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La cueva de los ecos

La cueva de los ecos

Una historia extraña, pero verdadera

Un hacendado ruso de los Urales.—El citarista alemán y su

Policía... ordena el silencio sobre lo que jamás explicar pudo.

En una de las provincias más distantes del Imperio ruso y en una

pequeña ciudad fronteriza a la Siberia, ocurrió hace más de treinta años

una tragedia misteriosa. A cosa de seis verstas de la ciudad de P...,

célebre por la hermosura salvaje de sus campiñas y por la riqueza de sus

habitantes, en general propietarios de minas y de fundiciones de

hierro, existía una mansión aristocrática. La familia que la habitaba se

componía del dueño, solterón viejo y rico, y de su hermano, viudo con

dos hijos y tres hijas. Se sabía que el propietario, señor Izvertzoff,

había adoptado a los hijos de su hermano, y habiendo tomado un cariño

especial por el mayor de sus sobrinos, llamado Nicolás, le instituyó

único heredero de sus numerosos Estados.

Pasó el tiempo. El tío envejecía y el sobrino se acercaba a su mayor

edad. Los días y los años habían pasado en una serenidad monótona,

cuando en el hasta entonces claro horizonte de la familia se formó una

nube. En un día desgraciado se le ocurrió a una de las sobrinas aprender

a tocar la cítara. Como el instrumento es de origen puramente teutón, y

como no podía encontrarse maestro alguno en los alrededores, el

complaciente tío envió a buscar uno y otro a San Petersburgo. Después de

una investigación minuciosa, sólo pudo darse con un profesor que no

tuviera inconveniente en aventurarse a ir tan cerca de la Siberia. Era

un artista alemán, anciano, que compartiendo su cariño igualmente entre

su instrumento y su hija, rubia y bonita, no quería separarse de ninguno

de los dos. Y así sucedió que en una hermosa mañana llegó el profesor a

la mansión, con su caja de música debajo del brazo y su linda Minchen

apoyándose en el otro.

Desde aquel día la pequeña nube empezó a crecer rápidamente, pues

cada vibración del melodioso instrumento encontraba un eco en el corazón

del viejo solterón. La música despierta el amor, se dice, y la obra

comenzada por la cítara fué completada por los hermosos ojos azules de

Minchen. Al cabo de seis meses, la sobrina se había hecho una hábil

tocadora de cítara y el tío estaba locamente enamorado.

Una mañana reunió a su familia adoptiva, abrazó a todos muy

cariñosamente, prometió recordarlos en su testamento y, por último, se

desahogó declarando su resolución inquebrantable de casarse con la

Minchen de ojos azules. Después se les echó al cuello y lloró en

silencioso arrobamiento. La familia, comprendiendo que la herencia se le

escapaba, lloró también, aunque por causa muy distinta. Después de

haber llorado se consolaron y trataron de alegrarse, pues el anciano

caballero era amado sinceramente de todos. Sin embargo, no todos se

alegraron. Nicolás, que también se había sentido herido en el corazón

por la linda alemana, y que de un golpe se veía privado de ella y del

dinero de su tía, ni se consoló ni se alegró, sino que desapareció

durante todo un día.

Mientras tanto el señor Izvertzoff había ordenado que preparasen su

coche de viaje para el día siguiente, y se susurró que iba a la capital

del distrito, a alguna distancia de su casa, con la intención de variar

su testamento. Aunque era muy rico, no tenía ningún administrador de sus

Estados y él mismo llevaba sus libros de contabilidad. Aquella misma

tarde, después de cenar, se le oyó en su habitación reprendiendo

agriamente a un criado que hacía más de treinta años estaba a su

servicio. Este hombre, llamado Ivan, era natural del Asia del Norte, de

Kamschatka; había sido educado por la familia en la religión cristiana, y

se le creía muy adicto a su amo. Unos cuantos días después, cuando la

primera de las trágicas circunstancias que voy a relatar había traído a

aquel sitio a toda la fuerza de la Policía, se recordó que Ivan estaba

borracho aquella noche; que su amo, que tenía horror a este vicio, le

había apaleado paternalmente y le habla echado fuera de la

habitación, y aun se le vió dando traspiés fuera de la puerta y se le

oyeron proferir amenazas. En el vasto dominio del señor Izvertzoff había

una extraña caverna que excitaba la curiosidad de todo el que la

visitaba. Existe hoy todavía, y es muy conocida de todos los habitantes

de P... Un bosque de pinos comienza a corta distancia de la puerta del

jardín y sube en escarpadas laderas a lo largo de cerros rocosos, a los

que ciñe con el ancho cinturón de su vegetación impenetrable. La galería

que conduce al interior de la caverna, conocida por la Cueva de los Ecos,

está situada a media milla de la mansión, desde la cual aparece como

una pequeña excavación de la ladera, oculta por la maleza, aunque no tan

completamente que impida ver cualquier persona que entre en ella desde

la terraza de la casa. Al penetrar en la gruta, el explorador ve en el

fondo de la misma una estrecha abertura, pasada la cual se encuentra una

elevadísima caverna, débilmente iluminada por hendiduras en el

abovedado techo a cincuenta pies de altura. La caverna es inmensa, y

podría contener holgadamente de dos a tres mil personas. En el tiempo

del señor Izvertzolf una parte de ella estaba embaldosada, y en el

verano se usaba a menudo como salón de baile en las jiras campestres. Es

de forma oval irregular, y se va estrechando gradualmente hasta

convertirse en un ancho corredor que se extiende varias millas,

ensanchándose a trechos y formando otras estancias tan grandes y

elevadas como la primera, pero con la diferencia de que no pueden

cruzarse sino en botes, por estar siempre llenas de agua. Estos

receptáculos naturales tienen la reputación de ser insondables.

En la orilla del primero de estos canales existe una pequeña

plataforma con algunos asientos rústicos, cubiertos de musgo,

convenientemente colocados, y en este sitio es donde se oye en toda su

intensidad el fenómeno de los ecos que dan nombre a la gruta. Una

palabra susurrada, y hasta un suspiro, es recogido por infinidad de

voces burlonas, y en lugar de disminuir de volumen, como hacen los ecos

honrados, el sonido se hace más y más intenso a cada sucesiva

repetición, hasta que al fin estalla como la repercusión de un tiro de

pistola y retrocede en forma de gemido lastimero a lo largo del

corredor,

En el día en cuestión, el señor Izvertzolf había indicado su

intención de dar un baile en esta cueva al celebrar su boda, que había

fijado para una fecha cercana. Al día siguiente por la mañana, mientras

hacía sus preparativos para el viaje, su familia le vió entrar en la

gruta acompañado solamente por su criado siberiano. Media hora después

Juan volvió a la mansión por una tabaquera que su amo había dejado

olvidada, y regresó con ella a la gruta. Una hora más larde la casa

entera se puso en conmoción por sus grandes gritos. Pálido y chorreando

agua, Ivan se precipitó dentro como un loco, y declaró que el señor

Izvertzoff había desaparecido, pues que no se le encontraba en ninguna

parte de la caverna. Creyendo que se habla caído en el lago, se había

sumergido en el primer receptáculo en su busca, con peligro inminente de

su propia vida.

El día pasó sin que diesen resultado las pesquisas en busca del

anciano. La Policía invadió la casa, y el más desesperado parecía ser

Nicolás, el sobrino, que a su llegada se había encontrado con la triste

noticia.

Una negra sospecha recayó sobre Ivan el siberiano. Había sido

castigado por su amo la noche anterior y se le había oído jurar que

tomaría venganza. Le había acompañado solo a la cueva, y cuando

registraron su habitación se encontró debajo de la cama una caja llena

de riquísimas joyas de familia. En vano fué que el siervo pusiese a Dios

por testigo de que la caja le había sido confiada por su amo

precisamente antes de que se dirigieran a la cueva; que la intención de

su amo era hacer remontar las joyas que destinaba a la novia como

regalo, y que él, Ivan, daría gustoso su propia vida para devolvérsela a

su amo, si supiese que éste estaba muerto. No se le hizo ningún caso,

sin embargo, y fué arrestado y metido en la cárcel bajo acusación de

asesinato. Allí se le encerró, pues según la legislación rusa, no podía,

al menos por aquellos tiempos, ser condenado criminal alguno a muerte,

por demostrado que estuviese su delito, siempre que no se hubiese

confesado culpable.

Después de una semana de inútiles investigaciones, la familia se

vistió de riguroso luto, y como el testamento primitivo no había sido

modificado, toda la propiedad pasó a manos del sobrino. El Viejo

profesor y su hija soportaron este repentino revés de la fortuna con

flema verdaderamente germánica, y se prepararon a partir. El anciano

cogió su cítara debajo del brazo y se dispuso a marchar con su Minchen,

cuando el sobrino le detuvo, ofreciéndose, en lugar de su difunto tío,

como esposo de la linda damisela. Encontraron muy agradable el cambio,

y, si causar gran ruido, fueron casados los dos jóvenes.

Transcurrieron diez años, y nos encontramos nuevamente a la

feliz familia al principio de 1859. La linda Minchen se había puesto

gruesa y se había hecho vulgar. Desde el día de la desaparición del

anciano, Nicolás se había vuelto áspero y retraído en sus costumbres,

admirándose muchos de tal cambio, pues nunca se le veía sonreír. Parecía

que el único objeto de su vida era el encontrar al asesino de su tío o,

más bien, hacer que Ivan confesase su crimen. Pero este hombre

persistía aún en que era inocente.

Sólo un hijo había tenido la joven pareja, y por cierto que era un

niño extraño. Pequeño, delicado y siempre enfermo, parecía que su frágil

vida pendía de un hilo. Cuando sus facciones estaban en reposo era tal

su parecido con el tío, que los individuos de la familia a menudo se

alejaban de él con terror. Tenía la cara pálida y arrugada de un viejo

de sesenta años sobre los hombros de un niño de nueve. Nunca se se vió

reir ni jugar. Encaramado en su silla alta, permanecía sentado

gravemente, cruzando los brazos de una manera que era peculiar al

difunto señor Izvertzoff, y así se pasaba horas y horas inmóvil y

adormecido. A sus nodrizas se les veía a menudo santiguarse furtivamente

al acercarse a él por la noche, y ninguna de ellas hubiera consentido

en dormir a solas con él en su cuarto. La conducta del padre para con su

hijo era aún más extraña. Parecía quererlo apasionadamente y al mismo

tiempo odiarlo en extremo. Muy rara vez Je besaba o acariciaba, sino

que, con semblante lívido Y ojos espantados, pasaba largas horas

mirándole, mientras que el niño estaba tranquilamente sentado en su

rincón, con sus maneras de viejo propias de un duende. El niño no había

salido nunca de la hacienda, y pocos de la familia conocían su

existencia.

A mediados de Julio, un viajero húngaro, de elevada estatura,

precedido de una gran reputación de excentricidad, fortuna y poderes

misteriosos, llegó a la ciudad de P... desde el Norte, donde había

residido muchos años. Se estableció en la pequeña ciudad en compañía de

un shamano, o mago de la Siberia del Sur, con quien se decía que verificaba experimentos de magnetismo. Daba comidas y reuniones, e invariablemente exhibía a su shamano, de quien estaba muy orgulloso, para divertir a sus huéspedes. Un día

los notables de P... invadieron repentinamente los dominios de Nicolás

Izvertzoff solicitando les prestase su cueva para pasar una velada.

Nicolás consintió con gran repugnancia, y sólo después de una vacilación

aún mayor se dejó persuadir para unirse a la partida.

La primera caverna y la plataforma al lado del insondable lago

estaban refulgentes de luz. Centenares de velas y de antorchas de

vacilantes llamas, metidas en las hendiduras de las rocas, iluminaban

aquel sitio, y ahuyentaban las sombras de ángulos y rincones en donde

habían estado agazapadas, sin ser molestadas, durante muchos años. Las

estalactitas de las paredes chispeaban brillantemente, y los dormidos

ecos fueron repentinamente despertados por alegre confusión de risas y

conversaciones. El shamano, a quien su amigo y patrón no había

perdido de vista un momento, estaba sentado en un rincón, y, como de

costumbre, hipnotizado, encaramado en una roca saliente a la mitad del

camino entre la entrada y el agua. Con su rostro de amarillo limón,

lleno de arrugas, su nariz chata y barba rala, parecía más bien un

horrible ídolo de piedra que un sér humano. Muchos de la partida se

apretaban a su alrededor recibiendo atinadas contestaciones a las

preguntas que le dirigían, pues el húngaro sometía gustoso su «sujeto»

magnetizado a los interrogatorios.

De pronto una señora hizo la observación de que en aquella misma

cueva había desaparecido el señor Izvertzoff hacia diez años. El

extranjero pareció interesarse en el caso, mostrando deseos de saber lo

acaecido. En su consecuencia, buscaron a Nicolás entre la multitud y le

condujeron delante del grupo de curiosos. Era el huésped, y le fué

imposible el negarse a hacer la deseada narración. Repitió, pues, el

triste relato con voz temblorosa, pálido semblante y viéndosele brillar

las lágrimas en sus ojos febriles. Los asistentes se afectaron mucho,

murmurando grandes elogios sobre la conducta del amante sobrino, que tan

bien honraba la memoria de su tío y bienhechor. Cuando, de repente, la

voz de Nicolás se ahogó en su garganta, sus ojos parecieron salir de sus

órbitas y, con un gemido ronco, retrocedió tambaleándose. Todos los

ojos siguieron con curiosidad su aterrada vista, que se fijó y

permaneció clavada sobre una diminuta cara de bruja que se asomaba por

detrás del húngaro.

—¿De dónde vienes? ¿Quién te trajo aquí, niño? balbuceó Nicolás, pálido como la muerte.

—Yo estaba acostado, papá; este hombre vino por mi y me trajo aquí en

sus brazos contestó con sencillez el muchacho, señalando al shamano,

al lado de quien se hallaba en la roca, y el cual seguía con los ojos

cerrados, moviéndose de un lado a otro como un péndulo viviente.

—Esto es muy extraño observó uno de los huéspedes, pues este hombre no se ha movido de su sitio.

—¡Gran Dios! ¡Qué parecido tan extraordinario! —murmuró un antiguo vecino de la ciudad, amigo de la persona desaparecida.

—¡Mientes, niño! —exclamó con fiereza el padre—. Vete a la cama, éste no es sitio para ti,

—Vamos, vamos—dijo el húngaro, interponiéndose con una expresión

extraña en su cara, y rodeando con sus brazos la delicada figura del

niño—; el pequeño ha visto el doble de mi shamano que a menudo

vaga a gran distancia de su cuerpo, y ha tomado al fantasma por el

hombre mismo. Dejadlo permanecer un rato con nosotros.

A estas extrañas palabras los asistentes se miraron con muda

sorpresa, mientras que algunos hicieron piadosamente el signo de la

cruz, presumiendo, indudablemente, que se trataba del diablo y de sus

obras.

—Y por otro lado—siguió diciendo el húngaro con un acento de firmeza

peculiar, dirigiéndose a la generalidad de los concurrentes más bien que

a algunos en particular—, ¿por qué no habríamos de tratar, con ayuda de

mis shamano de descubrir el misterio que encierra esta

tragedia? Está todavía en la cárcel la persona de quien se sospecha.

¿Cómo no ha confesado su delito todavía? Esto es seguramente muy

extraño; pero vamos a saber la verdad dentro de algunos minutos. ¡Que

todo el mundo guarde silencio!

Se aproximó entonces al tehuktchené, e inmediatamente dió

principio a sus manipulaciones, sin siquiera pedir permiso al dueño del

lugar. Este último permanecía en su sitio como petrificado de horror y

sin poder articular una palabra. La idea encontró una aprobación

general, a excepción de él, y especialmente aprobó el pensamiento el

inspector de Policía, coronel S.

—Señoras y caballeros—dijo el magnetizador con voz suave—: permitidme

que en esta ocasión proceda de una manera distinta de lo que

generalmente acostumbro a hacerlo. Voy a emplear el método de la magia

nativa. Es más apropiado a este agreste lugar y de mucho más efecto,

como ustedes verán, que nuestro método europeo de magnetización.

Sin esperar contestación, sacó de un saco que siempre llevaba

consigo, primeramente, un pequeño tambor, y después dos redomas

pequeñas, una llena de un líquido y la otra vacía. Con el contenido de

la primera roció al shamano, quien empezó a temblar y a

balancearse más violentamente que nunca. El aire se llenó de un perfume

de especias, y la misma atmósfera pareció hacerse más clara. Luego, con

horror de los presentes, se acercó al tibetano, y sacando de un bolsillo

un puñal en miniatura, le hundió la acerada hoja en el antebrazo y sacó

sangre, que recogió en la redoma vacía. Cuando estuvo medio llena

oprimió el orificio de la herida con el dedo pulgar, y detuvo la salida

de la sangre con la misma facilidad que si hubiera puesto el tapón a una

botella, después de lo cual roció la sangre sobre la cabeza del niño.

Luego se colgó el tambor al cuello y, con dos palillos de marfil

cubiertos de signos y letras mágicas, empezó a tocar una especie de

diana para atraer los espíritus, según él decía.

Los circunstantes, medio sorprendidos, medio aterrorizados por este

extraordinario procedimiento, se apiñaban ansiosamente a su alrededor, y

durante algunos momentos reinó un silencio de muerte en toda la inmensa

caverna. Nicolás, con semblante lívido como el de un cadáver,

permanecía sin articular palabra. El magnetizador se había colocado

entre el shamano y la plataforma, cuando principió a tocar

lentamente el tambor. Las primeras notas eran como sordas, y vibraban

tan suavemente en el aire, que no despertaron eco alguno; pero el shamano

apresuró su movimiento de vaivén y el niño se mostró intranquilo.

Entonces el que tocaba el tambor principió un canto lento, bajo, solemne

e impresionante.

A medida que aquellas palabras desconocidas salían de sus labios, las

llamas de las velas y de las antorchas ondulaban y fluctuaban, hasta

que principiaran a bailar al compás del canto. Un viento frío vino

silbando de los obscuros corredores, más allá del agua, dejando en pos

de sí un eco quejumbroso. Luego una especie de neblina que parecía

brotar del suelo y paredes rocosas se condensa en torno del shamano

y del muchacho. Alrededor de este último el aura era plateada y

transparente, pero la nube que envolvía al primero era roja y siniestra.

Aproximándose más a la plataforma, el mago dió un redoble más fuerte en

el tambor; redoble que esta vez fué recogido por el eco con un efecto

terrorífico. Retumbaba cerca y lejos con estruendo incesante; un clamor

más y más ruidoso sucedía a otro, hasta que el estrépito formidable

pareció el coro de mil voces de demonios que se levantaban de las

insondables profundidades del lago. El agua misma, cuya superficie,

iluminada por las muchas luces, había estado hasta entonces tan llana

como un cristal, se puso repentinamente agitada, como si una poderosa

ráfaga de viento hubiese recorrido su inmóvil superficie.

Otro canto, otro redoble del tambor, y la montaña entera se

estremeció hasta sus cimientos, con estruendos parecidos a los de

formidables cañonazos disparados en los inacabables y obscuros

corredores. El cuerpo del skamano se levantó dos yardas en el

aire y, moviendo la cabeza de un lado a otro y balanceándose, apareció

sentado y suspendido como una aparición. Pero la transformación que se

operó entonces en el muchacho heló de terror a cuantos presenciaban la

escena. La nube plateada que rodeaba al niño pareció que le levantaba

también en el aire; mas, al contrario del shamano, sus pies no

abandonaron el suelo. El muchacho principió a crecer como si la obra de

los años se verificase milagrosamente en algunos segundos. Se tornó alto

y grande, y sus seniles facciones se hicieron más y más viejas, a la

par que su cuerpo. Unos cuantos segundos más, y la forma juvenil

desapareció completamente, absorbida en su totalidad por otra

individualidad diferente y con horror de los circunstantes, que conocían

su apariencia, esta individualidad era la del viejo Sr. Izvertzoff,

quien tenía en la sien una gran herida abierta, de la que caían gruesas

gotas de sangre.

El fantasma se movió hacia Nicolás, hasta que se puso directamente

enfrente de él, mientras que éste, con el pelo erizado y con los ojos de

un loco, miraba a su propio hijo transformado inesperadamente en su tío

mismo. El silencio sepulcral fué interrumpido por el húngaro, quien,

dirigiéndose al niño—fantasma, le preguntó con voz solemne:

—En nombre del gran Maestro, de Aquel que todo lo puede, contéstanos

la verdad y nada más que la verdad. Espíritu intranquilo, ¿te perdiste

por accidente, o fuíste cobardemente asesinado?

Los labios del espectro se movieron, pero fué el eco el que contestó en su lugar, diciendo con lúgubres resonancias: —¡Asesinado! ¡Asesinado! ¡A—se—si—na—do!...

—¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por quién? —preguntó el conjurador.

La aparición señaló con el dedo a Nicolás, y sin apartar la vista ni

bajar el brazo se retiró, andando lentamente de espaldas y hacia el

lago. A cada paso que daba el fantasma, Izvertzoff el joven, como

obligado por una fascinación irresistible, avanzaba un paso hacia él,

hasta que el espectro llegó al lago, viéndosele en seguida deslizarse

sobre su superficie. ¡Era una es cena de fantasmagoría verdaderamente

horrible!

Cuando llegó a dos pasos del borde del abismo de agua, una violenta

convulsión agitó el cuerpo del culpable. Arrojándose de rodillas se

agarró desesperadamente a uno de los asientos rústicos y, dilatándose

sus ojos de una manera salvaje, dió un grande y penetrante grito de

agonía. El fantasma entonces permaneció inmóvil sobre el agua y,

doblando lentamente su dedo extendido, le ordenó acercarse. Agazapado,

presa de un terror abyecto, el miserable gritaba hasta que la caverna

resonó una y otra vez:

—¡No fuí yo..., no; yo no os asesiné!

Entonces se oyó una caída; era el muchacho que apareció sobre las

obscuras aguas luchando por su vida en medio del lago, viéndose a la

inmóvil y terrible aparición inclinada sobre él.

—¡Papá, papá, sálvame... que me ahogo!... —exclamó una débil voz lastimera en medio del ruido de los burlones ecos.

—¡Mi hijo! —gritó Nicolás con el acento de un loco y poniéndose en

pie de un salto—. ¡Mi hijo! ¡Salvadlo!¡Oh! ¡Salvadlo!... ¡Sí,

confieso!... ¡Yo soy el asesino!... ¡Yo fuí quien le mató!

Otra caída en el agua, y el fantasma desapareció. Dando un grito de

horror los circunstantes se precipitaron hacia la plataforma; pero sus

pies se clavaron repentinamente en el suelo al ver, en medio de los

remolinos, una masa blanquecina e informe enlazando al asesino y al niño

en un estrecho abrazo y hundiéndose lentamente en el insondable lago.

A la mañana siguiente, cuando, después de una noche de insomnio,

algunos de la partida visitaron la residencia del húngaro, la

encontraron cerrada y desierta. Él y el shamano habían

desaparecido. Muchos son los habitantes de P.., que recuerdan el caso

todavía. El Inspector de Policía, Coronel S., murió algunos años después

en la completa seguridad de que el noble viajero era el diablo. La

consternación general creció de punto al ver convertida en llamas la

mansión Izvertzoff aquella misma noche. El Arzobispo ejecutó la

ceremonia del exorcismo; pero aquel lugar se considera maldito hasta el

presente. En cuanto al Gobierno, investigó los hechos y... ordenó el

silencio.

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