VI. Parto, pero no solo
VI. Parto, pero no solo
Pocos días después de la escena, me embarqué para Europa, sin volver a
ver ya al buen bonzo. Sin duda estaba ofendido por mis impertinencias e
insultos. ¿Qué furia extraña, en efecto, se apoderaba de mí y me
obligaba, casi sin poderlo remediar, a insultar al santo asceta?... Sin
duda, más que una fuerza exterior e insensible que me dominase, era mi
amor propio escéptico el que así me impulsaba, y tan seguro me hallaba
real mente acerca de las imposturas del yamabooshi, que de antemano
saboreaba ya mi triunfo sobre él, al retornar entre los míos de allí a
varias semanas, y hallarlos sanos y dichosos.
Mas, ¡ay!, no hacía una semana que me encontraba a bordo, cuando la venda incrédula comenzó a caer tardíamente de mis ojos.
Desde el día memorable de la experiencia del espejo, yo experimentaba
en todo mi sér un cambio inexplicable, que en un principio achacaba a
las preocupaciones acerca de los míos, con las que llevaba luchando.
varios meses. Durante el día me encontraba abstraído, como embobado,
perdiendo de vista por algunos minutos toda la realidad que me rodeaba.
Mis noches eran intranquilas; mis ensueños tristísimos y hasta con
horrores de angustiosas pesadillas. Aunque buen marino, y con tiempo
extraordinariamente hermoso, sentía vagos mareos, y advertía de cuando
en cuando que las caras familiares de los pasajeros adquirían en tales
momentos las más grotescas formas de caricatura. Así, cierta vez, Max
Guinner, un joven alemán, a quien conocía de antaño, pareció
transformado de repente en su anciano padre, a quien enterrásemos tres
años antes en el cementerio de nuestra colonia. Conversábamos sobre
cubierta acerca del finado y de sus negocios, cuando la cabeza de Max se
me antojó rodeada de una nebulosidad extraña y gris que, condensándose
gradualmente en torno de su cara, sanota y colorada, la dió bien pronto
toda la rugosa apariencia de aquel a quien antaño yo mismo diese tierra.
Otra vez, mientras que el capitán hablaba de un ladrón malayo, a cuya
captura había contribuído, vi a su lado la repúgnante y amarillenta
cara del hombre a quien correspondía la descripción del marino, y
aunque, por supuesto, guardé silencio respecto a tamañas alucinaciones
creyéndolas debidas a las causas visibles que dice la Medicina, ello es
que se iban haciendo más frecuentes de día en día.
Cierto noche me sentí despertar bruscamente por un penetrante grito
de angustia.. Era la voz de una mujer en el paroxismo de su
desesperación impotente. Despertando, salté en una habitación que me era
completamente desconocida, donde una adolescente, una niña casi,
luchaba desesperadamente contra un hombre de mediana edad y de fuerzas
hercúleas, que la había sorprendido mientras dormía, al par que detrás
de la puerta, cerrada con llave, advertí una vieja haciendo la
centinela, vieja en cuya cara infernal reconocí al punto a la judía que
había adoptado a mi sobrinita, según viese en el ensueño de Kioto por
las artes del yamabooshi. Al volver a mi estado normal y darme cuenta de
mi situación, cai en la cuenta, ¡oh desesperación cruel!, de que la
víctima del brutal atropello no era otra que mi propia sobrina...
Ni más ni menos que en mi primera visión en Kioto, yo no sentía en mí
esa copasión que nace de la simpatía hacia la desgracia de un sér
amado, sino más bien una indignación varonil ante la afrenta infligida a
una criatura desvalida. Así que me precipité fieramente en su socorro,
asaltando el cuello de aquel sér lascivo y bestial; pero, no obstante mi
esfuerzo rabioso, el hombre continuó como si yo no existiese. El rufián
cobarde, exasperado ante la resistencia de la doncella, levantó
irritado su brazo vigoroso y de un terrible puñetazo sobre los dorados
bucles de su cabecita, la tendió en el suelo. Salté entonces sobre la
lujuriosa bestia prorrumpiendo en un rurugido de tigreza que defiende a
sus cachorros, tratando de ahogarle entre mis garras; pero, horror de
horrores. ¡Noté entonces, por primera vez, que aquel mi yo no era sino
una vana sombra!
Mis imprecaciones y gritos despertaron a todos los pasajeros, quienes
los atribuyeron a una pesadilla, así que no intenté confiar a nadie lo
que me acontecía. Pero desde aquel infausto día, mi vida no fué ya sino
una inacabable serie de torturas, porque, apenas cerraba. los ojos, se
me representaba con singular viveza el espantoso cuadro de dolores,
desastres o crímenes pasados, presentes o futuros, cual si un demonio
obsesor se complaciese en ofrecerme el macabro panorama de todo cuanto
de horripilante, bestial o maligno existe en este despreciable mundo.
Nunca un destello de felicidad, hermosura o virtud descendió, en cambio,
hasta la lóbrega cárcel de mi mental infortunio, sino lascivias,
traiciones y crueldades sin fin, en inacabable caleidoscopio, como
consecuencia de las pasiones humanas desatadas doquier.
¿Será todo esto—me dije al fin—el cumplimiento fatal del vaticinio de
mi amigo el bonzo? ¿Estará mi alma real y efectivamente bajo el impío
dominio de los crueles dai-djins?... Mas, no—respondí me al
punto, tratando en vano de recobrar la tranquilidad perdida—. Esto no es
sino una pasajera anormalidad que cesará tan luego como me vea en
Nuremberg y me convenza de lo infundado de mis absurdos temores. El
hecho mismo de que mi imaginación no me ofrece sino escenas macabras, me
demuestra que ello carece de toda realidad—. Pero entonces creí estar
oyendo las palabras del bonzo, cuando me decía:
Dos planos únicos de visión tiene el hombre: el augusto plano del
amor transcendente y las aspiraciones espirituales hacia una eterna Luz,
y el tempestuoso mar de las pasiones humanas, en cuya luz inferior se
bañan los descarriados dai-djins.