VII Mi primer semestre en Salem House
VII
Las clases empezaron en serio al día siguiente. Recuerdo lo profundamente que me impresionó el silencio sepulcral que reinó en el aula cuando el señor Creakle hizo su aparición, después del desayuno. El alboroto de los muchachos cesó de forma repentina, mientras él nos contemplaba desde el umbral de la puerta, como uno de esos gigantes que, en los libros de cuentos, pasan revista a sus cautivos.
Tungay estaba al lado del señor Creakle. Pensé que no tenía ningún motivo para gritar con tanta ferocidad: «¡Silencio!». Pues todos los alumnos se habían quedado mudos y petrificados.
Vimos cómo el señor Creakle movía los labios y oímos a Tungay decir lo siguiente:
–Estamos, jóvenes, en el inicio de un nuevo semestre. Mucho cuidado con lo que hacen en él. Les aconsejo que trabajen con todo su ardor, pues pueden estar seguros de que yo pondré todo el mío en castigarles. No desfalleceré. Por mucho que froten su piel, no lograrán quitarse las marcas de mis golpes. Así que ahora ¡todos a trabajar!
Cuando terminó este terrible exordio y Tungay se marchó con su pata de palo, el señor Creakle se acercó a mi pupitre y me dijo que también él era famoso por sus mordiscos. Me mostró entonces su bastón y me preguntó qué pensaba de aquel diente. ¿Era afilado? ¿Era suficientemente duro? ¿Se hincaría en profundidad? ¿Mordería bien? ¿Seguro que mordería bien? Y a cada pregunta me propinaba un golpe tan fuerte que no podía evitar retorcerme de dolor; y, de ese modo, no tardé en convertirme en un ciudadano de pleno derecho de Salem House (tal como Steerforth afirmó), aunque tampoco tardé en verme anegado en llanto.
Y no quiero decir con estas palabras que semejante tratamiento estuviera reservado sólo para mí. Al contrario, la mayoría de los alumnos (sobre todo los más pequeños) recibían idénticas muestras de atención, a medida que el señor Creakle recorría la clase. Antes de que empezara el trabajo del día, la mitad de los muchachos lloraban y se retorcían de dolor; y no me atrevo a recordar cuántos corrieron la misma suerte a lo largo de esa primera jornada, pues sin duda creerían que exagero.
No creo que haya podido existir jamás un hombre que disfrutara tanto con su profesión como el señor Creakle. Azotaba a sus alumnos con el mismo placer que si estuviera satisfaciendo un apetito voraz. Estoy convencido de que no podía resistir la tentación de propinar golpes, especialmente si veía ante sí a un muchacho regordete; éstos parecían ejercer sobre él una especie de fascinación que no lo dejaba descansar hasta que les pegaba y los dejaba marcados para todo el día. Yo era un niño rellenito, así que sé muy bien de lo que hablo. Cada vez que pienso en aquel hombre siento cómo me hierve la sangre en las venas, aunque mi indignación sea tan desinteresada como si hubiera conocido su modo de actuar sin caer nunca en sus manos; mas no por ello resulta menos violenta, pues sé que era un bruto y un ignorante, tan poco preparado para la noble misión que desempeñaba como para ocupar el puesto de lord almirante supremo o de comandante en jefe, cargos en los que con toda probabilidad hubiera ocasionado daños infinitamente menores.
Y nosotros, pequeños y miserables, buscando complacer a un ídolo despiadado, ¡de qué modo tan abyecto nos conducíamos ante él! Cuando vuelvo la vista atrás y lo recuerdo, ¡qué forma de iniciar una vida! ¡Mostrarnos rastreros y serviles con un hombre pretencioso y con semejante talento!
Me veo ante mi pupitre, vigilando su mirada, tímidamente, mientras él traza rayas en el cuaderno de aritmética de otra víctima, a quien acaba de pegar en las manos con la misma regla que ahora utiliza; el muchacho intenta aliviar su escozor con un pañuelo. Tengo mucho trabajo. No le observo por holgazanería, sino por una especie de atracción morbosa, por el deseo, mezclado con terror, de saber qué hará a continuación, si habrá llegado mi turno de sufrir o le tocará a otro. Detrás de mí, una fila de pequeños lo contemplan con el mismo interés. Creo que él lo sabe, aunque finge no darse cuenta. Hace unas muecas horribles mientras traza las rayas; y, cuando mira de soslayo en nuestra dirección, todos nos inclinamos temblorosos sobre los libros. Unos instantes después, clavamos nuestros ojos nuevamente en él. Un pobre infortunado, culpable de hacer mal el ejercicio, obedece la orden del señor Creakle y se acerca a él. El reo balbucea unas excusas y manifiesta su determinación de hacerlo mejor al día siguiente. El señor Creakle se burla de él antes de azotarle, y nosotros nos reímos –pequeños y miserables perros–, pálidos como la cera y con el corazón en un puño.
Me veo de nuevo ante mi pupitre, en una somnolienta tarde veraniega. Un zumbido crece a mi alrededor, como si los muchachos fueran moscardones. Siento una sensación de pesadez en el estómago (hemos comido carne hace una hora o dos y yo sigo sin digerir su grasa) y mi cabeza parece llena de plomo. Daría cualquier cosa por irme a dormir. No dejo de mirar al señor Creakle, parpadeando como una joven lechuza; el sueño se apodera de mí por unos instantes, pero sigo viendo su imagen, mientras traza rayas en los cuadernos de aritmética, hasta que se coloca sin hacer ruido detrás de mí y me ayuda a tener una percepción más clara de su existencia dejándome una marca roja en la espalda.
Estoy en el patio de recreo y, aunque no veo al señor Creakle, mis ojos siguen fascinados por él. La ventana, a escasa distancia de donde él almuerza, se convierte en su representación y no puedo quitarle los ojos de encima. Si el señor Creakle acerca su rostro a ella, mi expresión se torna sumisa e implorante. Si nos mira a través del cristal, hasta el alumno más atrevido (con excepción de Steerforth) corta en seco el grito o alarido que está dando y adopta una actitud pensativa. Un día, Traddles (el muchacho más infortunado del mundo) rompe casualmente esa ventana con una pelota. Aún hoy me estremezco al recordar la terrible impresión que aquello me produjo, y la sensación de que el balón había rebotado en la sagrada cabeza del señor Creakle.
¡Pobre Traddles! Era el muchacho más alegre y más desdichado de todos, con su ajustado traje azul celeste, gracias al cual sus brazos y sus piernas parecían embutidos o budines en forma de rollo. Recibía una paliza tras otra; no creo que hubiera un solo día en todo aquel semestre que no le azotaran, excepto un lunes que era fiesta y el señor Creakle le pegó únicamente con la regla en las manos. Siempre estaba diciendo que escribiría a su tío para quejarse, pero jamás lo hacía. Después de quedarse un rato con la cabeza apoyada en el pupitre, recuperaba la alegría, reía de nuevo y llenaba su pizarra de esqueletos, antes incluso de que sus lágrimas se hubieran secado. Al principio, yo no comprendía qué consuelo podía encontrar Traddles en aquellos dibujos; y durante algún tiempo le consideré una especie de anacoreta que intentaba recordar, mediante esos símbolos de nuestra condición mortal, que las palizas no serían eternas. Pero creo que sólo pintaba esqueletos porque le resultaba fácil y no tenía que dibujarles facciones.
Traddles tenía un gran sentido del honor; consideraba un deber sagrado que los alumnos se ayudaran entre sí. En varias ocasiones se vio obligado a pagar por ello; especialmente una vez en que Steerforth se rió en la iglesia y el bedel, convencido de que había sido Traddles, lo expulsó. Aún me parece estar viendo cómo le acompañaban fuera, entre el desprecio de todos los fieles. Jamás dijo quién había sido el verdadero culpable, aunque todavía le dolía el cuerpo un día después; y pasó tantas horas encerrado que, cuando le dejaron salir, un cementerio de esqueletos cubría las páginas de su diccionario de latín. Pero recibió su recompensa: Steerforth afirmó que Traddles no era ningún chivato, lo que nos pareció el mayor elogio posible. La verdad es que yo habría estado dispuesto a pasar infinidad de trances (aunque no era tan valiente como Traddles y tenía menos años que él) para conseguir semejante distinción.
Una de las mayores felicidades de mi vida era ver a Steerforth dirigirse a la iglesia, delante de nosotros, del brazo de la señorita Creakle. No me parecía que ésta pudiera equipararse en belleza a la pequeña Emily, y no estaba enamorado de ella (me faltaba valor); pero era, a mis ojos, una joven de un encanto extraordinario y de una distinción difícil de superar. Cuando Steerforth, con sus pantalones blancos, le llevaba la sombrilla, yo me sentía orgulloso de conocerlo; y pensaba que lo único que podía hacer la señorita Creakle era quererlo con todo su corazón. El señor Sharp y el señor Mell eran dos personajes muy importantes para mí; pero Steerforth, al lado de ellos, era como el sol comparado con dos estrellas.
Steerforth siguió protegiéndome, y demostró ser un compañero muy útil, pues nadie se atrevía a importunar a quienes él honraba con su amistad. Es cierto que no podía defenderme (o, al menos, se abstenía de hacerlo) del señor Creakle, que era sumamente severo conmigo; pero, siempre que me habían maltratado más de lo habitual, decía que me faltaban agallas, y que él jamás habría tolerado aquello. Yo tenía la impresión de que, con sus palabras, sólo pretendía infundirme valor, por lo que le estaba muy agradecido. La severidad del señor Creakle tuvo una única ventaja, que yo sepa, para mí. Cuando pasaba por detrás del banco donde me sentaba y quería propinarme un golpe, el cartel que llevaba en la espalda le molestaba; por ese motivo, no tardó en quitármelo, y jamás volví a verlo.
Una circunstancia imprevista fortaleció aún más mi intimidad con Steerforth, de un modo que me llenó de orgullo y satisfacción, aunque no dejaba de tener sus inconvenientes. Un día en que estaba hablando conmigo en el patio (lo que era un honor para mí), me aventuré a afirmar que algo o alguien, no recuerdo exactamente qué, se parecía a algo o a alguien de . Steerforth no dijo nada entonces, pero, por la noche, cuando iba a acostarme, me preguntó si tenía ese libro.
Le respondí que no, y le expliqué por qué motivo lo había leído; le hablé, asimismo, de las otras obras que ya he mencionado.
–¿Y te acuerdas de ellas? –quiso saber Steerforth.
–Por supuesto que sí –contesté.
Yo tenía buena memoria y estaba convencido de que las recordaba muy bien.
–Entonces te diré algo, pequeño Copperfield –dijo Steerforth–: me las contarás. Me cuesta mucho conciliar el sueño por las noches y suelo despertarme bastante temprano por las mañanas. Me irás contando todas esas historias, una tras otra. Será como en .
Me sentí muy halagado por su propuesta, y empezamos a ponerla en práctica aquella misma noche. No estoy en condiciones de decir hasta qué punto destrozaba a mis autores favoritos al interpretar sus obras; además, prefiero no saberlo. Pero creía profundamente en ellos y narraba sus relatos con sencillez y gravedad, cualidades que, sin duda, fueron de gran ayuda.
El inconveniente era que por las noches yo solía estar medio dormido, o me sentía muy triste, y apenas tenía ganas de reanudar la historia; entonces tenía que hacer un verdadero esfuerzo, pues no quería decepcionar ni disgustar a Steerforth. Por las mañanas, asimismo, cuando me sentía cansado y habría podido disfrutar de una hora más de sueño, resultaba muy fastidioso que me despertaran, como a la sultana Scheherazade, y me obligaran a contar una larga historia antes de que tocasen la campana para levantarnos. Pero Steerforth lo decidía así; y como, a cambio de mis relatos, me ayudaba con las sumas, ejercicios y demás deberes demasiado difíciles para mí, supongo que yo salía ganando con aquella transacción. Me gustaría, sin embargo, ser justo conmigo. Lo cierto es que no obraba así por interés o egoísmo, ni por miedo a Steerforth. Yo lo admiraba y le quería, y su aprobación era suficiente para mí; me parecía algo tan valioso que no puedo sino recordar aquellas pequeñeces con el corazón encogido.
Steerforth era también muy considerado conmigo; y así lo demostró, en cierta ocasión, con tanta firmeza que sospecho que sus palabras fueron para Traddles y para el resto de los muchachos un verdadero suplicio de Tántalo. La carta que Peggotty me había prometido (y que supuso un gran consuelo para mí) llegó a las pocas semanas de iniciarse el semestre, acompañada de un bizcocho rodeado de naranjas y de dos botellas de licor de primavera. Coloqué estos tesoros a los pies de Steerforth, como era mi deber, y le pedí que los repartiera.
–Te diré una cosa, pequeño Copperfield –exclamó–. Guardaremos el licor para remojarte el gaznate mientras cuentas historias.
No pude evitar sonrojarme, y le rogué, en mi modestia, que olvidara su idea. Pero dijo haberse percatado de que algunas veces yo tenía la voz un poco ronca (carrasposa fue su expresión exacta), por lo que hasta la última gota de licor se destinaría al propósito anteriormente mencionado. Así, pues, guardó las dos botellas en su baúl; y, cuando creía que yo necesitaba reponerme, vertía personalmente el líquido en un frasco y me lo daba a beber por el cañón de una pluma insertada en el tapón de corcho. Algunas veces, para que el remedio fuera aún más eficaz, tenía la amabilidad de exprimir una naranja y añadirle el zumo, o de mezclarlo con jengibre, o de disolver en él algunas gotas de menta; y, aunque no puedo afirmar que su sabor mejorara con aquellos experimentos, ni que fuera el digestivo ideal para tomar al acostarse por la noche y al despertarse por la mañana, yo lo bebía con gratitud, conmovido por el interés que mostraba.
Creo que estuvimos varios meses con , y otro tanto con las demás historias. Puedo asegurar que la institución jamás flaqueó por falta de relatos; y el licor duró casi tanto tiempo como los libros. El pobre Traddles (no puedo pensar en ese muchacho sin una extraña predisposición a reír, aunque las lágrimas asomen a mis ojos) desempeñaba, por lo general, el papel del coro; simulaba desternillarse de risa en las partes cómicas, y morirse de miedo en los episodios inquietantes. Aquello me hacía perder el hilo de la historia, muy a menudo. Recuerdo que una de sus mejores bromas era fingir que no podía evitar que le castañetearan los dientes cada vez que se mencionaba a algún alguacil en las aventuras de Gil Blas. Y cuando este personaje conoció en Madrid al capitán de los ladrones, nuestro infortunado bufón aparentó tal paroxismo de terror que el señor Creakle, que andaba merodeando por el pasillo, lo oyó; y le dio una soberana paliza por armar jaleo en el dormitorio.
Todos esos relatos, en medio de la oscuridad, fortalecieron cuanto había en mi interior de romántico y de soñador; tal vez, en este sentido, no resultó una actividad demasiado beneficiosa para mí. Pero me había convertido en el niño mimado del dormitorio y se había propagado el rumor de mi talento entre los demás muchachos, lo que me servía para llamar su atención, a pesar de ser el más pequeño de todos: todo eso me animaba a seguir. En un colegio regido únicamente por la crueldad, con independencia de que su director sea o no un zoquete, existen pocas oportunidades de aprender algo. Creo que mis compañeros eran, por lo general, todo lo ignorantes que cabría esperar. Vivían demasiado angustiados y maltratados para progresar; al igual que las personas cuya existencia está llena de desgracias, sufrimientos y preocupaciones, nada podían hacer para mejorar sus conocimientos. Pero mi pequeña vanidad y el apoyo de Steerforth me alentaron; y, aunque no me libré de ser castigado, me convertí, en mi paso por Salem House, en una excepción a la regla general, lo que me permitió recoger con cierta regularidad algunas migajas de sabiduría.
Me ayudó mucho el señor Mell, quien sentía por mí un afecto que siempre recordaré con gratitud. Me apenaba ver el continuo desprecio con que le trataba Steerforth, que no perdía la oportunidad de herir sus sentimientos o de inducir a los demás a que siguieran su ejemplo. Eso me inquietó profundamente durante mucho tiempo, pues no había tardado en hablarle a Steerforth (me habría resultado tan difícil esconderle un secreto como no compartir con él un bizcocho u otra propiedad tangible) de las dos ancianas que había conocido con el señor Mell; y siempre temía que Steerforth lo dijera en voz alta y se burlara de él.
Aquella primera mañana en que tomé mi desayuno y me dormí a la sombra de las plumas de pavo real, al son de la flauta, ¡qué poco podíamos imaginar el señor Mell y yo las consecuencias que tendría la visita de alguien tan insignificante como yo a aquella humilde morada! Pero éstas fueron imprevisibles; y, a su manera, muy graves.
Un día en que el señor Creakle se había quedado en sus habitaciones por encontrarse indispuesto (algo que, como es natural, nos llenó a todos de alegría), hubo bastante alboroto en las clases de la mañana. Los alumnos, contentos y aliviados, resultaban difíciles de manejar y, aunque el terrible Tungay entró dos o tres veces con su pata de palo y anotó los nombres de los principales culpables, nadie pareció impresionarse por eso; estaban convencidos de que, hicieran lo que hicieran, al día siguiente serían castigados, de modo que les pareció una buena idea divertirse aquella jornada.
Se trataba en realidad de una media fiesta, pues era sábado. Sin embargo, como el ruido del patio habría molestado al señor Creakle, y hacía mal tiempo para salir a pasear, nos ordenaron quedarnos dentro del colegio toda la tarde y realizar unas tareas más sencillas de lo habitual, especialmente preparadas para la ocasión. Era el día de la semana en que el señor Sharp salía del internado para que le rizaran la peluca; por ese motivo, el señor Mell, que siempre se encargaba de los trabajos más pesados, cualesquiera que fueran, se vio obligado a vigilar la clase.
Si pudiera asociar la idea de un toro o un oso a alguien tan dulce y afable como el señor Mell, diría que aquella tarde, cuando el estruendo estaba en su punto culminante, parecía uno de esos animales, acosado por diez mil perros salvajes. Me acuerdo de él inclinando su cabeza dolorida sobre el libro que tenía en la mesa, al tiempo que la apoyaba en su huesuda mano, esforzándose terriblemente por continuar su árido trabajo, en medio de un griterío que habría aturdido incluso al presidente de la Cámara de los Comunes. Algunos muchachos iban de un lado a otro, jugando a las cuatro esquinas; unos reían, otros cantaban, hablaban, bailaban o daban alaridos; unos arrastraban los pies, otros giraban a su alrededor, sonriendo descaradamente, haciendo muecas, imitándolo a sus espaldas y ante sus mismos ojos: burlándose de su pobreza, de sus botas, de su chaqueta, de su madre y de todo cuanto se relacionaba con él y debía inspirarnos respeto.
–¡Silencio! –protestó el señor Mell, al tiempo que se ponía en pie y golpeaba el pupitre con un libro–. ¿Qué significa esto? No se puede tolerar. Es para volverse loco. Muchachos, ¿cómo pueden portarse así conmigo?
El libro con que golpeó la mesa era el mío; yo estaba de pie a su lado y, mientras él recorría la clase con su mirada, vi que todos los alumnos se callaban sorprendidos, o medio asustados, o tal vez incluso arrepentidos.
Steerforth se sentaba al fondo, en el extremo opuesto del aula. Tenía el respaldo de la silla apoyado en la pared y las manos en los bolsillos; cuando el señor Mell clavó sus ojos en él, le contempló haciendo como que silbaba.
–¡Silencio, señor Steerforth! –dijo el señor Mell.
–Será mejor que se calle usted –respondió éste, enrojeciendo–. ¿A quién cree que se dirige?
–Siéntese –ordenó el señor Mell.
–Siéntese usted –contestó Steerforth–. Y ocúpese de sus asuntos.
Hubo risas ahogadas y algunos aplausos; pero el señor Mell estaba tan pálido que todos se apresuraron a guardar silencio; y uno de los muchachos, que se había colocado detrás de él para imitar de nuevo a su madre, cambió de idea y fingió acercarse para que le arreglara la pluma.
–Si piensa, Steerforth, que ignoro la influencia que ejerce sobre todos los presentes –afirmó el señor Mell, mientras ponía su mano en mi cabeza (supongo que sin darse cuenta)–, o que no me he percatado de cómo instaba a los más jóvenes, hace unos minutos, a que me ofendieran gravemente, está muy equivocado.
Steerforth y el señor Mell
–Ni siquiera me tomo la molestia de pensar en usted –dijo Steerforth sin perder la calma–; así que ¿cómo voy a estar equivocado?
–Y cuando abusa de su situación de favorito en este lugar –prosiguió el señor Mell, con labios temblorosos– para insultar a un caballero…
–¿A un qué? ¿Dónde se encuentra? –exclamó Steerforth.
–¡Qué vergüenza, J. Steerforth! ¡Eso está muy mal! –gritó un alumno.
Era Traddles, que se quedó muy desconcertado cuando el señor Mell le pidió que se callara.
–Para insultar a alguien que no ha tenido suerte en la vida y que jamás le ha ofendido en nada, a pesar de que posee suficiente edad e inteligencia para comprender las múltiples razones por las que no debería hacerlo –siguió diciendo el señor Mell, con labios cada vez más temblorosos–, está cometiendo un acto despreciable y ruin. Y ahora, señor, puede sentarse o quedarse en pie, como desee. Continúe, Copperfield.
–Espera un momento, joven Copperfield –dijo Steerforth, avanzando hacia nosotros–. Señor Mell, le diré algo de una vez para siempre. Cuando se toma la libertad de llamarme despreciable, ruin o algo semejante, no es usted más que un pordiosero insolente. Siempre es un pordiosero, como bien sabe; pero cuando habla de ese modo, es un pordiosero insolente.
No recuerdo claramente si era Steerforth quien iba a pegar al señor Mell, o éste quien iba a pegar a nuestro compañero; aunque es posible que ninguno de los dos tuviera esas intenciones. De pronto, todos los alumnos parecieron petrificados, y descubrí al señor Creakle entre nosotros, acompañado de Tungay; la señora y la señorita Creakle nos miraban desde la puerta con aire asustado. El señor Mell, con los codos sobre la mesa y el rostro entre las manos, se quedó completamente inmóvil por unos instantes.
–Señor Mell –susurró el señor Creakle, sacudiéndole el brazo–, espero que no haya perdido los nervios…
Y sus palabras fueron tan audibles que Tungay no consideró necesario repetirlas.
–No, señor, no –respondió el maestro, que levantó el rostro y agitó la cabeza, frotándose las manos con desasosiego–. No, señor, no; he sabido mantener la calma. Yo… no, señor Creakle, no he perdido los nervios. Yo, yo… he sabido mantener la calma, señor. Pero ojalá se hubiera acordado antes de mí, señor Creakle. Habría sido más generoso por su parte, y más justo. Me habría ahorrado un mal rato, señor.
El señor Creakle, mirando con dureza al señor Mell, apoyó su mano en el hombro de Tungay, se subió al banco más cercano y se sentó encima del pupitre. Después de seguir observando al señor Mell, que sacudía la cabeza y se frotaba las manos, en el mismo estado de agitación, nuestro director se volvió hacia Steerforth.
–Y ahora, señor –exclamó desde su trono–, puesto que el señor Mell no se digna explicarse, ¿podría usted decirme qué ocurre?
Steerforth eludió la respuesta durante unos momentos, contemplando con ira y desprecio a su adversario y guardando silencio. Recuerdo que no pude sino admirar, incluso en aquel intervalo, la nobleza de su aspecto; y ¡qué feo y vulgar me pareció el señor Mell a su lado!
–¿Qué quiso decir entonces al hablar de favoritismos? –preguntó finalmente Steerforth.
–¿De favoritismos? –repitió el señor Creakle, mientras las venas de la frente se le hinchaban con rapidez–. ¿Quién ha hablado de favoritismos?
–Él lo ha hecho–afirmó Steerforth.
–¿Y qué quiso usted decir con eso, señor, se lo ruego? –inquirió el señor Creakle, volviéndose enojado hacia su ayudante.
–Quise decir, señor Creakle –contestó en voz baja–, lo que dije; que ningún alumno tiene derecho a aprovecharse de su posición privilegiada para humillarme.
–¿Para humillarle? –exclamó el señor Creakle–. ¡Válgame Dios! Pero déjeme que le pregunte, señor –y nuestro director cruzó los brazos sobre el pecho, sin soltar el bastón, y frunció de tal manera el ceño que sus diminutos ojos parecieron desaparecer–, cuando habla de favoritismos, ¿cree usted mostrar el debido respeto a mi persona? Le recuerdo, señor –prosiguió, acercando bruscamente la cabeza al señor Mell y echándola para atrás de nuevo–, que, además de su patrón, soy el director de este establecimiento.
–Estoy dispuesto a reconocer que no fue juicioso por mi parte –exclamó el señor Mell–. Jamás lo habría hecho si no me hubieran sacado de mis casillas.
Steerforth decidió intervenir en ese momento.
–Además dijo que yo era un joven ruin y despreciable, y yo le llamé pordiosero. Si no hubiese perdido los estribos, quizá no le habría llamado pordiosero. Pero lo hice, y me atengo a las consecuencias.
Sin detenerme a analizar cuáles podían ser éstas, me sentí radiante al escuchar sus valerosas palabras. Los muchachos también parecieron impresionados, pues se oyó un murmullo entre ellos, aunque nadie despegó los labios.
–Estoy sorprendido, Steerforth; si bien su franqueza le honra… ciertamente le honra –dijo el señor Creakle–. Mas he de decir que estoy sorprendido de que aplique semejante epíteto a una persona que trabaja y recibe un salario en Salem House.
Steerforth soltó una carcajada.
–Ésa no es una respuesta a mi observación –le reprendió el señor Creakle–. Espero algo más de usted, Steerforth.
Si el señor Mell me había parecido vulgar en comparación con aquel joven tan apuesto, sería imposible describir lo vulgar que resultaba el señor Creakle.
–Pues que él lo niegue –exclamó Steerforth.
–¿Que niegue ser un pordiosero? –preguntó el director–. ¿Y dónde va a pedir limosna?
–Aunque el señor Mell no sea un pordiosero, sí lo es su pariente más cercano –afirmó Steerforth–. Y viene a ser lo mismo.
Entonces me miró, y la mano del señor Mell me dio unas palmaditas cariñosas en el hombro. Levanté la vista, con el rostro enrojecido y el corazón lleno de remordimientos, pero los ojos del señor Mell estaban totalmente pendientes de Steerforth; y siguió dándome palmaditas cariñosas en el hombro sin quitarle la vista de encima.
–Puesto que espera que me justifique, señor Creakle –exclamó Steerforth–, y que dé una explicación, ha de saber que su madre vive de la caridad en un asilo para indigentes.
El señor Mell continuaba mirándolo, sin dejar de darme palmaditas cariñosas en el hombro; tuve la impresión de que murmuraba: «Sí, eso me figuraba».
El señor Creakle se volvió hacia su ayudante, con el ceño fruncido.
–Ya ha oído, señor Mell, las palabras de este caballero –dijo con fingida cortesía–. Le ruego que tenga la bondad de desmentirlas delante de todos los alumnos.
–Steerforth está en lo cierto, señor; no hay nada que desmentir –respondió el señor Mell, en medio de un profundo silencio–. Todo cuanto ha dicho es verdad.
–Entonces espero que tenga la amabilidad de declarar públicamente –exclamó el señor Creakle, ladeando la cabeza y recorriendo la clase con su mirada– que yo no conocía su situación hasta este preciso momento.
–Supongo que no la conocía de un modo directo –contestó.
–¿Cómo que supone? –protestó el señor Creakle–. Lo sabe perfectamente, amigo mío.
–No creo que jamás haya pensado que mi situación económica fuera muy buena –contestó su ayudante–. Siempre ha estado al corriente de mi posición en este lugar.
–Me doy cuenta –dijo el señor Creakle, con las venas más hinchadas que nunca– de que ha cometido usted el grave error de confundir este internado con una escuela de caridad. Será mejor que separemos nuestros caminos, señor Mell; y cuanto antes, mejor.
–En este mismo instante, señor –exclamó el maestro poniéndose en pie.
–Como guste.
–Me despido de usted, señor Creakle, y de todos los demás –dijo el señor Mell, mirando a los presentes y dándome otra cariñosa palmadita en el hombro–. James Steerforth, lo mejor que puedo desearle es que algún día se avergüence de lo que ha hecho hoy. De momento, no quisiera por nada del mundo que fuera mi amigo, ni el de nadie por quien yo sienta interés.
Una vez más apoyó su mano en mi hombro; y, después de coger la flauta y unos pocos libros de su mesa, y de dejar en ella la llave para su sucesor, se marchó del internado, con todas sus pertenencias bajo el brazo. El señor Creakle pronunció entonces un discurso, a través de Tungay, en el que agradeció a Steerforth haber defendido –aunque quizá con demasiado ardor– la independencia y la respetabilidad de Salem House; y finalizó éste estrechando la mano de nuestro compañero, mientras los demás lanzábamos vítores al aire (yo no sabía bien por qué, pero supuse que sería por Steerforth, así que me uní a ellos con entusiasmo, a pesar de que estaba desconsolado). Luego el señor Creakle pegó un bastonazo a Tommy Traddles, pues le sorprendió llorando, en lugar de aplaudir la partida del señor Mell; y entonces regresó a su sofá, a su cama o a cualquiera que fuese el lugar de donde había venido.
Cuando nos quedamos solos, recuerdo que nos miramos aturdidos los unos a los otros. En cuanto a mí, estaba tan arrepentido del papel que me había tocado jugar en aquel incidente que si no rompí a llorar fue por temor a que Steerforth, quien me miraba a menudo, considerara poco amistoso, o más bien desleal –dada nuestra diferencia de edad y la admiración que yo sentía por él–, que yo mostrase la aflicción que me embargaba. Lo cierto es que él estaba muy enfadado con Traddles y dijo que se alegraba de que le hubieran castigado.
El pobre Traddles, que ya había pasado su etapa de desaliento –con la cabeza apoyada en el pupitre–, y que se consolaba, como de costumbre, dibujando un regimiento de esqueletos, aseguró que le tenía sin cuidado lo que Steerforth pensara, y que habían sido muy injustos con el señor Mell.
–¿Quién ha sido injusto con él, jovencita? –inquirió Steerforth.
–Sin duda usted –repuso Traddles.
–¿Y se puede saber qué es lo que he hecho? –preguntó Steerforth.
–¿Que qué es lo que ha hecho? –exclamó Traddles–. Pues herir sus sentimientos y dejarle sin empleo.
–¡Sus sentimientos! –repitió Steerforth con desdén–. Estoy seguro de que no tardará en sobreponerse. Sus sentimientos no son como los tuyos, señorita Traddles. En cuanto a su empleo (que estarás de acuerdo en que era magnífico), ¿acaso imaginas que no voy a escribir a mi casa para que le envíen dinero? ¿Eh, nenita?
Nos pareció muy noble el propósito de Steerforth, cuya madre era una rica viuda, dispuesta, según decían, a hacer casi cualquier cosa que su hijo le pidiera. Todos nos alegramos mucho de que pusiera a Traddles en su sitio; y ensalzamos las virtudes de Steerforth, especialmente cuando se dignó contarnos que sólo había actuado así por nosotros y por nuestra causa, y que nos había hecho un gran favor, al comportarse de un modo tan poco egoísta.
Pero he de confesar que aquella noche, en más de una ocasión, mientras relataba una de mis historias en medio de la oscuridad, la vieja flauta del señor Mell resonó lastimera en mis oídos; y, cuando Steerforth se sintió por fin cansado y me tendí en mi lecho, lo imaginé tocando en algún lugar una melodía tan triste que me sentí muy desdichado.
Pero no tardé en olvidarlo, mientras admiraba a Steerforth, que, con la despreocupación del aficionado y sin ayuda de ningún libro (yo tenía la sensación de que lo sabía todo de memoria) se ocupó de alguna de sus clases hasta que encontraron un nuevo maestro. Éste llegó de un centro de enseñanza secundaria; y antes de entrar en funciones, el señor Creakle le invitó a almorzar para presentarle a Steerforth. Nuestro compañero dio su beneplácito y nos dijo que se trataba de un tipo excelente. Sin comprender demasiado bien lo que esto significaba, le respeté mucho por ello, y no se me ocurrió dudar de su excelsa sabiduría, aunque jamás se interesara por mí (y soy consciente de que yo no era nadie) como lo había hecho el señor Mell.
Sólo hubo otro acontecimiento en ese primer semestre que, por muchas razones, todavía hoy recuerdo conmovido.
Una tarde en que estábamos todos sumidos en una terrible confusión, hostigados por el señor Creakle, que daba golpes espantosos a diestro y siniestro, entró Tungay en la clase y gritó con su vozarrón de siempre:
–¡Visita para Copperfield!
El señor Creakle y él intercambiaron algunas palabras sobre quiénes eran los recién llegados y dónde les habían conducido; entonces yo, que me había puesto en pie al oír mi nombre, tal como era habitual, y que no salía de mi asombro ante la noticia, recibí la orden de subir por la escalera de detrás y de ponerme un cuello limpio antes de ir al comedor. Obedecí esas instrucciones con una impaciencia y un nerviosismo que jamás había experimentado antes; y, cuando llegué a la puerta del comedor y se me ocurrió pensar que podía ser mi madre –pues hasta entonces sólo había imaginado al señor y a la señorita Murdstone–, retiré mi mano del picaporte, y me detuve; se me escapó un sollozo antes de entrar.
Al principio, no vi a nadie; pero, al sentir que empujaban la puerta, miré y descubrí estupefacto al señor Peggotty y a Ham, que me hacían reverencias con el sombrero puesto, los dos muy apretujados contra la pared. No pude contener la risa; pero fue más por la alegría de verlos que por el aspecto que presentaban. Nos estrechamos cordialmente las manos; y me reí a carcajadas, hasta que tuve que sacar el pañuelo del bolsillo y secarme los ojos.
El señor Peggotty, que, según recuerdo, no cerró la boca ni una sola vez durante toda la visita, pareció muy preocupado al ver mis lágrimas, y le pegó un codazo a Ham para que dijera algo.
–Vamos, levante ese ánimo, señorito Davy –exclamó Ham, con su sonrisa bobalicona–. Pero ¡cuánto ha crecido!
–¿Me ve más alto? –pregunté, secándome los ojos.
Yo no lloraba por ningún motivo especial, pero supongo que estaba muy emocionado de ver a unos viejos amigos.
–¿Que si le veo más alto, señorito Davy? ¡Pero si ha crecido una barbaridad! –afirmó Ham.
–¡Vaya que si ha crecido! –dijo el señor Peggotty.
Empecé a desternillarme de risa otra vez, al oír sus carcajadas; y los tres nos reímos tanto que estuve a punto de llorar de nuevo.
–¿Sabe cómo se encuentra mi madre, señor Peggotty? –inquirí–. ¿Y qué tal mi vieja y querida Peggotty?
–Estupendamente –repuso.
–¿Y la pequeña Emily, y la señora Gummidge?
–Estupendamente también –exclamó.
Hubo un silencio. El señor Peggotty, para romperlo, sacó de sus bolsillos dos langostas gigantescas, un cangrejo enorme y un saco de lona repleto de camarones, y los amontonó en los brazos de Ham.
–Como le gustaba tanto tomarlos de acompañamiento cuando estaba con nosotros, nos hemos tomado esta libertad. Nuestra vieja amiga los coció… Sí, la señora Gummidge los coció –dijo el señor Peggotty lentamente, como si quisiera recrearse al respecto, por no tener otra cosa de que hablar–. Puedo asegurarle que fue la señora Gummidge quien los coció.
Le di las gracias; y el señor Peggotty, después de mirar a Ham, que seguía sonriendo tímidamente por encima de los mariscos, sin hacer el menor esfuerzo por ayudar a su tío, afirmó:
–Hemos venido con el viento y con la marea a nuestro favor, en uno de los barcos que van de Yarmouth a Gravesend. Mi hermana me envió esta dirección para que, si alguna vez venía por casualidad a Gravesend, preguntara por el señorito Davy. Me pidió que le diera recuerdos y que le dijera lo bien que se encuentra su familia. Cuando regrese a casa, la pequeña Emily le escribirá para contarle que he estado con usted y que también le he encontrado muy bien; y, así, seguiremos girando como en un tiovivo.
Me vi obligado a reflexionar un rato para comprender lo que el señor Peggotty quería decir con este símil destinado a representar el viaje en círculo de las noticias. Entonces le di las gracias efusivamente; y le dije, a sabiendas de que me ruborizaba, que suponía que también la pequeña Emily habría cambiado mucho desde que los dos recogíamos conchas y guijarros por la playa.
–Se está convirtiendo en una mujer. En eso se está convirtiendo –exclamó el señor Peggotty–. Pero pregúnteselo a él.
Se refería a Ham, que sonrió encantado por encima del saco de camarones.
–¡Es tan hermosa! –dijo el señor Peggotty, risueño.
–¡Y tan aplicada! –añadió Ham.
–¡Y escribe tan bien! –exclamó el señor Peggotty–. Sus trazos son tan negros como el azabache y tan grandes que pueden verse desde cualquier distancia.
Era maravilloso ver cómo el señor Peggotty se emocionaba al hablar de su pequeña princesa. Lo veo de nuevo ante mí, con su rostro velludo y campechano, rebosante de un amor y de un orgullo que yo no sabría describir. Sus honrados ojos se iluminan y centellean, como si los animara un sentimiento muy profundo. Su ancho pecho palpita complacido. Sus fuertes manos se juntan llevadas por la emoción; y recalca sus palabras con un brazo derecho que, a mis ojos de pigmeo, parece un mazo de hierro.
Ham estaba casi tan entusiasmado como él. Creo que me habrían contado muchas más cosas de la pequeña Emily si no les hubiera desconcertado la llegada imprevista de Steerforth, quien, al verme en una esquina conversando con dos desconocidos, dejó de canturrear y declaró:
–No sabía que estuvieras aquí, joven Copperfield –pues aquélla no era la sala donde los alumnos solían recibir visitas.
Y pasó junto a nosotros para salir de nuevo.
Ignoro si fue el orgullo de tener un amigo como Steerforth o el deseo de explicar a éste por qué conocía a alguien como el señor Peggotty, pero lo cierto es que le llamé. ¡Dios mío! ¡Cómo puede acudir todo esto a mi memoria después de tanto tiempo!
–No se vaya, Steerforth, se lo ruego –le dije tímidamente–. Son dos pescadores de Yarmouth, gente muy amable y bondadosa, parientes de mi niñera; han venido a verme desde Gravesend.
–¡Ah, sí! –exclamó Steerforth, volviendo sobre sus pasos–. Me alegro de conocerles. ¿Cómo están?
Se movía con una gracia y con una soltura, lejos de toda arrogancia, que parecían hechizar a los demás. Todavía hoy tengo el convencimiento de que la distinción de su porte, su vitalidad, su voz melodiosa, la belleza de su rostro y de su figura, además de un atractivo innato (que muy pocas personas poseen), ejercían una fascinación sobre los demás a la que muy pocos se resistían. Me percaté de que el señor Peggotty y Ham le miraban complacidos, dispuestos a abrirle inmediatamente su corazón.
–Escriba en su carta, señor Peggotty –afirmé–, que el señor Steerforth es muy amable conmigo, y que no sé que habría sido de mí en este lugar, si no hubiera contado con su ayuda.
–¡Qué tontería! –exclamó Steerforth, riendo–. No ponga nada semejante.
–Y si el señor Steerforth va alguna vez a Norfolk o a Suffolk mientras yo esté allí, señor Peggotty –proseguí–, le prometo que lo llevaré a Yarmouth, si me lo permite, para que conozca su casa. Jamás ha visto otra mejor, Steerforth. ¡Está hecha con un barco!
–¿Con un barco? –dijo Steerforth–. ¡Qué casa tan apropiada para un pescador de pura cepa como usted!
–En efecto, señor, en efecto –contestó Ham, divertido–. Tiene usted razón, joven caballero. Señorito Davy, el caballero tiene razón. ¡Un pescador de pura cepa! Jo, jo… ¡Eso es lo que es!
El señor Peggotty estaba tan contento como su sobrino, si bien su modestia le impedía aceptar un cumplido personal de un modo tan ostensible.
–Está bien, señor –dijo, riéndose e inclinándose ante él, al tiempo que se colocaba las puntas del pañuelo que llevaba al cuello–; muchas gracias por su comentario. La verdad es que intento hacer mi trabajo lo mejor posible.
–¿Y qué más se puede pedir, señor Peggotty? –exclamó Steerforth, que ya se había aprendido su nombre.
–Apuesto cualquier cosa a que también usted hace lo mismo –afirmó el señor Peggotty, moviendo la cabeza–, y seguro que muy bien. No sabe cuánto le agradezco, señor, su amable acogida. Soy un hombre sin educación, pero no tengo un pelo de tonto, o al menos eso creo, ¿me comprende? Mi casa es humilde, pero será muy bien recibido, señor, si alguna vez aparece por allí con el señorito Davy. Soy un verdadero caracol –exclamó (con esto quería decir que se sentía tan lento como ese animal, pues había intentado despedirse al final de cada frase, sin conseguirlo)–; pero ¡les deseo buena salud y mucha felicidad!
Ham expresó idénticos sentimientos, y los cuatro nos despedimos con toda cordialidad. Aquella noche estuve a punto de hablarle a Steerforth de la pequeña y hermosa Emily, pero era demasiado tímido para pronunciar su nombre, y tenía demasiado miedo de que se riera de mí. Recuerdo que di muchas vueltas, bastante desasosegado, a las palabras que había dicho el señor Peggotty: que se estaba convirtiendo en una mujer; pero decidí que aquello era una tontería.
Llevamos el marisco, o el «acompañamiento» –según la modesta expresión del señor Peggotty–, a escondidas a nuestro dormitorio, y esa noche cenamos opíparamente. Pero el pobre Traddles no salió bien parado. Tenía demasiada mala suerte para terminar la cena como todos los demás. Aquella misma noche enfermó, y muy gravemente, por culpa de un cangrejo; y, después de tomar oscuras pócimas y píldoras de color azul, en dosis suficientes para matar a un caballo, tal como afirmó Demple (cuyo padre era médico), recibió una paliza y seis capítulos griegos del Nuevo Testamento por negarse a confesar lo ocurrido.
El resto del semestre es una maraña de recuerdos de nuestra lucha diaria por sobrevivir; del final de verano y del cambio de estación; de las mañanas heladas, cuando la campana nos sacaba de la cama, y de las noches, gélidas y oscuras, cuando teníamos que volver a ella; de la clase, apenas iluminada y caldeada por las tardes, y una enorme máquina de tiritar por las mañanas; de alternar la carne de vaca hervida con la carne de vaca asada, y el cordero hervido con el cordero asado; de las rebanadas de pan con mantequilla, de los libros de texto con las esquinas dobladas, de las pizarras resquebrajadas, de los cuadernos emborronados de lágrimas, de las palizas, de los golpes con la regla, de los cortes de pelo, de los domingos lluviosos, de los budines de grasa y de la sucia atmósfera de tinta que todo lo envolvía.
Recuerdo, sin embargo, con claridad cómo la idea remota de las vacaciones, que durante mucho tiempo había sido una pequeña mota inmóvil, comenzó a acercarse a nosotros y a aumentar de tamaño. Y cómo, después de haber contado los meses, contamos las semanas, y luego los días; y entonces empecé a temer que no me enviaran a casa, y, cuando Steerforth me dijo que sí lo harían, me asaltó el temor de romperme la pierna antes de mi partida. El día de nuestra marcha fue cambiando rápidamente de dentro de dos semanas a la semana que viene, esta semana, pasado mañana, mañana, hoy, esta noche… y de pronto me vi en el interior de la silla de posta que se dirigía a Yarmouth, rumbo a casa.
Durante el trayecto, soñé de forma interrumpida e incoherente todas esas cosas. Pero, cuando me despertaba sobresaltado, el suelo que contemplaba a través de la ventanilla no era el patio de recreo de Salem House; y el sonido que llegaba a mis oídos no era el de los golpes que el señor Creakle propinaba a Traddles, sino el de los latigazos que el cochero daba a los caballos.