LIV Las transacciones del señor Micawber
LIV
No es el momento de describir mi estado de ánimo bajo el peso de tanto sufrimiento. Llegué a pensar que el futuro se había cerrado ante mí, que mi energía y mi actividad se habían agotado para siempre, que sólo podría encontrar refugio en la tumba. Y digo que llegué a pensarlo, pero no que ocurriera inmediatamente después de recibir tan doloroso golpe. Es algo que fue apoderándose de mí poco a poco. Si los acontecimientos que ahora voy a relatar no se hubieran amontonado en torno a mí, en un principio para paliar y después para aumentar mi tristeza, es posible (aunque no me parezca probable) que hubiera caído en seguida en ese estado. Pero lo cierto es que transcurrió un intervalo de tiempo antes de que fuera plenamente consciente de mi desgracia; un intervalo durante el que incluso imaginé que lo peor había pasado, y en el que mi alma encontró consuelo rememorando toda la inocencia y la belleza de la tierna historia que había finalizado para siempre.
No recuerdo con claridad, ni siquiera ahora, cuándo me propusieron por primera vez que partiera al extranjero, ni cómo decidimos que debía viajar y cambiar de ambiente para recuperar el sosiego. En aquellos días de duelo, el espíritu de Agnes impregnaba de tal modo nuestros pensamientos, palabras y obras que supongo que puedo atribuir ese proyecto a su influencia. Pero ésta era tan discreta que no puedo afirmarlo con certeza.
Y fue entonces cuando empecé a pensar que mi vieja asociación entre Agnes y las vidrieras de una iglesia había sido una visión profética de lo que ella significaría para mí el día en que se abatiera sobre mí esa desgracia. En medio de aquel dolor, desde el momento inolvidable en que ella apareció ante mí alzando la mano, fue una presencia celestial en mi casa solitaria. Cuando llegó el Ángel de la Muerte, mi mujer-niña se quedó dormida (me lo contaron cuando tuve fuerzas para escucharlo) sobre el pecho de Agnes con una sonrisa en los labios. Al volver en mí, recuerdo sus lágrimas compasivas, sus palabras de paz y de esperanza, y su dulce rostro –que parecía evocar un mundo más puro y más cercano al Cielo– inclinado sobre mi corazón indisciplinado, mitigando su pena.
Pero será mejor que prosiga mi relato.
Yo debía marcharme al extranjero. Al parecer, era algo que habíamos decidido desde el primer momento. Ahora que la tierra cubría los restos perecederos de mi difunta esposa, sólo esperaba a lo que el señor Micawber llamaba «la pulverización final de Heep» y a la partida de los emigrantes.
A petición de Traddles, el amigo más devoto y cariñoso en mi desventura, regresamos a Canterbury; me refiero a mi tía, Agnes y yo. Tal como nos habían indicado, fuimos directamente a casa del señor Micawber, donde Traddles llevaba trabajando (además de en casa del señor Wickfield) desde nuestra volcánica reunión. Cuando la pobre señora Micawber me vio entrar, vestido de negro, se emocionó vivamente. Su corazón rebosaba buenos sentimientos, que habían permanecido incólumes todos aquellos años.
–Y bien, señor y señora Micawber –fueron las primeras palabras de mi tía cuando nos sentamos–, se lo ruego, ¿han pensado ya en mi propuesta de emigrar?
–Mi querida señora –contestó el señor Micawber–, creo que la mejor manera de expresar la conclusión a la que la señora Micawber, su humilde servidor y, debo añadir, nuestros hijos hemos llegado, separada y conjuntamente, es tomar prestadas las palabras de un ilustre poeta y responderle que nuestra nave está en la orilla y nuestro barco en la mar.
–Me parece muy razonable –dijo mi tía–. Auguro toda clase de cosas buenas después de una decisión tan juiciosa.
–Señora, nos hace usted un gran honor –repuso el señor Micawber, y procedió a consultar un memorándum–. En relación con la ayuda pecuniaria que nos permitirá lanzar nuestra frágil canoa al océano de las grandes empresas, he reconsiderado tan importante asunto. Les ruego que acepten mis pagarés –extendidos en papel timbrado, como es natural, con arreglo a los valores impuestos por las diferentes actas parlamentarias relativas a esa clase de obligaciones– a dieciocho, veinticuatro y treinta meses. Mi propuesta inicial había sido a doce, dieciocho y veinticuatro meses, pero temo que semejante acuerdo no nos deje tiempo suficiente para que pueda… surgir algo. Es posible –prosiguió, mirando por toda la habitación (como si ésta representara varios centenares de acres de tierra muy bien cultivada)– que, al vencimiento del primer pagaré, nuestra cosecha no haya sido buena, o todavía no la hayamos recogido. Creo que a veces es difícil conseguir mano de obra en ese rincón de nuestras posesiones coloniales donde será nuestro destino luchar con un suelo fecundo.
–Arréglelo a su gusto, señor –exclamó mi tía.
–Señora –respondió él–, la señora Micawber y yo estamos profundamente agradecidos por la atenta amabilidad de nuestros protectores y amigos. Mi deseo es ser sumamente metódico y puntual. Al pasar página en la historia de nuestra vida, como estamos a punto de hacer, y echarnos hacia atrás, como estamos haciendo ahora, para tomar impulso y dar un salto de singular magnitud, es muy importante, no sólo para salvaguardar mi dignidad sino también para servir de ejemplo a mi hijo, que estos acuerdos se suscriban de hombre a hombre.
No sé si para el señor Micawber esta última frase tenía algún sentido, como tampoco sé si lo tiene para los demás; pero nuestro amigo pareció saborearla de un modo extraordinario, y la repitió acompañada de un profundo carraspeo, «de hombre a hombre».
–Les propongo pagarés (una comodidad para el mundo mercantil que, según creo, debemos agradecer a los judíos, quienes parecen haber abusado de ellos de un modo endiablado) porque son negociables –afirmó–. Pero si prefieren un bono, o cualquier otra clase de garantía, será un placer cumplir con esas formalidades. De hombre a hombre.
Mi tía señaló que, en un asunto en el que ambas partes estaban dispuestas a aceptar cualquier condición, daba por descontado que no habría ninguna dificultad en llegar a un acuerdo. El señor Micawber fue de su misma opinión.
–En relación con nuestros preparativos domésticos, señora –dijo el señor Micawber con cierto orgullo–, para hacer frente al destino al que debemos consagrarnos, quisiera dar cuenta de sus progresos. Mi hija mayor acude todas las mañanas a un establecimiento de la vecindad para aprender el proceso, si puede llamarse así, de ordeñar vacas. He conminado a mis hijos menores a que observen, todo lo cerca que les permitan las circunstancias, las costumbres de los cerdos y de las aves de corral en los barrios más pobres de la ciudad; ocupación por la que les han traído a casa, en dos ocasiones, después de estar en un tris de ser atropellados. En cuanto a mí, la semana pasada he dedicado cierta atención al arte de la panadería. Y mi hijo Wilkins ha salido con un bastón a conducir el ganado, siempre que los rudos mercenarios que se ocupan de dicho menester se lo han permitido… lo que lamento decir, en honor de la naturaleza humana, no ha sido muy frecuente; ya que, por lo general, le advierten con insultos de que desista.
–Todo eso está muy bien –exclamó mi tía, en tono alentador–. Seguro que la señora Micawber también ha estado muy ocupada.
–Mi querida señora –respondió la señora Micawber, con su aire de mujer de negocios–, he de reconocer que no me he dedicado a ninguna actividad relacionada directamente con el cultivo de la tierra o con la ganadería, aunque soy consciente de que ambas actividades reclamarán mi atención en aquellas orillas extranjeras. Todos los momentos libres que he podido sustraer a mis quehaceres domésticos, los he consagrado a escribir largo y tendido a mi familia. Pues creo, mi querido señor Copperfield –añadió la señora Micawber, que siempre acababa volviéndose hacia mí (supongo que por costumbre), fuese quien fuese al principio su interlocutor–, que ha llegado el momento de enterrar el pasado en el olvido; de que mi familia tienda la mano al señor Micawber, y el señor Micawber tienda la mano a mi familia; de que el león se acueste con el cordero, y de que mi familia se reconcilie con el señor Micawber.
Le dije que estaba de acuerdo con ella.
–Ésa es, al menos, mi forma de ver las cosas –prosiguió la señora Micawber–. Cuando vivía en casa con papá y mamá, papá tenía la costumbre de preguntar, siempre que se discutía un asunto en nuestro pequeño círculo: «¿Qué piensa mi Emma de esta cuestión?». Sé bien que papá era demasiado parcial; sin embargo, no he tenido más remedio que formarme una opinión, aunque sea equivocada, de la frialdad glacial que se ha interpuesto siempre entre el señor Micawber y mi familia.
–No me cabe la menor duda. Es algo muy natural –señaló mi tía.
–En efecto, señora –asintió la señora Micawber–. Tal vez me equivoque en mis conclusiones, es muy posible que sea así; pero mi impresión personal es que el abismo entre mi familia y el señor Micawber puede atribuirse al temor de mis parientes a que el señor Micawber solicite su ayuda pecuniaria. No puedo dejar de pensar –prosiguió con expresión de profunda sagacidad– que hay miembros de mi familia que han tenido mucho miedo de que el señor Micawber les pidiera sus nombres… no para bautizar a nuestros hijos con éstos, sino para que figurasen en sus letras de cambio y le sirvieran para negociar en el Mercado de Valores.
La mirada penetrante con que la señora Micawber nos comunicó su descubrimiento, como si a nadie se le hubiera ocurrido antes, pareció asombrar a mi tía, que respondió bruscamente:
–Bien, señora; grosso modo, no me extrañaría que estuviera en lo cierto.
–El señor Micawber, en vísperas de superar los obstáculos pecuniarios que durante tanto tiempo le han rodeado –continuó diciendo–, y de emprender una nueva carrera en un país donde existe campo suficiente para el desarrollo de sus facultades (lo que, en mi opinión, es extraordinariamente importante, ya que éstas necesitan mucho espacio), pienso que mi familia debería señalar esta ocasión dando un paso al frente. Me gustaría que el señor Micawber y los míos se reunieran en una pequeña fiesta, celebrada por mi familia, en la que alguno de sus miembros más destacados brindase por la salud y la prosperidad del señor Micawber y éste tuviera ocasión de exponer sus puntos de vista.
–Querida –interrumpió el señor Micawber, ligeramente acalorado–, tal vez sea mejor que me apresure a declarar sin ambages que, si expusiera mis puntos de vista ante esa concurrencia, es muy probable que los encontraran ofensivos; pues mi impresión es que tus parientes son, en su conjunto, unos esnobs impertinentes, y, por separado, unos canallas redomados.
–¡No, Micawber! –protestó la señora Micawber, moviendo la cabeza–. Tú nunca los has comprendido a ellos, y ellos nunca te han comprendido a ti.
El señor Micawber carraspeó.
–Ellos nunca te han comprendido, Micawber –repitió su mujer–. Es posible que sean incapaces. Si es así, ésa es su desgracia. No puedo sino compadecerlos.
–Lamento enormemente, mi querida Emma –dijo el señor Micawber, ablandándose–, haberme dejado arrastrar por la pasión y haber empleado unas expresiones que podrían parecer, siquiera remotamente, ofensivas. Quería simplemente decir que puedo marcharme al extranjero sin que tu familia dé un paso al frente para apoyarme… en una palabra, con un frío empujón de despedida; y que, en general, preferiría abandonar Inglaterra con el ímpetu que yo poseo, que tener que agradecerles algún tipo de aceleración. Al mismo tiempo, querida, si ellos se dignaran responder a tus escritos –algo que nuestra experiencia en común vuelve muy improbable–, ¡nada más lejos de mi ánimo que convertirme en un obstáculo a tus deseos!
Arreglado, de ese modo, amigablemente el asunto, el señor Micawber ofreció su brazo a la señora Micawber y, echando una ojeada al montón de libros y documentos que Traddles tenía delante encima de la mesa, anunció que nos dejarían a solas, lo que hicieron con gran ceremonia.
–Mi querido Copperfield –dijo Traddles cuando se marcharon, apoyándose en el respaldo de la silla y mirándome con un cariño que empañó sus ojos y dio a su pelo toda clase de formas–, no pediré excusas por molestarte con estos asuntos, pues sé que estás profundamente interesado en ellos y que ayudarán a distraerte. Mi querido amigo, espero que no estés agotado…
–Estoy bien –contesté, después de unos instantes de silencio–. Lo más importante ahora es pensar en mi tía. Ya sabes todo lo que ha hecho ella.
–Por supuesto, por supuesto –repuso Traddles–. ¿Quién podría olvidarlo?
–Pero eso no es todo –señalé–. Desde hace quince días, tiene otros problemas; y ha ido a Londres todos los días. Varias veces se ha marchado por la mañana temprano y no ha vuelto hasta muy tarde. Ayer por la noche, Traddles, con este viaje en perspectiva, eran casi las doce cuando llegó a casa. Ya sabes cuánto se preocupa por los demás. Y no quiere contarme por qué está tan angustiada.
Mi tía, muy pálida y con profundas arrugas en el rostro, siguió inmóvil hasta que yo terminé; entonces algunas lágrimas corrieron por sus mejillas y ella puso su mano en la mía.
–No es nada, Trot; no es nada. Y ya se acabó. Más tarde te lo contaré todo. Y ahora, Agnes, querida, ocupémonos de estos asuntos.
–Debo hacer justicia al señor Micawber –empezó a decir Traddles– y señalar que, aunque no parece haber conseguido nada trabajando para sí mismo, es un hombre infatigable cuando trabaja para los demás. Jamás he conocido a nadie como él. Si siempre desarrolla esa actividad, debe de tener, virtualmente, casi doscientos años, en este momento. Es realmente extraordinario el entusiasmo que ha desplegado, el apasionamiento y la impetuosidad con que se ha sumergido, día y noche, entre documentos y libros; además del gran número de cartas que ha escrito entre esta casa y la del señor Wickfield, y a menudo al otro lado de la mesa, sentado frente a mí, cuando le habría sido mucho más fácil decirme las cosas verbalmente.
–¡Cartas! –exclamó mi tía–. ¡Estoy convencida de que sueña con cartas!
–Y el señor Dick –dijo Traddles– ¡también ha hecho maravillas! Tan pronto como fue relevado de su guardia de Uriah Heep, al que vigiló con un celo que jamás he visto superado, se dedicó en cuerpo y alma al señor Wickfield. Y lo cierto es que su deseo de ayudarnos en la investigación, así como los servicios que nos ha prestado sacando, copiando, trayendo y llevando documentos han sido muy alentadores para nosotros.
–Dick es un hombre notable –exclamó mi tía–; lo he dicho siempre. ¡Trot, tú lo sabes bien!
–Me alegra decirle, señorita Wickfield –prosiguió Traddles, con gran delicadeza a la par que seriedad–, que el señor Wickfield ha mejorado considerablemente durante su ausencia. Liberado de la pesadilla que le perseguía desde hace tanto tiempo y de los horribles temores que le atenazaban, no es la misma persona. Incluso hay momentos en los que parece haber recuperado la capacidad de concentrar su memoria y su atención en ciertos aspectos del asunto; y ha podido ayudarnos a aclarar ciertas cosas que, sin él, habría sido muy difícil o imposible dilucidar. Pero lo que debo hacer es exponer los resultados, cosa bastante breve; si empiezo a hablar de todas las circunstancias esperanzadoras que he observado, no acabaré nunca.
Su naturalidad y su amable sencillez dejaban ver con claridad que decía aquellas palabras para infundirnos ánimo y para que Agnes oyera pronunciar el nombre de su padre con más confianza; pero no resultaba menos agradable por eso.
–Y ahora, veamos –dijo Traddles, mirando los documentos que tenía en la mesa–. Después de haber calculado los fondos, y de haber puesto en orden, en primer lugar, gran número de equivocaciones involuntarias y, en segundo lugar, confusiones y falsificaciones intencionadas, estamos seguros de que el señor Wickfield podría cerrar en estos momentos su bufete y su gabinete de inversiones sin ningún déficit ni malversación.
–¡Gracias a Dios! –exclamó Agnes con fervor.
–Pero –añadió Traddles– la cantidad que le quedaría para vivir (y al decir esto, imagino que la casa tendría que venderse) sería tan pequeña que, con toda probabilidad, no sobrepasaría algunos cientos de libras; por ese motivo, tal vez sería mejor, señorita Wickfield, que siguiera administrando los bienes que le confiaron en el pasado. Sus amigos podrían aconsejarle, sabe; ahora es un hombre libre. Usted misma, señorita Wickfield… o Copperfield… o yo.
–He reflexionado sobre eso, Trotwood –dijo Agnes, mirándome–, y me parece que es algo que no conviene ni puede hacerse; aunque nos lo aconseje un amigo al que estoy tan agradecida y debo tanto.
–No digo que lo aconseje –puntualizó Traddles–. Me parece justo sugerirlo. Nada más.
–Me alegro de oírle hablar así –respondió Agnes, muy seria–, pues eso me da la esperanza, y casi la seguridad, de que pensamos del mismo modo. Mi querido señor Traddles y mi querido Trotwood, ver a papá libre y con honor, ¿qué más puedo desear? Siempre ambicioné devolverle un poco del amor y de los cuidados que le debo, y consagrarle mi vida, si algún día conseguía liberarlo de las obligaciones que tanto le pesaban. Ésa ha sido durante años la mayor de mis esperanzas. Y, después de liberarle de todas sus responsabilidades y compromisos, mi mayor felicidad será hacerme cargo de nuestro porvenir.
–¿Has pensado cómo, Agnes?
–¡A menudo! No tengo miedo, Trotwood. Estoy segura de mi éxito. En esta ciudad hay tantas personas que me conocen y me quieren que no me cabe la menor duda. Confía en mí. Nuestras necesidades no son grandes. Si alquilo nuestra vieja y querida casa, y abro un colegio, me sentiré útil y muy feliz.
El sereno fervor de su alegre voz trajo a mi memoria con tanta viveza, primero la vieja y querida casa, y luego mi hogar solitario, que la emoción me impidió hablar. Durante unos momentos, Traddles fingió estar muy ocupado hojeando los documentos.
–Y ahora, señorita Trotwood –continuó Traddles–, hablemos de su capital.
–Muy bien, señor –suspiró mi tía–. Lo único que tengo que decir es que, si ha desaparecido, podré soportarlo; y, si ocurre lo contrario, me alegraré mucho de recuperarlo.
–Creo que al principio había ocho mil libras en bonos del Estado, ¿no es así? –inquirió Traddles.
–¡Exactamente! –replicó mi tía.
–No he logrado encontrar más de cinco –exclamó Traddles con aire perplejo.
–¿Cinco mil o cinco libras? ¿Qué quiere decir usted? –pregunto mi tía con un aplomo asombroso.
–Cinco mil libras –contestó Traddles.
–Es todo cuanto tenía –señaló mi tía–. El resto lo vendí yo. Pagué mil libras por tu contrato de aprendizaje, Trot, querido; las otras dos mil están en mi poder. Cuando perdí todo lo demás, juzgué prudente no decir nada sobre esta cantidad y guardarla en secreto por si llegaban malos tiempos. Quería ver cómo te enfrentabas a la adversidad, Trot; y lo hiciste noblemente… perseverante, abnegado, seguro de ti mismo. Al igual que Dick. Será mejor que nadie me hable, ¡tengo los nervios un poco alterados!
Nadie lo hubiera creído viéndola allí sentada, tan erguida y con los brazos cruzados; pero sin duda tenía un asombroso dominio de sí misma.
–Entonces es un placer para mí comunicarles –exclamó Traddles, radiante de alegría– ¡que hemos recuperado todo el dinero!
–¡Que nadie me dé la enhorabuena! –dijo mi tía–. ¿Y como lo han logrado, caballero?
–¿Acaso creía que el señor Wickfield había gastado indebidamente esa suma? –inquirió Traddles.
–Por supuesto que lo creía –repuso ella–, por eso preferí callarme. ¡Agnes, no digas nada!
–Lo cierto es que sus bonos fueron vendidos, en virtud del poder que usted le había dado; pero no es necesario aclarar quién realizó la operación y con qué firma. Más tarde ese rufián hizo creer al señor Wickfield, e incluso lo demostró con cifras, que él había utilizado ese dinero (siguiendo sus instrucciones, según afirmó) para impedir que salieran a la luz otros descubiertos y dificultades. El señor Wickfield, indefenso en sus manos, tuvo la debilidad de pagarle a usted, posteriormente, varias cantidades en concepto de intereses sobre un capital que él sabía inexistente, lo que le convirtió en cómplice de este fraude.
–Y acabó creyendo que era el único culpable –añadió mi tía–; y me escribió una carta desesperada, acusándose de malversaciones y de robos inauditos. Entonces fui a visitarlo una mañana temprano, le pedí una vela, quemé la carta y le dije que, si algún día podía reparar el daño que me había hecho (y no sólo a mí sino también a sí mismo), lo hiciera; y que, si no podía, guardase silencio por el bien de su hija… Si alguien me dice algo, ¡abandonaré la casa!
Todos nos quedamos callados; Agnes se cubrió el rostro con las manos.
–Bien, mi querido amigo –exclamó mi tía, al cabo de un rato–, ¿y ha conseguido con amenazas que le devuelva todo el dinero?
–Pues lo cierto es que el señor Micawber –respondió Traddles– lo ha acorralado de tal modo, y tenía tantos argumentos preparados por si alguno fallaba, que no pudo escaparse de nosotros. Una circunstancia verdaderamente notable es que no creo que se apoderara de esa suma para satisfacer su avaricia, que era desmedida, sino por el odio que le inspiraba Copperfield. Me lo dijo claramente. Habría sido capaz de gastar otro tanto para perjudicar y hacer daño a Copperfield.
–¡Ah! –exclamó mi tía, frunciendo el ceño pensativa y mirando a Agnes–. ¿Y qué ha sido de él?
–No lo sé –contestó Traddles–. Se marchó con su madre, que no dejaba de llorar, suplicar y hacer revelaciones. Se fueron de Londres en una de las diligencias nocturnas, y es lo único que sé de él; excepto que, al despedirse de mí, su odio fue virulento. Parecía considerarme tan responsable de su ruina como el señor Micawber, lo que para mí fue un cumplido (y así se lo dije).
–¿Crees que tiene algo de dinero, Traddles? –pregunté.
–Sí, yo diría que sí –replicó muy serio, moviendo la cabeza–. Supongo que debe de haberse embolsado una buena cantidad, de un modo u otro. Pero, si tuvieras la oportunidad de seguir su carrera, Copperfield, estoy seguro de que verías cómo el dinero no le impide hacer el mal. Es un hombre tan hipócrita que, sea cual sea la meta que persiga, elegirá el camino más tortuoso. Es su único consuelo por las limitaciones externas que él mismo se impone. Como siempre va arrastrándose por el suelo para conseguir alguna mezquina finalidad, magnifica cuanto encuentra en su camino; por ese motivo, odia y sospecha de todos aquellos que, de la manera más inocente, se interponen entre él y su objetivo. Sus caminos serán así cada vez más tortuosos, por la razón más insignificante, o sin razón alguna. Basta recordar su historia aquí –concluyó Traddles– para saberlo.
–¡Es un monstruo de maldad! –exclamó mi tía.
–La verdad es que no lo sé –repuso Traddles, pensativo–. Muchas personas pueden ser realmente malvadas si se lo proponen.
–En cuanto al señor Micawber… –señaló mi tía.
–Pues bien –dijo Traddles, alegremente–, me veo en la obligación de elogiarlo una vez más. Sin su paciencia y su perseverancia jamás habríamos conseguido nada que valiese la pena. Y creo que debemos considerar que obró bien por amor a la justicia. ¡Piensen en las condiciones que podría haber impuesto a Uriah Heep a cambio de su silencio!
–En efecto –dije.
–En su opinión, ¿qué deberíamos darle? –inquirió mi tía.
–¡Oh! Antes de tratar esa cuestión –contestó Traddles, un poco desconcertado–, he de decir que hubo dos puntos que me pareció prudente omitir (porque no daba abasto) al preparar este acuerdo ilegal… pues es absolutamente ilegal, de principio a fin… de un asunto tan complejo. Hablo de esos pagarés, etcétera, que el señor Micawber entregó a Uriah por los adelantos que éste…
–¡Pues habrá que pagarlos! –exclamó mi tía.
–Sí, pero no sé cuándo vencerán, ni dónde pueden estar –repuso Traddles, abriendo los ojos–; y sospecho que, desde ahora hasta su marcha, el señor Micawber será constantemente detenido o embargado.
–En ese caso, nosotros le pondremos constantemente en libertad y haremos levantar los embargos –dijo mi tía–. ¿A cuánto asciende esa deuda en total?
–El señor Micawber ha registrado minuciosa y concienzudamente todas las transacciones… pues así las llama… en un libro –contestó Traddles, sonriendo–, y la suma total asciende a ciento tres libras y cinco chelines.
–Entonces, ¿qué deberíamos darle además de esa suma? –quiso saber mi tía–. Agnes, querida, ya hablaremos más tarde del mejor modo de repartirnos esa cantidad. ¿Cuánto convendría que fuera? ¿Quinientas libras?
Al oír esto, Traddles y yo empezamos a hablar al mismo tiempo. Los dos recomendamos que sólo entregaran al señor Micawber una pequeña suma de dinero y que, sin decirle nada, liquidasen los pagarés de Uriah a medida que fueran apareciendo. Propusimos que se diera a la familia los pasajes, la vestimenta y cien libras; y que se aceptasen las condiciones del señor Micawber para la devolución de dicho adelanto, ya que sería beneficioso para él creer que había asumido esa responsabilidad. Añadí que convendría explicar al señor Peggotty, en quien sabía que podíamos confiar, las peculiaridades y los antecedentes de nuestro amigo; y pedirle que, cuando lo considerara oportuno, le adelantase otro centenar de libras. Después sugerí interesar al señor Micawber por el señor Peggotty, confiándole aquella parte de su historia que yo juzgase conveniente o creyera lícito relatar, esforzándome por unir a los dos hombres, en beneficio de ambos. Todos estuvimos de acuerdo en poner en práctica estas ideas; tal como hicieron los propios interesados poco después, con buena voluntad y perfecta armonía.
Al ver que Traddles volvía a mirar con inquietud a mi tía, le recordé el segundo y último punto al que había aludido.
–Espero que tu tía y tú me perdonéis, Copperfield, si toco un tema doloroso, como sé que voy a hacer –dijo Traddles, vacilando–; pero creo necesario mencionarlo. El día de la memorable denuncia del señor Micawber, Uriah Heep se refirió con amenazas al… marido de tu tía.
Mi tía asintió con la cabeza, tan erguida como antes y sin perder su aparente serenidad.
–Quizá no fuera más que una simple impertinencia –exclamó Traddles.
–No –replicó mi tía.
–Perdone que insista, ¿existía realmente esa persona y estaba a su merced? –inquirió Traddles.
–Sí, mi querido amigo –contestó mi tía.
A Traddles se le alargó visiblemente el rostro. Nos explicó que no había podido abordar ese asunto, que había corrido la misma suerte que las deudas del señor Micawber, al no haberse incluido en el acuerdo con Uriah; y que ya no teníamos el menor poder sobre éste, que sin duda aprovecharía cualquier oportunidad para causarnos daños y molestias.
Mi tía continuó inmóvil, hasta que algunas lágrimas volvieron a resbalar por sus mejillas.
–Tiene razón –afirmó–. Ha sido muy amable al mencionarlo.
–¿Hay algo que yo… o Copperfield… podamos hacer? –preguntó Traddles, cariñosamente.
–Nada –dijo mi tía–. Se lo agradezco muchísimo. Trot, querido, ¡no es más que una vana amenaza! Llamemos al señor y a la señora Micawber. ¡Y que nadie me dirija la palabra!
Después de esas palabras, se alisó el vestido y continuó sentada, muy erguida, con los ojos clavados en la puerta.
–¡Y bien, señor y señora Micawber! –exclamó mi tía cuando entraron–. Hemos hablado de su emigración; sentimos haberles hecho esperar tanto. Les contaré lo que hemos decidido.
Procedió a explicárselo, para infinita satisfacción de toda la familia, pues los niños también se hallaban presentes; y sus palabras despertaron hasta tal punto los hábitos de puntualidad del señor Micawber en el estadio inicial de todas sus transacciones que nadie pudo impedir que saliera corriendo inmediatamente, lleno de optimismo, para comprar el papel timbrado de sus pagarés. Pero su alegría no tardó en recibir un duro golpe; pues no habían transcurrido ni cinco minutos cuando apareció custodiado por un oficial del alguacil para informarnos, llorando a lágrima viva, de que todo había terminado. Como estábamos preparados para semejante vicisitud, que naturalmente era obra de Uriah Heep, nos apresuramos a pagar el dinero; y cinco minutos después el señor Micawber estaba sentado delante de su mesa extendiendo los pagarés, con una expresión de felicidad suprema que sólo esa agradable ocupación, o la preparación de un ponche, eran capaces de dar en toda su plenitud a su radiante rostro. Era todo un espectáculo verlo enfrascado en la redacción de sus pagarés, con el placer de un artista, retocándolos como si fueran pinturas, mirándolos con el rabillo del ojo, anotando con enorme seriedad fechas y cantidades en su libreta, y contemplándolos al terminar, convencido de su inestimable valor.
–Lo mejor que puede hacer ahora, señor –dijo mi tía, después de observarle en silencio–, si me permite aconsejarle, es renunciar para siempre a esta ocupación.
–Señora –replicó el señor Micawber–, tengo la intención de registrar ese deseo en la página virgen del porvenir. La señora Micawber nos servirá de testigo. ¡Confío en que mi hijo Wilkins –exclamó solemnemente— no olvide nunca que es infinitamente mejor para él meter el puño en el fuego que emplearlo para manejar las serpientes que han envenenado la sangre de su infortunado padre!
Profundamente emocionado, y convertido en un instante en la viva imagen de la desesperación, el señor Micawber dirigió a las serpientes una mirada de triste horror (de la que no se había borrado por completo su vieja admiración); luego las dobló y las metió en su bolsillo.
Aquel gesto puso fin a las diligencias de la tarde. Estábamos transidos de dolor y de fatiga, y mi tía y yo debíamos volver a Londres por la mañana. Habíamos acordado encontrarnos con los Micawber después de que vendieran sus pertenencias a un chamarilero, que los asuntos del señor Wickfield serían solventados cuanto antes bajo la dirección de Traddles, y que Agnes vendría también a Londres mientras se solucionaba todo. Pasamos la noche en la vieja casa, que, sin la presencia de los Heep, parecía curada de una larga enfermedad; y yo me acosté en mi antiguo dormitorio, como un náufrago que regresara a su hogar.
Al día siguiente volvimos a casa de mi tía, no a la mía; y cuando nos quedamos a solas antes de acostarnos, como en los viejos tiempos, me dijo:
–Trot, ¿de veras te gustaría saber lo que me ha atormentado estos últimos días?
–Por supuesto que sí, tía. Si ha habido algún momento en que yo haya deseado compartir sus penas e inquietudes, es ahora.
–Ya has sufrido bastante, muchacho –exclamó mi tía con dulzura–, sin que yo aumente tu aflicción con mis pequeños infortunios. Si te lo he ocultado, Trot, ha sido por ese motivo.
–Ya lo sé –dije–. Pero cuéntemelo ahora.
–¿Te gustaría acompañarme cerca de aquí mañana a primera hora? –me preguntó.
–Desde luego.
–A las nueve –señaló–. Entonces te lo contaré todo, querido.
Así, pues, a las nueve salimos en un pequeño carruaje hacia Londres. Recorrimos muchas calles antes de llegar a uno de los grandes hospitales. Muy cerca del edificio había un coche fúnebre, muy sencillo. El conductor reconoció a mi tía y, obedeciendo a un gesto que ella le hizo con la mano por la ventanilla, se puso lentamente en marcha; nosotros le seguimos.
–¿Lo comprendes ahora, Trot? –inquirió–. ¡Se ha ido para siempre!
–¿Ha muerto en el hospital?
–Sí.
Ella siguió inmóvil a mi lado; pero vi cómo las lágrimas corrían nuevamente por su rostro.
–No ha sido su primera estancia en él –añadió mi tía–. Llevaba mucho tiempo enfermo. Durante estos años no ha sido más que un hombre roto y destrozado. Cuando comprendió que se moría, pidió que me avisaran. Estaba arrepentido. Muy arrepentido.
–Y usted acudió, tía.
–Sí. Y después pasé mucho tiempo a su lado.
–¿Murió la víspera de nuestro viaje a Canterbury? –quise saber.
Mi tía asintió.
–Ahora nadie puede hacerle daño –dijo–. No era más que una vana amenaza.
Salimos de la ciudad para dirigirnos al cementerio de Hornsey.
–Estará mejor aquí que en la calle –afirmó mi tía–. Nació en este lugar.
Bajamos del carruaje y seguimos el sencillo féretro hasta un rincón que recuerdo muy bien, donde se leyó el oficio fúnebre que devolvía su cuerpo al polvo.
–Hoy hace treinta y seis años que me casé, querido –exclamó mi tía, mientras regresábamos andando al coche–. ¡Que Dios nos perdone!
Ocupamos nuestros asientos en silencio; y ella retuvo mi mano en la suya durante mucho tiempo. Finalmente, rompió a llorar y dijo:
–Era un hombre muy guapo cuando me casé con él, Trot… ¡Cuánto había cambiado!
Pero su llanto no duró mucho. Las lágrimas aliviaron su dolor, y no tardó en recobrar la serenidad, e incluso la alegría. Sus nervios estaban un poco alterados, señaló; de otro modo jamás se habría dejado dominar por la pena. ¡Que Dios nos perdone!
Nos dirigimos, pues, de vuelta a su casita de Highgate, donde encontramos la siguiente misiva del señor Micawber, que había llegado por correo aquella misma mañana.
Canterbury, viernes
Mi querida señora y querido Copperfield:
¡La hermosa tierra de promisión que últimamente se vislumbraba en el horizonte se halla envuelta de nuevo en brumas impenetrables y ha desaparecido para siempre de la vista de este pobre diablo a la deriva, cuya Suerte está echada!
Una nueva orden de ejecución ha sido pronunciada (en el Tribunal Supremo de Su Majestad de King’s Bench en Westminster) en otra causa de Heep contra Micawber, y el demandado ha caído en las garras del alguacil con jurisdicción legal en este distrito.
Llegó el día, llegó la hora,
mirad el frente de la batalla debilitarse,
mirad avanzar al orgulloso Eduardo,
¡cadenas y esclavitud!
Condenado a una muerte rápida (pues el tormento espiritual sólo puede soportarse hasta ciertos límites, que lamento haber alcanzado), he llegado al final de mi camino. ¡Que Dios les bendiga! ¡Que Dios les bendiga! Algún futuro viajero, que un día visite por curiosidad –no desprovista de compasión, espero– el lugar de reclusión destinado a los deudores de esta ciudad, tal vez reflexione, y yo confío en que lo haga, cuando vea grabadas en sus muros con un clavo roñoso
las oscuras iniciales de
W. M.
P.D. Abro la carta de nuevo para comunicarles que nuestro común amigo, el señor Thomas Traddles (que sigue con nosotros y parece gozar de excelente salud) ha pagado la deuda y las costas, en el noble nombre de la señorita Trotwood; y que yo y mi familia estamos en la cúspide de la felicidad terrena.