Comentario XI
Comentario XI
El Espíritu inmortal del Hombre.—El falso temor a la
prematuros.— Medios de diagnóstico precoz de la muerte verdadera.
«Están en crasísimo error—dice Krishna a Arjuna en el
Bhagavad-Gitâ—aquellos que opinan que el Espíritu mata o que se Je puede
matar. El Espíritu, que es Eterno, nunca ha tenido nacimiento, ni está
sujeto a la muerte, porque, ¿cómo puede dejar de existir no habiendo
sido llamado jamás a la existencia? Él es, en efecto, eterno,
imperecedero, indestructible, sin principio ni fin, y, cuando su
envoltura mortal es, por la muerte, destruída, no por ello se aniquila
ni experimenta siquiera quebranto alguno.
Por el contrario, como enseña Mirbeau, a partir de la entrada en el
más allá de lo que llamamos doble astral, la intimidad de las al mas se
hace más y más perfecta, y merced a ello, como dice Lavater, «la muerte,
no sólo embellece nuestra vida inmaterial, sino que su simple
perspectiva ideológica da una más bella forma a la vida misma», razón
por la cual el gran «brujo moderno» de Edisson exclama: «Temer a la
muerte, es ignorar sus bellezas, cerrar ciegamente los ojos a los
esplendores del infinito espacio, cuyas puertas abre la muerte de par en
par para nuestras almas, ya fatigadas por las luchas y privaciones
terrestres; es tomar por sombra la más brillante de las luces; es
recelar de que, así como nada se crea, tampoco nada se transforma; es,
en fin, revelar que no se está muy seguro de haber cumplido con el
deber, porque el que posee semejante convicción íntima, aunque carezca
de creencias religiosas, afronta sereno el misterio de ultratumba,
persuadido de que ni en el más allá, si existe, se le exigirán
responsabilidades, ni tampoco en el más acá será execrada su memoria...»
Fortem posee animum, mortis terrore carentem, que dijo juvenal (Sátira
X), o como cantó el sublime Castelar: Un día eterno en el hombre, o un
día eterno en la Tierra, nos aislarían, el primero, del Creador, y el
segundo, de la Creación.»
Además, el conocimiento de lo que llamaron euthanasia los sabios
griegos, nos enseña que muerte es algo muy distinto de lo que solemos
creer.
El biólogo Varigny se ha consagrado al estudio experimental de la euthanasia
y ha podido comprobar que la muerte, en sí, no es nunca dolorosa; que a
menudo resulta, moral y materialmente, agradable. Esta consoladora
tesis demuestra que nuestro miedo a la muerte, no es sino el temor a lo
desconocido, temor que hemos heredado de la religión egipcia y que, a
través del pueblo judío, materialista siempre y de dura cerviz para
todos los problemas transcendentes, ha formado algo consubstancial, por
decirlo así, más del Catolicismo romano, que del propio Cristianismo.
Entre otros muchos casos, Varigny refiere el del abogado Beaufort,
que fué sacado de un río medio ahogado ya. «Al hundirme—cuenta la
víctima—, cuando ya dejé de hacer esfuerzos por volver a la superficie,
un sentimiento de calma y de tranquilidad se apoderó de mí. Dominábame
una apatía completa y no tenía la menor idea de que fuese un mal el
morir así ahogado. Ni física ni moralmente experimentaba sufrimiento
alguno y no pensaba ni en salvarme. Mis sensaciones todas, por el
contrario, eran tan agradables como las que tiene uno antes de dormirse.
Mis pensamientos eran rápidos; mi vida entera pasó ante mi recuerdo en
una especie de panorama. Al fin, todo cesó y senil que, efectivamente,
me moría. Igual refieren algunos que han estado en trance de morir de
hambre: pasadas las primeras y naturales angustias, el Hada—Imaginación
se ha encargado de apagar tales sufrimientos con astrales perspectivas
de los más extraños banquetes consoladores, al modo de como es frecuente
también en ciertas enfermedades graves, en las que el paciente, más
cerca ya del otro mundo que de éste, se cree envuelto en esas
ultraterrestres delicias que nosotros, desde aquí abajo, denominamos
«delirios».
Porque la muerte, como todas las demás cosas nuestras, tiene su
anverso y su reverso. A la manera de otras despedidas, juzgamos
falsamente de la efectiva alegría del que se va, por la tristeza de los
que se quedan, hasta el punto de que, no sé si Fenelón o Bossuet llegó a
formular la luminosa idea del contraste en que, respecto de la muerte,
se hallan siempre nuestra experiencia y nuestra conciencia, aquélla
demostrándonos que todo cuanto vive muere, y ésta sugiriéndonos desde el
fondo de nuestro Inconsciente—donde seguramente yace la reminiscencia
de nuestras vidas anteriores, la certidumbre de una in mortalidad pasada
y de otra futura—la idea de que, a pesar de aquello, no moriremos, es
decir, no perderemos con la muerte la continuidad de nuestra conciencia
psicológica
Viniendo ya al otro punto de las «muertes aparentes» y de la
«resurrección de los muertos», «de las que con tan médica competencia
nos habla la Maestra, antes que razonar por nuestra propia y profana
cuenta, preferimos transcribir una parte de la admirable conferencia que
nuestro amigo el Dr. Rogelio Buendia, discípulo predilecto del
malogrado Lecha—Marzo, ha pronunciado este mismo año en la cátedra de
Medicina Legal, de la facultad de Sevilla, acerca de este mismo tema de
la muerte real y de la muerte aparente.
«La muerte—nos dice— es para Hoffman la plenaria extinción del
movimiento del corazón, de las arterias y de los círculos de la sangre, a
la que sigue la corrupción.» Mende dice que muerte aparente es el
estado en el cual la vida continúa sin que se manifieste ningún signo
exterior: el corazón no late, la respiración es nula, el cerebro no
tiene acción.» Convencidos de que existen estados en que el clínico duda
de si un individuo ha muerto o no; sabiendo, como sabemos—y más
adelante hablamos de ello—que en la Historia de la Medicina abundan los
casos de hombres enterrados vivos: no hay que dudar de la importancia
que tiene el poder determinar de manera segura si un individuo ha dejado
de existir o si, por el contrario, conserva un hálito de vida.
Para explicar este estado de muerte aparente, en que todos los
síntomas vitales han desaparecido a simple vista, nada mejor que
exponeros aquí la sencilla y a la vez maravillosa exégesis de la metagonía,
que, en su Patología General, presenta nuestro glorioso Letamendi,
quien enseña que, después de la agonía, existe un período ultra—agónico
en que toda impresión de vida desaparece. A este tiempo lo llama metagonía.
«El período de metagonía, escribe el maestro, constituye la contra
agonía o agonía ulterior, de la cual se puede sin reparo afirmar que
consiste en el dispendio ultravital de todas las energías fisiológicas
acumuladas en los diversos focos dinámicos a la hora de la resolución o
muerte individual.» La Metagonía humana constituye el periodo en que
ocurre declarar acerca de la efectividad de la muerte y en que tiene
lugar la reanimación del individuo, caso de muerte aparente.» Este
periodo se deja medir por los límites: uno de origen, que es la
resolución (muerte individual); otro de término, que lo establece el
primer indicio de sustitución o corrupción (muerte local):
Revivir no es resucitar.
El individuo que está muerto no puede volver a la vida: es esta
una cuestión irrefutable. (Véase Questiones médico legales, de Zacchías,
tomo III, capítulo De miraculis.)
Zacchías d ice: Qui vult probare mortuum resurrexisse, tenetur ante probare Ilius mortem.
Es decir, que hay antes que probar que un individuo ha muerto, para
demostrar que ha resucitado. Non probeta morte, non potest probari
resurrectio. Y he aquí, en unas breves palabras de Letamendi, el porqué
del redivivir. «Caso de muerte aparente, como quiera que el redivivir no
es resucitar, acontece que al fin el sujeto utiliza aquellas energías
en dar señales de vida.»
Aclarado este punto, digamos por qué mecanismos puede sobrevenir la muerte aparente. Hasta ahora se han admitido los siguientes: 1.º Por síncopes emocionales, por síncopes por hemorragias, etc. 2.º
Por anestesia artificial. 3.º Por asfixias. 4.º Por fulguración,
congelación, conmoción cerebral. Desechamos la letargia histérica y el
coma epiléptico.
Para formarnos una idea de las distintas formas de muerte aparente y,
sobre todo, para convenceros de la importancia del diagnóstico de
muerte cierta, nada mejor que la exposición de algunos relatos de hechos
comprobad os por médicos o por hombres de cuya veracidad estamos
seguros, Bruhier, en su tratado sobre la incertidumbre de los signos de
muerte, publicado en 1740, divide los 191 casos de errores de
diagnóstico de muerte en los siguientes grupos: 1.º Enterrados vivos, 52
casos. 2.º Abiertos por el cirujano antes de morir, 4. 3.º Vueltos a la
vida espontáneamente después de estar encerrados en el ataúd, 53. 4.º
Dados por muertos sin estarlo, 72.
Nosotros hemos ojeado los tratados de Zacchías, Winslow, Federé,
Orfila, Barnades, Kirch man, Lancisi. En todos ellos hay un gran caudal
de casos de enterramientos en vida y de falsos diagnósticos de muerte.
Algunos de los citados casos he de presentarlos, así como dos casos
inéditos, uno de ellos de una gran fuerza de horror.
Un caso clásico, que citan Apuleyo, Cornelio Celso y Plinio el
Antiguo, es el de Asclepiades de Prusea, que se acercó a un cadáver que
llevaban a enterrar y, notando en él señales de vida, consiguió que
rediviviera. Amato Lusitano refiere que un médico de la reina Isabel la
Católica volvió a la vida a uno de sus enfermos, ya amortajado. Es el
mismo caso ocurrido a nosotros durante la pasada epidemia de grippe que
asoló a Huelva. Fuimos por entonces médico de la Beneficencia Municipal
en un barrio muy populoso. Teníamos infinidad de enfermos que visitar y
era para nosotros una penosísima tarea el atender a todos los atacados,
hacer los análisis de orina de todos ellos y constatar los signos de
muerte.
En ese maremagnum, recibimos un aviso que no pudimos hacer hasta bien
entrada la tarde. Cuando llegamos a la casa, nos dijeron que la enferma
había muerto. No teníamos el menor antecedente patológico, pues era la
primera vez que íbamos a visitar a la ya difunta. Entramos en la
habitación en que yacía el presunto cadáver. Todos los preparativos
mortuorios estaban ya allí: el ataúd, los cirios, los paños negros...
Nos acercamos, con cierto recelo al cuerpo de la joven. Representaría
tener unos diez y seis años. En una cara cérea, la boca entreabierta y
los ojos abiertos, daban la impresión de la muerte. Tocamos la frente,
que estaba fría. El pulso estaba tan perdido que casi no se precisaba.
El corazón se escuchaba como si estuviese lejos... Preguntamos por los
antecedentes de la muchacha y nos dijeron que padecía de «ataques de
nervios», y que en uno de esos se había quedado. Hacía varios días que
no comía apenas ni casi hablaba. Convencidos de lo que se trataba,
gritamos al oído de la muerta:—Te mando te despiertes. En la casa
hubieron de tomarnos por locos. Pero a las tres o cuatro veces que
repetimos la exhortación, la joven suspiró débilmente y tuvo movimientos
que indicaron ya a las personas que nos rodeaban que allí había vida.
Poco tiempo después la enferma hablaba. Se nos ocurre pensar en la
situación de esta pobre mujer si, dado el inmenso desbarajuste de los
días de epidemia, la hubiesen enterrado sin que nosotros no nos
hubiésemos ocupado sino en firmar la papeleta de defunción, o si hubiese
ido al depósito de cadáveres en el estado de letargia histérica
profunda en que estaba.
Entre los casos de operaciones hechas en falsos cadáveres,
está la de Vesalio, puesto en duda por numerosos autores. Según otros,
Vesalio introdujo el bisturí en el pecho de un personaje de la corte de
Felipe II. Al abrir el tórax, el célebre médico notó que allí había vida
y que él había dado, inconscientemente, la muerte.
El de Felipe Peu, comadrón muy hábil. Fué llamado para hacer una
cesárea en una mujer que creían que había muerto. La tocó en el corazón y
no advirtió ningún movimiento; le aplicó un espejo a la boca y vió que
el espejo no se empañaba. Todo esto le hizo creer que la mujer estaba
realmente muerta. Pero apenas comenzó la operación, el presunto cadáver
comenzó a temblar, a crujir los dientes y a moderse los labios. Bruhier
cita el caso de una muchacha a quien al amortajarla, un cirujano del
hospital de Anger fué a herirle los tegumentos, y, en aquel momento, la
joven dió señales de vida y se salvó.
Entre los casos de enterrados vivos están el de Francisco Civile,
gentilhombre normando del tiempo de Carlos IX, que se calificaba a sí
mismo de tres veces muerto, tres veces enterrado y tres veces resucitado
por la gracia de Dios. Feijóo cita el caso de un escribano de
Pontevedra a quien encontraron, al día siguiente de enterrado, con la
lápida levantada, el cuerpo ladeado y un hombro puesto en ademán de
forcejear. En las historias de Diómenes Cornario se lee la de una señora
que fué enterrada a los tres días de estar de parto, por considerarla
muerta. Cuando se hizo la exhumación, tenia el cadáver un feto en el
brazo derecho. La pobre mujer había dado a luz en la fosa. Thouret,
decano de la Facultad de Medicina de París, encargado de presidir las
exhumaciones del cementerio de los inocentes, vió un gran número de
cadáveres y de esqueletos cuya posición indicaba que habían sido
enterrados vivos, y tanto le impresionó esto, que en su testamento
ordenó que tomaran con él las medidas propias para impedir que se le
enterrara vivo.
Entre los casos de individuos reputados muertos sin estarlo, se halla
el del doctor Hamilton, quien se negó a que se enterrara una recién
parida tenida por muerta, volviendo ésta a la vida al cabo de tres días
de muerte aparente. En el journal des Savants del año 1746 se refiere el
caso clásico, citado después en muchos tratados, de layd Roussel. Para
todo el mundo esta señora había muerto. Pero su esposo, por exceso de
cariño, no podía persuadirse de que su mujer no viviera y la dejó en la
cama varios días. La reina envió a un representante para que diese en su
nombre el pésame al afligido coronel Roussel y lo persuadiera para que
enterrase a su señora. Roussel contestó que la presunta muerta no
presentaba señales de putrefacción alguna y por eso no la enterraba. Al
cabo de ocho días, lady Roussel, al oir las campanas de una iglesia
vecina, despertó de su estado soporoso, diciendo que quería ir a la
iglesia. Mata cita el caso de una niña que redivivió en un cementerio y
se la encontraron jugando con las flores de la corona que le habían
puesto. Zacchías, en su magno libro Cuestiones médicos—legales,
relata el siguiente caso, que transcribimos, traduciéndolo
literalmente: «Cierto joven que servía a los enfermos del Hospital del
Espíritu Santo, en el pasado año de 1656, fué atacado por la peste, de
cuya enfermedad le sobrevino un síncope, por el que se le juzgó muerto.
El cuerpo fué llevado con los otros cadáveres arrebatados por la
epidemia. Y sucedió que cuando los sepultureros lo colocaban en la nave
que, por el río Tíber, habla de llevarlo al lugar destinado para su
enterramiento, notaron en él algunas señales de vida, y conducido de
nuevo al hospital, después de volver en sí, cayó otra vez, a los dos
días, en síncope. Otra vez fué llevad su cuerpo con los cadáveres, para
ser enterrado, volviendo nuevamente a la vida y, siendo cuidado con
medicamentos convenientes, se libró por completo de la peste y vive
todavía.»
He aquí, para terminar, otro caso completamente inédito, y que nos
atañe a nosotros por tratarse una parienta muy cercana. Por los años
1876 a 1877, hubo en Huelva una gran epidemia de viruela. Los muertos se
contaban por centenares y eran hacinados en el depósito en pilas de
ataúdes. Cayó enferma de viruela una tía nuestra, hermana de nuestra
abuela paterna, que estaba embarazada de cinco meses. Al cabo de varios
días de enfermedad fué ten ida por muerta. Lleváronla al depósito de
cadáveres. Y al otro día, al ir hacerle el entierro, notaron que el
ataúd, por fuera, estaba manchado de sangre.
Al abrir la caja, se encontraron con que la señora había abortado.
Las uñas de las manos estaban ensangrentadas y clavadas en la cubierta
del ataúd, en ademán de forzar la tapa.
No quiero cansaros más refiriéndoos casos análogos que encontraréis
en los libros de Bruhier, de Winslow, de Bouchut, de Thoi not, de
Brouardel, de Parro!. No quiero repetiros la historia maravillosa del
coronel Towinsend, que hacia parar su corazón y lo hacía funcionar a su
capricho, hasta que un día pagó con la vida lo arriesgado de su
experimento. Ni tampoco la no menos maravillosa historia que Bouchut
cuenta en forma novelesca, de madamoiselle d'Olmond y de M. de Sézane.
Vuestro afán de saber os hará ir a esos libros y ellos os pondrán el
horror en el ánimo y el afán de investigación en el cerebro.
Con estos casos que al azar hemos tomado de las obras más
autorizadas, creemos que tendréis bastante para convenceros de la
importancia de este capítulo de la Medicina legal, y del capital interés
que hay en hacer un diagnóstico de muerte cierta.
Diagnóstico que debe ser precoz, sobre. todo en caso de guerra o de epidemia...
...Y que no teniendo un signo que llene en todos los casos la
condición de precocidad, debemos asesorarnos con el concurso de varios
signos de una técnica sencilla, para que puedan ser empleados por
personas legas en esta materia. De aquí que no hayamos hablado de signos
como el de Vaillant o el de Perosino, que están incluidos en los
métodos de laboratorio. Otra condición que ya hemos indicado es que el
signo que empleamos no sea vulnerante. Así, pues, digamos de una vez los
signos que por su sencillez y precocidad, debemos escoger para que,
completándose, nos conduzcan a un diagnóstico de muerte cierta. Nosotros
mostramos predilección por los tres métodos siguientes: 1.º
Auscultación del corazón. 2.º Aplicación del papel de tornasol al globo
ocular (Signo de Lecha—Marzo). 3.º Reacción sulfhídrica de Icard. Si
estos medios fuesen insuficientes, podríamos recurrir a cualesquiera
otros procedimientos, aunque menos seguros unos, o nada recomendables
otros, tales como la prueba ocular de D'Halluin; la punción del corazón,
de Middeldorf; la ligadura de Magnus; la no coagulación de la sangre,
de Donné; la de la acidez visceral, de Brissemoret y Ambard; la
antirreacción, la arteriotomía, etc., etc.
Hasta aquí el docto médico.
¡Ni una palabra más!—dirán, aterrorizados, no pocos profanos...
¡Ni una palabra más! —diremos también nosotros, viendo de tal modo
corroborados, como siempre, los extraños asertos de la Maestra.