La mano misteriosa
La mano misteriosa
Tarde de tempestad.—Maravillosos fenómenos operados por H. P. B., según Olcott, Sinnet, Hartmann y otros.—Un escéptico más y un nuevo prodigio.¿Hechos o fantasmagorias?—El escéptico cree volverse en un momento loco.—Una blanca mano de mujer, que pellizca.—:—La forma astral de Radha Bai realizando con el sabio una de sus jugarretas.— Inútiles pesquisas por el jardín.— Estalla la tormenta y cae el rayo en el lugar que los contertulios acaban de abandonar.— ¡La mano, sí; la mano misteriosa!—Salvados como por milagro.
Acabábamos de almorzar, y en esas horas de modorra de la siesta nos hallábamos varios amigos reposando sobre nuestras mecedoras en la galería de nuestra residencia veraniega inmediata a San Petersburgo. La atmósfera caliginosa presagiaba tempestad, el sol quemaba y reinaba en torno nuestro la inmovilidad y el silencio más completo.
La dueña de la casa, María Nicolaevne, leía en voz alta uno de los más curiosos relatos publicados en diferentes diarios y revistas rusas, por P. Blavatsky, bajo su pseudónimo de Radha Bai. El relato se refería a las azules montañas de Nilgiri, en la India. Todos escuchábamos embelesados a María, quien leía con entusiasmo aquellas preciosidades, gesticulando y deteniéndose de cuando en cuando para hacer observaciones o contestar a las que se le hacían. Necesitada, al fin, de un descanso en la lectura, abandonó un momento el libro, exclamando:
¡Cuán maravilloso es todo esto!
Cierto—replicó escéptico un caballero de los de la concurrencia— ; todo cuanto nos narra Radha Bai acerca de las hechicerías aterra doras de los Mula—Kurumba de aquellas montañas, es muy hermoso, pero, pura invención; meros cuentos de hadas, para niños.
Aquella dura frase nos desagradó a todos, pero a quien más exasperó fué a María Nikolaevne, la cual, en brusco movimiento nervioso, se dejó caer los lentes. La burlona indicación procedía del elocuente e infatigable orador ruso Pietre Petrovitch.
—Antes de expresaros así—contestóle la dama—necesitaríais, querido Petrovitch, leer por entero la obra con todas las mil citas eruditas que la avaloran, citas que...
—Yo me permitiría, sin embargo, preguntar una cosa—interrumpió obstinadamente el notable orador—. ¿Cómo sabe usted, señora, que tales referencias no son fantasmagorías de algún pobre pseudo—sabio hindú?
¿Cómo admite tan de ligero las citas de autores ingleses y de otros países, que se hacen en el libro, ni si tienen ellos o no, en último extremo, la autoridad debida?
Perdóneme, querido amigo. Radha Bai no ha escrito estas páginas sólo para usted y para mí, sino para públicos agresivos y de diferentes opiniones. Yo la conozco bien y sé que no ha pensado jamás en engañar a su amado público ruso, ni a los demás públicos serios para los que con tanta frecuencia escribe. Puedo citar, además, acerca de estos mismos asuntos a un testigo veraz y que está bien vivo...
La opinión es libre, señora. Usted puede muy bien creer, a ojos cerrados, todas estas cosas, pero a mí, por mi parte, también me es lícito el depurarlas como una completa sarta de embustes y..
Acaeció entonces una cosa singularísima e inexplicable. Al pronunciar el señor Pietre Petrovitch aquella última palabra «embuste», dió un repentino salto sobre su asiento cual si le hubiese mordido una víbora, Seguidamente echó a correr escalera abajo como un loco; requisó todos los objetos debajo la galería; examinó uno por uno, con minucioso esmero, todos los macizos del jardín, y, pálido como un muerto, retornó a nuestro lado, en la terraza.
¿Qué es lo que le ocurre, amigo?—exclamó alarmada e intentando socorrerle, María Nikolaevne.
Petrovitch no contestó, sino que revisó segunda vez los peldaños de la escalera, los techos, y todo, en fin, y hasta recorrió con mirada escrutadora los últimos confines del bosque.
Pero, ¿qué es lo que está usted buscando, en fin?—exclamamos todos exasperados.
—No, nada...—dijo vacilante el doctor Pietre, con voz imperceptible y enjugándose las gruesas gotas de sudor frío que brotaban de su frente—. Acaso se trata de una broma que...
¿Una broma?—insistimos, llenos de extrañeza.
Pero, en serio, ¿es que no han visto ustedes realmente a nadie?— acabó por preguntar, ansioso, nuestro hombre.
Unos a otros nos miramos todos entonces, como dudando de lo que oíamos y hasta temiendo por la razón del escéptico amigo. Después respondimos a una:
No; no hemos visto a nadie, fuera de los aquí presentes, desde hace rato,
¡Pues yo sí que he visto a alguien!—balbuceó el doctor... ¡Y he visto y tocado una mano también! Una mano que...
¿Qué es lo que decís?...
Sí; que he visto una mano, indudablemente de mujer; una mano blanca, aristocrática y transparente cruzada por venas azules. juraría como que alguien que hubiese ven ido no sé cómo del jardín frontero me hubiese cogido familiarmente por el brazo, apretándomelo hasta tres veces, cual si tratase de arrastrarme hacia afuera de la galería... Tal decía, respirando con dificultad y pálido como la cera, el bueno de Pietre Petrovitch.
Sin duda lo ha soñado—le dijimos para tranquilizarle.
No lo sé si ha sido visión o ensueño—añadió—, lo que si sé es que he tenido el tiempo suficiente para examinar la mano por completo, pues que ha peranecido algunos segundos asida a mi brazo como unas tenazas, y acabando por fundirse en mi brazo como un efluvio nervioso o eléctrico.
Esta es buena lección, sin duda—arguyó la señora Nikolaevne solemnemente—. Sabed que es la propia forma astral de Radha Bai la que se le ha mostrado y le ha cogido por el brazo para hacerle a usted la cariñosa advertencia de que se abstenga de calumniarla ante las gentes en lo sucesivo.
El aspecto de Pietre Petrovitch era el de un hombre atontado; entenebrecido como ante realidades de un orden muy superior a cuanto buenamente imaginase nunca. Distraído, absorto, y como si aun le durase el astral contacto de la mano, examinaba una y otra vez la manga de su chaquet. Luego tornó a su búsqueda por el jardín, como un hombre maniático que trata de perseguir la sombra de lo que ya no existe... Todos le seguimos...
Entretanto, la tensión eléctrica se había hecho insoportable. fulguró el relámpago, estalló instantáneo un horrísono trueno, y vimos caer al par casi sobre nuestras cabezas el rayo... Un momento más, y todo el alero del tejado de la casa que acabábamos de abandonar, se desplomó con estrépito sobre la galería aquella, en la que un momento antes estábamos leyendo la mágica obra de Radha—Baí...
En medio del terror que nos inmovilizó a todos en el jardín, se oía la entrecortada voz de angustia de Pietre Petrovitch, que decía ya con patéticos acentos de convencido:
¡La mano! ¡Sí; su mano aristocrática e inconfundible, que me quería arrastrar fuera de la galería para salvarme y salvarles del peligro...!
Todos asentimos de corazón, aterrados y sin decir palabra. En efecto, ¡era demasiado elocuente todo aquello para ser frívolamente considerado!