Asesinato a distancia
Asesinato a distancia
Miguel Obrenovitch, rey de Servia, apuñalado en los jardines
«a distancia » su obra de crimen.—¡Vengada! ¡¡Vengada!!...
Cierta mañana de 1867, una espantosa noticia conmovió a todo el
Oriente europeo: Miguel Obrenovitch, rey de Servia; su tía Katinka, o
Catalina, y la hija de ésta, habían sido asesinados en pleno día en el
propio jardín de su palacio, sin saberse quiénes fueran los asesinos. El
príncipe estaba cosido materialmente a puñaladas y acribillado a tiros;
la princesa Catalina tenía deshecha la cabeza a golpes, y su joven hija
agonizaba a consecuencia de sus heridas. Todas las circunstancias del
terrible crimen causaron, como era natural, una excitación y una
ansiedad general rayanas en la locura.
Desde aquel instante cruel, de Bucarest hasta Trieste, así en el
Imperio austriaco como en todos los países dependientes del dudoso
protectorado de Turquía, ningún aristócrata de sangre, ni príncipe, se
creyó seguro y se extendió doquiera el rumor de que aquel crimen
político había sido ejecutado por Tzerno—Guorgey, o sea por el príncipe Kara—Georgevitch.
Numerosos inocentes fueron encarcelados, mientras que como suele
suceder siempre, lograron escapar los verdaderos regicidas. Un niño, muy
amado en Servia, próximo pariente de las víctimas, fué sacado de un
colegio parisiense, conducido con toda pompa a Belgrado y coronado corno
rey de Servia bajo el nombre de Hospodar.
Dado lo que son en todos los pueblos las pasiones políticas, la
tragedia de Belgrado se olvidó, borrándose con ello las rivalidades y
odios que ella despertara. Pero había una anciana matrona servia, ligada
por los más íntimos afectos a la familia de los Obrenovitch, y que,
como Raquel, no se avenía fácilmente a consolarse con la muerte de los
suyos. Proclamado el joven Obrenovitch, sobrino que era del príncipe
asesinado, la matrona misteriosa vendió su patrimonio y desapareció de
la vista de todos, no sin jurar antes, sobre la tumba de las víctimas,
que las vengaría. Quien escribe esta verídica historia había pasado unos
días en Belgrado tres meses antes de cometerse el crimen, y conocía a
la princesa Katinka, que era una criatura muelle, abúlica, pero llena de
bondad, y una perfecta parisina por su excelente trato y educación. En
cuanto a los personajes que figuran en esta narración, como aún viven,
ocultaré sus nombres bajo sus iniciales.
La anciana servia aquella de nuestro relato, que de tal manera había
jurado venganza, salia muy poco de su casa, ni aun para visitar de tarde
en tarde a su amiga la princesa Katinka. Lánguidamente reclinada sobre
tapices y orientales almohadones y ataviada con el típico vestido
nacional, recordaba a la propia Sibila de Cumas en sus días de tranquilo
reposo y alejamiento del mundo.
Cierto que se contaban extrañas historias acerca de los
conocimientos. ocultos de aquella solitaria mujer, circulando entre los
huéspedes reunidos alrededor del hogar de nuestra modesta posada relatos
aterradores, capaces de poner los pelos de punta al más valiente. El
primo de una solterona ha de nuestro obeso posadero, había caído cierto
día bajo la garra de un vampiro cruel que estuvo a punto de desangrarle y
matarle con sus continuadas visitas nocturnas. Vanos fueron los
esfuerzos del pobre cura de la parroquia que le exorcizara, y ya
desesperaban todos acerca de la víctima, cuando Gospoja P.—así llamaré
desde ahora a la misteriosa sibila le curó al joven, ahuyentando al
espíritu obsesor con sólo amenazarle con el puño y reprenderle en su
propia lengua. Allí, en Belgrado fué, pues, donde aprendí el curioso
detalle de que todos los fantasmas tienen un lenguaje peculiar suyo.
Añadamos también que Gospoja P., o séase la anciana en cuestión,
tenía como sirviente a una joven gitana de unos catorce años, procedente
de Rumania, gitana llamada a desempeñar un gran papel en este espantoso
relato. Quiénes fueron los padres de la muchacha y cuál el lugar de su
nacimiento, lo ignoraban todos, incluso ella misma. A mí se me contó que
una tropa de vagabundos la habían abandonado un día en el patio de la
Gospoja P., y que ella respondía por el nombre de Frosya o «la niña
sonámbula», por su rara anormalidad de dormirse sonambúlicamente a la
menor insinuación y de hablar en este estado cual una médium autómata.
Por aquel entonces viajaba yo mucho. Diez y ocho meses después del
asesinato del príncipe servio, recorría la pintoresca comarca italiana
de Banal en un carricoche de mi propiedad, para el que iba alquilando
sucesivamente caballo en las localidades que visitaba cierto día de mi
peregrinación, extasiada con la contemplación de las bellezas del
paisaje, estuve a punto de atropellar, distraída, a un anciano sabio
francés, quien, como yo, recorría, aunque a pie, aquellos
lugares. Simpatizamos ambos, y sin ceremonias enfadosas, aceptó el
puesto que yo le ofrecí de buena voluntad a mi lado, un modesto asiento
de heno en mi carro, de constante traqueteo. El nombre del científico
francés era célebre en las Sociedades consagradas a los estudios del
magnetismo y sus similares, como uno de los mejores discípulos de
Dupotet.
¡Cuánto me alegro de nuestro encuentro!—me dijo mi sabio compañero en
el curso de nuestra científica conversación. En esta solitaria Tebaida
deliciosa he encontrado un «sujeto sensitivo», una muchacha de lo más
notable que darse puede. ¡Es una maravilla, y por su mediación tratamos
esta noche, con su familia, de descubrir, mediante sus dotes
clarividentes, el misterio que rodea a cierto asesinato.
—¿De quién se trata?—pregunté curiosa.
—De una gitanilla rumana, quien parece se ha criado entre la familia
del príncipe de Servia, aquel príncipe que ya no existe, porque pronto
hará dos años que fué asesinado del modo más miste... ¡Eh, diable,
tened cuidado, que nos vamos a despeñar por ese
precipicio!—interrumpióse a sí propio el francés, arrebatándome las
riendas del caballo.
—¿Acaso el príncipe Obrenovitch?— exclamé alarmadísima.
—¡El mismo!, y como os digo—continuó el francés—pienso llegar junto a
la aldea esta misma noche para ultimar allí una serie de sesiones de
magnetismo, desarrollando condicho fin una de las más admirables
manifestaciones que yacen ocultas en el fondo de nuestro espíritu. Si os
prestáis a acompañar me, podréis servir de intérprete, puesto que
aquella familia no habla el francés.
A mí, con aquello, no me cabía la menor duda de que se trataba de
Frosya y de que Gospoja P. la acompañaría, como así resultó bien pronto.
Caía la tarde y llegábamos a la falda de una montaña: le vieux château,
como el buen francés dió en llamarla. En uno de aquellos sombríos
albergues de la poética falda nos detuvimos, sentándonos en un rústico
banco de la entrada. Mientras que mi compañero de viaje cuidaba
galantemente de mi caballo, vi sobre un inseguro puentecillo de la
torrentera vecina la figura espectral, pálida y alta de mi antigua amiga
Gospoja P..., quien no pareció mostrar sorpresa alguna por ello. Al
llegar a mí me saludó con el triple beso en ambas mejillas,
característico de Servia, y me condujo cariñosamente a su choza de
hiedra, donde, reclinada en una alfombrilla sobre la hierba y con la
espalda contra la pared, reconocí a la joven Frosya...
Frosya vestía el clásico traje válaco; una especie de turbante de
gasa con cintas y doradas medallitas; camisa blanca de mangas abiertas y
falda de chillones colores. Su cara presentaba una palidez extremada,
sus ojos cerrados, daban a su cuerpo ese aspecto de estatua peculiar a
todos los sonámbulos clarividentes, hasta el punto de que, a no ser por
el ritmo respiratorio de su pecho adornado de medallas y sartas de
collares de cuentas, se la hubiera creído muerta. El francés me dijo que
la había ya dormido de igual modo que la noche antes, y sin reparar más
en nuestra presencia, les dió unos cuantos pases y la llevó al estado
cataléptico. Cerróla después uno por uno los dedos de la derecha, salvo
el índice, con el cual la hizo señalar a la estrella de la tarde, que
lucía esplendorosa en el inmenso azul del cielo. Siguió así regulando
los pases magnéticos y manejando los invisibles pero poderosos fluidos
de Frosya como un hábil pintor que da los últimos toques a su cuadro. En
aquel momento, la anciana le detuvo y le dijo en voz baja:
Esperad a las nueve, a que se oculte el hermoso lucero. Los vurdalakis vagan en derredor y pueden contrarrestar nuestra influencia.
—¿Qué es lo que decís?—opuso, contrariado, el magnetizador.
Yo expliquéle a éste entonces qué eran en Oriente los vurdalakis y su perniciosa intervención. tan temida por la anciana.
¡Vurdalakis! ¡Bah! Harto tenemos ya con los espíritus cristianos que acaso nos honren esta noche con su visita.
La Gospoja se había tornado pálida como una muerta; su entrecejo
tenía un fruncimiento pavoroso, y sus encendidos ojos chispeaban
fatídicos.
Decidle que no se chancée en momentos como los de estas horas
nocturnas— exclamó—. Este señor no conoce el país y no sabe que hasta la
misma santa iglesia de ahí enfrente sería impotente para protegernos
contra la irritación de los vurdalakis.
Y, empujando con desagrado un manojo de hierbas que había dejado en el suelo el botánico francés, añadió:
¿Qué envoltorio es este? ¡Son plantas de verbena, la hierba de San
Juan, que no deben dejarse aquí, so pena de atraer a los vagabundos
vampiros!
La noche había ya extendido su manto por completo, y la luna, con su
luz plateada de fantasmagóricos tintes, realzaba el misterioso ámbito
del paisaje, en una de aquellas placideces del Banal que resultan tan
hermosas casi como las del Oriente. Nos hallábamos operando el fenómeno
magnético en medio de aquel campo, porque el pobre párroco de la aldea
había dicho al magnetizador:
—Alejaos del lugar, no sea que invadan su recinto y el de la iglesia
vuestros demonios extranjeros, contra los que, como extranjeros, no
tendrán valor mis exorcismos.
El francés se había quitado su guardapolvo de viaje y arrollado las
mangas de su camisa, tomando la actitud teatral tan del caso en semetes
operaciones magnetizadoras. Bajo sus dedos nerviosos, el flúido parecía
resplandecer como luces fosfóricas. Frosya, cara a cara de la luna, nos
dejaba ver todos sus movimientos convulsivos cual si de día fuese.
Grandes goterones de sudor surgían de su frente, resbalando por sus
demacradas mejillas. Seguidamente la muchacha inició un lento vaivén de
inquietud, y comenzó a entonar una salmodia extraña, cuyas notas y
palabras recogía ávida Gospoja, transformada en la estatua de la
atención, con su dedo huesoso en los labios; los ojos saltándose de sus
órbitas; su cuerpo inerte y una actitud de ansiedad indescriptible,
formando con la joven Frosya un contraste digno de ser inmortalizado en
un cuadro. Además, la escena toda que empezó seguidamente a
desarrollarse, era harto digna de cualquiera de las más trágicas del Macbeth:
la i nfeliz muchacha, retorciéndose atormentada bajo los tan invisibles
como poderosos flúidos que sobre ella descargaba su tiránico
magnetizador, y de otro lado la vieja matrona, obsesionada por su sed
ardiente de venganza, y esperando oir pronunciar, al fin, de un momento a
otro, el nombre del asesino de sumado príncipe servio. Hasta el
omnipotente magnetizador francés parecía transfigurado; erizada
eléctricamente su nívea y rizada cabellera, y agigantada de un modo
increíble su tosca y pequeña estatura. No había, pues, allí engaño ni
teatralidad, sino una de las más estupendas y aterradoras experiencias
de magnetismo nativo, bien por encima de los más altos conocimientos
ocultistas del que la había provocado inconscientemente.
Súbito, como movida por un resorte y un poder sobrenaturales, Frosya
se puso en pie; no aguardaba más para lanzarse hacia lo desconocido cual
una autómata, que a recibir las órdenes del que en aquellos instantes
era su omnímodo dueño. Este, entonces, tomó solemnemente la mano de la
Gospoja y, colocándola sobre la de la sonámbula, ordenó a esta última
que obedeciese a aquélla.
—¿Qué es lo que ves, hija mía?—murmuró ansiosamente la señora ser
via—. ¿Puede, acaso, tu espíritu, dar con los asesinos de nuestro
príncipe y decirme sus nombres?
¡Busca, pues, solícita, lo que la señora te manda!—ordenó a su vez,con firmeza, el magnetizador.
Ya estoy en camino—exclamó débil mente la chiquilla con vocecita que, más que de sus labios, parecia salir de su doble y a corta distancia.
Imposible describir con acierto lo que en este momento aconteció.
Algo así como una nube blanquecina e informe se fué condensando al lado
de Frosya, envolviéndola primero con su azulada y metálica luz y
destacándose claramente después a su lado con cárdenos, cloróticos
destellos de relámpago, cual un cuerpo nuevo y brillante junto a cuerpo
material, para separarse de éste al fin, coherente, semisólido y,
después de flotar unos segundos sobre el espacio, lanzarse raudo y
silencioso hacia el riachuelo, desapareciendo al fin corriente abajo en
la lontananza, confundido con los rayos de la luna, cual jirón de niebla
deshecho en noche otoñal.
No hay que añadir que la escena tenía absorbida todas mis potencias
bajo un sopor de ensueño misterioso. ¡Veía, en efecto, desarrollarse
ante mis ojos espantados nada menos que la evocación de los scin—leca
de Oriente! Dupotet tenía razón al afirmar, como lo hizo, que el
magnetismo occidental no es sino la magia consciente de los antiguos, y
el espiritismo el inconsciente efecto de la misma magia sobre ciertos
organismos neurasténicos.
Conviene añadir que, no bien el vaporoso doble astral de la joven se
había desprendido de su cuerpo físico, la pérfida Gospoja, con un veloz
movimiento de la mano que tenía libre, había sacado de debajo su abrigo
y colocado en el seno de la magnetizada un pequeño estilete o puñal,
todo con tal rapidez, que ni el mismo magnetizador se dió cuenta de
ello, según me dijo luego. Siguióse entonces un sepulcral silencio, en
el que se oía casi el emocionado latido de nuestros respectivos
corazones, mientras que nuestros cuerpos parecían haberse petrificado de
sorpresa como el de la mujer de Lot. Mas, a poco, la sonámbula lanzó un
estridente grito que conmovió los ecos de la montaña, al par que se
inclinaba hacia delante. Empuñando el buído estilete, comenzó a
esgrimirle con saña a diestro y siniestro en su alrededor, con la más
salvaje sonrisa de la venganza satisfecha, en aquellos sus enemigos
imaginarios, y lanzando espuma por la boca, al par que pronunciaba
varias veces, entre incoherentes exclamaciones guturales, dos vulgares
nombres cristianos de hombre... El magnetizador, al ver aquello, se
había aterrado de tal forma que, en vez de descargar de flúidos a la
sonámbula en aquella escena de angustia, la cargaba más y más de ellos,
vigorizándola.
—¡Desgraciado, deteneos!—gritéle exasperada—.¡La vais a matar, si es que ella no llega a mataros!
El imprudente magnetizador, sin darse cuenta, había despertado, a no
dudarlo, sutiles fuerzas o entidades de la Naturaleza Oculta sobre las
que carecía de todo poder. La sonámbula misma, en su paroxismo homicida,
le asestó con saña una tremenda puñalada que él pudo evitar dando
oblícuamente un gran salto, pero no sin que recibiera un rasguño de
consideración en el brazo derecho. Aterrado así el infeliz francés,
trepó con la agilidad de un gato perseguido al muro vecino, en el que se
puso a cabalgar a horcajadas, al par que, temblando aún de miedo,
alcanzó a reunir los restos de su desecha vol untad para lograr que, al
fin, soltase la muchacha el arma y quedase paralizada.
¿Qué habéis hecho, desgraciada?— gritó entonces a Frosya el
magnetizador en su nativa lengua francesa—. ¡Responded, claramente, al
punto!
A lo que ésta contestó en el más correcto parisién con gran
estupefacción mía, pues sabia que normalmente la chiquilla ignoraba
aquella lengua:
No he hecho otra cosa que... lo que ella me ha ordenado que hiciese, y
eso porque vos mismo me habíais exigido que la obedeciese en todo...
¿Pues qué es lo que os ha mandado hacer la vieja bruja?—añadió el francés irrespetuosamente.
Que encontrase a los asesinos del príncipe de... y que, así que los
viera, los matase, como lo acabo de hacer... ¡Oh, qué felicidad;
vengados, vengados al fin!—añadió ya en su propia lengua.
Una estruendosa exclamación triunfal de la Gospoja acogió estas
últimas frases de la inconsciente sonámbula. Una carcajada infernal de
venganza satisfecha, carcajada que hizo ladrar lúgubremente a todos los
perros de los contornos.
Vengada, sí, vengada; ¡lo sabía! Mi corazón no me engaña al decirme
que aquellos infames criminales han dejado ya de existir—exclamó—, y
cayó al suelo agotada de nervios, arrastrando con ella a la sonámbula.
¡Oh, y qué buen sujeto de experiencias es esta muchacha!—dijo el pobre francés, bien ajeno al verdadero desenlace de aquella inocente práctica de magia de mala ley—. ¡peligrosa sí, pero admirable!—terminó frotándose las manos contentísimo.
De allí a pocas horas me separé del pobre francés, de la Gospoja y de
Frosya. Tres días más tarde me hallaba en el comedor de un buen hotel
en T... esperando que me sirviesen el desayuno. Mi vista se fijó
distraídamente en un periódico, donde con sorpresa inaudita leí:
«Dos muertes misteriosas.
Viena.....
Anoche a las nueve y cuarenta y cinco minutos, cuando el Príncipe
se retiraba a su cámara, dos señores de su séquito dieron las más vivas
muestras de angustioso terror, tambaleándose como ebrios por el ámbito
dela cámara, cual si pretendiesen esquivar los golpes de un invisible
asesino. Incapacitados de prestar atención a las preguntas del Príncipe y
del resto de los circunstantes, cayeron prontamente en el suelo en
medio de una extraña agonía. Sus cuerpos no mostraban señal alguna de
heridas ni de aplopejía, y si sólo en la piel unas manchas grandes y
negruzcas, cual de unas absurdas puñaladas que hubiesen desgarrado las
carnes sin tocar a la epidermis. La autopsia ha mostrado en aquellas
heridas llenas de sangre coagulada, la huella de un instrumento
punzante, un puñal o la punta de una espada. La Facultad de Medicina se
ve obligada a confesarse incapaz de descifrar tamaño enigma científico.
En las altas esferas reina gran excitación con este motivo...»