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III. Magia psíquica

III. Magia psíquica

Desde aquel instante procedió a operar el anciano yamabooshi. Alzó la

vista al sol y al excelso Espíritu de Ten-dzio-dai-dzio que al sol

preside, y hallándola propicio, sacó de bajo su manto una cajita de laca

con un papel de corteza de morera y una pluma de ave, con la que dibujó

sobre el papiro unos cuantos mantras en caracteres naiden,

escritura sagrada que sólo entienden ciertos místicos iniciados. Luego

extrajo también un espejito redondo de bruñido acero, cuyo brillo era

extraordinario, y colocándoselo ante los ojos, me ordenó que mirase en

él.

Yo había oído hablar de semejantes espejos de los templos y hasta los

había visto varias veces, siendo opinión corriente en el país que en

ellos, y bajo la dirección de sacerdotes iniciados, pueden verse

aparecer los grandes espíritus reveladores de nuestro destino, o sean

los daij-dzins. Por ello supuse que el anciano iba a evocar con

el espejo la aparición de una de tales entidades para que contestase a

mis preguntas, pero lo que me aconteció fué harto diferente.

En efecto, tan pronto como tomé en mis manos el espejo abrumado por

la angustia de mi absurda posición, noté como paralizados mis brazos y

hasta mi mente, con aquel temor quizá con que tantos otros sienten en su

frente el invisible aletazo de la intrusa. ¿Qué era aquella

sensación tan nueva y tan contraria a mi eterno escepticismo, aquel

hielo que paralizaba de horror todos mis nervios y aun la conciencia y

la razón en mi propio cerebro? Cual si una serpiente venenosa me hubiese

mordido el corazón, dejé caer el...—¡me avergüenzo de usar el adjetivo!

—... el espejo mágico, sin atreverme a recoger!¡del sofá sobre el que

me había reclinado. Entablóse un momento en mi sér una lucha terrible

entre mi indomable orgullo, mi ingénito escepticismo y el ansia

inexplicable que me impulsaba a pesar mío a sumergir mi mirada en el

fondo del espejo.., Vencí mi debilidad un instante, y mis ojos pudieron

leer en un librito abierto al azar sobre el sofá esta extraña sentencia.

El velo de lo futuro, la descorre a veces la mano de la misericordia.

Entonces, como quien reta al Destino, recogí el fatídico y brillante

disco metálico y me dispuse a mirar en él. El anciano cambió breves

palabras con mi amigo el bonzo, y éste, acallando mis constantes

suspicacias, me dijo:

—Este santo anciano le advierte previamente qué si os decidís a ver

mágicamente, por fin, en el espejo, tendréis que someteros luego a un

procedimiento adecuado de purificación, sin lo cual—añadió recalcando

solemnemente las palabras—, lo que vais a ver lo veréis una, mil, cien

mil veces y siempre contra toda vuestra voluntad y deseo.

—¿Cómo?—le dije con insolencia.

—Sí, una purificación muy necesaria para vuestra futura tranquilidad;

una purificación indispensable, si no queréis sufrir constantemente la

mayor de las torturas; una purificación, en fin, sin la cual os

transformaríais para lo sucesivo en un vidente irresponsable y desgraciado, y tamaña responsabilidad gravitaría sobre mi conciencia, si no os lo advirtiese así, del modo más terminante.

—¡Tiempo habrá luego de pensarlo!—respondí imprudentemente.

—¡Ya estáis al menos, advertido —exclamó el bonzo, con desconsuelo—, y

toda la responsabilidad de lo que os ocurra caerá únicamente sobre vos

mismo, por vuestra terquedad absurda!

No pude ya reprimir mi impaciencia, y miré el reloj con gesto que no

pasó inadvertido al yamabooshi: ¡eran, precisamente, las cinco y siete

minutos!

—Concentrad cuanto podáis en vuestra mente sobre cuanto deseáis ver o

saber —dijo el «exorcista» poniéndome el espejo mágico en mis manos,

con más impaciencia e incredulidad que gratitud por mi parte. Tras un

último momento de vacilación, exclamé, mirando ya en el espejo:

Sólo deseo saber el por qué mi hermana ha dejado de escribirme tan repentinamente desde...

¿Pronuncié yo, en realidad, tales palabras, o las pensé tan sólo?

Nunca he podido saberlo sólo si tengo bien presente que, mientras

abismaba mi mirada en el espejo misterioso, el yamabooshi tenía

extrañamente fija en mí su vista de acero sin que jamás me haya sido

dable poner en claro si aquella escena duró tres horas, o tres meros

segundos. Recuerdo, sí, los detalles más nimios de la escena, desde que

cogí el espejo con mí izquierda, mientras mantenía entre el pulgar y el

indice de mi derecha un papiro cuajado de únicos caracteres. Recuerdo

que, en aquel mismo punto, perdí la noción cabal de cuanto me rodeaba, y

fué tan rápida la transición desde mi estado de vigilia a aquel nuevo e

indefinible estado, que, aunque habían desaparecido de mi vista el

bonzo, el yamabooshi y el recinto todo, me veía claramente desdoblado,

cual si fuesen de otro y no mías mi cabeza y mi espalda, reclinadas

sobre el diván y con el espejo y el papiro entre las manos...

Súbito, experimenté una necesidad invencible como de marchar hacia

adelante, lanzado, disparado como un proyectil, fuera de mi sitio, iba a

decir, necio, ¡fuera de mi cuerpo! Al par que mis otros sentidos se

paralizaban, mis ojos, a lo que creí, adquirieron una clarividencia tal

como jamás lo hubiese creído... Vime, al parecer, en la nueva casa de

Nuremberg habitada por mi hermana, casa que sólo conocía por dibujos,

frente a panoramas familiares de la gran ciudad, y al mismo tiempo, cual

luz que se apaga o destello vital, que se extingue, cual algo, en fin,

de lo que deben experimentar los moribundos, mi pensamiento parecía

anonadarse en la noción de un ridículo muy ridículo,

sentimiento que fué interrumpido en seguida por la clara visión mental

de mi mismo, de lo que yo consideraba mi cuerpo, mi todo—no puedo

expresarlo de otra manera—, recostado en el sofá, inerte, frío, los ojos

vidriosos, con la palidez de la muerte toda en el semblante, mientras

que, inclinado amorosamente sobre aquel mi cadáver y cortando el aire en

todas direcciones con sus huesosas y amarillentas manos, se hallaba la

gallarda silueta del yamabooshi, hacia quien, en aquel momento, sentía

el odio más rabioso e insaciable... Así, cuando iba en pensamiento a

saltar sobre el infame charlatán, mi cadáver, los dos ancianos, el

recinto entero, pareció vibrar y vacilar flotante, alejándose

prontamente de mí en medio de un resplandor rojizo. Luego me rodearon

unas formas grotescas, vagas, repugnantes. Al hacer, en fin, un supremo

esfuerzo para darme cuenta de quién era yo realmente en aquel instante

pues que así me veía separado brutalmente de mi cadáver, un denso velo

de informe obscuridad cayó sobre mi sér, extinguiendo mi mente bajo

negro paño funerario...

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