David Copperfield

XLIX Me veo envuelto en un misterio

XLIX

Una mañana recibí por correo la siguiente carta, fechada en Canterbury y dirigida a los Doctors’ Commons. La leí con cierta sorpresa:

Mi querido señor:

Determinadas circunstancias ajenas a mi voluntad han interrumpido durante un lapso de tiempo considerable aquella intimidad que, en los escasos momentos libres que me deja el cumplimiento de mis deberes profesionales para contemplar las escenas y los acontecimientos del pasado, teñidos por las tonalidades irisadas del recuerdo, siempre me ha proporcionado, y seguirá proporcionándome, unas emociones muy gratas que me resulta difícil describir. Este hecho, mi querido señor, unido a la distinguida posición a la que le ha elevado su talento, me impiden atreverme a aspirar al honor de dirigirme al compañero de mi juventud con el apelativo familiar de Copperfield. Bastará decir que el apellido al que tengo el honor de referirme será guardado como un tesoro entre los archivos de nuestra casa (hablo de los documentos que conserva la señora Micawber sobre nuestros antiguos inquilinos), con unos sentimientos de estima personal que llegan hasta el más profundo cariño.

No le corresponde a un hombre cuya posición, debido a sus antiguos errores y a una fortuita combinación de circunstancias adversas, es la de un barco que se ha ido a pique (si se me permite una comparación tan marinera), y que en estos momentos toma la pluma para escribirle… no le corresponde a alguien en su situación, repito, adoptar el lenguaje de los cumplidos o de la felicitación. Eso lo deja en manos más capaces y más puras.

Si sus importantes ocupaciones le permiten algún día seguir hasta aquí estos trazos imperfectos –lo que ocurrirá o no, según las circunstancias–, deseará saber, como es natural, el motivo que me ha impulsado a redactar la presente misiva. Permítame decirle que encuentro muy razonable su pregunta, y que me propongo contestarla, después de dejar bien claro que se trata de una cuestión de orden pecuniario.

Sin aludir más directamente al talento oculto que yo pueda tener para desencadenar el trueno, o dirigir el rayo devorador y vengador hacia cualquier lugar, permítaseme decir de pasada que mis sueños más brillantes han desaparecido para siempre… que mi paz ha sido socavada y mi capacidad de disfrutar, destruida… que mi corazón ha dejado de estar en su lugar… y que no puedo seguir andando con la cabeza alta delante de mis semejantes. El mal está en la flor. La copa desborda amargura. El gusano trabaja y no tardará en dar cuenta de su víctima. Cuanto antes, mejor. Pero basta de digresiones.

Colocado en una situación especialmente dolorosa, fuera del alcance de la influencia bienhechora que ejerce la señora Micawber en su calidad de mujer, esposa y madre, tengo intención de escapar de mí mismo durante un breve período de tiempo y concederme un respiro de cuarenta y ocho horas para visitar de nuevo algunos escenarios metropolitanos de mi pasada felicidad. Entre otros puertos de paz doméstica y tranquilidad de espíritu, mis pies se dirigirán, como es natural, hacia la prisión de King’s Bench. Al declarar que estaré (D.V.) delante del muro sur de ese lugar de encarcelamiento por procesos civiles, pasado mañana, a las siete de la tarde, exactamente, habré cumplido la finalidad de este mensaje epistolar.

No me siento con derecho a solicitar a mi antiguo amigo el señor Copperfield, ni a mi antiguo amigo el señor Thomas Traddles, del Colegio de Abogados, si ese caballero vive todavía y está localizable, que se dignen venir a verme y renovar (en la medida de lo posible) nuestras relaciones de los viejos tiempos. Me limito a señalar que, a la hora y en el lugar indicados, podrán verse los últimos vestigios todavía en pie de una torre en ruinas,

WILKINS MICAWBER

P.D. Tal vez sea prudente añadir a todo lo anterior que la señora Micawber no está al corriente de mis intenciones.

Releí la carta varias veces. A pesar de que recordaba el estilo ampuloso del señor Micawber, y el inconmensurable placer con que se sentaba a escribir largas epístolas aprovechando cualquier oportunidad, viniera o no a cuento, tuve la impresión de que algo importante se escondía tras aquel mensaje lleno de circunloquios. Dejé la carta para reflexionar un poco, la cogí de nuevo para releerla, y volví a dejarla para seguir pensando; después de varias lecturas y meditaciones, Traddles me encontró en el punto culminante de mi perplejidad.

–Mi querido amigo –le dije–, jamás me había alegrado tanto de verte. Llegas en el mejor momento para ayudarme con tu buen juicio. He recibido una carta muy extraña del señor Micawber.

–¿De veras? –exclamó Traddles–. ¡No puede ser! ¡Yo he recibido otra de la señora Micawber!

Con estas palabras, Traddles, que estaba todo sofocado por la caminata y cuyos cabellos, debido a la acción combinada del ejercicio y de la excitación, se habían erizado como si acabara de ver un alegre fantasma, sacó su carta y me la dio a cambió de la mía. Observé cómo se adentraba en el corazón de la misiva del señor Micawber, y enarqué mis cejas siguiendo su ejemplo mientras él repetía: «¡Desencadenar el trueno o dirigir el rayo devorador y vengador! ¡Dios mío, Copperfield!». Después inicié la lectura de la epístola de la señora Micawber.

Decía lo siguiente:

Mis más respetuosos saludos al señor Thomas Traddles, y, si guarda algún recuerdo de quien tuvo la dicha de ser buena amiga suya, ¿le importaría concederme unos minutos de su tiempo libre? Puedo asegurar al señor T.T. que no abusaría de su bondad si no estuviera a punto de volverme loca.

Por muy doloroso que resulte para mí hablar de este asunto, el distanciamiento del señor Micawber (antaño tan hogareño) de su mujer y de sus hijos es la causa de que yo dirija este desesperado llamamiento al señor Traddles y le solicite toda su indulgencia. El señor T. no puede siquiera imaginar el cambio que se ha operado en la conducta del señor Micawber, su insensatez, su violencia. Dicho estado ha ido empeorando gradualmente, hasta convertirse en lo que parece una aberración del intelecto. Es raro el día, se lo aseguro señor Traddles, en que no sucumbe a algún paroxismo. El señor T. comprenderá mis sentimientos cuando sepa que me he acostumbrado a oír decir al señor Micawber que se ha vendido al D. Desde hace mucho tiempo, la reserva y el misterio se han convertido en los rasgos principales de su carácter, y han reemplazado a la confianza ilimitada que tenía en mí. A la menor provocación (tan sólo preguntarle qué desea para cenar, por ejemplo), expresa su deseo de separarse. Ayer por la noche, cuando los gemelos le pidieron dos peniques para comprar «delicias de limón», un dulce de la zona, ¡les amenazó con un cuchillo de ostras!

Suplico al señor Traddles que tenga paciencia conmigo por entrar en estos detalles. Sin ellos, sería muy difícil para el señor T. formarse la más ligera idea de mi angustiosa situación.

¿Puedo tomarme la libertad de confiar ahora al señor T. el propósito de mi carta? ¿Me permitirá apelar a su solícita amistad? ¡Sí lo hará! ¡Conozco muy bien su corazón!

No es fácil cegar la mirada inquisitiva del cariño en el sexo femenino. El señor Micawber viajará a Londres. A pesar de que esta mañana, antes de desayunar, ocultó cuidadosamente su mano mientras escribía la dirección en la etiqueta de la pequeña maleta marrón que ha conocido mejores tiempos, la vista de águila de mi inquietud conyugal descubrió las letras d, r, e, s claramente trazadas. El destino de la diligencia en el West End es La Cruz de Oro. ¿Osaré implorar fervorosamente al señor T. que hable con mi marido descarriado y le haga entrar en razón? ¿Osaré pedir al señor T. que intente mediar entre el señor Micawber y su angustiada familia? ¡Oh, no! ¡Sería demasiado!

Si el señor Copperfield todavía recordara a alguien tan insignificante, ¿podría encargarse el señor T. de transmitirle mi estima inalterable y la misma súplica? En cualquier caso, espero que tenga la benevolencia de . Si el señor T. quisiera contestarme (lo que me parece improbable), sus consecuencias serían mucho menos dolorosas si dirigiera su escrito a M.E., Oficina de Correos, Canterbury, en lugar de enviarlo directamente a quien abajo firma, presa de la desesperación.

La amiga respetuosa e implorante del señor Thomas Traddles,

EMMA MICAWBER

–¿Qué opinas de esa carta? –quiso saber Traddles, cuando la hube leído dos veces.

–¿Y tú de la otra? –le pregunté; pues él seguía mirándola con el ceño fruncido.

–Creo que las dos, Copperfield –respondió mi amigo–, dicen mucho más de lo que suele decir la correspondencia del señor y de la señora Micawber… pero ¿qué puede ser? Estoy seguro de que ambos las han escrito de buena fe, sin estar en connivencia. ¡Pobre mujer! –exclamó mientras comparábamos, el uno junto al otro, la carta de la señora Micawber con la de su marido–. En cualquier caso, será una obra de caridad contestarle que hablaremos con el señor Micawber.

Accedí en seguida, pues no podía evitar reprocharme el poco caso que había hecho a su carta anterior. Ya he contado en su momento que aquella misiva me dio mucho en que pensar; pero mis propias preocupaciones, mi experiencia de la familia Micawber, y el hecho de que no hubiera vuelto a tener noticias suyas, habían alejado gradualmente ese asunto de mi imaginación. Había pensado a menudo en los Micawber, pero sobre todo para preguntarme qué «deudas pecuniarias» estarían contrayendo en Canterbury, y para recordar la timidez del señor Micawber conmigo desde que era empleado de Uriah Heep.

Con todo, escribí una carta confortadora a la señora Micawber, en nombre de los dos, y ambos la firmamos. Mientras íbamos a la ciudad para enviarla por correo, Traddles y yo tuvimos una larga conversación y barajamos toda clase de conjeturas, que no es necesario repetir aquí. Por la tarde, pedimos consejo a mi tía; pero la única conclusión a la que llegamos fue que acudiríamos muy puntuales a nuestra cita con el señor Micawber.

A pesar de que llegamos quince minutos antes de la hora fijada, el señor Micawber ya nos esperaba. Estaba frente al muro de la prisión, con los brazos cruzados, contemplando los pinchos metálicos de la parte superior con expresión sentimental, como si fueran las ramas entrelazadas de los árboles que le habían dado sombra en su juventud.

Cuando nos acercamos a él, sus ademanes nos parecieron un poco menos desenvueltos y distinguidos que en el pasado. Para aquella expedición, había cambiado el traje negro de hombre de leyes por su viejo sobretodo y sus viejos pantalones ajustados, pero no tenía el aire imponente de antaño. Fue recuperándolo poco a poco, a medida que conversábamos; pero su monóculo no parecía colgar con la misma elegancia de antes, y el cuello de su camisa, a pesar de conservar su espectacular tamaño, no estaba tan bien almidonado.

–¡Caballeros! –dijo el señor Micawber, después de los primeros saludos–. Son ustedes amigos en la adversidad, es decir verdaderos amigos. Permítanme que me interese por la salud de la señora Copperfield , y de la señora Traddles ,… suponiendo, por supuesto, que mi amigo el señor Traddles no se haya unido todavía a la destinataria de su afecto, tanto para lo malo como para lo bueno.

Agradecimos su amabilidad y le dimos las respuestas pertinentes. Entonces llamó nuestra atención sobre el muro de la cárcel, y empezó a decir:

–Les aseguro, caballeros…

Pero yo le interrumpí para protestar contra aquel modo tan ceremonioso de dirigirse a nosotros, y para pedirle que nos hablase como en los viejos tiempos.

–Mi querido Copperfield –respondió, dándome un apretón de manos–, me siento abrumado por su cordialidad. El recibimiento que dispensa a las ruinas destrozadas de este Templo, en otro tiempo digno de ser llamado Hombre (si puedo darme ese calificativo) refleja un corazón que honra nuestra común naturaleza. Estaba a punto de decir que me hallaba contemplando de nuevo el sereno lugar donde transcurrieron algunas de las horas más felices de mi existencia.

–Gracias a la presencia de la señora Micawber, estoy seguro –exclamé–. Espero que se encuentre bien, ¿no es así?

–Le agradezco sus palabras –contestó el señor Micawber, mientras su rostro se ensombrecía–, se encuentra así así… ¡Pero he aquí King’s Bench! El rincón donde, por primera vez en muchos agitados años, ninguna de aquellas voces molestas que se negaban a abandonar el descansillo de mi casa me recordaban día tras día el peso abrumador de mis dificultades pecuniarias; donde no había aldabas en la puerta que pudiesen tocar los acreedores; donde sobraba el asesoramiento legal y las órdenes de detención se quedaban en la entrada. Caballeros –prosiguió–, cuando la sombra de los ornamentos de hierro que coronan la cima de la estructura de ladrillo se proyectaba sobre la grava del Paseo, yo veía a mis hijos recorrer los laberintos del intrincado dibujo, evitando pisar las líneas oscuras. Llegué a estar familiarizado con todas las piedras del camino. Si me traiciona la emoción, espero que sepan disculparme.

–Todos hemos prosperado en la vida desde entonces, señor Micawber –afirmé.

–Señor Copperfield –me contestó con amargura–, cuando yo habitaba en este lugar de retiro, podía mirar de frente a mis semejantes y darles un puñetazo si me ofendían. ¡Pero mis relaciones con los demás han dejado de ser tan gloriosas!

Alejándose de la prisión con aire abatido, el señor Micawber aceptó mi brazo por un lado, y el de Traddles por otro, y siguió andando entre los dos.

–Existen ciertos jalones en el camino que lleva a la tumba –señaló, mirando con cariño hacia atrás por encima del hombro– que, de no ser una aspiración impía, nadie desearía haber pasado. King’s Bench es uno de esos hitos en mi accidentada carrera.

–Está usted muy abatido, señor Micawber –dijo Traddles.

–Es cierto, señor –exclamó él.

–Espero que no haya cogido usted aversión al derecho… ¡ya sabe que yo también soy del gremio!

El señor Micawber no respondió nada.

–¿Cómo está nuestro amigo el señor Heep, señor Micawber? –inquirí, tras unos momentos de silencio.

–Mi querido Copperfield –replicó, cayendo en un estado de enorme agitación y palideciendo–, si considera amigo al hombre que me emplea, lo lamento mucho; si lo considera amigo, no puedo sino sonreír con sarcasmo. En cualquier caso, y sin ánimo de ofenderle, me limitaré a contestar lo siguiente: sea cual sea su estado de salud, siempre tiene el aspecto de un zorro, por no decir de un demonio. Me permitirá que, como individuo, decline seguir hablando de un asunto que me ha llevado al borde de la desesperación en el ejercicio de mi profesión.

Expresé mi pesar por haber abordado involuntariamente un tema que le contrariaba tanto.

–¿Puedo preguntarle –dije–, sin caer en el mismo error, qué tal se encuentran mis viejos amigos el señor y la señorita Wickfield?

–La señorita Wickfield –contestó, enrojeciendo– es, como siempre, un modelo a seguir, un ejemplo luminoso. Mi querido Copperfield, es la única estrella en mi sombría existencia. Mi respeto por esa joven dama, la admiración que me inspira su carácter… ¡Hay en ella tanto amor, pureza y bondad! Pero ¡llévenme a alguna bocacalle, pues no soy dueño de mí!

Nos metimos en una callejuela, donde sacó el pañuelo y se apoyó en un muro. Si la expresión con que yo le miraba era tan seria como la de Traddles, no creo que nuestra compañía le resultase nada alentadora.

–Es mi destino –exclamó el señor Micawber, llorando a lágrima viva (e incluso sollozando conservaba una sombra de su antigua distinción)–; es mi destino, caballeros, que los sentimientos más nobles de nuestra naturaleza se hayan convertido en reproches para mí. El homenaje que yo rindo a la señorita Wickfield es como un haz de flechas clavadas en mi pecho. Sería mejor que me dejaran recorrer la tierra como un vagabundo. Los gusanos solucionarían asuntos en la mitad de tiempo.

Haciendo caso omiso de esa súplica, nos quedamos a su lado hasta que guardó el pañuelo, se alzó el cuello de la camisa y, para disimular ante cualquier persona de la vecindad que hubiera podido observarlo, empezó a tararear una melodía con el sombrero muy ladeado. Entonces le dije (no sabiendo qué podría perderse, si nosotros le perdíamos de vista) que me gustaría mucho presentarle a mi tía, si quería acompañarnos hasta Highgate, donde tenía una cama a su disposición.

–Nos preparará un vaso de su ponche, señor Micawber –exclamé–, y los recuerdos más agradables del pasado le ayudarán a olvidar sus preocupaciones.

–También podrá confiar a sus amigos lo que tanto le atormenta, si eso supone un alivio para usted –señaló Traddles, prudentemente.

–Caballeros –replicó el señor Micawber–, ¡hagan conmigo lo que deseen! No soy más que una brizna de paja sobre la superficie del océano, empujada en todas direcciones por los elefantes… perdonen, quería decir los elementos.

Reanudamos nuestra marcha cogidos del brazo, subimos a la diligencia cuando estaba a punto de partir, y llegamos a Highgate sin más contratiempos. Yo estaba muy confuso y no sabía qué convenía decir o hacer; era evidente que a Traddles le ocurría lo mismo. Durante casi todo el trayecto, el señor Micawber siguió sumido en un profundo abatimiento. De vez en cuando, trataba de sobreponerse y tarareaba el final de una melodía; pero la mordaz ironía de un sombrero demasiado ladeado y de un cuello de camisa subido hasta los ojos volvía más patética su tristeza en cada nueva recaída.

Nos dirigimos a casa de mi tía, en lugar de a la mía, porque Dora no se encontraba bien. Mi tía apareció en seguida y recibió al señor Micawber con gran cordialidad. Él le besó la mano, se retiró junto a la ventana y, sacando el pañuelo del bolsillo, pareció librar una lucha interior.

El señor Dick estaba en casa. Sentía tanta compasión por las personas que sufrían, y las descubría con tal rapidez, que estrechó la mano del señor Micawber al menos media docena de veces en sólo cinco minutos. Aquellas muestras de simpatía de un desconocido conmovieron tanto al señor Micawber, en medio de su dolor, que lo único que podía decir con cada nuevo apretón de manos era: «¡Me abruma usted, mi querido señor!». Eso complacía tanto al señor Dick que volvía a la carga con más entusiasmo que antes.

–Si me permite, señora –dijo el señor Micawber–, emplear una metáfora extraída del vocabulario de uno de nuestros más rudos deportes nacionales, la amabilidad de este caballero me deja noqueado. Le aseguro que, para un hombre que lucha contra el difícil peso de la perplejidad y de la inquietud, un recibimiento así es conmovedor.

–Mi amigo el señor Dick –respondió mi tía, con orgullo– no es un hombre cualquiera.

–Estoy convencido –afirmó el señor Micawber–. ¡Mi querido señor! –exclamó, al ver que el señor Dick volvía a estrecharle la mano–. ¡No sabe cuánto agradezco su cordialidad!

–¿Cómo se encuentra? –le preguntó el señor Dick, con aire angustiado.

–Regular, mi querido señor –contestó el señor Micawber, suspirando.

–Tiene que animarse –dijo el señor Dick–, y estar lo más a gusto posible.

Aquellas amistosas palabras y el nuevo apretón de manos que las acompañaba fueron demasiado para el señor Micawber.

–He tenido la suerte de encontrar algún que otro oasis en medio de las vicisitudes de la existencia –declaró–, pero ¡jamás ninguno tan verde y tan exuberante como éste!

En otro momento, aquello me habría hecho sonreír; pero tenía la sensación de que todos estábamos incómodos y preocupados, y me causaba tanta desazón ver cómo el señor Micawber se debatía entre su deseo manifiesto de revelar algo y su propósito de no revelar nada, que mi estado era febril. Traddles, sentado en el borde de la silla, con los ojos abiertos de par en par y el pelo más erizado que nunca, miraba alternativamente al suelo y al señor Micawber, sin intentar siquiera pronunciar una palabra. Mi tía, que observaba con perspicacia a su nuevo huésped, era la única que conservaba su presencia de ánimo; pues seguía dándole conversación, lo que le obligaba a hablar, aunque no quisiera.

–Es usted un viejo amigo de mi sobrino, señor Micawber –exclamó mi tía–. Lamento no haber tenido el placer de conocerlo antes.

–Señora –contestó–, lamento no haber tenido el honor de conocerla en otros tiempos. No siempre he sido la ruina que ahora contempla.

–Espero que la señora Micawber y su familia estén bien, señor –dijo mi tía.

El señor Micawber inclinó la cabeza.

–Todo lo bien que pueden estar los Desheredados y los Proscritos –respondió con desesperación, tras unos instantes de silencio.

–¡Dios mío! Pero ¿de qué habla usted, caballero? –exclamó mi tía, con su brusquedad habitual.

–De la subsistencia de mi familia, señora –repuso el señor Micawber–, que se tambalea en la balanza. El hombre que me emplea…

Para nuestra irritación, el señor Micawber se detuvo y empezó a pelar los limones que le habían colocado delante, siguiendo mis indicaciones, con todos los ingredientes necesarios para preparar su ponche.

–El hombre que le emplea, decía usted… –le recordó el señor Dick, dándole suavemente con el codo.

–Mi querido señor, le agradezco que refresque mi memoria –contestó el señor Micawber, mientras los dos se estrechaban nuevamente la mano–. El hombre que me emplea, señora, … el señor Heep…, tuvo la bondad de decirme un día que, sin los emolumentos estipendiarios que recibía por estar a su servicio, probablemente sería un saltimbanqui que recorrería el país tragando sables y devorando fuego. Todo parece indicar que es muy posible que mis hijos se vean obligados a buscarse el sustento haciendo de contorsionistas, mientras la señora Micawber secunda sus hazañas contranatura tocando el organillo.

El señor Micawber, con un movimiento distraído pero sin duda elocuente de su cuchillo, nos dio a entender que esas actuaciones tendrían lugar cuando él no se encontrara ya en este mundo; luego siguió pelando los limones con aire de desesperación.

Mi tía apoyó el codo en la mesita redonda que normalmente tenía junto a ella, y le miró atentamente. A pesar de la aversión que me inspiraba la idea de arrancarle una confesión que no quería hacer de forma voluntaria, creo que habría intervenido en ese momento si no le hubiera visto enfrascado en los preparativos más extraños; echar la cáscara de limón en la cacerola, el azúcar en la bandeja de las despabiladeras y el licor en la jarra vacía, e intentar verter agua hirviendo de un candelero, fueron algunos de los más singulares. Comprendí que la crisis era inminente, y ésta sobrevino. Dejando con estrépito utensilios e ingredientes, se levantó de la silla, sacó el pañuelo y rompió a llorar.

–Mi querido Copperfield –exclamó el señor Micawber, desde detrás de su pañuelo–, esta tarea requiere, más que cualquier otra, un espíritu sereno y amor propio. No puedo realizarla. Es de todo punto imposible.

–¿Qué ocurre, señor Micawber? –inquirí–. Le suplico que nos lo cuente. Está usted entre amigos.

–¡Entre amigos, señor! –repitió él, y todo lo que había querido ocultarnos empezó a salir a borbotones–. ¡Santo Cielo! ¡Si es precisamente por verme rodeado de amigos por lo que me encuentro en este estado! ¿Que qué ocurre, caballeros? Sería mejor preguntarme qué es lo que ocurre. Ocurre que hay maldad, bajeza moral, engaño, fraude, conspiración; y el responsable de todas esas atrocidades es… ¡HEEP!

Mi tía juntó las manos y los demás nos levantamos de un salto, como si estuviéramos poseídos.

–¡La lucha ha terminado! –exclamó el señor Micawber, gesticulando violentamente con el pañuelo, y dando enérgicas brazadas de vez en cuando, como si estuviera nadando con un esfuerzo sobrehumano–. No llevaré por más tiempo esta clase de vida. Soy un ser despreciable, alejado de cuanto hace la existencia llevadera. He vivido bajo un Tabú mientras he estado al servicio de ese maldito canalla. ¡Que me devuelvan a mi mujer! ¡Que me devuelvan a mis hijos! ¡Que Micawber reemplace al pequeño rufián que ahora se pasea con las botas que llevo puestas! Y si tengo que tragarme un sable mañana, ¡lo haré con apetito!

Jamás he visto un hombre tan acalorado en toda mi vida. Traté de calmarlo, a fin de devolver la cordura a sus palabras; pero parecía cada vez más excitado, y se negaba a escucharnos.

–No estrecharé la mano de nadie –prosiguió, jadeando, resoplando y sollozando de tal modo que daba la impresión de ser un hombre peleando contra un chorro de agua fría–, hasta que haya… hecho añicos… a… esa… odiosa… serpiente de… ¡HEEP! No aceptaré la hospitalidad de nadie, hasta que haya… provocado… una erupción… del Vesubio… sobre… ese… vicioso canalla de… ¡HEEP! Sólo podría… beber… bajo este techo… sin atragantarme… especialmente ponche… si antes… le hubiera arrancado… los ojos… a… ese… eterno tramposo… y embustero de… ¡HEEP! No veré a nadie… ni diré nada… ni viviré en ningún lugar… hasta que haya reducido… a partículas invisibles… a… ese destacado e inmortal hipócrita y perjuro de… ¡HEEP!

Sentí verdadero miedo de que el señor Micawber cayera muerto allí mismo. Era terrible ver cómo luchaba por articular aquellas frases y por seguir adelante, cada vez que se acercaba al nombre de Heep, hasta lanzarse sobre él, desfallecido, y pronunciarlo con una vehemencia casi prodigiosa. Cuando más tarde se desplomó en una silla, todo sudoroso, y nos miró con el rostro teñido de todos los colores imaginables que nada tenían que hacer allí, mientras una sucesión interminable de protuberancias le subían por la garganta a un ritmo infernal, como si quisieran alcanzar su frente… tuve la impresión de que estaba en las últimas. Habría acudido en su ayuda, pero me lo impidió con un gesto, negándose a escuchar una sola palabra.

–No, Copperfield… no hablaré con nadie… hasta… que… la señorita Wickfield… vea reparados los agravios que le ha infligido ese sinvergüenza redomado de… ¡HEEP! –estoy convencido de que habría sido incapaz de pronunciar tres palabras seguidas sin la increíble energía que le infundía este nombre cuando lo sentía llegar–. Un secreto inviolable… para todo el mundo… sin excepción… dentro de una semana… a la hora del desayuno… todos los presentes… incluida la tía… y… el caballero extraordinariamente cordial… en el hotel de Canterbury… donde… la señora Micawber y yo… entonamos el … y… yo desenmascararé a ese intolerable rufián de… ¡HEEP! No diré nada más… ni escucharé la opinión de nadie… Me marcharé ahora mismo… no soporto… la compañía de mis semejantes… Seguiré el rastro… de ese condenado traidor de… ¡HEEP!

Después de repetir, por última vez y con más ímpetu que nunca, la palabra mágica que le había dado fuerzas para seguir adelante, el señor Micawber se apresuró a salir de la casa, dejándonos en un estado de excitación, esperanza y asombro casi tan grande como el suyo. Pero, incluso en un momento así, fue incapaz de resistirse a su pasión por escribir cartas; pues seguíamos en el cenit de nuestra excitación, esperanza y asombro cuando me trajeron desde una taberna cercana la siguiente misiva bucólica que acababa de redactar:

Estrictamente secreto y confidencial

Mi querido señor,

Le ruego que pida disculpas a su excelente tía por mi agitación de antes. Una lucha interior más fácil de imaginar que de describir ha desencadenado la erupción de un volcán que llevaba mucho tiempo dormido.

Espero haberles hecho comprender con suficiente claridad que tienen una cita conmigo dentro de una semana, por la mañana, en el hotel de Canterbury donde en una ocasión la señora Micawber y yo tuvimos el honor de unir nuestras voces a la suya para entonar la conocida melodía del Inmortal recaudador de impuestos criado en la otra orilla del Tweed.

Una vez cumplido mi deber y realizado este acto de reparación, lo único que puede permitirme mirar de frente a mis semejantes, no tendrán más noticias mías. Sólo pediré que me depositen en el lugar de descanso universal donde

,

.

Con esta simple inscripción,

WILKINS MICAWBER

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