David Copperfield

XL El viajero errante

XL

Aquella noche tuvimos, en Buckingham Street, una conversación muy seria sobre los incidentes domésticos que he detallado en el capítulo anterior. Mi tía se mostró sumamente interesada por lo ocurrido y, cuando terminamos, estuvo andando de un lado a otro de la sala, con los brazos cruzados, más de dos horas. Siempre que se sentía especialmente confundida, realizaba una de aquellas hazañas pedestres; y el alcance de su inquietud podía medirse por la duración de su paseo. En esta ocasión se hallaba tan alterada que juzgó necesario abrir la puerta del dormitorio y recorrer las dos habitaciones en toda su extensión; y, mientras el señor Dick y yo seguíamos sentados en silencio junto a la chimenea, ella iba y venía por aquella pista tan limitada, siempre a la misma velocidad, con la regularidad del péndulo de un reloj.

Cuando el señor Dick se retiró a dormir y mi tía y yo nos quedamos solos, me senté a escribir la carta que pensaba enviar a las dos ancianas señoritas Spenlow. Mi tía se cansó de pasear y tomó asiento junto al fuego, con el vestido remangado, como era su costumbre. Pero, en lugar de colocar el vaso sobre sus rodillas como hacía habitualmente, lo dejó abandonado sobre la repisa de la chimenea; y, apoyando el codo izquierdo en el brazo derecho, y la barbilla en la mano izquierda, me miró con aire pensativo. Cada vez que levantaba la vista, me tropezaba con sus ojos.

–Me hallo en la mejor de las disposiciones, querido –aseguró, moviendo la cabeza–, pero estoy muy nerviosa y afligida.

Estaba tan ensimismado en mi trabajo que, hasta después de su marcha, no me percaté de que había olvidado su «brebaje nocturno», como lo llamaba siempre, sobre la repisa de la chimenea. Cuando llamé a su puerta para decírselo, ella la abrió y me contestó en un tono aún más afectuoso: «No, Trot, esta noche no tengo ganas de tomarlo», y movió la cabeza antes de entrar nuevamente en su dormitorio.

Al día siguiente, leyó la carta que yo había escrito a las dos ancianas y me dio su visto bueno. La envié por correo, y lo único que me quedó por hacer fue esperar pacientemente la respuesta. Cuando ya llevaba casi una semana en aquel estado de expectación, salí de casa del doctor una noche de nieve para dirigirme a pie a Buckingham Street.

Había hecho un día muy desapacible, y había soplado un viento cortante del nordeste. Éste había amainado al caer la noche, y había empezado a nevar. Recuerdo que la nieve caía sin cesar, en gruesos copos, y formaba ya una espesa capa. El ruido de los carruajes y de las pisadas de la gente se oía tan amortiguado como si las calles estuvieran cubiertas de un denso manto de plumas.

El camino más corto para regresar a casa (y, como es natural, tomé el camino más corto en una noche como aquélla) pasaba por Saint Martin’s Lane. La iglesia que da nombre a esa travesía estaba entonces mucho más encajonada que en la actualidad; apenas tenía espacio libre delante de ella, y la pequeña callejuela descendía sinuosamente hasta el Strand. Al llegar a la altura de los escalones del pórtico, me tropecé en la esquina con un rostro de mujer, que me miró, cruzó la calle y desapareció. Yo la conocía. La había visto en algún lugar, aunque no pudiera recordar dónde. Me traía a la memoria algún recuerdo que me llegaba directamente al corazón; pero, cuando ella apareció, iba tan enfrascado en mis pensamientos que no pude evitar sentirme confuso.

En los peldaños de la iglesia, descubrí la silueta encorvada de un hombre que había depositado un fardo sobre la nieve para cerrarlo mejor. Lo vi al mismo tiempo que a la mujer. No creo que me hubiera detenido a pesar de mi sorpresa; pero lo cierto es que, mientras yo continuaba, él se incorporó y, dándose la vuelta, vino en mi dirección. ¡Y me encontré cara a cara con el señor Peggotty!

Entonces me acordé de la mujer. Era Martha, la joven a la que Emily había dado dinero aquella noche en la cocina. Martha Endell… a quien el señor Peggotty, según me había contado Ham, no habría querido ver en compañía de su adorada sobrina ni por todos los tesoros hundidos en el mar.

Nos estrechamos calurosamente las manos. Al principio, ninguno de los dos fuimos capaces de articular palabra.

–¡Señorito Davy! –exclamó, abrazándome muy fuerte–. ¡Qué alegría tan grande verlo, señor! ¡Dichosos los ojos, dichosos los ojos!

–¡Sí, dichosos los ojos, viejo y querido amigo! –respondí.

–Tenía ganas de ir a preguntar por usted esta noche, señor –dijo–, pero, sabiendo que vive con su tía… pues he estado en el sur y pasé por Yarmouth…, temí que fuera demasiado tarde. Pensaba visitarle mañana a primera hora, señor, antes de abandonar Londres.

–¿Otra vez? –inquirí.

–Sí, señor –contestó, moviendo la cabeza con resignación–. Me marcho mañana.

–Y ahora, ¿dónde va?

–¡No sé! –repuso, sacudiéndose la nieve de sus largos cabellos–. Entraré en cualquier sitio…

En aquella época, había una entrada lateral al patio de caballerizas de La Cruz de Oro, la posada que tantos recuerdos me traía en relación con su desgracia; y ésta se hallaba casi enfrente de nosotros. Le señalé el portón, me agarré de su brazo y nos dirigimos a ella. Dos o tres salas públicas daban al patio; me asomé a una y, al encontrarla vacía y con un buen fuego en la chimenea, le conduje allí.

Cuando lo vi a la luz, no sólo advertí que sus cabellos eran largos y estaban enmarañados, sino también que su rostro se hallaba muy curtido por el sol. Había encanecido, las arrugas de su rostro y de su frente eran más profundas, y daba la impresión de haber vagado sin descanso soportando las peores inclemencias; pero parecía muy fuerte, como un hombre sostenido por una decisión inquebrantable y al que nada pudiera abatir. Se sacudió la nieve del sombrero y de la ropa, y se la quitó de la cara, mientras yo pensaba todo aquello. Cuando se sentó en la mesa frente a mí, de espaldas a la puerta por donde habíamos entrado, me tendió de nuevo su áspera mano y estrechó la mía con afecto.

–Voy a contarle, señorito Davy –dijo–, todos los sitios donde he estado y todas las cosas que he oído. He llegado lejos y me he enterado de muy poco; pero ¡se lo voy a contar!

Toqué la campanilla para pedir algo caliente de beber. El señor Peggotty no quiso nada más fuerte que una cerveza; y, mientras nos la traían y la calentaban en el fuego, se quedó pensativo. Su rostro reflejaba una hermosa y solemne gravedad que no me aventuré a turbar.

–Cuando Emily era una niña –afirmó, levantando la cabeza después de que nos dejaran solos– me hablaba a todas horas de la mar; y de las costas donde las aguas son de un azul profundo, y se extienden brillantes, brillantes bajo el sol. Yo entonces pensaba que aquello le obsesionaba porque su padre se había ahogado. No sé si será cierto, pero tal vez ella creía… o deseaba… que la corriente lo hubiera empujado hacia esos lugares, donde siempre hay flores y los campos resplandecen a la luz del sol.

–Es posible que se tratara de una fantasía infantil –señalé.

–El día en que ella se… perdió –prosiguió el señor Peggotty–, mi instinto me dijo que él la llevaría a esos países. Estaba seguro de que él le había contado maravillas, y le había dicho que allí sería una dama, y había conseguido que ella lo escuchara con toda aquella palabrería. Cuando fuimos a ver a su madre, comprendí que no me había equivocado. Crucé el canal de la Mancha hasta Francia, y desembarqué allí como si hubiera caído del cielo.

Vi que la puerta se movía y entraba la nieve. Vi que la puerta se movía un poco más y una mano se interponía suavemente para dejarla entreabierta.

–Conocí a un caballero inglés que era una autoridad –continuó el señor Peggotty– y le dije que estaba buscando a mi sobrina. Me consiguió los papeles que necesitaba para viajar (no recuerdo su nombre) e incluso quería darme dinero, pero eso era algo que, gracias a Dios, no me hacía falta. Le di las gracias de todo corazón por su ayuda, ¡de eso estoy seguro! «He escrito a los lugares adonde se dirige –afirmó– y hablaré con todos los que pasen por aquí; muchos le reconocerán cuando se encuentre muy lejos, viajando solo». Le expresé lo mejor que pude cuán grande era mi gratitud, y después me marché a recorrer Francia.

–¿Solo, y a pie?

–Casi siempre a pie –repuso–; a veces en carro, con gente que iba al mercado; a veces en carruajes vacíos. Anduve muchas millas cada día, a menudo con algún pobre soldado que iba a ver a sus amigos. No podía hablar con él, ni él conmigo; pero nos hacíamos compañía por aquellos polvorientos caminos.

La cordialidad de su voz lo explicaba todo.

El viajero errante

–Cuando llegaba a un pueblo –prosiguió–, buscaba la posada y me quedaba en el patio hasta que apareciera alguien que supiese inglés (lo que siempre ocurría). Entonces yo les contaba que estaba buscando a mi sobrina, y ellos me decían quién se alojaba en la casa, y yo esperaba para ver si entraba o salía alguien que se pareciera a ella. Cuando veía que no era Emily, seguía mi camino. Poco a poco, empecé a darme cuenta de que, cuando llegaba a una nueva población, la gente pobre había oído hablar de mí. Me ofrecían asiento en la entrada de sus casas, sacaban lo que podían para comer y para beber, y me indicaban dónde podía dormir; y muchas mujeres, señorito Davy, que tenían hijas de la edad de Emily, me esperaban junto a la Cruz de Nuestro Salvador, en las afueras del pueblo, para ofrecerme su ayuda. Algunas tenían hijas que habían muerto. Y ¡sólo Dios sabe lo bondadosas que fueron conmigo esas madres!

Era Martha quien sujetaba la puerta. Vi con claridad su rostro atento y fatigado. Mi único temor era que él volviera la cabeza y también la divisara.

–A menudo sentaban en mis rodillas a sus hijos… especialmente si eran niñas muy pequeñas –continuó diciendo el señor Peggotty–; y habría podido verme muchas veces sentado en la puerta de sus casas, al anochecer, y era casi como si fueran las hijas de mi querida Emily. ¡Ay, mi querida Emily!

Embargado por el dolor, estalló en sollozos. Puse mi mano temblorosa sobre la suya, que él se había llevado al rostro.

–Gracias, señor –exclamó–. No se preocupe.

No tardó en retirar la mano de la cara para ponerla en su pecho, y continuó su relato:

–A menudo salían conmigo por la mañana y me acompañaban durante una o dos millas; y, cuando nos despedíamos y yo les decía en mi idioma: «¡Muchas gracias y que Dios les bendiga!», siempre parecían entenderme y me respondían con afecto. Al final, llegué a la costa. Como usted comprenderá, no fue muy difícil para un hombre de mar como yo llegar hasta Italia. Una vez allí, seguí viajando como hasta entonces. La gente se mostraba igual de bondadosa conmigo, y yo habría ido de ciudad en ciudad, a través de todo el país, si no me hubieran llegado noticias de que Emily estaba en las montañas de Suiza. Alguien que conocía a su criado me dijo que había visto a los tres allí; y me explicó cómo viajaban y dónde se encontraban. Eché a andar hacia esas montañas, señorito Davy, día y noche. Y cuanto más avanzaba, más parecía que se alejaban ellas. Pero las alcancé, y las crucé. Cuando estuve cerca del lugar dónde me habían dicho que la encontraría, empecé a pensar: «¿Qué haré cuando la vea?».

El atento rostro seguía en la puerta, insensible a las inclemencias de la noche, y, con sus manos, la joven parecía pedirme… suplicarme… que no la echase fuera.

–Nunca dudé de ella. ¡No! ¡Ni un instante! Sólo con que me viese la cara… sólo con que me oyera la voz… sólo con que, al verme ahí delante, le vinieran recuerdos de la casa de donde había huido, y de la niña que había sido… aunque se hubiera convertido en una princesa, ¡habría caído a mis pies! ¡Lo sabía muy bien! Cuántas veces la había oído gritar en mis sueños «¡tío!» y la había visto caer como muerta delante de mí. Cuántas veces la había levantado y le había dicho al oído: «¡Emily, querida, he venido a traerte mi perdón y a llevarte a casa!».

Se detuvo, movió la cabeza y prosiguió con un suspiro:

–Él había dejado de existir para mí. Emily era lo único que me importaba. Le compré un vestido de campesina para ponérselo; y sabía que, cuando la encontrara, caminaría a mi lado por los senderos pedregosos, iría donde yo fuese, y nunca, nunca más me abandonaría. Yo sólo pensaba en ponerle ese vestido y tirar el que llevaba… en darle nuevamente el brazo y echar a andar de vuelta a casa… en detenernos a veces al borde del camino y curarle sus pies doloridos y su corazón, aún más dolorido. Creo que a él ni siquiera le habría mirado. Pero, señorito Davy, todo eso no pudo ser… ¡todavía no! Llegué demasiado tarde, y se habían ido. No pude saber a dónde. Unos decían que aquí, otros que allí. Viajé por aquí, y viajé por allí, pero no encontré a ninguna Emily, de modo que regresé a casa.

–¿Y hace mucho de eso? –inquirí.

–Hará unos cuatro días –repuso el señor Peggotty–. Vi a lo lejos la vieja gabarra después de oscurecer, y una luz brillaba en la ventana. Cuando estuve cerca y miré por el cristal, distinguí a la fiel señora Gummidge sentada junto al fuego, como habíamos acordado, completamente sola. Le grité: «¡No se asuste! ¡Soy Daniel!», y entré. ¡Nunca hubiese creído que la vieja barca tuviera un aspecto tan extraño!

Sacó con mucho cuidado de un bolsillo de su chaleco un pequeño fajo de papeles que contenía dos o tres cartas o algunos sobres, y lo dejó encima de la mesa.

–Ésta llegó la primera –dijo, eligiendo una–, a los pocos días de mi partida. Es un billete de cincuenta libras, envuelto en una hoja de papel donde habían escrito mi dirección, y que metieron por debajo de la puerta durante la noche. Ella intentó disimular la letra, pero ¡cómo iba a engañarme!

Volvió a doblar la carta con enorme cuidado y paciencia, exactamente igual que antes, y la colocó a un lado.

–Ésta le llegó a la señora Gummidge –señaló, abriendo otra– hace dos o tres meses.

Después de contemplarla durante unos instantes, me la dio, añadiendo en voz baja:

–Tenga la bondad de leerla, señor.

Leí lo siguiente:

¡Qué pensará usted cuando vea estas líneas y sepa que han sido escritas por mi mano culpable! Pero intente… no por mí, sino por la bondad de mi tío… intente mitigar su severidad conmigo, aunque sólo sea por un instante. Le ruego que se apiade de esta desdichada joven, y que me escriba en un pedazo de papel si mi tío está bien, y cuáles fueron sus palabras antes de dejar de pronunciar mi nombre para siempre. Dígame si por la noche, a la hora en que yo volvía a casa, parece acordarse alguna vez de aquella a la que quería tanto. ¡Oh, se me parte el alma cuando pienso en todo esto! Me arrodillo ante usted para suplicarle e implorarle que no me trate con la dureza que merezco… pues soy consciente de que la merezco… y que tenga la bondad y la generosidad de escribir algo sobre él y después enviármelo. No es necesario que me llame «mi pequeña», no es necesario que me llame por el nombre que he deshonrado; pero escuche mi grito de angustia y sea lo bastante misericordiosa para mandarme alguna noticia del tío, ¡al que mis ojos nunca, nunca volverán a contemplar en este mundo!

Mi querida señora, si no tiene compasión de mí… y está en su derecho, lo sé… si no tiene compasión de mí, pregunte su opinión al hombre a quien más he ofendido… al hombre que iba a convertirme en su esposa…, antes de negarse a cumplir mi humilde ruego. Si él fuera lo bastante caritativo para decirle a usted que me escribiera unas líneas… y estoy seguro de que lo haría ¡Oh, señora Gummidge!, estoy seguro de que lo haría, pues ha sido siempre tan valiente y generoso… me gustaría que entonces, sólo entonces, le dijera que, cuando oigo soplar el viento por las noches, tengo la impresión de que ruge furioso, después de haberles visto a él y a mi tío, y de que sube al cielo para poner a Dios en contra mía. Hágale saber que si yo muriera mañana (¡cuánto me agradaría dejar este mundo si mi alma estuviera preparada!) mis últimas palabras serían para bendecirles, a él y mi tío, y que, con mi último aliento, rezaría por la felicidad de su hogar.

También en esta carta había dinero. Un billete de cinco libras. Estaba intacto, igual que el anterior, y el señor Peggotty lo volvió a doblar con el mismo cuidado. Había instrucciones detalladas para que la señora Gummidge supiera dónde dirigir la respuesta; y, aunque delataban la existencia de varios intermediarios y hacían difícil llegar a una conclusión más o menos definitiva respecto al lugar donde Emily se ocultaba, no parecía imposible que hubiera escrito esa carta desde la población donde afirmaban haberla visto.

–¿Y qué contestación le dieron? –pregunté al señor Peggotty.

–Como la señora Gummidge no tiene muchos estudios, señor –replicó–, Ham tuvo la amabilidad de redactar un borrador, que ella copió. Le decían en él que yo había salido en su busca, y cuáles habían sido mis palabras antes de despedirme.

–Lo que tiene en la mano, ¿es otra carta? –inquirí.

–Es dinero, señor –repuso el señor Peggotty, desdoblando una esquina–. Diez libras, ¿ve usted? Y dentro pone: «De un amigo fiel», como en el primero. Pero el primero lo metieron por debajo de la puerta y éste llegó por correo anteayer. Voy a buscar a Emily en el lugar que indica el matasellos.

Me lo enseñó. Era un pueblo en el Alto Rin. Había encontrado, en Yarmouth, unos comerciantes extranjeros que conocían esa región y que le habían dibujado en un papel un burdo mapa que él era capaz de interpretar muy bien. Lo puso encima de la mesa, entre los dos; y, apoyando la barbilla en una mano, fue trazando con la otra la ruta que pensaba seguir.

Le pregunté cómo estaba Ham, y él movió la cabeza.

–Trabaja con el coraje de todo un hombre. Su nombre es querido y respetado por todos. No hay nadie que no esté dispuesto a echarle una mano, ¿sabe?; de igual modo que él está siempre dispuesto a ayudar a los demás. Jamás le hemos oído quejarse. Pero mi hermana cree (entre nosotros) que está muy herido en el alma.

–¡Pobre muchacho! ¡Seguro que es cierto!

–Parece despreciar la vida, señorito Davy –dijo el señor Peggotty en voz baja y con aire solemne–. Cuando hay que realizar algún trabajo duro en medio del mal tiempo, allí está él. Cuando hay que correr algún peligro, es el primero en dar un paso al frente. Y, sin embargo, es tan tierno como un niño. No hay un solo niño en Yarmouth que no lo conozca.

El señor Peggotty juntó las cartas pensativo, alisándolas con la mano; y volvió a formar con ellas un pequeño fajo, que guardó amorosamente en su pecho. El rostro había desaparecido de la puerta. Vi que seguía entrando la nieve, pero no había nadie.

–¡Bueno! –exclamó, mirando su fardo–. Como ya lo he visto esta noche, señorito Davy (¡y cuánto bien me ha hecho!), me iré mañana por la mañana, muy temprano. Ya sabe lo que llevo aquí –dijo, poniendo la mano sobre el bolsillo donde llevaba el pequeño paquete–; lo único que me preocupa es pensar que me puede ocurrir algo malo antes de que haya devuelto este dinero. Si yo muriera, y se perdiese o me lo robaran, o desapareciera de algún modo, y él no se enterase, e imaginara que lo he aceptado, no creo que pudieran retenerme en el otro mundo. ¡Estoy seguro de que volvería a éste!

Se levantó, y yo seguí su ejemplo; antes de salir, nos estrechamos la mano una vez más.

–Caminaría diez mil millas –afirmó–; andaría hasta caer muerto para devolverle este dinero. Si consigo hacerlo, y encuentro a mi Emily, me daré por satisfecho. Y si no la encuentro, tal vez algún día llegue a sus oídos que su tío, que tanto la amaba, no dejó de buscarla hasta que la muerte se lo llevó; y si la conozco bien, sé que esto bastará para que ella regrese finalmente a casa.

Cuando salimos a la gélida noche, vi cómo huía de nosotros la solitaria figura. Me apresuré a entretener al señor Peggotty con algún pretexto, y le di conversación hasta que ella se alejó.

Me habló de una posada en la carretera de Dover, donde encontraría una habitación limpia y sencilla para pasar la noche. Le acompañé más allá del puente de Westminster, y nos despedimos a orillas del Surrey. En mi imaginación, todo pareció guardar silencio por respeto a él, cuando reemprendió su viaje solitario a través de la nieve.

Regresé al patio de caballerizas de La Cruz de Oro y, conmovido por el recuerdo de aquel rostro, lo busqué por todas partes. No estaba allí. La nieve había borrado las huellas recientes de nuestros pasos; sólo podían verse mis últimas pisadas, e incluso éstas parecían desaparecer (¡nevaba tanto!) cuando miraba hacia atrás, por encima de mi hombro.

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