II. El visitante misterioso
II. El visitante misterioso
Con el transcurso de los años, en lugar de mejorar, se agravó mi
lamentable escepticismo. Mi hermana, que era toda mi familia en el
mundo, se había casado, vivía en Nüremberg y sus hijos me eran queridos
como a hijos míos fuesen. ¡Oh, y cómo amaba a aquella hermana mártir que
antaño se sacrificó así misma y al hombre que se prestó a ayudar a mi
padre en su vejez y darme a mí la educación debida...! Los que sostienen
que ningún ateo puede ser mi súbdito leal, ni fiel pariente, ni amigo
cariñoso, profieren la mayor de las calumnias. Es falso, sí, que el
materialista se endurezca de corazón con los años, incapaz de amar, como
dicen amar los creyentes. Puede que ello sea verdad en algún caso, y
que el positivista propenda a la vulgaridad y al egoísmo, pero el hombre
bondadoso que se hace lo que suele llamarse ateo, no por motivos
egoístas, sino por amor a la verdad, no hace sino fortalecer sus afectos
hacia los hombres todos. Cuántas aspiraciones hacia lo desconocido
dejan de sentir; cuántas esperanzas recházanse respecto de un cielo con
su Dios correspondiente, se concentran, centuplicadas sin duda, en los
seres amados y aun se extienden a la humanidad entera...
Un amor así fué el que me impulsó a sacrificar mi dicha para asegurar
la de aquella santa hermana que había sido una madre para mí. Casi
niño, partí para Hamburgo, donde luché con el ardor de quien trata de
ayudar a sus seres queridos. Mi primer placer efectivo fué el de ver
casada a mi hermana con el hombre a quien por mí había sacrificado, y
ayudarlos. Tan desinteresado era mí cariño hacia ellos y luego hacia sus
hijos, que jamás quise constituirme por mi parte un hogar nuevo, pues
el hogar de mi hermana, compuesto pronto de once personas, era mi
iglesia única y el objeto de mis idolatrías. Por dos veces, en nueve
años, crucé el mar con el solo fin de estrechar contra mi corazón a
seres tan caros a mi amor, tornando en seguida al extremo Oriente a
seguir trabajando para ellos.
Desde el Japón mantuve siempre correspondencia con mi familia, hasta
que un día la correspondencia quedó cortada por ésta, sin que pudiese yo
adivinar la causa. Durante todo un año estuve sin noticia alguna,
esperando en vano día tras día y temiéndome alguna desgracia. Cuantos
esfuerzos hice por saber de ella fueron inútiles.
—Mi buen amigo—me dijo un día mi único confidente Tamoora—, ¿por qué
no buscáis el remedio a vuestras ansiedades consultando a un santo
yamabooshi?
No hay por qué decir con qué desprecio rechacé la propuesta. Pero a
medida que los correos de Europa se sucedían en vano, mi ansiedad se iba
trocando en desesperación irresistible, que degeneró en una especie de
locura. Era ya inútil toda lucha, y yo, pesimista a estilo Holbach,
creyente en el aforismo de que la necesidad era el acicate para la dicha
filosófica y el factor que más vigoriza a la humana flaqueza, sentíame
vencido. Olvidando, pues, mi fatalismo frente a los ciegos decretos del
destino, no podía resignarme. Mi conducta, mi temperamento eran ya muy
otros que los de antaño, y, cual joven histérico, mil veces trataba mi
mirada de sondar a través de los mares la verdadera causa de aquel
enigma que me ponía ya al borde de la locura. Sí; un desprecia ble y
supersticioso anhelo, me movía, bien a pesar mío, a desear conocer lo
pasado y lo futuro...
Cierto día, al declinar el sol, mi amigo, el bonzo venerable, se
presentó en mi barraca. Como hacia días que no nos veíamos, venía a
informarse sobre mi salud,
—¿Por qué os molestáis en ello?—le dije sarcástico, aunque
arrepintiéndome al punto de mi imprudencia— ¿Teníais más sino consultar a un yamabooshi, que a distancia pueden verlo y saberlo todo?
Ante tamaño ex abrupto, pareció un tanto ofendido el bonzo; pero, al
contemplar mi abatido aspecto, replicó bondadoso que debería yo seguir
su consejo de siempre, consultando acerca de mis torturas mentales a un
miembro de aquella santa Orden.
Desafío a cuantos se jactan de poseer poderes mágicos— le repliqué,
presa de retador desprecio —a que me adivinen en quién estaba yo
pensando ahora y qué es lo que esta persona realiza en estos momentos.
A lo cual el imperturbable bonzo respondió:
—Nada más fácil: dos puertas por cima de mi casa se halla un santo
yamabooshi visitando a un Ninto que yace enfermo. Con sólo que
pronunciéis una palabra afirmativa, os puedo conducir a su presencia
augusta...
Y la palabra fué pronunciada, con lo cual quedó ya dictada mi
sentencia cruel para mientras viva. ¿Cómo describir, en efecto, la
escena que vino después? Baste decir que no habían transcurrido apenas
quince minutos desde que acepté la propuesta del bonzo, cuando me vi
frente por frente de un anciano alto, noble y extraordinariamente
majestuoso, para ser de esa raza japonesa tan delgada, macilenta y
minúscula. Allí donde pensé hallar una obsequiosidad servil, tropecé con
ese tranquilo y digno continente característico del hombre que conoce
su superioridad moral y mira con benevolencia la equivocación de
aquellos que no alcanzan a reconocerla debidamente. A las preguntas
irreverentes y burlonas que, necio, le hice, guardó silencio, mirándome
de hito en hito cual miraría un médico a un enfermo en su delirio, y yo,
desde el instante mismo en que él fijó su escrutadora mirada en mis
ojos, sentí, o vi más bien, un como delgado, y argentino hilo de luz,
que, brotando de sus intensos ojos, penetraba buído en lo más recóndito
de mi sér, sacando de mi corazón y de mi cerebro, bien a pesar mío, el
secreto de mis más íntimos sentimientos y pensamientos. No cabía duda,
aquel hombre imponente se adueñaba de todo mi sér, hasta el punto de
serme aquello angustiosamente intolerable.
Esforzándome cuanto pude en romper la fascinación aquella, excitéle a
que me dijese qué era lo que hala podido leer en mi pensamiento.
—Una ansiedad extremada por saber qué puede haberle ocurrido a su
lejana hermana, a su esposo y a sus hijos—fué la respuesta exacta que me
dió con toda tranquilidad aquel hombre; prodigio, añadiendo detalles
completos acerca de la morada de aquéllos.
Escéptico incurable, dirigí una mirada acusadora al bonzo,
sospechando de su indiscreción; mas al punto me avergoncé de mi sospecha
sabiendo por un lado que los japoneses son esencialmente veraces y
caballeros, y por otro, que Tamoora no podía saber nada acerca de la
disposición interior de la casa de mi hermana, cuya descripción exacta,
sin embargo, acababa de darme el yamabooshi.
—El extranjero— respondió éste, al interrogarle de nuevo acerca del
actual estado de mi inolvidable hermana— no se fía de palabras de nadie,
ni de nada que él no pueda percibir por sí mismo. La impresión que en
él pudiesen causar las palabras del yamabooshi acere de aquélla, apenas
duraría breves horas, dejándole luego tanto o más desgraciado que antes,
por lo cual sólo cabe un remedio, y es el de que el extranjero vea y
conozca la verdad por sí mismo. ¿Está, pues, dispuesto a dejarse poner
en el estado requerido a todo yamabooshi, estado para él desconocido?
Al oir aquello, mi primera impresión fué, como siempre, la de la
sonrisa escéptica. Aunque sin fe jamás en ellos, yo había oido en Europa
hablar de pretendidos clarividentes, de sonámbulos magnetizados y otras
coas análogas, por lo que, desconfiado, presté, no obstante, mi
silencioso consentimiento.