Páginas Ocultistas y Cuentos Macabros

Comentario VII

Comentario VII

La región balkánica, eterno nexo de Oriente con Occidente.—Sus luchas de razas.—¡Pueblos fatídicos en los destinos del mundo!—La catástrofe de Sarajevo y la guerra mundial.—El crimen de Konak en 1903.—La escena de 1867 relatada por la Maestra.—Las obras de Luis André y Pietro Orsi sobre los Balkanes.—La batalla de Kossovo.—Luchas e intrigas de Turquia, Austria y Rusia.—Kara-Giorgio y sus crímenes.—Asesinato de Miguel. El rey Milano y la reina Draga.—Terrible venganza de familia.—El país de los tristes destinos.—El «embûtement» brujesco.—Telepatía del amor y telepatía del odio.

Verdadera encrucijada entre Asia y Europa, las estepas rusas y el Mediterráneo, los países balkánicos, como esos sitios de tormentas en que se encuentran dos mares, han sido siempre el lugar favorito para los choques de las grandes pasiones de los pueblos. Por allí, a bien decir, comenzaron las irrupciones de los pueblos bárbaros sobre el Imperio Romano; su posición dominando el Danubio, frente a ese estrecho tan gráficamente llamado de la Sublime Puerta otomana— puerta de Oriente para Occidente, y viceversa—, ha hecho de ellos la más sensible víscera del organismo europeo; por allí también penetraron como torrente los turcos hasta los propios muros de Viena. Las luchas de razas y ambiciones europeas, en fin, han traído en nuestros días (1914) el asesinato de los príncipes herederos de Austria en Sarajevo, y con ello el desencadenado de la guerra mundial más terrible que han conocido los siglos. ¡Hay, sí, pueblos fatídicos, como hay lugares siniestros!

La misma Maestra H. P. B., en su intuición sibilina, diríase que nos ha dejado el tremendo relato de referencia, con vistas, no sólo a esta terrible perspectiva de 1914 a 1919, que ha costado veinte millones de víctimas cruentas sin contar las incruentas, sino también como la exposición de un crimen político que fuera prólogo de otros varios después que ella hubo pasado a una vida mejor.

Todos los contemporáneos recordarán, en efecto, aquella terrible noche del 10 al 11 de junio de 1903, en que la escena de 1867 referida por la Maestra, tenía su segunda y kármica parte en otros regicidios no menos espantosos...

Quien haya leído obritas históricas como las de Luis André, Les élals créliens des Balkans depuis 1911, y de Pietro Orsi, Gli ultimi cenia anni di Storia Universale (1815—1915), se habrá formado cabal concepto acerca de las angustias de dichos países desde la batalla de Kossovo (1389), en las que agotaron sus últimas resistencias contra el turco; de las continuas luchas militares y de intriga mantenidas por Austria y Turquía y Rusia, disputándose palmo a palmo la hegemonía en su suelo, durante los siglos XVIII y XIX, y, en fin, de los complicadísimos problemas que tuvo que resolver el Congreso de 1856 como consecuencia del karma de dolores y desdichas que Miloch, el hijo de un mozo de establo, usurpador del nombre de los Obrenovitch, y el merchán de cerdos de Topolia, Kara Georges, hablan sembrado en sus ambiciones y tiranías sin iguales en la región servia.

La dinastía de Giorgio Kara, insurreccionado en 1804, había sido sustituida por la de Miloch Obrenovitch, cuyos crímenes le hicieron perder el trono en 1839, para recobrarle en 1859, sucediéndole su hijo Miquel, asesinado en 1867 en los jardines de su palacio, según el relato de la Maestra. La conjura se debió, según parece, a la favorita de Alejandro Karageorgevich, que estaba desterrado en Hungría.

Milano, el nieto de un hermano del asesinado, ocupó el trono. Su reinado fué una continua guerra, hasta su abdicación en su hijo Alejandro I. Enamorado ciegamente este rey de Draga Mascin, dama de su madre, una nueva catástrofe, cual la relatada por la Maestra, ensangrentó el palacio de Konak, pues que el coronel Mascin, hermano del primer marido de Draga, penetró en la mansión regia, asesinando a los reyes y a varios de la servidumbre de éstos, ensañándose con ellos hasta el punto de arrojar los moribundos por las ventanas. Con los reyes perecieron el presidente del Consejo, dos ministros más y dos hermanos de la reina... ¿Qué lugar mejor, pues, que Servia, con su triste karma de horrores, para ser el fulminante que prendiese fuego a la cargada mina europea, con el asesinato de los dos príncipes herederos de esotra corona de Austria, es decir, del país de los tristes destinos, que puede darse por desaparecido con la liquidación de la última guerra?... Verdaderamente que es la Historia la maestra de la vida y que ella, con su acción cíclica, podría definirse en sentido ocultista, lo mismo para pueblos que para individuos, como la acción del Karma o justicia transcendente, vulgo Providencia, a lo largo de la vid...

Pero al meditar acerca de la manera extraña con que la Gospoja logró realizar su venganza, deshaciéndose de los regicidas en cuestión por medios hiperfísicos o de verdadero embûtement brujesco, el lector positivista que baya leído otra cosa acerca le aquellos regicidas en obras como las citadas, sonreirá benévolamente diciendo que tal procedimiento de matar a distancia es simplemente un absurdo que hace bien poco honor a quien lo juzgue factible.

—¡Más vale que se crea así!—diremos nosotros, aterrados ante la simple posibilidad de que llegue un día en que hombres desaprensivos y perversos aprendan, para mal suyo y ajeno, semejante expeditiva receta de magia negra. Sin embargo, el dilema es bien sencillo: si existe la llamada telepatía, o sea la sintonía perfecta de dos corazones que, a distancia, se aman pudiendo comunicarse sus afectos recíprocos, ¿será imposible que la telepatía no revista un lado negro y siniestro, o sea la telepatía, la sintonía perfecta de los que a distancia se odian?

Etimológicamente «telepatía » equivale a transmisión del sentimiento a distancia, pero, ¿es que realmente puede ser transmitido a distancia el sentimiento?...

Dudarlo equivaldría a negar la luz del sol. Por de contado el progreso humano nos permite ya transmitir nuestros sentimientos o, en términos más generales, nuestros pensamientos por todo el ámbito de la tierra. Primero, entre salvajes, las hogueras en las cumbres de las montañas y otros medios que nos son poco conocidos, transmitieron a distancias muy grandes, sentimientos y pensamientos tales como la alarma guerrera, las muertes de jefes o caciques, etc., etc. Así, en todo el vasto imperio Inca se supo, más que por ello, por un admirable servicio de correos que la propia Europa copió, la llegada del ínfimo ejército de Pizarra. Europa luego tuvo, a más del correo, los telégrafos ópticos y después, ¡invento prodigioso!, los telégrafos eléctricos.

Y ¿qué de telepatías, por otra parte, no operan en la vida moderna esas débiles hojas de papel que, transmitidas por el correo, nos hacen felices o desgraciados con las noticias que sus breves líneas nos aportan, o las rayitas anodinas del Morse que nos sumen, con harta frecuencia, en las más hondas preocupaciones?

Se nos dirá por esos escépticos que suelen no levantar jamás la vista, cual los cerdos de Epicuro, que en semejantes hechos no hay verdadera telepatía, puesto que la transmisión de ideas y sentimientos a distancia se ha operado por un medio material: papel, hilo telegráfico, etc., pero nosotros observaremos que jamás espiritualista alguno, al admitir con perfecta lógica el fenómeno telepático, ha pretendido negar que tamaña transmisión no suponga siempre «un medio transmisor». Encuéntrase, pues, el tal espiritualista en análogas condiciones a las en que se encontraria quien, conociendo el telégrafo ordinario y su hilo, ignorase aún la existencia de la radiotelegrafía en la que ya no hay hilo alguno..., ¡más que ese hilo universal del éter por el que, tan materialmente como en las otras transmisiones, se ha operado el fenómeno admirable!

Por otra parte, ¿será tan necia nuestra Ciencia, hallándose como se halla en mantillas respecto a cuanto con el éter—¡esa hipótesis griega o más bien hindú!—se relaciona, que pretenda conocer todas sus secretas posibilidades transmisoras, entre ellas la que nos ocupa? Si todo en el Universo es Vibración o Vida, el problema de la transmisión de esotras sutilísimas vibraciones de nuestras psiquis, no se cifra más que en las resistencias del medio transmisor, porque la Vibración, cual el Germen orgánico, tiene una vitalidad tan inmensa, que aquélla, como éste, llenarían al mundo, a no ser por las inercias que les oponen los medios transmisores respectivos, inercias que la Ciencia se encarga precisamente de ir venciendo con su paciente labor. ¿Qué prodigio no representa hoy, en verdad, la radiotelefonía, transmitiendo a través de tierras y mares el sonido, vibración de tan corto alcance por sí, como es sabido?

Pero hay mucho más, a nuestro juicio. En la transmisión telepática propiamente dicha, tiene que ocurrir lo que acontece con todas las demás transmisiones. ¿Qué suele suceder, en efecto, con la transmisión epistolar, telegráfica, etc.? Que la primera condición de su buen funcionamiento estriba en la sintonia entre el que transmite el mensaje y el que le recibe. De aquí, dado nuestro atraso mental, el escaso vigor radiador de nuestros pensamientos y sentimientos, nuestro escepticismo y, más que nada, la ignorancia en que aún nos hallamos respecto del fenómeno en si. Quien transmite, como quien se constituye en receptor, carece de ordinario de la debida energía transmisora o receptora, aconteciéndole a uno y a otro como a esas antenas radiadoras de débil potencial y cuyo radio de alcance, por tanto, tiene que ser harto débil. Por eso, ciertas Sociedades mentalistas modernas, aparte de los iniciados que han logrado ya dominar semejante poder, consiguen en ello resultados muy superiores a los del vulgo, explicándose así el que este último sólo sea verdaderamente telépata en las grandes crisis nerviosas, pasionales o sentimentales de su vida, y muy especialmente en el trance de suprema angustia que es, para muchas gentes, el trance de la muerte. En efecto, de esta última clase son casi todos los fenómenos telepáticos, indiscutibles en su mayoría, que traen las revistas, fenómenos de los que muy pocos son los hombres sinceros y de mediano desarrollo psíquico que no puedan dar testimonio a lo largo de su vida.

Ved algunos de ellos, traídos por libros y revistas:

«Yo no soy un sabio, dice Alexandre Shirving en L'Inconu, de Flammarion, salí de la escuela a los doce años. Hace más de treinta vivía en Londres, cerca del sitio que hoy ocupa el Oreat Western Railway, y trabajaba en Regents Park, para Mrts. Mowlem, Burt y Freeman. La distancia hasta mi casa era demasiada para ir a comer, y me llevaba el almuerzo y no dejaba el trabajo en todo el día.

Cierta vez sentí de repente un intenso deseo de volver a casa. Como no tenía nada que hacer allí, traté de rechazar esa obsesión, pero no pude lograrlo. El deseo de irme a mi casa aumentó de minuto en minuto. Eran las diez de la mañana y no había nada que pudiera hacerme dejar el trabajo a esa hora. Me puse inquieto e incómodo y sentí que debía irme, aun a riesgo de ser puesto en ridículo por mi mujer. No podía dar ninguna razón para dejar el trabajo y perder seis peniques cada hora por una tontería. No pude, sin embargo, quedarme, y me fuí a mi casa. Cuando llegué a la puerta llamé, y la hermana de mi mujer vino a abrir. Pareció sorprendida y me dijo:

—Pero, ¿cómo lo has sabido?

—¿Qué?

—Lo sucedido a Marie Anne.

—No sé nada.

—Entonces, ¿qué te trae a esta hora?

—No lo sé, respondí; me pareció que hacía falta aquí. Pero, ¿qué ha sucedido?

Mi cuñada me contó que un coche había atropellado a mi mujer hacía una hora y que estaba gravemente herida. Desde su accidente no había cesado de llamarme. Me tendió los brazos, los enlazó a mi cuello y apoyó su cabeza en mi pecho. La crisis pasó inmediatamente y mi presencia la calmó; se durmió y se quedó tranquila. Su hermana me contó que me había llamado a gritos, aunque no había la menor probabilidad de que yo la oyese. El accidente había ocurrido hora y media antes de mi llegada. Esta hora concuerda exactamente con la de mi obsesión de dejar el trabajo. Necesitaba una hora para llegar a mi casa y antes de partir había vacilado durante medía hora.»

«En Andria (Italia), dice la revista Lumen, en una casa modestísima de los suburbios, vivía, hace tiempo, una anciana que gozaba de general aprecio por sus excelentes condiciones de carácter, y hasta por los infortunios que desde hacia largo tiempo parecían cebarse en ella. La anciana en cuestión tenía una hija dotada de extraordinaria belleza, que la abandonó para seguir a su amante, siendo éste uno de los más rudos golpes que hubo de sufrir, pues todas sus esperanzas se fundaban en el apoyo que aquella hija había de prestarle en los últimos años de su vida. Desde este momento, las sencillas gentes que habitaban en aquel barrio se encargaron de cuidar y sostener a la pobre anciana, que se negó siempre, por un soberbio rasgo de altivez y dignidad, a aceptar ningún socorro de su hija.

Una noche, a las once, poco más o menos, los vecinos despertaron sobresaltados a las voces que la anciana daba, desde el balcón de su vivienda, demandando auxilio. En seguida se acercaron a la casa los más próximos, quienes pudieron enterarse de que aquella buena mujer pedía auxilio porque en aquellos momentos, según decía, estaban asesinando a su hija. Muy pronto la casa se vió invadida por gran número de amigos y vecinos, quienes trataron de tranquilizar a la anciana, asegurándole que sólo se trataba de una pesadilla y que podía volver a dormirse tranquilamente, ya que, por fortuna, nada había de cierto en todo aquello.

En los mismos momentos llegaba a la casa un agente de la autoridad, encargado de interrogar a su dueña acerca de algunos antecedentes relativos a su hija. Entonces pudieron advertir los asombrados vecinos, que los vaticinios de la anciana eran exactísimos, pues a la misma hora en que, aterrorizada, pedía auxilio a todos para que defendiesen a su hija, ésta había sido asesinada por su amante. Conviene advertir que desde los suburbios del pueblo donde vive la anciana, hasta el punto donde se desarrolló el crimen, existe una distancia de cerca de cuatro kilómetros.

Interrogada la anciana, declaró que habiéndose acostado a las diez, quedó prontamente dormida, y poco después sintió la voz de su hija y vió claramente cómo su amante, después de una breve disputa, disparaba sobre ella dos balazos. Entonces se levantó y dirigió al balcón, desde cuyo sitio reclamó el auxilio de los vecinos.

Sobre particulares tan interesantes y transcendentes, merece copiarse la erudita carta que en la citada revista filosófica escribe D. Francisco Quevedo, un culto espiritualista americano, al narrar otro fenómeno telepático de la misma índole.

«Si nuestro pensamiento, o nuestra alma, en un momento de emoción profunda, logra tansportarse hacia los seres queridos de la tierra, hasta poderse concretar a veces en el espacio como una entidad real, incontestablemente va en condiciones análogas hacia los seres del espacio, cuando ellos son el objeto de esta vibración emotiva. Entonces los seres del espacio no sólo sienten o ven nuestro pensamiento, sino que perciben nuestra imagen proyectada por una corriente magnética a través del infinito, y que se acerca a hacerles protesta de nuestro afecto o a impetrarles su auxilio en nuestras desventuras. Y todavía adquiere la idea una amplitud más imponente: acaso en nuestros actos de adoración, cuando nuestra plegaria asciende como un perfume del alma, es, no sólo nuestro pensamiento, sino nuestra alma misma, la que sube a arrodillarse ante la augusta presencia de Dios.

Monsienr León Denis, el insigne escritor espiritualista francés, dice:

«La ación telepática no conoce límites. Suprime todos los obstáculos y une a los vivos de la tierra con los vivos del espacio; al mundo visible con los mundos invisibles; al hombre con Dios; y les une de la manera más estrecha y más íntima.»

Pero volvamos al mundo de los espíritus.

A su vez, la entidad del espacio sin necesidad de abandonar el sitio en que se encuentra (aunque esto no sea la regla general), con una fuerza dinámica que los simples mortales nunca podremos igualar, objetivará su pensamiento revistiéndolo con la imagen fluídica de su tipo extraterrestre, y lo lanzará a nuestro lado como si su personalidad integral fuera la que nos visita y acorre, ya que, según se ha dicho, el alma va adonde

«Amad a Dios sobre todas las cosas. Amaos los unos a los otros. Esta es la ley y todos los profetas», dijo Jesús.

Y es evidente. La ley de la comunicación que me ocupa, es esa: el Amor. Y ahí están para decirlo los sabios autores de Los Fantasmas de los Vivos, miembros de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas y de la Sociedad Real de Londres; ahí está M. Camilo Flammarión con su bello libro Lo Desconocido y los Problemas psíquicos; y ahí está, en fin, la autoridad de miles de hechos que lo proclaman.

El que no ama, nunca se sentirá vibrar en otro, ni percibirá en su alma las vibraciones de las almas que aman. Los movimientos de flujo y reflujo de esa marea divina, no pueden realizarse en él: están paralizados. Es algo así como un aparato aislador. La ley, para él, no existirá.

Ni siquiera llegará a sospechar que existe. En tanto que, prodigándose, dándose a los demás, lanzará de sí esas irradiaciones que como luz solar llevan el calor, la vida y la dicha a todas las almas encarnadas y desencarnadas pues que el objeto del amor está fuera de sí mismo, es centrífugo. Los hilos conductores de ese sistema de telegrafía psíquica, quedan así establecidos, y el yo, el sér interno, estará en comunicación con los demás egos, con el universo espiritual, con los mundos incontables. Su pensamiento, o su alma, irá, no en alas de la fantasía, que es una ilusión, sino en alas del amor, que es una potencia, a buscar a los seres bien amados que moran, no importa dónde, puesto que él sabrá encontrarlos por medio de un sentido íntimo muy certero, que le orienta a través del tiempo y del espacio.

En cuanto a los seres del más allá que saben amar, se encuentran siempre cerca de nosotros, cualquiera que sea la distancia que de ellos nos separe. No estamos, no, solos ni abandonados; pero necesitamos franquearles la puerta para que penetren en nuestra alma. Entonces, cuando no es una aparición que se nos aproxima, es una voz íntima que nos habla en el fondo de nuestra conciencia con acento inconfundible. Amemos pues; transfundamos la esencia de nuestra alma en las demás almas; sintámonos vivir en todo lo que vive, y a nuestra vez sentiremos la transfusión de las otras almas en la nuestra; experimentaremos el vivir de esas vidas en las palpitaciones y en las ansias de nuestro propio vivir.

Este es el lazo divino de unión ecuménica. Quien así ama, se espiritualiza, y el que se espiritualiza, se comunica, sin haber menester de los sentidos físicos, con todos los seres; con los de aquí abajo y con los de allá arriba, porque el amor es la llave que abre al espíritu las puertas de oro de todas sus libertades y de todos sus poderes. El amor es, sí, el alma de las almas.

Para terminar: ¿Cuál fué el agente provocador del caso de telepatía que narro y que impresionó el sentido auditivo de tres personas y el visual de una de ellas? ¿Mi voluntad? Para nada entra ahí. No intenté desdoblarme o exteriorizarme, ni menos aparecerme a nadie. Ni siquiera pensé en ello. He aquí el hecho escueto: interesado vivamente, en un momento dado, por las personas más caras a mi corazón, con ese noble y generoso desinterés que es el sello del verdadero amor espiritual, mi alma franqueó la zona—frontera; trapuso los límites del mundo de las formas y se escapó hacia ellas, a la manera como el encarcelado corre a ver a sus seres queridos, cuando logra, siquiera por un instante, desasirse de las cadenas de su prisión.»

Hasta aquí el noble escritor.

Comentando estos conceptos, añade, por su parte nuestro querido amigo D. Quintín López:

Los fenómenos telepáticos, cuando ocurren entre vivos del lado de acá de la zona frontera, son de un alcance filosófico difícil de apreciar; pero cuando constituyen un intercambio de ideas y de afectos entre dos seres, uno situado en el lado de acá y otro en el lado de allá de esa zona, no tiene ponderación, porque de hecho tienden un puente sobre el más grande y más pavoroso de los abismos: el de ser o no ser en el mañana.

El fenómeno telepático ínter vivos, es un hecho incuestionable. Lo abonan por igual centenares de casos de observación y centenares de casos provocados. Negarlo fuera tanto como acusarse de contumaz o de rezaga do en materias de criptosiquia. Aceptado el hecho, se ha tendido a explicarlo, y se ha supuesto la proyección total o parcial de la naturaleza ódica. El experimentador agente se desdobla, o desdobla a su sujeto, y proyecta todo o parte de su fantasma hacia el experimentador—paciente, que es el que ve, oye, palpa o tiene simplemente una especie de intuición del fenómeno que se realiza.

No es cosa fácil producir el hecho telepático consciente entre seres desconocidos, y no es muy difícil obtenerlo entre seres que se conozcan, y mucho menos si se aman. El amor arrastra por un cabello, dijo la seráfica Doctora. Du Prel sostiene eso mismo, y la experiencia lo confirma; Entre A y B, desconocidos entre sí, raramente se dará una transmisión de pensamiento, aunque sólo les separe el espesor de un tabique; entre C y D, amigos íntimos, pueden darse los fenómenos más transcendentales de la telapatía, aun hallándose a centenares de kilómetros. ¿Por qué?

También este por qué ha sido objeto de investigaciones pacientes, y también puede semiasegurarse que se ha despejado la incógnita. El poli-ideísmo es el estado normal del hombre: su conciencia se desparrama sin reparar en lo transcendente de cosa alguna. En tal estado, imposible el desdoblamiento de la naturaleza ódica, e imposible, por consecuencia, el fenómeno telepático. Este requiere el monoideismo, y cuanto más perfecto es, más nítida resulta la telepatía.

Abstraernos de lo que nos rodea para reconcentrarnos y meditar sobre lo que nos es desconocido e incognoscible, pero ente de razón, como, por ejemplo, Dios, el alma, el principio de las cosas..., ya es difícil, aunque no imposible, y menos inusitado; pero abstraernos de lo que nos rodea para reconcentrarnos y meditar sobre lo que nos es desconocido, aunque cognoscible, verbigracia, el ángulo facial del sér más misérrimo del japón, la casa más pintoresca de Constantinopla o la vereda menos practicable de los Apeninos, eso no ocurre nunca, ni es posible que nunca ocurra. De aquí la facilidad de la telepatía entre conocidos, y la dificultad, la imposibilidad, casi, de la telepatía entre desconocidos. Lo que no se conoce, siquiera sólo sea ideológicamente, no se apetece, ni se ama, ni se odia, ni se repudia. Es cosa que no mueve las pasiones, porque no existe en el campo subjetivo del sujeto, ni, por lo mismo, tiene realidad en su campo objetivo o fenoménico.

Despréndese de aquí, pues, que la primera y más primordial de las condiciones que se requieren para la producción del fenómeno telepático, es conocer aquél o aquéllo sobre lo que la telepatía ha de ejercitarse. Puede perfectamente no tenerse intención de producir el fenómeno, y producirlo; y puede quererse producir, y no llegar a ello. En el primer caso será que el sujeto—agente se halla abstraído, monoideizado tan a la perfección; que esté «en cuerpo y alma» en lo que elabora su conciencia, vitalizándolo con su verbo y corporalizándolo con su naturaleza ódica; y en el segundo, por el contrario, el propio deseo de querer producir el hecho, le restará al hecho la eficiencia necesaria para producirse, porque bien sabemos cuántas energías consume el propósito sin traducirse en acción, cuando aquel que lo acaricia es un distraído, un inconstante o un abúlico. Aparte de ésto, hay que tener en cuenta, también lo que al sujeto—paciente le pertenece, ora por su inadaptación a las influencias ódicas, ora por la distracción circunstancial en que pueda hallarse en el momento psicológico de intentarse la producción del fenómeno. Quizás no fueran tantos ni tan completos los fracasos, si, los que experimentan en este orden, trataran de influir sobre sus sujetos a la manera que se influye en la sugestión posthipnótica. Entonces cabría dirigirse al subconsciente que a la conciencia vigil, y la influencia no se desvanecería como el humo, porque, llegado el momento preciso, el subconsciente tendría buen cuidado en reproducirla y hacerla prevalecer. Es una idea que recomendamos al ensayo de los que se plazcan en esa rama del ocultismo.

Con o sin lunares, es un hecho que la telepatía entre vivos demuestra que hay en el hombre algo más que la materia y la fuerza nerviosa proclamadas por los materialistas¡ porque, si como éstos sostienen, toda acción psíquica no traspasa de la periferia a que llegan los nervios del sensorio, difícil mente podrá explicarse la transmisión del pensamiento a distancia; la plasmación, también a distancia, del individuo; la remoción de objetos separados del que los mueve, a veces, por kilómetros, y otros hechos semejantes y de todo el mundo conocidos. Para explicar ésto hay que echar mano de algo capaz de exteriorizarse, y que sea, a la vez, inteligencia, fuerza y materia: inteligencia, por cuanto discierne y obra a impulso de motivos¡ fuerza, por cuanto actúa; y materia, por cuanto plasma la acción de la fuerza y somete a ley geométrica lo ideado por la inteligencia y plasmado en ella por la fuerza. ¿No se quiere que sea el espíritu? Bueno: pues que sea lo que acomode a los materialistas; pero a condición de poderse independizar de lo que se ha supuesto indispensable para la manifestación de la inteligencia: el cuerpo dotado de órganos, de nervios y de músculos. »

«telepatía es un nombre genérico e impropio, que para la Psicofísica abarca a la psicotelefonla o clariaudiencia (audición a distancia de palabras u otros sonidos); a la clarividencia o psicotelefotia (visión mental en análogas condiciones); a la psicoteecinesia (movimiento de los objetos a distancia, a la manera como la mediumnidad espiritista los produce a veces, y, en fin, a la telepastía o proyección del doble a distancia, cual en el caso que comentamos.

Pero, se nos dirá: Este caso, ¿es realmente posible? ¿Puede acontecer en lo psíquico o transcendente algo análogo a lo que tantas veces nos acontece en la vida ordinaria, de constituirnos personal mente al lado de un corresponsal nuestro, cuando encontrarnos defectuosa, insuficiente u obscura la comunicación epistolar o telegráfica que él nos envió?

Claro es que hay una cuestión previa: la de si existe el doble astral, es decir, si cabe que un segundo cuerpo, no visible de ordinario, conviva con nuestro cuerpo físico y le vitalice. El escepticismo científico ya no se atreve a negarlo, porque existen bibliotecas enteras demostrativas de ello, no ya con libros como el tan luminoso de William Crookes, Medida de la fuerza psíquica, sino también con gran acopio de datos de la remota antigüedad, reflejados en las religiones mismas, como en el caso aquel de Swedenborg anunciando el incendio de Estocolmo o el de San Antonio, quien, predicando en Lisboa, cayó en un sopor extraño, al proyectar su doble hasta Padua en auxilio de su padre, próximo a ser ejecutado. Tan es así, que la demostración del hecho de la bicorporeidad suele tener en los procesos de canonización una influencia decisiva.

Imposibilitados nosotros de tratar a fondo una cuestión como ésta que está ya favorablemente juzgada por la psiquiatría, sólo diremos en su abono, que nuestro cuerpo físico puede estar en tres condiciones: de vigilia, de sueño o de muerte. En el primero reina perfecta correspondencia entre los dos cuerpos, y por eso, gracias al segundo o doble, mantenemos conciencia fisica del mundo que nos rodea; en el segundo, como en los casos también de enfermedad grave, trance medianímico, etc., los dos cuerpos están disociados, cual el oxígeno y el hidrógeno del agua hacia los 500 grados de temperatura; mientras que en el caso de la muerte, igual que en el de los elementos del agua desde los 1.000 grados en adelante, la ruptura entre los dos cuerpos es definitiva, tanto que las fuerzas conectoras o sintetizadoras de nuestro organismo abandonan a éste, entregándole a las meras leyes de la materia química, que al punto inician la descomposición cadavérica.

La liberación total o parcial de este doble, pues, es lo que, cual en el caso citad o, produce la psicotelecinesia del doble astral, o, en términos vulgares, la producción y proyección de un fantasma. ¿Que no existen fantasmas? Entiéndaselas el lector positivista con los casos que subsiguen, y cuyo número podía aumentarse en proporciones tales de constituir por sí solo un libro corno la excelente obra L'lnconnu. En cuanto a que ellos «puedan asesinar», como en el hecho de referencia, es otra cuestión, que en psicofísica se llama «de repercusión», y también de «los estigmas», asunto sobre el que, por su gran complejidad, nos es imposible detenernos.

Nuestro gran poeta Zorrilla, en el tomo II, página 43 de sus Recuerdos del tiempo viejo, nos dice:

Voy a evocar un recuerdo de mi más tierna niñez. Tendría yo cinco a siete años, y no podía tener más, porque viví con mi padre los siete primeros de mi vida en la calle de la Ceniza (hoy de Elvisa) de Valladolid, y en aquella casa, donde nací, había en el aposento de la antesala una cama y un sillón que nadie ocupaba; apenas su ventana se abría de cuando en cuando para ventilarle, y por la noche se cerraba con llave, como si en él hubiera algo que guardar o de él no se quisiera que saliese alguien. Sólo mi nodriza Bibiana entraba en él y le desempolvaba, dejándole siempre preparado como si alguien pudiera venir a hospedarse en él. A mí se me había prohibido entrar en aquel cuarto, donde ni había ni cabía más que la cama, el sillón y un viejo baúl cerrado, que no recuerdo haber visto jamás abrir.

...Una tarde mientras dormía mi padre la siesta y mientras mi madre arreglaba en el comedor los trastos con la criada, arrastraba yo por la antesala mi caballo de cartón, pasando y repasando por delante de la puerta entreabierta del inocupado aposento, cuya ventana entornada, como de costumbre, tenia su interior en una turbia y neblinosa penumbra. En una de mis vueltas creí ver a alguien en el sillón de brazos; y suponiendo que seria Bibiana que dormía también la siesta a escondidas de mi madre, empujé y abrí del todo la puerta: una señora de cabello empolvado, encajes en los puños y ancha falda de seda verde, a quien yo no había visto nunca, ocupaba efectivamente el sillón, y con afable, pero melancólica sonrisa, me hacía señas con la mano para que me acercase a ella. Como ni yo era un chico hosco, huraño ni mal criado, ni aquella señora tenía nada de medroso ni amenazador, tirando con mi mano izquierda del cordel con que arrastraba mi caballo, me acerqué a ella sin miedo ni desconfianza, y puse mi mano derecha entre las dos suyas, que ella me alargaba sonriendo. Dióme primero una palmadita muy suave con su derecha en la mía que posaba en su izquierda, y pasándomela después por mi suelta cabellera, que mi madre tenía gusto en dejarme larga y en mantenérmela rizada, me dijo con una voz que no sabré explicar donde me resonaba, si en el corazón, en el cerebro o en el oído: Yo soy tu abuelita; quiéreme mucho, hijo mío, y Dios te iluminará.»

Estoy seguro de haber sentido el contacto de sus manos en las mías y en mis cabellos, y recuerdo perfectamente que sus palabras me dieron al corazón alegría; y como ni sus manos me retenían ni yo podía callar nada, solté mi caballo de cartón, dejándole atravesado a la puerta del aposento, y entré en el comedor diciendo muy contento a mi madre: «Mamá, ahí está la abuelita». Creyó mi madre que era la suya, que había llegado, de Burgos sin avisar, y corrió a la antesala; pero no hallando a nadie, me dijo:

¿Pero dónde está tu abuelita Jerónima? (Era el nombre de mi abuela materna.) ¿Ahí, en ese cuarto?

No, otra vestida de verde, con puños de encaje: ven a verla. Y tomándola de la mano, la conduje a la puerta del aposento, cuyo sillón estaba vacío, y yo añadí: «Pues aquí estaba.»

Presentóse en esto mi padre, que me había tal vez oído anunciar en voz alta a mi abuela; y enterado de lo que yo contaba, frunció un instan te el entrecejo, y después de mirarme fijamente, me dijo: «Muchacho, tú sueñas. Y dió media vuelta a la Have del aposento, que no volví nunca a ver abrir.

Todo lo dicho entra, natural mente, en el tratado de las alucinaciones: fué una del cerebro o de la retina: cualquier hombre medianamente educado, que para esto no se necesita ser un sabio, lo explicaría de esta manera, y no tiene otra explicación aceptable. Yo insisto, sin embargo, en que el alma de los niños, mal desprendida aún de la región de los espíritus, en donde Dios la crea y en donde la saca para envolverla en el barro corporal, tiene tal vez alguna afinidad con los espíritus entre quienes ha sido creada, y puede ver y oír lo que sus sentidos no pueden percibir en el posterior desarrollo vital de la materia corpórea. De esta visión mía tengo a más una prueba: hela aquí:

Nueve o diez años más tarde, en 1833, salí del Seminaro, concluidos en él mis primeros estudios, y fuí a Torquemada a reunirme con mi padre, desterrado de Madrid y sitios reales. Una tarde, registrando allí unos camaranchones de la casa vieja de nuestro apoderado, el viejo escribano de coleta D. Gil Donis, retiré yo de un obscuro rincón manojos y restos informes y polvorientos de despedazados trastos, y di entre ellos con un lienzo sin marco, cuya pintura no se apercibía bajo una capa de polvo y telarañas. Mientras mi padre quitaba las de unos libros en pergamino, que de las manos le habían caído, limpié yo mi lienzo con un trapo mojado y descubrí el retrato. Al verle exclamé: El retrato de la abuela. Volvióse mi padre, miró el retrato, y me dijo con extrañeza:

¿Pues de qué la conoces tú, si jamás la has visto?

¿No se acuerda usted—le contesté yo—de que siendo muy niño vi una señora, que me dijo que era mi abuela, en el aposento cerrado de la antesala de nuestra casa de la calle de la Ceniza?

¿Y era ésa?—exclamó con asombro mi padre.

La misma: tengo su imagen en las pupilas—respondí yo.

No lo entiendo—dijo mi padre, volviendo a ocuparse de sus pergaminos, no sé si con verdadera indiferencia, o para ocultarme la expresión de su semblante espantado...»

Una revista americana, hablando del millonario Pierpont Morgan, refiere el siguiente episodio de su vida:

«Pierpont Morgan, como tantos otros millonarios americanos, era muy pobre en su juventud. A pesar de su talento comercial, de su ingenio maravilloso y de su firme deseo de enriquecerse, veíase obligado a vivir con pocos dólares al mes, y para quien se halla en los Estados Unidos, esto constituye una espantosa miseria. Alojábase en una zahurda enclavada en el patio de un caserón de Nueva York, en la que los ratones y los escarabajos se paseaban alegremente, y como tales compañeros no gustaban al joven Pierpont, decidió dejar aquel palacio para buscar otro más sano, con tanto mayor motivo cuanto que había logrado aumentar en algunos dólares su sueldo anual.

En esto sobrevino una circunstancia que le indujo a mudar de parecer.

En la estancia contigua a la suya, de la que sólo le separaba un frágil tabique, habían hecho su nido dos mujeres: una anciana y una graciosísima señorita, hija de la primera. Procedían de Texas, y, por el momento, no tenían otra ocupación que remendar la ropa de los numerosos obreros que eran inquilinos de la casa. La vieja era muy fea; tenía la nariz ganchuda, los ojos de mirada penetrante y un verdadero aspecto de bruja. Su hija, por el contrario, tenia el tipo de una verdadera señorita: piel blanca, facciones delicadas y dos ojos azules llenos de dulzura. Su estatura era más bien baja que alta, y toda ella no derrochaba carnes. El débil cuerpecito de la jovencita se veia atormentado por una tos frecuente y seca que le conmovía de arriba a bajo, de modo que no precisaba ser galeno para comprender que sus días eran contados. Se trataba de una desdichada tísica en el último grado, y la pobreza de aquellas dos mujeres no sólo no permitía combatir el mal, si que ni siquiera oponerse a sus rápidos progresos. Pierpont Morgan veía todo esto y se sentía profundamente con movido. Aun siendo pobre, se le metió en la cabeza la idea de ayudar en lo que pudiera a la desdichada enferma, y todas sus economías las destinó a proporcionarle aquellos alimentos y aquellos vi nos generosos que más le convenían.

Una noche Pierpont Morgan dormía plácidamente, cuando se sintió acariciad o en el rostro por una mano aterciopelada. Abrió tos ojos. La estancia estaba débilmente iluminada por la luz de un farol que la Policía obligaba a tener encendido toda la noche en el centro del patio, para evitar, posiblemente, que los inquilinos se robaran unos a otros. Entonces vió a la gentil tísica cerca de su lecho, mirándole con un aire extrañamente sentimental; pero había tanto pudor, tanta santidad en su mirada, que ni por asomo atravesó ninguna idea pecaminosa por la mente del millonario en cierne. Éste, presumiendo que fuera ya de día, se avergonzó de que le hubieran sorprendido en la cama, y dijo, para excusarse:

No comprendo cómo me he podido dormir así; y vos, siempre bondadosa, habeis venido a despertarme para que no vaya tarde al trabajo, ¿no es así?

Os equivocáis, amigo mío—Le respondió la señorita—. No es de día; es media noche en punto. ¡Queríais que hubiera pasado muy pronto la noche! ¡Claro, como no cenasteis!..

En efecto, Morgan no había cenado. fuera por el deseo de hacer economías, fuera porque no tuviera dinero para comprar cena, ello es que se acostó pensando que la cama, a falta de pan, era el mejor remedio para mitigar el hambre. Pero, si no era de día, ¿por qué su vecina había ido a despertarle? Quería preguntárselo, y no osaba. Ella leyó en su pensamiento y

¿Os extraña mi visita, verdad?—le dijo—. Tenéis razón. Pero, por otra parte, ¿no es un deber entre personas educadas, no partir sin despedirse de los amigos?

¿Vos partís?...¿Y en este momento? le preguntó Morgan estupefacto.

Sí, en este momento.

—¿Adónde vais? ¿Y por qué partís a medía noche?

¡Voy muy lejos... muy lejos!... Ya os lo dirá mañana mi madre. ¿Por qué parto de noche? ¿Acaso somos siempre dueños de poder fijar la hora de nuestra propia partida?

—Anoche no me dijisteis nada...

—¿Lo sabía yo misma? Esta partida es anticipada hasta para mí; pero no depende de mí el aplazarla.

—¿Por qué no os acompaña vuestra madre?

—Ahora no puede. Pronto vendrá a reunirse conmigo.

—Pero volveréis pronto; porque supongo no me dais un adiós para siempre...

—No volveré; pero estad seguro de que volveremos a vernos.

Me colmáis de doloroso estupor. ¡Ahora que estaba habituado a veros diariamente!..

—No temáis: os olvidaréis pronto de mí; vuestras penas tocan a su fin; un espléndido porvenir os espera, y cuando se es feliz, no se tiene deseos de recordar el tiempo en que se fué desgraciado.

¿Cómo sabéis que seré feliz?

—Básteos conocer mi predicción de muerta... Os colocaréis en un punto tan prominente, que ni aun soñarlo habéis hecho nunca....

Otro caso:

«Entre las ocho y las nueve de la noche del día 21 de Agosto de 1869 dice Minnie Cox—, hallábame sentada en el dormitorio que me habían destinado en la casa de mi madre, residente en Devom port. Mi sobrino, un niño de siete años, dormía en la habitación contigua, y desde el puesto en que me hallaba percibía claramente su respirar sosegado. De pronto me sorprendió verle entrar en mi cuarto corriendo despavorido y temblando como un azogado.

—¿Qué te pasa?— le dije.

—¡Ay, tía!—me contestó—. Acabo de ver a mi padre dando vueltas en rededor de mi cama.

—¡Qué tontería!... ¡Has debido soñarlo!

—No lo he soñado, no; lo he visto; te aseguro que lo he visto.

En vano fué cuanto hice para disuadirle de esta creencia y para determinarle a volver a su lecho y, en vista de ello, resolví acostarle en mi propia cama. Entre las diez y las once, me acosté yo con él. Habría pasado cosa de una hora, cuando, a mi vez, vi también a mi hermano, sentado en la propia silla que yo había dejado vacante. Cerré y abrí los ojos repetidamente, y hasta me los froté con ambos puños, para persuadirme de que estaba bien despierta y de que no padecía ninguna alucinación. Cuantas veces miré a la silla, otras tapias vi en ella a mi hermano, cuya palidez cadavérica llamóme poderosamente la atención. Esto me asustó y me tapé la cabeza con las ropas de la cama. Poco después oí claramente la voz de mi hermano que por tres veces me llamó por mi nombre. Me revestí de valor, y descubriéndome e incorporándome en el lecho, le quise contestar o le contesté pero ya no estaba en la silla ni en la habitación. Había desaparecido sin dejar rastro alguno.

Al día siguiente dije a mi madre y a mi hermana lo que me había pasado y tomé nota del hecho. Al llegar el primer correo de China, nos trajo la triste noticia de la muerte de mi hermano, ocurrida repentinamente en la rada de Hong—Kong el 21 de Agosto de 1869. »

Célebre es también el caso de la baronesa de Boilève:

«El 17 de Marzo de 1863, la baronesa de Boileve ofrecía un banquete a muchas personas en el primer piso de la casa número 86 de la calle Pasquier, parte posterior de la Magdalena. Entre los distinguidos comensales figuraban el general Fleury, escudero mayor del emperador Napoleón III; M. Devienne, primer presidente de la Corte de Casación, y M. Delesvaux, presidente de la Cámara del Tribunal civil del Sena. Durante la comida se habló preferentemente de la expedición a México, comenzada hacía un año. El hijo de la baronesa, Honorato de Boilève, teniente de cazadores de caballería, formaba parte de la expedición, y su madre no cesaba de preguntar al general Fleury si el Gobierno tenía noticias de ella.

No las tenía. «falta de noticias, buenas noticias.» El banquete terminó alegremente, quedando los convidados de sobremesa hasta las nueve de la noche. En esa hora, la señora de Boilève se levantó y se dirigió al salón, mandando servir el café. Apenas hubo entrado en dicha estancia, un grito terrible alarmó a los convidados. Todos se precipitaron en el salón, donde encontraron a la baronesa desmayada, tendida sobre la alfombra. Al volver en sí, contóles una historia extraordinaria. Díjoles que al trasponer la puerta del salón, vió a su hijo Honorato, de pie, en la otra extremidad del aposento, vestido de uniforme, pero sin el képis. Tenía el rostro pálido y ensangrentado. Tanto le espantó esta visión, que pensó morir. Todos se apresuraron a tranquilizarla, haciédole ver que había sido juguete de una alucinación; que soñaba despierta, etc. Sin embargo, como la baronesa se sentía inexplicablemente débil, fué llamado el ilustre Nélaton, médico de la familia. Puesto al corriente de la extraña aventura, el facultativo prescribió un calmante, y se retiró. Al día siguiente la baronesa estaba físicamente restablecida, pero moralmente depauperada. A partir de aquel momento, enviaba dos veces por día al Ministerio de la Guerra a pedir nuevas del teniente. Al cabo de una semana recibió la noticia oficial de que el 17 de Marzo de 1863, a las dos y cincuenta minutos de la tarde, en el asalto de Puebla, Honorato de Boilève cayó muerto por una bala mexicana que le penetró por el ojo izquierdo y le atravesó la cabeza. Tres meses más tarde el Dr. Nélaton transmiti ó a sus colegas de la Academia de Ciencias una comunicación de lo sucedido, escrita por el puño del primer presidente Devienne y testificada por todos los comensales del famoso banquete.»

La condesa Ina Kapnist, estando en Talta, en 1889, acostumbraba visitar a un anciano enfermo, a quien, para distraerle, obsequiaba con algunas audiciones musicales.

Cierta tarde el enfermo estaba oyendo una composición, cuando, de repente, se levantó dando muestras de la mayor ansiedad. U na mano misteriosa había cambiado del atril la partitura que estaba tocando la condesa, por otra de la especial predilección del enfermo, que éste no había oído desde hacia algunos años: desde que había muerto una hermana suya. Y lo raro, lo estupendo del caso, es que la condesa, que no conocía ni había oído nunca aquella composición musical, la ejecutaba admirablemente, corriendo sus dedos por el teclado como si una fuerza misteriosa les impulsase. Poco tiempo después, la condesa Eugenia Kapnist, hermana de la condesa Ina, fué a visitar a ésta, y al retirarse y subir a su coche, no pudo contener un grito de estupor al ver sentado frente a ella al anciano enfermo, a quien nadie había visto subir al vehículo. El fantasma se desvaneció lentamente, y algunos días después supieron ambas condesas que el anciano había muerto, sobre poco más o menos, a la hora en que ellas lo vieron en el coche.

«Mi madre—dice el Dr. Withe, en Lamen— murió el 18 de Octubre de 1838, y mi primer hijo nació el 22 de Noviembre del mismo año. El grande deseo de mi madre era vivir hasta ver el niño que había de nacer, pero su deseo no fué satisfecho, y puede suponerse que ha muerto con aquel pensamiento fijo en su mente. Después que el niño nació, los que me asistían pusiéronlo en una cuna, y en esto, con sorpresa de todos, mi madre entró en la pieza, encaminóse hacia la cuna mirando amorosamente al niño, sonrióse con una gozosa impresión en su semblante, esfumóse y desapareció, sin que nunca más se la haya vuelto a ver. Todos los presentes, el médico inclusive, la vieron tan claramente como cuando ella vivía. Ni siquiera se me ocurrió, cuando la vimos penetrar en la pieza, pensar que estaba muerta y que la aparición era sólo un fantasma: Yo siempre la llamaba «madre». Ninguno de nosotros se asustó, pero sí nos sorprendimos, y antes de que tuviéramos tiempo de poner en orden nuestros pensamientos, se fué la aparición.»

El relato anterior me fué dado por mi madre, y aquel niño primogénito era yo.

Los Sres. Hatot de la Salle, Conrad Moncertin y Lanternier, dicen en una revista:

«Habíamos alquilado en Sologne una pequeña propiedad. Una tarde, después de la cacería, nos sentamos en el fu mador, alumbrados solamente por la alegre llama de un hacha; abatidos por el cansancio, fumábamos en silencio, los pies sobre los cojines, cuando creímos percibir reflejándose en el espejo una especie de vapor blanquecino que desapareció casi al momento. Al principio no prestamos atención; pero, diez minutos más tarde, la aparición se hizo más clara. Nos volvimos al mismo tiempo y percibimos claramente a un hombre de alta estatura, que parecía estar recostado en un sillón y dejaba caer un fusil. El rostro experimentaba una angustia terrible, y de la sien manaba un hilillo de sangre. Casi inmediatamente la aparición astral se desvaneció. Nos miramos uno al otro, llenos de terror, creyendo haber sido víctimas de una alucinación, aunque esto fuese inverosímil. Mas al día siguiente, al hablar de ello en el terreno de caza, el guarda nos enteró de que el padre del anterior propietario, el Conde de M.... se mató, hace cerca de cincuenta años, manejando un fusil en esta misma sala, de vuelta de una cacería particularmente fructuosa.

Los diarios ingleses trajeron hace poco el relato de una horrible tragedia que se desarrolló en Sanghai. «La señora Newmann, esposa de un residente alemán, se encontró asesinada al pie de la cama. Un malhechor le había seccionado la cabeza de un hachazo, y para quitarle las sortijas que llevaba, le había cortado los dedos con un cuchillo. Además, el asesino se apoderó de 85.000 francos que la víctima guardaba en una gaveta. El señor Newman, enfermo, hallábase en una casa de curación, y tuvo el presentimiento claro y concreto de lo que le acontecía a su esposa. En el mismo instante en que el crimen se consumaba, se levantó de la cama sobresaltado, se vistió precipitadamente y salió al balcón gritando: ¡Mi esposa acaba de ser asesinada y robados mis ahorros!

A duras penas pudo hacérsele volver al lecho, del que salió a las siete de la mañana siguiente para ir a comprobar sus presagios. ¡La realidad, por desgracia, se los confirmó en todas sus partes!

La condesa Emilia Carandini cuenta en Llnconna, un caso semejante, entre los mil que valora la obra del admirable escritor Mr. Flammarión, y es célebre también sobre el particular por haberlos traído las publicaciones americanas, el caso del fantasma del oficial Cavalcanti tras los luctuosos sucesos de la noche del 14 de Noviembre de 1904, en Quito.

Por último, nuestro fraternal amigo Eugenio García Gonzalo, a raíz de morir Gregorio Pueyo, el fundador de la Casa editorial que ha dado cariñoso albergue a estas obras nuestras, dijo en Lumen:

«Pues señor, con Pueyo me ha sucedido una cosa muy curiosa.

Al regresar a casa cerca de las nueve de la noche, vi a Pueyo, en la calle de Preciados, atravesar de un callejón a otro callejón, con color de más cadáver que el que de ordinario tenía.

A los dos o tres días estuve con Mario y hablamos de varias cosas. Incidental mente me habló también de la muerte de Pueyo, dejándome sorprendido. Pero mi sorpresa fué mayor cuando me dijo que hacía ya más de quince días que le habían enterrado, y que donde yo le vi y la hora en que le vi, eran el sitio y el momento en que acostumbraba pasar a diario para retirarse a su casa.

Por lo tanto, si no estuve yo ofuscado en el tiempo —que creo que no le vi en cascarón, en lo astral o lo que sea.

Lo cual sería una sensibilidad de que hasta la fecha no me habría dado cuenta.»

No sigamos. Los casos de los fantasmas son inagotables. Cierto que en muchos de ellos, como en los de algunos conventos de Asturias, que citamos en El tesoro de los lagos de Somiedo, se apeló con fines nada loables, a tan expeditivo recurso embaucador, pero « la moneda falsa repitamos—presupone a la legítima.»

Además, no pocas veces, como el relato de la Maestra que subsigue, la aparición fantasmática reviste todos los caracteres de una protección invisible, según vamos a ver.

Pero, ya que en el cuento que comentamos se habla también de cierta gitanilla, recordaremos antes a otra gitana malagueña, quien hizo el pronóstico siguiente, que consta en la revista La Verdad, de Buenos Aires:

«En 1890 la corbeta danesa Heimdal hacía un crucero por el Mediterráneo. Toda la clase superior de la Escuela naval estaba a bordo. Sobre el puente, dos jóvenes, alto y esbelto uno de ellos, el príncipe Carlos de Dinamarca, el otro su camarada y amigo de la infancia Herdebred, rechoncho y ancho de espadas, miraban hacia la costa, deseosos de abordar cuanto antes a tierra.

¿Crees—preguntó éste—que vamos a anclar en Málaga?

No estoy mejor informado que tú—respondió el príncipe—. Cono— ces sobre este punto la severidad de mi abuelo; ha ordenado expresamente que sea tratado como los demás camaradas.

Al día siguiente la Heimdal entró en el puerto de Málaga y se concedió permiso a los alumnos para desembarcar. Dirigiéndose al encargado de la tripulación, Herdebred le preguntó:

Ya que usted conoce todos los pueblos del Mediterráneo, ¿qué hay que ver en Málaga?

Muchas cosas, pero sobre lodo, la simpática adivinadora Dolores de Isla, que tiene un calé en la calle del Carmen.

Por la tarde todos los futuros oficiales de la marina danesa estaban en el café de la calle del Carmen sentados ante una botella de Pedro Ximénez. Curioso por saber su horóscopo, el príncipe, que en nada se distinguía de sus compañeros, interpeló a la dueña de la casa:

¿Quería usted, señora, decirme la buenaventura?

Con mucho gusto.

La quiromántica clavó su mirad a en las líneas de la mano, quedó un momento pensativa, y de pronto, retrocediendo algunos pasos, miró al joven fijamente, y le interrogó con voz alterada:

Pero, ¿quién es usted, joven señor?

Como todos mis camaradas; alumno de la marina danesa.

Veamos otra vez. Quizá me haya engañado. ¿Quiere usted venir a este rincón, bajo la luz de la lámpara?

¿Y por qué?—preguntó el príncipe con ligera ironía—, con esta lámpara verá usted más claro en las tinieblas del porvenir? En todo caso, ¿quién le impide hacer ahora mismo en voz alta sus revelaciones?

Usted y yo—respondió la quiromántica en tono cariñoso, pero altivo—. falta saber si conviene que sus compañeros oigan lo que voy a decirle.

El príncipe se levantó y siguió a la maga hacia el sitio indicado. Allí, en voz baja, le habló al oído algunas palabras que nadie pudo oir.

Cuando volvió a su sitio, el joven estaba muy pálido, y tan trastornado, que ninguno de sus camaradas se atrevió a preguntarle el secreto que le había revelado la misteriosa andaluza.

Transcurrido un mes, la expedición terminó. La Heimdal entró en el puerto de Copenhague. Sobre el puente, y juntos, como en el Mediterráneo, los dos amigos, Herdebred y el príncipe Carlos, paseábanse silenciosamente, cuando de pronto éste, como si hubiera salido de un sueño, dijo:

¿Te acuerdas de la adivinadora de Málaga?

Seguramente.

Lo que me dijo, naturalmente, no es más que una necedad. Las personas sensatas no deberían fijarse en estas cosas. Pero entre el cielo y la tierra hay muchos misterios que los sabios no han podido descubrir aún; el hipnotismo, por ejemplo. Escucha. Tú has tenido siempre para mí una amistad sincera; antes de separarnos, quiero hacerte una confidencia. He anotado por escrito, palabra por palabra, lo que me dijo Dolores de Isla. El papel está colocado dentro de un sobre cerrado, lacrado y sellado. Prométeme guardar este sobre hasta el día que te pida lo abras en mi presencia. En caso de que muriese quedas en libertad de romper los sellos y leer el contenido, pues, entonces, todo sería falso.

Después entregó el sobre a su amigo. Llevaba esta inscripción: Málaga, 1890. Car. Herdebred lo tomó y lo colocó en su cartera.

Transcurrieron diez años que Herdebred pasó viajando por todos los mares. Una mañana de Julio del año 1900, en el boulevard Strand, una de las maravillas del mundo en Copenhague, la casualidad le puso frente al príncipe.¡Dichoso encuentro! Apretones de mano, abrazos, recuerdos de la infancia, de la escuela, de viajes..

¿Te acuerdas aún de la adivinadora de Málaga?—di jo el príncipe.

Ya lo creo; siempre guardo el pliego en una de mis gavetas, cerrada con llave.

¡Bueno! Entonces me harás el obsequio de venir a almorzar conmigo a mediodía. Mi mujer y yo estaremos solos. Ya sabes la alegría que ella tiene al recibir a mis amigos. Tráete el pliego y tendrás la explicación del enigma.

A la hora convenida Herdebred estaba en Bregdade, lugar de la cita.

El almuerzo se pasó alegremente. Al servir el café, los dos amigos quedaron solos, fumando un cigarro.

Bien—preguntó el príncipe—. ¿Y el pliego?

Herdebred abrió su cartera; depositó sobre la mesa el pliego cerrado, y arrojó una mirada a su amigo, que significaba: «Lo que mí compañero me confió, ha estado siempre bien guardado. En el primer momento, el príncipe se echó a reir; pero pronto tomó una expresión seria, después de coger la carta, e hizo un movimiento para dominarse antes de hablar.

¿Sabes, querido amigo, cuántas palabras estúpidas hay trazadas sobre esta hoja que tanto me ha atormenta o? Pero ¡alabado sea Días! Pura mentira fué lo que me predijo en Málaga la villana hechicera. Puedes abrir y leer su contenido.

Herdebred cogió un cuchillo que había sobre la mesa, abrió el sobre y leyó lo siguiente:

« Usted tendrá un trono, y cambiará de nombre, sin cambiar de idioma.»

Hubo un momento de silencio, que el príncipe interrumpió:

Tú comprendes que un pobre joven de diez y ocho años haya sido victima de tal profecía, hecha tan lejos de su país por una mujer que no tenía la menor idea de quien él era. Tú sabes cuánto he amado a mi hermano. Sólo su muerte podia hacer posible el cumplimiento de esta profecía. El príncipe se paseó a lo largo de la habitación, presa de emoción violenta; después sentóse y continuó.

Desde hace diez años, cada vez que Chrístián, ese hermano leal y magnánimo tenía la más pequeña enfermedad, pasaba indecíbles inquietudes; la imagen de su muerte, evocada invenciblemente en mi espíritu por las palabras de la maga, estaba grabada ante mi. Afortunadamente, este temor, cuando mi hermano se casó, se aplacó algo, y más aún cuan do tuvo un heredero, el pequeño Federico. En fin, anteayer nació un vigoroso niño, y comprendo que todo lo que predijo Dolores de Isa en Málaga, es falso...

¡Y sin embargo! Cinco años después, el 13 de Noviembre de 1905, moría aquel niño y el príncipe Carlos de Dinamarca llegaba a ser Haakon VII, cambiando de nombre, sin cambiar de idioma, al subir al trono de Noruega.»

Descargar Newt

Lleva Páginas Ocultistas y Cuentos Macabros contigo