David Copperfield

XVI Soy un niño nuevo en más de un sentido

XVI

Al día siguiente, después del desayuno, reanudé mi vida escolar. Me dirigí, en compañía del señor Wickfield, al escenario de mis futuros estudios: un edificio de aspecto solemne, con un gran patio, donde reinaba una atmósfera de sabiduría que armonizaba muy bien con las cornejas y los grajos extraviados que bajaban de las torres de la catedral a pasearse por el césped con aspecto de clérigos, y donde me presentaron a mi nuevo maestro, el doctor Strong.

Éste me pareció casi tan oxidado como las altas verjas de hierro que rodeaban el colegio; y casi tan rígido y pesado como las grandes urnas de piedra que las flanqueaban, a intervalos regulares, sobre el muro de ladrillo rojo, al igual que unos sofisticados bolos con los que el Tiempo pudiese jugar. Estaba en su biblioteca (me refiero al doctor Strong); sus ropas no estaban bien cepilladas, ni sus cabellos demasiado peinados; tenía los pantalones mal abrochados y las largas polainas negras sin abotonar; sus zapatos parecían abrir la boca como dos oscuras cavernas sobre la estera de la chimenea. Volvió hacia mí unos ojos sin brillo, que trajeron a mi memoria un viejo caballo ciego, largo tiempo olvidado, que solía pacer en el cementerio de Blunderstone y tropezar entre sus tumbas. Me dijo que se alegraba mucho de conocerme y me tendió su mano; aunque no supe qué hacer con ella, pues no hacía nada por sí misma.

Pero cerca del doctor Strong trabajaba una hermosa joven, a la que él llamó Annie, que me ayudó a salir de aquel trance arrodillándose junto al caballero para ponerle los zapatos y abrocharle las polainas. Supuse que sería su hija, pues lo hizo con prontitud y agrado. Cuando la joven hubo terminado y nos disponíamos a visitar el aula donde se impartían las clases, me sorprendió mucho que el señor Wickfield se despidiera de ella con el nombre de señora Strong; y empezaba a preguntarme si sería la esposa del hijo del doctor Strong o la esposa del propio doctor, cuando este último, de forma involuntaria, disipó mis dudas.

–A propósito, Wickfield –exclamó, deteniéndose en el pasillo con una mano en mi hombro–; ¿todavía no ha encontrado ningún empleo que pueda convenir al primo de mi mujer?

–No –respondió éste–. Aún no.

–Desearía que lo hiciera lo antes posible, Wickfield –dijo el doctor Strong–, pues Jack Maldon se encuentra necesitado y ocioso; y esas dos cosas, que no son buenas, a veces originan otras peores. Como dice el doctor Watts –añadió, dirigiendo su mirada hacia mí y moviendo la cabeza al ritmo de su cita–: «Satanás siempre encuentra algún trabajo vil para las manos ociosas».

–¡Por Dios! –contestó el señor Wickfield–. Si el doctor Watts hubiera conocido bien a los hombres, podría haber escrito sin faltar tampoco a la verdad: «Satanás siempre encuentra algún trabajo vil para las manos ocupadas». Las personas ocupadas son responsables de gran parte de los males de este mundo, puede usted estar seguro. ¿Y qué han hecho si no todos aquellos que se han dedicado a perseguir el dinero y el poder durante estos dos últimos siglos? ¿Acaso piensa que no han cometido ningún delito?

–No creo que Jack Maldon ponga demasiado empeño jamás en conseguir dinero o poder –comentó el doctor Strong, frotándose pensativo la barbilla.

–Tal vez no –exclamó el señor Wickfield–; y con esto me hace volver al asunto que nos ocupa, y espero que perdone mi digresión. No, todavía no he encontrado una actividad adecuada para el señor Malden. Creo adivinar su propósito –añadió tras un momento de vacilación– y eso complica aún más las cosas.

–Mi propósito –repuso el doctor Strong– es asegurar el porvenir del primo, además de antiguo compañero de juegos, de Annie.

–Sí, lo sé –dijo el señor Wickfield–; en este país o en el extranjero.

–En efecto –replicó el doctor, aparentemente extrañado del énfasis con que había pronunciado esas palabras–; en este país o en el extranjero.

–Ésa fue su expresión –afirmó el señor Wickfield–. O en el extranjero.

–Ciertamente –contestó el doctor–. Ciertamente. Una de las dos cosas.

–¿Una de las dos cosas? ¿No tiene alguna preferencia? –inquirió el señor Wickfield.

–No –respondió el doctor.

–¿No? –repitió su interlocutor, asombrado.

–En absoluto.

–¿No existe ninguna razón que le empuje a desear que se vaya al extranjero, en lugar de quedarse en Inglaterra?

–No –aseguró el doctor.

–No tengo más remedio que creerle, y naturalmente le creo –manifestó el señor Wickfield–. De haberlo sabido antes, mi trabajo habría sido más sencillo. Pero he de confesarle que tenía otra impresión.

El doctor Strong le miró con aire sorprendido, aunque no tardó en esbozar una sonrisa que me infundió nuevos ánimos, pues estaba llena de amabilidad y de dulzura, y había en ella, así como en toda su actitud (una vez que el hombre estudioso y reflexivo dejaba entrever su verdadero carácter) una enorme sencillez que resultaba muy atractiva y prometedora para un joven estudiante como yo. Al tiempo que repetía «No» y «En absoluto», además de otras exclamaciones por el estilo, el doctor Strong continuó avanzando con paso extraño y desigual; y nosotros le seguimos: el señor Wickfield muy serio y moviendo la cabeza, sin darse cuenta de que yo lo observaba.

La clase era muy grande y estaba situada en la parte más tranquila del edificio, frente a la mirada fija y majestuosa de media docena de las grandes urnas de piedra. Desde ella se dominaba un rincón del viejo y recóndito huerto del doctor, donde los melocotones maduraban al sol junto a la tapia sur del jardín. Había dos enormes áloes en dos grandes macetas sobre el césped, justo delante de las ventanas; sus hojas anchas y firmes, que parecían de hojalata pintada, han quedado desde entonces asociadas en mi imaginación con el silencio y el retiro. Alrededor de veinticinco niños, enfrascados en el estudio de sus libros, se levantaron para dar los buenos días al doctor, y de pie seguían cuando nos divisaron al señor Wickfield y a mí.

–Un nuevo alumno, caballeros –dijo el doctor–; Trotwood Copperfield.

Un muchacho llamado Adams, que era el primero de la clase, salió de su pupitre para darme la bienvenida. Parecía un joven clérigo, con su corbata blanca, pero se mostró muy amable y muy cordial. Me indicó dónde debía sentarme y me presentó a los profesores, con modales tan corteses que no habría tardado en sentirme en casa, si esto hubiera sido posible.

Llevaba, sin embargo, tanto tiempo alejado de esa clase de muchachos, o de otros niños de mi edad, si exceptuamos a Mick Walker y a Patata Enharinada, que jamás me he sentido tan desplazado como entonces. Era consciente de haber vivido escenas de las que ellos no podían tener conocimiento, y de haber adquirido una experiencia que no correspondía a mi edad, a mi aspecto o a mi posición (que eran muy parecidos a los suyos), y tenía la sensación de ser casi un impostor al presentarme allí como un pequeño escolar más. Durante mi estancia en Murdstone y Grinby, fuera ésta corta o larga, había perdido hasta tal punto la costumbre de participar en los juegos y diversiones de otros niños que me sentía torpe e inexperto en las cosas más normales para ellos. Todo cuanto había aprendido se había borrado de mi cabeza en medio de las sórdidas preocupaciones de mi vida cotidiana, y, después de examinarme, comprobaron que no sabía nada y me pusieron en el último curso. Pero, por mucho que me inquietara mi falta de habilidad infantil y mis escasos conocimientos escolares, lo que más me angustiaba era considerar que las cosas que yo sabía me alejaban de mis compañeros mucho más que mi ignorancia. Imaginaba qué pensarían si supieran lo familiarizado que estaba con la prisión de King’s Bench. ¿Habría algo en mí que delatara mis transacciones con los Micawber? Todas mis visitas al prestamista, las ventas y las cenas… ¿Y si algún muchacho que me hubiera visto atravesar Canterbury, agotado y harapiento, me reconociese? ¿Qué dirían ellos –que apenas concedían importancia al dinero– si se enteraran de cuánto me había costado conseguir unas monedas de medio penique para comprar la salchicha y la cerveza diarias o el trozo de budín? ¿Cómo reaccionarían ellos –que ignoraban la vida y las calles de Londres– si descubrían lo bien que conocía (lo cual no podía sino avergonzarme) algunos de sus barrios más miserables? Y aquellas ideas me obsesionaron hasta tal punto durante mi primer día en el colegio del doctor Strong que desconfié de cualquiera de mis gestos y de mis miradas; y cada vez que uno de mis nuevos compañeros se acercaba, me encerraba en mí mismo; y, en cuanto las clases acabaron, me alejé corriendo, por miedo a traicionarme si respondía a la menor señal de amistad.

Pero era tal la influencia de la vieja casa del señor Wickfield que, cuando llamé a su puerta, con mis nuevos libros escolares bajo el brazo, empecé a sentir cómo se disipaba mi nerviosismo. Al subir a mi espacioso y aireado dormitorio, la grave sombra de las escaleras pareció caer sobre mis miedos y mis dudas, y envolver en brumas mi pasado. Estudié con verdadero ahínco hasta la hora de cenar (terminábamos las clases a las tres), y bajé con renovadas esperanzas de llegar a ser un muchacho aceptable.

Agnes se hallaba en la sala, esperando a su padre, que seguía en su despacho con una visita. Me recibió con su encantadora sonrisa y quiso saber qué me había parecido el colegio. Le dije que confiaba en que acabaría gustándome, pero que, por el momento, me sentía un poco extraño en él.

–¿No has ido nunca a la escuela? –le pregunté.

–¡Oh, sí! Todos los días.

–Pero aquí, en tu casa, ¿no?

–Papá no podría prescindir de mí –repuso, sonriendo y moviendo la cabeza–. Su ama de llaves tiene que estar cerca.

–Estoy seguro de que te quiere mucho –exclamé.

Ella asintió y fue hacia la puerta para comprobar si subía, a fin de salirle al encuentro en la escalera. Al ver que su padre no venía, regresó a la sala.

–Mamá murió cuando yo nací –dijo con su acostumbrada serenidad–. Sólo he visto su retrato, en el piso de abajo. Ayer me di cuenta de que lo mirabas. ¿Adivinaste quién era?

Le respondí que sí, porque se parecía a ella.

–Eso dice papá –afirmó Agnes, complacida–. ¡Escucha! ¡Ahí llega papá!

Su rostro angelical se iluminó de alegría mientras se dirigía a él y volvía cogida de su mano. El señor Wickfield me saludó con cordialidad, y aseguró que sería muy feliz con el doctor Strong, que era uno de los hombres más bondadosos que conocía.

–Es posible que algunas personas abusen de su bondad –añadió–, aunque no me refiero a nadie en concreto. Espero que nunca seas una de ellas, Trotwood, bajo ningún concepto. Es el hombre más confiado del mundo, y sea esto una virtud o un defecto, es algo que jamás debes olvidar al tratar un asunto, importante o no, con él.

Tuve la impresión de que hablaba como si estuviera abatido y disgustado por algo, pero en seguida me olvidé de ello, pues anunciaron la cena y bajamos a ocupar los mismos asientos que el día anterior.

Nada más sentarnos, Uriah Heep asomó su cabeza pelirroja y su mano esquelética por la puerta.

–El señor Maldon le ruega que lo reciba –exclamó.

–Pero si acabo de despedirme de él –dijo el señor Wickfield.

–Sí, señor –respondió Uriah–; pero el señor Maldon ha vuelto, y le ruega que lo reciba.

Al tiempo que sujetaba aún la puerta, Uriah me miró, y miró a Agnes, y miró las fuentes, los platos y todo cuanto había en el comedor, o eso supuse; aunque no parecía hacerlo, pues durante todo aquel tiempo fingía tener sus ojos rojos respetuosamente clavados en el señor Wickfield.

–Perdone. Sólo quería decirle, después de reflexionar –dijo una voz a espaldas de Uriah, mientras la cabeza de éste era sustituida por la del nuevo interlocutor–; le ruego que disculpe mi intromisión… Sólo quería decirle que, puesto que no tengo otra elección, cuanto antes me marche al extranjero, mejor. Mi prima Annie aseguró, cuando hablamos del asunto, que prefería tener a sus amigos cerca antes que desterrarlos, y el viejo doctor…

–¿Está usted hablando del doctor Strong? –le interrumpió el señor Wickfield.

–Naturalmente –contestó el desconocido–; yo le llamo el viejo doctor. Ya sabe que da lo mismo.

–No, lo sé –replicó el señor Wickfield.

–Creía que el doctor Strong estaba de acuerdo con Annie, pero, por su manera de proceder, supongo que ha debido de cambiar de opinión; así que no hay nada más que decir, excepto que cuanto antes me marche, mejor. Por ese motivo pensé que tenía que regresar para decirle que cuanto antes me marche, mejor. Cuando hay que zambullirse en el agua, no tiene sentido quedarse indeciso en la orilla.

–Puede estar seguro, señor Maldon, de que la demora será mínima en su caso –afirmó el señor Wickfield.

–Gracias –dijo su interlocutor–. Le estoy muy reconocido. No sería demasiado elegante mirar los dientes a un caballo regalado; de lo contrario, estoy convencido de que mi prima Annie podría fácilmente arreglar las cosas a su manera. Supongo que sólo tendría que decirle al viejo doctor…

–Quiere usted decir que la señora Strong sólo tendría que decirle a su marido… ¿Le he comprendido bien? –quiso saber el señor Wickfield.

–Perfectamente –señaló el desconocido–. Sólo tendría que decirle que deseaba que esto o lo otro se hiciera así o de otra manera; y seguro que las cosas se arreglarían como ella quisiera.

–¿Y por qué está tan seguro, señor Maldon? –preguntó el señor Wickfield, mientras seguía comiendo tranquilamente.

–Pues porque Annie es una joven encantadora y el viejo doctor… el doctor Strong, quería decir… no es un joven encantador –contestó Jack Maldon, riéndose–. No pretendo ofender a nadie, señor Wickfield. Digo únicamente que, en un matrimonio así, es justo y razonable que se dé alguna compensación.

–¿Alguna compensación para la dama, señor? –inquirió mi anfitrión con gravedad.

–En efecto, señor –repuso Jack Maldon, sin dejar de reírse.

Sin embargo, al observar que el señor Wickfield seguía comiendo con la misma calma imperturbable, y que no había la menor esperanza de que aflojara un solo músculo de su cara, añadió:

–Y ahora, como ya he dicho cuanto tenía que decir, me despediré de usted, rogándole nuevamente que perdone mi intromisión. Como es natural, seguiré sus indicaciones y el asunto quedará entre nosotros dos; ni siquiera lo mencionaré en casa del doctor.

–¿Ha cenado usted? –preguntó el señor Wickfield, señalando la mesa con su mano.

–Gracias –contestó el señor Maldon–, cenaré con mi prima Annie. Adiós.

El señor Wickfield, sin levantarse, lo miró pensativo mientras se marchaba. Me dio la impresión de que era uno de esos jóvenes caballeros algo superficiales, atractivos, con facilidad de palabra, seguros de sí mismos y bastante temerarios. Y ésa fue la primera vez que vi a Jack Maldon, a quien no había esperado conocer tan pronto cuando aquella mañana oí mencionar su nombre al doctor.

Cuando terminamos de cenar, subimos al piso de arriba, donde todo fue exactamente igual que el día anterior. Agnes colocó los vasos y las licoreras en el mismo rincón, y el señor Wickfield se sentó a beber su oporto, y en una buena cantidad. Agnes tocó el piano para él, se sentó a su lado, hizo los deberes y nos dio conversación, además de jugar varias partidas de dominó conmigo. A su debido tiempo, preparó el té; y, después, cuando bajé mis libros, los hojeó y me explicó lo que ya había aprendido (que era mucho, a pesar de que ella aseguraba lo contrario), así como el mejor modo de comprenderlos y memorizarlos. Todavía la veo, tímida, ordenada, tranquila; y oigo su dulce y hermosa voz mientras escribo estas palabras. Y empiezo a sentir la influencia beneficiosa que más tarde ejercería sobre mí. Estoy enamorado de la pequeña Emily, no de Agnes (lo que siento por ella es algo muy diferente) pero tengo la sensación de que la bondad, la paz y la verdad están dondequiera que ella se encuentre; y de que la suave luz de aquellas vidrieras que admiré en una iglesia hace tanto tiempo se derrama siempre sobre ella, y sobre mí cuando estoy a su lado, así como en todo lo que la rodea.

Cuando llegó la hora de que Agnes se retirara a su dormitorio y ésta nos dejó, le di la mano al señor Wickfield, dispuesto también a darle las buenas noches. Pero él me detuvo.

–¿Te gustaría quedarte con nosotros, Trotwood? ¿O preferirías alojarte en otro lugar? –inquirió.

–Preferiría quedarme, señor –respondí presuroso.

–¿Estás seguro?

–Si usted quiere. ¡Si me lo permite!

–Me temo que la vida que llevamos en esta casa es demasiado aburrida –afirmó.

–No es más aburrida para mí que para Agnes, señor. ¡No es nada aburrida!

–Que para Agnes… –repitió, andando lentamente hacia la enorme chimenea y apoyándose en ella–. ¡Que para Agnes!

Aquella noche había bebido vino (o eso imaginé) hasta tener los ojos inyectados de sangre. En aquel momento no podía vérselos, pues miraba al suelo y los ocultaba tras su mano; pero me había fijado antes en ese detalle.

–Me gustaría saber si mi pequeña Agnes se cansará de mí –murmuró–. ¿Cómo podría yo cansarme de ella? Pero eso es diferente… Sí, muy diferente.

Estaba pensando en voz alta, no hablaba conmigo; así que guardé silencio.

–Una casa vieja y aburrida –prosiguió– y una vida monótona; pero he de tenerla a mi lado. Es preciso que la tenga a mi lado. La idea de que yo pueda morir y abandonar a mi querida hija, o de que ella muera y me abandone a mí, acude a mi pensamiento como un espectro y ensombrece mis horas más felices, y sólo puedo ahogar mis penas…

No terminó la frase; pero, después de dirigirse con lentitud al lugar donde antes se había sentado y de realizar mecánicamente el movimiento de verter oporto de la licorera ya vacía, volvió a dejar ésta sobre la mesa y regresó junto a la chimenea.

–Si esta idea me resulta tan dolorosa cuando ella está conmigo –exclamó–, ¿qué sería si ella estuviera lejos? No, no, no. Ni siquiera puedo intentarlo…

Se apoyó en la repisa de la chimenea, y estuvo tanto tiempo absorto en sus meditaciones, que yo no sabía si correr el riesgo de molestarlo retirándome, o quedarme silencioso donde estaba hasta que saliera de su ensimismamiento. Finalmente, el señor Wickfield pareció despertar y recorrió la estancia con la mirada hasta que sus ojos se cruzaron con los míos.

–Entonces, te quedarás con nosotros, ¿verdad? –dijo con su voz habitual, como si respondiera a algo que yo acabase de comentarle–. Me alegro mucho, Trotwood. Nos haces compañía a los dos. Es bueno que estés aquí. Bueno para mí, bueno para Agnes, bueno quizá para todos nosotros.

–Seguro que lo es para mí, señor –afirmé–. ¡Estoy tan contento de vivir aquí!

–¡Eres un gran muchacho! –exclamó el señor Wickfield–. Te quedarás todo el tiempo que quieras.

Me estrechó la mano y me dio un golpecito cariñoso en la espalda; me dijo que siempre que necesitara estudiar algo por la noche, cuando Agnes se retirara, o que tuviera ganas de leer, sería bien recibido en su despacho, si él se encontraba allí y yo deseaba su compañía. Le agradecí su amabilidad; y como no tardó en dirigirse allí, y yo no estaba nada cansado, le acompañé con un libro en la mano, a fin de aprovechar durante media hora su invitación.

Sin embargo, al ver una luz en el pequeño gabinete circular, me sentí inmediatamente atraído por Uriah Heep, que ejercía una especie de fascinación sobre mí, y decidí entrar en él. Encontré al joven leyendo un voluminoso libro con tanta atención que hasta su esquelético dedo índice iba siguiendo las líneas, dejando su fría y húmeda huella en las páginas (o así lo creí) como si fuera un caracol.

–Se ha quedado hasta muy tarde esta noche, Uriah –le dije.

–Sí, señor Copperfield –respondió.

Cuando me subí en el taburete que había frente a él, a fin de conversar más cómodamente, me di cuenta de que no sabía sonreír; se limitaba a ensanchar la boca hacia los lados, y se le formaban dos profundos surcos en las mejillas, uno a cada lado.

–No estoy trabajando para el bufete, señor Copperfield –señaló Uriah.

–Entonces, ¿qué hace? –pregunté.

–Mejoro mis conocimientos legales, señor Copperfield –afirmó–. Estudio el tratado de Tidd ¡Qué magnífico escritor, señor Copperfield!

Mi taburete era un observatorio tan bueno que, cuando Uriah continuó su lectura, después de tan entusiasta exclamación, y empezó a seguir las líneas con su dedo índice, me fijé en que sus orificios nasales –pequeños, puntiagudos y con profundas oquedades– tenían un modo curioso y muy desagradable de dilatarse y contraerse; parecían parpadear en lugar de sus ojos, que casi nunca pestañeaban.

–Supongo que es usted un gran abogado, ¿no es así? –comenté, después de mirarlo un rato.

–¿Yo, señor Copperfield? –exclamó Uriah–. ¡Qué va! Soy un hombre muy humilde.

Comprendí que lo de sus manos no había sido imaginación mía; pues a menudo se restregaba una con otra, como si intentara quitarles el frío y la humedad, además de secarlas disimuladamente con su pañuelo.

–Soy consciente de ser el más humilde de los hombres –dijo Uriah Heep, con modestia–; que los demás ocupen la posición social que les corresponda. Mi madre es, asimismo, una persona muy humilde. Vivimos en una humilde morada, señor Copperfield, pero no podemos quejarnos. Mi padre tenía una humilde profesión. Era sepulturero.

–¿Y a qué se dedica ahora? –quise saber.

–Ha alcanzado la gloria eterna, señor Copperfield –repuso Uriah Heep–. Pero mi madre y yo tenemos mucho que agradecer. ¡Es una suerte para mí trabajar con el señor Wickfield!

Le pregunté si llevaba mucho tiempo con él.

–Cuatro años, señor Copperfield –replicó Uriah, cerrando su libro, después de señalar cuidadosamente el lugar en que había abandonado su lectura–. Empecé un año después de la muerte de mi padre. ¡Y qué agradecido debo estar por eso! ¡Qué agradecido debo estar al señor Wickfield por haber tenido la bondad de contratarme como aprendiz! Es algo que jamás habría estado al alcance de nuestros humildes recursos.

–En ese caso, cuando termine usted su formación, será un verdadero abogado, ¿no es así?

–Con ayuda de la Divina Providencia, señor Copperfield –contestó Uriah.

–Quizá algún día llegue a ser socio del señor Wickfield –exclamé para granjearme su simpatía–; y el bufete se llamará Wickfield y Heep, o Heep, sucesor de Wickfield.

–¡Oh, no, señor Copperfield! –respondió Uriah, moviendo la cabeza–. Soy demasiado humilde para eso.

Lo cierto es que allí sentado, mirándome de soslayo con expresión humilde, con la boca abierta y las arrugas en las mejillas, guardaba un parecido extraordinario con el rostro tallado en el extremo de la viga de mi ventana.

–El señor Wickfield es un hombre excelente, señor Copperfield –aseguró Uriah–. Si hace mucho tiempo que lo conoce, lo sabrá mejor que yo.

Le dije que estaba convencido de sus palabras, pero que no le conocía hacía mucho, aunque era amigo de mi tía.

–¡Ah, sí, señor Copperfield! Su tía es una dama muy amable.

Su forma de retorcerse cuando quería expresar entusiasmo era tan desagradable que desvió mi atención del elogio que había dedicado a mi familiar para centrarla en las sinuosas contorsiones de su garganta y de todo su cuerpo.

–Una dama muy amable, señor Copperfield –repitió Uriah Heep–. Creo que siente una gran admiración por la señorita Agnes…

No dudé en responderle que así era, aunque no sabía nada del asunto, ¡que Dios me perdone!

–Espero que también usted la sienta, señor Copperfield –exclamó Uriah–. Aunque tengo la certeza de que sí.

–Como todo el mundo –repliqué.

–¡Gracias por sus palabras, señor Copperfield! –declaró Uriah Heep–. Está en lo cierto. A pesar de lo humilde que soy, sé que está en lo cierto. ¡Gracias, señor Copperfield!

Llevado por la excitación de sus sentimientos, se retorció hasta abandonar su taburete y, una vez fuera de éste, empezó a prepararse para volver a casa.

–Mi madre me estará esperando –afirmó, sacando de su bolsillo un reloj descolorido y sin brillo–, y no tardará en inquietarse; pues, a pesar de lo humildes que somos, señor Copperfield, estamos muy unidos. Si quisiera usted venir una tarde a tomar el té en nuestra pobre morada, ella se sentiría tan orgullosa como yo de su compañía.

Le dije que estaría encantado de ir.

–Gracias, señor Copperfield –repuso Uriah, colocando su libro en un estante–. Supongo que vivirá aquí durante algún tiempo, ¿no?

Le respondí que, según creía, me quedaría en casa del señor Wickfield hasta terminar mis estudios en el colegio.

–¿De veras? ¡No me extrañaría que usted acabase trabajando con él, señor Copperfield!

Le aseguré que no era ésa mi intención, y que nadie tenía tales planes para mí, pero Uriah Heep insistió, contestando a todas mis afirmaciones: «¡Oh, sí, señor Copperfield!» o «¡Por supuesto que sí, señor Copperfield!», una y otra vez. Cuando, finalmente, estuvo listo para abandonar el despacho aquella noche, me preguntó si tenía algún inconveniente en que apagara la luz; le respondí que no y lo hizo al instante. Después de darme la mano (que en la oscuridad era tan resbaladiza como un pez), entreabrió la puerta de la calle, salió fuera y la cerró; tuve que avanzar a tientas por la casa, lo que no me resultó nada fácil, y llegué incluso a tropezar con su taburete. Supongo que ése fue el motivo de que soñara con él la mitad de la noche, o eso me pareció. Entre otras cosas, le vi zarpar con la casa del señor Peggotty en una expedición pirata; una bandera negra ondeaba en lo alto del palo con la inscripción: , enseña diabólica bajo la que nos conducía a la pequeña Emily y a mí al mar Caribe, con el único fin de ahogarnos.

Al día siguiente, me sentí menos inseguro en el colegio y, a medida que pasaban los días, fui recuperando la confianza en mí mismo. En menos de quince días me encontraba allí como en casa y era muy feliz entre mis nuevos compañeros. Era bastante torpe en los juegos e iba bastante retrasado en los estudios, pero pensaba que la práctica me ayudaría a mejorar en el primer aspecto, y el trabajo constante en el segundo. Por consiguiente, me esforcé cuanto pude, tanto en el juego como en las cosas serias, y no tardé en recibir grandes elogios. En muy poco tiempo, mi vida en Murdstone y Grinby se convirtió en algo tan lejano que me costaba creer que hubiera existido; y mi vida actual, en algo tan familiar que tenía la impresión de haberla llevado desde hacía muchos años.

El colegio del doctor Strong era excelente; tan distinto del internado del señor Creakle como el bien del mal. Las normas eran graves y justas, el método inteligente; en todo momento, se apelaba al honor y a la buena fe de los alumnos, pues se les consideraba dueños de estas cualidades, mientras no demostraran lo contrario. El resultado era excelente. Todos teníamos la impresión de participar en la buena marcha del establecimiento, y de defender su buena reputación y dignidad. Por ese motivo, en seguida le cobrábamos un gran afecto (yo el primero, y no conocí a ningún muchacho que sintiera algo diferente durante el tiempo que estuve allí) y aprendíamos de buena gana, deseando hacer honor a nuestro colegio. Fuera de las horas de clase, practicábamos deporte y disfrutábamos de mucha libertad; pero incluso en aquellas ocasiones, por lo que yo recuerdo, se hablaba bien de nosotros en la ciudad, y rara vez fuimos un descrédito, debido a nuestro aspecto o a nuestros modales, para la reputación del doctor Strong o de los muchachos del doctor Strong.

Algunos de los alumnos más adelantados se hospedaban en casa del doctor, y por ellos conocí, de segunda mano, algunos detalles de la historia de nuestro director. Llevaba menos de doce meses casado con la joven y hermosa dama que yo había visto en la biblioteca, con quien había contraído matrimonio por amor; pues ella no tenía ni un penique y estaba rodeada de parientes pobres (según decían nuestros compañeros), dispuestos a echar al doctor de su propia casa. Atribuían el aire pensativo de nuestro director a que siempre estaba buscando raíces griegas; en mi inocencia e ignorancia, supuse que el doctor sentía pasión por la botánica (sobre todo porque, al andar, no dejaba de mirar el suelo), hasta que comprendí que se trataba de raíces de palabras, con vistas a un nuevo diccionario que tenía intención de escribir. Adams, el mejor alumno, que estaba muy dotado para las matemáticas, había calculado el tiempo que se necesitaría para completar ese diccionario, teniendo en cuenta el método y el ritmo de trabajo del doctor. Decía que se tardarían mil seiscientos cuarenta y nueve años en acabar dicha tarea, a partir del último cumpleaños del doctor, que tenía sesenta y dos.

Pero nuestro director era el ídolo de todo el colegio; y, de no haber sido así, muy malvados tendrían que haber sido sus integrantes, pues era el más bondadoso de los hombres; y tan confiado que habría podido conmover hasta los corazones de piedra de las mismas urnas que había sobre el muro. Cuando caminaba por el patio que había en un costado de la casa, mientras las cornejas y los grajos extraviados le miraban maliciosamente con la cabeza ladeada –como si conocieran mejor que el viejo doctor los asuntos del mundo–, si un vagabundo cualquiera lograba acercarse a sus chirriantes zapatos para contarle sus calamidades, bastaba una sola frase para que todas sus preocupaciones se desvanecieran al menos durante dos días. Y esto era tan evidente que los profesores y los alumnos ponían especial cuidado en impedir el paso de estos merodeadores, y salían por las ventanas y los expulsaban, antes de que el doctor advirtiera su presencia; y a veces lo conseguían a dos pasos de él, sin que se percatara de nada, mientras paseaba lentamente de un lado a otro del patio. Fuera de sus dominios y sin nadie que le protegiera, era como un cordero en manos de los esquiladores. Habría sido capaz de quitarse las polainas para dárselas a otro. De hecho, circulaba una historia entre nosotros (jamás conocí su origen, pero la creí durante tantos años que estoy convencido de que era cierta): que un día muy frío de invierno había regalado sus polainas a una mendiga, que había escandalizado al vecindario llevando de puerta en puerta un hermoso bebé envuelto en esa prenda de vestir, que todos reconocieron, pues eran tan famosas en aquel barrio como la catedral. Según afirmaban, la única persona que no había sabido adivinar su procedencia había sido el propio doctor, que, viéndolas poco después expuestas en la puerta de un negocio de compraventa de bastante mala reputación, donde cambiaban ese tipo de mercancías por ginebra, se acercó más de una vez a examinarlas con gesto de aprobación, como si admirara alguna curiosa novedad en su corte y las considerase mejores que las suyas.

Era muy agradable ver al doctor en compañía de su joven y bonita esposa. Su manera tierna y paternal de mostrar el cariño que sentía por ella, no hacía sino reflejar que era un hombre bueno. A menudo los veía pasear por el jardín, cerca de los melocotoneros. Algunas veces los contemplaba a menor distancia, en el despacho o en el salón. Ella parecía cuidar muy bien al doctor y quererle mucho, aunque jamás me dio la impresión de que se interesara demasiado por el diccionario; él siempre llevaba algunos fragmentos de éste en los bolsillos y en el forro del sombrero y, generalmente, parecía írselos explicando durante sus paseos.

Yo veía mucho a la señora Strong. Ella me había cogido cariño desde la mañana en que me presentaron al doctor, y siempre se interesaba por mí y me trataba con afecto. Además, amaba tiernamente a Agnes y venía con frecuencia a nuestra casa. Había, a mi modo de ver, cierta tirantez entre ella y el señor Wickfield (al que ella parecía temer) que nunca desapareció del todo. Cuando nos visitaba por las noches, jamás permitía que éste la acompañara a su casa y prefería escaparse conmigo. Y, algunas veces, mientras cruzábamos alegremente la plaza de la catedral, sin esperar encontrarnos con nadie, nos tropezábamos con el señor Jack Maldon, que siempre se sorprendía al vernos.

La madre de la señora Strong era una dama que me encantaba. Su nombre era señora Markleham, pero los muchachos solían llamarla «el Viejo Soldado», por sus dotes de mando y por la habilidad con que dirigía el regimiento de parientes en contra del doctor. Era una mujer menuda, de mirada penetrante, que solía llevar –siempre que se acicalaba– un sombrero adornado con flores artificiales y dos mariposas que supuestamente revoloteaban a su alrededor. Existía entre nosotros la superstición de que aquel tocado procedía de Francia, pues sólo en aquel ingenioso país podía darse tanta maestría. Sin embargo, lo único cierto es que todas las noches hacía su aparición allí donde se presentara la señora Markleham; que asistía a todas las reuniones de sus amigos en una cesta hindú; que las mariposas tenían la cualidad de aletear constantemente; y que aprovechaban las horas luminosas, al igual que abejas laboriosas, a expensas del doctor Strong.

Recuerdo que pude contemplar a mi antojo al Viejo Soldado (y no quisiera faltarle al respeto con ese nombre) una noche que resultó inolvidable para mí por otro acontecimiento que después contaré. Se celebraba una pequeña fiesta en casa del doctor para despedir al señor Maldon, que dejaba el país para ir a la India como cadete o algo parecido, después de que el señor Wickfield solucionara todos los trámites. Daba la coincidencia de que también era el cumpleaños del doctor. Habíamos tenido el día libre en el colegio; por la mañana le habíamos entregado nuestros regalos, el mejor alumno había pronunciado un discurso y todos le habíamos vitoreado hasta quedarnos roncos, mientras a él se le llenaban los ojos de lágrimas. Y por la noche, el señor Wickfield, Agnes y yo fuimos invitados a tomar el té, como amigos íntimos.

Jack Maldon había llegado antes que nosotros. La señora Strong, vestida de blanco, con cintas de color guinda, tocaba el piano cuando entramos; y él se inclinaba sobre ella para pasarle las páginas de la partitura. Cuando la joven se volvió hacia nosotros, tuve la sensación de que su tez blanca y sonrosada no resplandecía como de costumbre; pero estaba muy hermosa, increíblemente hermosa.

–Doctor –dijo la madre de la señora Strong, una vez que estuvimos sentados–, he olvidado felicitarle, y ya sabe que en mi caso no se trata de un mero cumplido. Permítame que le desee muchos años de felicidad.

–Se lo agradezco, señora –repuso el doctor.

–Y muchos, muchos, muchos años de felicidad –prosiguió el Viejo Soldado–, no sólo para usted sino también para Annie, John Maldon y tantos otros. Parece que fue ayer, John, cuando eras un pequeño que no llegaba al hombro del señor Copperfield y ya cortejabas a Annie tras los groselleros del jardín.

–Querida mamá –exclamó la señora Strong–, ¿qué importancia tiene eso?

–Annie, no seas ridícula –respondió su madre–. Si no puedes oír algo así sin ruborizarte, ahora que eres una vieja mujer casada, ¿cuándo dejarás de hacerlo?

–¿Vieja? –repitió el señor Jack Maldon–. ¿Annie? ¡Vamos!

–Sí, John –contestó el Soldado–. Para los efectos, es una vieja mujer casada. Aunque no tenga demasiados años, porque ¿cuándo me has oído decir que una muchacha de veinte años sea vieja? Tu prima es la mujer del doctor y como tal la he tratado. Has encontrado en él a un amigo amable e influyente, y me atrevo a decir que será aún más generoso contigo si te haces merecedor de ello. No tengo falso orgullo. Jamás he dudado en admitir que varios miembros de nuestra familia están necesitados de un amigo. Y tú eras uno de ellos antes de que la influencia de tu prima te lo procurase.

El doctor, llevado por la bondad de su corazón, hizo un gesto con la mano para restar importancia al asunto y evitar que siguiera sermoneando al señor Jack Maldon. Pero la señora Markleham cambió de asiento para acercarse al doctor y, apoyando su abanico en la manga de éste, exclamó:

–No, no, mi querido doctor. Le ruego que me disculpe por insistir, pero es algo que me parece muy importante. Yo lo llamo mi monomanía, pues constituye una obsesión para mí. Es usted una bendición para todos nosotros, un verdadero regalo del cielo.

–¡Tonterías! ¡Tonterías!

–De ningún modo, doctor –protestó el Viejo Soldado–. Puesto que sólo se halla presente nuestro querido amigo el señor Wickfield, no permitiré que me impida expresar lo que siento. Y si sigue hablando en ese tono, haré valer mis privilegios de suegra y le reprenderé. Soy una persona muy franca y sincera. No hago sino repetir las palabras que le dije cuando, cogiéndome por sorpresa (¿se acuerda de mi asombro?), me pidió la mano de Annie. Y no es que aquella proposición matrimonial me pareciera extraña (sería absurdo decir algo semejante), pero como usted había sido amigo de su pobre padre y la conocía desde los seis meses, jamás se me había ocurrido pensar en usted de esa manera, ni siquiera como hombre casadero… y ya está.

–Bueno, bueno –respondió el doctor con buen humor–. No tiene importancia.

–Pues claro que la tiene –exclamó el Viejo Soldado, colocando el abanico sobre los labios del doctor–. Y para mí, mucha. Si traigo todo esto a colación es para que me contradiga si me equivoco. Pues bien, entonces hablé con Annie y le expliqué lo ocurrido. Le dije: «Querida, he recibido la visita del doctor Strong que, de un modo muy generoso, ha declarado su amor por ti y ha pedido tu mano». ¿Acaso ejercí la menor presión? No. Le pregunté: «Annie, dime la verdad, ¿está libre tu corazón?». Ella me contestó llorando: «Mamá, soy muy joven –lo que era cierto– y ni siquiera sé si tengo corazón». «Entonces, querida –le respondí–, puedes tener la seguridad de que está libre. En cualquier caso, mi amor –continué–, el doctor Strong está muy impaciente y nervioso y hay que darle una respuesta. No podemos dejarlo en la incertidumbre». «Mamá –respondió ella, sin dejar de llorar–, ¿cree que será desgraciado sin mí? De ser así, lo admiro y lo respeto tanto que me casaré con él». Y todo quedó arreglado. Entonces, sólo entonces, le dije a Annie: «El doctor Strong no sólo será tu marido, sino que ocupará el lugar de tu difunto padre: será el cabeza de familia y representará la sabiduría, la posición social e incluso el sustento de tus allegados; en una palabra, será una bendición para todos nosotros». Empleé esa expresión en aquel entonces, y he vuelto a utilizarla hoy. Si tengo alguna virtud, es la constancia.

Annie guardaba silencio, mientras tanto, sin dejar de mirar el suelo; su primo, de pie junto a ella, tampoco levantaba la mirada.

–Mamá, espero que haya acabado ya –dijo dulcemente la joven, con voz temblorosa.

–No, mi querida Annie –replicó el Viejo Soldado–, aún no he terminado. Ya que me lo preguntas, mi amor, te contestaré que aún he terminado. Lamento mucho la falta de cariño que muestras por tu familia; y, como no sirve de nada decírtelo a ti, prefiero exponerle mis quejas a tu marido. Y ahora, querido doctor, fíjese en esa insensata mujer suya.

Nuestro director volvió su bondadoso rostro hacia ella, con una sonrisa que reflejaba la dulzura y la ingenuidad de su alma, y Annie inclinó aún más la cabeza. Me di cuenta de que el señor Wickfield la observaba con atención.

–Cuando el otro día se me ocurrió sugerir a esta jovencita –prosiguió el Viejo Soldado, agitando alegremente ante ella la cabeza y el abanico– que le hablara de un caso familiar (como creo que era su obligación), me respondió que eso sería pedirle un favor y que, como usted era siempre tan generoso con ella y le concedía todos sus caprichos, prefería no mencionarle el asunto.

–Annie, querida –exclamó el doctor–. No estuvo bien por tu parte. Me privaste de un placer.

–Eso le dije yo, casi con las mismas palabras –afirmó su madre–. La próxima vez que me entere de que, por ese motivo, no piensa comunicarle algo, sentiré un fuerte deseo de hacerlo personalmente.

–Me dará una gran alegría –señaló el doctor.

–¿De veras?

–Por supuesto que sí.

–Entonces lo haré –aseguró el Viejo Soldado–. ¡De acuerdo!

Y, después de haber conseguido su propósito, dio varios golpecitos en la mano del doctor con el abanico (que había besado antes) y regresó triunfalmente a su primer asiento.

Llegaron más invitados, entre los que se encontraban dos profesores y Adams, y la conversación se hizo general; naturalmente, versó sobre el señor Jack Maldon, su viaje, el país donde se dirigía y sus distintos proyectos y perspectivas. Se marchaba aquella misma noche en la silla de posta, después de la cena, con destino a Gravesend, donde tenía que embarcarse. Y estaría lejos de Inglaterra durante no sé cuántos años, a menos que regresara con un permiso o por motivos de salud. Recuerdo que todos se mostraron de acuerdo en que la India era un país del que se decían muchas falsedades, y al que sólo podía reprocharse que tuviera un tigre o dos, y que el calor resultase algo excesivo en las horas centrales del día. Yo, por mi parte, veía en el señor Maldon a un Simbad moderno, y lo imaginaba como amigo inseparable de todos los rajás de Oriente, sentado bajo un baldaquino, fumando en curvadas pipas de oro… que alcanzarían una milla de longitud si alguien las enderezara.

La señora Strong tenía una hermosa voz, algo que yo sabía bien porque a menudo la había oído cantar sola. Sin embargo, ya fuera porque temía actuar en público o porque se había quedado afónica, lo cierto es que aquella noche fue incapaz de deleitarnos con su música. Trató de interpretar un dúo con su primo Maldon, pero ni siquiera logró empezar; y, después, cuando intentó cantar sola, aunque comenzó con voz muy dulce, ésta se le quebró, lo que la dejó muy apenada, con la cabeza inclinada sobre las teclas del piano. El buen doctor nos explicó que estaba muy nerviosa y, a fin de tranquilizarla, propuso una partida de cartas, algo que dominaba tan poco como tocar el trombón. Pero me di cuenta de que el Viejo Soldado lo tomaba en seguida bajo su custodia, como compañero, y le ordenaba, antes de empezar, que le entregase todas las monedas de plata que llevara en el bolsillo.

Fue un juego muy divertido; y los errores del doctor, que fueron innumerables a pesar de la vigilancia y de la gran irritación de las mariposas, contribuyeron en gran medida a ello. La señora Strong había rehusado unirse a nuestra partida, pues no se sentía demasiado bien; y su primo Maldon se había disculpado porque tenía que hacer el equipaje. Cuando éste hubo ultimado sus preparativos, sin embargo, regresó a la sala y se sentó a conversar con ella en el sofá. De vez en cuando, Annie se levantaba para ver las cartas del doctor y le aconsejaba cómo jugar. Estaba muy pálida cuando se inclinaba sobre él, y tuve la impresión de que le temblaba el dedo al señalarle las cartas; pero no creo que el doctor, radiante de felicidad por la atención que ella le prestaba, se percatara de eso.

Durante la cena, estuvimos menos animados. Todos parecíamos comprender lo difícil que resultaba una despedida como aquélla y, cuanto más se aproximaba, más incómodos nos sentíamos. El señor Maldon intentaba mostrarse locuaz, pero estaba muy nervioso y sólo conseguía estropear las cosas. En mi opinión, tampoco ayudaba nada el Viejo Soldado, que continuamente recordaba episodios de juventud de su sobrino.

El doctor, sin embargo, convencido –según creo yo– de que hacía feliz a todo el mundo, se mostraba muy satisfecho, incapaz de imaginar que nuestra alegría no fuera la más radiante y completa.

–Annie, querida –exclamó, mirando el reloj y llenando su vaso–, ha llegado la hora de que tu primo Jack nos abandone y no debemos retrasar su partida; ya sabes que el tiempo y la marea, y ambos intervienen en este caso, no esperan a nadie. Jack Maldon, tiene ante usted un largo viaje y un país extranjero; pero muchos hombres han corrido su suerte con anterioridad, y muchos otros lo harán hasta el final de los tiempos. Los vientos a los que se enfrentará han conducido a miles de hombres a su fortuna, y han traído felizmente de regreso a miles y miles de ellos.

–Resulta conmovedor –dijo la señora Markleham–, desde cualquier punto de vista, resulta conmovedor ver cómo un excelente joven al que una ha conocido desde la infancia se marcha al otro extremo del mundo y deja todo lo conocido tras sí, sin saber lo que le espera. Un joven capaz de realizar semejante sacrificio –prosiguió, mirando al doctor– bien merece ayuda y protección.

–El tiempo pasará rápidamente para usted, Jack Maldon –continuó el doctor–, y también para nosotros. Es probable que algunos de los aquí presentes, siguiendo el curso natural de las cosas, no podamos darle la bienvenida. Esperemos que no sea así. No le cansaré con buenos consejos. Su prima Annie ha sido durante mucho tiempo un modelo de perfección para usted. Imite cuanto pueda sus virtudes.

La señora Markleham se abanicó y movió la cabeza.

–Adiós, señor Maldon –exclamó el doctor, poniéndose en pie, mientras los demás seguíamos su ejemplo–. ¡Le deseo un buen viaje, una brillante carrera y un feliz regreso a casa!

Todos brindamos por él y estrechamos la mano del señor Jack Maldon, que se despidió rápidamente de las damas y corrió hacia la puerta; el joven se subió a la silla de posta entre las aclamaciones y los vítores de nuestros muchachos, que se habían congregado con aquel propósito en el césped. Me apresuré a engrosar sus filas y estaba muy cerca del carruaje cuando éste arrancó; tuve la impresión, vivísima, en medio del bullicio y del polvo, de ver pasar traqueteando al señor Maldon con el rostro muy alterado, llevando un objeto de color guinda en su mano.

Después de un nuevo «¡Hurra!» por el director y otro por su esposa, los muchachos se dispersaron y yo volví a entrar en la casa, donde encontré al doctor rodeado de sus invitados, comentando la partida del señor Maldon, la entereza que había mostrado, su pesar, En medio de aquellos comentarios, la señora Markleham preguntó:

–¿Y Annie?

Pero la joven no estaba; y, cuando la llamaron, no contestó. Salimos en tropel de la sala, a fin de averiguar qué sucedía, y la encontramos tendida en el suelo del vestíbulo. Al principio nos asustamos mucho, pero luego comprendimos que sólo se había desvanecido y que parecía volver en sí con los remedios habituales. El doctor, que había apoyado la cabeza de Annie en sus rodillas, apartó los rizos de su rostro y exclamó, mirando a su alrededor.

–¡Pobre Annie! ¡Siempre tan tierna y tan leal! La separación de su viejo compañero de juegos y amigo, su primo favorito, ha sido la causa de su desmayo. ¡Ay! ¡Es una lástima! ¡Cuánto lo lamento!

Entonces ella abrió los ojos y vio dónde se encontraba, y que todos la rodeábamos; y, cuando la ayudaron a levantarse, volvió la cabeza para apoyarla en el hombro de su marido, aunque ignoro si también quería esconderla allí. Regresamos a la sala para dejarla a solas con el doctor y con su madre; pero ella dijo, al parecer, que no se había sentido tan bien en todo el día y quiso acompañarnos. La trajeron, así, muy débil y muy pálida, y la sentaron en un sofá.

Vuelvo a casa del doctor después de la fiesta

–Annie, querida –dijo su madre, arreglándole el vestido–. ¡Mira! Has perdido un lazo. ¿Tendría alguien la amabilidad de buscar una cinta, una cinta de color guinda?

Era la que llevaba en el pecho. La buscamos por todas partes –al menos yo, de eso estoy seguro–, pero nadie la encontró.

–¿Recuerdas cuándo la viste por última vez, Annie? –inquirió la señora Markleham.

Me sorprendió haber pensado que estaba muy pálida, pues, cuando contestó a su madre que creía haberla visto un momento antes en su pecho y que no merecía la pena buscarla, sus mejillas se habían puesto como la grana.

No obstante, seguimos tratando de descubrir su paradero, aunque sin el menor resultado. Annie nos pidió que abandonáramos la búsqueda; pero nosotros la continuamos, de manera esporádica, hasta que ella estuvo completamente repuesta y los invitados nos despedimos.

Regresamos andando muy despacio, el señor Wickfield, Agnes y yo; y, mientras nosotros admirábamos la luz de la luna, el señor Wickfield apenas levantó la mirada del suelo. Cuando, finalmente, llegamos a casa, Agnes se dio cuenta de que había olvidado su bolsito. Encantado de servirle de ayuda, volví corriendo a recuperarlo.

Entré en el comedor, que estaba oscuro y desierto, pues era allí donde Agnes lo había dejado. Pero, al encontrar abierta la puerta que comunicaba dicha estancia con el despacho del doctor y ver que en éste había luz, decidí entrar para explicar lo que quería y que me dieran una vela.

El doctor estaba sentado en su butaca junto a la chimenea, y su joven esposa, en un taburete a sus pies. El doctor leía en voz alta, con aire complacido, un manuscrito que explicaba o exponía cierta teoría relacionada con su interminable diccionario, mientras ella levantaba los ojos para mirarle; pero con un rostro que no le había visto jamás. Estaba tan hermosa, tan pálida, tan abstraída en sus meditaciones, y su expresión de sonámbula reflejaba tanto horror, delirante e irreal, a algo que desconozco… Sus ojos estaban muy abiertos y sus cabellos castaños caían en dos espesos bucles sobre los hombros y sobre el traje blanco, cuyo aspecto era algo descuidado a causa de la cinta que había perdido. A pesar de la claridad con que recuerdo su mirada, soy incapaz de decir qué se leía en ella. Y no creo que tampoco pudiera hacerlo hoy, cuando aparece ante mi juicio de hombre maduro. Leo arrepentimiento, humillación, vergüenza, orgullo, amor y confianza… Y percibo en todo ello aquel horror a algo que desconozco.

Cuando entré y expliqué lo que quería, ella salió de su ensimismamiento. También interrumpí al doctor, pues cuando volví al despacho para dejar en su sitio la vela que había cogido de la mesa, él le daba golpecitos paternales en la cabeza, al tiempo que lamentaba haberse dejado convencer por ella para continuar la lectura, ya que deseaba que la joven se acostara.

Pero Annie insistió en que le permitiera quedarse, pues quería estar segura (la oí murmurar algunas palabras entrecortadas con dicho propósito) de ser la partícipe de sus confidencias aquella noche. Y se volvió de nuevo hacia él, después de verme abandonar la estancia, y vi cómo cruzaba sus manos sobre una de las rodillas de su marido y levantaba la mirada con la misma expresión que antes, si bien algo más tranquila, mientras él reanudaba su lectura.

Aquella escena me impresionó sobremanera y estuvo mucho tiempo presente en mi memoria, como tendré ocasión de relatar cuando llegue el momento.

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