David Copperfield

II Empiezo a observar

II

Cuando vuelvo la vista atrás, las primeras imágenes que distingo con claridad entre las brumas de mi infancia son mi madre, con su hermoso cabello y su figura juvenil, y la rolliza Peggotty, con unos ojos tan negros que parecían oscurecer todo su rostro, y unas mejillas y unos brazos tan prietos y enrojecidos que no podía dejar de sorprenderme que los pájaros no los picotearan más que a las manzanas.

Creo que puedo recordar a las dos, algo alejadas entre sí, agachadas o de rodillas en el suelo, mientras yo caminaba de la una a la otra con paso vacilante. Y, aunque tal vez mi memoria me engañe, siento el tacto del dedo índice que Peggoty me ofrecía, tan rugoso y encallecido por las labores de aguja que parecía un pequeño rallador de nuez moscada.

Quizá sólo sean imaginaciones mías, pero pienso que los recuerdos pueden remontarse a los primeros años de la infancia, mucho antes de lo que creemos; de igual modo que la capacidad de observación de los niños de corta edad es maravillosa por su exactitud y precisión. Es más, estoy convencido de que casi todos los adultos que poseen esa cualidad es porque jamás la han perdido, no porque la hayan adquirido después; y así lo demuestra el hecho de que muchos de ellos sigan conservando una espontaneidad, dulzura y alegría también heredadas de su niñez.

Tal vez alguien pueda pensar que me «ando con rodeos» al detenerme en estas disquisiciones, pero me gustaría precisar que en cierta medida se basan en mi propia experiencia; y si, a raíz de algo que escriba en esta narración, alguien piensa que fui un niño muy observador o que soy un hombre que conserva un vivo recuerdo de su infancia, quisiera reivindicar ambas cualidades.

Cuando, como iba diciendo, vuelvo la vista atrás, las primeras imágenes que surgen claramente entre las brumas de mi infancia son las de mi madre y Peggotty. ¿Qué más puedo rememorar? Veamos.

De la neblina surge nuestra casa, un recuerdo desde el principio muy familiar. En el piso de abajo está la cocina de Peggotty, que da al patio trasero, donde, en el centro, hay un palomar sin palomas sobre un poste y, en una esquina, una enorme caseta de perro vacía; un gran número de aves de corral, gigantescas para mí, caminan con aire fiero y amenazador. Hay un gallo que se sube a un madero para cacarear y que parece fijarse especialmente en mí cuando lo contemplo desde la ventana de la cocina; tiene un aspecto tan feroz que me hace temblar de miedo. Por las noches sueño con los gansos que, con sus largos cuellos estirados, me persiguen contoneándose por el sendero, al otro lado del postigo; de igual modo que un hombre rodeado de bestias salvajes soñaría con leones.

Hay un largo pasillo –interminable para mí– que conduce de la cocina de Peggotty a la entrada principal. A él se abre una oscura despensa, ante la que paso corriendo por las noches; pues ignoro qué puede haber entre todas esas cubas, tinas y viejas cajas de té cuando nadie ilumina su interior con un débil quinqué, mientras de la puerta entreabierta sale un aire enmohecido en el que se mezclan los olores a jabón, conservas, pimienta, velas y café, todos en la misma vaharada. Recuerdo también las dos salas: el gabinete donde nos sentamos al anochecer mi madre, yo y Peggotty –pues siempre nos hace compañía cuando termina sus quehaceres y estamos solos–, y el salón que sólo usamos los domingos, más elegante pero no tan cómodo. Se trata de un lugar más bien triste para mí desde que Peggotty me contó, al parecer hace una eternidad, que fue allí donde se congregaron, con sus capas y mantos negros, los asistentes al entierro de mi padre. Un domingo por la noche, mi madre nos lee la resurrección de Lázaro. Y tengo tanto miedo que ella y Peggotty tienen que sacarme más tarde de la cama, a fin de enseñarme a través de la ventana del dormitorio el silencioso cementerio, con todos los muertos reposando en sus tumbas, bajo la majestuosa luz de la luna.

Jamás he vuelto a ver nada tan verde como la hierba de ese cementerio; nada que diera tanta sombra como sus árboles; nada que inspirara tanta paz como sus lápidas. Las ovejas siempre pastan en él cuando, al despertar, me arrodillo en mi cama, en una pequeña alcoba junto al dormitorio de mi madre, y miro por la ventana; y veo un resplandor rojizo en el reloj de sol, y me pregunto si éste se sentirá feliz de poder dar nuevamente la hora.

Nuestro banco de la iglesia

Recuerdo nuestro banco de la iglesia. ¡Y qué alto es su respaldo! Está cerca de una ventana desde la que se divisa nuestra casa; y Peggotty mira a menudo hacia allí durante el servicio de la mañana, pues quiere asegurarse de que nadie entra a robar y de que no se ha incendiado. A pesar de que ella aparta los ojos del pastor, se enfada si yo sigo su ejemplo y me hace señas con el ceño fruncido para que no le quite los ojos de encima. Pero a veces me resulta imposible; le conozco cuando no lleva esa extraña prenda blanca encima, y temo que no comprenda por qué le miro sin pestañear e incluso detenga la misa para averiguarlo. ¿Y qué puedo hacer? Es horrible bostezar, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Miro a mi madre, pero finge no darse cuenta. Miro a un niño que está en la nave lateral, y empieza a hacerme muecas. Miro los rayos de sol que entran a través del pórtico, y veo una oveja descarriada –y no me refiero a un pecador sino a un cordero–, dispuesta a entrar en la iglesia. Tengo la sensación de que, si continúo mirándola, se me escapará algo en voz alta, y ¿qué pasaría entonces conmigo? Levanto los ojos hacia las enormes lápidas que hay en el muro de la iglesia e intento pensar en el difunto señor Bodgers, miembro de la parroquia, y en el dolor de la señora Bodgers cuando, después de una larga y penosa enfermedad, los médicos fueron incapaces de salvar a su marido. Y me pregunto si recurrieron al señor Chillip y tampoco sirvió de nada; en ese caso, ¿le gustará que se lo recuerden una vez a la semana? Dirijo mi mirada desde el señor Chillip, con su corbata de los domingos, hasta el púlpito, y pienso cuánto me gustaría jugar allí; sería un magnífico castillo y, cuando otro niño subiera por la escalera para atacarlo, le tiraría a la cabeza el cojín de terciopelo con borlas. Poco a poco, mis ojos se van cerrando. Me parece oír los cánticos soporíferos del reverendo en medio del calor; y luego reina el silencio hasta que me caigo del banco con estrépito, y Peggotty me saca de la iglesia más muerto que vivo.

Veo la fachada de nuestra casa: las ventanas de los dormitorios abiertas para que entre el aire fresco y perfumado a través de sus celosías, y los viejos y destrozados nidos de los grajos que se mecen en las ramas de los olmos, al fondo del jardín. Ahora estoy en el huerto de la parte trasera, más allá del patio donde se encuentran el palomar sin palomas y la caseta de perro vacía. Es un lugar lleno de mariposas, con una valla muy alta y una puerta con candado; en sus árboles crecen los frutos más maduros y sabrosos que uno pueda imaginar, y mi madre los recoge en su cesta, mientras yo la acompaño comiendo grosellas a escondidas, tratando de disimular. Se levanta un fuerte viento y el verano parece desvanecerse en unos segundos. Jugamos a la luz del crepúsculo invernal, y bailamos en el gabinete. Cuando mi madre se queda sin aliento y se sienta a descansar, enrosca sus hermosos rizos alrededor de sus dedos y yergue el talle; y nadie sabe tan bien como yo cuánto le gusta tener buen aspecto y cuánto le enorgullece ser tan bonita.

Ése es uno de mis primeros recuerdos; así como la impresión de que mi madre y yo sentíamos cierto temor ante Peggotty y respetábamos casi siempre su autoridad. Y creo que ésas fueron las primeras conclusiones –si pueden llamarse así– que saqué de cuanto me rodeaba.

Peggotty y yo estábamos una noche sentados junto a la chimenea, los dos solos. Yo le había estado leyendo en voz alta una historia sobre cocodrilos. Debí hacerlo con mucha claridad, o la buena mujer estaba muy interesada en estos animales, pues recuerdo que, cuando acabé la lectura, Peggotty tenía la vaga impresión de que eran una especie de hortalizas. Estaba cansado de leer y me caía de sueño, pero como tenía permiso para esperar despierto a mi madre –algo verdaderamente excepcional–, que pasaba la velada en casa de una vecina, habría preferido morir en mi puesto antes que irme a la cama. Estaba tan dormido que Peggotty parecía una figura gigantesca. Mantuve los párpados abiertos con la ayuda de mis dedos y la miré, perseverante, mientras ella continuaba sus labores. Me fijé en el pedacito de cera que guardaba para su hilo, ¡parecía tan viejo y torcido!; en la pequeña cabaña donde guardaba la cinta para medir; en el costurero, en cuya tapa aparecía pintada una catedral de Saint Paul con la cúpula rosa; en el dedal de cobre que llevaba en su dedo; en la propia Peggotty, tan encantadora para mí. Tenía tanto sueño que estaba convencido de que si dejaba de mirar todo aquello, aunque sólo fuera un instante, estaría perdido.

–Peggotty –exclamé de repente–, ¿te has casado alguna vez?

–¡Santo Dios! –respondió ella–. ¿Cómo se le ha ocurrido semejante idea, señorito Davy?

Me contestó tan asombrada que volví a espabilarme. Dejó entonces su labor y me miró, con la hebra suspendida en el aire.

–Pero ¿te has casado alguna vez, Peggotty? –insistí–. Porque eres muy bonita, ¿no?

Sin duda su belleza era muy diferente de la de mi madre; pero a mí me parecía perfecta en su estilo. En el salón principal había un taburete de terciopelo rojo en el que mi madre había bordado un ramillete de flores. El fondo de aquel taburete me recordaba a la tez de Peggotty. El terciopelo era suave y el rostro de Peggotty, áspero; pero ¿qué más daba?

–¡Bonita yo, Davy! –exclamó Peggotty–. ¡Qué va, pequeño! Pero ¿qué le ha hecho pensar en el matrimonio?

–No lo sé, Peggotty. Nadie puede casarse con más de una persona al mismo tiempo, ¿verdad?

–Claro que no –se apresuró a responder ella.

–Pero, cuando alguien se casa con una persona y ésta muere, puede casarse otra vez, ¿no es así?

–Si ése es su deseo –contestó Peggotty–. Depende de cada uno.

–¿Y tú qué opinas? –quise saber.

Los dos nos miramos con curiosidad.

–Lo que yo opino, señorito Davy –repuso Peggotty, apartando de mí su mirada tras unos instantes de vacilación y reanudando sus labores–, es que nunca me he casado ni espero hacerlo. Es todo cuanto puedo decir sobre el asunto.

–¿Estás enfadada conmigo? –le pregunté, después de unos momentos de silencio.

Yo tenía el convencimiento de que sí lo estaba, ¡su contestación había sido tan seca! Sin embargo, me equivocaba, pues ella dejó de zurcir (una de sus medias) y, abriendo los brazos, cogió mi cabeza llena de rizos y la estrechó con fuerza. Y sé que me abrazó con toda el alma porque, al ser una mujer rolliza, siempre que hacía algún esfuerzo se le saltaba alguno de los botones de la espalda; y recuerdo que aquella noche dos de ellos salieron disparados hasta el otro extremo de la sala.

–Y ahora léame un poco más sobre los –me pidió Peggotty, que aún no había aprendido bien su nombre–, quiero saber más cosas de ellos.

Yo no acertaba a comprender por qué se comportaba de un modo tan extraño y tenía tantas ganas de volver a los cocodrilos. Regresamos, no obstante, con esos monstruos, ahora que yo estaba bien despierto, y dejamos sus huevos en la arena para que el sol ayudara a las crías a romper el cascarón; y huimos de ellos, y los hostigamos dando vueltas constantes a su alrededor, algo que ellos no podían hacer con rapidez debido a su peso y a su escasa flexibilidad; y los perseguimos dentro del agua, como los indígenas, y clavamos afiladas estacas en sus gargantas. Para no extenderme más, diré que corrimos toda clase de aventuras. Al menos yo; aunque tengo mis dudas de que Peggotty también lo hiciera, pues estaba muy pensativa y se pinchaba continuamente con la aguja en los brazos y en la cara.

Habíamos pasado de los cocodrilos a los caimanes cuando sonó la campanilla del jardín. Salimos a abrir, y allí estaba mi madre, más bonita que nunca, o eso me pareció, al lado de un caballero de largas patillas y cabello negro, que ya nos había acompañado a casa el domingo anterior, a la salida de la iglesia.

Cuando mi madre se detuvo en el umbral para cogerme en sus brazos y besarme, el caballero exclamó que yo era más afortunado que un rey, o algo parecido; pues soy consciente de que, en este caso, conocimientos posteriores me sirven de ayuda.

–¿Qué quiere decir con eso? –le pregunté, por encima del hombro de mi madre.

El caballero me dio unas palmaditas en la cabeza; pero no sé por qué motivo no me gustaron ni él ni su voz grave, y sentí celos de que, al tocarme, rozara con su mano a mi madre, tal como ocurrió. Aparté su mano con brusquedad.

–¡David! –me reprochó mi madre.

–¡Querido pequeño! –exclamó el caballero–. No me sorprende que sienta tanta adoración por usted.

Jamás había visto resplandecer el rostro de mi madre como entonces. Me reprendió con cariño; y, envolviéndome en su chal, agradeció al caballero que se hubiera molestado en acompañarla a casa. Le ofreció la mano mientras hablaba y, cuando él la estrechó, sentí su mirada puesta en mí.

–Démonos las buenas noches, pequeño –dijo el caballero, después de inclinarse para rozar con los labios (¡lo vi con mis propios ojos!) el guante de mi madre.

–¡Buenas noches! –exclamé.

–Vamos a ser los mejores amigos del mundo –afirmó riendo–. ¡Estrechémonos las manos!

Yo tenía la mano derecha entre las de mi madre, así que le tendí la otra.

–Ésa no, David –dijo riéndose de nuevo.

Mi madre empujó suavemente mi mano derecha, pero yo estaba decidido a no dársela, y no se la di. Le tendí la izquierda y él la estrechó con cordialidad, afirmando, antes de marcharse, que yo era un niño muy valiente.

Todavía me parece estar viendo cómo se volvía hacia nosotros en la puerta del jardín y nos dirigía una última mirada con sus ojos negros de mal agüero.

Peggotty, que no había abierto la boca ni movido un solo dedo, se apresuró a echar el cerrojo y los tres nos dirigimos al gabinete. Mi madre, en lugar de sentarse en el sillón junto a la chimenea, tal como era su costumbre, se quedó en el otro extremo de la estancia y empezó a tararear una canción.

–Espero que lo haya pasado bien esta noche, señora –dijo Peggotty desde el centro de la habitación, con la figura muy erguida y una vela en la mano.

–Muchas gracias, Peggotty –respondió alegremente mi madre–; lo cierto es que lo he pasado bien.

–Siempre es un cambio agradable conocer a una persona nueva –insinuó Peggotty.

–En efecto, un cambio muy agradable –repuso mi madre.

Me quedé dormido mientras Peggotty seguía inmóvil en el centro del gabinete y mi madre reanudaba sus canturreos; pero mi sueño no era tan profundo como para impedirme oír sus voces, aunque no prestara atención a sus palabras. Cuando desperté de aquella incómoda duermevela, encontré a Peggotty y a mi madre hablando entre sí, deshechas en llanto.

–Al señor Copperfield no le habría gustado alguien como él –dijo Peggotty–. Podría jurarlo.

–¡Santo Dios! –exclamó mi madre–. Acabarás volviéndome loca. No creo que exista ninguna joven a la que sus criados maltraten tanto como a mí. Pero ¿por qué cometo la injusticia de llamarme a mí misma joven? ¿Acaso no he estado ya casada, Peggotty?

–Bien sabe Dios que es cierto, señora –replicó ésta.

–Entonces ¿cómo te atreves…? Pero no, no es eso, Peggotty… ¿Cómo puedes ser tan cruel y decirme esas cosas, sabiendo que fuera de esta casa no tengo un solo amigo a quien pedir consejo?

–Razón de más para decirle que no saldrá bien –repuso Peggotty–. ¡No, no saldrá bien! No debe usted aceptar por nada del mundo.

Y la buena mujer movía con tanta vehemencia el candelero que pensé que iba a tirarlo.

–¡Cómo puedes ser tan injusta conmigo! –dijo mi madre, llorando con más fuerza que antes–. ¿Por qué hablas como si todo estuviera ya decidido, cuando te he dicho una y mil veces que entre nosotros sólo ha existido la cortesía más elemental? Hablas de admiración. ¿Y qué puedo hacer yo? ¿Acaso tengo la culpa de que la gente sea tan necia como para dejarse llevar por ese sentimiento? Dime, ¿qué puedo hacer? ¿Te gustaría que me afeitase la cabeza y que me pintase de negro la cara? ¿Que me desfigurara con fuego, con agua hirviendo, o que hiciera algo semejante? Creo que sí te gustaría, Peggotty. Casi me atrevo a decir que te alegrarías.

Tuve la sensación de que Peggotty se tomaba muy a pecho esas acusaciones.

–Y mi pobre hijito –sollozó mi madre, acercándose al sillón para acariciarme–, mi pequeño Davy. ¿Cómo puede insinuar alguien que no quiero lo bastante a mi tesoro, el niño más maravilloso que ha existido jamás?

–Nadie ha querido decir eso –aseguró Peggotty.

–¡Tú lo has hecho, Peggotty! –exclamó mi madre–. Y tú lo sabes. ¿Qué otra cosa puede deducirse de tus palabras, mujer ingrata? ¿Acaso no sabes tan bien como yo que, al recibir mi último trimestre de renta, sólo por él no he querido comprarme una sombrilla nueva, aunque la verde esté raída y tenga el borde deshilachado? Sabes que es cierto, Peggotty. No puedes negarlo.

Se volvió entonces hacia mí y apretó tiernamente su mejilla contra la mía.

–¿Te parezco poco cariñosa, cruel, egoísta, Davy? ¿Soy una mala madre? Di que lo soy, hijo mío; di que sí y tendrás el cariño de Peggotty, que es mucho más valioso que el mío. Yo no te quiero nada, ¿verdad, Davy?

Al llegar a ese punto, los tres empezamos a llorar. Creo que fui el que lo hice con mayor escándalo, aunque estoy seguro de que todos éramos igual de sinceros. Yo estaba desconsolado, y temo que en un primer arrebato de amor herido llamé «bruta» a Peggotty. Recuerdo que aquella bondadosa criatura estaba profundamente abatida, y lo cierto es que en esa ocasión debió quedarse sin botones, pues éstos salieron disparados como balines cuando, después de reconciliarse con mi madre, se arrodilló junto al sillón para abrazarme.

Nos fuimos a la cama desconsolados. Mis sollozos me tuvieron mucho tiempo despierto; y, cuando un gemido más fuerte que los demás me obligó a incorporarme, vi a mi madre sentada encima de la cama, inclinándose hacia mí. Me quedé profundamente dormido entre sus brazos.

Soy incapaz de recordar si volví a ver al caballero el domingo siguiente o transcurrió más tiempo antes de que reapareciera en nuestra vida. No pretendo ser exacto con las fechas. Pero allí estaba, en la iglesia, y después nos acompañó a casa. Entró para admirar un maravilloso geranio que teníamos en la ventana del salón. No me pareció que le interesara demasiado, pero antes de marcharse pidió a mi madre que le regalara una de sus flores. Ella le rogó que la eligiese él mismo, pero el caballero rehusó –lo cierto es que no comprendí el motivo–, así que fue mi madre quien la cogió y la puso en su mano. Él dijo que jamás se desharía de ella; y yo pensé que debía ser muy ignorante por no saber que en un día o dos se marchitaría.

Peggotty empezó a pasar menos tiempo con nosotros por las noches. Mi madre se mostraba muy condescendiente con ella, incluso más que en el pasado –o eso me parecía–, y los tres seguíamos siendo excelentes amigos; pero algo había cambiado y ya no lo pasábamos tan bien juntos. A veces tenía la sensación de que a Peggotty no le gustaba que mi madre se pusiera los hermosos vestidos que guardaba en su cómoda, ni que visitara con tanta frecuencia a nuestra vecina; pero, afortunadamente para mí, no lograba comprender la causa.

Poco a poco me fui acostumbrando a ver al caballero de las patillas negras. Seguía sin gustarme y continuaba teniendo celos de él; pero si había alguna razón para ello, aparte de la antipatía instintiva de un niño y de la vaga idea de que Peggotty y yo no necesitábamos a nadie más para hacer feliz a mi madre, seguro que era muy diferente de la que yo habría encontrado si hubiera tenido más años. Ni se me pasó por la cabeza una idea así. Yo podía observar las pequeñas cosas que ocurrían a mi alrededor, pero era incapaz de unir las piezas de aquel rompecabezas.

Una mañana de otoño estaba en el jardín de delante con mi madre cuando el señor Murdstone –ahora le conocía por ese nombre– pasó a caballo. Se detuvo a saludarnos y explicó que se dirigía a Lowestoft a visitar a unos amigos que se encontraban a bordo de un yate; propuso alegremente montarme en la silla, delante de él, si quería acompañarlo.

Hacía un día tan bonito y el caballo parecía tan alegre y excitado con el paseo, relinchando y piafando sin cesar junto a la puerta del jardín, que sentí un gran deseo de ir. Me enviaron, así, al piso de arriba para que Peggotty me vistiera adecuadamente; entretanto, el señor Murdstone desmontó y, pasando la brida por encima de su brazo, caminó lentamente arriba y abajo, al otro lado del seto de eglantina, mientras mi madre le acompañaba por dentro del jardín. Peggotty y yo nos asomamos a mi pequeña ventana para verlos; y recuerdo la atención con que los dos miraban el seto de eglantina que los separaba, sin dejar de andar; y cómo Peggotty, que hasta entonces había estado de un humor angelical, pareció de pronto muy irritada y me cepilló el pelo con brusquedad.

El señor Murdstone y yo no tardamos en salir, y fuimos trotando por el césped que crecía junto al camino. Me sujetaba hábilmente con un brazo y, aunque yo estaba bastante tranquilo, no podía resistir la tentación de ir sentado delante de él sin volver de vez en cuando la cabeza para observarlo. Sus ojos eran negros y carecían de profundidad; pues no encuentro mejor modo de describir esa clase de mirada que, cuando no fija su atención en algo, debido quizá a alguna peculiaridad de la luz, parece tornarse estrábica. En varias ocasiones, percibí con temor esa expresión en su rostro, y me intrigó saber por qué se hallaría tan absorto. Su cabellera y sus patillas, vistas de cerca, eran aún más oscuras y abundantes de lo que había imaginado. Su mandíbula cuadrada y la sombra de su hirsuta barba negra, que afeitaba concienzudamente a diario, trajeron a mi memoria las figuras de cera que medio año antes habían pasado por nuestro vecindario. Todos esos detalles, unidos a la regularidad de sus cejas y a los ricos tonos blancos, negros y rojizos de su tez –¡maldita sea ésta y maldita sea su memoria!– me indujeron a creer, a pesar de todos mis recelos, que era hombre muy apuesto. Y no cabe la menor duda de que mi pobre y querida madre pensaba lo mismo.

Llegamos a un hotel, a orillas del mar, donde dos caballeros fumaban cigarros, solos en una habitación. Cada uno de ellos se había tendido en al menos cuatro sillas, y los dos vestían una amplia chaqueta de paño basto. En una esquina había un montón de abrigos, capas marineras y una bandera, en una especie de fardo.

Cuando nos vieron entrar, se dieron la vuelta con desgana para ponerse en pie.

–¡Hola, Murdstone! –exclamaron–. Creíamos que había muerto.

–Todavía no –dijo el señor Murdstone.

–¿Y quién es ese mocoso? –preguntó uno de los desconocidos, agarrándome.

–Es Davy –repuso el señor Murdstone.

–¿Davy qué? –quiso saber el caballero–. ¿Davy Jones?

–Copperfield –aclaró el señor Murdstone.

–¿Cómo dice? ¿El lastre de la encantadora señora Copperfield? –inquirió el caballero–. ¿La hermosa viudita?

–Cuidado, Quinion, se lo ruego –dijo el señor Murdstone–. Hay alguien muy listo por aquí.

–¿A quién se refiere? –insistió el caballero riendo.

Me apresuré a levantar los ojos hacia él, pues tenía curiosidad por saberlo.

–A Brooks de Sheffield –afirmó el señor Murdstone.

Me tranquilizó saber que sólo se trataba de Brooks de Sheffield, ya que al principio había creído que hablaba de mí.

Debían conocer una historia muy graciosa sobre ese personaje, pues los dos caballeros se reían a carcajadas cada vez que se mencionaba su nombre, y el señor Murdstone también parecía divertirse mucho. Cuando acabaron con sus risas, el caballero al que este último había llamado Quinion preguntó:

–¿Y qué opina Brooks de Sheffield de sus planes?

–No creo que, por el momento, esté al corriente de nada –contestó el señor Murdstone–; aunque yo diría que no se muestra nada favorable.

Aquellas palabras fueron seguidas de nuevas risotadas, y el señor Quinion dijo que tocaría la campanilla para pedir un poco de jerez con el que brindar por Brooks. Así lo hizo. Y cuando el vino llegó, quiso que yo tomara un poco –acompañado de una galleta– y, antes de beber, me invitó a ponerme en pie y a exclamar:

–¡Que el demonio se lleve a Brooks de Sheffield!

Mi brindis fue acogido con grandes aplausos; y sus carcajadas eran tan fuertes que yo también empecé a reír, lo que les pareció aún más gracioso. Para no extenderme más, diré que nos divertimos mucho.

Más tarde paseamos junto al acantilado, nos sentamos en la hierba, miramos por un telescopio –no logré distinguir nada cuando llegó mi turno, aunque fingí lo contrario– y regresamos al hotel para almorzar temprano. Mientras estuvimos fuera, los dos caballeros fumaron sin cesar; y yo pensé que, a juzgar por el olor que despedían sus bastos abrigos, no habían dejado de hacerlo desde que recibieron esas prendas de la sastrería. No debo olvidar decir que subimos a bordo del yate; una vez allí, los tres bajaron al camarote y revisaron unos documentos. Recuerdo que, cuando miré por la escotilla, los vi absortos en su trabajo. Durante ese tiempo, me dejaron en compañía de un hombre muy amable con un enorme mechón de pelo rojo que cubría con una gorra pequeña y muy brillante; vestía una camisa o chaleco a rayas, en cuya pechera podía leerse en letras mayúsculas: «Alondra». Pensé que ése era su nombre y que, como vivía en un barco y no podía escribirlo en la puerta de su casa, lo había puesto allí; sin embargo, cuando lo llamé señor Alondra, me dijo que se trataba del nombre del yate.

Observé a lo largo del día que el señor Murdstone era mucho más serio y juicioso que los otros dos caballeros. Éstos parecían muy alegres y despreocupados; bromeaban entre sí con toda libertad, pero rara vez lo hacían con él. Tuve la impresión de que era más frío e inteligente que sus compañeros, que parecían experimentar por él un sentimiento muy parecido al mío. En una o dos ocasiones, me percaté de que el señor Quinion miraba de reojo al señor Murdstone mientras hablaba, como si quisiera estar seguro de que sus palabras no le disgustaban; y de que, en un momento en que el señor Passnidge (el otro caballero) se mostraba muy animado, se había apresurado a pisarle el pie y a hacerle una señal de advertencia con la mirada, con el fin de señalar al señor Murdstone, que seguía allí sentado, grave y silencioso. No recuerdo que nuestro vecino se riera en todo el día, excepto con la broma de Brooks de Sheffield, que, por cierto, se le había ocurrido a él.

Volvimos a casa al atardecer. Hacía una noche muy hermosa, y mi madre y el señor Murdstone pasearon de nuevo junto al seto de eglantina, mientras me enviaban a tomar el té. Cuando él se marchó, mi madre quiso saber qué habíamos hecho durante el día y de qué habían hablado los caballeros. Le repetí lo que habían comentado sobre ella y se echó a reír, asegurando que eran unos desvergonzados que no decían más que tonterías; pero yo comprendí que le agradaba. Y lo hice con la misma claridad con que lo hago ahora. Aproveché la ocasión para preguntarle si conocía al señor Brooks de Sheffield, pero me contestó que no, aunque tal vez se tratara de algún fabricante de cuchillos o tenedores.

¿Cómo puedo decir que el rostro de mi madre –a pesar de lo alterado que vive en mi recuerdo y a pesar de su muerte, de la que guardo conciencia– ha desaparecido para siempre, cuando creo estar viéndolo ante mí, tan real como cualquiera de los rostros que contemplo en una calle concurrida? ¿Cómo puedo afirmar que su inocencia y su ingenua belleza se han ido para siempre, cuando aún percibo su aliento en mi mejilla, al igual que aquella noche? ¿Cómo puedo asegurar que ella ha cambiado, cuando mi imaginación, aferrándose a lo que entonces tanto amaba, la devuelve a la vida, más fiel de lo que yo u otro hombre hemos sido jamás a su tierna juventud?

La describo tal como era cuando, después de aquella conversación, me acosté y vino a darme las buenas noches. Se arrodilló alegremente a un lado de mi cama y, con la barbilla apoyada en sus manos, me preguntó riendo:

–¿Qué dijeron de mí, Davy? Cuéntamelo otra vez. No puedo creerlo.

–La encantadora… –empecé a decir.

Mi madre puso sus manos sobre mis labios para interrumpir mis palabras.

–Seguro que no fue «la encantadora» –afirmó con regocijo–. No puede haber sido «la encantadora», Davy. Sé que no me llamaron así.

–Claro que sí, «la encantadora señora Copperfield» –repetí con obstinación–, y también dijeron que eras hermosa.

–No, no. Estoy convencida de que no dijeron que era «hermosa» –interrumpió mi madre, colocando de nuevo sus dedos sobre mis labios.

–Sí, «la hermosa viudita».

–¡Qué necios y atrevidos! –exclamó mi madre riendo, mientras se cubría el rostro con las manos–. ¡Qué hombres tan ridículos! ¿Verdad, mi querido Davy?

–Sí, mamá.

–No se lo cuentes a Peggotty; podría enojarse con ellos. Yo también lo estoy, y mucho, pero preferiría que Peggotty no se enterara.

Como es natural, se lo prometí; y, después de besarnos una y otra vez, no tardé en quedarme profundamente dormido.

Tengo la sensación, después de tanto tiempo, de que fue al día siguiente cuando Peggotty se aventuró a hacerme la sorprendente proposición que voy a relatar; aunque es posible que hubieran transcurrido dos meses.

Una noche en la que estábamos los dos –como en aquella otra ocasión en la que mi madre había salido– en compañía de la media, de la cinta de medir, del pedacito de cera, de la caja con la catedral de Saint Paul en su tapa y del libro de los cocodrilos, Peggotty, después de mirarme varias veces y de abrir la boca como si fuera a hablar pero no se decidiera a hacerlo (pensé que simplemente bostezaba, de otro modo me habría inquietado bastante), me dijo en tono zalamero:

–Señorito Davy, ¿le gustaría venir conmigo a pasar quince días a casa de mi hermano en Yarmouth? ¿No sería divertido?

–¿Es simpático tu hermano, Peggotty? –pregunté con cautela.

–¡Por supuesto que sí! –exclamó ella levantando las manos–. Además allí está el mar; y los barcos y los pequeños botes; y los pescadores; y la playa; y puede usted jugar con Am…

Peggotty se refería a su sobrino Ham, de quien he hablado en el primer capítulo; pero pronunciaba su nombre como si fuera una parte de la gramática inglesa.

Su rosario de diversiones me cautivó, y le contesté que sería un verdadero placer, pero ¿qué diría mi madre?

–Apuesto una guinea a que nos dejará ir –dijo Peggotty, mirándome fijamente–. Si quiere, se lo preguntaré en cuanto vuelva. De ese modo, el asunto quedará zanjado.

–¿Y qué hará ella mientras estamos fuera? –pregunté, mientras apoyaba mis pequeños codos en la mesa para discutir la situación–. No podemos dejarla sola.

Si lo que Peggotty empezó de pronto a buscar en el talón de aquella media era un agujero, debía ser tan pequeño que no merecía la pena zurcirlo.

–¿Me has oído, Peggotty? No podemos dejarla sola.

–¡Válgame Dios! –dijo la buena mujer, dirigiéndome nuevamente la mirada–. ¿Acaso no sabe que su madre va a pasar quince días con la señora Grayper? Esa dama va a recibir en su casa a un grupo de invitados.

Siendo así, estaba deseoso de marcharme. Esperé con impaciencia a que mi madre volviera de casa de la señora Grayper (pues siempre se trataba de la misma vecina) para asegurarme de que nos dejaría llevar a cabo la gran idea. Lejos de mostrar la sorpresa que yo esperaba, mi madre consintió en seguida; todo quedó arreglado aquella misma noche, y acordaron que yo pagaría la comida y el alojamiento el tiempo que durara mi visita.

Pronto llegó el día de nuestra partida. Habían fijado una fecha tan cercana que el tiempo pasó volando incluso para mí, que esperaba ese momento con febril impaciencia, temeroso de que un terremoto, una erupción volcánica u otro cataclismo natural impidiera nuestra expedición. Debíamos viajar con un carretero que salía por la mañana después del desayuno. Yo habría pagado lo que fuera para que me dejaran dormir vestido, con los zapatos y el sombrero puestos.

Y, aunque hable de ello con ligereza, todavía me conmuevo al evocar cuánto deseaba marcharme de mi feliz hogar, y qué lejos estaba de sospechar que iba a abandonarlo para siempre.

Cuando el carro se detuvo en la entrada y mi madre me besó, sentí tanto amor por ella y por aquel viejo lugar del que nunca había salido, que me eché a llorar. Me consuela saber que mi madre tampoco pudo reprimir las lágrimas, y no olvidaré cómo su corazón latía junto al mío.

Recuerdo con alegría que, cuando el cochero se puso en marcha, mi madre corrió hasta la puerta y le gritó que se detuviera para abrazarme otra vez. Me gusta pensar en ella alzando hacia mí su amoroso rostro para besarme.

Se quedó en el camino mientras nos alejábamos, y vi cómo el señor Murdstone se le acercaba; tuve la sensación de que le reprochaba su tristeza. Yo miraba hacia atrás, asomando la cabeza fuera del toldo, sin comprender por qué aquel caballero se entrometía en algo que no era de su incumbencia. Peggotty, que también los vio, pareció muy disgustada; y así lo reflejaba la expresión de su cara.

Estuve un rato mirando a Peggotty, absorto en la siguiente conjetura: si ella tenía el encargo de abandonarme, tal como ocurrió con el niño del cuento, ¿sería capaz de encontrar yo solo el camino de vuelta a casa con los botones que ella iría dejando caer?

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