La hazaña de un gossain hindú
La hazaña de un gossain hindú
Maravillas ejecutadas por los faquires de la India, según el
con todas sus joyas, el maletín perdido...
En la India, como en la China, el Japón y en otras partes de
Oriente, es innegable que existen juglares o prestidigitadores, algunos
de los cuales superan en sus habilidades a cuanto conocemos aquí en
Occidente. Pero estos juglares distan de alcanzar a realizar los
prodigios que ejecutan los faquires, tales como el del crecimiento
extraordinario del «mango», descrito por el Dr. Carpenter en estos
términos:
«La mayoría de los que han visitado la India aseguran que es
verdaderamente la mayor maravilla que hasta ahora he visto. Que un
robusto mango crezca casi de golpe hasta seis pulgadas de altura en un
trozo de suelo lleno de hierba no manipulado ni visitado previamente por
el faquir, después de cubierto con un cestillo invertido, y que el
mismo arbolito suba desde seis pulgadas hasta seis pies, bajo cestos
cada vez mayores y en el intervalo de simple media hora, es cosa
prodigiosa, que deja bien atrás a las más vistosas operaciones de juegos
de manos de la mismísima médium feminista Miss Nidul.»
A propósito del caso que antecede, séame permitido el narrar otro de
mi experiencia personal en mis viajes por el Oriente misterioso.
Me hallaba en Carupuz, camino de Benarés, la ciudad santa de los
hindúes, cuando a una señora amiga mía le robaron todo el contenido de
su maleta: joyas, vestidos y hasta un libro de notas, con el diario que
esmeradamente llevaba desde hacia tres meses. Todo había desaparecido
misteriosamente del fondo de aquélla, sin que la cerrada cerrad ura ni
los costados de la maleta presentasen la menor huella de violación.
Desde la desaparición de los objetos hablan mediado, por lo menos,
varias horas; un día y una noche quizá, que es lo que habíamos empleado
en visitar las vecinas ruinas ocasionadas por las huestes de Nana Sahib
en sus represalias contra los ingleses invasores.
La primer idea que se le ocurrió, naturalmente, a mi amiga, fué: la
de recurrir a la Policía, y el primer pensamiento mío, por el contrario,
fué el de pedir ayuda a algún santo hombre o gossaín, verdaderos sábelotodo, o en su defecto a un juglar. Pero los prejuicios de nuestra
civilización prevalecieron, como siempre, en la decisión de mi
compañera, quien perdió más de una semana en pesquisas inútiles y en
idas y venidas a la chabulara o prefectura de policía indígena. Cansada
ya, accedió, al fin, a mis deseos, y se buscó a un gossain, que pronto
llegó a nuestro bungalow, situado en la orilla derecha del río y
dominando todo el panorama del Ganges.
La experiencia se realizó allí mismo en la terraza de la casita, ante
la familia toda de nuestro hostelero, mestizo portugués muy amable, dos
franceses recién llegados, que se reían impíos de nuestra estúpida
superstición, la interesada y yo.
Eran las tres de la tarde. El calor nos sofocaba, no obstante lo cual
santo gossaín, verdadero esqueleto viviente de color de caoba, pidió
que cesase de funcionar el gigantesco abanico que para refrescar un poco
aquel ambiente de horno estaba suspendido sobre nuestras cabezas. Sin
duda, aunque no lo dijo, lo exigía así porque es sabido que las
corrientes de aire contrarían la producción de todos los fenómenos
magnéticos de índole delicada.
Recordé entonces el famoso procedimiento adivinatorio llamado de la
«marmita o cacharro viviente», que es el instrumento que ordinariamente
emplean los hindúes para descubrir el paradero de los objetos perdidos;
pues, bajo el influjo del magnetizador que opera, el trebejo en cuestión
gira y rueda por el suelo hasta llegar al sitio donde yace el objeto
que se busca, y pensé que el gossain le emplearía también entonces. Pero
me equivoqué en mis inducciones.
El gossain, en efecto, procedió de un modo muy distinto. Pidió le
diesen un objeto cualquiera del uso personal de la dueña y que hubiese
estado en contacto en el maletín con los perdidos. La señora entrególe
entonces un par de guantes, que él estrujó entre sus manos, dándoles
muchas vueltas entre ellas como haciéndolos una pelota. Luego los tiró
al suelo; extendió en cruz sus brazos con los dedos abiertos, dando una
vuelta completa sobre si mismo como para orientarse en la dirección que
llevasen los objetos robados. Detúvose de repente con un vivo
sacudimiento eléctrico, y, tirándose cuan largo era, quedó inmóvil. Se
sentó, al fin, con las piernas cruzadas y con los brazos siempre
extendidos y en la misma dirección cual bajo un fuerte estad o
cataléptico.
La operación esta duró una larga hora, tiempo que en aquella
sofocante atmósfera constituía para nosotros una verdadera tortura,
hasta que instantáneamente nuestro huésped dió un salto hacia la
balaustrada y comenzó a mirar hacia el río como extasiado bajo un
encanto misterioso. Todos miramos también ansiosos en la misma
dirección, viendo venir, en efecto, no se sabe cómo ni de dónde, una
masa obscura, cuya verdadera naturaleza nos era imposible discernir.
La mole en cuestión diríase que venia impelida por una fuerza
misteriosa, dando vueltas con lentitud primero y con gran rapidez
después, como la consabida «marmita giratoria» antes referida. Flotaba
la masa como sostenida por invisible barquilla y se dirigía en derechura
hacia nosotros como un ave que viniese volando.
Pronto aquello llegó hasta la orilla del río y desapareció entre la
maleza de su orilla para reaparecer a poco, rebotando con fuerza al
saltar la paredilla del jardín para caer pesadamente, por último, sobre
las extendidas manos del santo asceta o gossaín, quien le recogió con un
movimiento como automático.
Al abrir entonces el anciano sus antes cerrados ojos, dió un profundo
suspiro, apoderándose de él un violentísimo terror convulsivo, mientras
que nosotros nos habíamos quedado paralizados de asombro, y los dos
franceses, antes tan escépticos, parecían como idiotizados. Levantóse
luego el gossaín, desenvolvió la cubierta de lona embreada, dentro de la
que, ¡oh, sorpresa!, se hallaban los objetos robados y en buen estado,
sin faltar uno; finalmente, sin decir palabra y sin esperar a recibir
por su prodigio ni las gracias siquiera por parte de la anonadada dueña,
hizo una profunda zalema y desapareció calle adelante, costándonos gran
trabajo el alcanzarle para hacerle aceptar a viva fuerza media docena
de rupias, que el anciano recibió en su escudilla.
Bien seguro estoy de que este mi verídico relato, que los demás
testigos presenciales del hecho pueden atestiguar por sí, parecerá un
cuento de hadas a no pocos europeos y americanos que jamás visitaron la
India. Pero siempre tendremos en nuestro abono, contra los suspicaces y
malévolos análisis telescópicos y microscópicos, e insolentes
de nuestros científicos al uso, el testimonio del no menos inexplicable
«juego del árbol», antes copiado del trabajo de nuestro sabio físico el
doctor Carpenter...