David Copperfield

XLVI Noticias

XLVI

Debía de llevar casado alrededor de un año, si puedo confiar en mi imperfecta memoria para las fechas, cuando un atardecer en que regresaba de un paseo solitario, pensando en el libro que entonces escribía (pues, gracias a mi tesón, mi éxito había aumentado y estaba metido de lleno en mi primera obra de ficción), pasé por delante de la casa de la señora Steerforth. Lo había hecho a menudo, desde que vivía en la vecindad, aunque nunca si podía elegir otro camino. Pero había veces en que esto no era fácil sin dar un largo rodeo; y lo cierto es que pasaba con bastante frecuencia.

Me había limitado siempre a echar una ojeada a la casa y a acelerar el paso para perderla de vista en seguida. Su aspecto era melancólico y sombrío. Ninguna de las habitaciones principales daba a la calle; y las ventanas, estrechas, anticuadas y de pesados marcos, aunque en ninguna circunstancia habrían podido parecer alegres, resultaban de lo más lúgubres, siempre cerradas y con la persianas bajadas. Había un camino cubierto que cruzaba un pequeño patio y conducía hasta una entrada que no se empleaba nunca; y una ventana redonda en las escaleras, muy diferente de las demás, que, a pesar de ser la única que no tenía persianas, producía la misma sensación de tristeza y abandono. No recuerdo haber visto jamás una luz en toda la casa. Si hubiera sido un transeúnte cualquiera, probablemente habría creído que alguna persona solitaria yacía muerta en su interior. Si siempre la hubiera visto igual, y hubiese tenido la suerte de no saber nada de sus ocupantes, supongo que habría dejado que mi imaginación hiciera las más descabelladas conjeturas.

Al no darse esas circunstancias, procuraba fijarme en ella lo menos posible. Pero mi cabeza era incapaz de pasar de largo sin detenerse, tal como hacía mi cuerpo; y no podía evitar que me asaltara una larga sucesión de pensamientos. Aquella tarde de la que hablo, cuando apareció ante mí, envuelta en mis recuerdos juveniles y en mis fantasías ulteriores, en los fantasmas de algunas esperanzas truncadas, en las sombras deshechas de desilusiones vagamente percibidas y entendidas, en la mezcla de cosas vividas e imaginadas… todo ello tan relacionado con la ocupación en la que había estado enfrascado…, fueron muchos los recuerdos que trajo a mi memoria. Estaba absorto en mis meditaciones cuando oí una voz a mi lado que me sobresaltó.

Era la voz de una mujer. Y no tardé en reconocer a la doncella de la señora Steerforth, la joven que en otro tiempo adornaba su cofia con cintas azules. Supongo que se las había quitado para adaptarse al nuevo carácter de la casa; y ahora sólo llevaba uno o dos tristes lazos de color marrón.

–Perdone, señor, ¿tendría la bondad de entrar en la casa y hablar con la señorita Dartle?

–¿La ha enviado ella a buscarme? –inquirí.

–Esta noche no, señor; pero es lo mismo. La señorita Dartle le vio pasar hace un par de días, y me ordenó sentarme con mis labores en la escalera, a fin de pedirle que fuese a hablar con ella en cuanto le viera.

Volví sobre mis pasos y, mientras la seguía, le pregunté cómo estaba la señora Steerforth. Me contestó que su salud era muy delicada y pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación.

Cuando llegamos a la casa, me dijo que encontraría a la señorita Dartle en el jardín, y dejó que yo mismo le anunciara mi presencia. Rosa estaba sentada al final de una especie de terraza, desde donde se divisaba Londres. Era un oscuro atardecer y sólo una luz cárdena iluminaba el cielo; y, mientras contemplaba la ciudad en la distancia, bajo un manto de sombrías nubes, y distinguía aquí y allá algunas siluetas que se elevaban hacia aquella luz plomiza, pensé que el panorama armonizaba con el recuerdo que tenía de esa irascible mujer.

Me vio acercarme a ella y se levantó un momento para saludarme. Me pareció aún más pálida y delgada que en mi última visita; el brillo de sus ojos más intenso, y la cicatriz más visible.

Nuestro encuentro no fue cordial. La última vez que nos habíamos visto nos habíamos separado airadamente; y había en su expresión un menosprecio que no se molestó en disimular.

–Me han dicho que desea hablar conmigo, señorita Dartle –le dije, quedándome en pie a su lado, con la mano en el respaldo de la silla, y rehusando su invitación a tomar asiento.

–Si no tiene usted inconveniente –repuso–. ¿Le importaría decirme si han encontrado a la muchacha?

–No.

–Y, sin embargo, ¡ha huido!

Vi cómo sus finos labios se movían mientras me miraba, como si estuvieran impacientes por cubrir a Emily de reproches.

–¿Que ha huido? –repetí.

–¡Sí! Ha huido de él –respondió con una carcajada–. Si no la han encontrado ya, tal vez no lo hagan nunca. ¡Es posible que esté muerta!

La expresión de triunfo y de crueldad con que me miró, jamás la había contemplado en ningún otro rostro.

–Quizá desear su muerte –dije– sea el mejor destino que pueda imaginar para ella una persona de su sexo. No sabe cuánto me alegro de que el tiempo haya suavizado su carácter, señorita Dartle.

No se dignó contestarme, pero, volviéndose hacia mí con otra carcajada de desprecio, exclamó:

–Los amigos de esa excelente joven a la que tanto se ha ofendido son sus amigos. Usted es su paladín y hace valer sus derechos. ¿Quiere conocer lo que se sabe de ella?

–Sí –repliqué.

La señorita Dartle se levantó con una horrible sonrisa y dirigió sus pasos hacia un seto de acebo muy cercano, que separaba el césped de un huerto.

–¡Venga aquí! –gritó, como si estuviera llamando a una bestia inmunda–. Supongo que en este lugar reprimirá su afán de justicia y de venganza, ¿no es así, señor Copperfield? –inquirió, mirándome por encima del hombro con la misma expresión.

Incliné la cabeza, sin comprender sus palabras, y entonces ella volvió a gritar: «¡Venga aquí!»; y regresó acompañada del respetable señor Littimer, quien, sin haber perdido un ápice de su respetabilidad, me hizo una reverencia y se colocó detrás de ella. El aire de malvada elegancia y de triunfo –en el que, por extraño que parezca, había algo femenino y seductor– con que Rosa Dartle se recostó en la silla que había entre los dos y me observó, era digno de una cruel princesa de leyenda.

–Y ahora, Littimer –le dijo en tono imperioso, sin mirarle siquiera, palpándose la vieja cicatriz (que tal vez en aquella ocasión se estremeció de placer y no de dolor)–, cuéntele al señor Copperfield todo lo que sabe de la huida.

–El señor James y yo, señora…

–¡No ose dirigirse a mí! –le interrumpió, con el ceño fruncido.

–El señor James y yo, señor…

–A mí tampoco, se lo ruego –exclamé.

El señor Littimer, sin inmutarse lo más mínimo, nos dio a entender con una ligera reverencia que cuanto nos era grato a nosotros también le era grato a él; y empezó de nuevo:

–El señor James y yo hemos estado con la joven en el extranjero desde que ella abandonó Yarmouth bajo su protección. Hemos visitado toda clase de lugares y gran número de países. Hemos estado en Francia, Suiza, Italia… en realidad, casi en todas partes.

Tenía la vista fija en el respaldo del asiento, como si éste fuera el destinatario de sus palabras; y paseaba sus dedos suavemente por él, como si tocara las teclas de un piano mudo.

–El señor James parecía extraordinariamente encariñado con la joven; y, desde que estoy a su servicio, jamás le había visto tan tranquilo durante tanto tiempo. La joven había aprendido mucho, y hablaba los idiomas de los países donde nos establecíamos; nadie habría descubierto en ella a la campesina de antaño. Dondequiera que fuese, despertaba una gran admiración.

La señorita Dartle se llevó la mano al costado. Me di cuenta de que Littimer la miraba de soslayo y sonreía con disimulo.

–Sí, la joven despertaba una gran admiración. Entre sus vestidos, el aire y el sol, las atenciones de que era objeto… esto, lo otro y lo de más allá, lo cierto es que sus encantos atraían la atención general.

Se detuvo un instante. Los ojos de la señorita Dartle recorrieron inquietos el lejano horizonte, y se mordió el labio inferior para contener el temblor de su boca.

El señor Littimer retiró las manos del asiento y, colocando una sobre la otra, apoyó todo su cuerpo en una sola pierna.

–La joven continuó así durante algún tiempo –prosiguió, con los ojos bajos y su respetable cabeza echada hacia delante y un poco ladeada–, y de vez en cuando parecía muy abatida. Creo que el señor James empezó a cansarse de que ella se dejara vencer por la tristeza y el desánimo; y las cosas se torcieron. El señor James volvió a dar muestras de gran desasosiego. Cuanto más inquieto estaba él, más se apenaba ella; y he de decir que, entre los dos, me hicieron pasar muy malos ratos. No obstante, poniendo un remiendo aquí y otro allá, una y otra vez, la situación se prolongó mucho más tiempo de lo que habría cabido esperar.

La señorita Dartle desvió su mirada del horizonte y volvió a clavar sus ojos en mí, con la misma expresión de antes. El señor Littimer, llevándose la mano a la boca, aclaró su garganta con una tos breve y respetable, y cargó todo su peso sobre la otra pierna.

–Finalmente –continuó–, después de muchísimas peleas y reproches, el señor James se marchó una mañana de las cercanías de Nápoles, donde ocupábamos una villa (pues a la joven le gustaba el mar), y, con el pretexto de regresar uno o dos días después, la dejó a mi cargo para que le comunicara que, con miras a la felicidad de todos los interesados, había decidido –y el señor Littimer tosió de nuevo– marcharse. Pero he de añadir que el señor James se comportó de un modo sumamente caballeroso; pues propuso que la joven se casara con un hombre muy respetable, dispuesto a olvidar el pasado y tan bueno como cualquier otro al que ella hubiera podido aspirar en condiciones normales, ya que era de familia humilde.

Volvió a cambiar de pierna y se humedeció los labios. Yo tuve el convencimiento de que aquel canalla hablaba de sí mismo, y vi mi propia certeza reflejada en el rostro de la señorita Dartle.

–Me había encargado, asimismo, que le transmitiera esto. Yo estaba dispuesto a hacer lo que fuera para sacar del aprieto al señor James y para restablecer la armonía entre él y su cariñosa madre, que tanto había sufrido por su causa. Por ese motivo, acepté su encargo. La violencia de la joven cuando volvió en sí, después de comunicarle su partida, superó con creces cualquier expectativa. Pareció enloquecer y, de no haberla dominado por la fuerza, se habría clavado un cuchillo, se habría tirado al mar o habría golpeado su cabeza contra el suelo de mármol.

La señorita Dartle, echándose hacia atrás en la silla con el rostro exultante de júbilo, daba la impresión de acariciar las palabras que aquel hombre había pronunciado.

–Pero cuando llegué al segundo punto –dijo el señor Littimer, frotándose las manos con cierto desasosiego–, que cualquiera hubiera considerado una muestra de buena voluntad, la joven reveló su verdadera naturaleza. Jamás he visto a nadie más enfurecido. Su conducta fue de lo más abyecta. No mostró más gratitud, sentimiento, paciencia o raciocinio que un tronco o una piedra. Si no hubiera tenido los ojos bien abiertos, estoy seguro de que me habría matado.

–¡Eso es algo que la honra! –exclamé indignado.

El señor Littimer inclinó la cabeza, como diciendo: «¿De veras, señor? ¡Es usted tan joven!». Y prosiguió su relato.

–En una palabra, durante algún tiempo me vi obligado a alejar de ella cualquier objeto con el que pudiera hacerse daño o herir a los demás, y a tenerla encerrada. A pesar de todo, una noche se escapó: rompió la celosía de la ventana que yo mismo había clavado, se descolgó por una parra que trepaba por el muro, y desde entonces, que yo sepa, nadie ha vuelto a oír hablar de ella.

–Tal vez esté muerta –dijo la señorita Dartle con una sonrisa, como si ya hubiera pisoteado el cadáver de aquella joven descarriada.

–Es posible que se haya ahogado, señorita –respondió el señor Littimer, valiéndose de ese pretexto para dirigirse a alguien–. Es muy posible. O que haya recibido ayuda de los pescadores, de sus mujeres y de sus hijos. Le gustaba mucho la compañía de la gente humilde, y tenía la costumbre, señorita Dartle, de hablar con ellos en la playa y de sentarse junto a sus barcas. La vi pasar allí días enteros, cuando el señor James se ausentaba. Al señor James no le resultó nada agradable descubrir que, en una ocasión, había contado a los niños que era la hija de un pescador y que, mucho tiempo atrás, en su país, había correteado por la playa como ellos.

¡Oh, Emily! ¡Tan triste y tan bella! Su imagen apareció ante mí sentada en una playa lejana, entre esos niños que le recordaban sus días de inocencia, escuchando unas vocecitas que hubieran podido llamarla «madre» si hubiese sido la esposa de un hombre humilde; y el rugido del mar, con su eterno «¡Nunca más!».

–Cuando fue evidente que no había nada que hacer, señorita Dartle…

–¿Acaso no le he dicho que no se dirija a mí? –exclamó ella con auténtico desdén.

–Como usted se ha dirigido a mí, señorita –replicó el señor Littimer–. Le ruego que me disculpe; mi obligación es obedecer.

–Entonces no eluda su obligación –dijo–. ¡Termine su relato y márchese!

–Cuando fue evidente que no había manera de encontrarla –prosiguió el señor Littimer, con aire de infinita respetabilidad y una sumisa reverencia–, fui a buscar al señor James al lugar donde debía escribirle, y le comuniqué lo sucedido. Cruzamos algunas palabras airadas, y abandoné su servicio por una cuestión de dignidad. Yo podía soportar, y de hecho había soportado, muchas cosas del señor James; pero aquella vez llevó demasiado lejos sus insultos. Me hirió. Consciente de las diferencias que existían, desgraciadamente, entre él y su madre, me tomé la libertad de regresar a Inglaterra para informarle de…

–A cambio de una suma de dinero que yo le entregué –aclaró la señorita Dartle.

–Exactamente, señorita…, para informarle de lo que sabía. No creo tener nada más que añadir –dijo el señor Littimer, después de reflexionar unos instantes–. En la actualidad estoy sin empleo y me gustaría encontrar un puesto respetable.

La señorita Dartle me miró, como si quisiera preguntarme si deseaba saber algo más. Como una idea me daba vueltas en la cabeza, agregué:

–Quisiera que este… individuo –fui incapaz de pronunciar un término más conciliador– me dijese si se interceptó una carta dirigida a la joven por su familia, o si cree que ella la recibió.

El señor Littimer continuó inmóvil y en silencio, con la mirada pegada al suelo y las yemas de los dedos de la mano derecha delicadamente apoyadas en las yemas de los dedos de la mano izquierda.

La señorita Dartle volvió desdeñosamente su cabeza hacia él.

–Le ruego que me disculpe, señorita –exclamó, saliendo de su ensimismamiento–, pero, por muy sumiso que pueda parecerle, tengo mis principios, aunque sólo sea un criado. El señor Copperfield y usted son dos personas diferentes. Si el señor Copperfield desea preguntarme algo, será mejor que lo haga directamente. Tengo que mantener mi dignidad.

Después de una breve lucha interior, le miré y le dije:

–Ya ha oído mis palabras. Considere que se las he dirigido a usted, si así lo prefiere. ¿Cuál es su respuesta?

–Señor –contestó, uniendo y separando de vez en cuando sus delicadas yemas–, mi respuesta no puede ser categórica. Una cosa es traicionar la confianza del señor James para contarle algo a su madre, y otra muy distinta traicionarla para contárselo a usted. No considero probable que el señor James alentara una correspondencia que pudiese aumentar el abatimiento y las desavenencias; pero no quisiera extenderme más en ese asunto, señor.

–¿Es eso todo, señor Copperfield? –me preguntó la señorita Dartle.

Le respondí que no tenía nada más que añadir, salvo que comprendía el papel que había desempeñado aquel individuo en la cruel historia, y que así se lo comunicaría al hombre que había servido de padre a la joven desde su más tierna infancia; le aconsejé que, por ese motivo, se abstuviera de aparecer demasiado en público.

Littimer se había detenido en el momento en que empecé a hablar, y me había escuchado con su flema acostumbrada.

–Gracias, señor. Pero permítame que le recuerde que en este país no hay esclavos ni negreros, y que la gente no puede tomarse la justicia por su mano. Si alguien lo hace, se llevará la peor parte. En consecuencia, iré sin miedo allí donde me plazca, señor.

Entonces se inclinó cortésmente ante mí y, después de despedirse de la señorita Dartle con otra reverencia, se marchó por donde había venido: el arco que había en el seto de acebo. La señorita Dartle y yo nos contemplamos en silencio durante unos instantes; su expresión seguía siendo la misma que cuando había llamado a aquel hombre.

–Littimer dice, asimismo –señaló, frunciendo lentamente el labio–, que ha oído que su amo está navegando por las costas de España; y que continuará embarcado hasta que se canse de la vida marinera. Pero eso carece de interés para usted. El abismo que separa a estas dos personas tan orgullosas, la madre y el hijo, es mayor que nunca, y existen muy pocas esperanzas de reconciliación; se parecen demasiado y el paso del tiempo les vuelve cada vez más obstinados y altivos. Sé que nada de esto le interesa; pero sirve de preámbulo para lo que quiero decirle. Ese demonio que usted convierte en ángel, me refiero a esa muchacha despreciable que él sacó del lodo –prosiguió con sus ojos negros clavados en mí y el dedo, trémulo de cólera, levantado–, tal vez viva todavía… tengo entendido que todo lo vulgar dura más. De ser así, supongo que deseará usted encontrar una perla semejante y ocuparse de ella. Nosotros también lo deseamos, a fin de evitar que él caiga de nuevo en sus garras. Hasta aquí, nuestros intereses son los mismos; y ése es el motivo de que yo, que no dudaría en hacerle todo el daño que una criatura tan ordinaria como ella fuese capaz de recibir, le haya hecho venir para escuchar lo que ha escuchado.

Comprendí, por el cambio que experimentó su rostro, que alguien se acercaba por detrás. Era la señora Steerforth, que me tendió la mano con mayor frialdad que en el pasado, exagerando su antigua majestuosidad; percibí, sin embargo, con emoción, que el recuerdo de mi viejo cariño por su hijo seguía indeleble en ella. Había cambiado mucho. Su esbelta figura caminaba menos erguida, su hermoso rostro se había llenado de arrugas y su pelo se había vuelto casi blanco. Pero cuando tomó asiento, me pareció todavía muy bella; y reconocí los ojos brillantes de mirada altanera que habían iluminado mis sueños escolares.

–¿Está el señor Copperfield al corriente de todo, Rosa?

–Sí.

–¿Y lo ha oído de labios de Littimer?

–Sí; le he explicado por qué lo deseaba usted.

–Eres una buena chica. He mantenido una breve correspondencia con su amigo de antaño, señor Copperfield –exclamó, dirigiéndose a mí–, que no le ha ayudado a recuperar el sentido del deber y de las obligaciones filiales. Por consiguiente, mi único propósito es el que Rosa ha mencionado. Si, al mitigar el sufrimiento del buen hombre que usted trajo aquí (y por el que siento una gran lástima… es todo cuanto puedo decir), mi hijo puede ser salvado de caer nuevamente en las redes de un enemigo intrigante, ¡valdrá la pena!

La señora Steerforth se irguió en su asiento, y su mirada se perdió en la lontananza.

–La comprendo, señora –contesté respetuosamente–. Le aseguro que no existe el menor peligro de que yo malinterprete sus motivos. Pero, conociendo desde la infancia a la familia agraviada, hay algo que debo decirle, incluso a usted: si cree que la joven que con tanta dureza se ha visto juzgada no ha sido cruelmente engañada, y no preferiría morir cien veces antes que aceptar un vaso de agua de manos de su hijo, está usted en un terrible error.

–¡Calla, Rosa, calla! –exclamó la señora Steerforth, cuando ésta se disponía a interrumpirnos–. No tiene importancia. He oído decir que ha contraído matrimonio, señor…

Le respondí que llevaba algún tiempo casado.

–¿Y le va bien? Apenas tengo noticias del mundo exterior, pero he sabido que empieza a ser usted muy conocido.

–He tenido mucha suerte –repliqué–, y mi nombre ha cosechado algunos elogios.

–No tiene usted madre, ¿verdad? –preguntó con voz más dulce.

–No.

–Es una lástima –añadió–. Se hubiera sentido orgullosa de usted. ¡Buenas noches!

Estreché la mano que me tendió con aire frío y majestuoso, y lo cierto es que me transmitió la misma serenidad que si su corazón estuviera en calma. Tenía un orgullo capaz de detener hasta los latidos de su corazón, y de cubrir su rostro con un velo de sosiego a través del cual miraba en la distancia.

Al alejarme por la terraza, no pude evitar observar con qué firmeza contemplaban las dos el paisaje, que parecía espesarse y cerrarse en torno a ellas. Aquí y allá, centelleaban las primeras luces en la lejana ciudad; y una claridad cárdena seguía iluminando el oeste. Pero, en la mayor parte del ancho valle, se iba extendiendo un manto de niebla parecido al mar, que, confundiéndose con la oscuridad, daba la impresión de querer sumergir a las dos mujeres en sus aguas. Tengo motivos para recordar esto y para pensar en ello con temor, pues, antes de mirarlas de nuevo, un mar tormentoso se había alzado a sus pies.

Después de reflexionar sobre lo que acababa de oír, consideré mi deber comunicárselo al señor Peggotty. Al día siguiente, al anochecer, me dirigí a Londres en su busca. Él vagaba siempre de un lado a otro, obsesionado con la idea de encontrar a su sobrina; pero pasaba más tiempo en Londres que en cualquier otro lugar. Yo lo había visto con frecuencia, cuando era noche cerrada, recorriendo las calles, buscando lo que tanto temía encontrar entre los escasos transeúntes que deambulaban por la ciudad a unas horas tan intempestivas.

Tenía alquilada una habitación encima de la pequeña tienda de ultramarinos del mercado de Hungerford, que he mencionado en más de una ocasión, desde la que había emprendido la búsqueda de su sobrina. Hacia ella dirigí mis pasos. Cuando pregunté por él, me dijeron que todavía no había salido y que lo encontraría en el piso superior.

El señor Peggotty estaba leyendo junto a la ventana, en la que tenía algunas plantas. El cuarto estaba sumamente limpio y ordenado. Me di cuenta en seguida de que lo tenía siempre preparado para recibir a su sobrina, y que jamás salía de él sin pensar que tal vez volvería con ella. No me había oído llamar a la puerta; y sólo levantó los ojos cuando puse mi mano en su hombro.

–¡Señorito Davy! ¡Gracias por venir, señor! ¡Le agradezco de todo corazón su visita! Siéntese. ¡Bienvenido sea!

–Señor Peggotty –le dije, cogiendo la silla que él me ofrecía–. ¡No espere demasiado! He tenido noticias…

–¿De Emily?

Se llevó nerviosamente la mano a la boca y palideció, al tiempo que clavaba sus ojos en los míos.

–No tenemos ningún indicio de dónde se encuentra, pero ya no está con él.

Tomó asiento, sin dejar de mirarme, y escuchó en el más profundo silencio cuanto tenía que contarle. Recuerdo bien la dignidad, e incluso la belleza, de aquel rostro grave y paciente cuando, tras apartar sus ojos de los míos, dirigió la vista al suelo, con la mano apoyada en la frente. No me interrumpió ni una sola vez, y escuchó toda la historia en el más absoluto silencio. Parecía seguir la silueta de Emily a través de mi relato; y los demás no eran más que vulgares sombras que pasaban a su lado.

Cuando terminé de hablar, se cubrió la cara con las manos y continuó callado. Estuve un rato mirando por la ventana y admirando las plantas.

–¿Qué piensa de todo esto, señorito Davy? –preguntó por fin.

–Creo que está viva –repliqué.

–No sé. Quizá el primer golpe fue demasiado duro para ella, y en su desesperación… ¡Ese mar azul del que tanto hablaba! ¿Habrá pensado en él durante tantos años porque iba a ser su tumba?

Pronunció estas palabras con voz baja y asustada, muy pensativo, mientras andaba de un lado a otro de la habitación.

–Y, sin embargo, señorito Davy –añadió–, he estado siempre tan seguro de que ella vivía… he tenido tal certeza, despierto o dormido, de que la encontraría… y esa idea me ha dado tanta confianza y tanta fuerza… que no puedo haberme equivocado. ¡No! ¡Emily está viva!

Apoyó con firmeza la mano en la mesa, y su rostro curtido por el sol y la intemperie adoptó una expresión decidida.

–¡Mi sobrina Emily está viva, señor! –aseguró–. ¡No sé de dónde surge ni por qué, pero una voz me dice que está viva!

Fue como si hubiera hablado en él la inspiración divina. Esperé unos instantes, hasta que estuvo en condiciones de dedicarme toda su atención; entonces le sugerí algo que se me había ocurrido la noche anterior.

–Y ahora, querido amigo… –empecé.

–Gracias, muchas gracias por su bondad, señor –exclamó, cogiendo mi mano entre las suyas.

–Si ella viniera a Londres, lo cual es bastante probable… pues ¿dónde podría perderse con más facilidad que en esta enorme ciudad? Y, si no vuelve a casa, ¿qué otra cosa podría querer sino perderse y esconderse?

–Pero ella no volverá a casa –me interrumpió, moviendo tristemente la cabeza–. Si se hubiera marchado voluntariamente, quizá lo habría hecho; pero así, no.

–Si viniera aquí –proseguí–, creo que hay una persona, en esta ciudad, que tendría más probabilidades que nadie de descubrir su paradero. ¿Se acuerda de… ¡tenga valor! ¡Piense en su gran objetivo!… se acuerda de Martha?

–¿La de Yarmouth?

Leí con claridad la respuesta en su rostro.

–¿Sabe que está en Londres?

–La he visto por las calles –replicó, estremeciéndose.

–Pero lo que no sabe –añadí– es que Emily se mostró muy caritativa con ella, con el consentimiento de Ham, una noche en casa de su hermana, poco antes de huir. Ni que cierta noche en que usted y yo nos encontramos, y estuvimos conversando en una posada, al otro lado de la calle, ella se quedó escuchándonos detrás de la puerta.

–¡Señorito Davy! –exclamó, asombrado–. ¿Aquella noche en que nevaba tanto?

–En efecto. No he vuelto a verla desde entonces. Volví a buscarla tras despedirme de usted, pero había desaparecido. No quise hablarle de esa joven en aquella ocasión y, si lo hago hoy, es a regañadientes; pero es a ella a quien me refiero, y creo que es a ella a quien tendríamos que dirigirnos. ¿Me comprende?

–Demasiado bien, señor –contestó.

Habíamos bajado la voz hasta convertirla casi en un susurro, y seguimos hablando en ese tono.

–Usted dice que la ha visto. ¿Cree que podría encontrarla? Si yo diera con ella, sería por casualidad.

–Creo, señorito Davy, que sé dónde buscarla.

–Es de noche. Puesto que estamos juntos, ¿por qué no salimos ahora y tratamos de encontrarla?

El señor Peggotty asintió y se preparó para acompañarme. Sin que pareciera que le observaba, vi el cuidado con que arreglaba la pequeña habitación, dejaba a mano una vela con todo lo necesario para encenderla, estiraba la cama y, por último, sacaba del cajón un vestido de Emily (que yo recordaba haberle visto puesto), cuidadosamente doblado entre otras prendas, que colocó encima de una silla con un sombrero. No hizo la menor alusión a esas ropas, ni yo tampoco. ¡Seguro que la habían esperado allí muchísimas noches!

–Hubo un tiempo, señorito Davy –me dijo, mientras bajábamos la escalera–, en que esa joven, Martha, era para mí casi tan despreciable como el fango que pisaba Emily. ¡Que Dios me perdone! ¡Las cosas han cambiado tanto desde entonces!

Mientras íbamos andando, no sólo para entretenerlo sino también para satisfacer mi curiosidad, le pregunté por Ham. Me respondió, casi con las mismas palabras que la otra vez, que Ham seguía igual, y que parecía despreciar la vida; aunque jamás se quejaba, y todo el mundo le quería.

Le pregunté si conocía el estado de ánimo de Ham en relación con el causante de todos sus infortunios. ¿No podría resultar peligroso? ¿Qué haría, por ejemplo, Ham, si alguna vez él y Steerforth se encontraban?

–No lo sé, señor –contestó–. A menudo lo he pensado, pero soy incapaz de adivinarlo.

Le recordé la mañana en que los tres paseamos por la playa, al día siguiente de la partida de Emily.

–¿Se acuerda de la extraña determinación con que miraba el mar –le dije– y el modo en que hablaba del «fin»?

–¡Por supuesto que sí!

–¿Qué cree usted que quería decir?

–Señorito Davy –repuso–, es algo que me he planteado muchas veces, y que jamás he sabido responder. Y lo curioso es que, a pesar de su afabilidad, no me atrevería a preguntárselo. Siempre se ha dirigido a mí con el mayor respeto, y no creo que ahora empezase a hablarme de otro modo; pero sus pensamientos no duermen en aguas tranquilas… lo hacen a gran profundidad, y soy incapaz de ver el fondo.

–Tiene razón –exclamé–, y eso es lo que algunas veces me ha inquietado.

–A mí también, señorito Davy –replicó–. Incluso más que sus temeridades, se lo aseguro, aunque su origen sea el mismo. No creo que Ham fuese capaz de hacerle daño a nadie, pero ¡espero que esos dos hombres no vuelvan a encontrarse!

Acabábamos de entrar en la City por Temple Bar. El señor Peggotty dejó de conversar y, caminando a mi lado, se entregó por completo a la única finalidad de su abnegada vida; y siguió hacia delante con aquella concentración silenciosa por la que habría seguido siendo, en medio de una multitud, una figura solitaria. No estábamos lejos del puente de Blackfriars cuando volvió la cabeza y señaló la silueta de una mujer que pasaba con prisa al otro lado de la calle. Comprendí que era la joven que buscábamos.

Nos apresuramos a cruzar, e íbamos a alcanzarla cuando se me ocurrió que tal vez Martha se interesara más por la muchacha descarriada si le hablábamos en un sitio más tranquilo, lejos de la muchedumbre, donde pasáramos desapercibidos. Por ese motivo, aconsejé a mi compañero que la siguiera en silencio; obedeciendo, asimismo, a mi deseo instintivo de saber a dónde se dirigía.

El señor Peggotty se mostró de acuerdo y la seguimos, a cierta distancia; jamás la perdimos de vista, aunque tampoco nos acercamos demasiado, pues miraba con frecuencia a uno y otro lado. En una ocasión se detuvo a escuchar una banda de música; y nosotros la imitamos.

La joven siguió andando mucho tiempo. Nosotros también. Era evidente, por su forma de avanzar, que iba a un lugar determinado; este detalle, unido al hecho de que no abandonara aquellas calles tan concurridas, así como la extraña fascinación que ejercía sobre mí aquella misteriosa persecución, me hicieron perseverar en mi propósito. Finalmente, se adentró en una calle oscura y solitaria, donde no llegaban ni el ruido ni la multitud.

–Hablémosle ahora –dije al señor Peggotty; y los dos apretamos el paso para alcanzarla.

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