I. El desconocido
I. El desconocido
Nací en una aldeíta suiza; un grupo de míseras cabañas enclavado
entre dos glaciares imponentes, bajo una cumbre de nieves perpetuas, y a
ella, viejo de cuerpo y enfermo de espíritu, me he retirado desde hace
treinta años, para esperar tranquilo, con mi muerte, el día de mi
liberación... Pero aún vivo, acaso sólo para dar testimonio de hechos
pasmosos sepultados en el fondo de mi corazón: ¡todo un mundo de
horrores que mejor quisiera callar que revelar!
Soy un perfecto abúlico, porque, debido a mi prematura instrucción,
adquirí falsas ideas, a las que hechos posteriores se han encargado de
dar el mentís más rotundo. Muchos, al oir el relato de mis cuitas, las
considerarán como absolutamente providenciales, y yo mismo, que no creo
en Providencia alguna, tampoco puedo atribuirlos a la mera casualidad,
sino al eterno juego de causas y efectos que constituyen la vida del
mundo. Aunque enfermo y decrépito, mi mente ha conservado toda la
frescura de los primeros días, y recuerdo hasta los detalles más nimios
de aquella terrible causa de todos mis males ulteriores. Ello me
demuestra, bien a pesar mío, la existencia de una entidad excelsa, causa
de todos mis males, entidad real, que yo desearía fuese tan sólo mera
creación de mi loca fantasía... ¡Oh, sér maldito, tan terrible como
bondadoso! ¡Oh, santo y respetado señor, todo perdón: tú, modelo de
todas las virtudes, fuiste, no obstante, quien amargó para siempre toda
mi existencia, arrojándome violentamente fuera de la égida monótona,
pero segura y tranquila, de lo que llamamos vida vulgar; tú, el poderoso
que, tan a pesar mío, me evidenciaste la realidad de una vida futura y
de mundos por encima del que vemos, añadiendo así horrores tras horrores
a mi mísero vivir!...
Para mostrar bien mi estado actual, tengo que interrumpir y detener
la vorágine de estos recuerdos, hablando de mi persona. ¡Cuánto no
daría, sin embargo, por borrar de mi conciencia ese odioso y maldito Yo, causa de todos nuestros males terrenos!
Nací en Suiza, de padres franceses, para quienes toda la sabiduría
del mundo se encerraba en esa trinidad literaria del barón de Holbach,
Rousseau y Voltaire. Educado en las aulas alemanas, fuí ateo de cabeza a
pies, y empedernido materialista para quien no podía existir nada fuera
del mundo visible que nos rodea, y menos un sér que pudiese estar
encima de este mundo y como fuera de él. En cuanto al alma, añadía, aún
en el supuesto de que exista, tiene que ser material. Para el mismo
Orígenes, el epíteto de incorporeus dado a Dios, sólo significa
una causa más sutil, pero siempre física, de la que ninguna idea clara
podemos formar en definitiva. ¿Cómo, pues, va ella a producir efectos
tangibles? Así, no hay por qué añadir que miré siempre al naciente
espiritualismo con desdén y asco, y casi con ira también las
insinuaciones religiosas de ciertos sacerdotes, sentimientos que, a
pesar de todas mis tristes experiencias, conservo aún.
Pascal, en la parte octava de sus Pensamientos, se muestra
indeciso acerca de la misma existencia de Dios. «Examinando, en efecto,
por doquiera si semejante Sér Supremo ha dejad o por el mundo alguna
huella de sí mismo, no veo doquiera sino obscuridad, inquietud y duda
completa...» Pero si bien en semejante Dios extracósmico jamás he
creído, ya no puedo reirme, no, le las potencialidades maravillosas de
ciertos hombres de Oriente, que es convierten virtualmente en unos
dioses. Creo firmemente en sus fenómenos, porque los he visto. Es más,
los detesto y maldigo cualquiera que sea quien los produzca, y mi vida
entera, despedazada y estéril, es una protesta contra tal negación.
Por consecuencia de unos pleitos desgraciados, al morir mis padres
perdí casi toda mi fortuna, por Jo cual resolví, más por los que amaba
que por mí mismo, labrarme una fortuna nueva, y aceptando la propuesta
de unos ricos comeréian tes hamburgueses, me embarqué para el Japón, en
calidad de representante de la Casa aquella. Mi hermana, a quien
idolatraba, había casado con uno de modesta condición.
El éxito más franco secundó a mis empresas. Merced a la confianza en
mí depositada por amigos ricos del país, pude negociar fácilmente en
comarcas poco o nada abiertas entonces a los extranjeros. Aunque
indiferente por igual a todas las religiones, me interesó de un modo
especial el buddhismo por su elevada filosofía, y en mis ratos de solaz
visité los más curiosos templos japoneses, entre ellos parte de los
treinta y seis monasterios buddhistas de Kioto: Day—Bootzoo, con su
gigantesca campana; Enarino—lassero, Tzeonene, Higadzi—Hong—Vonsi,
Kie—Misoo y muchos otros. Nunca, sin embargo, curé de mi escepticismo, y
me burlaba de los bonzos y ascetas del Japón, no menos que antes lo
hiciera de los sacerdotes cristianos y de los espiritistas, sin admitir
la posibilidad más nimia de que pudiesen aquéllos poseer poderes
extraños inestudiados por nuestra ciencia positiva. Ridículos. en el más
alto grado, además, me resultaban los supersticiosos buddhistas,
buscando el hacerse tan indiferentes para el dolor como para el placer,
por el dominio de las pasiones.
Un día fatal y memorable, entablé amistad con un anciano bonzo
denominado Tamoora Hideyeri. Con él visité el dorado Kwon—On, y de su
gran saber aprendí no poco. No obstante la devoción y afecto que por él
sentía, no perdonaba nunca la ocasión propicia de burlarme de sus
sentimientos religiosos; pero era de tan dulce condición como ilustrada,
y a fuer de buen buddhista, jamás se me mostró ofendido lo más mínimo
por mis sarcasmos, limitándose a responder imperturbable: Esperad, y
veréis algún día» Su privilegiada mentalidad no podía creer que fuese
sincero mi escéptico ateísmo, tan por encima de la creencia ridícula en
un mundo invisible rechazado por la Ciencia y lleno de deidades y de
espíritus malos y buenos. El apacible sacerdote me decía únicamente: «El
hombre es un sér espiritual que es recompensado y castigado,
alternativamente, por sus méritos y por sus culpas, teniendo por ello
que volver, reencarnado, múltiples veces a la Tierra.» Contra aquellas
célebres frases de Jeremy Collier de que somos meras máquinas
ambulantes, simples cabezas parlantes y sin alma ni más leyes que las de
la materia, argüía que si nuestras acciones estuviesen de antemano
previstas y decretadas, sin que tuviésemos más libertad en ellas que la
que tienen de detenerse las aguas de un río, la sabia doctrina del
Karma, o de que cada cual recoge aquello que sembró, seria absurda. Así,
pues, toda la metafísica de mi amigo se basaba en esta imaginaria ley,
junta con la de la metempsicosis y otros delirios de este jaez.
—Después de esta vida material no podemos— dijo absurdamente mi amigo
cierto día—vivir en el completo uso de nuestra conciencia sin habernos
construido, por decirlo así, un vehículo, una sólida base de
espiritualidad. Quien durante esta vida física, consciente y
responsable, no ha aprendido a vivir en espíritu, no puede aspirar luego
a una plena conciencia espiritual, cuando, privado de su cuerpo, tenga
que vivir como mero espíritu.
—Pues, ¿qué entiende usted por vida como espíritu?—le pregunté.
—La vida es un plano puramente espiritual, el jushitz Devaloka,
o paraíso buddhista, por cuanto el hombre, mediante su cerebro animal y
todas las facultades que desarrolla aquí en la Tierra, se labra ese
elevadísimo estado celeste entre dos sucesivas existencias,
transportando a ese plano de superior felicidad cuanto aquí abajo labró,
mediante el estudio y la contemplación.
—¿Qué le sucede al hombre que rehusa la contemplación, es decir, que
se niega a fijar su vista en la punta de su nariz, después de la muerte
de su cuerpo?—preguntéle burlón.
—Que será tratado al tenor de aquel estado mental que en su
conciencia prevaleció. En el caso mejor, tendrá un renacimiento
inmediato, y en el peor un Avitchi o infierno mental. No es
preciso, sin embargo, hacerse un completo asceta: basta con esforzarse
en aproximarse al Espíritu viviendo una vida espiritual; abriendo,
aunque sólo sea por un momento, la puerta de nuestro Templo Interior.
—¡Sois siempre poético, aun en vuestras paradojas!, amigo mío—respondíle—. ¿Queréis explicarme un poco semejante misterio?
—No es ningún misterio, replicó—pero gustoso os responderé— Suponed
que el plano espiritual de que os hablo sea cual un templo en el que
jamás pisasteis y cuya existencia, por tanto, creéis tener fundamento
para negar, pero que alguien, compasivo, os toma por la mano, y
conduciéndoos hacia la entrada, os hace mirar dentro un instante tan
sólo. Por este mero hecho habréis establecido un lazo imperecedero con
el templo. No podréis, desde aquel día, negar su existencia, ni el hecho
de haber entrado en él, y según haya sido vuestro trabajo en él breve o
largo, así viviréis en él después de la muerte.
—¿Pues qué tiene que ver mi conciencia post—mortem con semejante templo, aun en el falso caso de que la otra vida exista?
—¡Mucho! Después de la muerte—terminó diciendo el sabio anciano—, no
puede haber conciencia alguna fuera del Templo del Espíritu. Lo
ejecutado en sus ámbitos es lo único que a vuestra muerte sobrevivirá,
porque todo lo demás, como vano e ilusorio, está llamado a disolverse en
el Océano de Maya o de la ilusión.
Como me chocaba, a fuer de simple curioso, la peregrina y absurda
idea de vivir fuera de mi cuerpo, disfracé mi escepticismo, y fingiendo
interesarme por todo aquello, obligué a mi amigo a que continuase,
engañado por completo respecto de mis intenciones.
Tamoora Hideyeri servía en Tri—Onene, templo buddhista famoso no sólo
en el Japón, sino en toda China y en el Tibet; no hay en Kioto otro tan
venerado, y sus monjes, secuaces de Dzeno—doo, son tenidos por los
mejores y los más sabios, entre aquellas fraternidades meritísimas,
relacionadas a su vez con los ascetas o eremitas llamados Jamabooshi,
discípulos de Laotse. Así se explican los altos vuelos metafísicos que,
con ánimo de curarme mi ceguera mental, diese siempre mi amigo a nuestra
conversación, llevándome hacia sus enmarañadas doctrinas con sus
peroratas, disparatadas a mi juicio, y sus ideas de espiritualidad, cuya
práctica parece una verdadera gimnasia del plano espiritual.
Tamoora había dedicado más de las dos terceras partes de su vida a la yoga
o contemplación práctica, que le había dado las pruebas de que, una vez
despojados los hombres de su cuerpo material con la muerte, vivían con
plena conciencia en el mundo espiritual recogiendo el fruto centuplicado
de sus acciones nobles y altos sentimientos, salario proporcionado,
decía el asceta, al trabajo que se esforzaba aquí abajo en realizar.
—Pero, y si uno no hace más que asomarse al templo de la
espiritualidad y retroceder, ¿qué le acontecerá después?— objeté con mi
eterno escepticismo.
—Pues que en la otra vida no tendríais nada bueno que recordar, salvo
aquel feliz instante, porque en dicha vida espiritual sólo se registran
y viven las impresiones espirituales— respondió el monje.
—Entonces, antes de reencarnar aquí abajo, ¿qué me sucedería?—añadí burlonamente.
—Entonces— dijo, lento y solemne el sacerdote, con un aplomo severo que daba frío—, durante
esa desesperante repetición de los temas de la calentura.
Semejante tarea que el buen hombre me asignaba post—mortem,
me hizo soltar una carcajada. ¡Aquello era el colmo del absurdo! Pero mi
amigo se limitó a suspirar, compasivo, añadiendo, así que yo le pedí
perdones por mi sinceridad:
—No. Dicho estado espiritual después de la muerte no consiste en una
repetición mímica y automática de lo realizado en la vida, sino el
llenar y completar los vacíos de ella. Yo me he limitado a poneros un
ejemplo, incomprensible para vos, por lo que veo, de los misterios
relativos a la Visión del Alma. Siendo entonces nuestro estado
de conciencia el goce final de cuantos actos espirituales hemos
ejecutado en vida, cuando uno de éstos ha resultado fallido, no podemos
esperar otra cosa que la repetición del acto mismo.
Y saludándome cortésmente, como buen japonés, el noble sacerdote se despidió de mí.
¡Ah, si me hubiera sido entonces posible el saber lo que después
aprendí por dolorosa experiencia... cuán poco me hubiera burlado de
aquella enseñanza sapientísima!... Mas no, yo no podía creer a
cierraojos en tamaños absurdos, y muy especialmente en que ciertos
hombres elevados pudiesen adquirir poderes como sobrenaturales.
Experimentaba una repulsión instintiva hacia aquellos eremitas o
yamabooshi, protectores de todas las sectas buddhistas del Japón, porque
sus pretensiones milagreras me parecían el colmo de la necedad.
¿Quiénes podrán ser estos presuntos magos, de ojos bajos y manos
cruzadas, esos «Santos» mendigos, moradores extraños de montañas.
apartadas y escabrosas, inaccesibles hasta el punto de que a los simples
curiosos acerca de su naturaleza les era imposible de todo punto llegar
hasta ellas?... No podían ellos ser sino unos adivinos sin vergüenza,
unos gitanos vendedores de hechizos, talismanes y brujerías.
Como se ve, mis insultos y mis odios alcanzaban por igual a maestros y
a discípulos, porque conviene no olvidar que los yamabooshi, aunque no
aceptan a los profanos cerca de ellos, a algunos, tras duras pruebas,
los reciben como discípulos, quienes dan perfecto testimonio acerca de
la sabiduría y de la pureza de su vida.
Mis desprecios no se detuvieron ni en los mismos santos, es decir, en aquellos otros religiosos del Sin—Syu,
o Sintoísmo, cuya divisa es la de «fe en los dioses» y en el camino de
los dioses, porque practican un culto absurdo a los llamados «espíritus
de la Naturaleza». Así me capté no pocos enemigos, porque los Sinto—kanusi,
o maestros espirituales de este culto, pertenecen a la aristocracia
japonesa, con el propio Mikado a su cabeza, y los secuaces del mismo
constituyen el elemento más sabio de todo el Japón. No olvidemos que los
kanusi, o maestros del Sintoísmo, no proceden de ordenación regular
alguna conocida, ni forman casta aparte. Como jamás alardean de poseer
poderes ni privilegios que les eleven sobre los demás, y visten como los
seglares pasando como meros estudiantes de las ocultas ciencias del
espíritu, más de una vez tuve contacto con ellos sin sospechar siquiera
su elevada categoría.