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La resurrección de los muertos

La resurrección de los muertos

El «homúnculus» de Paracelso.—La «facies oculta» en todos los

tras sí las puertas.

Las pretensiones de los amigos de la ciencia esotérica de que Paracelso produjo químicamente homúnculos

por medio de ciertas combinaciones alquímicas desconocidas aún, son,

como es natural, calificad as de patrañas. Pero si Paracelso no hizo

homúnculos, otros adeptos de la Magia, si que los desarrollaron no hace

todavía un milenio, y por la misma ley por medio de la cual el biólogo

llama a la vida a sus animáculos, o como el famoso caballero inglés Andrew Crosse de Somersetshire produjo colonias enteras de ácaros...

cosa que le valió la consiguiente persecución como impío... ¿Quién—dice

Bain—es capaz de poner límites a las ocultas posibilidades de la vida?

Numerosísimos son los misterios de las regiones inexploradas de la

Naturaleza, y aun aquellos fenómenos que se tienen por conocidos, tienen

siempre una oculta facies que se desconoce todavía, porque no

hay un solo mineral, una planta sola que haya revelado la última de sus

propiedades a los sabios. ¿Qué es, en efecto, lo que saben los

naturalistas acerca de la naturaleza íntima de los reinos de la

Naturaleza? ¿Cómo pueden estar seguros ellos de que, por cada una de las

propiedades descubiertas, no existan cien otras ocultas en la

naturaleza interna e inexplorada de la planta o de la piedra?

Siempre que Plinio, el naturalista, Eliano y hasta Diodoro Sículo,

atribuyen a alguna planta o mineral una virtud oculta desconocida lle

nuestros botánicos y físicos, procurando con laudable perseverancia

desembarazar la verdad histórica de las exageraciones y fábulas que la

ocultan, sus afirmaciones son rechazadas de plano como absurdas.

Desde tiempo inmemorial ha sido objeto de las especulaciones

científicas el averiguar la verdadera naturaleza del llamado principio

vital. La ciencia exacta conoce solamente cinco poderes de la naturaleza; el cabalista conoce siete,

y en estos dos adicionales e ignotos se encierra todo el misterio de la

vida. Uno de éstos es el espíritu inmortal, cuyo reflejo está unido de

un modo invisible hasta con la materia inorgánica. En cuanto al otro,

dejaremos a cada cual que la descubra por sí mismo. El profesor José De

Compte en su Correlación de la fuerza vital con las fuerzas físicas y químicas, se pregunta cuál sea la nota diferencial entre el organismo vivo y el muerto, contestándose: «¡Ninguna!

Todas las fuerzas químicas y físicas, sacadas del depósito común de la

Naturaleza y encerradas en el organismo viviente, parecen existir

todavía en el muerto, aunque ellas van desapareciendo a medida que

avanza la descomposición. Y, sin embargo, ¿cuál es la índole de esta

diferencia, expresada en fórmulas de la ciencia positiva? ¿Qué es aquello que se ha ido y dónde es donde se ha ido ello? Hay algo aquí, en efecto, que la ciencia no ha podido todavía comprender, y la pérdida de este algo es precisamente lo que acaece en el momento de la muerte y lo que constituye, en su más elevado sentido la fuerza vital.»

Por imposible que parezca a la ciencia el encontrar y explicar la Vida,tal

misterio es un misterio a medias, no solamente para los grandes adeptos

y videntes, sino hasta para los creyentes sinceros en un mundo

espiritual..., infalible intuición con la cual nada tiene que ver la

razón fría. Por más que se contradigan entre si los dogmas erróneos

inventados por el hombre, la verdad permanece una, y no existe religión

alguna, sea cristiana o pagana, que no esté firmemente asentada sobre la

roca de los siglos: Dios y el Espíritu inmortal del hombre.

Todo animal está más o menos dotado de la facultad de percibir, sino

los espíritus, por lo menos algo que por ahora es invisible para la

generalidad de los hombres y que únicamente puede ser visto por una

clarividente. Hemos hecho centenares de experimentos con gatos, perros,

monos, y una vez con un tigre domesticado. El espejo redondo, conocido

por el «cristal mágico» fué fuertemente mesmerizado por un señor hindú

que antes habitaba en Dindigul y que hoy reside apartado en su retiro de

los Gates Occidentales. Dicho señor, a la manera de los antiguos marsos y psias, encantadores de serpientes, tenia domesticado un tigre de Malabar. El animal se hallaba como sumido en una modorra

crónica. Inofensivo y manso como un perro, los niños hacían con él toda

clase de travesuras, pero cada vez que se le obligaba a mirar en el

espejo mágico”, el pobre bicho entraba en un estado de extraordinaria

excitación. Sus ojos expresaban entonces el más vivo terror humano.

Incapaz de poder apartar la vista del espejo y fascinado, temblaba ante

la vista de algo desconocido para nosotros, y cuando se le retiraba

éste, quedaba aturdido y postrado durante unas horas. ¿Qué imagen

fantástica de su propio mundo animal e invisible podía ver en el espejo, para sentir tamaños terrores? Nadie puede decirlo, excepto quizá aquel sér que producía la escena.

El mismo efecto observé también con un sirio, semicristiano y semigentil de Kumankulam, reputado como hechicero.

Estábamos reunidos siete hombres y dos mujeres, una de éstas natural

del país. Cerca de nosotros estaba un cachorro de tigre entretenido con

un hueso, y un wanderoo o mono—león, personificación de la

malicia, con su negro pelaje, sus patillas y perilla blanca como la

nieve y sus ojuelos chispeantes y ladinos. Había, por último, una

hermosa y d orada oropéndola atusándose su cola con el pico en forma de

percha, junto a la ventana. En la India, tales sesiones, que podríamos

llamar «espiritistas», no precisan realizarse a obscuras, como entre los

europeos, ni otra cosa que un silencio perfecto y una buena armonía

entre los circunstantes. La luz penetraba a torrentes por las puertas y

ventanas abiertas, mientras que un lejano murmullo de vida procedente de

la selva vecina, nos enviaba los ecos de miríadas de insectos, pájaros y

cuadrúpedos. Rodeadas todas las fachadas por un hermoso jardín, veíamos

afuera los rojos racimos de la eritrina o árbol del coral¡ respirábamos

la fragancia de árboles y arbustos y de las flores de las begonias

cuyos blancos pétalos vibraban acariciados por una suave brisa. En una

palabra, estábamos rodeados de luz, de harmonía y de perfumes, y la

amplia estancia aquella estaba llena de diversas flores y arbustos de

los consagrados a los dioses del país, sin fallar por supuesto, la suave

albahaca, la flor de Vishnú sin la cual no puede celebrarse en Bengala

ninguna ceremonia de culto, y las ramas de la Ficu sreligiosa,

árbol dedicado a la misma resplandeciente deidad y entre cuyas hojas

veíanse mezcladas las sonrosadas flores del loto y de la tuberosa.

Mientras un faquir, verdaderamente santo, pero muy sucio, permanecía

sumido en sus contemplaciones y se operaban en su torno diversas

maravillas bajo la dirección de su voluntad, el mono y el pájaro estaban

tan tranquilos. Sólo el tigre temblaba visiblemente y miraba con recelo

entorno de la estancia, como si sus verdes ojos fosfóricos siguiesen a

algún sér invisible que discurriese por ésta. Pronto el mono quedó

también acurrucado e inmóvil, perdida su habitual vivacidad, y al caer

junto a él una flor azulada de las varias que flotaban por el aire como

movidas por manos invisibles, experimentó tal sobresalto nervioso que

fué a refugiarse bajo el traje de su amo. Oíase aquí y allí un como

ruido de alas invisibles y caían en torno nuestro flores arrojadas por

alguien a quien no veíamos. Finalmente, como alguien se quejase de

calor, fuimos bien pronto obsequiados también con un finísimo y

perfumado rocío refrescante que al caer sobre nosotros nos producía una

sensación de felicidad inexplicable.

Cuando el faquir hubo terminado su exhibición de magia blanca,

el brujo o conjurador se preparó a su vez para operar una de esas

series de maravillas que las relaciones de los viajeros han hecho

familiares al público, mostrando, entre otras cosas, el hecho de que los

animales poseen naturalmente la clarividencia y hasta la facultad de

distinguir los buenos espíritus de los malos. Todos los actos del

hechicero fueron precedidos por fumigaciones de substancias resinosas,

mientras que el tigre, el mono y el pájaro daban muestras de un terror

indescriptible...

Hechos como el referido no son nada en comparación de los que los

juglares de profesión ejercitan. Ibn Batuta, el gran viajero árabe,

cuenta Jo siguiente: «Asistiendo a una gran fiesta dada en la corte del

virrey de Khansa, éste hizo venir a un juglar el cual invitado a

realizar alguna de sus maravillas cogió una bola de madera agujereada de

la que pendían largas correas y que fué lanzada por el juglar al

espacio, subiendo tan alta que la perdimos de vista igualmente que a la

correa salvo su parte inferior que quedó en manos del encantador.

Seguidamente éste ordenó a uno de los chicos que le ayudaban que trepase

correa arriba, como lo realizó hasta que le perdimos de vista también.

Momentos después, llamóle el hechicero por tres veces al muchacho, y

como no recibiese de el respuesta, se mostró iracundo; empuñó su

cuchillo y desapareció del mismo modo trepando por la correa. Al poco

rato empezamos aterrorizados a ver caer despedazados y uno a uno los

miembros del muchacho y, en fin, su ensangrentada cabeza. El

juglar descendió detrás enardecido y jadeante, con sus vestidos

ensangrentados, prosternóse después ante el emir. Éste pareció como

darle órdenes, por virtud de los cuales, sin duda, el hechicero empezó a

recoger y a ajustar unos miembros con otros. Dió después una patada en

el suelo, y al punto se enderezó sano y bueno el chiquillo...Wallah, le

dijo el jaique que estaba a mi lado. Aquí no ha pasado nada realmente:

¡todo ha sido una mera farsa!»

¿Y quién duda de que todo aquello era una efectiva farsa; una ilusión o maya

como dicen los hindúes? Pero cuando puede obligarse a que un corro de

diez mil personas, sufran a un tiempo semejante ilusión colectiva

durante el público espectáculo, los medios por los cuales puede

determinarse en aquéllos ilusión tan asombrosa bien merecen llamar la

atención de la ciencia. Cuando por medio de una magia tal un

hombre que está en presencia vuestra, en una habitación cuyas puertas

habéis cerrado y cuyas llaves tenéis en la mano, desaparece súbitamente

cual relámpago y sin verle por parte alguna, oís su voz proviniendo de

diversos sitios del aposento y que se ríe de vuestra perplejidad,

seguramente que un arte tal no es indigno del estudio de físicos tan escépticos como Carpenter o Huxley.

Lo que el moro Ibu Batuta vió en China allá por el año de 1348, lo

vió igualmente en Batavia hacia 1670 el viajero anglo—holandés Eduardo

Melton, según relata en su Engelsh Edelmans Zeldzaame en Geden Kwaardige Zee en Land Reizen, etc. (Amsterdam, 1702). También se consignan hechos análogos en las célebres Memorias del emperador jahangire, páginas 99 y 102...

El encantador Chibh Chondor, del que antes hablamos, después de una

famosa sesión de la que sugestionó a varias cobras venenosas, terminó su

sesión haciendo pasmosos experimentos sobre objetos inanimados. Con

unos simples pases que hizo con las manos en dirección del objeto sobre

el que quería actuar, y, sin moverse de su sitio, apagaba o disminuía el

brillo de las luces más apartadas de la habitación; hacía que bailasen

los muebles, incluso los mismos divanes en los que estábamos sentados;

abría y cerraba a distancia las puertas... Viendo de repente que un

hindú estaba sacando agua del pozo del jardín, dió un pase en aquella

dirección y la cuerda se detuvo súbitamente en su descenso resistiendo

cuantos esfuerzos realizara en contrario el asombrado jardinero. Dió

otro pase al punto el encantador y la cuerda tornó a bajar. Entonces

preguntéle a Chibh Chondor:

¿Empleáis iguales medios con los objetos inanimados que con los seres vivientes?

Yo no tengo más que un medio—contestóme— que es la voluntad. El

hombre es una síntesis suprema de todas las fuerzas materia les e

intelectuales y debe dominarlas todas. Un brahmán no podría deciros más

que esto...

Desechando toda idea de milagro ante semejantes fenómenos,

quisiéramos ahora preguntar: ¿qué objeción lógica puede aducirse contra

la pretensión de que muchos taumaturgos han logrado hasta la reanimación

de los muertos? Los faquires llegan, en efecto, aun a decir que es tan

extraordinariamente poderosa la fuerza de voluntad del hombre, que puede

reanimar a un cuerpo aparentemente muerto, obligando a retroceder en su

camino al alma fugitiva que aún no ha roto por completo el hilo que

durante la vida la ha mantenido unida con su cuerpo. Docenas de tales

faquires han permitido el ser enterrados vivos ante millares de

testigos, resucitando algunas semanas después. Y si los faquires poseen

el secreto de semejante proceso artificial, idéntico o análogo al de la

invernación de ciertos animales, ¿por qué no conceder que sus

antecesores, los gimnosofistas y el mismo Apolonio de Tiana, que con

ellos había estudiado en la India, e igualmente Jesús y otros profetas e

iluminados—todos los cuales sabían acerca de los misterios de la vida y

de la muerte mucho más que cualquiera de nuestros hombres de ciencia—,

no podían, como se cuenta, haber resucitado a personas muertas

recientemente Familiarizados completamente con semejante poder, con

aquel algo misterioso que el profesor Le Cante confiesa que la ciencia

aún no ha podido comprender, Elíseo, Jesús, Pablo y Apolonio, ascetas

entusiastas e iniciados sabios bien pudieron, como se dice, hacer volver

a la vida y sin milagro a cualquier hombre que “no estuviese muerto,

sino durmiendo, al tenor de la propia frase de Jesús consignada en el

Evangelio.

Si las moléculas de un cadáver están impregnadas de las fuerzas físicoquímicas del organismo viviente como dice el Manual de Fisiología,

de Hughes Bennet, nada impide el que puedan ser puestas de nuevo en

movimiento desde el instante en que logremos conocer la naturaleza de la

fuerza vital y la manera de dominarla. Para el materialista no habrá

siquiera que hablar de la reinfusión del alma, por lo mismo que ésta no

existe y que el cuerpo es al modo de una máquina vital, una locomotora,

que se pondrá en movimiento en cuanto se le aplique fuerza y que se

detendrá cuando la fuerza falte. Para el teólogo el caso presenta

mayores dificultades, porque en su opinión la muerte rompe el lazo que

unía al cuerpo con el alma y ésta no puede ser devuelta a aquél sino

mediante un milagro, del mismo modo que el recién nacido no puede ser

obligado a reanudar la vida fetal después del parto y una vez cortado el

cordón umbilical que le ligaba con la madre. Pero el filósofo

hermético, manteniéndose entre estos dos enemigos irreconciliables, se

hace dueño de la situación, porque él conoce que el alma es una forma

compuesta de flúido nervioso y de éter cósmico, y sabe cómo la fuerza

vital puede, a vol untad, hacerse activa o latente en tanto que no medie

la destrucción irreparable de algún órgano necesario para la vida..

En el momento de la muerte—dice el filósofo Oetinger en sus Pensamientos acerca del nacimiento y generación de los seres—un

cuerpo, el físico, exuda al otro, el doble astral, por una especie de

fenómeno de ósmosis y a través del cerebro. Luego este último doble

queda cerca de su antigua vestid ura carnal, ligado aún a ella por una

doble atracción física y espiritual, y hasta que dicho lazo se rompa,

puede, en condiciones adecuadas, retornar a su cuerpo físico, reanudando

la vida interrumpida. Esto y no otra cosa es lo que realizamos a diario

durante el sueño; más completamente durante el éxtasis, y de un modo

más sorprendente y admirable bajo el mandato y con el auxilio de un

Adepto hermético. Jámblico declara que la persona dotada de estos

poderes está llena del espíritu de Dios», porque semejante sér, al

dominar así a todos los poderes o espíritus de las más altas esferas, no

es un mortal ya, sino un dios. Por eso San Pablo, en su Epístola a los Corintios, dice que los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas.

Algunas personas tienen la facultad natural y otras la adquirida de disociar el cuerpo interno del externo

a voluntad, haciéndole emprender largos viajes y permitiéndole

aparecerse ante aquellos a quienes así visita. Numerosos son ciertamente

los casos referidos por testigos irreprochables de dobles de

personas a los que han visto y con los que han hablado a cientos de

leguas del punto en que se hallaban los cuerpos físicos de ellos. Si

hemos de creer a Plinio (Historia Natural, VII, c. 52) y a Plutarco (Sobre el daemon de Sócrates,

22), Hermotimus podia a voluntad caer en éxtasis, y entonces su segundo

cuerpo podía encaminarse a cualquier sitio, por distante que estuviese.

Del mismo modo el abate Fretheim, el famoso autor de Steganographie,

en el siglo XVII, podía conversar a distancia con sus amigos por el

solo poder de su vol untad.. Cordanus podía realizar otro tanto. «Cuando

lo hacía—dice el mismo (De Res, Var, V)—, sentía como si se

abriese una puerta y como si yo mismo pasase inmediatamente por ella

dejando mi cuerpo detrás de mí». Otro tanto cuenta Nasse (Zeitschrift für Psychische Aerte, 1820) respecto de Wesermann.

Napier, Osborne, el mayor Lawes, Quenouillet, Nikiforovitch y muchos

otros testigos modernos acreditan cómo los faquires son capaces,

mediante la preparación de una larga dieta y reposo, de poner su cuerpo

en condiciones para poder ser enterrados a seis pies bajo tierra durante

un período de tiempo poco menos que indefinido. Sir Claudio Wade

(Osborne, El campo y la corte de Rundjit Singh, y Braid, On France)

estaba presente en la corte de Rundjit—Singh cuando un faquir estuvo

durante seis semanas enterrado vivo en un ataúd sepultado tres pies bajo

el suelo de la habitación, la cual estaba vigilada día y noche por

cuatro centinelas. «Al volver a abrir el ataúd al cabo de aquel

tiempo—dice Sir Claudio —, vimos dentro una figura metida en un saco de

lino blanco atado con un cordón a la altura de la cabeza. Despojado del

saco el falso cadáver, se procedió a rociarle con agua caliente. Las

piernas y los brazos estaban encogidos y rígidos y la cabeza caída sobre

un hombro cual un verdadero muerto. El médico comprobó que no percibía

pulsación alguna ni el corazón se movía siquiera lo más mínimo, pero que se conservaba todavía algún calor en la región cerebral,

faltando ya en las restantes partes del cuerpo. Friccionóse

enérgicamente éste, se le quitaron los tapones de cera y algodón

colocados en nariz y oídos, frotáronsele los párpados con manteca

clarificad a y, lo que parecía más extraño, se le aplicó una hogaza

caliente de una pulgada de espesor en la coronilla. A la tercera vez que

se le aplicó la torta u hogaza, el cuerpo experimentó violentas

convulsiones, se dilataron las ventanas de la nariz, restablecióse la

respiración y adquirieron su flexibilidad ordinaria las articulaciones,

pero el pulso era todavía muy débil. La lengua¡ untada con grasa,

comenzó a moverse y el paciente habló, reconociendo a los presentes.

Conviene advertir, que además del taponado de nariz y oídos, la lengua

había sido vuelta hacia atrás, de modo que obturase la garganta,

cerrando así todo orificio de entrada al aire atmosférico para evitar,

no sólo la acción de éste sobre los tejidos orgánicos, sino también el

que en él pudiesen depositarse gérmenes de putrefacción, los cuales, al

suspenderse la vitalidad en el organismo, podrían determinar su

descomposición, a la manera que cualquier otra carne expuesta a la

intemperie.»

Existen asimismo localidades en las cuales los faquires se resisten a

ser enterrados vivos, tales como en aquellas de la India meridional,

que están infestadas por las voracísimas hormigas blancas, y no hay

ciertamente faquir, por muy santo que sea, capaz de prestarse a ser así

devorado antes de operarse su resurrección.

Casos como los anteriores, que podrían multiplicarse hasta lo

infinito, colocan a la ciencia ante este embarazoso dilema: o declarar

farsantes a tantos testigos irrecusables o admitir que ello cae dentro

de leyes naturales aún desconocidas. Y si esto sucede con los faquires.

¿por qué no admitir los casos evangélicos de Lázaro, del hijo de la

Shunamita o de la hija de Jairo?

Esto, por otra parte, se relaciona con el problema de la evidencia externa

respecto de la verdadera muerte. Las mejores autoridades médicas

convienen en que no hay seguridad alguna. El Dr, Todd Thomson en su Apéndice a la Ciencia Oculta,

vol. I, dice que ni la inmovilidad del cuerpo, ni el hundimiento de los

ojos, ni la rigidez cadavérica, ni la ausencia de respiración ni de

pulso, pueden tomarse por señales inequívocas de la completa extinción

de la vida. Unicamente la descomposición total puede constituir

irrefragable prueba. Ya en su tiempo Demócrito aseguraba que no existe

signo cierto alguno acerca de la muerte real. (Cornelio Ceso, libro III, c. VI) Plinio ( Hist. Nat.,

I. VII, c. LII) sostenía lo mismo. Asclepíades, ilustre médico, añadía

que la seguridad era aún menor tratándose de mujeres que de hombres.

El Dr. Thomson presenta varios casos notables, tales como el de

Francisco Neville, caballero normando que murió aparentemente dos veces

con grave riesgo de ser enterrado vivo. Lady Russell estuvo así a punto

de ser sepultada en vida, pero mientras que por ella doblaban las

campanas, levantóse diciendo: «—¡Ya es hora de ir a misa! Diemerbroese

menciona el caso de un campesino que no dió la menor señal de vida

durante tres días, pero que resurgió con espanto de todos al ser

descendido a la fosa. En 1836, a un respetable ciudadano de Bruselas le

acaeció lo mismo, y se levantó pidiendo café y periódicos al tiempo de

ir a atornillársele la tapa del ataúd. En la Prensa diaria no es raro

también el tropezar con hechos de esta clase. En los momentos en que

escribimos esto (Abril de 1877), en una carta de Londres a The Times,

de Nueva York, leemos: «Miss Annei Goodale, la actriz, falleció hace

tres semanas, pero ayer mismo no se la había enterrado aún por estar su

cuerpo aun caliente y sus facciones suaves y movibles.»

Los cabalistas dicen que el hombre no está muerto aun después de

enterrado su cuerpo, porque si la Naturaleza en nada procede por saltos,

según la sentencia hermética, la muerte no es repentina jamás, sino

siempre gradual, porque así como es gradual el nacimiento, la muerte lo

es también. Los cristianos ilustrados, al paso que creen implícitamente

en la resurrección de la hija de Jairo y en otros milagros bíblicos, y

que, por otra parte, se indignarían de oírse llamar supersticiosos,

rechazan, despreciativos, casos como el de Apolonio o el de Empédocles,

que son idénticos. Nuestros sabios, al menos, son más lógicos al medir a

unos y otros por el mismo rasero, desde el momento en que no tienen

todavía a la existencia del alma como un hecho científicamente

demostrado por ss dos únicos medios de certeza a saber: la observación y

la experiencia, como si, a más de éstos, no existiesen muchos otros

conocidos o por conocer todavía.

Pero una vez que el alma y el espíritu se han separado por completo

del cuerpo, rompiéndose el último hilo que los une, toda resurrección es

imposible. «Una hoja después de desprendida de la rama ya no vuelve a

adherirse a ella jamás», dice Eliphas Levi; o como dice La Science del Esprits: «La oruga se convierte en mariposa, pero la mariposa no retorna a ser larva.»

La Naturaleza, en efecto, cierra siempre las puertas tras sí a todo

lo que evoluciona hacia adelante. Las formas, pasan; el pensamiento,

permanece; lo accidental, cambia; pero lo esencial perdura y reencarna

en formas nuevas, más perfectas cada día...

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