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Comentario VIII

Comentario VIII

Excepcional valor del relato que antecede.—Todos hemos experimentado la «protección invisible » alguna vez en la vida.—El réquiem de Mozart. a premonición recibida por el zar Pedro I.—El caso del novelista Salvatore Farina.—El presagio fatídico de Haakon VIII de Noruega.— El sucedido de Lady Caidly.—La leyenda catalana del Señorío de Salas.—Relación de estos asuntos con el problema de los duendes y las casas encantadas. El duende de Wilhelmshohe. —El Palacio das Necessidades, de Lisboa. La Casa trágica, de Oporto.— Casos a granel.—Una opinión sobre estos curiosos problemas.—La Dama blanca de los Hohenzollern.

El delicioso relato de referencia tiene a nuestros ojos un valor excepcional po constituir algo así como una gran crítica de la Maestra, un sucedido histórico, una de tantas astrales jugarretas de ésta con los escépticos e infatuados científicos o doctores que, si hemos de creer a Oleo!! en cien pasajes de su Historia Auténtica de la Sociedad Teosófica, eran las víctimas predilectas de sus lecciones contundentes y de sus implacables ironías, gracias al dominio que, como yoguina o Iniciada hindú, tenía sobre toda clase de elementales, según lo probó diferentes veces, aunque no sin la justa censura de los verdaderos Yoguis, tan enemigos de todo fenomenismo psíquico.

Además, el sucedido en cuestión es uno de los mil casos que incluiría C. W. Leadheater en su notable obra Protectores Invisibles con cargo a esos auxilios providenciales e inexplicables que pocos hombres habrá que no hayan recibido una vez por lo menos en la vida, ora para ser salvados de un peligro, ora como premoniciones de muerte, encaminadas a hacer más dulce o más elevado el misterioso tránsito de esta a la otra vida.

Consecuentes nosotros con el propósito enunciado al principio de estos comentarios, de omitir el testimonio propio en aras del hecho fenoménico acaecido a terceras personas, consignaremos un manojo de hechos de esta índole, empezando por el famoso Requiem, de Mozart, relatado en deliciosa crónica de nuestro amigo E. Ramírez Angel, cuya primera parte dice así:

«Hallábase una tarde de Julio de 1791 Juan Wolfgan Mozart solo en su casa, trabajando, cuando recibió la visita de cierto caballero a quien no conocía. Mozart ya no era el niño prodigio que sonrió envanecido bajo las pupilas alegres de Maria Antonieta, sino el músico admirable a quien agasajaban las Cortes y aclamaban los públicos. Mazar! tenia entonces treinta y cinco años. Su salud hallábase harto quebrantada. Padecia fuertes crisis de melancolías, du rante las cuales barruntaba el próximo apagamiento de su vida...

Aquel desconocido, que vestía de negro, entregó a Mozart una carta, sin firma. En ella se le encargaba que escribiese una Misa de Requiem. El maestro, estremeciéndose a pesar suyo, miró fijamente al enlutado.

—¿Quién os envía?

—No puedo revelaros su nombre. Si queréis escribir esa Misa, aquí tenéis vuestros honorarios— dijo, y dejó sobre la mesa un puñado de oro, Mozart, atónito, no supo qué contestar. Lo misterioso del encargo, lo crecido, para aquella época, de tal suma, le desconcertaron.

—Ahora—murmuró al fin—estoy muy atareado. Complaceré al que os envía, pero no sé cuándo.

—La fecha importa poco. Escribid la Misa, y ya volveré más adelante.

Y el extraño personaje hizo una reverencia, abandonando en seguida el aposento, Mozart, al verse solo, se sintió desfallecer. Sudor abundante empapaba sus sienes. La obsesión de la muerte tornó a removerse en su juventud como el gusano dentro de la rosa.

A partir de esta tarde de julio comenzó a sentirse más preocupado y sombrío que nunca. En vano Constanza, la dulce compañera del maestro, cuidaba de consolarle.

—Estoy seguro—repetía Mozart—de que mi fin se aproxima. Esa Misa de Requiem será la que se cante en mis funerales.

Y comenzó a escribirla con febril videncia, convencido de que aquella página iba a epilogar dignamente su gloriosa obra. Pero, a poco, hubo de interrumpir este trabajo. Leopoldo II había de ser coronado en Praga rey de Bohemia, y Mozart recibió el encargo de escribir una ópera para las fiestas proyectadas. Quedábale poco tiempo: corría el mes de Agosto, y la Clemencia de Tito—que así se titulaba la obra en cuestión—debía estrenarse a primeros del próximo Septiembre.

Cuando Mozart se disponía a subir a la silla de posta para trasladarse a Praga, vió venir hacia él a un enlutado, el pálido mensajero de la Intrusa.

—¿Y la Misa?— le recordó apremiante—. Este viaje vuestro no os va a permitir complacer a mi señor.

Excusadme. Cuando regrese, me dedicaré, sin reposo, a terminarla.

Seréis espléndidamente gratificado. fío, pues, en vuestra promesa. El desconocido se alejó fantasmalmente.

Vuelto a Viena, después del estreno de La Clemencia de Tito, Mozart tornó a abandonarse a sus terrores supersticiosos. El mismo éxito de La flauta encantada (Septiembre), no logró disiparlos. El exceso de trabajo, las luchas contra enemigos y envidiosos, contribuían a minar su salud. Constanza, vencida por horrible congoja, veia cómo el gran compositor, en plena juventud, pagaba la triste ventura de su precocidad.

Todas las tardes el matrimonio salia de paseo por el Prater, de Viena. Constanza refería a su esposo leyendas y cuentecillos, que el autor de Don juan oía sonriente. Las ráfagas del otoño se llevaban las hojas secas. Tras los árboles, con terquedad de estribillo, Mozart, veía que la muerte le acechaba.

—Esa Misa, Constanza, va a ser mi última obra. Lo sé...—repetía el maestro lúgubremente ensimismado.

Y así fué. En vano Constanza, de acuerdo con el médico, logró que su marido no continuara su obra encerrándola en un armario. Sobrevino una mejoría, pero fugaz. El mal siguió avanzando. Hincháronsele las manos y los pies; ya no tenía fuerzas para abandonar el lecho. Muchas tardes, el maestro rogaba a sus amigos que tocasen al piano algunos trozos del Requiem ya concluido. Era su canto de cisne, su testamento musical.

El 5 de Diciembre del mismo año, Mozart, sereno, dictó las postrimeras disposiciones. El médico le aplicó unas compresas de agua fría, que le sumieron en una profunda postración.

Después vino el delirio... Como Napoleón Bonaparte, al morir, repetía ¡Waterloo! ¡Waterloo!... Mozart recordaba su Requiem. Inflando las mejillas y moviendo los exangües labios, todavía, agonizante, quiso imitar el bronco prolongado redoble de los timbales..»

El Dr. Henry La Bonne, por su parte, nos relata la premonición recibida por Pedro I, el desgraciado Zar, antecesor del no menos infeliz Niolás II en el trono de Rusia. Dice así aquel sabio:

«Con el título de Conde del Norte, Pablo I vi no a Francia en 1.782, época en que París estaba dado a Mesmer y Cagliostro. Habiendo trazado este último el horóscopo del Rey de Suecia Gustavo III, y predicho a los que le rodeaban que moriría joven y de muerte violenta, díjole al Zar, que le pedía con insistencia le descifrase su porvenir:

—No estuve bastante feliz con el Rey de Suecia, para osar trazar vuestro horóscopo.

El Conde del Norte, encontrándose con el Principe de Ligne, le dijo:

—Tengo por un charlatán consumado al célebre Cagliostro; en una conversación, como si yo estuviese loco, se atrevió a pretender hacer me ver lo siguiente:

Una noche que estaba de incógnito en la calle principal de San Petersburgo con el Príncipe Kourakin y dos criados, un hombre alto y delgado envuelto en un manto, con un sombrero militar caído sobre los ojos y pareciendo esperar a alguien, salió del fondo de una puerta y se puso a andar a mi izquierda, sin decir una palabra ni hacer un gesto.

—Es un singular quídam—dije yo.

¿Qué quídam?—me preguntó Kourakin.

El que viene a mi izquierda.

Kourakin abrió sus grandes ojos y me afirmó que no veía una sola alma viva. No obstante, el compañero estaba allí, andando con un paso que se confundía con el mío. Su mirada me penetraba, y empecé a recelar de él. De repente, una voz profunda, análoga a la de un ventrílocuo me llamó:

—¡Pablo! ¡Pobre Pablo! ¡Infeliz Príncipe!

—¿Oyes?—le dije a Kourakin.

Nada, absolutamente nada, monseñor.

Entonces le pregunté a este sér misterioso, qué quería.

—Soy el que se interesa por ti. Te aconsejo que no te ligues a este mundo, pues no permanecerás en él mucho tiempo.

Le miré, y percibí que su mirada era la de un águila, su frente morena y su sonrisas evera. Seguidamente reconocí a mi abuelo Pedro el Grande. Fué en el mismo lugar, terminó Pablo, en el que Catalina elevó un monumento que representa al zar Pedro a caballo. Un inmenso bloque de granito es la base de esa estatua. No fui yo quien indicó a mi madre el lugar escogido, o más bien adivinado. en donde el fantasma tuvo a bien predecirme el destino.

Tal es esta historia de 1783, de actualidad hoy, a propósito de lo que pasa en Rusia. Se sabe que Ankarstron justificó con un pistoleta o el horóscopo de Gustavo III, y que Pablo I murió de muerte violenta, cual de muerte violenta también acaba de morir el último de los zares...

Salvatore Farina, el famoso novelista italiano, refiere una aventura interesante en Luce e Ombra. Dice Farina que el 15 de Junio último, salió de Milán para Estokolmo, donde debia encontrarse con el crítico y poeta Wirsen, con el que le ligaba una muy íntima amistad epistolar, aunque nunca se habían visto.

Hallábase Farina en Berlín y se disponía a continuar su viaje al día siguiente, junto con el mayor Donner, amigo del novelista italiano y de Wirsen. Farina, en un momento de somnolencia y fatiga, quedóse amodorrado en una butaca de su habitación, aunque él no puede asegurar si lo que vió y oyó fué en sueños o estando despierto. El caso es que, según se explica, apareciósele un desconocido, en quien creyó reconocer a Wirsen, y que le dijo: «Aquí me tienes, dame tu mano. pronto.» Y la visión desapareció en seguida.

El novelista supuso, desde luego, que su amigo había muerto; pero como quiera que nada le dijo Donner, ni antes de la aparición, ni después cuando fué a buscarle para continuar el viaje, Farina comenzó a negarle importancia a lo ocurrido.

Sin embargo, ya en el tren, frente a frente los dos amigos y en veloz marcha hacia el mar del Norte, Donner estrechó efusivamente la mano del italiano, y le dijo: «Tengo que darle una mala noticia... El amigo Wirsen, ha muerto. Hoy debe efectuarse el entierro.»

Farina narra toda esta historia con su peculiar estilo literario, pero advirtiéndose en todas sus palabras cierta sinceridad. El hecho ha sido muy comentado.

Otro caso análogo:

El doctor W..., de mucho renombre en Nueva York, tiene decid ido, desde hace algunos años, no visitar a domicilio, sino recibir a sus clientes en su consultorio. El 17 del pasado Febrero de 1916 estaba con su esposa en el comedor, cuando entró el criado a decirle que una niña deseaba verle. Se excusó el doctor, alegando no ser hora de consulta; insistió la niña por mediación del criado, y por fin la recibió el médico en el mismo comedor. Pretendía la rapazuela que el galeno fuera a visitar a su madre, que era pobre, estaba muy enferma y habitaba uno de los barrios extremos de la ciudad. Era mucho pedir, y el doctor se negaba, indicándole fuera a buscar a otro médico. La niña le miró con mirada indefinible y le suplicó otra vez. «Me impresionó de tal modo su mirada y su ruego, que sentí en mi conciencia el deber de atender a la súplica.» Ordenó le prepararan el auto, y montando en él con la niña, se dirigieron al Jugar indicado por ésta.

Bajaron del vehículo; entraron en una casa de miserable aspecto; subieron interminable escalera y atravesaron largos corredores, hasta llegar a una puerta entornada, que empujó la niña diciendo: «Aquí está mamá»

Entró el doctor, pero la niña no. Era una estancia miserable, sucia, sin respiradero; y en un rincón de ella, sobre una estera, hallábase la enferma. La examinó el doctor, y le dijo:

—Estáis muy enferma de difteria y es preciso que se os conduzca al hospital inmediatamente. ¡Pensad en el peligro que corre vuestra hija!

—¡Mi hija! ¡Si no tengo ninguna hija!—respondió la enferma llorando.

—¿Cómo es eso? Vuestra hija es la que me ha venido a buscar, y por su insistencia estoy yo aquí.

—¡No, yo no tengo hija! La única que tenía, ¡alma mía!, murió ayer mañana de la difteria, y está todavía insepulta en el cuarto de al lado!

Abrió el doctor la puerta del cuarto aludido, y, con la estupefacción consiguiente, vió allí, sobre un jergón, el cuerpecito yerto de la que fué a llamarle y vino con él en el auto hasta la casa. Reconocido el cadáver, apreció que, en efecto, debió morir el día antes. Y el doctor se pregunta si está loco o cuerdo....

La Prensa escandinava refiere diversos hechos muy curiosos ocurridos con ocasión del reemplazamiento de Oscar II por Haakon VIII en el trono de Noruega. El 18 de Noviembre último, un gran número de oficiales estaban reunidos en la sala del casino de Akerhus, en el que tenía que entrar Haakon VIII. Se esperaba con impaciencia el primer saludo del cañón anunciando la entrada en rada del acorazado Heimdeall. De pronto se oyó, viniendo del fondo de la sala, un chasquido y un ruido particulares. Apenas tuvieron tiempo de volverse los circunstantes, cuando el gran retrato de Osear, encuadrado en rico marco con corona, chocaba con estrépito contra el suelo. El retrato quedó intacto, pero la corona fija en la parte superior del marco, se había pulverizado completamente. Los presentes experimentaron gran pena por el destrozo, mas en breve se olvidaron de ello ante las manifestaciones de júbilo que señalaban la entrada del rey.

Algunos días después, muchos miembros de la misma sociedad asistían a una fiesta privada en casa de lord Hagarup, jefe del Gobierno. Durante la cena se habló del singular accidente de Akerhus, y un periodista dijo, en tono irónico, que probablemente los muros del casino tendrían necesidad de reparaciones. Se siguió bromeando a este respecto, cuando de improviso un ruido sordo atrajo la atención de todos. Un segundo después se separó de entre los ventanales en que se hallaba colocada una consola, que soportaba un busto de Oscar II, hecho en mármol y de tamaño natural. Dicho busto cayó al suelo con ruido atronador, y se hizo pedazos. Esta coincidencia impresionó profundamente; todos los rostros reflejaron el horror de que eran presa, y los comensales se dispersaron mucho antes de la hora fijada, alegando cualquier disculpa a su anfitrión. Poco después moría el rey...»

Entre los infinitos casos de protección invisible acaecidos durante la guerra, merece ser citado el siguiente:

En Febrero de 1914 el ingeniero telegrafista Honorio Rivereto hallábase residiendo en Bruselas, donde ocupaba un. appartement con su señora y su hijo. Una noche que estaba entre sueños, oyó una voz que clara y enérgicamente le decía al oído: ¡Vete de aquí! Supuso en un principio que pudiera ser su esposa quien pronunciara la frase, y al enterarse por ésta en sentido negativo, pensó si sería algún aviso para que mudase de piso.

¿Me amagará aquí algún peligro?— pensaba el señor Rivereto; y su esposa impresionada por el hecho, opinaba, sin saber porqué, que debían regresar al instante para el Brasil.

Teniendo el señor Rivereto necesidad de permanecer en Bruselas por algún tiempo, por cuanto ampliaba sus estudios de ingeniería, resolvió mudar de casa; y en el nuevo domicilio parecióle que le perseguía de continuo la misma voz, con la orden terminante de ¡Vete de aquí!

Un día, dando su paseo matinal por uno de los boulevares de la capital mártir, sintióse como transportado a distancia, y vió un cuadro horrible: ciudades derruidas, cuerpos mutilados, sangre, lágrimas... mientras que en su cerebro repercutía la voz: ¡Vete, vete de aquí! Al final oyó claramente:¡ Vete, vete de aquí! ¡Guerra, desolación, sacrificio, muerte!

Nada indicaba por aquel entonces la guerra que después se desencadenó. Tampoco entraba en las intenciones del. doctor Rivereto volver por aquellas fechas al Brasil; más un día, parándose ante la vitrina de una agencia de transportes marítimos, quedó prendado del fotograbado del vapor Tubantia, allí expuesto. En el propio instante sintióse impelido a entrar y tomar pasaje, lo que hizo sin vacilación, regresando al Brasil el 25 de Mayo de 1914.

En Agosto del mismo año, como es sabido, explotó la guerra que ensangrentó a Bélgica y la inmergió en los dolores que todos conocemos y de los cuales se salvó por el extraño e inesperado aviso el buen telegrafista brasileño...

Myers, el reputado psicólogo, refiere también el hecho siguiente:

«Lady Caidly se encerró en una habitación para bañarse, y al desnudarse oyó decir: «Descorre el cerrojo. Se sobrecogió y miró por todos los lados; pero como no vió a nadie, se metió en el baño. Por tres veces seguidas volvió a oir: «Descorre el cerrojo. Entonces salió del baño y descorrió el cerrojo. Al volver a entrar en el baño, se desmayó, cayendo de cabeza, pero la dió tiempo de tirar de la campanilla. La doncella acudió. Si el cerrojo hubiera estado echado, se hubiera ahogado indudablemente.»

En un periódico de Guatemala leemos asimismo:

Encontrándose acostado una noche y en estado de vigilia el vecino de Salorino D. José Junco, sintió un golpe en la habitación inmediata donde descansaba, que era donde tenía la cama su hijo Socorro, niño de siete años de edad: algo así como si se hubiera caído de la cama el niño, y al mismo tiempo, una voz que dijo: ¡Ay madre! Encendió la luz, y, al bajarse de la cama, despertó a su señora, que, informada de lo que ocurría, le manifestó la imposibilidad de lo que había oído, por estar el niño durmiendo en casa de sus abuelos. El señor junco consultó el reloj, y vió que eran las tres. Aquella mañana, como tiene por costumbre dicho señor hacerlo diariamente, fué a casa de sus padres, y la primera noticia que le dieron fué la de que el niño se había caído de la cama aquella noche, y que había dicho al caer: ¡Ay madre! Sorprendido D. José por la coincidencia de lo que él había oído y su padre relataba, preguntó si sabía la hora que el hecho había ocurrido, y le contestaron que minutos antes de las tres..

Otro caso:

«Dormía tranquilo cierto día—dice el barón Basilio Van Driesen en sus Memorias—. Apenas acababa de apagar la vela, cuando sentí pasos en el aposento contiguo, llegando hasta la puerta del cuarto. «¿Quién anda ahí? pregunté, tendiendo las manos para coger la caja de los fósforos; y al encender la luz, vi a M. Ponomareff de pie ante la puerta, que estaba cerrada, tal y como la había dejado. Sí, era él, indudablemente. Lo conocí por su chaqueta azul forrada de piel de ardilla, por su cuello blanco y pantalones negros. Era, pues, mi suegro; pero no tuve miedo.

—¿Qué quiere usted?—le pregunté.

M. Ponomareff avanzó dos pasos, se detuvo ante mi cama y dijo:

«—Basilio Feodorovitch: procedí mal para contigo. ¡Perdóname! Sin tu perdón, no entraría sosegado en el Más Allá.»

Al decir esto hizo una señal con la mano izquierda, al mismo tiempo que me agarraba con la derecha. Yo tuve su mano entre las mías. Estaba fría como un mármol. Sin horrorizarme, le respondí:

Dios es testigo de que nunca he guardado rencor contra ti.

El fantasma de mi suegro me abrazó y desapareció por la puerta que tenía a su espalda. A los pocos momentos apagué la luz y dormí tranquilamente, como un hombre que acaba de cumplir con su deber...»

Otro caso real que recuerda la célebre leyenda de Becker «El Señor de Bellveder.»

La Vanguardia, de Barcelona, trae, descripta por el culto escritor Arturo Mazriera, la siguiente leyenda del señorío de Salas, que no podemos resistirnos a copiar. Dice así:

«Quien haya leído con la atención que se merecen la Historia del Ampurdán, de Pella; los tomos I, II y IX de la serie histórica de Montsalvatge (Historia y Geografía del condado de Besalú ); la obra Noticias del Señorío de Salas, de Joaquín Matas, y las colecciones de Memorias del Centre Excursionista de Cataluña», vendrá en conocimiento de todo cuanto documental mente se puede saber acerca de los fundadores, señores, genealogía, usos y costumbres de tal señorío.

Poca transcendencia tendría en si misma esta serie genealógica, si la historia del Castillo y Señorío de Salas no trajese aparejada una tradición tan permanente y curiosa como la que los documentos callan y el vulgo se ha encargado de perpetuar a la vez. Como en sus gérmenes ofrece un interés tan dramático, si cabe, como la del Doctor Fausto, de Germania, y la de nuestro Compte Arnau, no hemos sabido resistir a la tentación de reunir todos los testimonios y comprobantes que de la misma podían allegarse, para ofrecerla a la consideración y estudio de los eruditos.

Fijémonos en que el patio del castillo de Salas está construido sobre una bóveda, de la que se tiene solamente los indicios de que al agujerearse una vez el suelo, apareció un hueco enorme, y al echar piedras por el mismo, vislumbróse una profundidad. En épocas remotas, dícese, estaba en esta especie de sótano la cueva del Cavaller, nombre con que era conocido el señor de Salas, perteneciente ya a la generación de los Malar!, arriba citados. Este Cavaller, enlazando la tradición con la cronología más rigurosa, no podía ser otro, sino joan ojoanot de Malart, posesor del castillo y sus dependencias a mitad del siglo XVI.

Era el tal Cavaller, según testimonio de la leyenda, hombre cruel, despiadado y nada humano con sus vasallos. Sus depredaciones y malos tratos para con éstos, no reconocían freno ni ley, y con su vida y hechos daba hasta materia sobrada para crear un nuevo Ferter de tall de Pitarra, con toda la serie de efectismos y tópicos de relumbrón contra el feudalismo. Se ve que el tal Joanot de Malar! no andaba muy sobrado de riqueza, por cuanto sus fechorías predilectas eran el despojo sistemático de sus vasallos. Bastaba que cualquiera de éstos se retrasase en el pago de los diezmos, para que el iracundo señor se apoderase de sus muebles, primero; de sus ganados, después, y hasta de las puertas de sus casas y de las tejas de sus moradas. Joaquín Matas, en su obra ya citada, describe, con gran viveza de colorido, las correrías del Cavaller y los vejámenes inauditos a que sometía a sus súbditos. Para que se vea qué geniecillo mostraba el tal Malart, cuenta la historia (y no la leyenda) que en cierto domingo en que el cura de Salas iba a celebrar la misa, y no acudiendo a ella el Cavaller a la hora de costumbre, al ver que el pueblo se impacientaba, pasada ya más de una hora, empezó el Santo Sacrificio, a mitad del cual llegó el de Malar!, quien al notar que el sacerdote no se había dignado aguardarle, le atravesó el corazón con su espada. En el sitio del sacrilegio levantó una cruz la piedad de los fieles, cruz que derruida a fines del siglo pasado, manos piadosas levantaron de nuevo hace pocos años.

A la fama de rapaz y manirroto reunió Malart la de brujo y nigromántico, llegando la tradición a insinuar que el mal apellido provenía de las males arts en que en el sótano misterioso del castillo andaba entretenido el Cavaler. El consabido pacto diabólico, la elaboración de la piedra filosofal, el ejercicio de las artes de alquimia y nigromancia, la posesión del demonio familiar encerrado en un anillo y el rapto de niños y doncellas (cuyos esqueletos aparecieron siglos más tarde al efectuarse obras de derribo en la fortaleza), todo va confundido en la leyenda y en la tradición oral, mientras la Historia se limita a consignar que un Roger de Malar! es amigo del vizconde de Perellós, el noble catalán de Ceret, que cultiva en tiempos de Don Juan I de Aragón la literatura fantástica con sus famosos Viajes al Purgatorio (de los que deberíamos hablar con más detenimiento), y que juan de Malart (el Joanot de la Por) sostuvo correspondencia con Erasmo y Luis Vives, por ser dad o también a estudios de letras y humanidades.

A la voz pública y fama persistente de que en determinado sitio y hora se oyen ruidos misteriosos, al terror que entre los crédulos que los oyeron (o creyeron oír) despierta tales señales, se llama en los pueblos del condado de Besalú la Por del Cavaller. Y como desde tiempo inmemorial no faltan dentro del Castillo de Salas tales ruidos extraños, y como la voz constante y popular es que son debidos al Cavaller, que no halla el reposo eterno anhelado por estar condenado a expiar perpetuamente la muchedumbre de delitos que en tales sitios cometiera, creemos pueda tener algún interés la recopilación de testimonios auténticos contemporáneos que afirman el hecho, para deducir después las conclusiones más oportunas. Joaquín Matas y Arovitx, en su interesante monografía Noticias del Señorío de Salas (Olot, 1905) enumera los testimonios por este orden:

En 1898.—El primogénito del Manso Subirás, hallándose en la casa de Salas, contigua al castillo, con ocasión de la trilla de 1894, oyó un fuer te y especial ruido en el tejado, encima de la sala principal donde almorzaba; era tan recio y violento, que preguntó a los colonos de dónde procedían. Éstos le contestaron que lo producía el Cavaller, y que no les amedrentaba por oírlo muy frecuentemente.

En 1899.—El actual colono, que reside en el castillo, llamado Tinot (contracción de Martinot ), ya anciano y nacido en la casa, declara que desde su niñez, y tanto de día como de noche, ha oído mil veces encima del tejado un ruido violento como si arrancaran tejas, o si echasen con violencia sacos de trigo; son golpes secos unas ocasiones y en otras semejante a un jinete que parase en seco y anduviese después a paso lento.

En 1900.—El dueño del manso Soley de Lligordá (pueblo lindante con el de Salas) certifica haber oído relatar, durante toda su vida, la existencia de dichos ruidos en !a mansión de los Salas.

En 1902,—Don Jaime Roura (a) Tonet de Salas, relata que trabajando de su oficio de albañil en el castillo en diversas ocasiones, ha oído los ruidos en la forma relatada, añadiendo el testimonio de varios sirvientes antiguos que afirman que después de tales estruendos se sucedían remociones de muebles y utensilios de labranza que, al día siguiente, solían hallarse intactos en su lugar.

En 1903.—Francisco Roura, arriero de Tortellá, declara haber oído los mismos ruidos, sin acertar quién pudiese producirlos.

Finalmente, en 1905, el señor párroco de Salas contó que en su juventud, estando de vicario de Tortellá, le aseveró el entonces párroco de Salas que habiendó pasado una noche dentro del castillo para cerciorarse de la Por del Cavaller, por allá a media noche oyó un estrepitoso ruido incomprensible, cuya causa no adivinó, pero que puede asegurar era una realidad persistente.»

Hasta aquí las deposiciones de los testigos, vivientes casi todos, y procedentes de diversas clases sociales. ¿Qué parte puede tener la fantasía? ¿Qué drama o tragedia, reales o ficticios, se encierran en una tradición que en el país tiene tal arraigo? ¿Se reduce todo ello a una fábula engendrada por el recuerdo de los malos usos del feudalismo, a un comento de alquimista o nigrománticos de origen exótico, con derivaciones en tierra catalana? Debiera intentarse, si no aclararlo, proporcionar todas las fuentes posibles para que la leyenda, la tradición y la superchería no invadan sus campos respectivos»..

Todas estas cuestiones que anteceden, se complican, pues, con otro problema de interés no menor: el de los duendes y las casas encantadas, fenómenos tan a la orden del día, que en algunos códigos se empieza a establecer como causa de rescisión de los contratos de inquilinato, «la existencia de estos molestos huéspedes» en el edificio arrendado. El asunto, en electo, no es para menos, como puede verse por los casos que subsiguen, y cuyo número podría aumentarse considerablemente si no temiésemos abusar de la benevolencia de quienes nos lean. Véanse algunos:

El delicioso escritor Mariano de Cávia, en una de sus crónicas en ElSol nos cuenta lo siguiente, acerca del Duende de Wilhelmshöhe:

»Según los últimos despachos, ha mejorado notablemente la salud de la reina de Prusia y emperatriz de Alemania.

Por humanidad y por galantería, debemos celebrar sinceramente la noticia; y extremando nuestros buenos deseos—aunque esto sea meternos en lo que no nos importa— debemos también hacer votos por que los médicos saquen cuanto antes a la augusta enferma del castillo de Wilhelmshöhe.

Aquellos aires, según dicen, son puros y saludables; pero el castillo «tiene duende» como decimos de Pirineos abajo, y un duende nada grato a las testas coronadas.

¡Wilhelmshöhe!

Este nombre (que es, como si dijéramos en español, el altozano de Guillermo) no tiene significado alguno para las gentes de la generación actual. En cambio, es hondamente significativo para los que «por el triste» privilegio de la edad recordamos muy al vivo lo que pasaba en el mundo allá por los años de 70 y 71 del siglo pasado.

Trágicas memorias despertaría este nombre de Wilhelmshöhe en. una dama, ya nonagenaria, que fué emperatriz de los franceses y hoy no es más que condesa de Teba y marquesa de Moya.

Antes de ir Napoleón III a reunirse en Inglaterra con su mujer y su hijo en. Wilhelmshöhe, hubo de sufrir el cautiverio que le impusieron los prusianos después de la derrota y capitulación de Sedán.

Lo de «sufrir» se dice en un sentido meramente moral; pues ocioso es decir que los carceleros de «Napoleón le petit» le trataron a cuerpo de emperador.

Si es verdad que las ánimas de los difuntos vagan por aquellos lugares donde experimentaron en vida sus más agudas e intensas sensaciones, algunas visitas hará de cuando en cuando a su antigua residencia de Wilhelmshöhe el melancólico y bigotudo espectro de Napoleón III

Y el influjo del inquieto y errante kamarupa, como dicen los teósofos, no es nada favorable para aliviar la inquietud y curar la neurastenia de los vivos.

El duende de Wilhelmshöhe que aunque no tome apariencias visibles, tiene en la Historia corporeidad de perenne y fatídico ejemplo—es buen testigo de cómo acaban, cuando mejor van pensando, los regímenes brillantes y aparatosos que ponen una civilización puramente material al servicio de la fuerza.

Es el símbolo eterno, interpretado por Daniel, de la colosal y áurea estatua con pies de arcilla que vió en sueños el soberbio Nabucodonosor.

En 1867, cuando aquella famosa Exposición Universal con que París deslumbró al mundo entero, el imperialismo impuesto a Francia había llegado al apogeo, y aun a la apoteosis. Tres años después se derrumbaba estrepitosamente el gran figurón del siglo XIX, y el César de camama, que había manipulado y trinchado a su antojo el mapa de Europa, tuvo que ir a Wilhelmshöhe a ser huésped forzoso del rey de Prusia y a enterarse allí de que éste habla sido alzado y proclamado como emperador alemán en la Galería de los Espejos del palacio de Versalles... »

Concordando con lo expuesto, la Época, de Madrid, nos habla así del tan tristemente célebre Palacio de las Necesidades, de Lisboa:

«Impropiamente se viene llamando al Palacio real de Lisboa, semidestruído hoy por la furia revolucionaria, Palacio de las Necesidades. La verdadera traducción de la palabra portuguesa «Necessidades», es «adversidad» o «infortunio». Dicha morada real fué construída a mediados del siglo XVIII por el rey Juan V, sobre el emplazamiento de la antigua ermita de Nossa Senhora das Necessidades, cuyo auxilio se imploraba en las grandes adversidades de la vida. El palacio ha justificado el nombre que le impuso su fundador pues vió morir en menos de nueve años a la reina María II de la Gloria, a la reiná Estefania, al rey Pedro V y a los príncipes femando y Juan.

Tan repetidas desgracias, ocurridas desde 1853 a 1861, determinaron al Municipio de Lisboa, durante la Navidad de 1861, a enviar una Comisión al joven monarca Luis I, para rogarle que abandonase el Palacio nefasto. El Rey accedió, y fué escoltado aquella misma noche al Palacio de Caxias por millares de personas que le vitoreaban frenéticamente. El rey D. Carlos I volvió a hacer del Palacio de la Adversidad su residencia oficial de Lisboa. En la memoria de todos está la trágica muerte del Monarca. Su hijo, el rey D. Manuel II, fué sorprendido en ese mismo palacio por la noticia de la revolución que le arrebataba el trono, y contra el Palacio dela Adversidad dispararon los barcos sublevados las primeras granadas de sus baterías. Vese, pues, que la triste mansión ha justificado su nombre.»

«No menos justificado tiene el suyo respectivo la fatídica «Casa trágica» de Oporto. Vedlo, transcripto del diario A Capital:

«La casa trágica en cuestión se eleva en la misma orilla del Duero, y tan cerca, que en las noches de luna se refleja su sombría silueta en las aguas del río. Los transeuntes rezagados de noche, dan una vuelta para no pasar por delante de ella. Nunca un bautizo ni una boda pasan por la calle en que ella está: sería evocar la desgracia sobre la cabeza de la criatura o de los novios. Los propios comerciantes recusan entrar en ella cuando van a entregar las compras: no quieren trasponer la puerta. El propietario no piensa ni puede pensar vender ese palacio, construido lujosamente con todo confort moderno: perdería una enorme suma el comprador que se encontrase, y se dice que difícilmente se hallaría en Portugal un capitalista dispuesto a tal adquisición.

La casa fué construida en 1902, y en 1906 empezó la trágica aventura. El primer inquilino llevaba habitando allí treinta y un meses, sin que cosa alguna viniera a interrumpir su tranquila existencia. Era un rico negociante en frutas secas, cuyo nombre es excusado citar, porque no representó papel ninguno en la aventura. Sustituyóle una familia inglesa. Los esposos Hawkes viajaban con sus hijos por Europa, deteniéndose aquí y allí, según el capricho del momento. Uno de los hijos nació en París, otro en Bucharest, el tercero en Catania. La niña menor que tuvieron vió la luz en Luxemburgo. Porto les sedujo; desearon pasar allí el invierno, y pensaron fijarse definitivamente en tal ciudad, si la ciudad les agradaba.

Una tarde, por una leve falta, el pequeño Harry, que contaba ocho años, quedó encerrado en su cuarto a guisa de castigo, en la hora del almuerzo. Ese aposento del tercer piso recibía luz por una ventana que daba al río. Mientras los postres, oyóse, de pronto, un grito de espanto. Los padres, que creyeron reconocer en él la voz de su hijo, subieron desolados al cuarto.

¡No había nadie! ¡Harry se había precipitado por la ventana! ¡Encontráron lo moribundo a la orilla del Duero!

—«¡Tengo miedo, tengo miedo!»—repetía; y fué lo único que se le pudo hacer decir. Al día siguiente murió. Los médicos que le asistieron en los últimos momentos, declararon que no se debía dar ninguna importancia a las palabras que el niño profirió en medio de su delirio. Tratábase de un suicidio doloroso, y nada más. Con todo, los padres afirmaban que su pequeño Harry, muy alegre y lleno de salud, no era neurasténico. Quedaron persuadidos, sin que nunca consiguieran esclarecer el misterio, de que su hijo debió precipitarse por la ventana en un momento de grande terror y para escapar de un gran peligro.

Compréndese fácil mente que después de tan lamentable drama, Porto no tuviera para esta familia atractivo ninguno. Regresaron a poco a Inglaterra, y casi seguidamente fué a ocupar la casa Manuel Seringuero, negociante en vinos finos. La familia era numerosa— quince individuos por lo menos, sin contar con la servidumbre.

El 15 de Diciembre de 1906, un sobrino del nuevo inquilino ahorcóse en la bodega. Ese mancebo, que iba disipando su patrimonio, contrajo en una casa de juego, la víspera por la noche, una deuda que no podía pagar. Tal fué la explicación que se dió a este segundo suicidio. Mas en Marzo de 1907 la opinión pública se sobresaltó cuando supo que seis de los habitantes de la casa trágica, habían muerto envenenados, que otros tres estaban moribundos, y que había dos enfermos más de cuidado. Han comido setas—se dijo. Los dos enfermos de cuidado murieron al siguiente día, de modo que se elevaron a diez el número de muertes por accidente ocurridas en aquella casa. Después, en 1909, uno de los hijos de Seringuero, que quedó en la casa, fué, con su esposa, misteriosamente asesinado, sin que se consiguiera descubrir a los asesinos. El palacio quedó cerrado. Ha tres meses un español, a quien no puede tachársele de supersticioso, alquiló el edificio. Es un viejo sabio maniático, que vive solo en la casa, por no encontrar quien quiera servirle.

En Porto todos esperan saber, una mañana, el fin trágico del viejo.

Nadie quiere, en efecto, ni aun a trueque de mucho dinero, morar en ese palacio horrible, en la puerta del cual tantas veces llama la desgracia, sin que se pueda saber por qué.»

Héctor Durville, director del journal du Magnétisme, nos trae casos análogos estudiados a fondo por la Sociedad Magnética de Francia, a la manera de los no menos célebres del Castillo de Kent; la alquería de Liodiere; la casa curato de Oroben, gemela de la de Cideville y descripta por el Pastor evangélico Hennisch; las de Elsasserstrasse en Berlín, cuyas pedreas por los duendes duraron hasta seis semanas, y nuestra memorable casa encantada del 26 de la calle de las Cortes, de quien tanto se ocupó la Prensa madrileña hace pocos años, casa cuyos fenómenos se han presentado, poco más o menos en Gijón, según el siguiente relato de la Prensa asturiana:

El Correo de Asturias y El Noroeste nos dicen, en efecto, que en la casa—habitación que Don Félix Villaverde ocupa en la calle de Fernández Vallier, se oyen misteriosos golpes y aldabonazos dados en la puerta. La primera vez que ocurrió el hecho, fué entre once y doce de la noche. Supusieron que debía tratarse de alguna persona que se había equivocado de piso y esperaron. Repitiéronse las llamadas, y entonces salió la doméstica. Abrió la puerta, y se encontró con que en la escalera no había persona alguna. Creyendo que habría oído mal, se retiró, con intención de volver a acostarse, pues estaba durmiendo cuando las llamadas. Antes de meterse nuevamente en el lecho volvió a oir que llamaban. Fué rápida a franquear la puerta, y otra vez se encontró sin nadie. Avisó a su señor, el cual trató de inquirir las causas de tan extraño hecho. Se quedó esperando que el picaporte volviese a llamar, y, preparado, con el pestillo de la puerta agarrado. Tan pronto oyó el primer golpe, abrió. Nada, no vió a nadie. En vista de tan palpable hecho, se tomaron otras medidas. Con un papel engomado, se precintó el llamador. Cerrada la puerta, se volvieron a oír las llamadas. El papel apareció roto.

Al día siguiente se repitió el fenómeno, corregido y aumentado. Además de las llamadas, la puerta fué abierta.

La Policía y la Guardia municipal intervinieron en el suceso, haciendo un minucioso registro y estableciendo una gran vigilancia cerca de los inquilinos de la casa; sacando en claro que los ruidos de referencia, no son producidos por ningún bromista. Con o sin Policía, las puertas siguen abriéndose solas, y menudean los aldabonazos sin mano que los sacuda. No hay que añadir que los hechos en cuestión tienen alarmadísimo a todo el vecindario. ¿Se trata de un caso más de tos consabidos duendes?..

—¿Duendes?.. La sola palabra despierta todavía una compasiva sonrisa en labios de ciertos «espíritus fuertes» positivistas.

«Leímos tiempo atrás, no recordamos dónde —dice un culto espiritista amigo—, que no hay credulidad más risible que la del incrédulo.

Es un hecho de observación constan te. ¿Conoces, lector, alguno de esos espíritus fuertes que de tejas arriba nada creen, y de tejas abajo todo les inspira una sonrisa sardónica?

Pues procura conocerle en su intimidad, procura escarbar un poco en esa su aparente concha de galápago con que se cubre, y verás al instante que es muy otro de lo que te figuras. No cree en Dios, ni en los Santos, ni en nada que no sea bien visible y bien palpable; pero lleva pendiente del cuello un escapulario que le colgó su madre, un recuerdo de familia, y por nada del mundo consentiría en separarse de él, ni por na da del mundo dejaría de llevárselo a los labios al meterse en cama y al abandonar el lecho cada día. No cree en los fenómenos del Espiritismo ni por la fe de Crookes, ni por la de Lombroso, ni por la de León XIII, pero echa mano al cortaplumas en cuanto ve a un jorobado, cruzar el pulgar y el índice cuando llega a sus oídos el canto de la lechuza, y entra en la primera administración de loterías que encuentra a su paso, para comprar un billete, en el instante en que se cruza con un bizco del ojo derecho.

Uno de esos infortunados—porque lo son, y mucho—, acaba de ser víctima de una broma de mal género que le ha costado nada menos que la vida...

Un hombre así, curado debiera estar de todo espanto, ¿no es eso?; y brujas, y trasgos, y duendes, y vampiros, debieran causarle el mismo efecto que las coplas de Calaínos. Sin embargo... Hace, por ahora, como cuatro meses nuestro hombre subía por la Rambla de las flores, de Barcelona; y tras él iba un conocido, un amigo de muchos años.

Al alcanzarle, este último dió una palmadita amistosa en el hombro izquierdo del primero, y le dijo:

—¡Adiós, brujo!

Y siguió su camino, sin volver siquiera la cabeza.

No puede describirse la impresión que este saludo y aquella palmadita causaron en nuestro «despreocupado», en nuestro «incrédulo», en nuestro espíritu fuerte»: lo que notaron cuantos iban a la par de él, es que se detuvo en seco, palideció, gruesas gotas de sudor llenaron su frente, y hubiera dado con su cuerpo en tierra, si dos de los paseantes más próximos no le hubieran sostenido.

—¿Se siente usted mal?— le preguntaron.

—Sí, sí—silbó, mejor que dijo.

Y conducido en coche a su casa, metiósele en cama, de la que no ha salido sino para ser sentado en un sillón y volverlo luego al lecho.

¡El infeliz estuvo completamente paralítico más de tres meses, y, por fin, rindió su jornada terrestre!...»

Volvamos a los fantasmas, tan parientes de los duendes, y de sus casas encantadas.»

«El fantasma que goza de más popularidad, por la índole de los personajes a quienes «protege» anunciándoles su muerte, dice en El Liberal un anónimo escritor, figura la temible Dama blanca de los Hohenzollern. El asunto tiene gran actualidad hoy con motivo del proceso del ex kaiser Guillermo II.

Un periódico alemán da cuenta de la aparición de La dama blanca en el Palacio de Postdam, hallándose allí parte de la familia ex imperial.

Existe en la familia dicha—y se ha divulgado sobradamente— la leyenda de un fantasma tutelar que tiene la misión, poco grata, de presentarse anunciando la muerte próxima de cada uno de sus miembros. La historia de la aparación de «La dama blanca» es auténtica y documentada en la familia ex imperial de Alemania. No se trata de una creencia supersticiosa, sino de una verdadera aparición vista por la familia desde los más remotos tiempos. Y lodos los que tuvieron la desgrada de verla concuerdan en la descripción: aspecto dulce y triste expresión de gracia y gentileza.

Según la tradición, se trata de la Condesa Berta von Rosenberg, hija de Ulderico, gobernador de Bohemia y «condottiero» del grupo católico contra los herejes, secuaces de Giovanni Huss y de Catalina de Wurtemberg. Murió muy joven, después de una vida infeliz. Poseía raras virtudes intelectuales y sentimentales. Todavía se conservan en Bohemia retratos de ella que la representan vestida de blanco, con aspecto gentil y pensativo envuelta en un velo, como acostumbra a presentarse en sus apariciones. Según la crónica de la familia Hohenzollern, la primera aparición de este fantasma se hizo en el castillo de Nenhasis, en Bohemia. El edificio pertenecía a la familia de la muerta. Una noche de estío se vió abrir una ventana del castillo, y apareció la melancólica joven. Al segundo día falleció un miembro de la familia imperial...

Se han narrado muchas anécdotas más sobre la imprevista y trágica aparición. Entre ellas, una de las más pavorosas, es la siguiente:

Se celebraba en la corte un gran baile. Cierta princesa de la casa Hohenzollern, que acababa de pasar una grave enfermedad, y todavía no restablecida del todo, se preparaba en su cámara para la Fiesta. La camarera que la ayudaba salió un momento a buscar un abrigo que había de probarse la princesa. Ésta se contemplaba en un espejo, cuando recibió la sensación de que había entrado alguien. Sin volverse y creyendo que fuese su camarera, preguntó:

—¿Qué hora es?

Y en el mismo instante vió reflejarse en el espejo el fantasma femenino, vestido de blanco, que avanzaba a sus espaldas, y respondía:

—Son las diez.

La princesa cayó al suelo, sin sentido.

Pocos días después fallecía.

Otra vez, según la tradición familiar, también apareció la Dama en el Palacio Real de Berlín, el año 1728. La aparición se ha hecho en diversos lugares, pero siempre eran éstos habitados por la imperial familia; en Berlín, en Postam, en Karlsruhe y en Mannheim... Y se hace notar que cuando por última vez le hicieron la operación en la garganta a Federico III, también apareció «La dama blanca», llevando la consternación a toda la familia. Efectivamente, poco después moría el emperador.

No se crea, por el relato que antecede, que únicamente los Hoenzollern poseen esta fúnebre prerrogativa. La familia imperial de Rusia tenía también un espectro macabramente original. Este asumía la semejanza del príncipe próximo a morir. Es célebre la anécdota de la aparición de otra Catalina sobre el trono de la verdadera. Ocurrió así la desagradable sorpresa: Cierto día, la gran emperatriz rusa se encontraba leyendo en su estudio, cuando una de las damas de compañía hubo de salir de la estancia. Se dirigió, pues, a la puerta, y al llegar al umbral que daba paso al salón del trono, dió un grito y, presa de un pavoroso estupor, cayó al suelo. Auxiliada por la misma emperatriz, al recobrar el conocimiento dijo que en el salón había visto a Catalina sentada sobre su trono. La emperatriz, mujer de ánimo fuerte y escéptico, pero un poco temblorosa por un vago y trágico presentimiento, se dirigió al salón precediendo a la dama. Ali! sus ojos vieron un cuadro trágicamente cómico. Sus cortesanos rodeaban el trono, haciendo aspavientos, mientras el fantasma permanecía inmóvil. Seguramente creyeron que era la emperatriz.

Catalina, más que miedo, sintió ira, rabia y, presa de sus ímpetus, se dirigió al espectro, ordenándole que se alejara; Aquél la miró con profunda tristeza. Entonces, la emperatriz, loca de rabia, hizo avanzar a un piquete de su guardia y dió la orden de disparar contra el fantasma.

Disipado el humo de la descarga, se vió el trono acribillado y vacío...

Algunos días después falleció la emperatriz.

Los palacios de Hampton, Court y la Torre de Londres han dado lugar a las leyendas de apariciones célebres también.

Se dice que la gran Elisabet fué advertida de su próximo fin por un espectro; que era su exacta figura, es decir, su doble.

Pertenece a la Historia la aparición de lord Strafford a Carlos I anunciándole la derrota de Naseby (1645) y su muerte en el patíbulo.

Pero un fenómeno curioso, y de actualidad, es el que sucede al ex kaiser Fernando de Bulgaria, el cual es continuamente acompañado del conde Stambolow, el difunto presidente del Consejo de ministros. Y no se crea que se trata de una sugestión exclusivamente personal, porque ha sido visto por varias personas de la familia del rey búlgaro, que a la presencia del difunto estadista se aterraron.

También Napoleón I poseía un fantasma. ¿Quién no ha oído hablar del hombre rojo? Este no sólo aparecía, sino que hablaba. ¿Y en qué tono?

Todos los admiradores del gran corso conocen la historia.

Ahora que, sin temor a equivocarnos, podemos decir que «El hombre rojo» ha sido el espectro de todas las familias reales de Francia. Comienza la aparición de este hombre en Enrique IV. Según la tradición, el hombre rojo se le apareció al rey de «París bien vale una misa» la noche que cayó víctima del puñal de Ravaillac, y se pretende documentar la Historia con hechos sobre esta aparición.

Luis XVI lo vió—según historiadores— al iniciarse la revolución. Más tarde el presidente Carnal—evidentemente «El hombre rojo» no tiene predilecciones políticas— vió al fantasma antes de ser asesinado.

Pero volvamos a Napoleón, el Grande. Una mañana de Enero de 1814, el gran emperador se había encerrado a trabajar, dando orden al Conde Moló—éste narra el terrible episodio en sus Memorias— de no dejar pasar a nadie, fuese quien fuese. Al poco rato, el conde vió en su presencia a un hombre de aspecto imponente, todo vestido de rojo, que le dice que quiere ver al emperador. Moló se niega a anunciarle, alegando sus razones.

—Diga usted al Emperador que «El hombre rojo» quiere hablarle, y verá usted como me recibe.

Momentos después, Napoleón, palideciendo al anuncio, le hizo pasar.

El conde—por curiosidad, dice el mismo—se puso a escuchar. Y oyó; espantado, que «El hombre rojo» reprochaba al emperador el no haber seguido sus órdenes. Después de un diálogo, terminó diciendo:

«—Como no os habéis cuidado de mis palabras, ahora vengo a advertiros que no tenéis más que tres meses para cumplir vuestro designio aceptar la proposición de paz de los aliados.

El Conde Moló, con el terror natural, oyó que el Emperador suplicaba, plañía al espectro para que fuese indulgente «todavía; pero «El hombre rojo» se retiró sin pronunciar una palabra más.

Tres meses después Napoleón— que no había seguido las instrucciones del fantasma—perdía el Imperio...»

Al final de todos estos espeluznantes casos, cuyo número podría ser aumentado sin esfuerzo, surge siempre el tema genérico de la telepatía, al que, por la telecinesia, pertenece al problema de los fantasmas, contra lo que pudiera creer el positivista escéptico, que se queda tan tranquilo llamando a todas estas cosas «alucinaciones».

¡Alucinaciones, cuando la premonición que el caso entraña va seguida, como se ve, por el fatal cumplimiento del suceso así anticipado!... ¿Hasta cuándo dejaremos de contentarnos con palabras huecas?...

«Alucinación » en su sentido gramatical, equivale a la visión de algo que realmente no existe. Para comprender, pues, su verdadera índole, será preciso que nos pongamos de acuerdo para saber lo que es real, o sea que resolvamos antes el insoluble problema que se llama de «los estados de conciencia».

Ya en este punto nos salen al paso hombres como Schopenhauer, quienes nos dicen que «la Realidad exterior—así con mayúscula— es incognoscible. Para abarcarla, necesitaríamos una conciencia superhumana y un tiempo indefinido. De aquí que de ella sólo tengamos una representación, es decir, un estado subjetivo, que variará, natural mente, según el sujeto en cuya mente se opere aquélla. En otros términos, habrá siempre una gamma de representaciones concordada con la correspondiente gamma de los individuos, ¿qué digo los individuos?, con las siempre cambiantes gammas perceptivas, emotivas y mentales de cada individuo a lo largo de todos los momentos de su vida... De aquí el que Carlos Federico Amiel definiese a la realidad de los paisajes como a «estados de alma». De aquí también la consabida frase de Campoamor acerca de la verdad y la mentira. De aquí, en fin, el célebre cantar que dice:

«Yo me enamoré de noche, y la luna me engañó; otra vez que me enamore será de día y con sol.»

Pero ni de día ni con sol podemos estar seguros nunca de la realidad, pues que la única realidad exterior nuestra es la de nuestra psiquis, con sus ideas, sus pasiones y sus sentimientos. ¿Se creerán los sabios que para el salvaje existe el planeta Neptuno, o para el animal, el teorema de Pitágoras?

Aunque entrambas cosas existan desde ab inicio en el seno, o sea en la conciencia de la Naturaleza, real mente para el hombre no existen sino desde el día en que, poniendo él su conciencia al nivel de aquéllas, alcanzó a conocerlas. Así, para Leverrier o Adams, los descubridores de aquel planeta, el planeta existió desde el momento en que un cálculo riguroso así se lo dijo;. para los astrónomos, el astro existió tan sólo cuando hirió a su retina el primer rayo telescópico de su luz, y para el resto de los mortales que no le han visto en su vida, el astro existe... sobre la fe que pusieron ellos en los astrónomos que así se lo dicen, ya que el mundo, más que en la ciencia de unos pocos, está cimentado en la fe, o mejor dicho, en la Buena Fe...

Cuando un sujeto percibe, pues, una cosa, no tiene sino una alucinació, ínterin los demás no comprueben su realidad; pero, ¿es que no hay también alucinaciones colectivas, como esas locuras imperialistas que a tantos pueblos han llevado hasta el abismo?

No. No hay alucinación, ni hay realidad. Entrambas palabras no son sino los falsos oropeles dictatoriales de los que se arrogan el pedantesco derecho de definirlas. Lo que hay sólo es la verdad y el error. Pero desde el momento en que todas nuestras verdades son parciales, relativas o finitas, es indudable que ellas llevan una tara inevitable de error o de «alucinación», ¿Está la Tierra fija? Sí, para los que en ella moran, pero sólo para ellos. ¿Está el Sol fijo? Sí, respecto de sus planetas, pero no respecto a las estrellas del espacio. Entre estos sencillos asertos se desliza, en efecto, la historia entera de la Astronomia, o sea de los errores de aquellos que se hicieron la ilusión de creer que eran ciertas sus brillantes conquistas, cuando en parte sólo eran alucinaciones., dado que se creían una cosa, y era otra; que en esto y sólo en esto consiste la alucinación, y que cuantos juicios formamos de lo que nos rodea son siempre reales en una parle, e ilusorios en otra. Así, en nuestra infancia creímos realidades —¡y lo eran entonces!—cosas que hoy députamos ilusorias; pero el hombre, eterno niño aunque él o lo crea, como prisionero en un ilusorio e ilusionante cuerpo de barro, loma siempre por realidades (según el dicho inmortal de Platón) las sombras que se proyectan en las paredes de su calabozo.»

En todo hecho telepático o fantasmático, pues, hay un tanto por ciento de verdad, con su correspondiente complemento de error, pero otro tanto sucede en los llamados hechos reales, y cuando el tiempo viene a comprobar a aquéllos por medios físicos que ya no dejen lugar a duda, lo que acontece es igual que lo que sucede con las grandes intuiciones de los genios, las cuales luego son ideas concretas en los talentos científicos, en fin, realidades prácticas en los hombres industriales.

Todo fantasma es siempre una realidad de otro plano. Su existencia será real, en cambio, cuando tome un punto de contacto, ya con este nuestro plano de la vulgar vigilia. ¿Qué de realidades panorámicas invisibles para el valle, no nos muestran las grandes alturas?—Dentro de la ley de Hermes, igual acontece en lo transcendente que en lo físico.

Al tener por enfermos a los que padecen alucinación., nada quitamos tampoco a esas realidades del mundo de la enfermedad física, porque así como la presencia del Sol en los cielos nos priva de ver las miríadas de soles del firmamento, un perfecto estado de higidez o de salud física también, nos priva felizmente de ver esotras realidades de planos que no son actual mente el nuestro, pero que pueden serlo más larde cuando enfermemos o cuando muramos a nuestra vez...

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