maestra presente en la sala; unas muchachas grandes que formaban grupo de pie a su alrededor hablaban con ella haciendo gestos serios y malhumorados. Oí que algunos labios pronunciaban el nombre del señor Brocklehurst, cosa que hizo a la señorita Miller sacudir la cabeza con desaprobación; pero no se esforzó mucho por acallar la ira general; sin duda, ella misma la compartía.

Un reloj que había en el aula dio las nueve; la señorita Miller dejó su corrillo y, de pie en el centro de la sala, dijo en voz alta:

—¡Silencio! ¡A sus asientos!

Se restableció la disciplina; al cabo de cinco minutos se impuso el orden entre la turba confusa y un relativo silencio dominó la Babel de lenguas. Las maestras superiores ocuparon entonces puntualmente sus puestos; pero parecía que todas seguían esperando algo. Las ochenta muchachas, dispuestas en bancos a lo largo de las paredes de la sala, estaban sentadas rígidas e inmóviles; parecían una asamblea extraña, todas con el pelo liso y recogido atrás y sin un solo rizo a la vista; con vestidos pardos rematados por una pañoleta estrecha alrededor del cuello, con faltriqueras de Holanda atadas por delante de los vestidos (parecidos a los bolsos que llevan los escoceses por delante de la falda) y que debían servir para llevar las labores; todas llevaban también medias de lana y zapatos rústicos con hebillas de latón. Más de veinte de las que iban vestidas con ese traje eran muchachas crecidas, o más bien mujeres jóvenes; les sentaba mal, y daba un aspecto raro hasta a las más hermosas.

Yo seguía mirándolas, y también examinaba de cuando en cuando a las maestras, ninguna de las cuales me agradaba precisamente, pues la gruesa era un poco grosera; la morena, bastante feroz; la extranjera, brusca y grotesca, y la pobre señorita Miller parecía amoratada, curtida por la intemperie y agobiada. De pronto, mientras las miraba sucesivamente, toda la escuela se puso en pie de manera simultánea, como impulsada por un resorte común.

¿Qué pasaba? Yo me quedé desconcertada: no había oído dar ninguna orden. No me había recuperado todavía de la sorpresa cuando las clases se sentaron de nuevo; pero como todos los ojos se habían vuelto hacia un mismo punto, los míos siguieron la dirección general y encontraron al personaje que me había recibido la noche anterior. Estaba al fondo de la larga sala, junto a la chimenea, pues había un fuego encendido en cada extremo; inspeccionaba en silencio y con gravedad las dos hileras de muchachas. La señorita Miller se le acercó, le preguntó algo, al parecer, y después de recibir su respuesta volvió a su lugar y dijo en voz alta:

—¡Monitora de la primera clase, traiga los globos terráqueos!

La señora a quien habían hecho la consulta recorrió despacio la sala mientras se cumplía esta orden. Supongo que tengo bastante desarrollado el órgano de la veneración, pues todavía recuerdo el sentimiento de admiración impresionada con que seguí sus pasos. Vista entonces, a plena luz del día, parecía alta, hermosa y bien formada; los ojos, castaños, con una luz benigna en las pupilas, y bien bordeados por las largas pestañas, aliviaban la blancura de su ancha frente; llevaba el cabello, de color castaño muy oscuro, recogido en rizos redondos sobre las sienes, según la moda de aquellos tiempos, en que no se llevaban ni las coletas lisas ni los tirabuzones; su vestido, también muy de la época, era de paño púrpura, aliviado por una especie de galón de terciopelo negro a la española; le colgaba del ceñidor un reloj de oro reluciente (por entonces no eran tan corrientes los relojes como ahora). Añada el lector, para completar el cuadro, unos rasgos refinados, una complexión clara, aunque pálida, y un aire y porte majestuosos, y se hará una idea todo lo correcta que pueden transmitir las palabras, al menos, de la apariencia exterior de la señorita Temple; de María Temple, pues así vi escrito su nombre más adelante en un libro de oraciones que me dieron para que lo llevara a la iglesia.

La superintendente de Lowood (pues éste era el cargo de la dama) tomó asiento ante un par de globos terráqueos que se habían dispuesto en una de las mesas, hizo reunirse a su alrededor la primera clase y se puso a impartir una lección de geografía. Las maestras convocaron a las clases inferiores; se dieron lecciones de historia, gramática, etcétera, durante una hora; después hubo clases de caligrafía y aritmética, y la señorita Temple impartió música a algunas de las muchachas mayores. El reloj medía la duración de cada clase, y dio por fin las doce. La superintendente se puso de pie.

—Tengo que decir unas palabras a las alumnas —dijo.

Había comenzado el tumulto habitual tras el final de las lecciones, pero se acalló al sonar su voz. Siguió diciendo:

—Esta mañana se os ha servido un desayuno que no pudisteis comer; debéis de tener hambre. He ordenado que se os sirva a todas un almuerzo de pan y queso.

Las maestras la miraron con cierta sorpresa.

—Se hará bajo mi responsabilidad —añadió, como dándoles explicaciones a ellas, y acto seguido se marchó de la sala.

Trajeron entonces el pan y el queso y lo repartieron, con gran deleite y alivio para toda la escuela. Después se dio la orden: «¡Al jardín!». Cada una se puso un sombrero basto de paja con cintas de percal de colores y un capote de paño gris. Me equiparon del mismo modo y, siguiendo la corriente, salí al aire libre.

El jardín era un recinto ancho, rodeado de muros tan altos que impedían el menor atisbo del paisaje; transcurría por un lado una veranda cubierta y anchos caminos que rodeaban un espacio interior dividido en varias docenas de parcelitas; estas parcelas se asignaban a las alumnas para que las cultivaran como jardines, y cada parcela tenía su propietaria. Sin duda serían hermosas cuando estuvieran llenas de flores; pero ahora, a finales de enero, todo estaba marchito y helado. Mientras miraba a mi alrededor, me estremecí: era un día inhóspito para las actividades al aire libre. No es que lloviera francamente, pero estaba oscurecido por una niebla húmeda amarillenta; todo lo que se pisaba seguía empapado de los chaparrones del día anterior. Las muchachas más fuertes corrían y practicaban juegos activos, pero algunas que estaban pálidas y delgadas se apiñaban en la veranda para refugiarse y entrar en calor; y según se iba metiendo en los cuerpos temblorosos la niebla espesa, oí con frecuencia entre ellas el sonido de una tos cavernosa.

Yo no había hablado con ninguna de momento, ni parecía que ninguna se hubiera fijado en mí; estaba muy sola, pero estaba acostumbrada a esa sensación de soledad y no me oprimía demasiado. Me apoyé en una columna de la veranda, me arrebujé el capote gris y, procurando olvidar el frío que me mordía por fuera y el hambre insatisfecha que me daba dentelladas por dentro, me di a observar y a pensar. No merecen recordarse mis reflexiones, demasiado indefinidas y fragmentarias: apenas sabía dónde estaba; parecía que Gateshead y mi vida anterior se habían marchado flotando a una distancia inmensa; el presente era impreciso y extraño, y sobre el futuro no podía hacer conjeturas. Miré el jardín, como de convento, y después la casa: un edificio grande, la mitad del cual parecía gris y antigua y la otra mitad bastante moderna. La parte moderna, donde estaba el aula y el dormitorio, se iluminaba por ventanas de celosía con parteluz, que le daban aspecto de iglesia. Sobre la puerta había una placa de piedra que llevaba esta inscripción:

«Institución de Lowood. Esta ala fue reconstruida en el año del Señor de **** por Naomi Brocklehurst, de la casa de Brocklehurst, de este condado». «Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro padre que está en los cielos. San Mateo, 5,16».

Releí estas palabras varias veces; me parecía que necesitaban una explicación, y fui incapaz de captar del todo su alcance. Seguía dando vueltas a lo que podía significar «institución» y esforzándome por establecer una relación entre estas primeras palabras y el versículo de las Sagradas Escrituras, cuando el sonido de una tos a mi espalda, muy cerca de mí, me hizo volver la cabeza. Vi a una muchacha que se hallaba sentada en un banco de piedra; estaba enfrascada en la lectura de un libro cuyo título,

Rasselas

, se me antojó extraño y, por lo tanto, atractivo. Dio muestras de levantar la vista al pasar página, y yo le dije sin más:

—¿Es interesante tu libro?

Pues ya tenía intención de pedirle que me lo prestara algún día.

—A mí me gusta —respondió, después de examinarme durante una pausa de un par de segundos.

—¿De qué trata? —seguí diciendo. No sé de dónde saqué valor para entablar conversación de ese modo con una desconocida; aquel paso era opuesto a mi carácter y mis costumbres, pero creo que la ocupación de ella había tocado alguna cuerda de simpatía dentro de mí, pues también a mí me gustaba leer, aunque cosas frívolas e infantiles; no era capaz de digerir ni de comprender lo serio ni lo sustancial.

—Puedes mirarlo si quieres —respondió la muchacha, ofreciéndome el libro.

Así lo hice. Un breve examen me convenció de que el contenido del libro era menos apasionante que su título:

Rasselas

me pareció aburrido para mi gusto trivial; no vi nada que tratase de hadas ni de genios; no parecía que aquellas páginas de texto denso contuvieran variedades alegres. Se lo devolví; ella lo recibió en silencio, y, sin decir nada más, se disponía a sumirse de nuevo en su actitud estudiosa; yo me atreví a molestarla otra vez.

—¿Puedes decirme qué significa eso que está escrito en aquella losa, sobre la piedra? ¿Qué es la institución de Lowood?

—Es esta casa donde has venido a vivir.

—¿Y por qué la llaman «institución»? ¿Es diferente en algo de las demás escuelas?

—Es una escuela de caridad, en parte: tú y yo, y todas las demás, somos niñas de la caridad. Me figuro que eres huérfana; ¿no han muerto tu padre o tu madre?

—Los dos murieron, ni siquiera los recuerdo.

—Pues bien, todas las niñas que están aquí han perdido a su padre, a su madre, o a los dos, y esto se llama «institución para la educación de huérfanas».

—¿No pagamos nada? ¿Nos mantienen de balde?

—Pagamos, o nuestros amigos pagan, quince libras al año por cada una.

—Entonces, ¿por qué nos llaman niñas de la caridad?

—Porque las quince libras no bastan para pagarnos el alojamiento y la enseñanza, y el resto se cubre con donativos.

—¿Quién da los donativos?

—Diversas damas y caballeros benévolos de esta comarca y de Londres.

—¿Quién era Naomi Brocklehurst?

—La señora que construyó esta nueva ala de la casa, tal como dice la placa, y cuyo hijo lo controla y lo dirige todo aquí.

—¿Por qué?

—Porque es tesorero y director del establecimiento.

—Entonces, ¿la casa no es de esa señora alta que lleva un reloj y que dijo que nos dieran pan y queso?

—¿De la señorita Temple? ¡Oh, no! Ojalá lo fuera: ella tiene que rendir cuentas de todos sus actos al señor Brocklehurst. El señor Brocklehurst se encarga de comprar toda la comida y la ropa que gastamos.

—¿Vive aquí?

—No; vive a dos millas, en una casa grande.

—¿Es buen hombre?

—Es clérigo, y dicen que hace mucho bien.

—¿Has dicho que la señora alta se llamaba señorita Temple?

—Sí.

—¿Y cómo se llaman las demás maestras?

—La de las mejillas rojas se llama señorita Smith; ésta se encarga de las labores y corta los patrones, porque nosotras mismas nos hacemos la ropa, los vestidos, las pellizas y todo lo demás; la pequeña de pelo negro es la señorita Scatcherd; enseña historia y gramática y toma la lección a la segunda clase; y la que lleva chal y un pañolito atado al costado con una cinta amarilla es madame Pierrot: es de Lisie, en Francia, y enseña francés.

—¿Te gustan las maestras?

—Bastante.

—¿Te gusta la morenita, y la madame…? No sé pronunciar su nombre como tú.

—La señorita Scatcherd tiene el genio vivo; deberás procurar no ofenderla. Madame Pierrot no es mala persona.

—Pero la señorita Temple es la mejor, ¿verdad?

—La señorita Temple es muy buena y muy lista; está por encima de las demás porque sabe mucho más que ellas.

—¿Llevas mucho tiempo aquí?

—Dos años.

—¿Eres huérfana?

—Mi madre ha muerto.

—¿Estás contenta aquí?

—Haces demasiadas preguntas. Ya te he contestado suficiente de momento: ahora quiero leer.

Pero en aquel momento sonó la llamada a almorzar; todas entraron de nuevo en la casa. El olor que llenaba ahora el refectorio apenas era más apetitoso que el que nos había regalado las narices en el desayuno; se sirvió el almuerzo en dos recipientes inmensos de estaño de los que salía una fuerte vaharada que olía a grasa rancia. Vi que el amasijo estaba compuesto de patatas corrientes con unas pocas hebras de carne rancia, mezcladas y guisadas juntas. Se sirvió a cada alumna una ración aceptable de este preparado. Yo comí lo que pude y me pregunté para mis adentros si iba a ser así la alimentación todos los días.

Después del almuerzo pasamos inmediatamente al aula; se emprendieron de nuevo las lecciones, que prosiguieron hasta las cinco de la tarde.

El único acontecimiento digno de mención de la tarde fue que vi a la señorita Scatcherd expulsar de una clase de historia a la muchacha con quien había conversado yo en la veranda y la obligaba a quedarse de pie en el centro de la gran aula. El castigo me pareció ignominioso en sumo grado, sobre todo para una muchacha tan crecida: aparentaba trece años o más. Yo esperaba que diera muestras de gran aflicción y vergüenza; pero, para mi sorpresa, no lloró ni se sonrojó; se quedó de pie, sosegada aunque seria, blanco de todas las miradas. «¿Cómo podrá soportarlo tan callada, tan firme?», me pregunté a mí misma. «Si estuviera en su lugar, querría que se abriera la tierra y me tragara. Parece que está pensando en algo más allá de su castigo, de su situación: en algo que no está ni a su alrededor ni ante ella. He oído hablar sobre soñar despierta… ¿estaría soñando despierta? Tiene los ojos clavados en el suelo, pero estoy segura de que no lo ven; parece que dirige la vista hacia su interior, que la tiene puesta en su corazón; creo que está mirando sus recuerdos y no lo que tiene presente en la realidad. Me pregunto cómo es esta muchacha, si es buena o traviesa».

Poco después de las cinco de la tarde nos dieron otra comida que consistía en un tazón pequeño de café y media rebanada de pan moreno. Devoré mi pan y me bebí el café con delectación; pero habría tomado de buena gana otro tanto: seguía con hambre. Siguió media hora de recreo, y más tarde estudio; después el vaso de agua y el trozo de torta de avena, las oraciones, y a la cama. Así fue mi primer día en Lowood.

Download Newt

Take Jane Eyre with you