Jane Eyre

Capítulo XXXII

Capítulo XXXII

CAPÍTULO XXXII

ROSEGUÍ

el trabajo de la escuela del pueblo con toda la actividad y fidelidad que pude. El trabajo fue muy duro al principio. Tardé algún tiempo y tuve que esforzarme mucho para comprender a mis alumnas y su carácter. Incultas por completo, con las facultades aletargadas del todo, a primera vista todas me parecieron igual de obtusas, pero pronto descubrí mi error. Había tanta diferencia entre unas y otras como la hay entre las personas educadas; y cuando llegué a conocerlas, y ellas a mí, esta diferencia se fue desarrollando sola. Una vez perdido el asombro que les causaba yo, mi manera de hablar, mis reglas y mis hábitos, descubrí que algunas de aquellas mozas de aspecto torpe y rústico se despertaban para convertirse en muchachas bastante inteligentes. Muchas resultaban también serviciales, además de amables, y descubrí entre ellas bastantes ejemplos de cortesía natural y de amor propio innato, así como de capacidad excelente, que merecieron mi buena voluntad y mi admiración. Estas muchachas no tardaron en complacerse en hacer bien su trabajo, en mantenerse aseadas, en aprender con regularidad las lecciones, en adquirir modales modosos y ordenados. En algunos casos hacían unos progresos que llegaban a ser sorprendentes por su rapidez y me producían un orgullo sano y alegre; además, empecé a apreciar personalmente a algunas de las muchachas mejores, y ellas a mí. Contaba entre mis alumnas a varias hijas de granjeros, casi mujeres crecidas. Éstas ya sabían leer, escribir y coser, y yo les enseñaba rudimentos de gramática, geografía, historia, y las labores de aguja más finas. Encontré entre ellas caracteres estimables, deseosos de conocimientos y bien dispuestos para mejorar, y pasé con ellas muchas veladas agradables en sus propias casas. En aquellas ocasiones, sus padres (los granjeros) me cargaban de atenciones. Yo disfrutaba aceptando su amabilidad sencilla y devolviéndosela con una consideración, con un respeto escrupuloso de sus sentimientos, que quizá no estaban acostumbrados a recibir siempre, y que les encantaba y les hacía un bien; pues, al mismo tiempo que los dignificaba ante sus propios ojos, les servía de estimulación para merecer aquellas deferencias.

Sentí que me estaba convirtiendo en una persona popular en el pueblo. Siempre que salía, oía saludos cordiales por todas partes y me recibían con sonrisas amistosas. Vivir entre la consideración general, aunque sólo sea la consideración de gentes de la clase trabajadora, es como «sentarse a la luz del sol, dulce y tranquila»; bajo sus rayos, brotan y florecen sentimientos interiores de serenidad. En este periodo de mi vida, el corazón se me hinchaba de agradecimiento en muchas más ocasiones que se me hundía de desánimo; pero, lector, debo contártelo todo: en medio de esta calma, entre esta vida útil, después de un día de trabajo honrado entre mis alumnas, de una tarde dedicada a dibujar o a leer, sola y contenta, solía caer en sueños extraños por la noche; sueños multicolores, agitados, llenos de cosas ideales, turbulentas, tormentosas; sueños donde, entre escenas extrañas, cargadas de aventuras, de peligros agitados y de azares románticos, seguía encontrándome una y otra vez con el señor Rochester, siempre en algún momento crucial y emocionante; y entonces, el sentimiento de estar en sus brazos, oír su voz, mirarlo a los ojos, tocarle la mano y las mejillas, amarlo, ser amada por él; la esperanza de pasar una vida entera a su lado, se renovaba con toda su primera fuerza y su fuego. Entonces, me despertaba. Entonces recordaba dónde estaba y cuál era mi situación. Entonces me levantaba en mi cama sin colgaduras, temblando y estremeciéndome, y entonces la noche quieta y oscura era testigo de las convulsiones de mi desesperación y oía el arranque de la pasión. A la mañana siguiente, a las nueve, yo abría puntualmente la escuela, tranquila, reposada, dispuesta para los deberes regulares del día.

Rosamond Oliver cumplió su palabra de venir a visitarme. Solía hacer su visita a la escuela en el transcurso de su paseo a caballo de la mañana. Llegaba hasta la puerta a medio galope en su poni, seguida de un criado de librea a caballo. Apenas se puede imaginar nada más exquisito que su aspecto, con su traje de montar morado, su sombrero de amazona de terciopelo negro dispuesto con gracia sobre los largos tirabuzones que le rozaban la mejilla y le caían flotando hasta los hombros; y así entraba en aquel edificio rústico y se deslizaba entre las filas deslumbradas de niñas del pueblo. Solía llegar a la hora en que el señor Rivers se ocupaba de dar su lección diaria de catecismo. Me temo que los ojos de la visitante se clavaban agudamente en el corazón del joven pastor. Él parecía tener una especie de instinto que le advertía de su llegada, aun sin verla; y aunque tuviera la vista muy apartada de la puerta, cuando ella aparecía allí, a él se le coloreaban las mejillas, y sus rasgos, semejantes al mármol, aunque se negaban a relajarse, sufrían un cambio indescriptible, y en su misma quietud expresaban un fervor reprimido, más fuerte que el que podrían indicar con movimientos de los músculos o lanzando miradas.

Ella conocía su poder, desde luego; de hecho, él no se lo ocultaba porque no podía ocultárselo. A pesar de su estoicidad cristiana, cuando ella se le acercaba y le dirigía la palabra, sonriéndole a la cara con alegría, con aliento, hasta con cariño, a él le temblaban las manos y le ardían los ojos. Parecía decir con su mirada triste y decidida, aunque no lo dijera con los labios: «Te amo, y sé que tú me prefieres a mí. Si estoy mudo, no es por miedo al fracaso. Creo que si te ofreciera mi corazón, lo aceptarías. Pero este corazón ya está tendido en un altar sagrado; el fuego está dispuesto a su alrededor. Pronto no será más que un sacrificio consumado».

Y entonces ella hacía pucheros como un niño desilusionado; una nube pensativa ensombrecía su vivacidad radiante; retiraba aprisa la mano de la de él y se apartaba con petulancia pasajera de su presencia, tan de héroe y de mártir a la vez. Sin duda, Saint John habría dado el mundo entero por seguirla, llamarla, retenerla cuando ella lo dejaba de ese modo; pero no quería perder una sola ocasión de ganarse el cielo ni renunciar por el Elíseo de su amor a una sola esperanza del paraíso verdadero y eterno. Por otra parte, no era capaz de confinar todo lo que había en su naturaleza (el explorador, el aspirante, el poeta, el sacerdote) dentro de los límites de una sola pasión. No podía, no quería renunciar a las anchuras dilatadas de la guerra de las misiones por los salones y la paz de Vale Hall. Todo esto lo supe de sus labios en una ocasión en que, a pesar de su reserva, me atreví a sonsacarle estas confidencias.

La señorita Oliver ya me había hecho el honor de visitarme con frecuencia en mi casita. Yo conocía ya todo su carácter, que estaba libre de misterios y dobleces; era coqueta, pero no despiadada; exigente, pero no egoísta. La habían mimado desde la cuna, pero no estaba echada a perder por completo. Era precipitada, pero tenía buen humor; presumida (no podía evitarlo, ya que el espejo le mostraba siempre tal arrebol de belleza), pero no afectada; generosa; libre del orgullo que dan las riquezas; ingenua; bastante inteligente; alegre, animada e irreflexiva; resultaba muy encantadora, en suma, hasta para una observadora fría de su propio sexo como era yo; pero no era profundamente interesante ni impresionaba del todo. Su mente era muy diferente de las de las hermanas de Saint John, por ejemplo. Con todo, yo la apreciaba casi tanto como había apreciado a mi alumna Adèle, con la salvedad de que siempre se engendra un afecto más estrecho hacia un niño al que hemos cuidado y enseñado que el que podemos dar a un adulto, aunque sea igualmente atractivo.

Se había encaprichado de mi amistad. Decía que yo era como el señor Rivers, aunque reconocía que, desde luego, no era «ni la décima parte de hermosa»; aunque yo era «una personita buena y limpia», él era «un ángel». Sin embargo, reconocía que yo era buena, lista, tranquila y firme como él. Afirmaba que yo era un capricho de la naturaleza como maestra de escuela: estaba segura de que si se supiera mi historia pasada, se podría hacer de ella una novela deliciosa.

Una tarde que revolvía en el armario y en el cajón de la mesa de mi cocinita, con su habitual actividad infantil y su curiosidad irreflexiva, aunque no ofensiva, descubrió primero dos libros en francés, un volumen de Schiller y una gramática y un diccionario de alemán, y después mis materiales de dibujo y algunos esbozos, entre ellos un dibujo a lápiz de una niña linda como un querubín, una de mis alumnas, y diversas vistas de la naturaleza tomadas en el valle de Morton y en los páramos de los alrededores. Se quedó traspasada de sorpresa primero, y electrificada de placer después.

¿Había hecho yo aquellos dibujos? ¿Sabía francés y alemán? ¡Era un amor, era un milagro! Dibujaba mejor que su maestra de la escuela de S***. ¿Querría esbozar un retrato de ella para enseñárselo a su papá?

—Con mucho gusto —respondí; y sentí emoción de artista, deleite ante la idea de copiar un modelo tan perfecto y radiante. Llevaba puesto entonces un vestido de seda azul oscuro; desnudos los brazos y el cuello; su único adorno eran sus tirabuzones castaños, que le caían ondulantes sobre los hombros con toda la gracia suelta de los rizos naturales. Tomé una hoja de cartulina fina y dibujé su perfil con cuidado. Me reservé el placer de colorearlo; y, como se hacía tarde, le dije que debía venir a posar otro día.

Contó tales cosas de mí a su padre, que el señor Oliver la acompañó a la tarde siguiente. Era un hombre alto, de rasgos inmensos, edad madura y cabellos grises, a cuyo lado su hija encantadora tenía el aspecto de una flor hermosa junto a una torre blanquecina. Parecía un personaje taciturno, orgulloso quizá, pero estuvo muy amable conmigo. El esbozo de retrato de Rosamond le agradó muchísimo; dijo que debía convertirlo en cuadro completo. También se empeñó en que fuera al día siguiente a Vale Hall a pasar la tarde.

Fui allí. Vi que era una residencia grande, hermosa, con muestras evidentes de la riqueza de su propietario. Rosamond estuvo llena de alegría y encanto todo el tiempo que pasé allí. Su padre estuvo afable, y cuando entabló conversación conmigo después de tomar el té, me manifestó con vigor su aprobación de la labor que había hecho yo en la escuela de Morton, y dijo que su único temor, por lo que veía y había oído, era que yo fuese demasiado buena para aquel puesto y lo fuera a dejar pronto para tomar otro más adecuado para mí.

—Así es —exclamó Rosamond—; es tan lista que podría hacer de institutriz en una casa importante, papá.

Yo pensé que prefería con mucho estar donde estaba que con cualquier familia importante del país. El señor Oliver habló con gran respeto del señor Rivers y de la familia Rivers. Dijo que era un apellido muy antiguo en aquella comarca; que los antepasados de la familia habían sido ricos; que, en tiempos, todo Morton había sido suyo; que aun entonces él consideraba que el representante de la familia podía casarse con una dama de la mejor familia si quería. Le parecía una pena que un joven tan bueno y de tanto talento hubiera tomado la decisión de irse de misionero: era desperdiciar una vida valiosa. Parecía, por tanto, que el padre de Rosamond no sería obstáculo para la unión de ésta con Saint John. Era evidente que el señor Oliver consideraba que la buena cuna, el antiguo apellido y la santa profesión del joven clérigo compensaban de sobra su falta de fortuna.

Era 5 de noviembre, festivo. Mi criadita, después de haberme ayudado a limpiar la casa, se había marchado bien satisfecha con un penique que le había dado yo por su ayuda. Todo lo que me rodeaba estaba limpio e impecable: el suelo, fregado; la rejilla de la lumbre, brillante; las sillas, relucientes. También me había aseado yo misma, y tenía toda la tarde por delante para pasarla como quisiera.

Pasé una hora traduciendo algunas páginas de alemán; después tomé la paleta y los lápices y me dediqué a la ocupación, más tranquilizadora por ser más fácil, de terminar el retrato en miniatura de Rosamond Oliver. La cabeza ya estaba terminada; sólo quedaba dar color al fondo y sombras a los vestidos, así como añadir un toque de carmín a los labios carnosos, un suave rizo aquí y allá a los tirabuzones, un matiz más profundo a la sombra de las pestañas bajo los ojos azules. Estaba absorta en la ejecución de estos detalles sutiles cuando, tras un golpe rápido, se abrió mi puerta para dar paso a Saint John Rivers.

—He venido a ver cómo pasaba usted el día de fiesta —dijo—. Espero que no sumida en sus pensamientos, ¿verdad? No, eso está bien; mientras dibuja no se sentirá sola. Ya ve que sigo desconfiando de usted a pesar de lo maravillosamente que ha aguantado hasta ahora. Le he traído un libro para que se distraiga en sus veladas.

Y dejó en la mesa un libro recién publicado, un poema, una de aquellas obras auténticas que solían ofrecerse al público afortunado de aquella época dorada de la literatura moderna. ¡Ay! Los lectores de nuestros tiempos no tienen tanta fortuna. Pero ¡ánimo! No voy a detenerme a acusar ni a quejarme. Sé que ni ha muerto la poesía ni ha muerto el genio, ni se ha impuesto sobre ellos el ídolo de las riquezas para atarlos o matarlos: ambos harán valer algún día de nuevo su existencia, su presencia, su libertad y fuerza. ¡Ángeles poderosos, a salvo en el cielo! Sonríen cuando las almas sórdidas triunfan y las débiles lloran por su destrucción. ¿Destruida la poesía? ¿Desterrado el genio? ¡No! No, Mediocridad, no llegues a pensarlo, movida por la envidia. No; no sólo vivirán, sino que reinarán y redimirán; y si no estuviera extendida por todas partes su influencia divina, tú estarías en el infierno, en el infierno de tu propia mezquindad.

Mientras yo hojeaba con interés las páginas luminosas de

Marmion

(pues de

Marmion

se trataba), Saint John se inclinó a examinar mi dibujo. Su alta figura se incorporó otra vez de un respingo; no dijo nada. Levanté la vista hacia él; él evitó mi mirada. Comprendía bien sus sentimientos y le leía con claridad el corazón; en aquellos momentos me sentía más calmada y tranquila que él; estaba temporalmente en situación de ventaja sobre él, y me sentí inclinada a hacerle algún bien si estaba en mi mano.

«A pesar de toda su firmeza y autodominio, se fuerza demasiado —pensé—. Encierra bajo llave todos sus sentimientos y dolores interiores; no expresa ni confiesa ni comunica nada. Estoy segura de que le vendría bien hablar un poco de la dulce Rosamond, con quien cree que no debe casarse: le haré hablar».

—Tome asiento, señor Rivers —dije en primer lugar. Pero él me respondió, como siempre, que no venía para quedarse. «Muy bien —respondí mentalmente—; quédate de pie si quieres, pero me he empeñado en que no te marches todavía: la soledad te sienta tan mal como a mí o peor. Intentaré descubrir la fuente secreta de tus confidencias y encontrar en ese pecho de mármol un hueco por el que pueda verter una gota del bálsamo de la comprensión».

—¿Es parecido este retrato? —le pregunté abiertamente.

—¿Parecido? ¿Parecido a quién? No lo he observado con atención.

—Sí que lo ha observado, señor Rivers. —Mi brusquedad repentina y extraña casi lo sobresaltó. «Oh, no has visto nada todavía —me dije para mis adentros—. No me voy a dejar desconcertar porque estés un poco envarado. Estoy dispuesta a llegar bastante lejos».

—Lo ha visto de cerca y con claridad —proseguí—; pero no me opongo a que vuelva a mirarlo.

Y me levanté y se lo puse en la mano.

—Un retrato bien ejecutado —dijo—; los colores, muy suaves y claros; el dibujo, muy elegante y correcto.

—Sí, sí, todo eso ya lo sé. Pero ¿y el parecido? ¿A quién se parece?

Dominando un cierto titubeo, respondió:

—A la señorita Oliver, supongo.

—Por supuesto que sí. Y ahora, señor, como premio por haber acertado, le prometo pintarle una copia cuidadosa y fiel de este mismo retrato, a condición de que reconozca que el regalo le parecerá digno de ser aceptado. No quiero perder tiempo y trabajo en un obsequio para que usted no lo valore.

Siguió mirando fijamente el retrato; cuanto más lo miraba, con más fuerza lo sujetaba y más parecía desearlo.

—¡Es parecido! —murmuró—. Los ojos están bien trazados; el color, la luz, la expresión, son perfectos. ¡Sonríe!

—¿Le consolaría tener un retrato igual, o le haría daño? Dígamelo. Cuando esté usted en Madagascar, o en El Cabo, o en la India, ¿le consolaría poseer este recuerdo? ¿O su vista le traería recuerdos que lo desanimarían y afligirían?

Levantó entonces los ojos furtivamente; me miró indeciso, turbado; volvió a observar el retrato.

—Que me gustaría tenerlo es seguro; si sería juicioso o prudente, es otra cuestión.

Como había comprobado que Rosamond lo prefería de verdad, y que no era probable que el padre de ella se opusiera al matrimonio, y como mis puntos de vista eran menos exaltados que los de Saint John, era muy partidaria en mi corazón de recomendarle aquel enlace. Me parecía que si llegaba a poseer la vasta fortuna del señor Oliver, podría hacer tanto bien con ella como el que haría llevándose su genio y sus fuerzas para que se marchitaran y agostaran bajo un sol tropical. Convencida de ello, respondí entonces:

—Tal como yo lo veo, sería más prudente y más juicioso por su parte apoderarse enseguida del original.

Ya se había sentado; había dejado el retrato en la mesa ante él, y lo miraba con afecto, cabizbajo, apoyando la frente en las dos manos. Comprendí que no estaba enfadado ni escandalizado por mi atrevimiento. Vi, incluso, que empezaba a sentir como un placer nuevo, un alivio inesperado, que yo lo abordase con tal franqueza sobre una cuestión que él había creído intocable y oír hablar de ella con tanta libertad. Las personas reservadas suelen necesitar más que las comunicativas que se discutan abiertamente sus sentimientos y sus penas. Hasta el estoico de aspecto más severo es, al fin y al cabo, un ser humano; y suelen agradecer mucho que se irrumpa con arrojo y buena voluntad en el mar silencioso de sus almas.

—Estoy segura de que ella lo aprecia —le dije, de pie tras su silla—, y su padre le tiene respeto. Además, es una dulce muchacha; más bien irreflexiva, pero usted reflexionaría bastante para los dos. Debería casarse usted con ella.

—¿Me aprecia, en efecto? —preguntó él.

—Desde luego, más que a ningún otro. Habla de usted constantemente; no hay asunto que más le agrade ni que aborde con mayor frecuencia.

—Es muy agradable oír esto —dijo—, mucho. Siga usted otro cuarto de hora.

Y llegó a sacar el reloj y a dejarlo sobre la mesa para medir el tiempo.

—Pero ¿de qué me sirve seguir, si usted estará preparando probablemente algún golpe férreo de contradicción, o forjando una nueva cadena para atarse el corazón? —le pregunté.

—No se imagine usted cosas tan duras. Figúrese que cedo y me derrito, tal como estoy haciendo; que el amor humano me mana en la mente como una fuente recién abierta e inunda dulcemente todo el campo que he labrado con tanto cuidado y trabajo, que he sembrado con tanto afán con la semilla de las buenas intenciones, de los planes altruistas. Y ahora lo anega un diluvio de néctar; las plántulas se encharcan; el veneno delicioso las pudre; ahora me veo tendido en una otomana, en el salón de Vale Hall, a los pies de mi esposa, Rosamond Oliver; me habla con su dulce voz; me mira con esos ojos que ha reproducido tan bien la mano hábil de usted; me sonríe con esos labios de coral. Es mía; yo soy suyo; esta vida presente y este mundo transitorio me bastan. ¡Calle! No diga nada; mi corazón está lleno de deleites; mis sentidos están en trance; deje que pase en paz el plazo que he marcado.

Le llevé la corriente; el reloj avanzaba; él tenía la respiración entrecortada; yo callaba. En este silencio transcurrió el cuarto de hora; se guardó el reloj, dejó el retrato, se levantó y se quedó de pie ante la chimenea.

—He dedicado ese breve espacio al delirio y al engaño —dijo—. He apoyado las sienes en el pecho de la tentación y he ofrecido voluntariamente el cuello a su yugo de flores. He probado su cáliz. La almohada ardía; en su guirnalda hay un áspid; el vino es amargo; sus promesas están vacías, sus ofertas son falsas: lo veo y lo conozco.

Lo miré asombrada.

—Es extraño —siguió diciendo— que, aunque amo tanto a Rosamond Oliver, con toda la intensidad, en efecto, de un primer amor cuyo objeto tiene belleza exquisita, gracia, fascinación, siento al mismo tiempo una conciencia tranquila y clara de que no sería buena esposa para mí; de que no es la compañera que me conviene; de que yo lo descubriría así al año de matrimonio y de que tras doce meses de éxtasis vendría una vida entera de pesares. Lo sé.

—¡Qué extraño! —no pude menos de exclamar.

—Si bien una parte de mí es muy sensible a sus encantos, otra parte es consciente de sus defectos con la misma claridad: éstos son tales, que ella no podría coincidir con ninguna de mis aspiraciones, ni colaborar en ninguna de mis empresas. ¿Rosamond, capaz de sufrir, de trabajar, de ser apóstol? ¿Rosamond, esposa de un misionero? ¡No!

—Pero no es preciso que sea usted misionero. Puede abandonar ese proyecto.

—¡Abandonarlo! ¿Cómo? ¿Abandonar mi vocación? ¿Mi gran obra? ¿Los cimientos que pongo en la tierra para una mansión en el cielo? ¿Mi esperanza de contarme entre los que han dejado toda ambición por la más gloriosa de mejorar la raza humana, de llevar el conocimiento allí donde impera la ignorancia, la paz donde hay guerra, libertad donde hay esclavitud, religión donde hay superstición, esperanza de cielo donde hay miedo al infierno? ¿Debo abandonarla? Me es más querida que la sangre de mis venas. Es mi esperanza y mi razón de vivir.

Después de una pausa considerable, dije:

—¿Y la señorita Oliver? ¿No le interesa a usted su desilusión y su pena?

—La señorita Oliver está rodeada siempre de pretendientes y aduladores; mi imagen se habrá borrado de su corazón antes de que pase un mes. Me olvidará, y se casará probablemente con otro que la hará más feliz de lo que la habría hecho yo.

—Habla usted con bastante frialdad, pero el conflicto lo hace sufrir. Se está consumiendo usted.

—No. Si adelgazo un poco, es por la inquietud que me producen mis planes, todavía no ultimados, por el retraso constante de mi partida. Esta misma mañana he tenido noticia de que el sucesor cuya llegada había esperado tanto tiempo no podrá reemplazarme hasta dentro de tres meses, y puede que los tres meses se alarguen a seis.

—Tiembla usted y se sonroja cada vez que entra en el aula la señorita Oliver.

Volvió a asomársele a la cara la expresión de sorpresa. No se había imaginado que una mujer se atreviera a hablar así a un hombre. En cuanto a mí, me sentía cómoda con esta conversación. Jamás he podido mantener una comunicación tranquila con mentes fuertes, discretas y refinadas, fueran masculinas o femeninas, hasta haber superado los baluartes de su reserva convencional y haber cruzado el umbral de sus confidencias, habiéndome ganado un puesto en el centro mismo de su corazón.

—Es usted original —dijo—, y no es timorata. Tiene algo de valiente en su espíritu y de penetrante en la mirada; pero permítame que le asegure que interpreta mal en parte mis emociones. Las considera más profundas y poderosas de lo que son. Me otorga más comprensión de la que me merezco en justicia. Cuando me sonrojo y me ensombrezco ante la señorita Oliver, no siento compasión de mí mismo. Desprecio la debilidad. Sé que es innoble, una mera fiebre de la carne y no, afirmo, una convulsión del alma. Ésta está fija como una roca, bien sentada en las profundidades de un mar agitado. Sepa usted lo que soy: un hombre frío y duro.

Sonreí con incredulidad.

—Se ha apoderado usted al asalto de mi confianza —prosiguió—; y ahora la pongo a su disposición. En mi estado original, desprovisto de la túnica blanqueada con sangre con que cubre el cristianismo la deformidad humana, soy simplemente un hombre frío, duro y ambicioso. El único sentimiento que ejerce poder permanente sobre mí es el afecto natural. Me guío por la razón y no por los sentimientos; mi ambición es ilimitada; mis deseos de subir, de hacer más que los demás, insaciables. Respeto la resistencia, el tesón, la aplicación, el talento, porque son los medios por los que los hombres alcanzan grandes metas y suben a grandes alturas. Observo con interés la carrera profesional de usted, pues la considero ejemplo de mujer diligente, ordenada y enérgica, y no porque sienta una compasión profunda por lo que ha sufrido y sigue sufriendo.

—Se calificaría a sí mismo de simple filósofo pagano —dije.

—No. Entre los filósofos deístas y yo existe esta diferencia: que yo creo, y creo en el Evangelio. Ha equivocado el adjetivo. Soy filósofo, pero no pagano, sino cristiano, seguidor de la secta de Jesús. Como discípulo suyo que soy, adopto Su doctrina pura, misericordiosa, benigna. La propugno; he hecho voto de difundirla. Ganado en mi juventud por la religión, he aquí cómo ha cultivado ésta mis cualidades primitivas. Ha hecho brotar del germen minúsculo del afecto natural el árbol frondoso de la filantropía. Ha hecho surgir de la raíz silvestre y delgada de la rectitud humana un sentido debido de la justicia divina. A partir de la ambición de poder y fama para mi vil persona ha formado la ambición de difundir el reino de mi Señor; de alcanzar victorias para el estandarte de la cruz. Todo esto ha hecho por mí la religión, dando la mejor aplicación a los materiales de partida, podando y dando forma a la naturaleza. Pero no ha podido erradicar la naturaleza, ni la erradicará «hasta que este mortal se vista de inmortalidad».

Dicho esto, tomó su sombrero, que estaba en la mesa junto a mi paleta. Volvió a mirar el retrato.

—Sí que es adorable —murmuró—. ¡Con razón se llama rosa del mundo, en verdad!

—¿Y no quiere que pinte otro igual para usted?

Cui bono?

No.

Cubrió el retrato con la hoja de papel delgado en la que yo solía apoyar la mano al pintar para no manchar el cartón. No supe qué había visto de pronto en aquél en blanco, pero algo le había llamado la atención. Lo tomó con brusquedad; miró el borde; me echó una mirada extrañísima e incomprensible; una mirada con la que parecía tomar nota de todos los puntos de mi forma, cara y vestido, pues los recorrió todos, viva y penetrante como el rayo. Abrió los labios como disponiéndose a hablar, pero contuvo la frase que iba a pronunciar, fuera la que fuera.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Nada en absoluto —respondió; dejó el papel en su sitio y vi que arrancaba hábilmente una tira estrecha del margen. Desapareció en su guante y, tras un rápido gesto de cabeza y un «buenas tardes», desapareció.

—¡Vaya! ¡Es el no va más! —dije, utilizando una expresión propia de aquella región.

Estudié a mi vez el papel, pero no vi en él más que algunas manchas de pintura donde había probado el color de mi pincel. Reflexioné unos minutos sobre el misterio; pero, al encontrarlo irresoluble, y segura de que no podría tener mucha importancia, lo dejé y no tardé en olvidarlo.

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