Prólogo
Prólogo
Plato fuerte es, lector, el que te ofrezco. ¡Unos cuentos macabros,
unas narraciones ocultistas de la Maestra Blavatsky, ante las cuales
palidecen las mayores concepciones del fantástico Hoffmann; las más
densas tenebrosidades de Edgar Poe en el delirium tremens de
sus astrales embriagueces; los casos más extraños e inexplicables, en
fin, coleccionados por la paciencia benedictina de A. Duncker, en su
obra Los vampiros en la literatura alemana; por el arte de León Pineau, en sus Viejos cantos populares escandinavos; por Gregorson Campbell, en sus Superstitions of the Highlands and Islands of Scotland collected entirely from oral sources; por E. Cosquin, en susCuentos populares de la Lorena; por Laisnel de la Salle, en sus Souvenirs du vieux temps; por Daniel Deenay, en su Peasant lore from Gaelic Ireland; por Abbott, en su Macedonian Folklore; por Kassof, en sus Costumbres del nordeste de Rusia; por Friedel, en su Folkore de la Pomerancia y del Tirol; por Williams Ridgeway, en su The earty age of Graece; o, en fin, por nuestros. narradores terroristas, estilo jasé Espronceda y Gustavo Adolfo Bécquer!
En calidad y en cantidad a todos ellos supera el consciente arte
macabro de la excepcional mujer que antes se nos mostró maravillosa
ironista, en Por las grutas y selvas del Indostán, mística aria en su obrita acerca de La Voz del Silencio, y en tomos sucesivos de Comentarios se nos mostrará serena, sabia y archicientífica con sus cinco inmortales libros de Isis sin Velo y La Doctrina Secreta.
Sí, este proteo inabarcable de la principesca Helena Petrovna más
parece un personaje efectivo de algunas de sus espeluznantes
narraciones, que mera cuentista de algo que soñar pudiere en los
delirios de una desbordada imaginación. Sin haber vivido ciertas cosas
de las allí narradas, no se concibe, no, mayor viveza de colorido..., de
ese colorido cárdeno, lívido, clorótico, grisáceo, astral, superhumano
que destiló igualmente que de su pluma, de los pinceles hiperfísicos de
Alberto Durero, el Greco o Goya, vibrando con la misma sonoridad
pavorosa con que vibra el Allegretto de la Séptima Sinfonía, o el Largo e mesto de la Séptima sonata de Beethoven.
El crimen, el prodigio, el absurdo real, el misterio desconcertante,
se dan la mano en estas páginas, entre serias doctrinas científicas y
juegos artísticos de la más fina labor. La ciencia, aquí es
superciencia; el arte, filigrana incomparable; la religión, eco de esas
verdades eternas, perdidas en la exuberancia tropical del mito; la
imaginación, escalpelo; la investigación, ensueño..., todo ese juego de
contrarios, en suma, que dan siempre por su compenetración las
integrales de la vida…, ¡de esta vida que es un eterno morir entre las
olas angustiosas del Mar de la Duda!, ¡de esta vida que, sin tales
misterios, ensueños, absurdos, realismos, virtudes y crímenes, no vale
la pena de ser vivida como se vive un poema, aquel poema de caída, de
lucha y de triunfo que ya adivinó Campoamor, cuando nos dijo:
«Conforme el hombre avanza
de la vida en el áspero camino,
lleva siempre a su lado la esperanza;
mas tiene siempre en frente a su destino...»
Porque el alma de todas estas páginas, que con tanto cariño como
insuficiencias vamos a permitirnos comentar, es el dedo del Dios—Karma;
la huella del Destino; el Talión inexorable de las cosas, frente a la
suprema piedad de los que han transcendido vigorosos las fronteras del
reino del Misterio, rompiendo hercúleos el Velo de Maya o de Isis, para auxiliar desde el más allá de las cosas
a sus pequeñuelos, los hombres, esos hombres que son malos porque son
ignorantes; que son ignorantes porque son egoístas y que son egoístas
porque todavía tienen más de animales que de hombres, por haber
remontado muy pocos peldaños todavía en el sendero evolutivo.
Aquí, en uno de los cuentos, la pasión amorosa, hermanada con la
codicia, asesina, y su asesinato es descubierto por uno de los más
repugnantes experimentos de la magia nativa atlante y tántrica; allá, en
otro de los cuentos, el escepticismo materialista pierde a un pobre
hombre que en su inconsciencia europea respecto de los inauditos
peligros del Ocultismo, cree posible abrir la puerta dantesca del más
allá, ignorando que esta puerta, una vez abierta, jamás pueda ya
cerrársele, y sin comprender que va a llegar por ello al borde mismo de
la más espantosa locura; acullá, unas criaturas inocentes, al modo de
las recientes víctimas españolas de los hechiceros de Gador y la nefasta
bruja de Enriqueta Martí, sufren todos las mortales depredaciones del
vampirismo, mientras que en otras páginas el doble astral de una mujer
del mismo jaez, realiza una histórica venganza política. Y vibran los
intestinos de un buen hombre transformados en cuerdas de violín; o
danzan los espectros de las tumbas con música astral que no es la
dirigida por la batuta de Offembach ni la evocada por la Danza macabra
de Saint—Saens; o se dejan enterrar vivos los faquires; o realizan las
tretas hipnóticas más inconcebibles los juglares; o guían entre nieves a
tristes caravanas polares, verdaderos y efectivos Matusalenes árticos; o
presentan a sus pacientes, igual que los derviches más asquerosos y los shamanos más santos, el espejo mágico de todas las videncias de lo astral, donde se ve lo que quieren dejarnos ver los jinas, y donde ya no quedan en pie ninguna de nuestras nociones tridimensionales de espacio, tiempo, cantidad, materia o fuerza, trastrocadas todas con la facilidad del ensueño, de la fiebre o de la locura...
Y aquí asistimos a las sesiones más tremendas de superespiritismo; y
allá nos vemos envueltos entre sangre en las tinieblas de la mala magia;
y acullá colegimos cómo Empédocles, Jesús, Apolonio de Tiana y todos
los Adeptos, en fin, pueden volver a la vida a los muertos, realizando
el milagro de tornar a ligar el cuerpo astral con el cuerpo físico o el cadáver del así resucitado, al modo de los célebres clientes
de ultratumba del médico dios Esculapio, que volvieron a vivir por
cientos y por miles, hasta que por quejas del dios Plutón le fulminó
Júpiter con uno de sus rayos... Y la teofanía, la telestesia, la
teurgia, la astrología, la alquimia y demás ramas de la Magia jugarán en
unos u otros pasajes narrativos, entre el destapar de la más temible
caja de Pandora que ponga en libertad los demonios de la epilepsia y el
histerismo, las personalidades múltiples, las dislocaciones y
trastrueques sensitivos; los terrores apocalípticos de lo superliminal, y
toda la inabarcable patología de la psiquis, con el consiguiente
aditamento de que, al cerrar, espantados, la fatídica caja, quede dentro
el último de los males quizá: la esperanza de hallar una explicación verdad para tamaño problema y un remedio para patologías tan absurdas como demoníacas.
Porque entre las narraciones de la Maestra y los cuentos macabros de
tantos otros autores media una diferencia esencialísima. Estos los
ensoñaron en sus delirios de inspiración o de neurosis de la que acaso
fueran víctimas, mientras que aquélla, aunque parezca a primera vista lo
contrario, glosó sus argumentos con pleno dominio de sí misma y con un
fin perfecto y conscientemente ocultista, como, al subrayar sus detalles
en nuestros comentarios, iremos viendo en cada caso concreto. Es decir,
que mientras los cuentos, por ejemplo, de Poe, cuentos escritos bajo el
influjo del alcohol, son cuentos que parecen dictados por alguien desde
el astral, ese vedado mundo que Poe había abierto con la ganzúa de la
bebida, los de Helena Petrovna, no son sino fabulitas entretenidas, bajo
cuyo velo encubrió, para que los hallasen después los espíritus
selectos, las enseñanzas más fundamentales del Ocultismo respecto de la
ley del Karma o de causa y efecto; de la de reencarnación, que es lógico
postulado de la divina justicia; de la de los elementales o
criaturas invisibles que reinan soberanos en el mundo emocional como los
microorganismos pululan por legiones en los caldos de cultivo; la ley,
en fin, de la latente divinidad del alma humana aun en el infierno de
sus mayores extravíos; la de la imaginación creadora, que es la
desgraciada clave de la magia; la de la vida humana, en suma, a lo largo
de su peregrinación terrestre, que no es sino el panorama de la eterna
lucha entre los gloriosos destinos del hombre hacia el Ideal, forzando
el paso, como los héroes de todas las leyendas, con la rectitud
energética de su corazón nobilísimo y la espada irresistible del
conocimiento, por entre la diablesca canalla elementaria e invisible que
le combate sin tregua para hacerle zozobrar en su sendero, razón por la
cual se ha dicho en la Biblia que es milicia la vida del hombre sobre
la tierra se ha añadido consoladoramente por Maeterlinck: «Bueno es
recordar a los hombres, que el más humilde de entre ellos tiene poder
bastante, al tenor del divino modelo que en su imaginación se trace,
para constituirse en una elevada personalidad moral, integrada por
iguales partes del Ideal que sustenta y de su propia individualidad que
de este modo engrandece hasta grados inconcebibles.»
Como si hubiese tenido presente, en efecto, la Maestra aquella
sentencia de Magendie, de que «La inteligencia humana, por una extraña
ley, parece como que precisa ejercitarse largo tiempo en el error antes
de que ose acercarse a la verdad», se precia en seguir en todos sus
cuentos las huellas de los necromantes medievales aquellos de las misas
negras; los mitos brujescos con mantequillas de niños asesinados y las
efusiones sacrificiales de sangre de animales y de hombres, para
llevamos con la seducción insensible de la fábula, que es la Verdad con
el ropaje de la Mentira, hasta las más imponentes verdades del
Ocultismo, en cuya altura bien pronto se reciben nuevas luces para el
Derecho Penal; para la Ciencia Médica; para la Sociología; para las
religiones y para las doctrinas del magnetismo, mesmerismo, hipnotismo,
espiritismo, cábala, etc., con arreglo al tan lógico aforismo de Herbert
Spencer, que dice: «Cuando se lanza una hipótesis fecunda sobre un gran
acúmulo de hechos en desorden, este caos antiguo comienza bien pronto a
evolucionar en un orden nuevo y admirable que nos eleva en la senda del
conocimiento y de la virtud.»
Cual de las tinieblas cimerianas y patológicas, por ejemplo, de Edgar
Poe, surge en estas narraciones blavatskianas una nueva luz en el caos
de los hechos ocultos que todos conocemos desde la cuna, donde nuestras
madres, en las noches horribles del invierno, al calor del alegre hogar o
acurrucados entre los cobertores de la cama, nos hacían temblar de
emoción astral cuando nos contaban aquello de «Una vez hubo un rey...»que ha inmortalizado al poeta hindú Rabindranath Tagore, traducido al castellano por el Sr. Jiménez.
En un hermosísimo artículo que tuvo la bondad de dedicarnos el otro
Edgar Poe, no alcohólico, que se llama Emilio Carrére, este gran
escritor nos decía hablando de aquel tan inquietante hombre:
«Este taumaturgo literario me ha cautivado el espíritu. El prólogo de Baudelaire, de la traducción francesa de Historias extraordinarias,
es un profundo estudio crítico y un emocionante acopio de anécdotas.
Nos da, de cuerpo en tero, al Poe pasional, trabajador analítico,
matemático, y hasta al tenebroso borracho que hace eses por las calles
de Nueva York la misma mañana en que El Cuervo era publicado triunfalmente. ¡Oh, aquella trágica embriaguez que abre la puerta de su cerebro excepcional a la visita del Delirium tremens!
Sin embargo, Baudelaire omite un aspecto muy interesante de Edgar Poe,
el soplo de ultratumba que hiela las páginas más hondas y singulares de
este artista del horror.
Las Memorias de Augusto Beldoe, Revelación magnética, Morella, Ligeia y La verdad sobre el caso de Valdemar, atestiguan que Poe era un iniciado en ocultismo.
Las Memorias de Augusto Beldoe es la alucinan te historia de
un hipnotizado. En la época de Poe, la ciencia oficial rechazaba las
prácticas hipnóticas, considerándolas patrañas propias del vulgo. Mesmer
había sido anatematizado por la ortodoxia científica. El pueblo no
comprendía bien las causas, pero se sorprendía ante los efectos. Cual
artes de milagrería, Poe, como era natural, desecha todas las
supersticiones y se apodera del secreto del mesmerismo. Como además de
hombre de ciencia era poeta, la intuición estética le guía. Habla del
magnetismo con la profundidad que pudiera hacerlo un buen médico
moderno. Poe se anticipó ochenta años en el estudio razonado y
científico de este sutil aspecto semipatológico y semimaravilloso. Hay
motivos para creer que el mismo Edgar fué un estudioso magnetizador.
Cuando escribía sus cuentos escalofriantes, aun no se había hablado de espiritismo en Europa; en Metzengerstein y en Guillermo Wilson, se presenta un caso de metempsicosis y de doble personalidad. Para el lector corriente, Poe es una prodigiosa imaginación únicamente. Sin embargo, el caso de Ligeia no se inventa, ni el de Morelas
tampoco, sin poseer, además de la imaginación, una completa
identificación con lo extraterrestre, juntamente con una honda y difícil
cultura ocultista. Claro que es preciso el genio para sentar la audaz
hipótesis de la verdad sobre el caso de Valdemar, el cuento más hermosamente horrible y más original de todas las literaturas.
Poe debió de ser médium; confesaba que oía «voces del cielo, de la
tierra y también del infierno». Baudelaire afirma que para el poeta
americano el alcohol era un puente entre el plano físico y la zona
alucinante del astral, ese «fondo verdoso»
donde se «Siente la fosforecencia de la pesadumbre y el olor de la
tempestad», y que reanudada en un acceso de embriaguez la plática
comenzaba en otra tormenta de alcohol, con unos seres absurdos e
incomprensibles que habitan en aquel ambiente de pesadilla.
En Revelación magnética, la voz del sujeto dormido no es una
voz humana. Por los labios del hombre que despierta del sopor hipnótico
para morir habla el espíritu del misterio. «Aquel hombre dijo sus
últimas palabras desde el fondo de la eterna sombra», exclama Edgar.
¡Maravillosa su voz preñada de ciencia humana o iluminada de
resplandores celestes y acuciada por la intuición que, como una
lamparilla misteriosa, arde en el fondo sin fondo de nuestro sér!
Ligeia la milagrosa, es una incorporación espiritualista de
un prodigioso interés estético. «Nadie muere completamente sino cuando
ha perdido la voluntad de vivir». «Por el poder de esa voluntad, el
hombre se llega a igualar a los ángeles.» Así dice Ligela cuando se desespera ante la idea hórrida y espantable de la muerte... Y después, en el cadáver de lady Rowena, resurge Ligeia en una tremenda, escalofriante suplantación espiritista.
Poe fué un sutil analítico—ved El asesinato de la rue Moigne y La carta robada—; un ingenioso descifrador de enigmas—leed El escarabajo de oro—. Además tuvo el talento de encerrar en una lógica armoniosa lo que pudiéramos llamar la órbita de lo absurdo en El gato negro, ese tremendo gato tuerto y ahorcado, Corazón revelador, El tonel de amontillado y otros muchos de sus cuentos singulares, únicos.
«Poe vino a la tierra a hacer el doloroso aprendizaje del genio entre
las almas inferiores.» Realmente, si fué un genio, fué un hombre
infinitamente desgraciado. La Naturaleza le dotó de una inteligencia
extraordinaria, como compensación de un destino cruel, implacable. La
única tacha que se le puede imputar fué la embriaguez contumaz; pero ¿ha
sido el único poeta borracho? En los demás, y más entre nosotros, ese
vicio ha sido una falta leve. Todos hemos tenido el decoro de no mirar
con demasiada curiosidad el horror de las vidas ajenas. Con Poe, no. Fué
una jauría gazmoña, «burguesa», cruel, la que se cebó en su cadáver
como poseída de un ataque de vampirismo. Fué el aborrecimiento de la
zoocracia.»
Hasta aquí el intuitivo Carrére.
Pero el caso de Edgar Poe y el de tantos otros «inspirados» o
«iluminados», es radical mente opuesto al de la prodigiosa H. P. B.
Esta, aunque eminentemente mediumnista o neurósica en sus primeras
edades, no abrió, no, el Santuario Iniciático con la ganzúa de la
anormalidad de la patología o del vicio, o del propio martirio de su
cuerpo como muchos santos cristianos, sino con la llave maestra de un
Conocimiento Transcendental o Mágico recibido allá en las misteriosas e
inaccesibles soledades del Tibet y del Gobbi de manos de efectivos
Hierofantes de los tiempos modernos y por eso, al volver de semejante
expedición, cual un nuevo Marco Polo de nuestra época, pudo escribir a
su familia desde Tiflis, diciendo: «Los últimos restos de mi debilidad
psicofísica alude a las facultades mediumnísticas de sus primeras edades
han desaparecido por completo, gracias a Aquellos a sus maestros
tibetanos a quienes bendeciré agradecida el resto de mis días.»
Y esto se advierte desde el primer momento, con la simple lectura de cualquiera de las presentes Páginas. En ellas, en efecto, la autora no describe algo de que ella haya sido víctima,
sino algo real o fingido, de lo que ella sabe perfectamente, por
dominarlo a maravilla, no como pasiva médium, sino como activa y
triunfadora yoguina que conoce ya uno de los grandes secretos
de la Naturaleza, es a saber: la contingencia o falibilidad de ciertas
leyes físicas, cual la gravedad, la impenetrabilidad de las materias,
etc., que son para nosotros infalibles..., infalibles hasta cierto
punto, pues que también logramos contradecirlas mediante esa pequeña y
progresiva magia que llamamos Ciencia.
Por eso, mientras que en Hofmann, Poe, Verlaine, etc., el dibujo
ocultista, por dedirlo así, aparece algo confuso, esfumado quizá y
débil, aunque siempre hermoso, en las Páginas de la Maestra se
muestra activo, vigoroso; vivido, o con luz propia, dado que en aquéllos
el conocimiento transcendente venía proyectado de más lejos, por la vía
imaginativa o de la inspiración, o por imprudente entrada en el mundo
astral mediante el vicio, mientras que en ésta la trama de la fábula
responde perfectamente a un clarísimo y deliberado propósito ocultista,
como Jo prueba la misma facilidad con que permite el comentario y la
confrontación con hechos históricos positivos, cosa infinitamente más
difícil de realizar con los trabajos de aquéllos, sin que esto sea negar
que uno y otros pertenecen a la misma familia de almas nobles de rotas
alas. Icaros caídos de la altura por su titánico y valiente satanismo rebelde, pero que saben retornar a la altura perdida y aun subir por cima, conquistando, no pidiendo a ningún poder extracósmico y mentido, la revelación pasmosa del Misterio…
Hoffmann, Poe, Beethoven, Bécquer, Leoparcti, Carducci, Blavatsky y
tantos otros, en los diferentes órdenes de su Arte respectivo, llevaron,
si, su redentora rebeldía hasta mucho más allá de los umbrales de lo prohibido...
lo prohibido por nuestra vulgaridad de bestias encantadas, como el dios
Brahma, transformado en cerdo de la leyenda hindú, encantadas, digo,
con las mentidas delicias de un Orden establecido, ese Orden maldito contra el que truena gallardo el Sigfredo
de Wagner, diciendo: «Desde que nací, un viejo se interpone siempre en
mi camino...» ¡El falso Orden, en efecto; de un incipiente y pobre
estado de evolución que nos empeñamos, sin embargo, en tenerle por
definitivo!
«La mentalidad actual —ha dicho Gustavo Le Bon— es una creación
artificiosa, que apenas si cuenta de existencia un siglo.» Novalis, por
su parte, ha reconocido, como los místicos de todos los tiempos, que
nuestra alma yace aprisionada cual los condenados de la cárcel de Platón
en sus República, añadiendo titánico: «¿Cuándo llegará el día
en que aquélla pueda moverse libremente, y cuándo es otro gloriosísimo
en que la Humanidad en masa comience a ser consciente de su sér y de su
destino?... Sólo, pues, importa una cosa, y es la de poder encontrar a
nuestro Yo transcendental algún dichoso día.»
En espera, pues, de día tan excelso, prometido por todas las
religiones, las ciencias, las artes y el interno testimonio inconsciente
de nuestro ser íntimo, justo será que procuremos anticiparle, buscando,
como el doctor Fausto, lo no sabido por no bastar lo conocido a nuestro
anhelo, y que, ansiosamente rebeldes contra lo que nos: cerca,
inquiramos teóricamente —ya que no de un modo práctico por los inauditos
peligros que ello entraña— acerca de ese mundo superliminal, donde el
Hada—Imaginación, que es nuestro Cuerpo transcendente, campe
libremente por sus respetos, sin trabas ni misoneísmos, y soñemos con
quien ensueña, sigamos de cerca las locuras de los locos, para mejor
estudiarlas en su misterio terrible, convivamos un momento con todas las
tristes anormalidades que son patrimonio de la tan perseguida
Humanidad, y descendamos, en fin, como todos los Hermanos mayores de
ésta: Osiris, Ra, Orfeo, Perseo, Hércules, Apolonio, Jesús o el Dante, a
los infiernos o lugares inferiores; de este no muy elevado
mundo, para aprender, en sus dolores sin tasa y en su caída sin
esperanza de redención inmediata, la ansiada Verdad de las Edades, que es la existencia de un mundo astral subyacente en todos los fenómenos físicos, pero que obedece, a su vez, a otro mundo superior, que es el mundo mental, o sea el Mundo de las Ideas, en el que vive el Hombre Superior por la Mente constituído.
¡Dominar al mundo astral con la mente!... ¿Quién sino los
superhombres, los Hombres representativos o Maestros han podido
conseguirlo en absoluto? Mas, por otra parte, ¿quién, en su esfera de
actividad respectiva, no ha dominado ya, poco o mucho, a una ínfima
parte de dicho mundo?
El albañil y el acróbata, desde el trapecio o el andamio, han vencido
ya, gallardos, a esa terrible astralidad que determina el vértigo de la
altura; el minero ha vencido al negro espectro de la mina o de la
cripta, como el torero y el domador dominan a la fiereza animal con un
arte difícil que tiene no poco de mágico a su manera.
Pasma, en efecto, considerar cuán ilimitados son los poderes mágicos
latentes en el fondo de toda alma humana, poderes que la educación
especializada y el esfuerzo titánico del hombre respectivo puede llegar a
hacer ostensibles y vigorosos. Por eso, si queréis colegir algo de lo
que ser puede el efectivo superhombre, a quien llamamos Maestro, tenéis
que imaginaros al poseedor de una ciencia transcendente llamada Magia,
ciencia por virtud de la cual se tornan factibles y llanos todos
nuestros más aparentes imposibles. Así, Maestros ha conocido la misma
historia profana que han podido caminar serenos sobre las aguas, como
Apolonio y Jesús; que han gozado del don de la ubicuidad, o sea la
facultad de poder estar a la vez en dos sitios distintos, separados por
cientos de leguas: en uno, con su cuerpo astral, y en otro, con su
cuerpo físico, como la Iglesia romana enseña y cree acerca de muchos de
sus santos; que han tenido, en fin, ese envidiable don de lenguas, que
el Evangelio nos muestra descendiendo en la Pentecostés («el divino descenso de la Mente o del Cinco»)
sobre las cabezas de los discípulos que acababan de ver al Maestro
remontando glorioso a los cielos cual en carros de fuego y en relámpagos
remontaron también a él es otros maestros que se llamaron Enoch, Elías,
Simeón, Ben Jocai y Beethoven, porque es tal el poder sobrehumano e
incomprensible de un Adepto, que media ya entre él y los mortales un
abismo evolutivo tan grande como el que separa en la Naturaleza a los
cuatro reinos: mineral, vegetal, animal y humano. ¿Concebimos, acaso,
lectores, a un mineral de cuarzo o hierro, con el tronco, hojas y raíces
que son gloria y triunfal ornato evolutivo de la planta? ¿Cabría, en
estrictas leyes vegetativas, el ver caminar cambiando de lugar a un
vegetal, como cambia hasta la lombriz y la tortuga? ¿Sería, en fin,
admisible un pobre mamífero inventanda el fuego, la rueda, la
radiotelefonía o la aviación? Pues otro tanto cabe decir acerca del
abismo que separa al hombre vulgar del Maestro de Ocultismo, porque si
la Naturaleza nunca se desmiente en sus eternas leyes evolutivas, al no
ser perfecto ninguno de los hombres que conocemos no obstante su anhelo
de perfección y hasta su relativo perfeccionamiento admirablemente
logrado en dolorosas especializaciones, hay por encima del hombre un
estado superliminar de perfecciones jamás soñadas, pero a las que nos
acercamos más y más con nuestras progresivas y esforzadas rebeldías,
hasta que lleguen ellas a ser nuestras en un remoto día, con el curso de
los ciclos, como el recién nacido que llora en su cuna acaba
haciéndose, con los años, uno de esos genios que son luz, sendero,
salvación y guía de sus hermanos menores, los hombres vulgares de su
época respectiva.
La ciencia que nos sirve para conseguir esto de un modo falso o, por
lo menos, peligrosísimo, se llama Ciencia Oculta o Magia, porque ella es
grande, y es, además, terrible arma de dos filos que, sin adecuada
preparación, puede herir y matar al propio operador: el Arte Supremo
para colocar a nuestro sér, de una vez para siempre, en condiciones de
total aptitud mágica por encima de este nuestro mundo en el que es
soberana la dicha Ciencia Mágica, se llaman Ocultismo y Yoga, o sea «la
reforma interior, la divina transfiguración de nuestro propio sér por la
Virtud, es decir, por el supremo conocimiento de lo que es real y de lo
que es meramente ilusorio., el efectivo Gnoscete ipsum socrático,
la revelación del Cristo Interior que diría San Pablo, el descenso de
la Dúada de Atma—Buddhi sobre Manas para la Hipóstasis de nuestra
liberación, que enseñan orientales y pitagóricos…
Por eso decíamos antes que, iniciada Helena Petrovna en una parte, al
menos, de tan augustos secretos, y testigo ocular, además, de los
mágicos hechos de Maestros que estaban a mil codos sobre ella, más bien
fué efectivo personaje de algunas de sus espeluznantes narraciones que
mera e inspirada novelista como tantos otros. En el prólogo y en los
comentarios de la obra Por las grutas y selvas del Indostán,
del que la presente viene a constituir un complemento, insistimos por
eso también acerca del origen y de los alcances de los fenómenos mágicos
de H. P. Blavatsky, poderes acerca de los cuales todos sus biógrafos,
empezando por el nobilísimo Olcott, dicen, después de atestiguarlos con
arreglo a las leyes de la más estrecha crítica judicial o histórica, que
no la procuraron ni un solo discípulo serio; antes bien, cuantos
fenómenos produjo la fueron contraproducentes, y en ellos la despiadada
persecución de misioneros perversos y científicos infatuados halló la
base para una fácil presa de sus fierezas y de su envidia contra ella...
¿Quién no recuerda, en efecto, la resistencia que en sus curaciones y
otros milagros hizo Jesús, y la mayor aún que opuso a que se
divulgasen? Blavatsky, en sus numerosos fenómenos mágicos, obró siempre
contra el parecer de no pocos doctos orientales que, teniendo análogos
poderes, nunca se prestaron a realizarlos, considerando que el mayor
prodigio que se haga ante los ojos de hombres o de niños, por el momento
nos pasma y acaba por causarnos repulsión y fastidio. Sólo una cosa no
cansa jamás, que es la dulcedumbre de la conciencia serena, triunfadora
de las luchas y pasiones de este bajo mundo, como de la terrible
serpiente de la Luz Astral que amenaza siempre arrastrarnos al abismo,
triunfaran todos los héroes de la leyenda: los Hércules, Odines,
Migueles y Sigfredos…
*
No terminaremos este prólogo sin decir algo acerca de la génesis de esta obra y de los propósitos que en ella nos animan.
Decididos, como estamos desde hace años, a comentar, en la medida de
nuestras débiles fuerzas, la obra entera de la Maestra Blavatsky,
publicamos en 1918 Por las grutas y selvas del Indostán, como ensayo para los muchos mayores empeños que supone el abordar también la publicación de los comentarios a Isis sin Velo y a La Doctrina Secreta, tiempos ha comenzados por nosotros.
Pero la favorabilísima acogida dispensada a aquella publicación, no
sólo por el público teosófico, sino por el literario y el científico,
nos ha movido a, en cierto modo, completarla con aquellas otras obritas o
artículos sueltos de la Maestra que, no por su corta extensión y su
propósito aparentemente literario, dejan de tener un alto valor
ocultista, como el lector habrá de convencerse en el momento que fije su
vista sobre ellos. Además, los artículos en cuestión, representan una
faceta importantísima del carácter y de la historia misma de la Maestra,
primero, porque en ellos se muestra ésta, digna heredera de su madre,
aquella insigne escritora, a quien se la denominó con justicia la Jorge Sand rusa, y a quien las empresas literarias (véase el prólogo de Por las gratas y selvas del Indostán)
pagaban en las mismas condiciones que al gran Tourgenieff; segundo,
porque dichos artículos teosóficos muestran, en no pocas partes, su
filiación espiritista, o por mejor decir, su carácter de transición
entre esta última doctrina filosófica y el concepto genuinamente
teosófico con que la autora produjo e interpretó siempre los fenómenos
del Espiritismo, como más al por menor puede verse, no sólo en Isis sin Velo, sino en la insustituible obra del Coronel Olcott, Historia auténtica de la Sociedad Teófica;
tercero, porque, como sucede siempre, algunos de los artículos
constituyen el germen de no pocos pasajes magníficos de las obras
posteriores, tantas veces citadas, de la Maestra, cuando no sucedidos
reales de ésta, novelados o puestos en cabeza de otro, como es
tan frecuente en todos los escritores, cuya literatura, aparentemente
imaginada, no es en más de una ocasión sino la glosa de emocionantes
pasajes de sus propias vidas.
Así la cueva de los ecos no es sino la historieta de un
hecho real que la Maestra conocía por sí o por sus aristocráticas
relaciones de familia, y la idea de la Magia tántrica y sus
derramamientos de sangre, tan común en toda Siberia por no decir en el
mundo, late macabra en el terrorífico argumento; lo de Un Matusalén ártico, no es sino un donoso pretexto para hablar de los Protectores Invisibles o Lohengrines
que nos salvan más de una vez en los trances más difíciles de nuestra
vida ; protectores que lo mismo pueden actuar, como el viejo Johan del
cuento, en los desiertos polares, que en los dorados salones, cual el
extraño Conde de Saint Germain, del que también nos ocupamos recordando
otras protecciones no menos reales como las operadas por la Maestra
misma en la mano misteriosa, y en los demás casos que en
nuestras notas y comentarios, nos gloriamos honradamente de consignar.
Estos hechos de Magia, más comunes en el mundo de lo que a primera vista
pudiera creerse, tienen también sus grados inferiores en hazañas como
las de Un gossain hindú; en las de El campo luminoso y Asesinato a distancia; en las tan conocidas de los faquires, sin contar, a más, las comprendidas en la Demonología y Magia eclesiástica, pasaje que, con otros dos o tres más, hemos tomado, para completar, de Isis sin Velo, cantera inagotable de todas estas cosas, que nunca será explotada como
se merece y de la cual puede decirse que se han labrado todas las obras
teosóficas posteriores.
Vienen, en fin, entre estas PÁGINAS OCULTISTAS esas dos memorables
novelitas a lo Poe y Hoffmann, que llevan, respectivamente, por título Una vida encantada y El alma de un violín,
donde la Magia reina soberana, ya para realizar, necromante, en ésta,
el crimen inspirado por la ni a la pasión de un artista loco, ya para
operar, salvadora, en aquélla, el prodigio de hacer viajar el doble
etéreo de un desgraciado materialista desde el Japón a Hamburgo a través
de la corteza terrestre, ni más ni menos a como en las iniciaciones
clásicas el doble astral del candidato era separado y proyectado a
distancia de su cuerpo físico, mientras que éste yacía como muerto, ora
en la cámara sepulcral de la pirámide egipcia, ora en las entrañas de la
cripta iniciática, templo postatlántico; que, con sus «pinturas
rupestres», empieza a descubrir la moderna paleontología. Estos dos
verdaderos modelos de novela ocultista nada tienen que envidiar, salvo
su extensión, á las clásicas obras de Bulwer Litton los últimos días de Pompeya, Rienzi, Zanoni y tantas otras.
Las mil apasionantes cuestiones filosóficas y prácticas así
planteadas como al descuido bajo estos múltiples epígrafes, caen de
lleno en el dominio de la Historia, cuando no de la Ciencia más
positivista. En efecto, ¿es indiferente acaso para el Derecho penal el
debatido problema llamado «de los elementales» que juegan en tantos
pasajes de estas obras? ¿No llegarían a deberse transformar en médicos de cuerpos y almas, al modo pe los viejos hierofantes egipcios, nuestros actuales carceleros? ¿No llegaría? en fin, a figurar siempre el pecado, es decir, el delito de pensamiento, como elemento primordial y esencialísimo en la compleja etiología del
crimen? Semejante hipótesis, digna de figurar a la cabeza de tantas
otras de las diversas escuelas penales, arroja vívido rayo de luz en
nuestra actual inopia jurídica.
¿Es, por otra parte, un vano asunto el tan admirablemente tratado en la resurrección de los muertos, o el tremebundo de los espíritus vampiros, para que los dejemos pasar así, a la ligera, con nuestra frivolidad acostumbrada, cuando del uno depende toda la milagrería
antigua y moderna, y del otro esos problemas de las consunciones más
inexplicables de la juventud, que arrebatan más vidas que la misma
guerra? ¿Es tolerable siquiera, asimismo, el ambiguo y erróneo concepto
que nos hemos formado acerca de la imaginación fantasía, cuando de ella
depende nuestro vivir entero, desde el día en que, por imaginación o
enamoramiento de nuestros padres, que no «por riguroso cálculo
matemático», nos hemos visto atraídos, sin quererlo, a este despreciable
mundo, y por imaginación o corazonadas, por simpatías o antipatías más o
menos fantásticas, que no «por riguroso cálculo matemático también o
«por cerrada argumentación escolástico—silogística, nos movemos a la
continua?
No vamos a pretender, en un mundo tan ignorante y egoísta todavía el
hacer pasar por hechos demostrados no pocas de nuestras aserciones
ocultistas, aunque de ellas tengamos la seguridad íntima de quien las ha
estudiado, meditado y aun experimentado. Pero si tenemos el derecho a
que cese de una vez ese despectivo trato con que las religiones
oficiales y las no menos oficiales ciencias vienen otorgando a estos
asuntos, temerosas quizá, en su bien pagado entronizamiento, de que se
haga «la luz, la mucha luz», pedida por Goethe al morir, acerca de
cuestione vitales que acaso les convenía a entrambas el que siguiesen,
si no en la sombra, en una, para ellas demasiado fructífera, penumbra.
Hombres de ciencia somos, al decir de nuestros varios títulos oficiales o
académicos, mal que les pese a aquéllas, y, como tales, ejercitamos la
más perfecta de nuestra soberanía intelectual y moral, exponiendo
honradamente al público imparcial nuestros científicos sentires, aunque,
como aquel gladiador romano, con tanta oportunidad citado al final de
la introducción de Isis sin Velo, tengamos que decir en previsión de nuestra derrota: Ave, Cesar, moriturus le salutat..
Es decir, tengamos que saludar hoy como a Césares en religión y
Ciencia, a dos colosos de oro que, como el Nabucodonosor de la Historia,
o como el Hindenburg de madera del Jardín Zoológico de Berlín, tengan
apoyados sus míseros pies de barro en una siempre deleznable tierra.
Mario Roso de Luna.