Comentario IV
Comentario IV
La lucha interior del materialista.—El Scila de la
sugestión elementaria y de crimen.
«Una vida encantada» es el perfecto cuadro de la triste
existencia del materialista, solicitada su psiquis siempre por dos
fuerzas contrarias: la una hacia ese mundo inferior de las percepciones
sensitivas que nos es común con los animales y en las que, sin embargo,
pretendemos fundar ¡toda nuestra ciencia!, y la otra hacia ese mundo
superior presentido por nuestra imaginación y recordado vagamente por
nuestro inconsciente.
Pasma, en electo, el considerar qué género de esfuerzos no ha hecho
el positivismo contemporáneo por explicarse a su modo aquello mismo que
no puede negar y, no obstante, niega o desnaturaliza; qué de quiméricos
fantaseas no ha formulado para huir de las tan sencillas y tradicionales
explicaciones del Ocultismo, que hacen efectivo aquello de la verdad es
casi siempre más extraña que todas las ficciones, como la misma
historia de la ciencia demuestra; qué de negaciones, en fin, de cosas
repetidas siempre por la tradición y que más larde se ha visto obligada a
admitir, por ejemplo, en la astrología, biología y alquimia...
Además, este terrible pugnar del positivista contra las eternas
verdades del pasado, acaba por hacer de él un perfecto abúlico, bajo la
apariencia de un sér eminentemente energético y volitivo, porque el
positivismo, como todas las críticas negativas, sí es bueno acaso para
destruir, es absolutamente impotente para edificar nada durable, nada
que hable al par a la complejísima integral de la psiquis del hombre,
con su razón, su imaginación, su sentimiento, etc., etc. De Holbach,
Rousseau y Voltaire y tantos otros, puede bien decirse aquello de que
han hecho odiosa la virtud con su letal escepticismo de dorada y frívola
corteza humanista.
En el caso del hamburgués de nuestro cuento se ve retratado, pues, al
vivo todo nuestro modo de ser moderno, oscilando siempre, como dice la
Maestra, entre el Scila de la superstición y el Caribdis de la
incredulidad más grosera y absurda, sin querer colocarse en el fiel de
la balanza, representado por las enseñanzas de la Teosofía. Y es lo más
extraño del caso, que muchas de estas gentes se dicen católicas o han
sido educadas al menos en el seno del Cristianismo, religión que, al
igual de todas las demás de Oriente, cuenta entre sus santos a multitud
de faquires, ascetas o yoguis, obradores de milagros, a la manera del
yamabooshi japonés que el cuento nos pinta.
En el epígrafe de referencia, en efecto, nos hace la Maestra una hermosa descripción de los poderes de los yamabooshis
o santos ascetas japoneses, esos hombres superiores que, aunque
alejados del mundo, cuidan de él a manera de Hermanos Mayores o
Entidades superiores de las razas.
Todas las religiones tienen santos de esta clase, y las leyendas que
de ellos se cuentan, en lugar de ser exageradas, resultan pálidos
reflejos de la realidad, siendo una lástima que el soplo de letal
escepticismo que ha pasado sobre la leyenda dorada cristiana, como sobre
todo lo europeo en el siglo XIX, nos haya desnaturalizado muchos de los
hechos realizados por aquéllos. Algo, sin embargo, ha quedado, aun en
obras tan anodinas como el Año Cristiano, por el padre Juan
Croiset, S. J., versión del padre José francisco de Isla, S. J., Madrid,
1867. Además, el estudiante de ocultismo teórico no ignora que estos
taumaturgos pertenecen, unos al Sendero de la Diestra y otros al de la
Siniestra, según la finalidad que los anime, ya en bien de la Humanidad
entera, ya en mero provecho de una institución particular, por gloriosa
que ella fuere.
Como, por otra parte, todos los precedentes del Cristianismo y del
judaísmo están ora en Oriente, ora en el Egipto, los santos de aquella
religión hubieron de seguir los unos la senda de los gimnósofos o
solitarios del Tibet y de la Tartaria, y los otros el régimen comunista
de las laurias, que es puramente egipcio. El lector agradecerá
seguramente el que bagamos una sumaria exposición de los milagros y
prodigios atribuidos a algunos de ellos, a la manera del del yamabooshi
del cuento, como anticipo, además, de lo que luego consignaremos acerca
de los yoguis y faquires de Oriente.
El fundador del ascetismo monacal cristiano en la Tebaida o desiertos
del Medio y del Alto Egipto fué San Pablo, primer ermitaño, quien,
huyendo de fa persecución de Decio, llegó a un lejano despoblado, donde
halló una cueva misteriosa, cerrada con una gran piedra, a la manera de
las del subterráneo de Aladino y de Juanillo el Oso, que más al pormenor
consignamos en nuestro libro De gentes del otro mundo, al
hablar de las Piedra iniciática o «Piedra cúbica». Tras la mole aquella,
el santo se vió altamente sorprendido al encontrar un gran salón, cuyo
techo estaba formado como con ramas de gallardísimas palmeras. Es fama
también que el heroico asceta no se preocupaba poco ni mucho del
alimento, que a diario le traía un cuervo, al tenor del célebre cuadro
de la escena, que se admira en el Museo del Prado. Así llevaba nuestro
santo noventa años en cotínua contemplación, cuando acertó a llegar allí
San Antonio, asceta casi centenario que buscaba un ermitaño que fuese
aún más antiguo que él, o sea que pudiese servirle como guía y maestro.
Según refiere San Jerónimo, Antonio vagó así tres días por aquellas
soledades, tropezando con espantosos monstruos y pálidos espectros que
trataban de cerrarle el camino, hasta que una loba— el eterno tema velsungo o lobezno
que tantas veces hemos hallado al hablar del mito wagneriano— le llevó
hasta el retiro de Pablo. Una vez en la cueva, cierta misteriosa
lucecita le condujo hasta el camastro donde reposaba el santo, ya
próximo a morir. Antonio, asombrado de la gloria que allí viese, corrió a
notificarlo a su Monasterio, diciendo a los suyos: «—¡Al ver a Pablo,
rodeado de inmarcesible gloria, me hago cuenta de que he visto a Juan en
el desierto o a Elías y a su carro de fuego...» Dos leones, según fama,
abrieron, en fin, con sus propias garras la tumba del santo tebaico.
San Antonio Abad, nacido en Heráclea del Alto Egipto, está
considerado por la Iglesia como el patriarca de los cenobitas. Siendo,
como era, un verdadero yogui cristiano, vivió confinado entre unas
ruinas durante más de veinte años; luego ha bitó un antiguo sepulcro
distante de la ciudad, al cuidado de un solo discípulo, en medio de las
tentaciones de los elementales o demonios, que molestaron a la continua
con toda clase de sugestiones y terrores. Algo análogo acaeció a San
Vicente, de Huesca, a quien es fama que un extraño cuervo le hacía la
centinela.
La fundación del Cenobio se debe a San Pacomio, abad, en la
Tebaida Alta, hacia el año 300. Discípulo del anciano Palemón, alcanzó,
por sus penitencias de verdadero yogui, hasta a caminar sobre ascuas
encendidas, cual suelen realizar los brahmanes hindúes en ciertas
solemnidades religiosas, y a desafiar asimismo los ataques de las
alimañas y serpientes venenosas. Establecido en el desierto de Tabena, a
orillas del Nilo, altenor de las voces astrales que escuchase al
efecto, organizó en grande escala, como indica H. P. B. respecto de
todos los ascetas de la Tebaida, la persecución de las obras de
Orígenes, Arrio y Melecio, conquistándose por ello fama de terrible
hechicero, siendo acusado como tal en Latopla por un Sínodo, aunque su
Regla se decía inspirada por un ángel.
Émulo del anterior fué San juan el ermitaño; nacido en Lycópolis de
la Tebaida, hacia el año 330. Metido durante cuarenta años en una mala
gruta, cuya entrada abría raras veces, fué consultado en numerosas
ocasiones por el emperador Teodosio. Es célebre su entrevista con
Evagrio del Ponto, y otros seis discípulos, a quienes refiriera
pavorosas escenas de diversos penitentes con los tentadores íncubos y
súcubos. También es muy famosa la entrevista iniciática que a los
veinticinco años tuvo con un santo anciano, quien le mandó cortar y
plantar una rama seca de árbol, a la que tenía que regar tres veces por
día, hasta que reverdeciese y diera fruto, para lo cual era necesario el
traer el agua de más de media legua y remover un gran peñasco que le
obstruía el camino, cosa más bien simbólica que real, alusiva a la
fundación de un instituto de ascetismo, a la manera también de San Sabas
de Capadocia.
En los fastos de la Tebaida es muy famosa, asimismo, Santa María
Egipcíaca. En la vida de esta penitente consta el relato de aquel Jósimo
tras que de cincuenta y tres años de solitario, imaginó que nadie había
llegado a mayor grado de perfección que él, cuando advirtió el doble de
la santa vagando por el desierto, nimbada de luz y haciéndole
comprender sus muchas faltas.
Las Laurias de Siria y de otros lugares, eran como pequeñas
poblaciones, casi trogloditas, con viviendas separadas, en cada una de
las cuales habitaba un religioso, a la manera de nuestras ermitas de la
sierra de Córdoba. Su régimen fué debido a ascetas severísimos, cual San
Juan Damasceno y los antes mencionados.
Numerosos fueron, por otra parte, los faquires y yoguis cristianos
del tipo de San Simeón Estilita, en los confines de la Silesia. Este
santo, discípulo de Heliodoro, hizo su celda de una cisterna seca. Más
tarde, moró varios meses sobre la cumbre de una montaña con una gruesa
cadena de hierro de 20 codos de larga al cuello. Por último, se emplazó
sobre una columna de 42 pies de altura, y por tener remordimiento de que
se había dejado llevar demasiado de las ilusiones del mundo, se condenó
a estar allí sobre un solo pie, por todo lo cual se le abrieron úlceras
que pronto se llenaron de gusanos, de los cuales ni siquiera se
sacudía. De esta clase de estilistas (de stylum, columna), hubo varios,
como hoy, según Olcott y H. P. B. (véase Por las grutas y selvas del
Indostán), se encuentran a centenares en la India.
El ejemplo de la Tebaida y de las laurias, se extendió por otros
países. Así, San Abraham, huyó del domicilio conyugal la propia noche de
bodas y se refugió en una cueva junto a Edesa, tapiando las puertas.
San Juan Silenciario, así llamado porque estuvo cuatro años sin hablar
palabra, deja en 454 su obispado en Armenia y, conducido por una
lucecita en forma de cruz, llegó a la lauria de San Sabas, donde estuvo
cuarenta años en absoluto silencio. Luego sucedió a este santo en sus
luchas contra Orígenes, viviendo setenta y seis años en el desierto de
Ruba y en otros, y allí es fama que un león le protegía durante su
oración y su sueño. San Juan Clímaco, autor de la Escala de Perfección
y archimandrita de toda la Arabia, viendo asimismo que le era
intolerable el trato con los hombres, vivió cuarenta años en el desierto
del monte Sinaí, junto a la ermita de Tole. Otro tanto acaeció a San
Macario de Alejandría, en las horribles soledades de Libia,
alimentándose sólo de hierbas crudas; a Santa Pelagia, en el desierto de
Tabenas; a Santa Teoliste, en Paros; a San Galación, en el Sinaí; a San
Gregorio Nacianceno y San Basilio, en el Ponto; a Juan y Simeón el
simple, en el mar Muerto; a San jerónimo, en la Calcidia; a San Arsenio,
en el desierto de Sceté; a San Hilarión, cabeza de los cenobitas de
Palestina, en el desierto de Mayuna, durante veintidós años; a Proto y
Oenaro, desterrados de por vida a la isla sarda de Hércules o de
Linaria, etcétera, etcétera.
Imitando a estos ascetas, surgieron otros no menos célebres, troncos
muchos de ellos de institutos monásticos que subsisten aún hoy día, con
San Benito de Nursia a la cabeza, en el célebre desierto de Subíaco,
junto a Roma, y cuya Regla sirvió de tipo a tantas otras, entre ellas a
la de los Celestinos del monte Muzón; a la de los Cartujos de San Bruno,
el protegido de San Hugo en el Orenoble del Delfinado, y antes a San
Gil el solitario de Atenas, de quien se cuentan cosas estupendas a
partir de su misterioso encuentro con el. anciano Veredín, nombre que
transciende a maestro oriental, en el Ródano. Ya otra vez nos hemos
ocupado, en efecto, en De gentes del otro mundo, de la tempestad que
apaciguó en el mar; de la espantosa gruta alpina que le sirvió de
retiro, siendo amamantado en ella por una cierva; de la caza de tal
cierva por el rey Chilperico, y del transporte astral desde Roma de las
dos estatuas que más tarde regalase el Papa al Monasterio que allí se
fundó luego.
Imposible en este lugar el seguir detallando las mil tradiciones
monásticas de perfecto sabor ocultista relativas a San Bernardo en
Charaval, La Ferté, Pontiny, Langres y otros yermos; a San Aví de Mici,
en el horrible desierto de la Percha, donde las pavorosas lucecitas de
los elementales ponían espanto en el ánimo del más valiente; a San
francisco de Asís, en el monte Alverna; a San Romualdo, fundador de los
Camaldulenses, en la cima del monte Sitria; a San Juan de Mata, fundador
de los Trinitarios, y a su célebre ciervo frígido”, visto junto a la
fuente cuando buscaba a su Maestro en el monte de Meaux; a Nicolás de
fue, en los despoblados del monte Jou, en las obscuras cavernas del
Franco Condad; a San Esteban el mozo, en el monte Auxendo; a San
Romualdo, en el Jura, constantemente apedreado por los elementales; a
San Fiacro, en la selva de Fordille; a Santa Rosalía, en el monte
Quisquinia de Palermo, impenetrable hasta para las fieras; en fin, a San
Patricio, apóstol de Irlanda, célebre por sus combates mágicos con el
bardo Locho, semejantes a los que la Iglesia atribuye también a Pedro
con Simón Mago, cuanto por sus oraciones con el cuerpo sumergido en un
estanque helado, y por su cueva, constituida en centro de magia desde
entonces, hasta que los abusos en ella cometidos hicieron que Alejandro
VI la cerrase en 1494. Sobre el particular de Simón Mago, merece leerse
el estudio que de esta última lucha hace la Maestra H. P. B. en el
tercer tomo de su Doctrina Secreta.
España no se ha quedado tampoco atrás en punto a estos asuntos. En la parte primera de nuestro libro El tesoro de los lagos de Somiedo
hablamos acerca de los ascetas de esa Tebaida española que se llama el
Bierzo, y nuestro relato tomaría excesivas proporciones si a puntualizar
fuésemos hechos maravillosos, tales como los de Santo Domingo de la
Calzada, en su doma mágica de los toros más fieros; San francisco de
Paula, discípulo del seráfico de Asís, al suspender la caída de una mole
de la montaña Calabria, y profetizar la toma de Constantinopla y de
Granada; San frutos, patrón de Segovia, en el desierto del Duratón; San
froilán, en el monte leonés Curueño; San Pedro de Alcántara, en el de
Manjarrés, en San Onofre de Lapa y en la Sierra de Arravida; San
Torcuato de Celanova, en el Linia, y mil otros, merecedores todos de que
algún día se haga de ellos un serio estudio de índole ocultista.
Pero no cerraremos este epígrafe sin recomendar altamente al lector las primeras páginas del tomo tercero de La Doctrina Secreta,
donde, a propósito de estas cosas, se habla de la dificultad de
distinguir entre los ascetas de la Buena y de la Mala Magia, más
poderosos. hoy aún éstos que aquéllos, pues que a entrambos Senderos los
separa sólo la intención, y la mayor parte de los citados, hombres
llenos, por otra parte, de verdadero mérito y santidad indiscutible,
cayeron, sin embargo, en el Sendero Siniestro al tratar de destruir
doquiera, por lejanías remotas y desiertas, todo símbolo de la Tau, o
sea de la Religión primitiva, en obsequio de la nueva fe cristiana, que
así consiguieron hacer prevalecer.
Mucho podríamos decir también acerca de los dibujos cabalistas o
mágicos que todos los Adeptos de la buena como de la mala Ley suelen
emplear a guisa de talismanes y mantras, evocadores de los elementales
que han de ejecutar fácil mente sus mágicas órdenes. Numerosos casos de
estos se refieren, en efecto, en la Historia de la Sociedad Teosófica,
de Olcott; en las obras de Eliphas Leví, y aun el mismo Evangelio, en
escenas como las de la mujer adúltera, cuando Jesús, antes de absolver a
ésta, traza esos mismos rasgos sobre la arena... Los gelukpa tibetanos o
«Casquetes amarillos», la más importante y ortodoxa de las sectas
ascéticas del Buddhismo, igual que su antítesis, los dugpa o Casquetes
rojos, llamados también adoradores del diablo, o de los elementales,
conocen a maravilla todos estos procedimientos taumatúrgicos, análogos
al de nuestro yamabooshi.
Y no sólo los viejos magos, sino hasta nuestros enguantados
psiquiatras modernos que pretenden burlarse de tales «supersticiones»,
emplean hoy, en perfecta hechicería inconsciente, el espejo mágico que
ya hemos visto jugar gran papel en las dos narraciones que anteceden.
Además, a diario leemos en la Prensa casos como el siguiente traído por
el Popular
Therapeutics, de Nevada (Mo., U. S. A.), en su número del 16 de Septiembre de 1911:
«Muchos comentarios— dice—han producido una serie de misteriosos
acontecimientos ocurridos en la casa de Mr. Lavina Yeager, sita en la es
quina de las calles de Race y Third, en Sunbury; acontecimientos que
han sido presenciados por varias personas. Mistres Yeager estaba, hace
una semana, a las puertas de la muerte. Tenia un tu mor. La trataba Mr.
Kesty, de Bloomsburg, quien posee mucha práctica en el tratamiento de
ellos. Míster Kesty aconsejó a la paciente que se preparase a bien
morir, porque no podía vivir más de veinticuatro horas. Mistres Yeager,
muy religiosa, vistióse de blanco y sentóse en una silla, esperando la
hora fatal. Frente a sí tenía un espejo. Lo que aconteció después, lo
describe ella de este modo: «La mano de un hombre apareció delante de mí
y se posó en el espejo. Vi la cara de un señor que tenía la barba
fluctuante. Con la otra mano me tocó y me dijo que no me afligiese.
Cuando la visión desapareció, quedó en el espejo la evidencia de su
presencia.»
»El espejo ofrece ahora un notable dibujo parecido a un árbol
oriental, con delicadas ramas y flores entrelazadas. Todo el que quiera
puede verle. Mistres Yeager, se siente mejor, y espero recuperará
completamente su salud.»
Otro caso bastante parecido al de los tales espejos mágicos es el siguiente, que copio de Verdade e Luz, revista de psiquismo, con cargo a la interesante obra Páginas de un viaje a través de la América del Sur, del poeta chileno D. Carlos Walker Martínez: »La hermana menor de la última condesa de la Casa Real, era la joven
más hermosa y encantadora de la sociedad de Potosí, en el siglo XVII.
»Una noche, de vuelta de una espléndida reunión, cuando se recogía a
sus aposentos, dió unos gritos, unos gemidos lastimeros que atrajeron a
sus padres y a los criados de la casa. La condesita yacía exánime en una
poltrona, frente a un gran espejo de Venecia.
»¿Qué había sucedido?
»Al despertar de su desmayo contó a los padres que, cuando se quitaba
los adornos del cabello, se miró al espejo misterioso, y allí se vió,
no como se hallaba vestida, sino muerta y amortajada. Al día siguiente
las campanas de Potosí anunciaban, en efecto, la muerte de la
encantadora y noble hija de los condes de la Casa Real, pronosticada por
el espejo misterioso.
Por otra parte, el espejo del yamabooshi del cuento y la célebre cubeta de Mesmer, son una cosa misma.
Emilio Carrere, el intuitivo escritor a quien tantas atenciones
literarias tiene que agradecer el comentarista del presente libro, nos
da en un diario el siguiente relato acerca de «lo que vió la reina de
Francia en la cubeta de Mesmer,» trabajo que dice así:
»En aquella época, docta y galante, enciclopedista y supersticiosa,
en el último tercio del siglo XVIII, llegó a París el médico austríaco
Antonio Mesmer.
A pesar de los fuertes y luminosos sarcasmos de Voltaire contra las
prácticas supersticiosas, el pueblo amaba lo maravilloso, creía en
vuelos de brujas sabáticas, en la ciencia misteriosa de los sanadadores y
en el poder del mal de ojo de los hechiceros. La Academia francesa era
racionalista y atea, y mientras preparaba la formidable revolución
ideológica, la muchedumbre acudía a la tumba del Diácono de París,
muerto en olor de santidad; tomaba tierra de la fosa, la mezclaba con
vino y se la bebía; bebedizo que tenía el poder de arrojar a los
demonios del cuerpo. A pesar del helenismo de país de abanico que
triunfaba en los jardines de Versalles, todo el pueblo vivía
espiritualmente en plena taumaturgia. Los clérigos no daban paz al
hisopo ni al exorcismo. Los embrujamientos de Carlos II, de España,
habían pasado los Pirineos. Se encendían hogueras para los sortilegios,
porque el Parlamento de París, como nuestra Santa Inquisición, también
gustaba de los torreznos de bruja.
En este estado de cosas llegó Antonio Mesmer a París con su nueva
teoría del magnetismo animal. En realidad, Mesmer no aportaba nada
nuevo. Paracelso, en el siglo XV, opinaba también que la fuerza de la
vida proviene de los astros y que existe una corriente fluídica entre
las estrellas y los hombres. Creía en la eficacia de los talismanes y de
los ungüentos magnéticos. Como se ve, esta teoría de las relaciones
interplanetarias no es más que una consecuencia de la astrología de los
caldeos, mística corriente que duró toda la Edad Media y hasta fines del
siglo XVII, en que algunos príncipes tenían astrólogos de cámara para
que descifrasen su horóscopo y las influencias que tenían que temer de
los cuartos de la luna y del anillo de Saturno.
Mesmer fué un nuevo apóstol del flúido magnético, que enlaza los
hombres con los astros. Él se creía dotado de un flúido imponderable, y
por su influjo curaba todas las enfermedades. Muy pronto consiguió hacer
una gran fortuna. Todas las damas que componían pastorelas galantes en
el Trianón, acudieron a la cubeta de Mesmer. Abates madrigalistas y
caballeros almidonados de peluquín y de casaca se sintieron enfermos y
fueron a casa del médico—brujo, a pesar de los informes contrarios a las
prácticas magnéticas, firmados por la Academia de Ciencias y por la
facultad de Medicina, que aseguraban que Mesmer era un embaucador o un
loco. Al atardecer de un día de otoño, una dorada carroza se detuvo a la
puerta del médico misterioso. Una bella damita, seguida de otra dama y
de un caballero, se apearon de la carroza. Era la Venus austríaca, la
reina María Antonieta de Francia. En un gran salón esperaba la flor de
la nobleza femenina. La casa de Mesmer era otra fiesta en aquella época
de fiestas, un entretenimiento exquisitamente misterioso y espeluznante.
Para las gentiles figulinas de cabellera empolvada el escalofrío de lo
supersticioso era una voluptuosidad. Se entregaban al misterio como a un
amante inefable que sabía hacer vibrar las cuerdas de su histerismo
elegante y decadente.
La imprevista llegada de la reina dió una gran solemnidad a aquella
tarde taumatúrgica. Hubo un amable crujir de sedas, como en un
ceremonioso paso de pavana; las risas desgranaron sus escalas de oro
cual en los simulacros mitológicos del os jardines versallescos. Un
fugaz efluvio paga no volaba en aquella litúrgica capilla de la Magia,
donde todo era tenebrosamente teatral. Mesmer besó la punta de los dedos
de la divina y trágica reina de Francia. María Antonieta presentó a
Mesmer a sus acompañantes.
—La duquesa de Grammont. El conde Cagliostro, el brujo,—exclamó con
una sonrisa que en vano quería ser volteriana, señalando a un caballero
pálido y moreno, con los ojos como dos llamas de alucinación.
Mesmer contempló al mago Cagliostro, que se acordaba de todas sus
existencias anteriores. Sin embargo, no le causó asombro aquel extraño
persona je, porque en aquel tiempo era de mal tono asombrarse de nada
Maria Antonieta mostraba impaciencia por conocer el misterio de la
cubeta de Mesmer. Se hizo un hondo silencio en el que todos sintieron
una vaga inquietud; zumbaba el viento en las vidrieras como el aletazo
de un pájaro de agorería.
Antonio Mesmer se sentó al clavicordio, porque la música atrae a los
buenos espíritus del espacio. Las resonancias hondas y litúrgicas
esparcían una solemnidad religiosa en el ambiente. La cubeta estaba
colocada en el centro del salón. Era una cu beta de madera negra de gran
tamaño. En el interior, a manera de radios convergentes, había muchas
botellas de agua magnetizada por Mesmer, en varias filas, unas sobre
otras. La cubeta estaba llena de agua de color glauco, preparada con
unas limaduras de hierro, vidrio machacado, escorias de hulla y arena.
De la cubeta partían muchas varillas de metal, a cuyo remate había una
cuerda que rodeaba la cubeta. Sobre la maroma extendían las manos los
enfermos y los practicantes del ocultismo, poniendo en contacto los
pulgares, con las piernas y los pies unidos, formando la cadena
magnética.
Al cabo de unos minutos, Mesmer encargó a otro músico—un viejo
organista de convento—que continuara el concierto, y él se acercó al
grupo de los enfermos con una varita mágica en la mano. Era una extraña
varita imantada, que es el mejor conductor del flúido. Apenas el médico
brujo tocó la cubeta con la varita mágica, comenzaron las convulsiones.
Cuatro madamas cayeron en una encantadora crisis, con los ojos en
éxtasis, desgranando la locura de su risa perlada.
Cuando las contorsiones y los espasmos se acentuaban y los lazos y
las sedas caían dejando ver zonas de deliciosa carnación, Mesmer atraía a
las poseídas hacia el «Infierno de las convulsiones» por la virtud de
sus pases magnéticos. Era este Infierno un gabinete guateado de raso
negro para amortiguar el choque de los cuerpos convulsionados por los
retorcimientos histéricos. En aquel cuarto sólo penetraba Mesmer, que
seguía las crisis con toques de varita y envolviendo a las enfermas con
el flúido de sus ojos de fascinación. Las señoras llamaban a aquel
lugar, no se sabe por qué íntimos y misteriosos motivos, «La delicia de
las damas.» Cuando al cabo de un rato volvió Mesmer del delicioso
Infierno de las convulsiones. reinaba gran exaltación entre los que
circundaban la misteriosa cubeta. María Antonieta estaba pálida como los
mármoles paganos de sus jardines, Exhalaba sollozos entrecortados y
tenía los ojos espantados y fijos en el agua glauca que llenaba la
cubeta. Sus manos engarfiadas se tendían hacia adelante.
—¿Qué veis, señora?—preguntó Mesmer fríamente.
La reina respondió con una voz de suspiro que parecía un eco muy lejano:
—¡Del agua turbia surgen muchas caras que me amenazan! ¡Son mendigos,
ladrones, y llevan picas en las manos! ¡Ahora los veo mejor! ¡Hay
muchos, muchos; está llena la calle de gentes patibularias que se
dirigen a Versalles!
—¡Seguid, majestad!
—¡Una plaza muy grande! El cielo está gris y torvo. ¡En una carreta
van muchas mujeres casi desnudas, con las manos atadas a la espalda!
¡Qué horror, Dios mío! ¿Qué hacen con la duquesa de Grammont? ¡Va llorando en esa trágica carreta!
La duquesa de Grammont era una dama racionalista y volteriana que no creía en alucinaciones.
—¿Veis, señora, que me llevan en una carreta? ¿Y con el pelo suelto?
Rogad a esos sayones que me permitan aguardar a mi peluquero para que me
empolve la cabellera.
La amable fanfarronería cayó en un silencio glacial.
—¡Vuestro peluquero será esta vez el verdugo! —sollozó María Antonieta.
Sobre el rostro pálido, de la reina el mago Cagliostro clavaba sus pupilas de fascinación.
—¡La duquesa de Montmorency!... ¡El señor Condorcet está muerto en
una calle solitaria! Una muchedumbre feroz se apiña en la plaza. ¡Caen
cabezas ensangrentadas, muchas cabezas espantables, con los ojos
abiertos, que pronuncian palabras enigmáticas al caer en el lúgubre
cestillo! La muchedumbre, ebrio de sangre, corre a las Tullerías...
¡Cuántos rostros conocidos y la flor de la nobleza francesa, todos los
que ayer estaban en los salones de baile!
Estaba rígida y helada, parecía una Venus de mármol, la rubia Venus austriaca. Súbitamente lanzó un alarido.
—¡El rey! ¡También el rey! ¡Su cabeza rueda rebotando sobre el
tablado! ¿Qué es esto? ¡Me veo yo misma! ¡Parece que voy flotando en un
mar de sangre! ¡Veo mi garganta con una línea roja como una cinta de
carmín! ¡Jesús! ¡Jesús!
Y la reina de Francia cayó en una espantosa convulsión epiléptica.
¡Qué habrá visto la señora!—exclamó la de Grammont—. ¿De qué cinta roja hablaba?
Cagliostro sonreía enigmático.
—Ya lo habéis oído. Una preciosa corbata color de sangre que le ceñía
a su cuello la diosa. La cubeta de Mesmer ha sido galante con la reina
de Francia.
Aquel misterioso Cagliostro que se acordaba de las vidas anteriores y
que sabía leer el futuro, quizás vió que la cinta roja que adornaba la
garganta de la reina era la corbata trágica y sangrienta de mase
Guillotín...
Su frase era una galantería retórica del gusto de la época.”
No quisiéramos cerrar estos epígrafes, sin hacer notar al lector lo
extraordinario de la descripción que hace la Maestra acerca de los
terribles estados psicológicos de la llamada «posesión elementaria o
demoníaca» y como la que tuvo al pobre héroe de la narración al borde
mismo de la locura. Cuantos han padecido, en efecto, graves enfermedades
nerviosas, curando después, saben a qué atenerse sobre la exactísima
descripción que aquélla hace de la obsesión sufrida por el pobre
hamburgués del cuento. Los que, por el contrario, no hayan tenido
semejante desdicha, pero que hayan caído—¡cosa harto frecuente y
humana!—bajo la garra de un vicio, el del juego, por ejemplo, saben
también cuán cronométrica e imperativamente el elemental obsesor exige de la victima el cumplimiento de las acciones consiguientes al tal vicio y cuya mecánica repetición ¡jamás satisface, pero jamás hastía!
Constantemente se repite en la literatura ocultista que todo mago
emplea para sus fenómenos la poderosa facultad que ha adquirido de
dominar, tanto a los elementales naturales, cuanto a esos otros que son
producto de nuestras pasiones y malos pensamientos, y que suelen
denominarse elementarios. Llamados todos ellos «demonios» por
la literatura eclesiástica, constituyen miriadas de entidades de lo
astral, cuyos tipos, órdenes, especies y familias, que diría un
naturalista, son más numerosas y difíciles de clasificar que cuantos
animales estudia la Zoología.
Copiemos algo de lo que sobre el particular se nos enseña en Isis sin velo.
Refiriéndose solamente a los de la India, Tibet, Siam y el Japón, nos dice H. P. B. que «el Shudala—Madan, o sea el monstruo de los cementerios, corresponde a nuestros gulas.
Goza estando cerca de los sepulcros, lugares de ejecuciones capitales y
demás donde han sido cometidos asesinatos y otros crímenes. Al igual
del Kulti—Shattan, el pequeño diablillo juguetón de las
leyendas, ayuda al juglar en la ejecución de cuantos fenómenos se
realizan empleando el fuego. Dícese, en efecto, que es un demonio
formado por mitad de fuego y de agua. Este último es también quien ciega
y embauca a las gentes, para hacerlas ver aquello que ellos en realidad no ven. En cuanto a aquel otro malévolo trasgo del Shudala-Madan, es el demonio de los hornos, habilísimo en alfarería y en cosas relacionadas con el hogar. Si sois
amigos suyos no os hará daño alguno; pero, ¡ay de aquel que incurre en
sus iras! Gusta de cumplidos y alabanzas, y como general mente permanece
bajo tierra, con él tiene que contar el juglar para que le ayude en
aquellos fenómenos de la vegetación rápida, cuando éste hace germinar,
en menos de un cuarto de hora, un árbol o planta.
»Tanto éste como los demás Madans, es el amigo de los
hechiceros malvados, a quienes ayudan siempre en sus perversos designios
de venganza hiriendo de muerte repentina a los ganados y aun a los
hombres mismos. Semejante nombre genérico de Madans o depravados indica la naturaleza odiosa y monstruosa de estas entidades elementales, porque Mudan significa literalmente «el que mira estúpidamente como una vaca.»
»Kumil-Madan es propiamente nuestra Ondina
cabalista, y su nombre significa «la que se hincha como una burbuja»,
Alegre y complaciente elemental, puede determinar lluvias repentinas y
mostrar el futuro a los hechiceros que practiquen la hidromancia o
adivinación mediante el agua.
»Pocuthu-Madan es el demonio luchador», el peor y más fuerte
de todos, e interviene dondequiera que se operen hechos públicos que
supongan gran fuerza física, tales como las llamadas levitaciones
espiritistas de pianos y otros objetos pesados semejantes, y también en
la doma de los animales salvajes, en las que ayuda al operador
sosteniéndole y levantándole sobre d suelo o fascinando y subyugando a
la bestia salvaje antes casi de que el domador tenga tiempo de
pronunciar su encantamiento. Así cada fenómeno físico de las sesiones
espiritistas tiene su clase adecuada de espíritus elementales para
dirigirla.
»Aelrobacya es un nombre griego que significa levantarse,
pasearse por los aires», o sea el fenómeno que llaman «levitación» o
alzamiento espontáneo de los objetos pesados, los operadores de
fenómenos físicos espiritistas. Puede ella ser consciente o
inconsciente: en el primer caso es magia; en el segundo, desequilibrio o
enfermedad. En un manuscrito siriaco traducido en el siglo XV por
Malchus, el alquimista, se lee una explicación del fenómeno de la
Aetrobacya, relacionad a con el célebre caso de la historia de Simón
Mago. En ella existe un párrafo que dice:
»Simón, prosternando su rostro en tierra murmuró amorosamente:
—¡Oh, eterna Madre Tierra, concédeme, te ruego, algo de tu supremo aliento, mientras que yo te doy el mio, en cambio! ¡Suéltame, oh, Madre, y llevaré tu Voz hasta las estrellas, volviendo luego otra vez a tu regazo amante!
»«La tierra entonces, respondiendo al mágico conjuro, envió a uno de
sus genios para que infundiese algo de su aliento en Simón, mientras que
él, al par, infundía el suyo a ella... ¡Los astros entonces, al verle
así ascender hacia ellos, se regocijaron en sus esferas de luz a la
vista del hombre todopoderoso.»
»Para darse alguna idea respecto de lo anterior, hay que recordar el
principio electroquímico de que cuerpos electrizados con el mismo signo
se repelen, mientras que se atraen los de las electricidades opuestas.
»La Tierra es un cuerpo magnético. Un vasto electroimán. Paracelso,
antes que la ciencia moderna, así lo ha afirmado hace tres siglos. Toda
su masa está impregnada de una carga eléctrica que llamaremos positiva
que se desarrolla e irradia continuamente. En cambio, no sólo los
cuerpos humanos, sino todos cuan tos seres habitan sobre su superficie,
están cargados con electricidad opuesta, o negativa. El peso, en
realidad, es la atracción electromagnética de la Tierra sobre éstos...
Pero la ley de la gravitación, se ve contradicha en ocasiones tales como
las de los fenómenos citados, que podrán así ser estudiados algún día
como aplicaciones hoy ignoradas, de semejantes polaridades
electromagnéticas.
»El estudio de las enfermedades nerviosas ha demostrado también que,
tanto en el sonambulismo ordinario como en el mesmérico, el peso del
cuerpo parece disminuir. El profesor Perty cita el caso del sonámbulo
Kochler, quien, hallándose en el agua, flotaba en lugar de hundirse. La
célebre iluminada que cita el Dr. Prevorst, se elevaba siem pre a la
superficie del baño, por más esfuerzos que se hacían para sentarla en
él. También el mismo doctor cita el caso de Ana Feiser, la cual sufría
ataques epilépticos, y era vista con frecuencia por su superintendente
flotando en el aire, en presencia de testigos fidedignos, eclesiásticos
dos de ellas. Otros enfermos tales se levantaban horizontalmente sobre
sus camas hasta la altura de casi tres yardas. Uphan cita también el
caso análogo de Margarita Rule en su Historia de los hechizados de Salem:
«En los sujetos estáticos, en fin—dice el profesor Perty—, el fenómeno
de levantarse el paciente en el aire ocurre con más frecuencia aún que
con los sonámbulos. Acostumbrados, efectivamente, como estamos a
considerar a la gravitación como una ley absoluta e inalterable, la idea
de ascensiones semejantes, en contra de ella, nos parecen inadmisibles.
Sin embargo, en tales fenómenos y en mil otros la gravitación es
anulada por fuerzas materiales. En otras enfermedades, en cambio, tales
como las calen turas nerviosas, el peso del cuerpo del paciente parece
aumentar, mientras que en la condición estática de las que tantos casos
ofrece la historia de los santos, disminuye siempre».
Para abandonar ya este tan inagotable tema de los elementales, sobre
los que el mago llega a adquirir pleno dominio para bien o para mal,
diremos que ellos son l os que, invisibles, nos tiranizan, valiéndose de
nuestras propias pasiones, y nos hacen a diario mil jugarretas
absurdas, como aquella que hoy leemos en El Guerrillero, periódico de Alfor (Lugo), dirigido por el propio cura párroco de Bacoy y donde se cuenta lo que sigue: «En la parroquia de Santa Cecilia de este Valle, desde hace meses a
la fecha, vienen observándose en cierta casa extraños casos que parecen
indicar son obra del mismo diablo; pues un sér invisible, por
las noches, tratando de molestar a la familia de dicha casa, juega con
objetos que en ella existen, tirándoselos a las personas que en ella
habitan, aunque sin hacerles gran daño, a no ser el susto consiguiente.
«Como quiera que tales fenómenos no obedecen a ninguna causa natural,
y además son así... como juegos de niños donde no hay nada serio
formal, no vamos a suponer a Dios el autor de hechos de esa índole; de
ahí que nos inclinemos a creer es uno de tantos diablillos que Dios de
vez en cuando deja andar sueltos por fines inescrutables que debemos
respetar. Dicha familia no deja de estar preocupada, y con razón, con
los fenómenos tan excepcionales que les causan no pequeñas molestias, y
movida por sus sentimientos religiosos, ha llamado para bendecir la casa
a un sacerdote, no repitiéndose por unos cuantos días, después de la
bendición, los hechos mencionados, aunque, según nos informan, vuelven
ahora a reproducirse.
«El caso es serio y digno de meditación de parte de los que no creen
en la existencia de los espíritus malignos, como hay alguno en dicha
parroquia, el cual, con tal motivo, no deja de hacer alarde de su
impiedad. Pero... lo que dirán nuestros católicos lectores: ¿cómo, a
pesar de la bendición hecha por el sacerdote, el diablo persiste en sus
fechorías? inescrutables juicios de Dios permitirán aún al diablo hacer
eso para bien de tantos ciegos que no ven... y además será de esa clase
de demonios de que nos habla Cristo, que no se echan sino con ayunos y oraciones.
Ayunos y oraciones, ciertamente, es decir, buena conducta, que no exorcismos, es el antídoto mejor contra tales guarniciones
de demonios, elementales semejantes a aquellos que trató de emplear
Cobades en la toma de Zudader, en la India, o como aquellos otros que
angustiaron a los buenos habitantes del lugar de Velilla, en Teruel,
cuando dieron en la gracia de alarmar a deshora, tocando a rebato las
campanas de la iglesia de Santa María,
Lo general en las jugarretas de estos entes, es que sean inofensivos
en el fondo, pero cuando ellas actúan sobre alcohólicos, o tarados de
nacimiento, la cosa puede resultar más grave, como en el reciente caso a
que se refiere la lindísima crónica de nuestro gran Antonio Zozaya, que
dice así:
«La diaria relación de sucesos dramáticos, tan interesante por ser
vulgar, nos ha con movido con la descripción del tormento de un hombre
perseguido implacablemente por los trasgos. Trasgos dije, y no duendes,
porque el duende es de todos los elementales el más inofensivo, y además
su acción es puramente doméstica. Los duendes, ¿quién de nosotros no
les ha visto? Nos inquietan; pero no nos exaltan. En el silencio de la
noche los sentimos llamar con los nudillos a nuestras vidrieras, o bajar
gallardamente por el cañón de la chimenea, para deslizarse luego, con
menudo paso de roedor, sobre la alfombra a danzar sobre ella su
farandola grotesca y gentil. Un ruido casi imperceptible, el leve rumor
de una risa apenas iniciada; una sombra que se proyecta sobre la pared, o
un ligerísimo cosquilleo cerca de nuestras sienes, nos avisan de que
los duendes se acercan. Experimentamos un sobresalto tenue, como cuando
el viento — arroja sobre nuestros vestidos el agua cristalina de un
surtidor, o cuando pasa una mariposa y tropieza, aturdida, con nuestro
pecho. Luego la sonrisa reemplaza a la mueca de desagrado y miramos con
complacencia la alborotada linfa y las alas pintadas del lepidóptero. No
nos harán mal. Son el genio de la inquietud espiritual que pasa y que
se revela.
«Así los simpáticos duendes sabemos que son inofensivos; se limitarán
a revolver nuestros papeles y a mezclar nuestros versos con el recibo
de inquilinato; tal vez echarán un borrón sobre el retrato de nuestra
respetable y querida tía, transformando su rostro en el de un bigotudo
sargento de húsares; harán sonar los timbres eléctricos, fundirse una
lámpara; hostigarán al gato, que prorrumpirá en feroces maullidos;
llegarán hasta echarnos en un ojo una partícula de tabaco o de tierra,
que nos haga a un tiempo reir y llorar; pero nada más. Todavía las
leyendas aseguran que son serviciales, a cambio de unos adarmes de
tolerancia con que amalgamar el oro de sus cuños. ¡Quién sabe si no les
debemos algunos de nuestros escasos aciertos, y si la inspiración es tan
sólo un duende que taconea en nuestros centros imaginativos como
fernandillo lo hace en los párpados de los niños adormilados!
«Los trasgos, no; ellos no se aposentan en los sótanos ni en el
maderamen de los tejados, sino en las mismas células de nuestro cerebro.
Yo estoy seguro de que los han visto los histólogos y los muy pícaros
se callan para no despertar sus rencores. Se nos muestran en el
desequilibrio mental, en la fiebre, en la neurastenia y aun en la
ofuscación iracunda. Tienen en su esenia algo del «kaloos» indostánico,
que significa negrura, tormento, profundidad, como las palabras de esta
radical: calentura, calamidad, calabozo, caliginosidad, calambre,
calavera. Se nos presenta como una pesadilla y siempre su ceño es de
hostilidad cruel, no solamente en nuestro domicilio, sino en la calle y
en todas partes, aturdiéndonos con su voz destemplada y chillona, cual
la del diablillo azul de Daudet, cuando gritaba en el oído de los
comerciantes fracasados: ¡El vencimiento! ¡El vencimiento!.
«El infeliz de nuestro relato era perseguido por cuatro minúsculos
trasgos, que cortejaban a su mujer y se reían en sus barbas de su
actitud ridícula. Eran pequeños, corno muñecos de cartón; pero lo bastan
te crecidos para llegar al corazón de su compañera. ¡Oh, los
miserables! Le perseguían sin misericordia. Destruían su felicidad y le
anunciaban el inevitable perjurio. Por fin, no pudo más y sepultó en el
cuerpo de la infeliz el hierro homicida: No vencerían los adúlteros.
Antes que llegara el delito, se había él procurado justicia prematura,
aunque no tan secreta corno el agravio.
«Y el desdichado irá a un manicomio. ¿Quién puede creer en duendes ni
en trasgos? Sin embargo, el misterio nos rodea por todas partes; un
muro de papel, como dice Roso de Luna, separa este mundo del otro, del
universo de lo superfísico. Si no hay trasgos y los vernos, ¿qué más nos
da? ¡Quién sabe si no hay más realidad que la que pensarnos con nuestra
inteligencia! Decidme, por favor, quién está loco y quién está cuerdo;
si no han sido trasgos los que han llevado a los amos de las naciones a
la guerra; si la maldad responde a otra causa que a perturbaciones
cerebrales, a fantasmas, que son microscópicos en relación con lo que
repulamos, sin razón, gigantescos; si no nos hemos dejado llevar, una
vez en la vida, por alucinaciones, y si no vernos con la imaginación
todos los días muñecos de cartón que nos amenazan, que nos injurian, que
se rien de nuestra impotencia y de nuestro arrebato.
¡Trasgos! No riamos de tal superchería si creernos en los demonios,
en los milagros y en cuantas siluetas fantásticas inventaron los
cautivadores de muchedumbres. Poned en vuestra axila el termómetro y
temed que suba unas décimas; el mundo de lo monstruoso y sobrenatural os
sobrecogerá con el delirio. Pero temed también a lo que llamáis
normalidad y no es, por lo común, sino sumisión ciega al ajeno criterio,
que no siempre es norma. Llamaréis a un trasgo libertad y la odiaréis y
aun cometeréis maldad por exterminarla. Denominaréis a otro duende
heterodoxia y llegaréis al ímpetu deicida. Sobre los rostros más
inocentes leeréis las palabras traición, maldad, rencor y barbarie. No
hay más que un medio de libertarse de los trasgos: pensar de ellos que
sólo existen en nuestro cerebro y que los ahuyenta la tolerancia,
vencedora eterna de Asmodeo.
«Y en vez de evocarlos, llamemos a l os inofensivos servidores de
Domiduca la diosa del hogar doméstico; a los duendecillos simpáticos que
hacen con su soplo burlón volar nuestras cuartillas y romperse los
juguetes de nuestros hijos y socarrarse sobre el fuego nuestras viandas,
y nos esconden los pequeños objetos en los más ignorados rincones; pero
que no nos inspiran el mal y se limitan a rizar las barbas del viejo
Noel y a blanquear poco a poco las nuestras; a trepar unos sobre otros,
como los geniecillos alados de la bella escultura de los afluentes del
Nilo; a quedar pensativos con la barba apoyada en el puño, como los
querubines de Miguel Angel en la cúpula de la Sixtina y a hacernos amar
el plácido retiro y la escondida senda, y la aceptación resignada de
nuestro Destino, que nos anuncia liberación del mundo ele los
elementales y el dominio final sobre ellos.»
Sí, el elemental domina en toda nuestra existencia, porque es algo
así como el alma de cada una de las células de nuestro organismo; porque
es el tentador que prueba en todo caso nuestra virtud y
estimula con la lucha nuestro progreso espiritual. «Ladrones en continuo
acecho para derribarnos, como dicen las parábolas de Jesús y de Hillel
su maestro, ellos, los elementos, en fin, no son en nuestra conducta
diaria, sino otras tantas oblicuas que tratan de apartarnos de esa
perpendicular de justicia o tau, que es nuestra pesada cruz a lo largo
de la vida y nuestra glorificación final en los umbrales de lo Eterno…