Comentario I
Comentario I
¡Siempre el sexo, y sus tragedias! — Cómo las Enseñanzas
misteriosos. —Cómo se descubre a los criminales en Abisinia.
En la bella narración que antecede, como en todas las de la
Maestra H. P. B., hay un gran fondo de Ocultismo que desearíamos
alcanzar a profundizar.
Por de pronto, y como siempre, el terrible problema del sexo es el
alma de la tragedia entera. El solterón Izvertzoff, que allá en sus
viciosas juventudes acaso menospreció el santo amor que lleva a la
constitución de un hogar honrado, vióse al fin víctima de una de esas
pasiones seniles que son tanto más temibles cuanto más estériles y
tardías. Falto quizá de ese gnoscete ipsum, indispensable a
todo hombre que pasa de los cuarenta, no supo, como el Hans—Sachs de Los
Maestros Cantores de Nuremberg, renunciar a su pasión. Por otra parte,
Nicolás el sobrino, digno discípulo del consabido positivismo aldeano,
no supo tampoco hacerse fuerte ante el embate de la doble pasión del
amor a Minchen y de la herencia del tío. Falto de la debida ponderación
moral, llegó, como llegan tantos, hasta el crimen.
Con el espeluznante relato de la Maestra, pues, se presentan notables
problemas de Derecho penal, porque conviene saber que las ideas y
enseñanzas del Ocultismo están llamadas, el día que se difundan por el
mundo, a revolucionar todas las ciencias, y muy especialmente la del
Derecho.
En efecto, ¿qué hay o qué actúa sobre el hombre, antes honrado, para
hacerle criminal? ¿Existen, acaso, criminales natos? En el delincuente,
¿hay sólo un hombre, o algo menos que un hombre, o algo más, en fin?
Nos explicaremos.
Así como no existe en la Naturaleza la línea recta, ni en la
Humanidad la Verdad pura ni el Bien completo, ni ninguno otro de los
conceptos límites o absolutos, no se da el tipo del hombre absolutamente
honrado ni del perfecto y acabado criminal, siendo todos nosotros, cuál
más, cuál menos, hijos perfectos de las circunstancias que nos rodean,
es decir, del karma, que gravita sobre nuestros hombros con toda la
pesantez de esa carga, insoportable a veces, que llamamos vida.
Pero ni todo es fatal, ni todo es libre.
El famoso problema escolástico de la libertad humana y del karma,
predestinación, presciencia divina o hado, puede resolverse diciendo que
las resultantes de nuestra conducta en cada momento son una integral
compuesta de factores fatales y de factores libres. A la manera como el
ave enjaulada, está fatalmente privada de la libertad de la selva,
siendo libre, sin embargo, de colocarse en este o aquel barrote de la
jaula, nosotros tenemos las taras de los hechos fatales de nuestro
pasado en estas o en anteriores existencias cuyo plúmbeo peso nos abruma
y priva de libertad; pero jamás estas taras llegan a anular por
completo nuestro humano albedrío como anulan las del animal mismo,
animal de cuya conducta podemos juzgar de antemano en función de las
circunstancias, sin temor a equivocarnos.
La fórmula de todas las razones inversas matemáticas de
x × y = C
constituye el más perfecto simbolismo acerca de cómo están integradas en la vida de cada hombre la libertad y la fatalidad.
Desde luego que, representando x a ésta última e y a
aquélla, podemos decir que una y otra variable conjugada pueden recibir
todos los valores posibles, desde los más grandes hasta los más ínfimos,
entre los dos límites de lo infinitamente grande y lo infinitamente
pequeño. Así, por ejemplo, la fatalidad, en forma de ley natural
inexorable, hace que para el animal al que antes nos referíamos el valor
de x sea tan sumamente grande que el otro factor y, o
de la libertad, sea infinitamente pequeño. Todo lo contrario acaecerá
en el otro límite simbolizado por los hombres geniales, superhombres o
Maestros, en los cuales el factor x, constituído por el karma
ancestral y ya extinguido, dé al factor y de la libertad una amplitud
casi infinita, es decir, que, libre ya de los lazos del destino humano,
pueda volar con pleno dominio de su voluntad por los amplios cielos de
la ciencia y de la vida.
Entre uno y otro caso límite de la absoluta libertad y la fatalidad
absoluta, se encuentran todos los hombres. Los llamados «Criminales
natos» por moderna escuela penal, no son sino infelices tarados de
nacimiento; seres misteriosísimos que acusarían de impío al propio Dios
personal de las religiones vulgares, si no fuese porque por el karma de
sus anteriores existencias les han colocado desgraciadamente antaño en
circunstancias tan desfavorables que han hecho preciso en ley de
inmutable justicia transcendente, su nacimiento en tan tristes
condiciones de tara moral, intelectual y física. Claro es, que, dentro
de la íntima contextura que estos tres últimos órdenes mantienen en la
vida, el organismo adaptado para el cumplimiento de tan terrible ley, es
siempre un organismo enfermo, cosa ya entrevista por la moderna
criminología que pide hospitales en vez de cárceles, y
médicos—sacerdotes en lugar de carceleros. ¿Quién puede real mente
delinquir, estando en sano juicio? ¿Qué es en si también todo crimen,
sino un caso de locura? ¿Qué es lo que dice siempre el criminal al
iniciar la redención de su culpa, sino la eterna frase de «¿qué locura
he hecho?»?...
Todos somos más o menos criminales, porque todos somos más o menos
enfermos, y cada enfermedad ostenta su psicología, siendo, por ejemplo,
hipocondríaco el que padece del hígado; desigual de carácter, el enfermo
del estómago, e irascible, el neurasténico. Un impulsivo nervioso
constituido, sin embargo, en condiciones de felicidad social excelentes,
acaso llega a mantenerse firme, no por él, sino por las favorables
circunstancias de que le ha rodeado su karma, mientras que otro menos
impulsivo que él pero más castigado por los rigores del destino, puede,
por causas análogas, incurrir en el crimen, cosa ya entrevista por el
clásico que habló de la honradez de la pobreza, añadiendo sarcástico:
—...¡si es que puede ser honrado aquel que es pobre!
Un conjunto de circunstancias peligrosas, llamadas en las religiones vulgares tentaciones,
están siempre amenazando al hombre honrado para hacerle pecar y
delinquir, con esa constante tendencia con que la fuerza de la gravedad
terrestre amenaza derribar a todo cuanto está alto y enhiesto. Otro
conjunto de circunstancias diversas presididas por nuestra conciencia
moral están siempre amparando al hombre y en el eterno balancín de sus
acciones y reacciones contrarias se cifran nuestros hechos y nuestra
vida. Por eso nuestra felicidad o desgracia, están siempre pendientes de
un cabello, como la tan famosa espada de Damocles. Así, en la narración
que comentamos, la Casualidad—nombre vago y vano con el que solemos disfrazar nuestra ignorancia respecto de la universal ley de la Casualidad
que al mundo rige hace que a la hermana del joven Nicolás se le antoje
aprender la cítara; que el profesor elegido tenga una hermosa hija, y
que al vejete señor Izvertzoff se le ocurra enamorarse de ésta al par
que a su sobrino, juego fatal de casualidades que desencadenan la tragedia, al fin, por la contra posición irreconciliable de opuestos egoísmos.
Nada, en efecto, tan exclusivista como la pasión amorosa, y el joven
Nicolás no supo sacrificarse venciendo al amor con el deber, no poniendo
éste al servicio de aquél y del interés, como lo hizo, deslizándose de
este modo por la funesta pendiente del crimen, o cayendo en la tentación, como un cristiano diría.
Pero si hay tentación, por fuerza tiene que haber un tentador,
y en ello el Ocultismo está de acuerdo con todas las religiones, pobres
facetas de aquellas sus altas enseñanzas, y aquí de la pregunta que
antes nos hacíamos: ¿hay en el delincuente sólo un hombre, algo menos
que un hombre o algo más, en fin?
Por descontado, cuando delinquimos abdicamos más o menos tristemente
de nuestra dignidad de hombres libres, colocándonos en condiciones de
inferioridad manifiesta frente a los demás hombres, y en tal sentido,
como capitidiminuídos, que diría un jurista; por el mero hecho de delinquir, somos ya algo menos que un hombre...
Pero también, ¡ay!, no se diría sino que en nosotros existe algo más
que un hombre en el momento mismo en que delinquimos. Porque existe, sí,
a no dudarlo, una segunda e invisible entidad que se apodera de
nosotros, nos mueve, nos arrastra por la pendiente fatal, hasta consumar
el hecho luctuoso, dejándonos después abandonados a nuestro tristísimo y
kármico destino expiatorio... Es el tentador, el espíritu del
mal, de quien hablan las religiones; el elemental inspirador del crimen,
que arma nuestro brazo para dañar a un semejante nuestro y para que el
karma nos dañe luego por ley de reacción natural con análogo fatalismo.
Si todas las cosas que vemos están hechas de materia física, todas
cuantas emociones nos afectan están hechas con realidades de un mundo
emocional, porque todo lo que existe tiene cuerpo, alma y espíritu. Por
desgracia, o quizá por fortuna, el mundo emocional nos es, de ordinario,
invisible. Sólo por la intuición podemos adivinarle a veces, ya que no
ver cara a cara las infinitas entidades que en tamaño mundo pululan,
unas favorables al hombre y bienhechoras, cual los Ángeles Custodios de
las religiones, otras enemigas y eternas elaboradoras de su ruina a lo
largo de esos tres períodos típicos que se llaman de tentación, de
obsesión y de posesión que marcan los tres momentos principales de la
lucha a que nos vemos forzados constantemente a lo largo de nuestra
vida.
En ulteriores narraciones de la Maestra H. P. B., encontrará el
lector revelaciones hermosas acerca de estas temibles entidades del
plano astral o emocional que llaman criaturas elementales, o simplemente elementales,
los ocultistas: seres etéreos e invisibles de ordinario, con
inteligencias de grados diversos, pero dotados de una perversidad tal,
que, de ellos, como de ciertas instituciones bien conocidas, puede
decirse que «aman el mal, por el mal mismo», representando con su
invisible influjo sobre el hombre cuanto hay de torcido, anormal,
defectuoso, morboso, criminal, oblicuo, perverso, etc., etc., en nuestra
conducta. Todo cuanto va, en efecto, contra el aforismo salvador de la
«mens sana in corpore sano» abre la puerta a esos temibles seres,
ladrones sempiternos del tesoro de nuestra virtud, contra los que hay
que velar constantemente, como enseña el Evangelio. Así, cuando
ingerimos, por ejemplo, moléculas de alcohol en nuestro organismo el alma, la mónada del alcohol, que podríamos decir siguiendo a Leibtniz y a Goethe, mónada que es un elemental
perverso, incrementa algo funesto que antes no había en nuestra psiquis
y este nuevo amo es el terrible obsesor que de nosotros traidoramente
se posesiona, cogiéndonos por la mente con arreglo a la etimología
latina de los menscaptos o mentecatos (cogidos por la mente), o
de los alienados, es decir, de los que tienen otro amo que el Ego
Superior o Conciencia, que es el único señor legitimo de nuestro sér y
el único que en los estados de normalidad nos dirige como al caballo el
jinete.
Todo crimen, por tanto, no es sino la caída de un hombre bajo la
garra de la entidad astral o elemental, y en este sentido el hombre
sería siempre irresponsable a fuer de enfermo, como algún penalista ha
llegado a decir, si no fuese porque, si bien en el hecho mismo del
crimen, acaso no fué tan libre como debía, el elemental no le habría
obsesionado posesionándose en el momento de su sér supremo, si antes
libremente el hombre no hubiese debilitado sus resistencias psicológicas
por desconocer la higiene física que evita la patología física y la
higiene moral que, con la noción del deber por armadura, rechaza las
sugestiones constantes de unos enemigos que son tanto más de temer
cuando que son más astutos e invisibles.
Si el joven Nicolás del cuento que comentamos se hubiera orientado
hacia el deber, sacrificando su pasión amorosa y su codicia hacia la
herencia del tío, la tragedia no habría sobrevenido, y él no hubiera
caído en el engaño mismo en que caen los propios irracionales cuando se
ven cogidos en trampas y cepos «por la cara golosina de un grano de
trigo», que dijo la codorniz de la fábula, o por aquel famoso pastel
atrapamoscas del que cantó el moralista:
«Así, si bien se examina,
los humanos corazones
perecen en las prisiones
del vicio que los domina…»
y todo, ¿para qué?, para unos fugaces días de ensangrentada luna
de miel con la anodina Michen, y para ver, horripilado de allí a pocos
años, reproducirse kármicamente en su amado hijo único la cara y los
modales acusadores del viejo tío asesinado. ¡Tal es nuestro triste
destino, al modo del bíblico plato de Esaú! ¡Por unas míseras lentejas
pisoteamos nuestra primogenitura de Reyes de la Creación..! Esta y no
otra es la locura del crimen.
En tan palpitante drama del deber, el interés y el amor, alma de
todos los de la vida diaria, la Maestra nos da, como al descuido, un
verdadero curso de Ocultismo, pues los habla de los ecos como de entidades, contra lo que hoy imagina la Física; de la influencia secreta de la música; de la personalidad de las sombras; de la sensibilidad
astral de las llamas, sensibilidad de la que la Física no ha hecho más
que ocuparse someramente con Kocnig y otros experimentadores; de la
formación como nebular de los fantasmas evocados por la magia negra
mediante perfumes, mantras y oraciones, amén del previo derramamiento de
sangre, como Ulises en la Odisea con la del cordero negro sacrificado
para evocar del mundo de los muertos al adivino Tiresias; y de ese frío
astral, frío de muerte, que precede inevitablemente a toda manifestación
de lo hiperfísico en lo físico.
Dos cosas hay además en el pavoroso relato—relato superior en forma y
fondo al mejor de los cuentos de Hoffmann o de Bulwer Litton que son de
gran interés filosófico. La una, lo peligrosísimo de los juicios
demasiado radicales por más pruebas que tengamos sobre el problema, y la
otra, la de «la nube roja», que juega tan emocionante papel en el
desdoblamiento astral operado sobre el shamano.
Un aforismo ocultista enseña que nos debemos abstener de juzgar
desfavorablemente la conducta de otro, pues que siempre, por bien
informado que estemos, falta un dato por lo menos al problema y este
dato puede ser de tal naturaleza e importancia que, depositado con lodo
su peso en la balanza de nuestro juicio, pueda hacerla oscilar en
sentido contrario al que marcara antes, y si a esto se agrega que los
fallos de ciertos enjuiciamientos, como el que lleva a un hombre al
patíbulo, una vez ejecutados, son de reparación impracticable, se
comprenderá una vez más lo absurdo de la pena de muerte, cual la que, en
el relato, habría descargado su golpe sobre la cabeza del pobre criado
de Izvertzoff, a quien todos los indicios acusaban. ¡La sola posibilidad
de imponer el último castigo a un inocente entre mil culpables, debiera
abolir para siempre una pena como la capital, que para nada ejemplar ni
práctico sirve, máxime, considerando lo que antes dijimos, caemos en la
cuenta de que ello equivale a suprimir al enfermo para que sea más
eficaz y radical la cura!...
Como abogado, hemos tenido ocasión más de una vez, en la tristeza del
presidio, de hablar con los criminales acerca de su delito. Todos nos
han hablado de su tentación y su caída en términos de clarísima alusión a
ese sér de lo astral interpuesto funestamente entre su brazo y su
conciencia; todos, especialmente los incursos en delitos de sangre, nos
han pintado en frío la escena fatal en la que el juego, el vino y la
mujer han desempeñado el papel preferente, diciéndonos, poco más o
menos, siempre: «La amaba de todo corazón...; había bebido unas copas;
la vi.. y al verla, una nube roja. pasó por mi vista
perturbada, y una nube negra después... ¡Al volver en mí, un cadáver
yacía a mis pies, sin que yo mismo me diese cuenta de lo que había
pasado, cual si fuese juguete de una pesadilla; pesadilla de tan triste
despertar como el en que ahora me veo!...
Pero el amor es más grande que la muerte, y la familia es casi
siempre laboratorio alquímico y altar de sacrificios en el que
extinguimos nuestro karma, purificándonos. Así, el propio sobrino
Nicolás, habiendo conseguido burlar hipócrita a la justicia humana, no
alcanzó a burlar a la inexorable justicia transcendente o de las Esferas,
a la que llamamos karma los teósofos, y en la propia familia nacida por
su crimen, halló al cabo de los años el medio adecuado de pagar su
culpa, saldando su deuda con el tío a quien asesinara; al perder la vida
luego por salvarle bajo la máscara imponente de su propio hijo… ¿Qué de
extraño tiene, pues, el que la propia Policía de P…, impotente para
abarcar aquel delito esclarecido por la necromancia de un hechicero
oriental, ordenase sepultar el hecho en el silencio y el olvido? El
Derecho penal ha marchado y marchará siempre a ciegas, como todas las
ciencias humanas, sin las enseñanzas transcendentes del Ocultismo.
La historia rusa que la Maestra inserta anteriormente, podrá no ser
cierta, pero en la aun reciente historia de la gran catástrofe guerrera
tenemos dos casos verdaderamente aterradores de lo que se llama karma
colectivo, que repercute siempre en las dinastías, como se observó en
los reinados que precedieron a la Revolución francesa, y en el temible
imperio de los Zares, tan cruel siempre con la aplicación de castigos
corporales y las célebres deportaciones a Siberia. Meses antes de la
trágica muerte de Nicolás II, decía de él Gómez Carrillo en una de sus
geniales crónicas:
«Los grandes rasgos característicos de nuestro Emperador dice
Bibikoff son la bondad y el amor a la paz.» Estas palabras de un
cortesano, los enemigos del Soberano ruso las repiten y las confirman.
«Es un sér eminentemente bueno» escribe el revolucionario Patchich. Pero
cuando se llega a las intimidades sintéticas, unos y otros murmuran: Lo
malo es que no hay nadie tan débil como él. Tal debilidad, que durante
largos años ha convertido a Nicolás II en el juguete de su familia, de
sus ministros, de sus vasallos, es la que ha determinado, al fin, su
caída sin grandeza. Todavía en estos últimos días, según parece, en vez
de contemplar de frente los peligros que lo amenazaban, lo único que
pedía era el socorro de los decidores de buenaventura.
»—¿Qué dicen los espíritus? —preguntaba, cuando lo que era necesario
interrogar era al alma de su pueblo, cansado de sufrir las intrigas de
una emperatriz alemana, de una camarilla criminal y de un clero indigno.
» La manía supersticiosa es en él inveterada. En los primeros años dé
su reinado, cuando aún se ignoraba lo que había en el misterio de su
cerebro, sus consejeros notaron, con espanto, que el verdadero dueño de
su albedrío era un embaucador llamado Phillippe, cuya sola mirada lo
hacía temblar. Antes de tomar una determinación en cualquier asunto
importante, el heredero de Pedro el Grande acudía a su mago y le pedía,
como un favor místico, que llamara en su auxilio al espíritu de su
padre, el fuerte Alejandro o de alguno de sus abuelos prestigiosos. Un
día el zar tuvo la idea de evocar la sombra de Pedro III para
preguntarle si efectivamente había sido asesinado a instigaciones de
Catalina II.
—Sí—contestó el fantasma —. Sí... Y a ti te pasará algo parecido.
»Poco después de esta escena, que causó una impresión terrible en el
ánimo del infeliz emperador, Phillippe desapareció de un modo
misterioso. Pero pronto aquel hechicero fué reemplazado por otro, no
menos fantástico, y sí más peligroso. Este, si hemos de creer al
historiador Alard, fué el que determinó la guerra ruso—japonesa. La
anécdota merece ser citada. Hela aquí: Ciertos personajes prevaricadores
y concusionarios, entre los que se encontraban el gran duque Alejandro
Mikailovitch y el virrey Alexeieff, trataron de hacer, con el dinero del
Emperador, un negocio grandioso. Se trataba de crear una Sociedad
financiera para la explotación de los inmensos bosques del Yalú, en la
Corea. Esto constituía una nueva exacción de territorio, después de la
fraudulenta conquista de la Manchuria. La actitud del Japón era
inquietante, por lo cual el Zar no quiso en un principio autorizarlo.
Alejandro Mikailovitch vino en socorro de la empresa, y aconsejó al
Emperador evocar el espíritu del vencedor de los turcos, Alejandro II.
Así se hizo y, naturalmente, el espíritu aseguró «que aquella empresa
era necesaria para la salvación de la patria, y que la familia imperial
debía protegerla, con lo que contribuiría a la conquista de Corea.» Al
día siguiente, el Zar daba orden de comprar acciones por seis millones
de rublos, y obligaba a su familia a hacer otro tanto. La Sociedad, en
vez de dedicarse a cortar árboles, empezó por construir trincheras y
fuertes en Corea. El Japón, que vió en ello un peligro, perdió la
confianza en el Zar y le exigió el abandono de tal empresa. El Zar se
negó; se rompieron las hostilidades; Nicolás, al darse cuenta de la
realidad, se aterró, y pidió de nuevo consejo a los espíritus de
Napoleón y de Federico. Antes de que éstos contestaran, el almirante
Makaroff pereció con el acorazado Pelropaulosk; pero todas las
santas imágenes que en las cámaras del barco llevaban los marinos, «se
salvaron«: el mar las arrojó a la costa. ¡Buen síntoma! Entonces el
Emperador hizo evocar el alma del almirante, que predijo la victoria y
prometió salir de las prof undidades del mar con su acorazado, para
ponerse al frente de la flota y entrar vencedor en Yokohama.
»Tal es la historia de las causas de la guerra japonesa. Y uno no
puede menos de preguntarse, pensando en tanta ingenuidad grotesca, si
real mente goza de cabal juicio un hombre que, en pleno siglo XX,
obedece a semejantes temores y se consagra a tamañas prácticas. ¡Este
miedo perpetuo, este miedo horrible, es para los grandes duques y para
los funcionarios una mina inagotable, en la cual encuentran honores y
ventajas. Así, lejos de combatirlo, se esfuerzan por aumentarlo con
invenciones diabólicas. La Policía inventa complots; los generales
imaginan proyectos revolucionarios; los cortesanos ven en todas partes
nihilistas.
»Uno de los más grandes cultivadores del miedo imperial fué el
célebre Bezobrazoff. Era éste un vividor sin escrúpulos que necesitaba
mucho, dinero, y que para conseguirlo, recurría a las peores artes. Un
día, pensando en el pánico de Nicolás II, antojósele que el mejor medio
para ganar la confianza del Émperador era fundar una especie de
masonería zarista. En el acto estableció la Santa Liga. Con rituales
singulares reuniéronse numerosos oficiales, nobles y cortesanos, y
juraron consagrarse a defender a su señor. Lo más importante era buscar
en todas partes las ramificaciones revolucionarias. Ese fué el primer
trabajo de los ligados que se reclutaban entre los altos y bajos
funcionarios de la administración de la Casa imperial, de la Policía y
del Ejército. Los miembros de la Santa Liga debían comunicar diariamente
a Bezobrazoff el resultado de sus investigaciories, Bezobrazoff, a su
vez, debía presentar al emperador todas las mañanas su rapport.
Cuando el Zar consideraba sospechoso a uno de sus dignatarios, se lo
indicaba al jefe de la Liga, y ésta se ponía en movimiento hasta
averiguar sus secretos (o inventarlos si no los había). Sidacoff, que ha
estudiado la historia de la Santa Liga, agrega: «Bezobrazoff se pasaba
conversando con el Zar las horas de libertad que éste se reserva para el
descanso. Nicolás II se dejaba llevar por él a los más grandiosos
proyectos para la sumisión del Asia; pero, a veces, mientras Bezobrazoff
desarrollaba sus planes, se apoderaba del Zar una gran melancolía; el
temor de un atentado lo asaltaba; interrumpía entonces la conversación y
llamaba a su ayuda de cámara de confianza para pedirle noticias de la
Zarina y de sus hijos.» Estas líneas son para mí de una intensidad
melancólica, infinita en su sencillez. Ni en los cuentos de Hoffmann, ni
en los relatos de Dickens, ni en las historias de Poe, he visto de tal
modo el miedo. ¡Ah! Ese pobre dueño de centenares de millones de
hombres, ¡cuán triste aparece, temblando aun en compañía de sus grandes
defensores, y temblando sin causa, temblando como un loco, como un
enfermo!
»En todas las obras sobre la vida del Zar se encuentran anécdotas que
harían reir si no inspiraran lástima. Una mañana que Nicolás II acababa
de entrar en su gabinete de trabajo, encontró sobre la mesa una carta
lacrada. En el sobre veíase un membrete que decía: «Comité central de la
Unión de los partidos revolucionarios de Rusia.» El Zar lo leyó y ya se
disponía a abrir el pliego, cuando precisamente se presentó Plehwe. El
Emperador, entonces, le entregó el misterioso escrito, que era una
intimación al Emperador para que pusiera término al terrorismo y la
arbitrariedad de sus funcionarios, y diera al pueblo ruso su libertad y
sus derechos. Los atentados contra ministros y contra gobernadores
debían servirle de aviso, y en el caso que la advertencia no fuera oída,
y de que continuasen las hecatombes de inocentes liberales, el pueblo
volvería sus armas contra él. El ministro había leído el anónimo en alta
voz. Al terminar, notó que Su Majestad había perdido el sentido y
yacía, con el rostro cubierto de sudor frío, en una butaca. Más
recientemente los periódicos nos contaron la anécdota siguiente:
Paseábase una mañana el Emperador por el parque de su palacio, cuando un
hombre corrió hacia él y se arrojó a sus plantas, interceptándole el
paso; este desdichado era un jardinero del palacio, que con su
demostración quería implorar una gracia al Emperador; pero no bien hubo
pronunciado la primera palabra, ya estaba maniatado, preso. Jamás el
pueblo pudo saber lo que pretendía aquel hombre. La emoción de Su
Majestad fué tan grande, que tuvo que acostarse.
»Oíd otra anécdota que hace sonreír—lo que es raro—y que permite
descubrir entre los servidores del Zar a uno digno de simpatía—lo que es
más raro aún—. Os la cuento como la contó Alexandre en un artículo.
Cuando los estudiantes de Kieff, imitando a los de San Petersburgo,
decidieron hacer manifestaciones contra la tiranía, Nicolás II, mal
informado, creyó que aquella agitación podía amenazar su propia vida. En
el acto telegrafió al gobernador militar de la plaza que «interviniera
con las fuerzas de que disponía». El gobernador contestó que no veía en
qué podía intervenir. Un nuevo telegrama le ordenó que en el «acto
atacase a los enemigos de la autocracia». En el acto el irónico militar
hizo despertar a sus soldados, y al amanecer la ciudad estaba convertida
en un campamento. La artillería llenaba las calles; inmensas masas de
soldados se reconcentraban hacia el centro de la ciudad. A las once de
la mañana, los sorprendidos habitantes se vieron rodeados por un
ejército de 45.000 hombres. Dragomiroff apareció en su coche, y entre
los hurras del pueblo recorrió la línea de tropas; después de lo cual se
retiró, ordenando la dislocación de éstas y enviando al emperador el
parte siguiente: «Reconcentradas las tropas de mi mando y no habiendo
encontrado al enemigo, he dispuesto que ganen sus cuarteles. El gasto
originado es de 140.000 rublos. Dragomiroff.» Pero ni esto ni nada ha
podido curar al imperial perseguido de su miedo sin límites.
¿Cuál ha sido el resultado de todo esto? Bien a la vista está en el
dolorosísimo final que ha tenido la dinastía de los Romanoff con el
horrible asesinato del Zar y toda su familia. Sobre sus cabezas, como
sobre las de los reyes y nobles del tiempo de la Revolución francesa, ha
caído el peso del karma acumulado durante siglos de servidumbre y
miseria, tanto moral como física.
Un culto espiritista sevillano, D. Joaquín Julio Fernández, decía no ha mucho en la revista Luz y Unión, de Barcelona, al darnos sus sugestivas impresiones sobre Rusia: «A estas horas ya sabrán nuestros lectores los luctuosos sucesos
últimamente desarrollados en Rusia. Las muchedumbres misérrimas,
sedientas de justicia, acudieron al palacio de Nicolás II en demanda de pan y libertad;
y cuando los obreros desnudos, cuando los esclavos paupérrimos
esperaban palabras de amor, bálsamo de fraternidad, las tropas
idiotizadas y embrutecidas por la mecánica obediencia, descargaron a
boca de jarro sus fusiles sobre la muchedumbre indefensa. La sangre divina manchó la blancura de la nieve.
»No sé lo que dirán los espiritistas con respecto a estos hechos. Tal vez absortos en las pequeñeces de luchas bizantinas, en las puerilidades vanas de la mediumnidad andante, no den a la revolución rusa toda la importancia que en sí tiene. Y, sin. embargo, el movimiento ruso, más bien que obra de los hombres, es la obra de los espíritus.
Han precedido al actual movimiento sucesos y agüeros de una importancia
bien visible, en particular el que en Julio de 1904 refiere Le Rappel.
Es el siguiente: Mlle. Zenobie Gatzky, de Galitzia, estudiante en la
Universidad de Kiew, con la ayuda de un metal radioactivo, presentó al
Zar la macabra visión de Puerto—Arturo en ruinas y la flota destruida.
Pudiera, en el orden de la maravilloso positivo, citar muchos
más hechos comprobativos de mi tesis, pero los reservo para más oportuna
ocasión. Ahora me limitaré a señalar en el orden doctrinal o de ideas,
lo visible que es en la revolución rusa la influencia de los espíritus.
»En el momento en que esto escribo, el movimiento revolucionario ruso
aún no ha triunfad o material mente; es más, apenas ha salido de la
cuna. Desentrañar las ideas o doctrinas de que está saturado, es
imposible; sólo se puede presentar algunos conceptos sugestivos apoyados
en hechos más o menos bien estudiados. Estos conceptos es la opinión
que a mí e merece la revolución rusa, religiosa, política, económica y
socialmente considerada.
»Porque puede la Prensa reporteril e informativa quitar importancia a
la obra de los proletarios rusos, pueden dejar reducida su labor a
vanas puerilidades; los hombres imparciales sabemos a qué atenernos. El
movimiento revolucionario ruso va más lejos de lo que algunos creen; es
la aspiración (todavía no es realidad) de una transformación religiosa,
política, económica y social, transformación que no podía encontrar para
su desarrollo sitio más abonado que Rusia.
»Hay cosas providenciales en la Historia, como hay cosas
providenciales en la Naturaleza. No en balde se ha dicho que la Historia
es una teodicea. La honda transformación que el mundo necesita no podía
desenvolverse en otro terreno que en Rusia. La Europa vieja, prostituta
encenegada en todos los vicios y todas las concupiscencias; la Europa,
asquerosa cloaca de inmundo y fétido cieno, no podía ser campo a
propósito para que fructificara en ella la semilla de los Gapony,
Tolstoy y Máximo Gorki. Para eso se necesitaba condiciones de bondad y
candorosa sencillez que en Rusia sobran y en el resto de Europa faltan.
Porque Rusia no representará como Inglaterra la Verdad (Ciencia). ni
como España la Belleza (Arte); pero en cambio representa la Bondad
(Moral). Rusia, donde el espiritualismo idealista ha echado hondas
raíces, tiene abnegación, virtud, espíritu de sacrificio; el resto de
Europa, infestado por, el positivismo plutocrático, es un vil conjunto de tigres que se devoran entre abrazos y caricias.
¿Qué es hoy ese mismo París, que se reputa por cerebro del mundo? Un
asqueroso montón de inmundicias. Desde el asunto de Panamá, pasando por
el proceso Dreyfus y el Syvetan, todo son escándalos y vergüenzas, y en
el orden de alta política internacional, sabido es que la República
francesa ha protegido todas las tiranías de España y Rusia. En cambio,
San Petersburgo, ese San Petersburgo por cuyas nevadas calles corre
ahora mismo la sangre del pueblo, es, o sólo la residencia de déspotas y
tiranos, sino también la de obreros espiritualistas que mueren por el
ideal. El actual movimiento sólo en Rusia podía desarrollarse. ¡Qué
razón tienen los que dicen que es la Historia una teodicea!...
»La revolución rusa, en el orden religioso, es, a mi modo de ver,
eminentemente espiritista. Vanamente. se dice que Rusia aspira a la
separación de la Iglesia y del Estado; esa será la careta; Rusia, en el
orden religioso, no puede aspirar a la separación de la Iglesia y del
Estado, porque Rusia es culta, inteligente, y sabe que la religión no es un vestido viejo que se arroja lejos cuando no sirve.
»Tiempo es ya de que digamos la verdad. La separación de la Iglesia y
el Estado, tan defendida por los escépticos e indiferentistas modernos,
no puede en manera alguna resolver el problema religioso. El Estado, de
existir con algunos caracteres de bondad (ya se sabe que el Gobierno
nunca puede ser bueno), tiene que integrar en sí toda la satisfacción de
las necesidades, y la primera de estas necesidades es la religión, pues
sin religión, no puede haber sociedad. Si la actual sociedad se
precipita al caos y al desconcierto, es por eso, porque las viejas
religiones han muerto, y aún no se ha dado a conocer el ya encarnado apóstol de la Religión Universal del Porvenir. Existe una religión superior, non—nata, tan adaptada a nuestro siglo, que todos los superhombres
la admitirán (los otros son la turba imbécil, eterna adoradora del
símbolo) y a la cual conducen el Espiritismo, el Ocultismo, el
Orientalismo, el Misticismo, y, sobre todo, la Teosofía. Los dogmas (tal
vez los más principales) de esta nueva religión del porvenir, palpitan
en el fondo del movimiento revolucionario ruso, movimiento esencialmente
panteísta, espiritualista, místico y ocultista. Casi no precisa el
probarlo. Leed las obras de Tolstoy y Gorki, y veréis en ellas esas
grandes ideas que hoy nutren e inspiran la mentalidad colectiva rusa.
»Sólo el panteísmo, el espiritualismo y el misticismo sabiamente ocultado por superhombres
iniciados podían dar por resultado el hermoso y viril movimiento del
pueblo ruso, y sólo el pueblo ruso podía someterse a la sana, hermosa y
benéfica sinarquia trinitaria de los hierofantes iniciados. En
el resto de Europa esto era imposible. Las masas de neófitos profanos
han perdido la fe, y con la fe, la ciencia; y los sacerdotes, laicos o
no, han perdido la razón, y con ella, la conciencia. Como en la India
moderna, los sacerdotes, al prostituirse, han prostituido al pueblo; así
en el resto de Europa, los sacerdotes, con hábitos o no, han matado las
buenas condiciones de los pueblos. Tolstoy, Gorki, Tmguenieff, Herren,
Bakunine, Ogarioff, Kavilin, Dostoyuski, Origorovich, Ostrousky,
Nekrosoff, Kropotkin y Ruskin, nunca engañaron al pueblo ruso; en
cambio, de nuestros grandes hombres del resto de Europa, ¿cuántas otras
cosas no pueden decirse?
»En religión, más que en ninguna otra cosa, hoy hay que ocultar la
verdad a la masa imbécil del populacho, y al decir populacho, conste que
no me refiero a las clases desheredadas de la fortuna, sino a esa
inmensa legión de egos elementales que pertenecen a todas las castas y a todas las sectas. Lo mismo puede haber egos elementales de planos inferiores en los regios salones de un palacio que en el modesto recinto de una choza. Sólo los egos superiores, pertenezcan a la clase que pertenezcan, pueden conocer la verdad religiosa. Y no se me diga que Cristo dijo: Que la luz debla colocarse en el candelero y no bajo el celemín, porque, si Cristo dijo eso, también dijo que no deben echarse margaritas a puercos para que las devoren, y que al que tiene, le será dado más, pero al que no tiene, aun lo que tiene le será guitado. Bien claros están estos versículos y más clara la razón de ellos: con que elijan los que quieren la difusión de la luz. El populacho
(ya saben mis lectores el sentido que doy a esta palabra) no puede
conocer más que lo que debe conocer, pues todo es determinado en la
Naturaleza y en la sociedad. ¿Quién es quien debe dar u ocultar la verdad? Los sacerdotes superhombres. Esto es lo que pasa en Rusia; pero sólo en Rusia.»
Aún es pronto, sin embargo, para juzgar acerca de la revolución rusa.
Su origen germanófilo; sus crímenes y su resistencia a informar en la
Conferencia de la Paz, la condenan a nuestro juicio; pero un contenido
extraño late en ella cual latía tras los horrores de la Revolución
francesa, sin duda; como parece presentir el articulista. No hay que
olvidar, en efecto, las estrechas concomitancias observadas siempre
entre la reacción y la anarquía. Como dice en diferentes lugares H. P.
B., el nihilismo ruso, el fenianismo irlandés y tantas otras
organizaciones anárquicas, semejantes a las que pretenden con mover al
mundo para hacer estériles los frutos de la paz, son eminentemente
reaccionarias, pues nunca van contra la reacción religiosa, sino que,
haciendo caso omiso de ésta, diríase que preparan con sus excesos las
regresiones dictatoriales de las que la Historia nos guarda tantos
ejemplos, uno de los más elocuentes, el de Napoleón tras la Revolución
francesa, pues siempre será verdad aquello de en el medio está la
virtud, como lo está la Justicia en el fiel de la simbólica Balanza o Tau, no en los dos platillos que. son iguales
y se taran respectivamente con pesos muertos que perturban al dicho
fiel, llevándole como un péndulo a derecha e izquierda de su posición de
equilibrio.
Volviendo al estudio del karma individual o colectivo, que es el tema
principal del relato que comentamos, diremos que otro caso de karma
dinástico. es el contenido en la siguiente crónica que, fieles a nuestra
intención de evitar apreciaciones personales nuestras en problemas de
índole tan subjetiva, tomamos de Lumen, revista filosófica, de Tarrasa, bajo el título de «Una maldición»:
«Pocos años después de la coronación del emperador Francisco
José—dice—se preparó, en las provincias italianas que dependían entonces
de Austria, una vasta conspiración, que fué pronto y severamente
sofocada, gracias a la energía que desplegó el Monarca austro-húngaro.
Entre los prisioneros italianos había gran cantidad de jóvenes, a
quienes la Historia denomina «los mártires de Belfford, pertenecientes a
las mejores familias. Después de un corto y obscuro proceso, el
Tribunal militar los condenó a muerte. Honda pena y gran estupor causó
esto en Italia. Reuniéronse muchas damas de la aristocracia de Mantua
y—encabezadas por la ilustre Condesa de Arrivabene— decidieron
trasladarse a Viena a implorar gracia para los delincuentes.
»Llegadas a la capital del Imperio, solicitaron una audiencia de la
emperatriz Elisabeth. En aquellos tiempos— mediados del siglo pasado— no
existía el telégrafo ni ninguno de los rápidos medios de comunicación
de que disponemos actualmente. fácil será comprender, por lo tanto, la
angustia de las damas italianas, sabiendo que era cuestión de muy poco
tiempo la salvación o perdición de sus jóvenes compatriotas. Durante
seis días esperaron en vano una respuesta de la Emperatriz. Al final del
sexto se realizó la tan esperada audiencia. La Condesa de Arrivabene—
arrodillada ante la Emperatriz—habló en nombre de las madres italianas, y
suplicó gracia para aquellos muchachos que habían cometido el crimen de
querer ser libres. Era la majestad del derecho materno ante la majestad
del derecho divino. La Emperatriz sonreía dulcemente, y al terminar la
Condesa de hacer su exposición murmuró con voz suave:
—Señora: las personas para quienes imploráis gracia... han muerto.
Al escuchar esas palabras, la Condesa se puso en pie, y con voz reposadamente trágica exclamó:
—Señora: en nombre de todas las madres de Italia, ¡maldita sea la casa de Hausburgo!.
«Hay ciertos hechos, continúa el articulista, cuya explicación parece
estar vedada a la razón humana: sólo la fantasía suele entrever
misteriosas correlaciones entre pequeñas causas y grandes efectos,
independientes, al parecer, de aquéllas. Nosotros estamos libres del
yugo de la superstición y sonreímos ante el temor del vulgo a las
maldiciones. Con todo... la extraña brutalidad de los acontecimientos
nos obliga a veces a detener el pensamiento frente a los sucesos que
estamos habituados a llamar Acaso o Fatalidad…
»Hace pocos años, en efecto, el mundo político fué con movido por la
noticia del asesinato de los príncipes herederos del trono de
Austria—Hungría. Si leemos la historia contemporánea de ese Imperio,
quedamos perplejos ante las desventuras que parecen ensañarse con la
casa de Hausburgo, que desde tanto tiempo está en el poder.
»Después de sofocada la conspiración italiana, emprendió el Austria
la desastrosa invasión a Méjico, en 1864. Maximiliano, hermano del
Emperador Francisco José, fué coronado emperador, pero tres años
después, vencido y hecho prisionero, era fusilado el Querétaro.
»La princesa Carlota—esposa de Maximiliano—murió loca.
»Rodolfo, hijo de Francisco José y de Elisabeth, fué misteriosamente asesinado en Mayerling.
«El archiduque Salvador—hijo de Leopoldo II—, también de la casa de
Hausburgo, tomó en 1889 el nombre de Juan Orth, y desde 1891, no se supo
más de él.
»La duquesa de Alençon—hermana de la emperatriz Elisabeth—pereció quemada viva
en el incendio del Bazar de Caridad, en París. Poco después, la misma
Elisabeth—en cuyos oídos resonó la maldición de la Condesa de
Arrivabene— pereció bajo el puñal de Luchessi, en Génova.
»Difícil sería enumerar todas las otras desgracias que han caído
sobre la casa Hausburgo. Bástenos decir que muchos de los miembros que
no han encontrado una muerte trágica, han sido víctimas de largas y
crueles dolencias. Por último, ¿quién no imagina el horrible sufrimiento
del Emperador, jefe de la casa maldecida, al ver caer en derredor suyo
tantos seres queridos? Diríase que un verdugo invisible los va
asesinando moralmente, inexorablemente, lentamente.»
He aquí, en fin, más pruebas de Extraños destinos familiares, según vemos en la misma publicación, y cuya lista podría ampliarse.
Nadie ignora las persecuciones de que han sido objeto en América algunos trusts, entre los que se cuenta el trust del azúcar.
Ahora bien: Mr. Gustavo E. Kissel, que formó parte durante varios años del trust del azúcar, en calidad de agente financiero secreto, murió en el hospital presbiteriano de Nuewa—York.
El hecho, vulgar en sí, adquiere un interés enteramente particular si
se considera que marca el punto culminante de una sucesión de
escándalos políticos y financieros y de muertes violentas que se
relacionan con la existencia del célebre trust.
En efecto; en el curso de los últimos cinco años, o sea desde el día
en que sus operaciones se hicieron públicas, siete individuos que habían
pertenecido a dicha organización han muerto súbitamente o se han
suicidado. Ellos son:
Míster Henry O. Hovemeyer, fallecido súbitamente;
Míster H. Pomeroy, fallecido súbitamente;
Míster Michael Cordoza, fallecido súbitamente;
Míster Nothan Guildford, fallecido súbitamente;
Míster frank Hippie, suicidado;
Míster George F. Graham, suicidado.
A esta fúnebre lista hay que agregar el nombre de Clara Bloodgood,
que se suicidó en Baltimore, hace dos años, cuyo primer marido
pertenecía a la familia Hovemeyer.
Esta familia ha sido, por lo demás, particularmente probada; porque,
fuera de la muerte de Mr. Henry Hovemeyer y del suicidio de Clara
Bloodgood, otros siete miembros de ella han sido víctimas de la
fatalidad. Que cada uno de nosotros repase en su memoria la lista de
tantos como han abusado impíamente de la Humanidad y los hallará al fin
castigados por el karma o Ley de Justicia de las Esferas.
Un caso de karma entre mil que los lectores recordarán en sus propias vidas, veo hoy en un diario chileno:
«Don Amadeo P...., propietario de los alrededores de la aldea
Pichidegua (Santiago de Chile), falleció el día 7 del pasado mes de
Marzo, después de cinco años de penosa enfermedad. De carácter irascible
y misántropo, era mal querido de sus vecinos. En un arrebato de cólera
había prendido fuego a la casa de una pobre familia, dejando a ésta sin
hogar. En otra ocasión incendió también otra vivienda de infelices
campesinos. Estos punibles delitos quedaron sin castigo, como sucede
muchas veces cuando el que los comete es hombre rico y el agraviado no
tiene bienes de fortuna. Llegó, empero, el momento de la expiación. El
señor P. cayó enfermo, y, durante los cinco años que precedieron a su
muerte y que pasó en cama, fué victima de extrañas alucinaciones. Creía
verse a cada instante rodeado de llamas, y llamaba a gritos a sus
sirvientes para que apagasen el fuego que consumía su casa. Despertaba
con frecuencia en las altas horas de la noche, sintiéndose—según
decía—sofocado por el humo que invadía su aposento. Esta singular
obsesión persistió durante los cinco años que duró la enfermedad que lo
llevó hace pocos días al sepulcro.—J. R. Ballesteros.»
Con cargo a la inacabable lista kármica de los suicidios misteriosos, póngase el siguiente, de hace bien poco tiempo:
«Hace algunas semanas, Mauricio Sasportes, número 1 de la Escuela
Politécnica, se suicidó en Alger, a consecuencia de una reprimenda que
le dirigió su padre. Este último, judas Sasportes, fué presa de gran
remordimiento, y se suicidó ayer. La familia del suicida telegrafió el
fatal acontecimiento a Ellas Sasportes, ingeniero de artillería naval
con el grado de comandante, que se hallaba de guarnición en Tolón; y
Elías anunció que se ponía en camino y tomó pasaje ayer en Marsella, a
bordo del Maréchal Bugeaud, que se hacía a la mar para Alger.
Un radiotelegrama expedido al mediodía de hoy por el capitán de a bordo,
anunciaba que un pasajero de primera clase se había suicidado durante
la travesía y éste era Elias Sasportes, el hermano de Judas y el tío de
Mauricio. Al embarcarse en Marsella parecía abrumado por el dolor.
Durante la primera parte de la travesía, habló poco; mientras la cena
reconoció a uno de sus camaradas de promoción, y después de conversar un
buen rato con él, le dió cuenta de sus pesares. Esta mañana, a eso de
las siete, el camarero le preguntó si quería desayunarse, y Elías le
contestó que no tenía apetito. A las nueve volvió el camarero a ponerse a
las órdenes del pasajero, y advirtió que éste se había ahorcado,
colgándose del cuello, por medio de una correa, del soporte de las
cortinillas de las literas.»
Tal es la noticia lúgubre que da Le Journal.
No es cosa nueva; pues harto se sabe que como hay familias de
artistas, de locos y de degenerados, así las hay de suicidas; pero ello
no obsta para que en unos y otros casos se ofrezca a nuestra reflexión
mismo interrogante.
¿Por qué esa especie de fatalidad que pesa sobre determinadas personas, arrastrándolas invenciblemente por fatales derroteros?
Ha poco publicaba Lumen un artículo titulado «La hora
fatal», en el que daba cuenta de una familia que se extinguió a la misma
hora, aunque en años diferentes; hoy recogemos la noticia que antecede,
que participa también la extinción de otra familia, de una idéntica
manera. De «coincidencias» parecidas pudieran citarse a granel los
casos. Una fatalidad igual entraña la siguiente noticia que leemos en la
Prensa:
«Málaga, 24 de Mayo».—El contratista de las obras del cementerio, que
anteanoche asesinó al conserje del mismo e hirió gravemente al
capellán, se ha suicidado esta madrugada en el calabozo de la cárcel.
Para llevar a efecto su resolución hizo tiras las sábanas, formando una
cuerda que ató a los hierros de la reja, dejándose colgar al exterior
después de pasar un nudo corredizo por su garganta.
Cuando el vigilante lo advirtió ya estaba ahorcado.
Se comenta el trágico suceso, que ha tenido idéntico epílogo que el
ocurrido hace dos años en el cementerio de San Rafael, donde el conserje
asesinó también al capellán, ahorcándose después en la prisión.
¿Puede esto atribuirse al azar, o hay que ver en ello el cumplimiento
de una ley, la ley kármica de los teósofos? Nosotros nos inclinamos por
lo último.
No. El azar, la casualidad no existe más que en nuestro ignorante
escepticismo. Todo en el Universo es Juego de Causas cuyo organismo no
llegamos a abarcar, y hay por encima de nuestras cabezas pecadoras una
Ley de Justicia Trascendente que determina una reacción fatal a cada una
de nuestras libres acciones, para el bien como para el mal. El
simbólico Dios—Karma de Oriente, no es pues si no esa sublime y absoluta
Ley que empezó al manifestarse una vez más la Divinidad Abstracta
emanando de Sí al Universo y que no terminará sino con el último día de
los tiempos en el que todo lo manifestado sea reabsorbido en el Seno de
lo Absoluto de donde emanó.
En cuanto al procedimiento, en fin, empleado por el shamano, del
relato que comentamos, véase cómo, por el hipnotismo, se descubre a los
criminales en Abisinia, según una revista italiana:
«El ingeniero Ilg, ministro de Negocios extranjeros del emperador
Menelik, ha dado a Neue Züricher Zeitung, en una entrevista que con el
director de este periódico ha tenido, muy interesantes detalles acerca
de los hechiceros lobasha, los encargados de descubrir a los criminales
en Abisinia. Los lobasha son niños de doce años a lo más, a quienes se
sume en estado hipnótico, para que, dentro de él, descubran a los
criminales que permanecen ignorados.
»Ilg habla de muchos casos casi increíbles, en los que se han
descubierto a verdaderos criminales, no conocidos de persona alguna. En
un caso de incendio voluntario en Addis—Abeba, el lobasha fué llevado al
lugar del siniestro. Se le dió a beber una copa de leche en la que se
había escanciado un poco de polvo verde y se le hizo fumar una pipa de
tabaco mezclado con un cierto polvo negro. El niño cayó en estado
hipnótico. Al cabo de algunos minutos se irguió y se puso en marcha
hacia Harrar. Estuvo andando diez y seis horas sin detenerse ni revelar
fatiga: los propios andarines de profesión no pudieron seguirle. Una vez
en Harrar, el lobasha abandonó bruscamente el poblado y se dirigió a un
campo. Allí estaba un galla trabajando la tierra. Llegó el sortílego, tocóle la mano, y el galla confesó su crimen.
»Otro caso, personal mente examinado por el emperador Menelik y por
el ingeniero Ilg, fué el de un asesinato seguido de robo, cometido cerca
de Addis—Abeba. El lobasha fué conducido al lugar del crimen y
colocado en un estado psíquico especial. De pronto se irguió, corrió de
una a otra parte durante algún tiempo, y por último se dirigió a
Addis—Abeba, penetró en una iglesia, salió de ella para entrar en otra, y
despertó al ir a cruzar un regato (¿se rompería el encantamiento?) En
vista de este resultado, se hipnotizó de nuevo al niño, y éste reanudó
sus pesquisas, entrando y saliendo de varias casas, hasta quedar parado a
la puerta de una de ellas, en la que despertó de súbito. El propietario
de la casa estaba ausente y se aguardó su regreso. Enterado del objeto
de la visita, negó al principio su crimen, pero habiéndosele hallado en
la habitación algunos objetos que pertenecieron a la víctima, acabó por
confesar su delito.
»El culpable fué llevado ante Menelik, quien le exigió explicara qué
había hecho después de cometer el crimen. Entonces se vió claro que sus
actos correspondían con las peregrinaciones del lobasha. Dijo
que, presa por el remordimiento, había penetrado en dos iglesias, una
tras otra; que luego se había lavado en una corriente de agua, y que,
por último, se había metido en casa. Menelik quiso otro día obtener una
nueva prueba de las facultades de los lobasha. Guardó en su lecho
algunos dijes pertenecientes a la Emperatriz, y fué a buscar uno de los
hechiceros sumiéndole en el sueño hipnótico. El hechicero se dirigió
corriendo como una flecha a los departamentos de la Emperatriz, luego
entró en los de Menelik, de aquí pasó a distintas estancias, y por
último fué a reclinarse sobre el lecho del propio Emperador. Era lo
mismo que Menetik había ejecutado.
»Ilg no explica el por qué de este don maravilloso, que parece ser
patrimonio de esta tribu, o mejor, de una raza especial, cuyos miembros
están desparramados por toda Abisinia. Recuérdese que un sistema
parecido tenían los egipcios de hace cuatro mil años para descubrir a
sus criminales.» En realidad, no se conoce a otros que a los egipcios de
hace cuarenta siglos que hayan practicado esta especie de adivinación,
hoy reproducida experimentalmente por Pikmann y algunos otros leedores
del pensamiento».
«El conocido antropólogo Tylor, y el misionero Rowley hablan de otras
tribus del centro del Africa en las que también hay lobashas que obran
de un modo poco diferente a los de Etiopía. Algo semejante sucede en el
Thibet, donde el lama se sirve de una pequeña mesa, sobre la
que pone sus manos, para que aquélla le guíe adonde se encuentre el
criminal. El ruso Tscherpanoff, entre otros, ha dado una reseña
detallada de uno de estos hechos, del que fué testigo presencial. John
Bell había dicho, a principios del siglo XVIII, que ese sistema estaba
en uso en Asia, sólo que, en el caso por él referido, el lama se sirvió
de un banco de madera, y no de una mesa. En Ceylán no se sirven de banco
ni de mesa, sino de una nuez de coco. Los éxitos de Joaquín Aymar, que
en el Delfinado y en Lyon, a fines del siglo, VIII, descubría a los
criminales por medio de la varita mágica, son hechos sobrado conocidos
para que tengan que referirse. Y en nuestros días no faltan sonámbulos
que serían capaces de hacer lo propio, si la docta superstición contra
los fenómenos supranormales, y el haberse. entregado la mayor parte de
tales sujetos a vicios y corruptelas diversas, no dieran al traste con
todo buen propósito, haciendo casi imposible todo conato de ensayo.»
Una dama de México envió a la revista Lumen la narración siguiente:
«Mi hermano tenía en el Yucatán, cerca de Mérida, en donde
acostumbraba pasar algunas temporadas, un establecimiento agrícola
confiado a la dirección de un capataz. Un día de los en que se
encontraba allí se sintió gravemente indispuesto y me mandó a llamar,
así como a mi marido y a nuestro hermano Pedro. Viendo su fin próximo,
nos designó un cajón de su mesa—despacho, donde hallaríamos su
testamento, su dinero y las joyas de familia. Cuando volvimos a verle al
día siguiente, nos enteramos de que había muerto durante la noche.
Pedro, a quien el difunto había constituído en su ejecutor
testamentario, se fué al escritorio y abrió el consabido cajón para
poner a recaudo su contenido, y lo halló completamente vacío. Como
ningún extraño pudo haber estado allí, se llamó al capataz y a su esposa
para interrogarles. Ambos afirmaron que ignoraban por completo el
paradero de los objetos porque se les preguntaba. Pedro les dijo
entonces:
¿Juraríais en presencia del cadáver de vuestro amo lo que acabáis de jurar aquí?
Lo juraríamos.
Hecha la prueba, juraron, en efecto, no saber nada de lo que motivaba
la pesquisa; pero, apenas hubieran jurado, palidecieron y tuvieron que
apoyarse contra la pared. Acababan de ver a su amo erguido, con los
brazos cruzados sobre el pecho y lanzándoles una mirada de fuego junto
al lecho donde yacía el cadáver.
—¿Lo veis?—exclamó Pedro—; ¡es vuestro propio amo quien os acusa!
Aterrorizado el capataz, se echó de rodillas e indicó dónde había ocultado los objetos.
En el instante se desvaneció la aparición.»
El conocidísimo drama del Duque de Rivas, Don Álvaro o la fuerza del sino,
es una excelente pintura del terrible poder de la fatalidad, cuando el
karma de la persona ha cristalizado ya, haciéndose inexorable,
Tras la tragedia que acabó con el poderoso Imperio inca, en la que
fueron sucesiva y kármicamente asesinados el príncipe Huascar por su
hermano el inca Atahualpa, éste por Pizarra, Pizarro por Almagro, Al
magro por los partidarios de Pizarra, etc., etc., viene estotra tragedia
del gallardo y valeroso Don Álvaro, a quien el hado persigue del modo
más cruel, acaso por su materna sangre inca; acaso porque en brazos del
amor descuidó el deber de redimir a sus padres...
Recordemos sumariamente el argumento dela obra del Duque de Rivas.
El Virrey del Perú, en su ansia de grandezas, pretende hacerse
coronar Emperador de los incas, casándose con la última heredera del tal
linaje; pero, sorprendida la conspiración, es encarcelado el matrimonio
por orden del Rey Felipe. En el cautiverio nace aquel Don Álvaro,
quien, llegado a la juventud, pasa a España para gestionar el indulto de
la prisión perpetua en la que gimen sus padres. Llega a Sevilla, y se
enamora de Leonor de Vargas, hija del Marqués de Calatrava. El prócer se
opone a este amor porque terne que el galán no sea sino un advenedizo
indigno de enlazar con sus blasones. Los amantes, entonces, preparan la
fuga para celebrar en el acto sus desposorios; pero en el momento de ir a
realizar ésta se ven sorprendido por el Marqués, ante quien se
desarrolla una escena parecida a la del Tenorio con el Comendador en el
también célebre drama de Zorrilla.
Don Álvaro se quiere entregar inerme a la discreción del Marqués para
que le castigue a su albedrío; pero en el momento de arrojar la pistola
con la que se defendiera, se dispara ésta al caer sobre la mesa, y el
tiro hiere al Marqués, quien al morir maldice a su hija…
En la jornada segunda aparece un figón de Hornachuelas, villa
inmediata al aislado y célebre Monasterio de los Ángeles. Al figón ha
llegado disfrazada Leonor, la infeliz amante, quien trata de buscar un
retiro en las fragosidades entre las que se asienta el Monasterio. El
guardián de éste la recibe paternal mente y la conduce a una solitaria
ermita vecina al convento de los Ángeles y antes ocupada por otra santa
penitente. Allí queda, pues, confinada Doña Leonor, sin que persona
alguna pueda llegar a aquel retiro, bajo pena de excomunión. Diariamente
se le lleva la frugal comida, y sólo puede hacer sonar la campanita en
caso de suprema necesidad. ¿Quién pensaría que hasta allí mismo la había
de perseguir el hado fatal?
Y, sin embargo, al cabo de dos años de horrible penitencia, el karma
llegá hasta allí. Es el caso, en efecto, que Don Carlos de Vargas,
hermano de Leonor, se ha lanzado en persecución del involuntario asesino
de su padre y supuesto deshonrador de su hermana. Don Alvaro, lleno de
desesperación ante su sino, se ha marchado entretanto, para hacerse
matar en las guerras de Italia, bajo un nombre fingido. Tras de él llega
Don Carlos, y quiere el hado que entrambos rivales, sin conocerse, se
salven recíprocamente la vida. Pero la fatalidad hace, al fin que,
apenas convalecido Don Alvaro bajo los solícitos cuidados de Don Carlos,
su salvador, éste averigüe casualmente por un retrato que cae de la
maleta de Don Alvaro, que éste no es sino el hombre a quien busca para
matarle. Inútiles son las razones que éste emplea para protestar de su
inocencia y pureza de intención. Ciego Don Carlos por el prejuicio de la
época, desafía a Don Alvaro y es muerto por él.
Horrorizado Don Alvaro ante su concatenada desgracia, no puede más y
se retira a un convento. ¡La fatalidad le trae así, por la mano, al
propio convento de los Angeles, cerca del cual vegeta en santa soledad,
desde hace años, y sin ser conocida de nadie más que del Padre Guardián,
Leonor, el amor de sus amores!
Pero aún hay más. Don Alvaro, después de llevar varios años de vida
ejemplar en el convento, recibe cierto dia una extraña visita: ¡Nada
menos que la de Don Alfonso, el otro hermano de Doña Leonor, quien,
sabedor, al fin, del retiro de Don Alvaro, después de haberle buscado
inútilmente en Italia y América, viene a matarle aun en su retiro mismo!
Ocurre entonces una tremenda escena entre los dos. Don Alvaro,
santificado por la vida monástica, trata en vano de rechazar la
espantosa tentación, pero el sino vence una vez más. Sin dejar sus
hábitos, Don Alvaro se lanza fuera del monasterio y en horrible
anochecer de tempestad, hiere de muerte a Don Alfonso, igual que antes
al padre y al hermano. El moribundo pide confesión, y a Don Alvaro, por
considerarse en pecado mortal, no se le ocurre otra cosa mejor que
llamar al que él cree solitario y santo varón en su retiro, junto a cuyo
cercado se han batido, para que le absuelva a aquél. ¡Cuál no seria,
pues, su espanto al encontrarse con que el presunto asceta no es sino su
Leonor, horriblemente desfigurada por sus años de aislamiento! Leonor
reconoce a su hermano; llega a socorrer le amorosa, pero éste, al
reconocerla, en un supremo esfuerzo, le clava su puñal vengador, cayendo
juntos los dos en el seno de la muerte, mientras que Don Alvaro,
juguete de tan concatenada serie de desdichas, se precipita en el
abismo, concluyendo con ello aquí abajo aquel funesto influjo de la
fatalidad inexorable...
Al hermoso drama del Duque de Rivas sólo cabe hacer un comentario
relacionado con el tema de este epígrafe: cierto que se trata de una
concepción poética, pero, ¿no acontecen también casos tales en la vida?
¿No hay familias en la Historia de bien funesto destino? La pregunta
contestad a queda con los pasajes transcriptos al principio y que el
estudio de karma en la Historia y la experiencia particular de cada uno
de los lectores podría ampliar sin duda alguna. En la literatura
griega, además, tenemos otro monumento de terrible karma en la célebre
tragedia de los Atridas y otras cuyo argumento también deberíamos
reproducir aquí.
Hagamos ya punto final en estas sugestivas materias, tras las que
están todas las Religiones, todo el Derecho y toda la Psicología. Ellas,
por si solas, merecerían una biblioteca, con libros cuyas páginas no
serían otras que las de nuestras respectivas experiencias a lo largo de
la vida; ¡esa panoplia valiosísima tomada por todas las armas que nos
han herido, como alguien ha dicho!