Jane Eyre

Capítulo XXXVII

Capítulo XXXVII

CAPÍTULO XXXVII

A CASA

solariega de Ferndean era un edificio de antigüedad considerable, dimensiones moderadas y sin pretensiones arquitectónicas, hundido en la espesura de un bosque. Yo la conocía ya de oídas. El señor Rochester solía hablar de ella, e iba allí a veces. Su padre había comprado aquella propiedad por los cotos de caza. Quiso alquilar la casa, pero no encontró arrendatario por su situación poco interesante y malsana. Por tanto, la casa Ferndean había quedado deshabitada y sin amueblar, con excepción de dos o tres habitaciones dispuestas para acomodar al propietario cuando iba allí a cazar en la temporada.

Llegué a aquella casa poco antes de anochecer, en una tarde marcada por el cielo triste, el viento frío y una llovizna continua y penetrante. Cubrí a pie la última milla tras despedir la silla de posta y al cochero con la paga doble que había prometido. La casa no se veía ni estando a muy poca distancia de ella: tan espeso y oscuro era el bosque tenebroso que la rodeaba. Unos portones de hierro entre pilares de granito me indicaron la entrada; y pasando entre ellos me encontré enseguida en la penumbra de árboles muy densos. Había un camino lleno de hierba que bajaba por aquella nave de iglesia vegetal, entre columnas blanquecinas y nudosas de troncos y bóvedas de ramas. Lo seguí, esperando llegar pronto a la vivienda, pero se extendía interminable, más y más lejos, sin que se viera señal de casa ni jardín.

Creí haberme extraviado por haber tomado por mal camino. Se cernía sobre mí la oscuridad natural, sumada a la del bosque. Busqué a mi alrededor otro sendero. No había ninguno: todo era ramas trenzadas, troncos como columnas, follaje denso de verano: no se veía claro alguno por ninguna parte.

Seguí adelante; se despejó el camino por fin; los árboles se aclararon un poco; vi finalmente una verja, y después la casa, que apenas se distinguía entre la arboleda a aquella hora, tan verdes y húmedas eran sus paredes deterioradas. Entré por una puerta cerrada sólo con pestillo y me encontré en un espacio de terreno cerrado ante el que se abría el bosque en semicírculo. No había flores ni arriates, sólo un camino ancho de gravilla que bordeaba un césped, dentro del marco pesado del bosque. La casa tenía dos hastiales puntiagudos en su fachada principal; las ventanas eran de celosía y estrechas; la puerta principal también era estrecha; se accedía a ella por un escalón. El conjunto parecía, como había dicho el posadero del Escudo de Rochester, «un lugar muy desolado». Estaba en silencio como una iglesia un día entre semana; el único sonido que se oía en sus alrededores era el salpicar de la lluvia en las hojas del bosque.

«¿Es posible que haya vida aquí?», me pregunté.

Sí, había vida de alguna clase, pues oí un movimiento: aquella puerta principal estrecha se abría y estaba a punto de salir una forma de la casa.

Se abrió despacio; una figura salió a la penumbra y se quedó de pie en el umbral; un hombre sin sombrero; extendió la mano como para percibir si llovía. Aunque estábamos a media luz, lo había reconocido: era mi señor, Edward Fairfax Rochester, y no otro.

Contuve mi paso, casi la respiración, y me quedé inmóvil para observarlo, para examinarlo sin ser vista, y ¡ay!, invisible para él. Era una reunión repentina, en la que el dolor reprimió bien los arrebatos. No me resultó difícil contener la voz para no soltar una exclamación, contener el paso para no avanzar precipitadamente.

Su forma tenía el mismo perfil fuerte y recio de siempre; su porte seguía siendo erguido, y su pelo, negro como el cuervo; tampoco tenía los rasgos alterados ni demacrados, ni era posible que ninguna pena hubiera podido aplacar su fuerza atlética o marchitar la plenitud de su vigor en el espacio de un año. Vi, sin embargo, un cambio en su semblante: éste parecía desesperado y melancólico; me recordaba a alguna bestia o ave irritada y encadenada a la que era peligroso acercarse en su estado de rabia silenciosa. El águila enjaulada a la que han cegado con crueldad los ojos dorados puede tener un aspecto parecido al que tenía aquel Sansón sin vista.

¿Y crees, lector, que yo lo temía en su ferocidad ciega? Mal me conoces si lo crees. Me mitigaba el dolor una dulce esperanza de atreverme pronto a depositar un beso en aquella frente de roca y en aquellos párpados cerrados con tanta firmeza; pero todavía no; no quise abordarlo todavía.

Bajó el único escalón y avanzó despacio y a tientas hacia el césped. ¿Dónde estaba su paso atrevido? Se detuvo allí como si no supiera hacia dónde volverse. Levantó la mano y abrió los párpados; miró inexpresivamente y con gran esfuerzo al cielo y hacia el anfiteatro de árboles: se advertía que todo era oscuridad vacía para él. Extendió el brazo derecho (el izquierdo, el mutilado, lo ocultaba en el pecho), parecía como si quisiera hacerse una idea de lo que lo rodeaba al tacto; siguió sin encontrar más que el vacío, pues los árboles estaban a algunas varas de distancia. Abandonó la empresa, cruzó los brazos y se quedó quieto y mudo bajo la lluvia, que ya le caía con fuerza en la cabeza desnuda. En ese momento se le acercó John, que había salido de alguna parte.

—¿Quiere tomarme del brazo, señor? —le dijo—; se avecina un chaparrón fuerte; ¿no será mejor que entre usted?

—Déjame en paz —fue la respuesta.

John se retiró sin haberme observado. El señor Rochester intentó pasearse; en vano: el terreno era demasiado incierto. Volvió a la casa a tientas y, tras entrar de nuevo, cerró la puerta.

Entonces me acerqué y llamé; me abrió la mujer de John.

—¿Cómo estás, Mary? —le dije. Dio un respingo como si hubiera visto un fantasma.

—¿Es usted de verdad, señorita, y se presenta a esta hora tan tardía en este lugar solitario?

Le respondí tomándola de la mano para tranquilizarla, y entré tras ella a la cocina, donde estaba sentado John junto a una buena lumbre. Les expliqué en pocas palabras que me había enterado de todo lo que había pasado desde que me había marchado de Thornfield, y que había venido a ver al señor Rochester. Pedí a John que bajara a la caseta del peaje, donde había despedido yo a la silla de postas, y trajera mi valija, que había dejado allí; y después, mientras me quitaba el sombrero y el chal, pregunté a Mary si podían alojarme en la casa solariega aquella noche; y tras enterarme de que, aunque complicado, no sería imposible, le hice saber que me quedaría. En aquel instante sonó la campanilla de la sala.

—Cuando entre, diga a su amo que está aquí una persona que quiere hablar con él —le pedí—, pero no le diga mi nombre.

—No creo que quiera recibirla —respondió—; despide a todo el mundo.

Cuando volvió, le pregunté qué había dicho.

—Que diga usted su nombre y qué quiere —contestó ella. Llenó después un vaso de agua y lo puso en una bandeja, además de unas velas.

—¿Ha llamado para pedir eso? —le pregunté.

—Sí; siempre se hace llevar velas cuando está oscuro, a pesar de que está ciego.

—Deme usted la bandeja; yo se la llevaré.

La tomé de sus manos; ella me indicó la puerta de la sala. La bandeja me temblaba en las manos; se derramaba el agua del vaso; el corazón me golpeaba las costillas con fuerza y rapidez. Mary me abrió la puerta y me la cerró a la espalda.

Aquella sala parecía lúgubre; un puñado de brasas descuidadas ardían con poca llama en la chimenea; e inclinado ante ellas, con la cabeza apoyada en la repisa de la chimenea, alta y anticuada, apareció el inquilino ciego de la habitación. Su viejo perro, Piloto, estaba tendido sobre un costado, sin estorbar y enroscado sobre sí mismo, como temiendo que lo pisaran sin querer. Piloto levantó las orejas cuando entré; después, se incorporó dando un ladrido y un gemido y vino hacia mí dando saltos; estuvo a punto de tirarme la bandeja de las manos. La dejé en la mesa, le di unas palmaditas y dije en voz baja: «¡Al suelo!». El señor Rochester se volvió mecánicamente para ver qué era aquella conmoción; pero, como no vio nada, volvió a apartar la cabeza con un suspiro.

—Dame el agua, Mary —dijo.

Me acerqué a él con el vaso de agua, ahora lleno sólo a medias. Piloto me siguió, todavía excitado.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—¡Al suelo, Piloto! —volví a decir. Él interrumpió el movimiento de llevarse el agua a los labios, y pareció escuchar; bebió y posó el vaso.

—Eres tú, Mary, ¿verdad?

—Mary está en la cocina —respondí.

Él extendió la mano con un gesto vivo; pero, al no ver dónde estaba yo, no me tocó.

¿Quién es? ¿Quién es?

—preguntó, procurando al parecer ver con aquellos ojos sin vista: ¡intento vano y lastimoso!—. Responda, ¡vuelva a hablar! —ordenó en voz alta e imperiosa.

—¿Quiere usted un poco más de agua, señor? Derramé la mitad de la que traía en el vaso —dije.

—¿Quién es? ¿Qué es? ¿Quién habla?

—Piloto me conoce, y John y Mary saben que estoy aquí. Acabo de llegar esta tarde —respondí.

—¡Dios santo! ¿Qué alucinaciones me dominan? ¿Qué dulce locura se ha apoderado de mí?

—No es alucinación ni locura; su mente, señor, es demasiado fuerte para tolerar engaños; su salud, demasiado sólida para los delirios.

—¿Y dónde está quien habla? ¿No es más que una voz? ¡Oh! No

puedo

ver, pero debo tocar, o se me parará el corazón y me estallará el cerebro. Lo que seas… quien seas… ¡déjate tocar, o no podré seguir viviendo!

Buscó a tientas; detuve su mano errante y la sujeté entre las mías.

—¡Sus mismos dedos! —exclamó—; ¡sus dedos pequeños y ligeros! Entonces, debe de haber más de ella.

La mano musculosa se zafó de mi custodia; me sujetó el brazo, los hombros, el cuello, la cintura; quedé entrelazada y atraída hacia él.

—¿Es Jane? ¿Quién es, si no? Ésta es su figura, su silueta…

—Y ésta, su voz —añadí—. Está aquí toda ella; su corazón también. ¡Dios lo bendiga, señor! Me alegro de estar tan cerca de usted otra vez.

—¡Jane Eyre! ¡Jane Eyre! —era lo único que sabía decir.

—Querido señor, soy Jane Eyre —respondí—. Lo he encontrado; he vuelto con usted.

—¿De verdad? ¿En carne y hueso? ¿Mi Jane viva?

—Usted me toca señor; me abraza, y bien fuerte; no estoy fría como un cadáver ni vacía como el aire, ¿verdad?

—¡Mi amada, viva! Éstos son, en verdad, sus miembros, y éstos sus rasgos; pero no es posible que yo reciba tal bendición tras todas mis desgracias. Es un sueño; son sueños como los que he tenido por las noches cuando me la he llevado una vez más al corazón como hago ahora y la he besado, así… y he sentido que me amaba, y he creído que no me abandonaría.

—Y no lo haré nunca, señor, desde este día.

—¿Que no, dice la visión? Pero siempre me despertaba y descubría que era una burla cruel; y me quedaba desolado y abandonado; mi vida, oscura, solitaria, sin esperanza; mi alma, sedienta y sin derecho a beber; mi corazón, hambriento y sin poder comer. Sueño suave y delicado que ahora estás en mis brazos, también tú huirás como tus hermanas; pero bésame antes de irte; abrázame, Jane.

—¡Sí…! ¡Así, señor!

Apoyé los labios en sus ojos, antes brillantes y ahora sin luz; le aparté el pelo de la frente y se la besé también. Pareció como si se despertara de pronto: se llenó de la seguridad de que todo aquello era cierto.

—¿Eres tú? ¿Lo eres, Jane? Entonces, ¿has vuelto conmigo?

—He vuelto.

—¿Y no estás muerta en la zanja de un arroyo? ¿Y no eres una desterrada que se consume entre extraños?

—¡No, señor! Ahora soy una mujer independiente.

—¡Independiente! ¿Qué quieres decir, Jane?

—Mi tío de Madeira ha muerto, y me dejó cinco mil libras.

—¡Ah! ¡Son cosas prácticas! ¡Esto es verdad! —exclamó—. Esto no lo soñaría yo nunca. Además, está esa voz tan suya, tan animada y mordaz, además de suave: me alegra el corazón marchito; le da vida. ¿Cómo, Jane? ¿Que eres una mujer independiente? ¿Que eres rica?

—Si no me consiente que viva con usted, me puedo construir una casa propia cerca de su puerta, y usted puede venir a sentarse en mi sala siempre que quiera compañía alguna tarde.

—Pero ahora que eres rica, Jane, tendrás sin duda amigos que velen por ti y no te consientan que dediques tu vida a un ciego y manco como yo.

—Ya le he dicho que soy independiente, señor, además de rica: soy mi propia dueña.

—¿Y te quedarás conmigo?

—Desde luego; a no ser que usted se oponga. Seré su vecina, su enfermera, su ama de llaves. Lo encuentro solitario: seré su compañera; le leeré, pasearé con usted, me sentaré a su lado, le serviré, seré sus ojos y sus manos. Quítese esa cara tan melancólica, mi querido señor mío: no quedará desamparado mientras yo viva.

No contestó; parecía serio, abstraído; suspiró. Entreabrió los labios como dispuesto a hablar; volvió a cerrarlos. Me sentí un poco incómoda. Quizá me hubiera saltado los convencionalismos con demasiada precipitación, y él viera algo de indecente en mi falta de consideración. Yo había basado mi propuesta, desde luego, en la idea de que él quería y me pediría que fuera su esposa; me había impulsado la expectativa, no menos cierta porque no la hubiera expresado, de que me pediría por suya al momento. Pero al no hacer ninguna alusión al respecto e írsele nublando el rostro, recordé de pronto que podía haberme equivocado del todo y que quizá estaba comportándome como una necia. Empecé a retirarme con delicadeza de sus brazos; pero él me apretó hacia sí con ansia.

—No; no, Jane, no debes irte. No… te he tocado, te he oído, he sentido el alivio de tu presencia, la dulzura de tu consuelo; no puedo renunciar a estas esperanzas. Me queda poco dentro de mí; debo tenerte a ti. Que se ría el mundo, que me llame absurdo, egoísta; nada me importa. Mi alma misma te exige; es preciso satisfacerla, o se vengará mortalmente de su cuerpo.

—Pues bien, señor, me quedaré con usted: ya lo he dicho.

—Sí; pero por «quedarte conmigo» tú entiendes una cosa y yo entiendo otra. Tú podrías animarte quizá a estar al alcance de mi mano y junto a mi butaca; a cuidarme en calidad de enfermerita amable (pues tienes un corazón cariñoso y un espíritu generoso que te mueven a hacer sacrificios por los que te dan lástima); y eso debería bastarme, sin duda. Supongo que ya no deberé albergar hacia ti más sentimientos que los paternales, ¿no crees? Vamos, di.

—Creeré lo que usted quiera, señor: me conformaré con ser sólo su enfermera si a usted le parece mejor.

—Pero no puedes ser mi enfermera para siempre, Janet: eres joven; deberás casarte algún día.

—No me interesa casarme.

—Debería interesarte, Janet; si yo fuera el que fui, procuraría que te interesara… pero ¡ahora no soy más que un ciego!

Volvió a caer en la melancolía. Yo, por el contrario, me animé más y cobré nuevo valor: aquellas últimas palabras me habían dado un atisbo de dónde se encontraba la dificultad; y como no era tal para mí, me sentí muy aliviada de mi turbación anterior. Llevé la conversación por derroteros más alegres.

—Ya es hora de que alguien se encargue de humanizarlo otra vez —dije, separándole el pelo espeso y largo, sin cortar—, pues veo que se está convirtiendo usted en león o algo parecido. Tiene un aire a Nabucodonosor en el campo, eso está claro; su pelo me recuerda a las plumas de las águilas; todavía no he visto si le habrán crecido las uñas como garras de rapaces.

—En este brazo no tengo mano ni uñas —dijo, sacando del pecho el miembro mutilado y enseñándomelo—. Es un simple muñón: ¡espantoso espectáculo! ¿No te lo parece, Jane?

—Es una lástima verlo, y es una lástima verle los ojos; y la cicatriz del fuego en su frente; y lo peor es que corre una peligro de amarlo demasiado por todo ello y mimarlo demasiado.

—Creí que te sentirías asqueada, Jane, al verme el brazo y la cara con la cicatriz.

—¿Eso creyó? No me lo diga, no vaya a decir yo la opinión que me merece su mal juicio. Ahora, déjeme que me aparte de usted un instante para atizar el fuego y barrer la chimenea. ¿Nota usted cuándo hay un buen fuego?

—Sí; con el ojo derecho veo un brillo, un resplandor rojizo.

—¿Y ve las velas?

—Muy confusas; cada una es una nube luminosa.

—¿Me ve a mí?

—No, hada mía; pero doy gracias de oírte y tocarte.

—¿A qué hora cena?

—No ceno nunca.

—Pero esta noche cenará. Yo tengo hambre; y diría que usted también, sólo que no se acuerda.

Llamé a Mary y pronto dejé el cuarto más alegre; le preparé, asimismo, una comida agradable. Yo tenía el ánimo exaltado, y estuve hablándole con placer y tranquilidad durante toda la cena, y mucho rato después. Con él no tenía nada que limitara ni reprimiera mi alegría y vivacidad, pues con él mi tranquilidad era perfecta, porque sabía que estaba hecha para él: parecía que todo lo que decía o hacía yo lo consolaba o lo animaba. ¡Deliciosa conciencia! Daba vida y luz a toda mi naturaleza; en su presencia, yo vivía a fondo, y él en la mía. Ciego como estaba, le asomaban sonrisas a la cara, la alegría a la frente; sus rasgos se suavizaban y se enternecían. Después de la cena, empezó a hacerme muchas preguntas: dónde había estado, qué había hecho, cómo lo había encontrado; pero sólo le di respuestas parciales: era demasiado tarde para entrar en detalles aquella noche. Por otra parte, no quería tocar cuerdas profundas y sensibles ni abrir ningún pozo nuevo de emociones en su corazón; mi única intención presente era animarlo. Se animaba, como digo, aunque sólo a ratos. Si la conversación se interrumpía con un momento de silencio, se inquietaba, me tocaba y decía: «Jane».

—¿Eres un ser humano de verdad, Jane? ¿Estás segura?

—Eso creo en conciencia, señor Rochester.

—Pero ¿cómo puedes haber aparecido tan de repente en mi hogar solitario, en esta noche oscura y triste? Extendí la mano para tomar un vaso de agua de una criada, y me lo diste tú; hice una pregunta, esperando que me respondiera la mujer de John, y sonó tu voz en mis oídos.

—Porque había entrado con la bandeja en lugar de Mary.

—Y en este mismo momento que estoy pasando contigo hay algo de hechizo. ¿Quién podría expresar la vida oscura, triste y sin esperanza que he llevado estos meses? Sin hacer nada, sin esperar nada; confundiendo la noche con el día; sin sentir más que el frío cuando dejaba apagar el fuego, el hambre cuando me olvidaba de comer, y una pena incesante y, a veces, un auténtico delirio de deseo de volver a contemplar a mi Jane. Sí: anhelaba recobrarla más que recobrar la vista perdida. ¿Cómo es posible que esté conmigo Jane y diga que me ama? ¿No se marchará tan repentinamente como ha llegado? Temo no encontrarla mañana.

Estaba segura de que la respuesta mejor y que más tranquilizaría su estado mental sería una corriente y práctica que se apartara del hilo de sus ideas inquietas. Le pasé el dedo por las cejas y observé que las tenía quemadas; dije que les aplicaría algo que las haría crecer tan negras y espesas como siempre.

—¿De qué sirve que me hagas el bien en ningún sentido, espíritu benéfico, cuando en un momento fatal volverás a abandonarme, a pasar como una sombra sin que yo sepa cómo ni adonde, y sin que te pueda volver a encontrar nunca más?

—¿Tiene usted un peine de bolsillo, señor?

—¿Para qué, Jane?

—Para peinarle esa melena negra enmarañada. Cuando lo miro de cerca, me parece que asusta bastante; dice que yo soy un hada, pero sin duda usted se parece más bien a un trasgo.

—¿Estoy horroroso, Jane?

—Mucho, señor; siempre lo ha sido, ya lo sabe.

—¡Hum! No sé lo que habrás pasado, pero no has perdido la travesura.

—Y eso que he estado con gente buena, mucho mejor que usted; con gente cien veces mejor, dotada de ideas y puntos de vista que no ha tenido usted en su vida, mucho más refinados y elevados.

—¿Con quién diantres has estado?

—Si se revuelve usted de esa manera me va a hacer que le arranque el pelo a tirones; y entonces creo que dejará de albergar dudas sobre si soy material o no.

—¿Con quién has estado, Jane?

—No me lo sacará esta noche, señor; tendrá que esperarse a mañana; ya sabe usted que sé que si dejo el cuento a medio contar es como si le diera una especie de garantía de que apareceré a la hora del desayuno a terminarlo. Por cierto, deberé recordar no materializarme entonces ante su chimenea con sólo un vaso de agua; deberé traerle al menos un huevo, amén del jamón frito.

—¡Hija burlona de las hadas, criada por los humanos! Haces que me sienta como no me había sentido en estos doce meses. Si Saúl te hubiera tenido a ti en el papel de David, se habría quitado de encima los malos espíritus sin necesidad de arpa.

—Ya está usted arreglado y decente, señor. Ahora lo dejo; llevo tres días de viaje y me parece que estoy cansada. Buenas noches.

—Sólo una palabra, Jane: en la casa donde has estado ¿había sólo señoras?

Me reí y salí huyendo, y seguía riendo mientras subía corriendo las escaleras. «¡Qué ocurrencia! —pensé con júbilo—. Veo que tengo en mis manos la manera de hacerlo salir de su melancolía durante algún tiempo, a base de fastidiarlo».

A la mañana siguiente, lo oí levantado muy temprano, rondando de cuarto en cuarto. En cuanto bajó Mary, le oí preguntar:

—¿Está aquí la señorita Eyre?

Después:

—¿En qué cuarto la puso? ¿Estaba seco? ¿Está arriba ella? Suba a preguntarle si desea algo, y cuándo va a bajar.

Bajé en cuanto me pareció que había perspectivas de desayunar. Entré en la habitación con mucho silencio y pude verlo antes de que descubriera mi presencia. Era muy triste ver aquel espíritu vigoroso sometido a una incapacidad del cuerpo. Estaba sentado en su butaca, quieto pero no en reposo; claramente expectante; con sus rasgos fuertes marcados por las líneas de su tristeza, ya habitual. Su semblante me recordaba una lámpara apagada que esperaba ser encendida de nuevo, y ¡ay!, no era él mismo quien podía encender entonces el brillo de la expresión animada; ¡dependía de otro para esa función! Yo me había propuesto estar alegre y despreocupada, pero la impotencia de aquel hombre fuerte me hería el corazón hasta lo más vivo; a pesar de lo cual, me dirigí a él con la vivacidad que pude.

—Hace una mañana clara y soleada, señor —dije—. Ya ha pasado la lluvia y ha quedado luminosa: se dará usted un paseo de aquí a poco rato.

Le había despertado la luz: sus facciones brillaron.

—¡Ah, estás aquí, alondra mía! Ven conmigo. ¿No te has ido, no has desaparecido? Hace una hora oí a una de tu especie que cantaba muy por encima del bosque, pero su canto no tenía música para mí, como no tenía rayos el sol naciente. Para mis oídos, todas las melodías de la tierra están concentradas en la lengua de mi Jane (me alegro de que no sea silenciosa por naturaleza); la única luz solar que siento es su presencia.

Me asomaron las lágrimas a los ojos al oírle reconocer así su dependencia, como si un águila real encadenada a una alcándara se viera obligada a suplicar a un gorrión que le diera de comer. Pero no quería estar lacrimosa: me sequé las gotas saladas y me ocupé en prepararle el desayuno.

Pasamos casi toda la mañana al aire libre. Lo guie desde el bosque húmedo y silvestre hasta unos campos alegres; le describí lo verdes y brillantes que estaban; lo frescas que parecían las flores y los setos; lo azul y chispeante que estaba el cielo. Le busqué asiento en un lugar oculto y encantador, un tocón seco de árbol; y no me negué, cuando se hubo acomodado, a sentarme sobre sus rodillas. ¿Por qué iba a negarme, si tanto él como yo estábamos más felices juntos que separados? Piloto se tendió a nuestro lado: todo estaba en silencio. Mientras me estrechaba entre sus brazos, rompió a decir de pronto:

—¡Qué cruel fuiste desertando de mí! ¡Ay, Jane, lo que sentí cuando descubrí que habías huido de Thornfield y cuando no te encontré por ninguna parte; y cuando, tras examinar tu cuarto, comprobé que no habías tomado dinero ni nada que pudiera servirte de tal! Un collar de perlas que te había regalado estaba intacto en su cofrecito; tus baúles, cerrados y atados tal como los habían preparado para el viaje de novios. ¿Qué podría hacer mi amada, indigente y sin dinero, me preguntaba yo? Y ¿qué hizo? Cuéntamelo ya mismo.

Al pedírmelo de esa manera, comencé la narración de mis experiencias del último año. Suavicé considerablemente lo relacionado con los tres días de vagabundeo y hambre, pues al contárselo todo le habría infligido un dolor innecesario; lo poco que le conté le hirió el fiel corazón más de lo que yo quería.

Me dijo que no debí abandonarlo así, sin ningún medio para salir adelante; que debería haberle expuesto mi intención. Debí haber confiado en él, él no me habría obligado nunca a ser su amancebada. A pesar de todo lo violento que había parecido en su desesperación, en realidad me amaba demasiado y con demasiada ternura como para erigirse en mi tirano; habría preferido entregarme la mitad de su fortuna sin exigirme a cambio ni un beso, antes de que yo me hubiera arrojado al ancho mundo sin amigos. Estaba seguro de que yo había sufrido más cosas de las que le había confesado.

—Bueno, fueran cuales fueran mis sufrimientos, fueron muy breves —le respondí; y le conté acto seguido cómo me habían recibido en Moor House; cómo había conseguido el puesto de maestra, etc. Referí después por su orden la herencia de la fortuna, el descubrimiento de mi parentela. Como es natural, el nombre de Saint John Rivers salió a relucir con frecuencia en el transcurso del relato. Cuando hube terminado, él volvió de inmediato a ese nombre.

—Entonces, ¿ese Saint John es primo tuyo?

—Sí.

—Has hablado con él con frecuencia; ¿lo aprecias?

—Era un hombre muy bueno, señor; no pude menos de apreciarlo.

—Un hombre bueno. ¿Quiere eso decir que era un hombre respetable y de buena conducta, de cincuenta años? ¿O qué quiere decir?

—Saint John sólo tenía veintinueve años, señor.

Jeune encore

[1]

, como dicen los franceses. ¿Es persona de poca talla moral, flemática y vulgar? ¿Una persona cuya bondad estriba más bien en su ausencia de vicios que en sus virtudes heroicas?

—Es activo e incansable. Vive para hacer obras grandes y elevadas.

—Pero ¿y su cerebro? ¿No lo tendrá bastante blando? ¿Tiene buenas intenciones, pero se encoge uno de hombros al oírlo hablar?

—Habla poco, señor. Lo que dice está siempre puesto en razón. Tiene un cerebro de primera; no impresionable, sino vigoroso.

—Entonces, ¿es hombre capaz?

—Muy capaz.

—¿Es hombre bien educado?

—Saint John es un erudito profundo y consumado.

—¿No has dicho que tenía unos modales que no eran de tu gusto?, ¿que era mojigato y frailuno?

—No he dicho nada de sus modales, pero debería tener muy mal gusto para que no me agradaran: son refinados, serenos y caballerosos.

—Su aspecto… no recuerdo cómo me describiste su aspecto: ¿una especie de curilla medio ahogado por el alzacuellos y con zapatos como zancos?

—Saint John viste bien. Es hombre apuesto: alto, rubio, de ojos azules y perfil griego.

(

Aparte

).

—¡Maldito sea!

(

A mí

).

—¿Lo apreciabas, Jane?

—Sí, señor Rochester, lo apreciaba; pero eso ya me lo había preguntado.

Percibí, claro está, hacia dónde se dirigía mi interlocutor. Los celos se habían apoderado de él, lo azuzaban, pero el aguijón era saludable: le representaba un descanso de los mordiscos de la melancolía. Por eso no quise librarlo enseguida de la serpiente.

—¿Quizá no quiera usted seguir sentada más tiempo en mis rodillas, señorita Eyre? —fue su observación siguiente, algo inesperada.

—¿Por qué no, señor Rochester?

—El cuadro que acabas de trazar representa un contraste demasiado abrumador. Tus palabras han dibujado muy bien a un Apolo grácil; lo tienes presente en la imaginación: alto, rubio, de ojos azules y perfil griego. Pero ante tus ojos tienes a un Vulcano: un verdadero herrero, moreno, ancho de hombros y, además, ciego y manco.

—No lo había pensado nunca, señor; pero es verdad que se parece usted bastante a Vulcano.

—Pues bien, puede dejarme, señora; pero antes de marcharse —añadió, sujetándome con tanta firmeza como siempre—, tendrá la bondad de responder a una o dos preguntas mías.

Hizo una pausa.

—¿A qué preguntas, señor Rochester?

Entonces me sometió al interrogatorio siguiente:

—¿Saint John te hizo maestra de Morton antes de saber que eras prima suya?

—Sí.

—¿Lo veías con frecuencia? ¿Visitaba él la escuela a veces?

—Todos los días.

—¿Aprobaba tus planes, Jane? ¡Sé que serían buenos, porque tienes talento!

—Sí, los aprobaba.

—¿Descubriría en ti muchas cosas que habría esperado encontrar? Tienes algunas dotes poco corrientes.

—Eso no lo sé.

—Dices que tenías una casita junto a la escuela; ¿iba a verte allí?

—De vez en cuando.

—¿Por las tardes?

—Una o dos veces.

Una pausa.

—¿Cuánto tiempo residiste con él y sus hermanas después de descubrirse que erais primos?

—Cinco meses.

—¿Pasaba Rivers mucho tiempo con las damas de la familia?

—Sí; el salón del fondo nos servía de estudio a nosotras y a él; él se sentaba junto a la ventana y nosotras en la mesa.

—¿Estudiaba mucho?

—Bastante.

—¿Qué?

—Indostánico.

—¿Y qué hacías tú mientras tanto?

—Al principio, estudiaba alemán.

—¿Te enseñaba él?

—Él no sabía alemán.

—¿No te enseñaba nada?

—Un poco de indostánico.

—¿Rivers te enseñaba indostánico?

—Sí, señor.

—¿Y a sus hermanas también?

—No.

—¿Sólo a ti?

—Sólo a mí.

—¿Se lo pediste tú?

—No.

—¿Quiso enseñarte él?

—Sí.

Una segunda pausa.

—¿Por qué lo quiso? ¿De qué te podía servir el indostánico?

—Quería que fuese con él a la India.

—¡Ah! Aquí llego a la raíz de la cuestión. ¿Quería que te casases con él?

—Me pidió que me casara con él.

—Es un engaño… una invención desvergonzada para fastidiarme a mí.

—Perdone usted, es la verdad literal. Me lo pidió más de una vez, e insistió tanto en ello como podía haber insistido usted.

—Señorita Eyre, se lo repito: puede dejarme. ¿Cuántas veces se lo tengo que repetir? ¿Por qué sigue posada con pertinacia en mis rodillas, cuando le he dado aviso de despido?

—Porque aquí estoy cómoda.

—No, Jane, no estás cómoda aquí porque tu corazón no está conmigo; está con ese primo, con ese Saint John. ¡Oh, había creído hasta ahora que mi pequeña Jane era sólo mía! ¡Había creído que me amaba aun después de abandonarme, aquello era un átomo de dulzura entre tanta amargura! ¡Con todo el tiempo que hemos pasado separados, con todas las lágrimas calientes que he vertido por nuestra separación, no había creído nunca que, mientras la lloraba, ella estuviera amando a otro! Pero es inútil lamentarse. Jane, déjame; ve a casarte con Rivers.

—Quíteme usted de encima, señor; expúlseme, pues no estoy dispuesta a dejarlo por mi voluntad.

—Jane, me gusta el tono de tu voz; me renueva la esperanza; suena muy sincero. Cuando lo oigo, vuelvo a hace un año. Olvido que has establecido un nuevo lazo. Pero no soy tonto… vete…

—¿Dónde debo ir, señor?

—A seguir tu camino, con el esposo que has elegido.

—¿Quién ese ése?

—Ya lo sabes: es Saint John Rivers.

—No es mi esposo ni lo será nunca. No me ama; yo no lo amo. Ama (en la medida en que es capaz de amar, que no es como ama usted) a una joven hermosa llamada Rosamond. Quiso casarse conmigo sólo porque creía que yo sería esposa adecuada para un misionero, a diferencia de la otra. Es bueno y grande, pero severo, y, para mí, frío como un iceberg. No es como usted, señor; no soy feliz a su lado, ni cerca de él, ni con él. No tiene tolerancia conmigo ni me tiene cariño. No ve nada de atractivo en mí, ni siquiera mi juventud; sólo ve algunos valores mentales útiles. ¿Y debo dejarlo a usted, señor, para ir con él?

Me estremecí involuntariamente y me aferré de manera instintiva a mi señor ciego pero amado. Sonrió.

—¡Cómo, Jane! ¿Es verdad? ¿Así están las cosas en realidad entre Rivers y tú?

—¡Absolutamente, señor! ¡Oh, no tiene por qué ponerse celoso! Quise hacerle rabiar un poco para que no estuviera usted tan triste; me pareció que la ira sería mejor que el dolor. Pero si pudiera ver usted cuánto lo amo, estaría orgulloso y satisfecho. Todo mi corazón es suyo, señor; le pertenece, y se quedaría con usted si el destino exiliara el resto de mi persona de su presencia para siempre.

Mientras me besaba, su cara volvió a oscurecerse con pensamientos dolorosos.

—¡Mi vista perdida! ¡Mi fuerza debilitada! —murmuró con pesar.

Le acaricié para calmarlo. Sabía lo que estaba pensando y quise hablar por él, pero no me atreví. Cuando apartó la cara un momento, vi que se le deslizaba una lágrima bajo el párpado cerrado y le caía por la mejilla varonil. El corazón me creció en el pecho.

—No soy mejor que el viejo castaño de Thornfield, herido por el rayo —comentó al cabo de poco—. Y ¿qué derecho tendría esa ruina a pedir a una joven madreselva que ocultara su decadencia con su frescura?

—No es usted ninguna ruina, señor, ningún árbol herido por el rayo. Las plantas crecerán alrededor de sus raíces se lo pida o no, porque se deleitan de su sombra abundante, y, al crecer, se apoyarán en usted y se enroscarán a su tronco, porque su fuerza les ofrece un apoyo seguro.

Volvió a sonreír, lo había consolado.

—¿Hablas de amistad, Jane? —me preguntó.

—Sí, de amistad —respondí, más bien titubeando, pues sabía que quería decir algo más que amistad, pero no sabía con qué otra palabra designarlo. Él me ayudó.

—¡Ah! Pero lo que yo quiero es una esposa, Jane.

—¿Sí, señor?

—Sí, ¿es una novedad para ti?

—Por supuesto: no había dicho usted nada.

—¿Es una novedad desagradable?

—Eso depende de las circunstancias, señor; de su elección.

—Que tú tomarás por mí, Jane. Aceptaré tu decisión.

—Entonces, señor, elija

a la que más lo quiere

.

—Elegiré, por lo menos,

a la que más quiero

. Jane, ¿te quieres casar conmigo?

—Sí, señor.

—¿Con un pobre ciego a quien tendrás que llevar de la mano?

—Sí, señor.

—¿A un manco, veinte años mayor que tú, a quien tendrás que ayudar en todo?

—Sí, señor.

—¿De verdad, Jane?

—De verdad, señor.

—¡Oh, amada mía! ¡Que Dios te bendiga y te lo pague!

—Señor Rochester, si he hecho alguna vez una buena obra en mi vida, si he tenido algún buen pensamiento, si he rezado una oración sincera y sin falta, si he tenido un buen deseo, ahora recibo el pago. Ser su esposa es, para mí, ser tan feliz como me es posible en la tierra.

—Porque te gusta el sacrificio.

—¡El sacrificio! ¿Qué sacrificio? Hambre por alimentos, las esperanzas por las satisfacciones. Tener el privilegio de rodear con mis brazos lo que atesoro, de apoyar los labios en lo que amo, de descansar en quien confío, ¿es un sacrificio? En tal caso, verdaderamente me gusta el sacrificio.

—Y soportar mis enfermedades, Jane, tolerar mis faltas.

—Que no son ninguna para mí, señor. Ahora que puedo resultarle útil lo amo más que en su estado de independencia orgullosa, cuando desdeñaba todo papel que no fuera el de dador y protector.

—Hasta ahora he odiado que me ayudaran, que me guiaran; en adelante, ya no lo odiaré. No me gustaba poner la mano en la de un criado, pero es agradable sentir que me la rodean los deditos de Jane. Había preferido la soledad absoluta a estar atendido constantemente por criados, pero los suaves cuidados de Jane serán una alegría perpetua. Jane me conviene; ¿le convengo yo a ella?

—Hasta la última fibra de mi ser, señor.

—En tal caso, ya no tenemos nada que esperar: debemos casarnos al instante.

Hablaba con vehemencia, le surgía su antigua impetuosidad.

—Debemos ser una sola carne sin retraso, Jane: sólo tenemos que sacar la licencia, y casarnos.

—Señor Rochester, acabo de darme cuenta de que el sol baja mucho de su meridiano, y Piloto ya se ha vuelto a casa para comer. Déjeme ver su reloj.

—Cuélgatelo del cinto, Janet, y quédatelo para siempre, a mí ya no me sirve.

—Son casi las cuatro de la tarde, señor, ¿no tiene hambre?

—El tercer día contado desde hoy deberá ser el día de nuestra boda, Jane. No te importen ahora las ropas y las joyas, todo eso no vale un comino.

—El sol ha secado toda la lluvia caída, señor. La brisa está quieta; hace bastante calor.

—¿Sabes, Jane, que llevo ahora mismo tu collarcito de perlas colgado de mi cuello de bronce, bajo la chalina? Lo llevo desde el día que perdí a mi único tesoro, como recuerdo suyo.

—Volveremos a casa por el bosque, será el camino más sombreado.

Siguió con sus propios pensamientos sin prestar atención a los míos.

—¡Jane! Supongo que me consideras un perro sin religión, pero el corazón se me llena ahora de gratitud al Dios benéfico de esta tierra. Él no ve como ven los hombres, sino mucho más claro; no juzga como juzgan los hombres, sino con mucha más sabiduría. Hice mal: quise manchar mi flor inocente, llenar de culpa su pureza; el Omnipotente me la arrancó. Yo, en mi terca rebeldía, estuve a punto de maldecir aquel acto de la providencia; en vez de someterme al decreto, lo desafié. La justicia divina siguió su curso; cayeron sobre mí los desastres; tuve que pasar por el valle de las sombras de la muerte. Sus castigos son poderosos, y me ha asestado un golpe que me ha reducido a la humildad para siempre. Sabes que estaba orgulloso de mi fuerza, pero ¿de qué me sirve, si tiene que guiarme otro, como a un niño débil? Últimamente, Jane… sólo… sólo últimamente, he empezado a ver y a reconocer la mano de Dios en mi destino. He empezado a sentir remordimientos, a arrepentirme, a querer reconciliarme con mi Hacedor. En ocasiones me ponía a rezar, oraciones muy breves pero muy sinceras.

»Hace algunos días… puedo contarlos: cuatro días, fue el lunes pasado por la noche, me dominó un ánimo singular, en que el dolor sustituyó a la locura, la pena a la melancolía. Había tenido hacía mucho tiempo la impresión de que debías de estar muerta, ya que no te encontraba en ninguna parte. A última hora de aquella noche (serían quizá entre las once y las doce), antes de retirarme a mi triste descanso, supliqué a Dios que, si lo tenía a bien, me llevara de esta vida y me admitiera en el mundo venidero, donde tenía todavía la esperanza de reunirme con Jane.

»Estaba en mi cuarto, sentado junto a la ventana abierta; me calmaba sentir el aire balsámico de la noche, aunque no veía las estrellas y sólo conocía la presencia de la luna por un brillo vago, luminoso. ¡Te añoraba, Jane! ¡Ay, cómo te añoraba con cuerpo y alma! Pregunté a Dios, con angustia y humildad a la vez, si no llevaba bastante tiempo desolado, afligido, atormentado, y si no podía volver a conocer la dicha y la paz. Reconocí que me merecía todo lo que soportaba; alegué que apenas podía soportar más; y el alfa y el omega de los deseos de mi corazón me salió involuntariamente de los labios en las palabras: “¡Jane! ¡Jane! ¡Jane!”».

—¿Pronunció esas palabras en voz alta?

—Sí, Jane. Cualquiera que me hubiera oído me habría tomado por loco, con tal energía frenética las pronuncié.

—¿Y fue el lunes pasado por la noche, cerca de la medianoche?

—Sí; pero la hora no tiene importancia; lo extraño fue lo que pasó después. Me creerás supersticioso; llevo algo de superstición en la sangre y siempre lo he llevado, pero esto es verdad; al menos, es verdad que oí lo que te cuento ahora.

»Cuando exclamé “¡Jane! ¡Jane! ¡Jane!”, una voz (no sé de dónde salía la voz, pero sé de quién era), respondió: “¡Ya voy! ¡Espérame!”, y un momento más tarde, susurró en el viento las palabras: “¿Dónde estás?”.

»Te contaré si puedo la idea, la imagen que abrieron a mi mente estas palabras; aunque es difícil expresar lo que quiero. Como ves, la casa de Ferndean está enterrada en un bosque espeso, donde los sonidos se apagan sin eco. Aquel “¿dónde estás?” parecía pronunciado entre montañas, pues oí que las repetía un eco. Me pareció que la brisa me azotaba la frente más fuerte y más fría: podría haber creído que Jane y yo nos estábamos reuniendo en algún lugar salvaje y solitario. Creo que debemos de habernos reunido en espíritu. Sin duda estabas entonces en la inconsciencia del sueño, Jane; quizá tu alma se alejó de su cuerpo para consonar a la mía, pues era tu voz; lo sé como que estoy vivo: ¡era tu voz!

Lector, fue el lunes por la noche, hacia la medianoche, cuando recibí yo también la llamada misteriosa: aquellas mismas palabras fueron las que respondí yo. Escuché la narración del señor Rochester, pero no le desvelé nada a mi vez. La coincidencia me pareció demasiado impresionante e inexplicable para comunicarla o comentarla. Si le decía algo, mi relato produciría una impresión profunda en la mente de mi interlocutor; y a esa mente, todavía demasiado proclive a la melancolía a causa de sus sufrimientos, no le hacían la menor falta las sombras más profundas de lo sobrenatural. Me guardé estas cosas por entonces y las reflexioné en mi corazón.

—No te extrañará ahora —siguió diciendo mi señor— que cuando apareciste ante mí anoche de manera tan inesperada me resultara difícil creer que fueras otra cosa que una mera voz y visión, algo que se fundiría en el silencio y la nada como se habían fundido el susurro de medianoche y el eco de la montaña. ¡Ahora doy gracias a Dios! Sé que es otra cosa. ¡Sí, doy gracias a Dios!

Me bajó de sus rodillas, se puso de pie y, quitándose el sombrero con reverencia y bajando hacia la tierra sus ojos sin vista, se quedó de pie en devoción pura. Sólo se oyeron las últimas palabras de la oración.

—Agradezco a mi Hacedor que, entre mi castigo, haya recordado la misericordia. Suplico humildemente a mi Redentor que me dé fuerza para hacer desde ahora una vida más pura.

Extendió entonces la mano para dejarse guiar. Tomé esa mano querida, me la llevé un momento a los labios y dejé después que me rodeara el hombro con ella; como era mucho más baja que él, le servía a la vez de apoyo y lazarillo. Entramos en el bosque y seguimos el camino tortuoso hacia la casa.

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