Comentario II
Comentario II
El misterio del polo Norte.— ¿Existe real mente la Isla
B.—Más sobre los Protectores Invisibles y sobre el karma.
Los desiertos, las islas solitarias y lejanas, las comarcas
montañosas, y mil otros rincones, en fin, de esos que, según la Maestra,
guarda la Naturaleza para que sus elegidos puedan vivir y adorar a sus
dioses tal y como sus primitivos padres lo hacían, no son comparables en
punto a misterios, con las desoladas zonas árticas, donde hace miles de
siglos se desarrolló un continente tropical.
¿Qué hay, en efecto, detrás de esa barrera de hielos eternos que
tantos exploradores han tratado de franquear hasta el polo a costa de su
salud y aun de su vida? Los hindúes, parsis, griegos, etc., han hablado
siempre en sus mitos y leyendas de ese continente hiperbóreo tras cuyos
horrores se oculta, dicen, la Isla Sagrada e Inaccesible, llamada a
sobrevivir a todos los futuros cataclismos del planeta, como ha
sobrevivido a los pasados; la tierra de la felicidad, la tierra de los dioses y de los mortales inmortales,
que tan despectivas sonrisas ha merecido a esos sabios positivistas que
se burlan siempre de las maravillosas enseñanzas de los mitos.
Por un lado, los centenares de exploradores del famoso paso del
Nordeste, y por otro los intuitivos novelistas a estilo de Julio Verne,
con sus relatos, ora fantásticos, ora históricos, nos han familiarizado
lo bastante con esa excepcional región hiperbórea a la que sólo han
podido asomarse los héroes de la ciencia y de la navegación a costa de
mil preciosas vidas y millones de estupendos sacrificios. Pero por cada
verdad que ellos nos han dado, nos han dejado un mundo de anhelantes
curiosidades...¿Penetraremos algún día hasta el mismo polo Norte, como
ya se dice haberse penetrado en el otro polo del Sur? ¿Será cierto lo
que cuenta el mito universal acerca de la tal Isla Sagrada? ¿Cabe en
cabeza humana siquiera la posibilidad de un tal rinconcito de felicidad y
de misterio en medio de los negros horrores hiperbóreos? Hoy el solo
enunciarlo parecería locura, y el hablar de ello nos llevaría muy lejos.
Pero no lo parecerá tanto el que existir puedan allí, o en otra
parte, hombres extraños, tan extraños y más que el pluricentenario
Johan, del cuentecillo que antecede. La Historia, en efecto, nos habla
de algunos de éstos, y no ya entre los hielos del polo, sino hasta en
los regios salones de la propia Francia antes de la Revolución de 1789.
En nuestros días, en los que tantas gentes hablan acerca de la probable
ven ida de un Gran Instructor, el asunto es de palpitante actualidad.
¿Quién no tiene noticias más o menos ciertas o fantásticas acerca del
misteriosísimo Conde de Saint—Germain, verdadero Johan del consabido
cuento, quien, al decir de una aristocrática escritora francesa, trató
de evitar a Francia los horrores de la naciente revolución, como Johan
salvara a los infelices invernantes de «la historieta de Navidad» que
acabamos de copiar?
Isabel Cooper Oakley, en The Theosophical Review, nos ha dado unos extraños fragmentos de las Memorias
de la Condesa de Adhemar, íntima amiga de la infeliz María Antonieta,
fragmentos relativos al misteriosísimo Conde de Saint—Germain y a los
esfuerzos que éste realizó en vano para evitar los horrores de esa
tragedia que se llamó Revolución francesa. Las Memorias en
cuestión existieron en los archivos del Estado hasta el incendio de las
Tullerías en 1871; pero un raro ejemplar de ellas pudo ser consultado
por la narradora en Odessa en la biblioteca de Mme. Fadeell, tía de la
maestra H. P. B. Abarcan aquéllas el largo período de 1760 a 1821, o sea
la época en que el Conde de Saint—Germain, a quien se cree por muchos
el propio Apolonio de Tyana, contemporáneo casi de Jesús, y seguramente
superior a él, se hizo presente del modo más extraño en diferentes
lugares de esa Europa que pasaba a la sazón del viejo régimen despótico
al moderno de las democracias.
Los ocultistas no ignoran que Saint—Germain fué un verdadero Enviado
que trató de infiltrar en la Enciclopedia la espiritualidad de que ella
carecía y que llevó al mundo a los errores positivistas del siglo XIX.
No estando preparados aún los espíritus para tamaño progreso, la labor
del Conde fracasó, y vinieron tras ello los horrores de la Revolución;
las guerras napoleónicas; el escepticismo, y, ya en nuestros días, por
lógico encadenamiento kármico, la guerra mundial que ha costado la vida a
unos veinte millones de hombres, y el estado caótico en que nos
hallamos en torno del tratado de paz.
El mundo ignaro, cual acontece siempre con todos los Adeptos que se
muestran en diferentes periodos críticos de la Historia, formó en torno
de aquella Personalidad un tupido velo de diatribas y calumnias; pero a
través de semejante velo se transparenta, al fin, a poco que se estudie,
los extraños poderes taumatúrgicos; la sabiduría y la altura moral del
incomprendido Conde, a quien un hombre tan frívolo y poco bien
intencionado como Voltaire, le consideró como poseedor de un saber
universal, y a quien la Condesa de Adhemar retrata con rasgos semejantes
a los del Zanoni, de Bulwer Litton, obra esta última que, pese
a sus defectos cabalistas, parece una glosa novelesca de los hechos
maravillosos, pero reales, ejecutados por aquél.
Demos al lector una sucinta idea de las principales escenas acaecidas
a la Condesa de Adhemar en los tiempos a que nos referimos.
Cierto día, muy de mañana y bajo el pseudónimo de Saint Noel, penetró
Saint-Germain en la cámara de la Condesa, fresco, rejuvenecido, corno
si no hubiesen pasado por él los años desde la época del rey Luis XV,
cuya amistad había cultivado. Madame Adhemar le habló de los buenos
auspicios que se hacían acerca del sucesor Luis XVI, a lo que el Conde
contestó, según consignan las Memorias:
«—Señora, siento no ser de vuestra opinión. Este reinado será fatal..
Se ha formado una gigantesca conjuración que trata de derribar lo
existente, para reedificar bajo un nuevo plan. La familia real, el
clero, la nobleza y la magistratura están amenazadas de muerte. Hay
todavía tiempo de salvarlas si yo puedo llegar a ser oído por el rey,
sin la presencia de su inepto ministro Maurepas, que precipita a la
nación a su total ruina.
Me dice usted cosas, Conde, las bastantes para ser encerrado en la
Bastilla por el resto de sus días—replicó madame Adhemar, quien después
de departir así largo rato con el visitante acerca del estado del país y
de las intrigas de la Corte, convino con él en llevarle al otro día
ante la reina María Antonieta.
Antes de partir preguntóle la Condesa:
—¿Vais a estableceros, Conde, en París?
—De modo alguno, señora. ¡Pasará más de un siglo, sean tres generaciones sucesivas, antes de que vuelva a aparecer por él!
—Yo—añade madame Adhemar—solté la carcajada al oir aquello tan fuera
de las leyes naturales, pero aquél respondió con su imperturbable
sonrisa de superioridad desdeñosa. El mismo día fuí a Versalles a
entrevistarme con la reina, quien, informada de lo que acontecía, me
replicó:
—Es chocante. Ayer recibí una nueva carta de cierto misterioso y
anónimo corresponsal mio, advirtiéndome que mañana se me haría una
importante revelación que de ningún modo me convenía desoir... Traiga
usted, pues, al inquietante Conde, disfrazado con la librea de vuestros
lacayos.
Así se verificó.
—No dudo, Conde—dijo la reina, en la entrevista—, que tendréis grandes cosas que comunicarme.
—La reina—contestó éste, con entonación solemne—examinará en su
sabiduría lo que le voy a revelar. El partido enciclopedista desea el
Poder, y como no lo obtendrá sin la caída absoluta del clero, para
conseguirla, derribará a la Monarquía. Dicho partido, que hoy trata de
encontrar un jefe entre los miembros de la familia real, se ha fijado en
el Duque de Chartres. Este príncipe se tornará dócil instrumento de
gentes que acabarán sacrificándole. Le será ofrecida la corona de
Francia, y en lugar del trono, encontrará el cadalso; pero antes de
semejante día, ¡cuántas desgracias y cuántos crímenes no descargarán
sobre la pobre Francia! Las leyes no serán ya protectoras del bueno, y
aterrorizadoras del perverso, pues que éstos arrebatarán el Poder con
sus ensangrentadas manos, y abolirán la religión católica, la nobleza y
la magistratura...
—¿De suerte que no quedará sino la realeza?— interrumpió la reina con febril impaciencia.
—No quedará ni la realeza siquiera, sino una República caótica, cuyo cetro será la cuchilla del verdugo.
—Señor—interpelé al Conde indignada—. ¡Tened en cuenta lo que decís y ante quién lo decís!
—La gravedad de las circunstancias dispensa mi atrevimiento— replicó
fríamente Saint—Germain—. Yo no he venido con la intención de rendir a
la reina uno de tantos homenajes de los que estará hastiada, sino a
mostrarle los peligros que amenazan a su corona si no toma pronto las
acertadas medidas para evitarlo. Además, siendo extranjero, todo
vasallaje en mí es un acto puramente gratuito.
—Señor—observó la reina, aparentando una imposible frialdad—, lo verdadero puede no ser verosímil alguna vez.
—Puede—añadió el Conde—, pero vuestra majestad me permitirá que os
recuerde a mi vez, que Casandra predijo la ruina de Troya y no fué
creída. Yo soy Casandra, y Francia el triste reino de Príamo. Pasarán
varios años en una calma engañosa; mas, después, surgirán de todas
partes hombres ávidos de venganza, de poder y de dinero, que derribarán
sin contemplaciones cuanto les salga al paso. Un delirio frenético de
robos, asesinatos y proscripciones se apoderará de todos los ciudadanos,
en plena guerra civil. Entonces se deplorará in útilmente el no
habérseme escuchado...
Luego de esto le formula el Conde a la reina la necesidad en que él
está de hablar al rey, sin la presencia de su enemigo personal, el
inepto Maurepas, a lo que la reina, por razón de Estado, se negó
rotundamente. Con esto se dió por fracasada la entrevista, no sin que
antes, la siempre frívola Reina, admirada, le preguntase por el lugar de
su nacimiento.
—Nací en Jerusalén, señora, hace ya tanto tiempo, que ni recordarlo
quiero. No me gusta decir mi edad: ello trae desventura... Baste
deciros, pues, que todo acto de obediencia, por mi parte, es puramente
de cortesía... No deseo ir a la Bastilla.
—¿Y qué os importaría ello, dado que se dice, que podéis pasar a través de los propios muros de la prisión?
—Prefiero, señora, no tener que recurrir al milagro. Sólo os digo que si el Rey me llamase, volvería.
—Pero, ¿cómo se os podría llamar?
—No se preocupe de ello vuestra majestad. Me sobrarían los medios de saberlo.
En las Memorias de la Condesa de Adhemar viene luego la
entrevista de la reina con el rey y de éste con Maurepas, con el
resultado negativo previsto por Saint—Germain.
—Conozco a ese solemne impostor, señora—dijo Maurepas a la Condesa,
en su entrevista con ella de allí a pocos días—. Sólo una cosa me
sorprende en él, ¿cómo es que sigue teniendo la apariencia de un hombre
de cuarenta años, mientras que todos nosotros hemos envejecido?... De
todos modos, pronto darán con él nuestros sabuesos policiacos, y nada
malo le sucederá al truhán, salvo que será puesto a la sombra en la
Bastilla, donde, bien abrigado y alimentado, permanecerá hasta que se
digne decirnos dónde ha sabido cosas tan peregrinas.
No bien pronunciadas estas palabras, la puerta de la estancia se
abrió, inopinadamente, dando paso al propio Conde en persona, quien
encarándose con el espantado Maurepas, le dijo con el más olímpico
desprecio:
Señor Conde de Maurepas, el rey os ha pedido una opinión sincera y
vos no pensáis sino en manteneros en vuestro necio pedestal. Oponiéndoos
a que yo vea al Monarca, perdéis a la Monarquía, pues no tengo sino un
tiempo muy limitado que dedicar a Francia, transcurrido el cual, no
volveré a ser visto hasta que transcurran tres generaciones
consecutivas. He dicho a la reina todo cuanto me estaba permitido el
decirle; mis revelaciones al rey habrían sido más completas, a no
haberos interpuesto vos entre él y yo. No tendré, pues, nada de qué
reprocharme cuando la anarquía más feroz devaste a toda Francia... En
cuanto a tales calamidades, usted no las verá; pero el haber dado lugar a
ellas, será lo suficiente para hacer execrable vuestra memoria,
¡ministro frívolo y mentecato de los que arruinan a los Imperios!...
Y diciendo esto, Saint. Germain desapareció. Todos cuantos esfuerzos se intentaron para hallarle, resultaron infructuosos.
Esto acaecía— sigue diciendo la Condesa de Adhemar— en 1788; pero la
catástrofe final no llegó hasta 1793. No puedo resistir al deseo de
hablar de una carta del consejero Sallier, en la que antes de 1793 me
escribía.
—¡Ah, Señora! Todo tiembla bajo nuestros pies y empiezo a creer que vuestro Conde tenía razón..
—La reina me hizo llamar el otro día. Tenía una carta en la mano,
escrita en versos proféticos, donde se daba ya por descontada la
ejecución de la propia familia real. Aquellos célebres versos que
comenzaban:
Les temps vont arriver oú la France imprudente,
Parvenue aux malhenos qu'elle eût pu s'eviter
Enlevera le Trône, et l'Autel, et Themis...
Al yo tratar de tranquilizar a la pobre reina, ésta se preguntaba:
—¿Quién es este personaje que viene interesándose por mí desde hace
tantos años, sin darse a conocer, sin recibir una recompensa, y
diciéndome siempre la verdad? En cuanto a los demás que me rodean vale
más no hablar... «los reyes están condenados a aburrirse solos.»
No ya entonces, sino después, cuando la proscripción de los realistas
en 1789, la infortunada reina recibió nuevo aviso del desconocido. En
la dolorosa escena de la despedida que presencié entre ésta y la
prescripta duquesa de Polignac, aquélla añadió:
—Desde mi llegada a Francia y en todos los acontecimientos
importantes de mi vida, un protector misterioso me ha prevenido de
cuanto tenía que temer. Leed esta carta:
Señora: he sido Casandra—decía la carta—. Mis palabras han caído en
el vacío y la tempestad ruge ya...Todos los Polignac y sus amigos están
condenados a morir; ya están designados sus asesinos, quienes acaban de
degollar al Corregidor y a los oficiales de la Bastilla.
En esto entró el Conde de Artois, dando todos los detalles de la
proscripción de los realistas en pleno. Al volver a casa, dice siempre
madame Adhemar, me encontré una misiva que decía así:
«Todo está perdido, señora condesa. Este sol será el último que
alumbrará a la monarquía. Mañana ella no existirá, sustituida por el
caos de la anarquía. Ya conoce usted todas mis tentativas para imprimir a
los negocios públicos una marcha diferente, pero se me ha desdeñado, y
hoy es demasiado tarde. He querido ver la obra preparada por el demonio
Cagliostro. Es infernal. Manteneos alejada, que yo velaré por vos, y
así, si sois prudente, aún viviréis después que la tempestad lo haya
derrumbado todo. Resisto al deseo que tengo de veros, porque me
pediríais el imposible ya de hacer algo para salvar a los reyes y a la
familia real. El duque de Orleáns, que triunfará mañana, atravesará en
loca carrera hacia el Capitolio para ser precipitado luego por la roca
Tarpeya. Sin embargo, si deseáis volver a ver al viejo amigo que os
escribe, buscadme a las ocho de la mañana en la iglesia de los
recoletos, en la capilla segunda de la derecha... Vuestro: El Conde de Saint—Germain.»
No pude reprimir un grito de sorpresa al leer la firma: ¡vive aún el
hombre a quien todos consideraban muerto en 1754 o en 1780. Era la una
de la madrugada cuando leí la carta, e inútil es decir la noche de
insomnio que pasé. A las ocho de la mañana ya estaba en el sitio
indicado, dejando apostado un lacayo de toda mi confianza a la puerta de
la iglesia. No bien reconcentré mi pensamiento en Dios, vi aparecer a
Saint—Germain con la misma frescura de juventud con que le conocí en
1760, mientras que mi cuerpo estaba envejecido por los muchos años que
habían pasado.
—¿De dónde sale usted?—preguntéle, después que me hubo besado la mano, reverente.
—Vengo de China y del Japón—repuso —o más bien, del otro mundo. Pero
quien que haya conocido, corno yo, la Francia de Richelieu y de Luis
XIV, ¿la reconocerá hoy?... Quien siembra vientos recoge tempestades, ha
dicho Jesús en el Evangelio, no antes que yo tal vez... Como
ya os he dicho en mi carta, no puedo hacer nada ya. Hay periodos en que
es posible retroceder, y otros, en los cuales la sentencia ya se ha
pronunciado y es preciso que sea cumplida.
—¿Verá usted a la reina?—interroguéle.
—No; está destinada.
—Destinada!... ¿A qué?
—¡A la muerte!
Después de diversos detalles relativos a los infelices reyes, el Conde añadió:
—Completa será la ruina de todos los Borbones, quienes en menos de un
siglo volverán al rango de simples particulares, expulsados de cuantos
tronos ocupan. Francia, atormentada, agitada, desgarrada, será reino,
república, imperio y estado mixto sucesivamente. Tiranizada por hábiles
perversos, pasará de ambiciosos en ambiciosos, dividida, despedazada,
cual el Bajo Imperio. Dominará el orgullo; se abolirán las distinciones,
no por virtud, sino por vanidad, y por vanidad también, se volverá a
ellas. Los franceses, cual verdaderos niños, jugarán a los títulos,
honores y cordones, y... bajo la dictadura de los filántropos, los
retóricos y los decidores de bellas frases, la Deuda del Estado
remontará a varios miles de millones..
—Es usted— le dije—un terrible profeta. ¿Cuándo le volveré a ver?
—Me veréis, señora, cinco veces todavía. No deseéis verme la sexta—, y añadió:
—Voy a dejaros y tomar la posta para Suecia. Un gran crimen se
prepara allí y trato de prevenirlo. Su Majestad, Gustavo tercero, me
interesa, pues vale más de lo que la fama se figura.
Y como la Condesa se le lamentase de tamañas profecías, respondió, despidiéndose:
—Así se nos acoge siempre a nosotros, los hijos de la Verdad. ¡La Humanidad sólo recibe bien a quienes la engañan y adulan!...
Y se alejó. —Mi criado—dice aquélla—no pudo llegar a. advertir su salida. Y en una nota suelta a este relato añade:
«He vuelto a ver, en efecto, cinco veces al Conde de Saint—Germain y
siempre con indecible emoción; la una, el día del asesinato de la reina;
otra, en vísperas del dieciocho Brumario; la tercera, cuando
murió el Duque de Enghien; la cuarta, en Enero de mil ochocientos
quince, y la quinta, la víspera del asesinato del Duque de Berry.
¡Espero—termina el diario en 1821, un año antes de la muerte de su
autora —la sexta visita de mi amigo, cuando Dios sea servido!...
«Lo transcripto —acaba diciendo Isabel Cooper Oakley— refuta las
diatribas lanzadas contra el Maestro y las aserciones del doctor Bester,
acerca de que su muerte acaeciera en 1784. Saint—Germain, como todos
los Enviados, pudo muy bien repetir aquello de: ¡yo soy la Voz que clama
en el Desierto...! De nada le han servido a Francia tales advertencias y
profecías para desviarla de la desgracia.»
Y ¿qué mayor desgracia que la calamidad cada sobre ella en 1914—18— añadiremos nosotros.
Pero de esta terrible prueba kármica, habrá de salir purificada, a no
dudarlo, la sublime nación que en el escudo de su Luthecia tiene la
famosa barquilla de Quetzalcoatl, de Pedro o de IO, con la inmortal
leyenda de ¡Fluctuot nec mergitur!, y tempestad humana alguna podrá ya sumergirla ….
Considerado el Conde de Saint—Germain como un personaje enigmático por los escritores modernos— dice H. P. B. en su Theosophical Olossary y en A Modern Panarion—, Federico I de Prusia decia de él que nadie le babia podido comprender.
Era extraordinariamente hermoso, hablaba inglés, francés, italiano,
portugués, español, ruso, alemán, sueco, dinamarqués y muchas lenguas
eslavas y orientales, como si fuese de tales países. Era extremadamente
rico; hacía los más extravagantes regalos de joyas soberbias a todos sus
amigos; era un maravilloso músico, que tocaba todos los instrumentos,
siendo el violín su favorito. «En él, Saint—Germain rivalizaría con el
mismo Paganini», dijo en 1835 un belga octogenario, después de escuchar
al maestro genovés. En fin, un barón de Lituania que había oído a los
dos, exclamó: «Paganini es Saint Germain resucitado, que toca el violín
en el cuerpo de un esqueleto italiano.»
Nunca pretendió poseer poderes taumalúrgicos, pero mil veces probó
que los tenía. Pasaba de treinta y seis a cuarenta y ocho horas sumido
en un trance mortal, sin despertarse, y entonces sabía todo
cuanto quería saber, como lo demostró vaticinando el porvenir. Él
pronosticó así su destino a los reyes Luis XV y Luis XVI. Muchos
atestiguan su memoria maravillosa. Leía un escrito con sólo darle una
ojeada y recordaba su contenido muchos días después. Podía escribir con
las dos manos a la vez; con una, una composición poética, y con otra, un
delicado documento diplomático. Leía las cartas cerradas sin tocarlas, y
era un alquimista que hizo oro y diamantes maravillosos, arte que decía
haber aprendido de ciertos brahmanes que le enseñaran la cristalización
del carbono. En cierta visita que hizo el embajador francés en la Haya,
en 1780, hizo añicos con un martillo un soberbio diamante, cuyo
duplicado, también fabricado por él mismo, acababa de vender a un joyero
en 5.500 luises, dice nuestro hermano Kenneth Mackenzie. Fué gran amigo
de Federico el Grande de Prusia y de otros sabios y príncipes. Como era
natural, tenía muchos enemigos que le calumniaron a más no poder... La
manera como han tratado los escritores occidentales a este gran hombre, a
este discípulo de hierofantes hindúes y egipcios, a este Iniciado en la
sabiduría secreta de Oriente, es un estigma sobre la naturaleza humana.
Del mismo modo se ha portado el mundo estúpido con cuantos como
Saint—Germain le han vuelto a visitar después de una largo reclusión
dedicada al estudio de la Sabiduría Esotérica, con la esperanza de
mejorarle, y hacerle más feliz. Desapareció, pues, de la vista del
público y en ninguna parte ha reaparecido para los profanos... En contra
de los que aseguran sin dato alguno que así lo acredite
que murió hacia 1783, tenemos la entrevista privada de 1785 u 86 con la
emperatriz de Rusia; su aparición a la provincia de Lamballe, cuando se
hallaba ante el Tribunal, momentos antes de que un carnicero la
decapitase, y también a Juana Dubarry, a amante de Luis XV, cuando subió
a la guillotina en los días del Terror, en 1793. Un miembro muy
respetable de la Sociedad Teosófica en Rusia posee importantísimos
documentos acerca de tan excelso personaje, los cuales vindicarán a su
tiempo uno de los más grandes caracteres de la época moderna.. El Conde
de Saint Germain, en fin, fué, sin disputa, el Adepto Oriental más
grande que Europa ha visto durante los últimos siglos; pero Europa no lo
conoció. Quizá, sin embargo, le reconocerán algunos en el próximo Terror que, cuando vuelva, según lo que varias veces predijo, afectará a toda Europa, y no a un solo país...»
Estas últimas palabras de la Maestra H. P. B. han resultado
proféticas, al menos en la parte que se refiere a la horrible catástrofe
guerrera de 1914 a 1918, y a las conmociones revolucionarias que se han
experimentado después. ¿Quién, en efecto, con la prosperidad que
sonreía a todas las naciones del mundo, y con su mucha ciencia, sin virtudes,
podía pensar esto desde 1875 en que se fundó la Sociedad Teosófica, a
1891 en que la admirable escritora falleció? Pero una vez admitido esto
último, que los hechos se han encargado de comprobar, ¿acertará a
realizarse asimismo— decimos—la segunda parte del vaticinio del
misteriosísimo conde, relativo a su vuelta después de tres generaciones
sucesivas y de una gran conmoción guerrera y revolucionaria, qué ha
amenazado concluir con la vida del Derecho y aun la de la Humanidad? El
tiempo habrá de demostrárnoslo muy en breve. Nosotros, aunque no tenemos
el honor de pertenecer a la Orden de la Estrella de Oriente, fundada por Annie Besan!, porque nada cierto sabemos en nuestra insignificancia acerca de futuros Enviados, que si vivieron en lo pasado muy bien pueden retornar en lo futuro,
confesamos sinceremente que no consideramos improbable el retorno en
nuestros días de aquel Adepto que pudo salvar a Francia, si hubiese sido
oído por sus reyes, de los luctuosos días del Terror y de Napoleón..
Suceda ello o no,—¡y ójala sea lo primero!—corno buenos teósofos,
seguiremos confiando, no en redenciones extrañas, ni en religiones
pasadas o futuras, sino en esa Chispa de lo Divino en nuestra
Conciencia, a la que llaman Atmâ Buddhi los orientales, y «Cristo en el
Hombre» los occidentales, como San Pablo... ¡Bien venido sea, después de
esto, todo lo demás que haya de sernos dado por añadidura!»
Por lo que antecede, se ve que el Conde de Saint—Germain ofició
estérilmente cerca de Francia y de su Corte, cual un verdadero profeta
de Israel. Fué «voz que clamó en el desierto, señalando los caminos del
Señor», o sea tos de la Justicia, que habría evitado seguramente los
horrores de la Revolución y los de las guerras napoleónicas que vinieron
luego. Pero, ¿acaso nuestra H. P. B., con sus enseñanzas, no habría
podido evitar también la gran catástrofe guerrera, en la que hoy
lloramos la pérdida de veinte millones de vidas y la ruina de todo el
planeta? Quien, sin apasionamientos, lea Isis sin Velo y La Doctrina Secreta,
verá en ellos múltiples profecías acerca del abismo abierto a los pies
de la Humanidad por esos dos Monstruos apocalípticos que se llaman
Superstición y Materialismo y que la conducirían fatalmente—decía—a la
más espantosa catástrofe guerrera.»
Si Troya tuvo una Casandra e Israel una pléyade de profetas, y
Francia un Saint—Germain, la Historia, que no desmiente nunca en sus
leyes, nos presenta siempre, antes de las grandes catástrofes, nuncios
prodigiosos que tratan de evitarlas sin tocar a esa ley sagrada e
inviolable de hombres y pueblos a la que se llama Karma o Ley de
Responsabilidad.
Las naciones, como los individuos tienen, sí, entidades protectoras, verdaderos Lohengrines, de los que por extenso nos hemos ocupado en nuestro Wagner, mitólogo y ocultista.
Su providente Mano, como la del viejo Johan, de la narración que
comentamos, nos apartaría siempre del mal y nos llevaría por la del bien
constantemente, pero de ordinario le está prohibido el hacerlo porque ello nos dejarla perfectamente irresponsables, o sea ajenos a toda idea humana de mérito y de demérito, a la manera de esos niños educados en un ambiente de completa sumisión
paterna y colegial, entre los que el escepticismo, la histeria, el
crimen, el suicidio y otras plagas análogas hallan sus más fáciles
presas al saltar desde tales sumisiones coactivas y gregarias a la plena
libertad del mundo y de sus tentaciones terribles. Por eso la primera
enseñanza teosófica es la de que el discípulo debe bastarse a sí mismo,
acostumbrándose a una plena responsabilidad ante el Dios de su
conciencia, mediante la premisa indispensable de la libertad que es la
primera de las condiciones del Derecho.
Pero no por ello semejantes intervenciones providenciales, por
decirlo así, dejan de ser frecuentes en los momentos más graves de la
vida. Todo hombre que repase con lealtad su pasado, hallará algunos
casos de éstos. Nosotros confesamos también haber tenido no pocos de
ellos, tal es como los que bajo el título de Varios fenómenos psíquicos
de mi vida, relata mas en nuestro librito En el umbral del misterio. Mr. Lead beater ha escrito también un notable libro sobre tales casos, bajo el título de Protectores invisibles, y el que semejantes protecciones sean menos frecuentes de lo que fuese
de desear en nuestras miserias y dolores, es debido a que éstas últimas
no son sino una kármica retribución de lo que antes sembrásemos, y en la
cual, como sanción de la ley, nadie puede mezclarse para contradecirla.
Por eso, la virtud, el tema wagneriano de la justificación, que se dice en La Walkyria,
el «¡Señor, Señor, por qué me has abandonado!», que exhala en son de
queja Jesús en la cruz, es la condición previa para que acaezcan las
«protecciones invisibles», como la del buen Johan del cuento, con los
heroicos pescadores árticos, en medio de la desolada infinitud de los
hielos polares..
El Dr. J. Smith refiere, en efecto, que estando una noche en Penket
oyó una extraña voz que le dijo por tres veces: «—Manda un pan a la
familia de James Gandy.» No pudiendo resistir—añade— a este apremiante
mandato, salió a la calle, compró un pan y lo envió donde se le ordenaba
por la voz invisible. A la mañana siguiente fué a la casa de dicha
familia y la señora le dijo: «—Voy a contaros, doctor, lo que anoche nos
ha ocurrido. Hace cuatro días que mi desdichado esposo no aparece por
su hogar. Anoche, mis pequeñuelos desfallecían de hambre y no sabía qué
partido tomar, cuando a los pocos minutos un desconocido se presentó con
una gran hogaza de pan, que, providencialmente, satisfizo el hambre de
mis pequeñuelos y la mía...»
No sabemos quién fuese, en verdad, este Dr. Smith ni sus condiciones
de veracidad— diremos imitando a los escépticos que al oir referir casos
tales se burlan de ellos con rasgos de mal corazón disfrazados por la
consabida e insoportable vanidad de su criticismo sin alma—, pero en mi
familia, según me contó mi santa madre, acaecieron más de una vez cosas
parecidas. Entre ellas la siguiente, en Cabeza de Buey, hacia 1855.
«—Ya sabes—decía mi madre—que a la muerte de tu abuelo el sabio
polígrafo don julián de Luna, mi madre, mis dos hermanas y yo habíamos
quedado en la mayor miseria. Nuestro tesoro de la Fosforita de Logrosán,
no se explotaba. Cierta noche, en fin, ya no sabíamos qué hacer, ni con
que alimentar a la pobre ancianita impedida, cuando, empujando la
puerta entreabierta penetró haciendo eses un borracho
desconocido, el cual, en la jerga habitual de su embriaguez, traía el
tema «de que él despreciaba el dinero, que para nada bueno servía», y
uniendo al dicho el hecho comenzó a desparramar numerosas piezas de dos
cuartos, marchándose, sin que fuerzas humanas pudiesen hacer que las
recogiese, añadiendo en cambio la famosa frase de «para saber lo que
vale el dinero, no hay más que ver a quién se lo da Dios...» Excuso
decirte, añadía emocionada mi madre, que con tal dinero tuvimos con
exceso para aquella noche y aun para algo más.»
En Light, de Londres (23 de Agosto de 1913) refiere O. N. Gowil, de Diamond fields (Kimberley, Africa), algo semejante a esto, a saber: «Una familia conocida me envió a buscar cierta noche, rogándome que
sin pérdida de momento me dirigiera a su casa. Acudí, y mis amigos me
contaron que no disfrutaban de reposo desde hacía algún tiempo, porque
un hombre se les aparecía todas las noches y pasaba de una habitación a
otra, hablando sin cesar. Tomé el té con ellos, y luego nos pusimos a
jugar a los naipes. A cosa de las ocho, se fueron los niños a la cama.
Media hora después oímos que uno de ellos gritaba: «¡Mamá, ven; mamá,
ven! ¡Está aquí el hombre! El padre y la madre me rogaron que fuera yo y
tratara de persuadir al aparecido» a que se fuese y no volviera. fuí, y
al entrar en el cuarto de los niños, vi a un hombre que estaba de pie
en el centro de la pieza, hablando y señalando con la mano determinado
sitio de la pared, no pude contener la risa viendo a los niños
acurrucados en su cama y cubiertas sus cabezas con las ropas.
El hombre se volvió hacia mí, y me dijo: «—Vos, por lo menos, no os
espantáis de mí.» «—No, yo no me espanto; yo no os tengo miedo»—le
respondí. Y agregué: «—Precisamente he venido para hablar con vos. Me
duele veros aquí, causando trastorno a esta familia, y me parece que no
estáis en paz con vuestro Creador. Decidme lo que queréis o lo que
intentáis hacer, y si está en mi mano ayudaros, os prometo hacerlo, a
fin de que podáis iros en paz.»
«—Mi querida señora—me respondió—, yo morí de repente, sin tener el
tiempo necesario para arreglar mis asuntos. No me inquieto porque esta
casa, que fué mía, se haya vendido en mucho menos de su valor; pero he
aquí de lo que se trata: Nunca se me ocurrió depositar mis ahorros en un
Banco, sino hice un agujero en la pared, y allí los iba colocando. Cada
vez que me encontraba con que podía disponer de una suma, iba a mi
escondite, quitaba los ladrillos que le cubren, depositaba la cantidad y
volvía a colocar los ladrillos, rebocando la pared de modo que nadie
pudiera sospechar lo que allí había. Mi esposa y mis hijos tienen ahora
mucha necesidad de dinero, y yo voy a indicaros dónde está el escondite
para que saquéis de él la hucha y remitáis lo que con tiene a los
míos...»
Salí del cuarto a buscar una piqueta o algo equivalente, y volví con
un martillo y una escarpia. Quité el papel donde me indicó el espíritu.
—«Quitad ahora—me dijo también— estos dos ladrillos, que cubren un hueco
donde hay una caja de metal blanco, y en ella trescientas cincuenta
libras aproximadamente.» Puse manos a la obra, y, en efecto, allí estaba
la caja y el dinero. «—Os ruego—agregó el espíritu—que enviéis ese
dinero a mi esposa y a mis hijos; yo os recompensaré vuestro trabajo»—y
me dió la dirección de aquéllos. «—Es muy tarde—le objeté.—¿Cómo podría
volver me a casa? Nadie de aquí querrá acompañarme; están muy
atemorizados.» «—Yo iré a veros a vuestra casa. Tomad la caja y
marchaos: vuestra familia debe estar intranquila por vuestra prolongada
ausencia. Mañana por la mañana os visitaré en vuestra casa.»
Al día siguiente, a las diez, cuando me hallaba sola en mi domicilio,
vino el espíritu a visitarme, cumpliendo su promesa. Volvió a decirme
la dirección de su esposa en Inglaterra, y me rogó le escribiese.
«—Cuando obtengáis contestación—agregó—, yo os diré si real mente es de
mi esposa.» Hice cuanto me indicó, y cuando recibí la respuesta de mi
carta, no faltó el espíritu para decirme que realmente era de la viuda y
que podía remitirle el dinero. Le escribí tres cartas, después de hecho
el envío por giro postal antes de que ella me acusara recibo; sin
embargo, yo sabía que lo había recibido, porque el espíritu me lo dijo.
«La esposa me envió un cheque para remunerar mis servicios, mas yo se
lo devolví en seguida, diciéndole que no me había ocupado en tal asunto
con la intención de recibir recompensa ninguna. El espíritu insistió
también en que retuviera para mí una parle de la suma, lo que rehusé de
igual modo. La dama, entonces, me envió un librito en testimonio de
gratitud.
«El espíritu me visita con frecuencia y me protege. Una vez que habla
ido a pasar la velada con unos amigos y que tuve que volverme sola a
casa, fui detenida en el camino por dos atracadores. Antes que éstos
pudieran hacerme daño alguno, se apareció el espíritu, y los atracadores
echaron a correr. Evidentemente debieron verlo como yo. Sus visitas no
me faltan nunca, sobre todo en mis momentos de prueba. Entonces me
conforta y me aconseja. Yo sigo consejos, y siempre me dan buenos
resultados. La casa que le perteneció, no ha vuelto a ser turbada por
sus apariciones. Esto ha causado la satisfacción consiguiente en la
familia que mora en ella. Creo, en fin, haber hecho la narración exacta
de estos fenómenos supernormales, de cuya autenticidad respondo.»
No hay que añadir que de esto a la universal doctrina de los «lares y penates protectores del hogar y a la de los daimones
familiares de Numa, Sócrates, Sertorio—y aun Cervantes, al decir de
Menéndez y Pelayo— no hay más que un paso, paso que no daremos para no
hacer interminable el capítulo.