David Copperfield

XXVIII El guante del señor Micawber

XXVIII

Hasta el día en que debía recibir a los viejos amigos que había vuelto a encontrar, viví principalmente de Dora y de café. Languidecer de amor me hizo perder el apetito; y yo me alegraba de ello, ya que me habría parecido que traicionaba a Dora si hubiera disfrutado de la comida. En este sentido, mis interminables paseos no tuvieron el resultado habitual, pues la desesperación contrarrestaba el efecto del aire libre. Además, tengo mis dudas, basadas en la cruel experiencia adquirida en aquel período de mi vida, de que en un ser humano sometido a la tortura de unas botas demasiado pequeñas pueda desarrollarse libremente el apetito de alimento animal. Creo que las extremidades deben sentirse a sus anchas para que el estómago funcione bien.

Con motivo de aquella pequeña fiesta hogareña, no incurrí en los exagerados preparativos de mi anterior convite. Me limité a comprar un par de lenguados, una pequeña pierna de cordero y un pastel de pichón. La señora Crupp se rebeló ante mi primera y tímida insinuación de que cocinara el pescado y los demás platos.

–¡No! ¡No, señor! –exclamó con aire de dignidad ofendida–. No puede usted pedirme eso; me conoce demasiado bien para creerme capaz de hacer algo que no pueda realizar a mi completa satisfacción.

Pero, finalmente, llegamos a un acuerdo; y la señora Crupp se avino a efectuar dicha proeza, con la condición de que yo comiera fuera de casa durante los quince días siguientes.

Añadiré aquí que la tiranía de la señora Crupp era un verdadero tormento para mí. Jamás he tenido tanto miedo de nadie. Nos pasábamos la vida haciendo pactos. Si yo vacilaba, le acometía aquel extraño mal que vivía al acecho en algún rincón de su cuerpo, siempre dispuesto a lanzarse, sin previo aviso, contra sus órganos vitales. Si yo la llamaba con impaciencia, después de haber tocado inútilmente la campanilla media docena de veces, y ella se dignaba subir –lo que no siempre ocurría–, aparecía con cara de reproche, se derrumbaba jadeando en la silla más cercana a la puerta, se llevaba la mano a su pechera de nanquín y se sentía tan mal que yo, por librarme de ella, era capaz de sacrificar cualquier cantidad de coñac o de lo que fuera. Si le protestaba porque no hacía mi cama hasta las cinco de la tarde –una costumbre que sigo encontrando molesta– el simple ademán de posar su mano en esa región de nanquín donde escondía su sensibilidad herida bastaba para que yo empezase a balbucir excusas. En pocas palabras, habría hecho cualquier cosa antes que ofender a la señora Crupp, que era la pesadilla de mi vida.

Compré una mesita con ruedas de segunda mano para mi pequeño festejo, pues no quería contar con la ayuda del joven desenvuelto; sentía cierta prevención contra él desde que me lo encontré en el Strand, un domingo por la mañana, ataviado con un chaleco extraordinariamente parecido a uno de los míos y que no había vuelto a ver desde la cena anterior. Sí contraté de nuevo a la muchacha; pero con la condición de que se limitara a subir las fuentes de la comida y luego se retirara al descansillo, al otro lado de la puerta, donde su costumbre de sorber por las narices no llegaría a oídos de los invitados, y donde resultaría físicamente imposible que pisoteara los platos.

Habiendo reunido los ingredientes necesarios para el ponche que prepararía el señor Micawber; habiendo dejado sobre mi tocador un frasco de agua de lavanda, dos velas, un paquete de alfileres variados y un acerico, para el aseo de la señora Micawber; habiendo, asimismo, ordenado que encendieran el fuego en mi habitación para comodidad de la señora Micawber; y habiendo puesto el mantel con mis propias manos, esperé tranquilo el resultado.

A la hora prevista, mis tres invitados llegaron a la vez. El señor Micawber con un cuello de camisa mayor de lo habitual y una cinta nueva en el monóculo; la señora Micawber con su cofia envuelta en papel color crema; Traddles llevando el paquete en cuestión y dando el brazo a la señora Micawber. Todos se mostraron encantados con mi casa. Cuando llevé a la señora Micawber a mi tocador y vio los preparativos que había hecho en su honor, se quedó tan extasiada que llamó al señor Micawber para que viniera a verlo.

–Mi querido Copperfield –exclamó el señor Micawber–, ¡cuánto lujo! Este tren de vida me recuerda los tiempos en que yo era un hombre célibe, cuando la señora Micawber aún no había sido invitada a prestar juramento de fidelidad en el altar del himeneo.

–Está hablando de cuando todavía no había pedido mi mano, señor Copperfield –afirmó maliciosamente ella–. ¡Qué sabe él si lo habían hecho otros!

–Querida mía –respondió el señor Micawber con repentina seriedad–, no tengo el menor deseo de hablar por los demás. Sé muy bien que, cuando los inescrutables designios del Destino te reservaron para mí, es muy posible que te estuvieran reservando para un hombre que, después de una larga lucha, acabara siendo víctima de unos apuros económicos de complicada naturaleza. Comprendo tu alusión, mi amor. Me duele, pero puedo sobrellevarla.

–¡Micawber! –dijo su esposa, llorando–. ¿Acaso merezco esto? ¡Yo, que nunca te he abandonado ni te abandonaré jamás, Micawber!

–Mi amor –repuso el señor Micawber, muy conmovido–, espero que perdones, y estoy seguro de que nuestro viejo y fiel amigo Copperfield también lo hará, la amargura momentánea de un alma herida, más sensible de lo habitual por culpa de una reciente colisión con un sicofante del Poder (en otras palabras, con un desvergonzado fontanero de la Compañía de Aguas), y compadezcas sus excesos, en lugar de condenarlos.

El señor Micawber se apresuró entonces a besar a su mujer y me dio un apretón de manos; dándome a entender, con esta accidentada alusión, que le habían cortado el suministro de agua por no pagar la factura.

Para alejar sus pensamientos de tan triste asunto, le dije que contaba con él para que preparase el ponche, y lo llevé hasta donde estaban los limones. Su abatimiento, por no decir su desesperación, se desvanecieron en un instante. Jamás he visto a un hombre tan feliz como el señor Micawber aquella tarde entre el aroma de la peladura de limón y del azúcar, el flamear del ron y el vapor del agua hirviendo. Era maravilloso ver su rostro resplandeciente en medio de la tenue nube que formaban aquellos exquisitos efluvios, mientras removía, mezclaba y paladeaba, como si estuviera haciendo, no un ponche, sino la fortuna que disfrutaría su familia durante generaciones y generaciones. En cuanto a la señora Micawber, no sé si fue el efecto de la cofia, del agua de lavanda, de los alfileres, del fuego o de las velas, pero salió de mi habitación (hablando en términos relativos) incluso hermosa. Y nunca ha habido una alondra más alegre que aquella excelente mujer.

Supongo (jamás me atreví a preguntárselo, pero lo supongo) que, después de freír los lenguados, la señora Crupp se sintió indispuesta, porque, a partir de ese momento, las cosas se torcieron. La pierna de cordero llegó muy roja por dentro y muy pálida por fuera; y, además, salpicada de una extraña sustancia de textura arenosa, como si hubiera caído en las cenizas de la famosa cocina. Pero el jugo del asado no nos permitió aclarar este hecho, pues la muchacha lo había derramado en su totalidad por la escalera… donde siguió, dicho sea de paso, hasta que el tiempo borró sus huellas. El pastel de pichón no estaba malo, pero era bastante engañoso: su corteza parecía una de esas cabezas decepcionantes, desde el punto de vista frenológico, llenas de abolladuras y de protuberancias, y sin nada especial en su interior. En pocas palabras, el banquete fue un fracaso tan grande que me habría sentido muy desdichado (por el fracaso, quiero decir, ya que siempre me sentía desdichado por Dora) de no haber sido por el buen humor de los comensales y por una brillante sugerencia del señor Micawber.

–Mi querido amigo Copperfield –dijo mi invitado–, esta clase de incidentes ocurren en las familias mejor organizadas; y en los hogares sin esa omnipresente influencia que santifica, al tiempo que realza, el… para decirlo en una palabra, sin la influencia de la mujer, en su noble papel de esposa, es de esperar que se produzcan siempre, y hay que sobrellevarlos con filosofía. Si me permite observar que hay pocos comestibles más exquisitos, en su estilo, que un asado de carne con mucho picante, y que creo que, dividiéndonos el trabajo, podríamos preparar uno muy bueno si su criada nos trajera una parrilla; yo diría que podemos remediar fácilmente esta pequeña desventura.

Había una parrilla en la despensa, que se empleaba para cocinar mi loncha de tocino por las mañanas. Nos la trajeron en un abrir y cerrar de ojos, e inmediatamente pusimos en marcha el plan del señor Micawber. El trabajo se repartió del modo siguiente: Traddles cortaba el cordero en tajadas; el señor Micawber (que hacía esta clase de cosas a la perfección) las cubría con pimienta, mostaza, sal y guindilla; yo las colocaba en la parrilla, les daba la vuelta con un tenedor y las retiraba, siguiendo las indicaciones del señor Micawber; y la señora Micawber calentaba un poco la salsa de setas en una pequeña cazuela, sin dejar de removerla. Cuando tuvimos suficiente carne para empezar a comer, nos lanzamos al ataque, con los puños de las camisas remangados, mientras que nuevas tajadas chisporroteaban sobre las brasas y nuestra atención se repartía entre el cordero de nuestros platos y el que seguía en el fuego.

Entre la novedad de cocinar así, lo delicioso del resultado, el bullicio que conllevaba, las idas y venidas para vigilar la parrilla y comer las tajadas a medida que salían del fuego, y el hecho de estar tan ajetreados, divertidos y acalorados en medio de aquellos tentadores efluvios, puede decirse que no quedó de la pierna más que el hueso. Mi apetito volvió milagrosamente. Me avergüenza confesarlo, pero creo realmente que me olvidé de Dora durante unos minutos. El señor y la señora Micawber disfrutaron tanto del festín como si hubieran tenido que vender una cama para pagarlo. Traddles se reía sin parar, con el mismo entusiasmo con que comía o trabajaba. Todos seguíamos su ejemplo; casi me atrevería a afirmar que jamás se ha celebrado una cena mejor.

Cuando estábamos en el súmmum de la diversión, concentrado cada uno en su tarea, intentando convertir la última hornada de cordero en la guinda de la feliz fiesta, advertí la presencia de una persona extraña en la estancia; y mis ojos se encontraron con los del respetable Littimer, sombrero en mano, de pie ante mí.

–¿Qué ocurre? –exclamé sin querer.

–Disculpe, señor; me indicaron que entrase. ¿No está aquí mi amo, señor?

–No.

–¿Le ha visto usted, señor?

–No; ¿acaso le ha enviado él?

–A decir verdad, no, señor.

Nos interrumpen mientras cocinamos

–¿Le dijo él que se encontraría aquí?

–No exactamente, señor. Pero supongo que vendrá mañana si no lo ha hecho hoy.

–¿Regresa de Oxford?

–Le ruego que se siente, señor –contestó respetuosamente–; permítame que sea yo quien me ocupe de esto.

Y, con estas palabras, me quitó el tenedor de la mano, sin que yo ofreciera resistencia, y se inclinó sobre la parrilla como si ésta acaparara toda su atención.

No creo que nos hubiera desconcertado en absoluto la aparición de Steerforth en persona; pero la entrada de su respetable criado nos volvió dóciles como corderos. El señor Micawber se dejó caer en su silla, tarareando una canción para hacer ver que se encontraba a sus anchas; el mango del tenedor, escondido apresuradamente, asomaba por detrás de su chaleco como si se hubiera apuñalado a sí mismo. La señora Micawber se puso sus guantes marrones y adoptó una distinguida languidez. Traddles se pasó las manos grasientas por el cabello, que se le erizó, y empezó a mirar el mantel, confuso. En cuanto a mí, no era más que un bebé en la cabecera de la mesa; y apenas me atrevía a dirigir la vista hacia aquel respetable fenómeno, que había venido, ¡sabe Dios de dónde!, para restablecer el orden en mi casa.

Littimer, entretanto, sacó el cordero del fuego y nos lo ofreció con aire solemne. Todos nos servimos alguna tajada, pero habíamos perdido el apetito y nos limitamos a hacer que comíamos. Fue retirando los platos en silencio, a medida que los dejábamos a un lado, y nos trajo el queso. Se lo llevó cuando hubimos terminado; quitó la mesa; amontonó los platos en la mesita con ruedas; colocó delante de nosotros los vasos de vino; y, sin que nadie le dijera nada, se llevó la mesita rodante a la despensa. Realizó todos estos movimientos a la perfección, sin apartar jamás la mirada de lo que estaba haciendo. Y, sin embargo, cuando estaba de espaldas, hasta sus codos parecían reflejar su firme convicción de que yo era sumamente joven.

–¿Desea algo más, señor?

–No, gracias– respondí–, pero ¿no quiere usted cenar algo?

–No, señor; se lo agradezco.

–¿El señor Steerforth viene de Oxford?

–¿Cómo dice, señor?

–¿Que si el señor Steerforth viene de Oxford?

–Supongo que estará aquí mañana, señor. Pensé que llegaría hoy; pero sin duda me he equivocado.

–Si le ve antes que yo… –empecé a decir.

–Perdone, señor; pero no creo que lo vea antes que usted.

–En caso de que lo vea –proseguí–, dígale que lamento mucho no haberle visto hoy; habría encontrado en casa a uno de sus viejos compañeros de internado.

–¿De veras, señor? –exclamó, y repartió una de sus reverencias entre Traddles y yo, mirándolo a él.

Se estaba retirando discretamente hacia la puerta, cuando, en un intento desesperado por dirigirle unas palabras en tono natural –algo que no conseguía nunca–, exclamé:

–¡Oh! ¡Littimer!

–¡Señor!

–¿Se quedó mucho tiempo en Yarmouth en aquella ocasión?

–No demasiado, señor.

–¿Llegó a ver usted el barco acabado?

–Sí, señor. Esperé hasta que terminaron todos los trabajos.

–¡Lo supongo! –repuse; Littimer alzó respetuosamente los ojos–. Imagino que el señor Steerforth no lo ha visto todavía, ¿no es así?

–La verdad es que lo ignoro, señor. Creo que… pero no sabría decírselo, señor. Le deseo buenas noches, señor.

Incluyó a todos los asistentes en el obsequioso saludo que siguió a estas palabras, y desapareció. Mis invitados parecieron respirar más libremente cuando se marchó; pero yo también sentí un gran alivio, pues, además del malestar que me inspiraba el extraño sentimiento de inferioridad que experimentaba siempre delante de aquel hombre, mi conciencia no había cesado de recordarme que yo había desconfiado de su amo; y no pude reprimir cierto desasosiego al pensar que tal vez él se había percatado. Con tan pocas cosas que ocultar, ¿cómo podía tener siempre la impresión de que este hombre me había pillado en falta?

El señor Micawber me sacó de mis meditaciones, que se mezclaban con el vago temor, surgido del remordimiento, de que el propio Steerforth se presentara cubriendo de elogios al ausente Littimer, un individuo de lo más respetable y el mejor de los criados.

–Pero el ponche, mi querido Copperfield –dijo el señor Micawber, probándolo–, es como el tiempo y la marea, no espera a nadie. ¡Ah! ¡Ahora está en su punto! Amor mío, ¿me das tu opinión?

La señora Micawber afirmó que era excelente.

–Entonces –exclamó el señor Micawber–, si mi amigo Copperfield lo permite, brindaré por los días en que él y yo éramos más jóvenes, y luchábamos juntos por abrirnos camino en el mundo. Y puedo decir de los dos, con palabras que ya hemos cantado juntos:

Hemos correteado por las colinas

cogiendo hermosas margaritas

»En sentido figurado… en más de una ocasión. No sé con exactitud –prosiguió el señor Micawber, con su peculiar entonación y con el aire indescriptible de decir algo muy distinguido– a qué clase de margaritas se refiere, pero estoy seguro de que Copperfield y yo las habríamos cogido a menudo si hubiéramos podido.

El señor Micawber, en ese momento, bebió un trago de su ponche. Los demás seguimos su ejemplo: Traddles parecía ensimismado, tratando de comprender en que época lejana el señor Micawber y yo habíamos sido camaradas en la lucha por la vida.

–¡Ejem! –carraspeó el señor Micawber, entrando cada vez más en calor con el ponche y con el fuego–. Querida mía, ¿otro vasito?

La señora Micawber respondió que sólo tomaría un poco, pero nosotros no lo permitimos, y volvió a llenarle el vaso.

–Como aquí estamos en confianza, señor Copperfield –dijo la señora Micawber, bebiendo a sorbitos–, ya que el señor Traddles es como de nuestra familia, me gustaría saber qué opina usted de las perspectivas del señor Micawber. Pues el trigo –argumentó–, como he repetido en varias ocasiones, tal vez sea un negocio distinguido, pero no produce ganancias. Por modestas que sean nuestras aspiraciones, una comisión de dos chelines y nueve peniques cada quince días no puede considerarse remunerativa.

Todos nos mostramos de acuerdo con ella.

–Por ese motivo –prosiguió la señora Micawber, que se preciaba de su clarividencia y de llevar por el buen camino (gracias a su sabiduría femenina) al señor Micawber, quien, de otro modo, se habría desviado un poco–, me gustaría saber lo siguiente: si el trigo no es fiable, ¿a qué puede dedicarse el señor Micawber? ¿Al carbón? En absoluto. Dirigimos nuestra atención a este experimento, siguiendo el consejo de mi familia, pero fue una falacia.

El señor Micawber, apoyado en el respaldo de la silla con las manos en los bolsillos, nos miraba de soslayo y asentía con la cabeza, dando a entender que su mujer había expuesto muy bien la situación.

–Como el trigo y el carbón están descartados, señor Copperfield –continuó argumentando la señora Micawber–, contemplo el mundo que me rodea y digo: «¿En qué podría triunfar una persona con el talento del señor Micawber?». Y excluyo cualquier actividad relacionada con una comisión, porque ésta resulta siempre incierta. Estoy convencida de que lo mejor para una persona del carácter del señor Micawber es algo cierto.

Traddles y yo expresamos, con un murmullo de simpatía, que aquel gran descubrimiento podía aplicarse sin duda al señor Micawber, lo que no debía sino enorgullecerlo.

–No os ocultaré, mi querido señor Copperfield –declaró la señora Micawber–, que llevo mucho tiempo convencida de que el negocio de la cerveza se adaptaría muy bien a la personalidad del señor Micawber. ¡Fíjese en Barclay y Perkins! ¡Fíjese en Truman, Hanbury y Buxton! El señor Micawber sólo podría brillar en asuntos de esa envergadura… lo conozco muy bien, por eso puedo decirlo; además, tengo entendido que los beneficios son ¡enormes! Sin embargo, como el señor Micawber no puede entrar en esas firmas, ya que éstas se niegan a responder las cartas en las que les ofrece sus servicios, incluso para ocupar los puestos menos relevantes, ¿qué sentido tiene obstinarse en esa idea? Ninguno. Es posible que mi convicción de que los modales del señor Micawber…

–¡Ejem! Verdaderamente, querida –la interrumpió éste.

–Cállate, amor mío –exclamó la señora Micawber, dejando su guante marrón en la mano de su marido–. Es posible que yo tenga la convicción, señor Copperfield, de que la educación del señor Micawber lo cualifica especialmente para los negocios bancarios. Es posible que me diga para mis adentros que si tuviera un depósito en un banco, los modales del señor Micawber, como representante de éste, me inspirarían confianza y atraerían más clientes. Pero si los diferentes bancos se niegan a aprovechar la capacidad del señor Micawber, o reciben sus ofrecimientos con desprecio, ¿qué sentido tiene obstinarse en esa idea? Ninguno. En cuanto a fundar un negocio bancario, es posible que yo sepa que hay miembros de mi familia que, si quisieran poner su dinero en manos del señor Micawber, podrían crear un establecimiento de esa clase. Pero si no deciden poner su dinero en manos del señor Micawber… como es el caso… ¿qué sentido tiene obstinarse? Afirmo una vez más que no hemos avanzado nada.

Moví la cabeza y dije: «Nada en absoluto». Traddles movió, asimismo, la cabeza y repitió: «Nada en absoluto».

–¿Qué puedo deducir de esto? –prosiguió la señora Micawber, con el mismo aire de estar exponiendo el caso con lucidez–. ¿Cuál es la conclusión a la que llego irremediablemente, señor Copperfield? ¿Acaso me equivoco al decir que está claro que tenemos que vivir?

Contesté: «¡En absoluto!», y Traddles contestó: «¡En absoluto!»; después de lo cual me encontré añadiendo sabiamente, yo solo, que todo el mundo tenía que vivir o morir.

–Exactamente –repuso la señora Micawber–. A eso me refiero. Y la realidad, mi querido señor Copperfield, es que no podemos seguir viviendo si nuestra situación no cambia a corto plazo. He llegado al convencimiento, y así se lo he comunicado varias veces al señor Micawber en los últimos días, de que las oportunidades no se presentan solas. Hasta cierto punto, hay que ayudarlas. Es posible que me equivoque, pero ésa es mi opinión.

Tanto Traddles como yo la aplaudimos calurosamente.

–Pues, bien –continuó la señora Micawber–, ¿cuál es mi consejo entonces? He aquí al señor Micawber, un hombre lleno de aptitudes… con un gran talento…

–Verdaderamente, mi amor –empezó a decir el señor Micawber.

–Por favor, querido, déjame terminar. He aquí al señor Micawber, un hombre lleno de aptitudes… con un gran talento… incluso me atrevería a añadir, un genio… aunque tal vez me ciegue el amor de esposa…

–No –murmuramos Traddles y yo al unísono.

–Y he aquí al señor Micawber, sin una posición y un empleo adecuados. ¿Y de quién es la responsabilidad? De la sociedad, por supuesto. Por eso me gustaría divulgar este hecho tan vergonzoso, y desafiar valientemente a la sociedad para que lo rectifique. Soy de la opinión, mi querido Copperfield –prosiguió con firmeza–, de que el señor Micawber tendría que arrojar el guante a la sociedad y decir sin miedo: «Veamos quién lo recoge. Que inmediatamente dé un paso al frente».

Me tomé la libertad de preguntarle a la señora Micawber cómo podría lanzarse ese desafío.

–Poniendo anuncios en todos los periódicos –contestó–. En mi opinión, eso es lo que el señor Micawber debería hacer, no sólo por él, sino también por su familia… y casi me atrevo a decir que por la sociedad, que hasta ahora lo ha ignorado; describirse a sí mismo como es, con tales o cuales aptitudes, y terminar así: «Ahora denme un empleo remunerado y dirijan su respuesta, a portes pagados, a W.M., Oficina de Correos, Camden Town».

–Esta idea de la señora Micawber, mi querido Copperfield –me explicó su marido, juntando las dos puntas del cuello de la camisa delante de su barbilla y mirándome de soslayo–, es en realidad el famoso salto del que le hablé la última vez que nos vimos.

–Los anuncios son bastante costosos –señalé, tímidamente.

–¡Así es! –replicó la señora Micawber, con su acostumbrada lógica–. ¡Muy cierto, mi querido señor Copperfield! Eso es exactamente lo que le he dicho al señor Micawber. Por ese motivo, creo que (no sólo por él, sino también por su familia y por la sociedad, como ya he dicho) debería pedir prestada cierta cantidad de dinero… contra una letra de cambio.

El señor Micawber, recostado en la silla, jugaba con su monóculo y miraba el techo; pero tuve la sensación de que también observaba a Traddles, que estaba contemplando el fuego.

–Si ningún miembro de mi familia –afirmó la señora Micawber– tiene la generosidad suficiente para negociar esa letra de cambio… Supongo que hay un término comercial más apropiado para expresar lo que quiero decir…

–Descontar –sugirió el señor Micawber, con la vista todavía pegada al techo.

–Para descontar esa letra –continuó su mujer–, entonces, mi opinión es que el señor Micawber debería ir al centro financiero de la ciudad, llevar esa letra al Mercado de Valores y deshacerse de ella por lo que quieran darle. Si las personas del Mercado de Valores obligan al señor Micawber a vender con grandes pérdidas, allá ellos y sus conciencias. Yo lo considero una firme inversión. Y recomiendo al señor Micawber, mi querido señor Copperfield, que siga mi ejemplo; que juzgue esta operación como una inversión segura, y que esté dispuesto a cualquier sacrificio.

Sentí, aunque no sé por qué, que había gran abnegación y devoción en las palabras de la señora Micawber, y murmuré algo en ese sentido. Traddles, que me seguía fielmente, hizo lo mismo, sin dejar de contemplar el fuego.

–No quiero –prosiguió la señora Micawber, acabando su ponche y poniéndose el chal sobre los hombros, preparándose para ir a mi dormitorio– extenderme más en los asuntos pecuniarios del señor Micawber. Al calor de su chimenea, mi querido Copperfield, y en presencia del señor Traddles, a quien consideramos como de la familia, aunque nuestra amistad sea más reciente, no he podido evitar ponerles al corriente del proceder que aconsejo al señor Micawber. Pienso que ha llegado el momento de que se ponga en movimiento y… haga valer sus derechos; y creo que ése es el único camino a seguir. Soy consciente de que no soy más que una mujer, y de que, por lo general, un hombre está más capacitado para discutir estas cuestiones; y, sin embargo, no debo olvidar que, cuando vivía en casa con papá y mamá, mi papá solía decir: «A pesar de su aspecto delicado, nadie comprende las cosas mejor que Emma». Sé bien que mi papá no era imparcial; pero tanto mi deber filial como mi razón me prohíben dudar de su perspicacia a la hora de juzgar un carácter.

Después de decir estas palabras, y haciendo caso omiso de nuestras peticiones para que honrara con su presencia la última ronda de ponche, la señora Micawber se retiró a mi habitación. Y tuve la sensación de que era una mujer de gran nobleza, la clase de mujer que podría haber sido una matrona romana, capaz de realizar toda suerte de actos heroicos, en tiempos de trastornos públicos.

En el fervor de esta impresión, felicité al señor Micawber por el tesoro que poseía. Traddles hizo lo mismo. El señor Micawber nos tendió la mano –primero al uno, después al otro– y se cubrió el rostro con un pañuelo de bolsillo, que tenía más manchas de rapé de lo que él imaginaba. Volvió entonces al ponche, exultante.

Su elocuencia no pudo ser mayor. Nos explicó que todos vivíamos de nuevo en nuestros hijos y que, bajo el peso de las dificultades materiales, cualquier aumento en su número debía ser doblemente bienvenido. La señora Micawber había tenido últimamente algunas dudas al respecto, pero él las había disipado y le había devuelto la tranquilidad. En cuanto a su familia, era completamente indigna de ella, y a él le resultaba indiferente lo que pensaran; podían irse todos –por decirlo con sus propias palabras– ¡al mismísimo diablo!

Luego elogió calurosamente a Traddles. Afirmó que el carácter de éste era un compendio de sólidas virtudes de las que él (el señor Micawber) no podía vanagloriarse, aunque daba gracias al Cielo por ser capaz de admirarlas. Se refirió con honda emoción a la dama desconocida a la que Traddles había entregado el corazón, y que, a su vez, honraba y bendecía al joven, correspondiéndole con su amor. El señor Micawber brindó por ella. Yo le imité. Traddles nos dio las gracias, diciendo con una sencillez y una franqueza que me cautivaron:

–No saben cuánto se lo agradezco, de veras. ¡Les aseguro que no puede ser una joven más dulce!

El señor Micawber aprovechó la ocasión para aludir, con la máxima delicadeza y cortesía, al estado de mi corazón. Sólo podría renunciar a la convicción de que su amigo Copperfield amaba y era amado, señaló, si éste afirmaba rotundamente lo contrario. Después de unos instantes de malestar y confusión, y de no pocos rubores, balbuceos y negativas, acabé exclamando con el vaso en la mano:

–Pues bien, ¡a la salud de D.!

El señor Micawber se sintió tan emocionado y complacido que echó a correr hacia mi habitación con un vaso de ponche, a fin de que la señora Micawber pudiera beber por D., lo que ella hizo con enorme entusiasmo.

–¡Bravo! ¡Bravo! Mi querido señor Copperfield, ¡qué alegría tan grande! ¡Bravo! –gritó desde el cuarto contiguo con voz penetrante, mientras daba golpecitos en la pared a modo de aplausos.

Nuestra conversación se volvió entonces más mundana; el señor Micawber nos contó que se sentía incómodo en Camden Town y que, cuando sus anuncios surtieran efecto, lo primero que haría sería cambiar de domicilio. Habló de una hilera de casas al oeste de Oxford Street, enfrente de Hyde Park, a las que tenía echado el ojo desde hacía mucho tiempo; aunque no esperaba ocupar una de ellas en seguida, pues exigiría demasiada servidumbre. Habría probablemente un intervalo, explicó, en el que se contentaría con la parte superior de una casa, encima de un comercio respetable… por ejemplo, en Piccadilly, un barrio muy agradable para la señora Micawber; y donde podrían residir con comodidad y decoro algunos años, después de abrir un ventanal, levantar un piso más, o realizar alguna pequeña reforma por el estilo. Nos dijo de modo expreso que fuera lo que fuera lo que le deparase el destino, o dondequiera que viviese, siempre tendría una habitación para Traddles y un cuchillo y un tenedor para mí. Le dimos las gracias por su bondad, y él nos pidió que le perdonáramos por haberse extendido en unos asuntos tan prosaicos, algo natural en un hombre que estaba a punto de cambiar de vida.

La señora Micawber golpeó nuevamente la pared para saber si el té estaba preparado e interrumpió nuestra amistosa charla. Ella misma nos lo sirvió del mejor modo; y, cada vez que le pasaba las tazas de té y el pan con mantequilla, me preguntaba cuchicheando si D. era rubia o morena, alta o baja y otros detalles parecidos, que creo que me gustaban. Después del té, hablamos de diversos asuntos junto al fuego; y la señora Micawber tuvo la amabilidad de cantarnos (con una vocecilla desafinada que recuerdo haber considerado la cerveza más barata de la acústica cuando la conocí) las famosas baladas y . Al parecer, la señora Micawber había sido célebre por estas dos canciones cuando vivía con su papá y su mamá. El señor Micawber nos contó que cuando la oyó cantar, la primera vez que tuvo ocasión de verla bajo el techo paterno, la joven llamó poderosamente su atención; pero que, cuando entonó , decidió conquistar a esa mujer o morir en el intento.

Entre las diez y las once, la señora Micawber se levantó para envolver su cofia en el papel color crema y ponerse el sombrero. El señor Micawber aprovechó el momento en que Traddles se ponía el abrigo para deslizar una carta en mi mano, susurrándome que la leyera cuando tuviese tiempo. Mientras sostenía una vela por encima de la barandilla, a fin de iluminar las escaleras, esperé, por mi parte, a que el señor Micawber fuera en cabeza, guiando a su esposa, para retener un momento a Traddles (que les seguía con la cofia) en lo alto de la escalera.

–Traddles –dije–, el señor Micawber no tiene malas intenciones, pobre hombre; pero, si estuviera en tu lugar, no le prestaría nada.

–Mi querido Copperfield –respondió mi amigo, sonriendo–, no tengo nada que prestarle.

–¿Acaso no tienes un nombre?

–¡Oh! ¿Y a eso lo llamas algo que prestar? –inquirió, con aire pensativo.

–Desde luego.

–¡Oh! –exclamó Traddles–. ¡Naturalmente que sí! Te lo agradezco mucho, Copperfield; pero… mucho me temo que ya lo he hecho.

–¿Para la letra de cambio que será una inversión segura? –pregunté.

–No –repuso él–. Para ésa no. Es la primera vez que la menciona. He pensado que seguramente me hablaría de ella en el camino de vuelta a casa. La mía es otra.

–Espero que no te meta en un lío –señalé.

–Espero que no –contestó–. No, no lo creo… el otro día me dijo que ya estaba cubierta. Ésa fue la expresión del señor Micawber: «Cubierta».

El señor Micawber nos miró en ese instante, y sólo tuve tiempo de repetir mi advertencia. Traddles me dio las gracias y bajó. Pero, cuando lo vi alejarse, tan amable, con la cofia en la mano y dándole el brazo a la señora Micawber, tuve la certeza de que se dejaría llevar al Mercado de Valores sin ofrecer la menor resistencia.

Volví junto a la chimenea; estaba recordando, medio en serio medio en broma, el carácter del señor Micawber y nuestras antiguas relaciones cuando oí que alguien subía las escaleras con paso rápido. Al principio, pensé que sería Traddles, que regresaba en busca de algo que la señora Micawber había olvidado; pero, a medida que las pisadas se acercaban, mi corazón empezó a latir más fuerte y la sangre afluyó a mis mejillas, pues comprendí que se trataba de Steerforth.

Jamás olvidaba a Agnes, que nunca abandonaba el santuario de mis pensamientos –si así puedo llamarlo–, donde la había colocado desde el principio. Pero cuando Steerforth entró y se detuvo ante mí, tendiéndome la mano, la sombra que había caído sobre él se transformó en luz, y me sentí confuso y avergonzado por haber dudado de alguien a quien quería tanto. No es que mi amor por Agnes disminuyera; continuaba siendo el ángel bueno y amable de mi vida. No le reprochaba nada, me culpaba a mí mismo de haber traicionado a mi amigo; y habría hecho cualquier cosa para reparar mi falta, si hubiera sabido cómo.

–Daisy, viejo amigo, ¡pareces haberte quedado sin habla! –dijo Steerforth riendo, al tiempo que estrechaba calurosamente mi mano y la soltaba alegremente–. Y estabas celebrando otra fiesta, ¡menudo sibarita! Estos muchachos de los Doctors’ Commons son los más alegres de la ciudad, ¡veo que nos dan cien vueltas a los juiciosos habitantes de Oxford!

Su expresiva mirada recorrió alegremente la habitación mientras tomaba asiento frente a mí, en el sofá que la señora Micawber acababa de abandonar, y empezó a atizar el fuego.

–Estaba tan sorprendido –exclamé, dándole la bienvenida con toda la cordialidad que sentía– que apenas me salían las palabras, Steerforth.

–Verme consuela los ojos enfermos, como dicen los escoceses –replicó mi amigo–, y lo mismo ocurre al verte, Daisy, tan resplandeciente. ¿Cómo estás, discípulo de Baco?

–Muy bien –contesté–; pero esta noche no ha habido aquí ninguna bacanal, aunque confieso que he tenido tres invitados.

–Que acabo de encontrar en la calle, cubriéndote de elogios en voz alta –dijo Steerforth–. ¿Quién es tu amigo el de los pantalones ajustados?

Le describí en pocas palabras, y lo mejor que pude, al señor Micawber; y él se rió a carcajadas del retrato que hacía de ese caballero, declarando que era un hombre digno de conocerse y que yo tenía que presentárselo.

–¿Y quién supones que era mi otro invitado? –pregunté yo, a mi vez.

–¡Sabe Dios! –exclamó él–. No sería un pelmazo, ¿verdad? Tenía todo el aspecto.

–¡Era Traddles! –respondí en tono de triunfo.

–¿Quién? –inquirió Steerforth, con aire indiferente.

–¿Acaso no te acuerdas de Traddles? Nuestro compañero de dormitorio en Salem House…

–¡Oh! ¡Aquel muchacho! –dijo él, golpeando con el atizador un trozo de carbón en la parte superior del fuego–. ¿Sigue tan tierno y compasivo como siempre? ¿Y de dónde diablos lo has sacado?

Me deshice en alabanzas de Traddles, pues tuve la sensación de que Steerforth lo menospreciaba. Mi amigo comentó que también se alegraría de ver a nuestro viejo compañero, pues siempre había sido un tipo extraño; y, dando por concluido el asunto con una leve inclinación de cabeza y una sonrisa, me preguntó si tenía algo de comer. Durante la mayor parte de nuestro breve diálogo, cuando no hablaba con una vivacidad febril, se entretenía rompiendo los trozos de carbón con el atizador. Observé que seguía haciendo lo mismo mientras yo sacaba los restos del pastel de pichón y otras pequeñas sobras.

–Pero, Daisy, ¡es una cena regia! –exclamó, rompiendo de pronto su silencio y sentándose en la mesa–. Le haré los honores, pues acabo de llegar de Yarmouth.

–Creía que venías de Oxford –comenté.

–No –replicó Steerforth–. He estado navegando… una ocupación mucho mejor.

–Littimer estuvo aquí hoy, preguntando por ti –señalé–, y me pareció entender que estabas en Oxford; aunque, ahora que lo pienso, no dijo nada al respecto.

–Littimer es más tonto de lo que pensaba si se interesa tanto por mí –dijo mi amigo, sirviéndose alegremente un vaso de vino y bebiéndolo a mi salud–. En cuanto a adivinar lo que pasa por su cabeza, Daisy, si eres capaz de hacerlo, eres más listo que la mayoría de nosotros.

–Tienes razón –afirmé, acercando mi silla a la mesa–. ¡Así que has estado en Yarmouth, Steerforth! –añadí, deseoso de conocer todos los detalles–. ¿Mucho tiempo?

–No –respondió–. Ha sido una escapada de poco más de una semana.

–¿Y cómo se encuentran todos allí? Supongo que la pequeña Emily no se ha casado todavía, ¿verdad?

–Aún no. Creo que la boda es dentro de unas semanas, o de unos meses… No sé, no los he visto mucho. A propósito, tengo una carta para ti –señaló, mientras dejaba el cuchillo y el tenedor que había estado utilizando con tanta diligencia y empezaba a rebuscar en sus bolsillos.

–¿De quién?

–De tu antigua niñera –repuso, sacando unos papeles del bolsillo interior de su chaqueta–. «El señor J. Steerforth debe a La Voluntad…», no, esto no. Un poco de paciencia, en seguida la encontraremos. El viejo… no recuerdo su nombre… se encuentra muy enfermo; creo que por eso te escribe.

–¿Te refieres a Barkis?

–¡Sí! –exclamó, mientras seguía rebuscando en sus bolsillos y mirando lo que había en ellos–. Me temo que todo ha terminado para el pobre Barkis. Estuve conversando con un pequeño boticario… o médico, no sé muy bien… que, al parecer, tuvo el honor de traerte al mundo. Habló con erudición del caso; pero lo que quiso decir es que el carretero no tardaría en emprender su último viaje. Mira en el bolsillo interior del abrigo que he dejado en esa silla; creo que la carta está allí, ¿no?

–¡Aquí está! –contesté.

–¡Bien!

Era una nota de Peggotty; algo más ilegible de lo habitual, y muy breve. Me comunicaba el estado desesperado de Barkis, y me daba a entender que se mostraba «un poquito más agarrado» de lo habitual, lo que dificultaba que pudiera cuidarle debidamente. No mencionaba sus desvelos ni su fatiga, y dedicaba grandes alabanzas a su marido. Estaba redactada sin la menor afectación, con una sencillez y una familiaridad que yo sabía sinceras; y se despedía con «mis respetos a mi querido niño», refiriéndose a mí.

Mientras yo descifraba la carta, Steerforth siguió comiendo y bebiendo.

–Es muy triste –exclamó cuando hubo terminado–; pero el sol se pone todos los días y no transcurre un minuto sin que muera alguien; no debemos asustarnos de un destino que nos espera a todos. Si nos acobardamos porque oímos en algún lugar la llamada que tarde o temprano viene a buscar a todos los hombres, los objetivos que perseguimos se nos escaparán de las manos. ¡No! ¡Hay que seguir adelante! Sin miramientos, si es necesario; o con ellos, si es posible, pero ¡hay que seguir adelante! ¡Saltar por encima de los obstáculos y ganar la carrera!

–¿Qué carrera? –pregunté.

–La que todos hemos comenzado –respondió–. ¡Hay que seguir adelante!

Recuerdo que cuando se calló y me miró con su hermosa cabeza echada hacia atrás y un vaso en la mano, vi que su rostro, a pesar de guardar la frescura de la brisa del mar y de estar curtido por el sol, reflejaba cierta fatiga que no tenía en nuestro último encuentro; y tuve la impresión de que se había lanzado, con la energía y la vehemencia que le caracterizaban, a una de esas empresas que, una vez iniciadas, parecían inflamar su ánimo. Estuve a punto de reprocharle la fogosidad con que perseguía todos sus caprichos –luchar contra una mar embravecida y desafiar las tormentas, por ejemplo–, pero mis pensamientos volvieron al tema principal de nuestra conversación.

–Te diré algo, Steerforth –exclamé–, si es que tu espíritu valeroso puede escucharme…

–Lo cierto es que tiene fuerza suficiente para hacer lo que desees –contestó, abandonando la mesa y regresando junto al fuego.

–Creo que voy a ir a ver a mi vieja niñera, Steerforth. Sé que no puedo hacerle mucho bien, ni servirle de ayuda; pero me quiere tanto que mi visita tendrá el mismo efecto que si fuera capaz de ambas cosas. Lo apreciará de tal modo que será un consuelo y un descanso para ella. Es lo menos que puedo hacer por una amiga tan fiel. ¿No irías y vendrías en el mismo día si estuvieras en mi lugar?

Su rostro adquirió una expresión pensativa.

–Sí, será mejor que vayas. No puedes hacer ningún daño –dijo en voz baja, después de meditar un momento su respuesta.

–Como acabas de regresar –señalé–, supongo que será inútil pedirte que me acompañes.

–Así es –repuso–. Salgo para Highgate esta misma noche. Hace mucho tiempo que no veo a mi madre, y me remuerde la conciencia; es algo grande ser amado como ella ama a su hijo pródigo… ¡Bah! ¡Tonterías! Imagino que piensas ir mañana, ¿no? –prosiguió, con una mano en cada uno de mis hombros.

–Sí, eso creo.

–Entonces espera a pasado mañana. Quería que pasaras unos días con nosotros. Vengo con el propósito de invitarte, y tú te escapas a Yarmouth…

–Eres el más indicado para hablar de escapadas, Steerforth; tú que siempre vas como un loco, de una expedición desconocida a otra.

Me miró unos instantes en silencio y después, sin soltarme los hombros y zarandeándome un poco, me contestó:

–¡Vamos! Espera un día más y vente con nosotros mañana, todo el tiempo que puedas. ¡Quién sabe cuándo podremos volver a vernos! ¡Vamos! ¡Espera un día más! Necesito que te interpongas entre Rosa Dartle y yo, y procures que estemos separados.

–¿Acaso os querríais demasiado si yo no estuviera?

–Sí, o nos odiaríamos –replicó Steerforth riendo–; poco importa. ¡Vamos! ¡Espera un día más!

Le dije que sí; y él se puso el abrigo, encendió un puro y se preparó para ir a Highgate a pie. Al ver sus intenciones, me puse también el abrigo (pero no encendí un puro, pues había quedado escarmentado por algún tiempo) y le acompañé hasta la carretera, desierta a aquellas horas. Steerforth pareció muy animado durante el trayecto y, cuando nos despedimos, y le vi alejarse con aire intrépido y satisfecho, me acordé de sus palabras: «¡Saltar por encima de los obstáculos y ganar!». Y deseé, por primera vez, que hubiera emprendido una buena carrera.

Me estaba desvistiendo en mi dormitorio cuando la carta del señor Micawber cayó al suelo, lo que me recordó su existencia. De modo que rompí el sello y la leí. La había escrito una hora y media antes de la cena. No sé si he mencionado antes que, cuando el señor Micawber atravesaba una crisis especialmente desesperada, empleaba una especie de fraseología legal, que parecía considerar equivalente a liquidar sus asuntos.

Señor… pues no me atrevo a escribir mi querido Copperfield:

Conviene que le comunique que el abajo firmante se encuentra Aniquilado. Tal vez hoy haya podido observar en él algunos débiles esfuerzos para ahorrarle el descubrimiento prematuro de su calamitosa situación; pero la esperanza se ha desvanecido en el horizonte, y el abajo firmante se encuentra Aniquilado.

La presente comunicación ha sido escrita a escasa distancia (no puedo decir «en compañía») de un individuo casi en estado de embriaguez, que trabaja para el agente judicial. Este personaje ha tomado posesión legal de mi domicilio, por impago de alquiler. Su inventario incluye, no sólo los bienes muebles y los enseres de todo tipo pertenecientes al abajo firmante, como inquilino anual, sino también los del señor Thomas Traddles, huésped, miembro de la Honorable Sociedad del Colegio de Abogados.

Si faltara alguna gota de negrura para que rebosara el cáliz que (en palabras de un escritor inmortal) se «presenta» ahora a los labios del abajo firmante, ésta se hallaría en el hecho de que el susodicho Thomas Traddles aceptó, a título amistoso, convertirse en fiador de un pagaré, por la cantidad de veintitrés libras, cuatro chelines y nueve peniques, que ha vencido y NO está cubierto. Así como en el hecho de que las responsabilidades vivas que tiene a su cargo el abajo firmante se verán incrementadas, siguiendo el curso de la naturaleza, con una nueva víctima indefensa cuya triste llegada puede esperarse, en números redondos, al término de un período que no excederá los seis meses lunares a partir de la presente fecha.

Después de las anteriores premisas, resultaría superfluo añadir que el polvo y las cenizas del remordimiento están para siempre esparcidas sobre la cabeza de

WILKINS MICAWBER

¡Pobre Traddles! Conocía demasiado al señor Micawber, a estas alturas, para saber que no tardaría en recobrarse del golpe; pero mi reposo nocturno se vio turbado por el recuerdo de Traddles y de la hija del reverendo de Devonshire, una muchacha tan dulce y con nueve hermanas, capaz de esperar (¡ominoso elogio!) hasta los sesenta años, o la edad que fuera, para casarse con Traddles.

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