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Comentario X

Comentario X

El fenómeno espiritista y los fundamentos de la Sociedad

Teosófica.—«Honeste vivere; alterum non laedere y sum cuique

tribuere».—La Naturaleza nunca procede por saltos.——La conciencia

psicológica continúa con la muerte.—Los «Testamentos» de los genios.—El

Amor, única evocación sincera.—«Hygieia y Sofrosine».—Platón, el

Divino.—El Misterio de la Octava Esfera.—Opiniones del Vizconde de

Figanière.—¿Metempsícosis?—Los «tibios» del

Apocalipsis.—Almas—escorias.—Los sacrificios humanos a través de la

Historia.—Otros extremos relacionados con estas cuestiones.

En el epígrafe de referencia toca la Maestra el punto principal

que separa al teósofo del espiritista fenoménico, o sea del que usa de

la mediumnidad, a saber que, mientras para aquéllos, como para la

universal tradición, los espíritus que guían a los mediums son casi

siempre «espíritus perversos», larvas de suicidas o elementales de la

peor especie, aun en casos como el clásico de la Katie King de Crookes,

para estos últimos las entidades que al medium guían no son sino las almas de los muertos.

Dado el personal afecto que nos liga con no pocos ilustres y

honradísimos espiritistas; dado también el respeto y cariño que a todo

pensador deben merecerle hombres como Kardec, León Denis, etc., y en

nuestra patria, otros cual Torres Solano!, Quintín López, Víctor

Melcior, Palatsi, Navarro Murillo, Amalia Domingo, etc., etc., nos es

desagradable el ocuparnos de dicha discrepancia fundamental entre dos

ideas como las del Espiritismo y la Teosofía, que, cada cual por su

parte, están revolucionando hondamente al mundo contemporáneo y que

tienen, como los dos palos de la Y, un tronco común en doctrinas tales

como la de la Reencarnación, el Karma y tantas otras.

Además, es notorio, y nunca ellos lo negaron en sus libros, que los

dos fundadores de la Sociedad Teosófica pasaron siempre, cada cual a su

manera, por un periodo preliminar mediumnístico, del que se apartaron

después, trascendiéndole. Así, en el prólogo y en otros pasajes de

nuestros comentarios a Por las Grutas y Selvas del Indostán, de

H. P. B., nos ocupamos—y a ello remitimos al lector—acerca de los

enormes poderes psíquicos de ésta desde el día mismo de su nacimiento.

También respecto de H. S. Olcott dijimos no poco acerca de su primer

período de franco espiritista, al tenor del interesantísimo relato que

de semejante período de transición espiritual nos hace en las primeras

líneas de su insustituíble Historia Auténtica de la Sociedad Teosófica.

Como, pues, el asunto está lo suficientemente tratado en dichos

lugares y en otros libros nuestros anteriores, el lector nos tendrá a

bien que no volvamos a insistir aquí en tan complicado asunto, en el

cual, para satisfacción de espiritistas y teósofos, la pureza de

intención o de finalidad y el empleo al par de medios rectos, son los

dos únicos modos de juicio acerca de la licitud de los procedimientos

mediumnísticos, en los que todo espiritista fenomenista se debiera

previamente preguntar: ¿—Me es lícito el emplear como sujeto de estudio a

un semejante mío? El estado de trance, ¿es fisiológico o patológico?

¿Está, en fin, comprendido el empleo de la mediumnidad dentro de la

esfera de conducta recta que establecen los tres eternos principios de

Justicia del Derecho Romano de honeste vivere; alterum non laedere y sum

cuique tribuere?» Con esto, el ser o no espiritista fenomenista queda

reducido a un mero problema de conciencia, santuario en el que los demás

no debemos penetrar, con arreglo al aforismo de «no juzgar para que no

seamos juzgados» o aquel otro evangélico de «con la vara que midiereis,

con esa misma seréis medidos»..

Una de las más claras leyes naturales es la de la continuidad: natura non fecil saltum,

que decían los clásicos, y por tanto en los seres invisibles tienen que

existir gradaciones de bondad y de intelectualidad a la manera de las

de los seres visibles, estando los «espíritus» de más bajo nivel, más

próximos que los superiores al ambiente de la Tierra y siendo por ello

mucho más fácil su comunicación con ésta. ¿Acaso no vemos esa misma ley

en los hombres durante su vida física? ¿Acaso los hombres verdaderamente

superiores, no permanecen, mientras viven, más alejados que las mentes

groseras de las «pompas y vanidades del mundo» hasta el punto de ser

proverbial el terrenal despego que santos y sabios han mostrado siempre,

hacia esas vanas atracciones mundanales e ilusorias que, al tenor del

dicho de Job, duran lo que flor de un día, o que son

… «como el heno, a la mañana verde, seco a la tarde»?

Por eso, dada la continuidad de la conciencia psicológica que

perdura a través de la muerte según la enseñanza de todas las religiones

y aun del espiritismo y la psiquiatría, es siempre de temer que el

«espíritu» evocado medianímicamente pertenezca de ordinario a los más

peligrosos, a los de la clase más ínfima, porque el mayor placer que

caber pueda sin duda a las almas superiores desencarnadas es el de verse

libres de esas atracciones terrenales hacia un mundo miserable, del que

la muerte, que es redención y es progreso evolutivo, felizmente ya les

liberó.

Se nos podría objetar, es cierto, que los espíritus superiores gozan

siempre con darnos enseñanzas, enseñanzas que, en su caso, tendrían el

valor de testimonios experimentales de ultratumba una vez franqueados

por aquellos los umbrales de la eternidad. Pero aun respecto de este

particular, nosotros nos permitiríamos preguntarnos si la enseñanza

augusta de tales seres excelsos no queda ya dada para in aeternum

en su obra y en el ejemplo de sus fenecidas vidas, obra y ejemplo

avalorados ya por la majestad de la muerte, que parece purgarlos de

todos los pequeños defectos de los días en que vivieron.

Por eso, yo preferiré siempre al Beethoven y al Wagner músicos, vivos

o muertos, las obras musicales con las que, sin necesidad dé evocarlos,

nos deleitan, elevan y espiritualizan a través de los pueblos y los

siglos, y no consideraré nunca como Testamentos a las enseñanzas de los genios hasta después de muertos los testadores, como vemos en el Evangelio o Nuevo Testamento, sellado por la sangre de jesús..

Además, la única evocación sincera, el único y efectivo lazo que

perdura a través del tiempo y del espacio, es el del AMOR, al que, en

todas las épocas, se ha tenido como más fuerte y poderoso que la Muerte

misma, pues que por él, como diría San Pablo, la propia Muerte es

vencida. Él, en efecto, perdura cuando todo lo físico se ha deshecho en

polvo; él establece una continuidad eterna entre los que quedan y el que

se fué; él, en fin, no necesita jamás de infantiles evocaciones, ya que

no hay por qué evocar o llamar al que no se ha ido ni se irá nunca de

nuestros corazones. Evocación es pregunta, llamada, ruego, algo, en

suma, que quiere volver a anudar lo que antes se rompiese, y el vínculo

del verdadero amor no puede romperse, porque es indestructible. Por eso

Platón y todos los de su escuela, o sean los teósofos y neoplatónicos,

siguiendo fielmente la Enseñanza tradicional, jamás evocaron a nadie,

como jamás rezaron impetrando cosas que, logradas, acaso constituyan

nuestra ruina, pues, como dijo juvenal (Sátira X, v. 356) «no debemos

molestar a los dioses—y dioses, en el concepto clásico son todos los

muertos— dirigiéndolos pretensiones insensatas, ya que ellos nos aman

aun más que podamos amarnos nosotros mismos, y por ello, de pedirles

algo, debemos sólo rezar porque nuestra mente sea pura y sano nuestro

cuerpo; Orandum est, ut sit, mens sana in corpore sano», es

decir la hygieia, la salud integral, o corporal y espiritual, único

medio de lograr la sofrosine, o sea esa ponderación integral del

espíritu, el alma y el cuerpo, que nos evita toda enfermedad y todo

dolor que no sea preciso para nuestro progreso, y que no derive, dentro

de la eterna ley de causa y efecto que se llama KARMA, de anteriores

contravenciones de esa Ley Universal que sirve de sostén a todo en el

mundo.

El alma de los malos muertos, al decir de la Enseñanza Oculta, va a la Octava Esfera, Hades o Gehnna, que es la triste región o dantesca Ciudad del Dite, acerca de la cual han guardado siempre un prudentísimo silencio los Maestros.

Nosotros, que en este punto y como principiante lo ignoramos todo,

podemos añadir muy pocas consideraciones acerca de tan terrible materia

que, en los casos peores, significa hasta la muerte del alma racional

humana, al romper su vínculo con el Supremo Espíritu o Divino Rayo que

místicamente la cobija.

Entre los teósofos occidentales, aparte de H. P. B., ninguno quizá

haya dado rasgos tan hermosos sobre el asunto, como el poco conocido

ocultista portugués Vizconde de figaniére, en sus Estados esotericos:

Submundo, Mundo, Supramundo (pág. 535). Este sabio, pues, nos dice:

«Como quiera que sea, la Octava Esfera corresponde a la pérdida de la

individualidad humana por la tibieza persistente de conducta, a la que

hemos aludido anteriormente. Pierde así el alma su poder de continuidad o

de entronque en la escala ascensional de los seres y, cuando la energía

física del tal sér se anula completamente dejando de ser de los

calientes, espirituales o átmicos, sin ser tampoco de los fríos,

perversos o avitchianos, el ego humano «es vomitado de la boca», cayendo

en la esfera de los rechazados o precitos. Semejantes almas, al no

responder a atracción ninguna, buena ni mala, de naturaleza

transcendente o etérea, y teniendo únicamente afinidades o atracciones

materiales, acaba por ser absorbida por la materia. Por eso la Octava

Esfera es, en suma, el terrible destino final de las almas que, por su

persistente estancamiento egoísta y por su tibieza, están

imposibilitadas, al llegar ciertos periodos críticos evolutivos,

de mantenerse en el plano común de la evolución ascensional,

constituyendo, en cierto sentido, algo así como la escoria evolutiva de

la humanidad misma de la que llegan hasta a separarse.

«Los Maestros añaden que, al salir semejantes almas de la Octava

Esfera, se hallan reducidas a Jo que eran meramente al principio del

manvántara planetario a que pertenecieran, para recomenzar la evolución

en el inmediato manvántara y desenvolver en él una nueva individualidad.

De aquí se deduce también que una parte de cada oleada evolutiva humana

no puede menos de integrarse por almas así fracasadas en un manvántara

anterior. De suerte que, al cabo de dicho periodo, tanto el avitchiano

(o mago negro) como el octaviano (o caído en la Octava Esfera) tornan a

encontrarse en el mismo estado en que se hallasen millones de años

antes, cada una por diverso camino y por el karma lógico de su propia

culpa—faber quisque fortunae suae...

»No se trata, en fin, en estos caídos de la Octava Esfera, de los

malos propiamente dichos, sino de los tibios, de los neutros, de los

insignificantes. La Maldad, en sí misma, constituye un fin; pertenece a

la categoría, no ya del Devachán o Cielo, sino del Avitchi o Abismo. El

simple y mero Egoísmo, en cambio, no halla otro lugar de adecuado

destino, fuera ya de la vida terrena, que el de gravitar hacia la Octava

Esfera, región, en suma, correlativa, o contrapuesta en el sentido

ontológico a la eterna ley natural que hace sobrevivir a los aptos y

anula a los ineptos...».

En cuanto al dicho del bondadosísimo Mr. Sinnett en su Buddhuismo

Esotérico acerca de que la repetida Octava Esfera, deba hallarse al

alcance de nuestra vista y de nuestros aparatos de observación, como lo

está la Luna, por ejemplo, la tenemos por aventurada. Para figanière se

trata más bien de una significación simbólica, no de un mundo inferior y

como excedente de nuestra cadena planetaria, de un loka o «esfera del

ser» inmediatamente por bajo de la de los tipos monádicos inferiores.

Nosotros, si en esta obscurísima materia nos fuese permitido opinar, más

bien relacionaríamos el problema de la Octava Esfera con el no menos

obscuro problema de la metempsícosis pitagórica. No olvidemos, en

efecto, que, según la Introducción al segundo tomo de La Doctrina Secreta,

el hombre, en esta Ronda, es anterior a todos los mamíferos, y que aun

estos animales superiores carecen de alma individual, guiados todos por

el «alma—grupo» de su tribu, esa alma grupo que en la evolución

progresiva acaba por individualizarse en otros tantos hombres, y

que, por lo tanto, en la evolución regresiva, o de caída; cual la de la

Octava Esfera, puede vol verse a restaurar con la pérdida de las

individualidades humanas en las que antaño se descompusiese, cual la

gota de agua que, individualizada por la evaporación y por el rocío en

la montaña, torna a perder su individualidad al retornar por el arroyo y

el río, al bajo fondo del mar de donde saliese, mientras que otras

gotas, sus compañeras, más felices o mejores que ellas, quedan

individualizadas en el seno del cristal universal, que por siglos de

siglos las aisla del mundo; en el seno de t a perla, o en la lágrima

misma de dolor que brota como. de fuente de nuestros ojos...

La Octava Esfera, lo mismo que puede ser la Luna como región anterior

y evolutivamente inferior a nuestra Tierra, puede ser localizada, en el

interior de nuestro planeta mismo, ya que en el seno de éste, bajo la

delgada capa de la consolidación terrestre que forma su corteza, existe

de materiales flúidos, a inmensas presiones y temperaturas, mar o ámbito

en el que la leyenda mitológica hace girar dos astros, dos grandes

núcleos metálicos, los dos simbólicos Plutón y Proserpina, del mito

grecorromano, núcleos de existencia también sospechada por nuestra

ciencia actual, al tenor de las observaciones hechas con ocasión de los

movimientos sísmicos, dada que los terremotos de epicentro lejano

transmiten a los observatorios tres clases de vibraciones y en

diferentes tiempos (siendo uno, sin embargo, el movimiento inicial); la

primera, regular, y a la larga del núcleo o núcleos metálicos internos;

la segunda, menos regular y más lenta, a través del océano flúidico. que

a los núcleos rodea, y la tercera, eminentemente desigual y tardía, que

es la transmitida irregularmente por la corteza terrestre.

*

Entrar en comentarios acerca de los sacrificios sangrientos de la

Historia, con ocasión de las alusiones del artículo de referencia, nos

llevaría demasiado lejos. Además, no poco de esto llevamos dicho en

epígrafes anteriores.

Recordemos tan sólo uno de los pasajes de Porfirio, aludido por la Maestra (De Abstinencia, II, 55.) Cuentan las historias que Theophrasto hace mención de los sacrificios

humanos... En Rodas se sacrificaba un hombre a Kronos (el 6 de

Julio)... sobre el altar del Buen Consejo. En Salamina de

Chipre (Coronis) se consagraban hombres a Agraula, hija de Cecrops y de

la ninfa Agraulis. La víctima era conducida por jóvenes, daba tres

vueltas al altar y era inmolada (in—molem, sobre la piedra) de una

lanzada en el estómago por el sacerdote, (como se ve en las páginas

19—20 del Códice maya Cartesiano)... En Chio y Tenedos se sacrificaba un

hombre a Dionisias Omadios (antropofagia).. En Lacedemonia él se

consagraba a Ares... Nada digamos de tracios y escitas ni de cómo los

atenienses inmolaron a la hija de Erechthé y de Praxithé. Los romanos

practicaban esto mismo en la fiesta de júpiter Latialis...

Multitud de datos relativos a los dichos sacrificios humanos pueden

verse, asimismo, en la hermosísima obra semiteosófica de Alexandre

Bertrand que lleva por título La religión des Galois—Les

Druides et le Druidismo, tales como los citados por Eschylo en Las

Eumenides (v. 3, 9 y 150); el relativo a la estatua de Artemisa de

Brauron, junto al río Maratón, atribuida a Praxiteles, estatua de la

sanguinaria diosa, veneradísima en toda el Asia Menor, que fué robada de

Taurida por Iphigenia (Pausanias I, 33, y IV, 46), y en cuyas aras de

maldición, Aristodemo, siguiendo el mandato del oráculo de Delphos, tuvo

el patriotismo de sacrificar a su propia hija. Los arios puros, en

efecto, al introducir en Grecia el culto patriarcal de Zeus y de Apolo,

no destronaron sino con gran dificultad a Cronos y a las Eumenides

arcadianas, con todos sus continuos sacrificios sangrientos, como aquel

de Licaón, rey de Arcadia e hijo de Pelasgus, cuando fué transformado en

lobo por haber sacrificado un niño a Zeus en el Liceo, o como los de

los curetas cretenses inmoladores de niños a Zeus, antes de que los

dorios introdujesen el incruento culto lunisolar astrológico de Diana y

Apolo. Cecrops de Atica, en fin, abolió los sacrificios humanos en su

país, lo que no le libró, sin embargo, de que su propia hija fuese

sacrificada.

Para terminar esta odiosa materia, consignemos, tomándolo de la

Exploración del Norte de la Siberia, del almirante Wrangel, este

terrible hecho, acaecido, según Bertrand, a fines del siglo XVIII, y que

prueba que tales sacrificios perduran aún en los tiempos modernos:

En la feria de Ostrownaye se desarrolló una enfermedad contagiosa.

Consultados los chamanos por el pueblo tschukta (aunque cristiano en

apariencia), éstos dijeron que los espíritus exigían el sacrificio de

Kotschen, el caudillo más venerado del pueblo. Resistióse éste, pero, al

fin, el mismo caudillo se prestó heroico como víctima expiatoria. Nadie

se atrevía a herirle, hasta que el pueblo obligó a practicar la

inmolación a su propio hijo.

No cerramos este comentario, sin salir al paso, aunque de un modo

rápido, a una pueril objeción que acaso pudiera hacer a todo esto algún

escéptico positivista, diciéndonos desdeñosamente: «Si las larvas y

lemures de los clásicos gustan de la sangre derramada físicamente, en

toda efusión de ella se vería disminuir rapidísimamente el peso de la

sangre vertida y hasta llegarían a desaparecer sus manchas, vorazmente

absorbidas por nuestros ilusorios vampiros»...

Como no nos hemos dedicado al respetable, pero no envidiable oficio

de carnicero, ni a la tan triste y penosa profesión de médico, jamás se

nos ha ocurrido el someter a peso y balanza el brotar de los surtidores

de ese divino licor que es nuestra vida, por lo que respecto de

semejante pérdida de peso atañe. Pero sí observaremos que toda

substancia química u orgánica, en sus constantes catabolismos, está

sujeta a las leyes de la física; que toda reacción de una u otra índole,

no se cifra, en suma, sino en la incrementación o desintegración de los

elementos de luz, calor, electricidad magnetismo, etc., que a todas las

reacciones químico—biológicas caracterizan, y que la sangre, como la

leche, la orina y demás productos orgánicos, desde el momento en que

salen del sér que las produce, inician una serie de reacciones

regresivas que, partiendo de la inmensa complejidad orgánica de las

albúminas, lecitinas, protagones, etc., y pasando por las también aun

complejas de la urea, los ureidos, y demás derivados, acaban por

descomponerse en las dos reacciones finales de toda destrucción

orgánica, es a saber: la producción de agua y de anhídrido carbónico,

combustión que es la apoteosis de todas las reacciones seriales

regresivas de lo complicado o vital a lo sencillo o vitalizador, como la

fijación y metabolismo fundamental de estas dos substancias bases de la

organización, en moléculas y sistemas cada vez más complejos,

constituye la evolución progresiva que tiene su meta en el cuerpo físico

del hombre..

El escéptico señor de nuestra hipótesis quedará contestado, pues, con solo ésto: el

simétricas operadas en las capilares de su organismo.

En efecto, hasta en esto es deficiente nuestro lenguaje científico,

pues que confundimos lo físico con lo visible, siendo así que numerosas

fuerzas conocidas de la Física, tales como los rayos X, son invisibles

en si mismas y, dentro de las inmensas llanuras del conocido «cuadro

serial de vibraciones», de W. Crookes, hay muchas otras que, por no ser

apreciables además con nuestros aparatos, nos son aún perfectamente

desconocidas.

No continuemos por te terreno, pues que no escribimos para químicos

ni médicos, sino para hombres de buena fe, deseosos de alzar, si es

posible, una punta no más del Velo misteriosísimo de Isis...

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