V Me alejan de mi hogar
V
Habríamos avanzado alrededor de media milla y mi pañuelo estaba empapado en lágrimas, cuando el cochero se paró en seco.
Saqué la cabeza para ver qué pasaba y contemplé con asombro cómo Peggotty salía desde detrás del seto y se encaramaba al carro. Me cogió en sus brazos y me estrechó con tanta fuerza contra su corsé que me aplastó la nariz, si bien no me percaté hasta más tarde, cuando me di cuenta de lo dolorida que estaba. Peggotty no pronunció ni una sola palabra. Soltando uno de los brazos, lo metió en su faltriquera hasta el codo y sacó unos envoltorios de papel llenos de pasteles, que introdujo en mis bolsillos; también me puso en la mano un monedero, y todo ello sin abrir la boca. Después de estrujarme nuevamente entre sus brazos, se bajó del carro y se alejó corriendo; y siempre he creído que, cuando se separó de mí, no quedaba un solo botón en su vestido. Yo recogí uno de los que habían salido rodando, y lo conservé durante mucho tiempo como un recuerdo muy preciado.
El cochero me miró, como si quisiera preguntarme si ella pensaba volver. Dije que no con la cabeza y añadí que no creía que lo hiciera.
–Entonces, ¡en marcha! –ordenó al holgazán de su caballo, que no dudó en obedecerle.
Como para entonces no me quedaban más lágrimas que derramar, empecé a pensar que era inútil seguir llorando, especialmente si tenía en cuenta que Roderick Random y el capitán de la Armada Real Británica jamás lo habían hecho, ni siquiera en las circunstancias más difíciles. El cochero adivinó mis propósitos y me sugirió que colocase el pañuelo sobre el lomo del caballo, con el fin de que se secara. Le di las gracias y accedí; ¡parecía tan pequeño allí extendido!
Tuve ocasión entonces de inspeccionar el monedero. Era una bolsa de cuero, bastante rígida y cerrada con una presilla, y tenía en su interior tres chelines relucientes, que sin duda Peggotty se había esmerado en bruñir con blanco de España para que mi alegría fuera aún mayor. Pero lo más valioso de su contenido eran dos monedas de media corona envueltas en un pedazo de papel, sobre el que mi madre había escrito de su puño y letra: «Para Davy, con todo mi amor». Me sentí tan emocionado al leerlo que le pedí al cochero que tuviera la amabilidad de alcanzarme de nuevo el pañuelo. Pero él me respondió que, en su opinión, estaría mejor sin él; y yo pensé que tenía razón, así que me sequé los ojos con la manga y dejé de llorar.
Y lo conseguí de veras; aunque, por culpa de mi anterior congoja, de vez en cuando se me escapaba un violento sollozo. Cuando ya llevábamos un rato avanzando lentamente, le pregunté al cochero si iría todo el camino con él.
–¿Todo el camino hasta dónde? –quiso saber.
–Hasta allí –le contesté.
–¿Y dónde es allí? –inquirió.
–Cerca de Londres –dije.
–¡Pero si este caballo estaría más muerto que un trozo de cerdo asado antes de recorrer la mitad del trayecto! –exclamó, sacudiendo las riendas para señalar al cuadrúpedo.
–¿Entonces sólo llega usted hasta Yarmouth? –pregunté.
–Más o menos –replicó el cochero–. Y una vez allí, le dejaré en la diligencia; y ésta le conducirá a… cualquiera que sea su destino.
Pero eso era hablar demasiado para el señor Barkis (se llamaba así), quien, como he señalado en un capítulo anterior, era un hombre poco conversador y de temperamento flemático, así que le ofrecí un pastel para mostrarle mi agradecimiento; lo engulló de un bocado, exactamente igual que un elefante, y su voluminoso rostro siguió tan impasible como el de un paquidermo.
–¿Los ha hecho ? –preguntó el señor Barkis, inclinado como siempre hacia delante, con aire cansino y un brazo en cada rodilla.
–¿Se refiere a Peggotty, señor?
–¡Ah! –exclamó el cochero–. Sí, a ella.
–En efecto; hace toda la repostería en casa, y prepara nuestras comidas.
–¿De veras? –dijo el señor Barkis.
Y colocó los labios como si fuera a silbar, pero no emitió el menor sonido. Continuó sentado, mirando fijamente las orejas del caballo, como si viera en ellas algo nuevo; y se quedó en esa postura durante un buen rato.
–Nada de novios, supongo…
–¿Se refiere a algún dulce, señor Barkis? –inquirí, convencido de que quería otra clase de pastelillo.
–No, no. A enamorados –aclaró el cochero–. ¿Nadie pasea con ella?
–¿Con Peggotty?
–¡Ah! –dijo–. Sí, con ella.
–¡Oh, no! Nunca ha tenido novio.
–¿De veras? –exclamó el señor Barkis.
Colocó nuevamente los labios como si fuera a silbar, pero tampoco emitió el menor sonido; se limitó a contemplar las orejas del caballo.
–De modo que es ella quien prepara los pasteles de manzana y las demás comidas, ¿no? –preguntó, tras una larga meditación.
Le respondí afirmativamente.
–Pues bien –afirmó–, voy a pedirle algo… ¿Piensa escribir a Peggotty?
–Por supuesto que sí –repliqué.
–¡Ah! –exclamó, mientras volvía lentamente sus ojos hacia mí–. Entonces tal vez se acuerde de decirle en su carta que Barkis está disponible. ¿Lo hará por mí?
–Que Barkis está disponible –repetí inocentemente–. ¿Es ése todo el mensaje?
–Sí –respondió, pensativo–. Eso es. Que Barkis está disponible.
–Pero mañana estará usted de vuelta en Blunderstone, señor Barkis –exclamé con voz entrecortada, recordando que yo estaría para entonces muy lejos de allí–, y se lo puede decir personalmente; siempre es mejor.
Como él, sin embargo, rechazó mi sugerencia sacudiendo la cabeza, y me repitió muy serio: «Que Barkis está disponible. Ése es el mensaje», no pude sino comprometerme a transmitirlo.
Aquella misma tarde, mientras esperaba la diligencia en el hotel de Yarmouth, conseguí una hoja de papel y un tintero y escribí la siguiente nota a Peggotty:
Mi querida Peggotty:
He llegado aquí sano y salvo. Barkis está disponible. Todo mi cariño a mamá. Afectuosamente tuyo.
P.S. Dice que sobre todo quiere que sepas que .
El camarero amigable y yo
Una vez que hube aceptado su petición, el cochero volvió a sumirse en el silencio; y yo, extenuado por cuanto había sucedido en los últimos días, me eché sobre un saco en el fondo del carro y me quedé profundamente dormido. Me desperté al llegar a Yarmouth; y, cuando entramos en el patio de la posada, me pareció un lugar tan extraño y diferente del que yo recordaba que perdí la secreta esperanza de encontrar a algún miembro de la familia del señor Peggotty, tal vez incluso a la pequeña Emily.
La diligencia estaba en el patio, limpia y reluciente, pero sin que nadie hubiera enganchado a ella los caballos; y, en aquel estado, parecía de lo más improbable que pudiese llegar a Londres. Empecé a reflexionar, preocupado por la suerte que correría mi baúl, que el señor Barkis había dejado en el suelo del patio junto a un poste (antes de seguir hasta el fondo para dar la vuelta con su carro), y por la suerte que correría yo, cuando una mujer se asomó a un mirador del que colgaban varias aves y unos trozos de carne y me gritó:
–¿Es usted el pequeño caballero de Blunderstone?
–Sí, señora.
–¿Cómo se llama? –inquirió ella.
–Copperfield, señora.
–No puede ser –afirmó la mujer–. Nadie ha encargado una comida a ese nombre.
–¿Y al de Murdstone? –pregunté.
–Si es usted el señor Murdstone –dijo ella–, ¿por qué me ha dado otro apellido?
Le expliqué el motivo, y entonces ella tocó una campanilla.
–¡William! –ordenó–. Lleva a este caballero al comedor.
Un camarero salió corriendo de la cocina, en el otro extremo del patio; pareció sorprenderse mucho cuando vio que sólo se trataba de mí.
El comedor era una estancia muy espaciosa, con grandes mapas en las paredes. No creo que me hubiera sentido más desorientado si esos mapas hubieran sido países extranjeros, a los que yo hubiese llegado después de un naufragio. Me pareció un atrevimiento por mi parte sentarme allí, con la gorra en la mano, en una esquina de la silla más cercana a la puerta; y, cuando el camarero cubrió la mesa con un mantel, sólo para mí, y colocó el salero y las vinagreras encima, sentí cómo me sonrojaba de vergüenza.
Me trajo unas chuletas y algunas verduras, y destapó las fuentes de un modo tan repentino que temí haberle ofendido de algún modo. Pero me sentí muy aliviado cuando, acercando una silla a la mesa, me dijo afablemente:
–¡Vamos, gran hombre! ¡Siéntese aquí!
Le di las gracias y ocupé mi sitio; pero me resultó extremadamente difícil manejar el cuchillo y el tenedor con cierta destreza o no salpicarme de salsa, mientras él estaba frente a mí, mirándome fijamente y haciéndome enrojecer cada vez que nuestros ojos se encontraban.
–Hay media pinta de cerveza para usted. ¿La quiere ahora? –preguntó, cuando vio que me disponía a empezar la segunda chuleta.
Le di las gracias y contesté que sí. Entonces llenó un vaso muy grande y lo acercó a la luz para que admirara su hermoso color.
–¡Caramba! –exclamó–. Parece mucha cantidad, ¿no?
–Así es –contesté sonriendo, pues me agradaba que fuese tan amable conmigo.
Era un hombre de ojos risueños, rostro granujiento y cabellos en punta. Mientras sujetaba la cerveza cerca de la luz, con el otro brazo en jarras, ofrecía un aspecto de lo más amigable.
–Ayer vino un caballero –dijo–, un caballero muy corpulento que se llamaba Topsawyer. Quizá le conozca…
–No –respondí–, creo que no.
–Vestía calzones y polainas, sombrero de ala ancha, chaqueta gris y corbatín moteado –explicó.
–No –contesté tímidamente–; no tengo ese placer.
–Entró en el comedor –afirmó el camarero– y pidió una jarra de esta cerveza. Le rogué que no la bebiera, pero se empeñó… y cayó muerto. Era demasiado añeja para él. Creo, sinceramente, que no se debería servir a los clientes.
Me impresionó mucho aquel desgraciado accidente y le dije que prefería beber agua.
–Verá –dijo el camarero, mirando la luz a través del vaso con un ojo guiñado–, en esta posada no les gusta que la gente pida algo y no lo pruebe. Se sienten ofendidos. Aunque, si quiere, yo tomaré su cerveza. Estoy acostumbrado a ella, y eso es lo importante. No creo que me haga daño, si echo la cabeza hacia atrás y bebo rápidamente. ¿Le parece bien?
Le contesté que se lo agradecería mucho, siempre que no corriera el menor peligro; de lo contrario, sería mejor que se abstuviera. Confieso que, cuando echó la cabeza hacia atrás y se bebió la cerveza de golpe, sentí un miedo horrible de que le ocurriera lo mismo que al llorado señor Topsawyer y se desplomara sin vida sobre la alfombra. Pero no le sentó nada mal. Al contrario, pareció incluso más animado que antes.
–¿Qué es lo que tenemos aquí? –preguntó, metiendo un tenedor en mi plato–. ¿No serán chuletas?
–Así es –respondí.
–¡Bendito sea Dios! –exclamó–. No sabía que fueran chuletas. Pero si es lo más indicado para contrarrestar los malos efectos de esa cerveza. ¡Menuda suerte!
Así que con una mano cogió una de las chuletas por el hueso y con la otra una patata, y engulló todo con gran apetito; yo me sentí de lo más complacido. Después pinchó una segunda chuleta y una segunda patata; y, más tarde, otra chuleta y otra patata. Cuando la fuente estuvo vacía, trajo un budín que colocó delante de mí; pareció entonces rumiar algo y enfrascarse en sus pensamientos.
–¿Qué tal el postre? –preguntó unos momentos después, saliendo de su ensimismamiento.
–Es un budín –le respondí.
–¡Un budín! –repitió–. ¡No puede ser! Pero ¿cómo? –dijo acercándose más a él–. No se tratará de un budín de frutas, ¿verdad?
–En efecto.
–¡Pero si es mi budín favorito! –afirmó, cogiendo un cucharón–. Seré afortunado… Vamos, pequeño, ¡a ver quién de los dos come más!
No hay duda de que fue el camarero. Es cierto que más de una vez me animó a ganarle, pero había tanta diferencia entre su cucharón de servir y mi cucharilla de té, entre su rapidez y la mía, entre su apetito y el mío, que me quedé muy atrás desde el primer bocado y nunca tuve la menor posibilidad de derrotarlo. Creo que jamás he visto a nadie disfrutar tanto con un budín; y, cuando éste se acabó, siguió riendo como si continuara saboreándolo.
Al ver que me trataba con tanta camaradería, le pedí pluma, tinta y papel para escribir a Peggotty. No sólo me lo trajo inmediatamente, sino que tuvo la bondad de mirar por encima de mi cabeza mientras yo redactaba la carta. Cuando hube terminado, quiso saber a qué colegio me dirigía.
–A uno que está cerca de Londres –le contesté, pues era todo lo que sabía.
–¡Vaya por Dios! –exclamó, abatido–. No sabe cuánto lo siento.
–¿Por qué? –le pregunté.
–¡Ay, Señor! –dijo, moviendo la cabeza–. Porque es donde le rompieron las costillas a aquel pobre muchacho. Sí, dos costillas. Y no era más que un niño. Yo creo que tendría… déjeme pensar… ¿Qué edad tiene usted?
Le respondí que ocho años y medio.
–¡Precisamente su edad! –afirmó–. Aquel muchacho tenía ocho años y seis meses cuando le rompieron la primera costilla; y ocho años y ocho meses cuando le rompieron la segunda y acabaron con él.
No pude engañarme a mí mismo ni disimular ante el camarero: se trataba de una desagradable coincidencia. De modo que le pregunté cómo había ocurrido. Su respuesta no fue nada alentadora; se limitó a pronunciar estas terribles palabras:
–Recibió una paliza.
El sonido de la corneta del postillón distrajo oportunamente mi atención y me obligó a apresurarme. Pregunté indeciso al camarero, con una mezcla de orgullo y de timidez por tener un monedero (que saqué de mi bolsillo), si le debía algo.
–La hoja de papel –contestó–. ¿Ha comprado alguna vez papel de cartas?
No recordaba haberlo hecho nunca.
–Es caro –añadió–, a causa de los impuestos. Tres peniques. Así es como se abusa de los contribuyentes en este país… Y nada más, si exceptuamos el servicio del camarero. En cuanto a la tinta, no se preocupe; la pagaré yo.
–Y ¿qué piensa usted… qué debería yo… cuánto tendría… qué cantidad sería razonable para el camarero? –balbucí, sonrojándome.
–Si no tuviera una familia, y esa familia no fuera víctima de la viruela –dijo el camarero–, no aceptaría una moneda de seis peniques. Si no tuviera que alimentar a una madre muy anciana y a una hermana encantadora –al llegar a ese punto, pareció sumamente emocionado–, no aceptaría ni un cuarto de penique. Si tuviera un trabajo digno, y en este lugar me trataran bien, sería yo el que le ofrecería algo, en lugar de recibirlo. Pero vivo de las migajas de los demás y duermo en un rincón… –y el camarero rompió a llorar.
Sus desgracias me conmovieron profundamente, y pensé que sólo alguien sin corazón le daría menos de nueve peniques. Por ese motivo, le entregué uno de mis tres chelines relucientes, que recibió con gran humildad y respeto; si bien se apresuró a darle la vuelta con el pulgar, a fin de cerciorarse de que no era falso.
Me sentí algo desconcertado cuando comprendí, mientras me ayudaban a subir a la parte trasera de la diligencia, que en la posada creían que me había comido todo, sin ayuda de nadie. Me percaté de eso porque oí que la mujer del mirador le decía al acompañante del postillón: «Cuidado con ese muchacho, George, ¡no vaya a reventar!». Y porque las criadas que andaban por allí también acudieron con sus risillas tontas a mirarme, como si fuera un pequeño fenómeno. Mi amigo, el infortunado camarero, que había recobrado su buen humor, no pareció inquietarse por aquello y se unió a la admiración general con la mayor tranquilidad. Si tuve alguna duda sobre él, supongo que su actitud contribuyó a despertarla; aunque me siento inclinado a pensar que, con mi sencilla inocencia infantil y la confianza que todos los niños tienen instintivamente en sus mayores (cualidades que lamento que el niño pierda prematuramente para ganar en sabiduría mundana), ni siquiera entonces sospeché de él.
Debo reconocer que me resultó bastante penoso ser el objeto, sin merecerlo, de las bromas entre el postillón y su acompañante, quienes aseguraban que mi peso hundía la parte trasera de la diligencia y que mejor habría sido que viajase en carromato. La historia de mi supuesto apetito se extendió muy pronto entre los pasajeros, que tampoco pudieron disimular su regocijo; y me preguntaron si en el internado pensaban cobrarme lo mismo que a dos o tres hermanos, o si me habían hecho un precio especial o tenía que pagar la tarifa ordinaria, además de otras cuestiones similares. Pero lo peor era que sabía que la vergüenza me impediría comer cuando surgiera la oportunidad y que, después de un almuerzo tan ligero, pasaría toda la noche con hambre; pues, con las prisas, había olvidado los pasteles de Peggotty en la posada. Mis temores se cumplieron. Cuando nos detuvimos a cenar, no logré reunir el coraje suficiente para pedir nada, aunque lo habría hecho muy gustoso; me quedé sentado junto a la chimenea y dije que no deseaba nada. Tampoco eso me libró de nuevas bromas; pues un caballero de voz ronca y rudas facciones, que había estado atiborrándose de bocadillos casi todo el camino, excepto cuando bebía de una botella, aseguró que yo era como la boa constrictor, que comía de una sola vez lo que necesitaba en mucho tiempo; y, después de decir aquello, se dio un verdadero hartazgo de estofado de vaca.
Habíamos salido de Yarmouth a las tres de la tarde y debíamos llegar a Londres hacia las ocho de la mañana del día siguiente. La temperatura era veraniega y hacía una tarde preciosa. Siempre que cruzábamos algún pueblo, imaginaba el interior de las casas y lo que estarían haciendo sus habitantes; y cuando los niños corrían tras la diligencia y se subían en la parte trasera para columpiarse unos instantes, me preguntaba si vivirían sus padres y si serían felices en sus hogares. Tenía, así, muchas cosas con las que distraerme, si bien no podía dejar de pensar cómo sería el lugar donde me dirigía, lo que me empujaba a las más terribles conjeturas. A veces me invadía el recuerdo nostálgico de mi hogar y de Peggotty; y trataba de rememorar, de un modo confuso y oscuro, cuáles eran mis sentimientos y qué clase de muchacho era yo antes de haber mordido al señor Murdstone. Pero no lo conseguía; era como si todo aquello hubiera ocurrido en la más remota antigüedad.
La noche no fue tan agradable como el atardecer, pues el tiempo refrescó bastante. Como me habían sentado entre dos caballeros (el de las rudas facciones y otro) para que no me cayera de la diligencia, pensé que iba a morir aplastado cuando ambos se durmieron. A veces me estrujaban de tal modo que no podía evitar gritar: «¡Ay, ay, por favor!». Pero eso les molestaba mucho, ya que los despertaba. Enfrente de mí había una anciana, envuelta en un manto de piel; e iba tan arrebujada que, en la penumbra, se asemejaba más a un montón de heno que a una dama. Llevaba consigo una cesta que durante mucho tiempo no supo dónde colocar, hasta que descubrió que mis piernas eran más cortas y cabía debajo de ellas. Pero yo iba tan incómodo y me estorbaba tanto que me sentía terriblemente desgraciado. Cada vez que me movía un poco, un objeto de cristal chocaba contra algo, y la anciana me daba una fuerte patada.
–¿Acaso no puede estarse quieto? Con lo pequeño que es… –decía.
Finalmente, amaneció, y mis compañeros de viaje parecieron dormir más tranquilos. No es fácil imaginar las molestias que habían aguantado aquella noche, y que habían expresado a través de los resoplidos y de los bufidos más espantosos. A medida que el sol se elevaba, su sueño se fue aligerando y, poco a poco, empezaron a despertarse uno a uno. Recuerdo cuánto me extrañó que todos fingieran no haber dormido nada, y que rechazaran enojados semejante acusación. Y es algo que todavía continúa sorprendiéndome, pues he observado que, de todas las debilidades humanas, aquella que nuestra naturaleza está menos dispuesta a confesar (no entiendo por qué motivo) es la de haber dormido mientras se viaja en diligencia.
No es necesario que me detenga a describir lo extraordinario que me pareció Londres cuando lo divisé en la lejanía, ni cómo imaginé que allí se repetían las aventuras de mis héroes favoritos, ni cómo presentí vagamente que era la ciudad de la tierra donde ocurrían más prodigios y maldades. Nos acercamos lentamente y, a la hora prevista, nos detuvimos junto a la posada del barrio de Whitechapel, nuestro lugar de destino. He olvidado si su nombre era El Toro Azul o El Jabalí Azul; pero, fuese lo que fuese, era algo azul y estaba pintado en la parte trasera de la diligencia.
Mientras se apeaba, el acompañante del postillón no dejaba de observarme.
–¿Ha venido alguien a buscar a un muchacho apellidado Murdstone, de Blunderstone, Suffolk, que debe esperar aquí hasta que lo reclamen? –gritó en la puerta del despacho de billetes.
No respondió nadie.
–Le ruego que lo intente con el apellido Copperfield, señor –exclamé angustiado, bajando los ojos.
–¿Ha venido alguien a buscar a un muchacho registrado como Murdstone, de Blunderstone, Suffolk, pero cuyo nombre es Copperfield, que debe esperar aquí hasta que lo reclamen? –repitió–. ¡Vamos! ¿Ha venido alguien?
No. No había ido nadie. Miré con inquietud a mi alrededor; pero ninguno de los presentes pareció darse por aludido, si exceptuamos a un tuerto con polainas, que sugirió que me pusieran un collar de metal alrededor del cuello y me ataran en las caballerizas.
Trajeron una escalera, y bajé detrás de la señora que parecía un montón de heno, pues no me atreví a moverme hasta que se llevaron su cesta. No quedaba ningún pasajero para entonces, y el equipaje no tardó en ser retirado; como habían desenganchado previamente los caballos, algunos mozos de cuadra empujaron la diligencia para dejar el paso libre. Pero siguió sin aparecer nadie que reclamara al polvoriento muchacho de Blunderstone, Suffolk.
Más solitario que Robinson Crusoe, que no tenía a nadie que le mirara y viese lo solo que estaba, entré en el despacho de billetes e, invitado por el empleado de guardia, pasé al otro lado del mostrador y me senté en la báscula donde pesaban el equipaje. Y en aquel lugar, mientras contemplaba paquetes, bultos y libros, y percibía el olor de las cuadras (que desde entonces siempre he asociado a esa mañana), empezaron a desfilar por mi imaginación los más terroríficos pensamientos. Si nadie se presentaba a buscarme, ¿cuánto tiempo me permitirían quedarme allí? ¿Me dejarían estar hasta que se me acabaran los siete chelines? ¿Tendría que dormir por la noche en uno de los compartimentos de madera donde almacenaban los equipajes y lavarme por la mañana en la bomba del patio? ¿O me echarían a la calle para que volviera al día siguiente, cuando la oficina abriese, por si me reclamaba alguien? Y si no había ningún error y el señor Murdstone había planeado aquello para deshacerse de mí, ¿qué haría entonces? Si me permitían quedarme hasta que se me acabaran los siete chelines, ¿qué pasaría cuando empezara a morirme de hambre? No hay duda de que resultaría incómodo y desagradable para los clientes, y además El Como-se-llamara Azul correría el riesgo de tener que pagar los gastos del entierro. Si emprendía el viaje en seguida e intentaba regresar a casa andando, ¿cómo iba a encontrar el camino? ¿Qué esperanza podía tener de llegar tan lejos? ¿Querría recibirme en casa alguien que no fuera Peggotty? Si conseguía llegar ante las autoridades competentes más cercanas, a fin de enrolarme como soldado o marinero, lo más probable es que, debido a mi corta edad, no quisieran aceptarme. Estos pensamientos, y cientos de otros muy parecidos, hicieron que la sangre afluyera a mis mejillas y que me diera vueltas la cabeza de miedo y desesperación. Cuando peor me sentía, entró un hombre y empezó a cuchichear con el empleado, que me levantó de la báscula y me empujó hacia él, como si yo fuera una mercancía pesada, comprada, entregada y pagada.
Al salir de la oficina, de la mano de mi nuevo conocido, le miré de soslayo. Se trataba de un joven flaco y cetrino, de mejillas hundidas y barba casi tan negra como el señor Murdstone; pero ahí terminaba el parecido, pues tenía las patillas afeitadas y el pelo descuidado y sin brillo. Vestía un traje negro tan mustio y deslucido como sus cabellos, y le quedaba corto de mangas y de piernas; y el corbatín blanco que llevaba anudado al cuello tampoco estaba demasiado limpio. Nunca creí, ni lo creo ahora, que ese corbatín fuese la única prenda de algodón que llevara, pero era la única que se le veía o dejaba adivinar.
–¿Es usted el alumno nuevo? –preguntó.
–Sí, señor.
Suponía que lo era, aunque no estaba demasiado seguro.
–Soy uno de los profesores de Salem House.
Le hice una reverencia, muy intimidado. Me avergonzaba mencionar algo tan prosaico como mi baúl a un erudito y maestro de Salem House, de modo que no me atreví a hablar de él hasta que salimos del patio y anduvimos un trecho. Ante mi humilde insinuación de que tal vez después me sería útil, dimos la vuelta; y el joven explicó al empleado que el cochero tenía instrucciones de recoger mi equipaje al mediodía.
–Por favor, señor –exclamé, cuando volvimos a recorrer la misma distancia–. ¿Vamos muy lejos?
–Pasado Blackheath –repuso.
–¿Y eso está lejos, señor? –pregunté tímidamente.
–Es una buena tirada –aseguró–. Pero iremos en diligencia. Está a unas seis millas de aquí.
Me sentía tan débil y tan cansado, que no creí que pudiera aguantar otras seis millas. Me atreví a insinuarle que no había comido nada en toda la noche, y que, si me permitía comprar algún alimento, le estaría muy agradecido. Eso pareció sorprenderlo –todavía recuerdo cómo se detuvo y me miró– y, después de unos momentos de reflexión, dijo que se disponía a visitar a una anciana que vivía bastante cerca, y que lo mejor sería que comprase algo de pan, o lo que quisiera, y desayunase en su casa, donde nos podrían dar un poco de leche.
Así, pues, nos detuvimos en el escaparate de una panadería y, después de que yo propusiera comprar los pasteles más indigestos de la tienda y de que él rechazara una tras otra todas mis sugerencias, elegimos un delicioso panecillo moreno que me costó tres peniques. Luego compramos un huevo y una loncha de tocino entreverado en una tienda de comestibles; y me devolvieron tanto cambio del segundo de mis chelines relucientes que Londres me pareció un lugar muy barato. Tras hacernos con esas provisiones, continuamos nuestro camino en medio de un ruido ensordecedor y de un tumulto que me aturdió sobremanera, y cruzamos un puente que debía ser el Puente de Londres (creo que mi acompañante me lo dijo, pero yo estaba medio dormido), hasta que llegamos a la morada de la pobre anciana. Su vivienda formaba parte de un grupo de casas para indigentes, según adiviné por su aspecto y por la inscripción grabada en una losa encima de la puerta, donde podía leerse que allí residían veinticinco mujeres necesitadas.
El profesor de Salem House tiró del picaporte de una de las pequeñas puertas pintadas de negro, todas iguales, con un ventanuco de cristales en forma de rombo a un lado y otro encima; y penetramos en casa de una de aquellas desdichadas ancianas, que se encontraba atizando el fuego para hervir un pequeño cazo. Cuando vio entrar al profesor, se detuvo y, con el fuelle sobre las rodillas, exclamó algo así como «¡Mi Charley!». Al advertir mi presencia, sin embargo, se puso en pie y, frotándose las manos, me saludó con una tímida reverencia.
–¿Puede usted hacer el favor de preparar el desayuno de este joven? –dijo el profesor de Salem House.
–¿Que si puedo? –respondió la anciana–. ¡Pues claro que sí!
–¿Cómo se encuentra hoy la señora Fibbitson? –quiso saber el profesor, mirando a otra mujer de edad avanzada que estaba junto a la lumbre, con tanta ropa encima que todavía hoy doy gracias al cielo por no haberme sentado por error sobre ella.
Mi desayuno musical
–Está enferma –repuso la primera anciana–. Tiene uno de sus días malos. Si por descuido se apagara la chimenea, estoy segura de que también ella nos dejaría para siempre.
Cuando vi que los dos dirigían su mirada hacia la señora Fibbitson, decidí seguir su ejemplo. A pesar de que hacía un día bastante caluroso, no parecía pensar en otra cosa que en el fuego. Era como si tuviera celos hasta del pequeño cazo que había sobre él; y tengo razones para pensar que le irritó mucho que hirvieran mi huevo y frieran mi loncha de tocino, pues, mientras se llevaban a cabo esas operaciones culinarias, vi atónito con mis propios ojos cómo, cuando los demás estaban distraídos, me amenazaba con el puño. El sol entraba a raudales por la pequeña ventana, pero la anciana le daba la espalda, apoyada en el respaldo de su enorme silla, protegiendo cuidadosamente el fuego con su cuerpo para mantenerlo vivo, no para calentarse ella, y contemplándolo con recelo.
Cuando terminaron los preparativos de mi desayuno, se alegró tanto de que la lumbre quedara libre que estalló en sonoras carcajadas; pero he de decir que su risa no era nada melodiosa.
Me senté en la mesa delante de mi panecillo moreno, de mi huevo, de mi loncha de tocino y de un cuenco de leche: un desayuno de lo más suculento.
–¿Ha traído la flauta? –preguntó la anciana de la casa a mi acompañante, mientras yo disfrutaba aún de aquellas viandas.
–Sí –contestó.
–Vamos, toque algo –pidió ella en tono zalamero.
Al oír esto, el profesor metió la mano bajo los faldones de su levita, sacó las tres piezas de una flauta, encajó una dentro de otra y empezó a tocar. Mi impresión, tras muchos años de reflexión, es que jamás ha existido nadie que tocara peor. Emitía los sonidos más lúgubres que he escuchado en toda mi vida, ya fueran naturales o artificiales. Desconozco qué melodías interpretó –si es que se trataba de melodías, cosa que dudo–, pero aquellos compases resultaron funestos para mí: en primer lugar, me recordaron todos mis infortunios, hasta que llegó un momento en el que apenas pude contener mis lágrimas; después, me quitaron el apetito; y, finalmente, produjeron en mí tal sopor que me vi obligado a hacer un gran esfuerzo para mantener los ojos abiertos. Cuando evoco aquella escena, veo cómo se me cierran los ojos y empiezo a dar cabezadas.
Una vez más la imagen del pequeño cuarto con su alacena de esquina, sus sillas de respaldo cuadrado, su escalera empinada que conducía a la habitación superior y sus tres plumas de pavo real sobre la repisa de la chimenea (recuerdo que, al entrar allí, me pregunté qué le habría parecido a su dueño el destino de su vistoso traje) desaparece de mi mente, cabeceo y me quedó dormido. El sonido de la flauta se vuelve imperceptible, en su lugar oigo las ruedas de la diligencia y estoy de viaje. Me despierto sobresaltado por el fuerte traqueteo y la flauta está allí de nuevo; el profesor de Salem House, sentado con las piernas cruzadas, toca con aire melancólico, mientras la anciana de la casa lo mira complacida. Ella se esfuma, y él también; y todo se desvanece, y ya no hay flauta, ni profesor, ni Salem House, ni David Copperfield, tan sólo un letargo profundo.
Me pareció soñar que, en una ocasión, mientras él tocaba tristemente su flauta, la anciana de la casa, que se había ido acercando cada vez más a él, embargada por la emoción, se apoyó en el respaldo de su asiento y le dio un cariñoso abrazo, que le obligó a interrumpir por unos instantes la melodía. Yo estaba sumido en una especie de duermevela, no sé si entonces o inmediatamente después; pues, cuando él reanudó su música (y tengo la certeza de que dejó de tocar), vi y oí cómo la misma anciana preguntaba a la señora Fibbitson si no le parecía encantador (se refería al sonido de la flauta).
–Sí, sí, claro que sí –respondió ésta, al tiempo que se inclinaba hacia al fuego, al que con toda seguridad atribuía el éxito del concierto.
Llevaba bastante tiempo adormilado cuando el profesor de Salem House desmontó su flauta, guardó nuevamente las tres piezas y se marchó conmigo. Encontramos la diligencia muy cerca de allí y subimos al pescante; pero yo tenía tanto sueño que, al detenernos a recoger otros viajeros, me metieron en el interior, donde no iba nadie. Y allí me quedé profundamente dormido, hasta que el carruaje empezó a subir una cuesta muy empinada entre dos hileras de frondosos árboles. Poco después se detuvo, pues había llegado a su destino.
Un pequeño paseo nos condujo –es decir, al profesor y a mí– a Salem House, que estaba rodeada de un muro muy alto de ladrillo y tenía aspecto de ser un lugar muy sombrío. Encima de la entrada, abierta en el propio muro, había un letrero donde se leía: SALEM HOUSE. Cuando tocamos la campanilla, un rostro malhumorado nos inspeccionó a través de una rejilla; y, una vez abierta la puerta, me di cuenta de que pertenecía a un hombre muy fornido, con cuello de toro, pata de palo, sienes abultadas y cabellos cortados al rape.
–El alumno nuevo –anunció el profesor.
El hombre de la pata de palo me miró de arriba abajo (no creo que tardara mucho tiempo, dada mi estatura), cerró el portón detrás de nosotros y quitó la llave. Subíamos ya hacia la casa, entre gigantescos y sombríos árboles, cuando llamó a mi guía:
–¡Eh!
Miramos hacia atrás, y le vimos junto a la puerta de su pequeña vivienda con un par de botas en la mano.
–¡Tome! Mientras estaba fuera ha venido el zapatero remendón, señor Mell –exclamó–. Dice que ya no puede arreglar más estas botas, porque no queda nada de su cuero original; le sorprende que usted crea que se pueda hacer algo por ellas.
Y, después de pronunciar estas palabras, arrojó las botas al señor Mell, que retrocedió unos pasos para recogerlas, y las contempló (con aire desconsolado, me temo) mientras seguíamos nuestro camino. Me percaté entonces, por primera vez, de que el calzado que llevaba estaba muy desgastado, y de que había incluso un sitio por donde le asomaba la media, como si fuera un capullo.
Salem House era un edificio cuadrado de ladrillo, con dos alas laterales, de paredes desnudas y sin mobiliario. Reinaba en él un silencio tan grande que le dije al señor Mell que seguramente los alumnos habrían salido. Le extrañó que yo no supiera que era época de vacaciones; que todos los muchachos se hallaban en sus hogares; que el señor Creakle, el propietario, estaba veraneando junto al mar con la señora y la señorita Creakle; y que me habían enviado allí antes de que empezaran las clases para castigarme por mi mala conducta. Me explicó todo eso mientras recorríamos el internado.
Contemplé la clase donde me condujo: jamás ningún lugar me había causado tanta impresión de abandono y desolación. Todavía lo veo. Una sala larga, con tres filas de pupitres y seis filas de bancos, rodeada de erizadas perchas para colgar sombreros y pizarras. Fragmentos de viejos cuadernos y de ejercicios se amontonan en el suelo sucio. Se ven algunas cajas de gusanos de seda, fabricadas de idénticos materiales, encima de las mesas. Dos pobres ratoncillos blancos, abandonados por su dueño, suben y bajan de un mohoso castillo de cartón y alambre, mientras sus diminutos ojos colorados buscan por todos los rincones algo que comer. Un pájaro, en el interior de una jaula apenas mayor que él, emite de vez en cuando un ruido de lo más lastimero, dando saltitos en su percha, dos pulgadas arriba, dos pulgadas abajo; pero ni trina ni gorjea. Huele de un modo extraño y malsano, como la pana enmohecida, las manzanas dulces sin ventilar y los libros apolillados. Y no se habrían visto más manchas de tinta si el edificio hubiera carecido de tejado desde su construcción, y la tinta hubiese caído en forma de lluvia, nieve, granizo o ventisca durante todas las estaciones del año.
El señor Mell me había dejado a solas mientras llevaba sus botas sin posibilidad de reparación al piso superior, así que me dirigí silenciosamente al fondo de la clase, observando todos esos detalles a medida que avanzaba. De pronto, sobre uno de los pupitres, encontré un letrero de cartón en el que habían escrito con letra muy hermosa: «Cuidado con él. Muerde».
Me subí inmediatamente a la mesa, temiendo que apareciera un enorme perro bajo ella. Pero, a pesar de mirar asustado en todas direcciones, fui incapaz de descubrir su paradero. Seguía buscando su escondrijo cuando el señor Mell regresó; me preguntó qué hacía allí encaramado.
–Lo siento, señor –respondí–; estoy buscando al perro.
–¿El perro? –exclamó–. ¿Qué perro?
–¿Acaso no es un perro, señor?
–¿Qué es lo que no es un perro?
–El animal con el que debemos tener cuidado, señor. El que muerde.
–No, Copperfield –dijo gravemente–, no es un perro. Se trata de un niño. Copperfield, tengo órdenes de colocar ese cartel en su espalda. Lamento mucho empezar así con usted, pero no me queda otro remedio.
Y, con estas palabras, me bajó de la mesa y me colgó el letrero, fabricado para la ocasión, como si fuera una mochila; y desde entonces tuve el consuelo de llevarlo conmigo dondequiera que fuese.
Nadie puede imaginar cuánto sufrí por culpa de aquel cartel. Siempre imaginaba que alguien lo estaba leyendo, aunque esto fuera imposible. No sentía el menor alivio cuando me daba la vuelta y comprobaba que no había nadie; pues siempre estaba convencido de que alguien me espiaba a mis espaldas. El hombre de la pata de palo, con su crueldad, agudizaba aún más mis sufrimientos. Gozaba de mucha autoridad, y, si me veía apoyado en un árbol, en un muro o en la fachada de la casa, gritaba con voz estentórea desde la puerta de su vivienda:
–¡Eh! ¡Señor Copperfield! Muestre el letrero o tendré que dar parte de ello.
El patio era una explanada de gravilla que comunicaba con la parte trasera del edificio y con las dependencias de los criados. Yo sabía que éstos veían mi cartel, al igual que el carnicero y el panadero; en pocas palabras, que todos los que entraban y salían de la casa, mientras yo estaba allí por la mañana, leían que debían tener cuidado conmigo, porque mordía.
Había una vieja puerta en el patio, donde los alumnos tenían la costumbre de grabar sus nombres. Estaba completamente llena de esa clase de inscripciones. Me atemorizaba tanto el regreso de los muchachos tras las vacaciones que no podía leer un solo apellido sin imaginar en qué tono y con qué énfasis pronunciaría su dueño: «Cuidado con él. Muerde». Uno de los alumnos, un tal J. Steerforth, que había grabado su nombre muchas veces y con incisiones muy profundas, lo leería con voz sonora y luego me tiraría del pelo. Otro muchacho, Tommy Traddles, se reiría de mí y fingiría sentir verdadero miedo. Un tercero, George Demple, lo repetiría cantando. Y yo contemplaba aquella puerta, pobre criatura temblorosa, hasta imaginar que cuantos allí aparecían (había cuarenta y cinco alumnos, según el señor Mell) me evitaban como a un proscrito, gritando cada uno a su manera: «¡Cuidado con él! ¡Muerde!».
Me ocurría lo mismo con los pupitres y los bancos; y con las hileras de camas vacías, que yo miraba a hurtadillas cuando iba a acostarme, o desde mi propio lecho. Recuerdo que soñaba, noche tras noche, que seguía viviendo con mi madre, o que asistía a una fiesta en casa del señor Peggotty, o que viajaba en el pescante de la diligencia, o que volvía a cenar con mi infortunado amigo el camarero; y, en todas esas circunstancias, la gente gritaba y me miraba con sorpresa cuando se percataba de que sólo llevaba encima mi pequeña camisa de dormir y aquel letrero.
Entre la monotonía de mi vida y el continuo temor de que se reanudara el curso, ¡cuán insoportable era mi agonía! Trabajaba todos los días con el señor Mell; y, como no estaban presentes ni el señor ni la señorita Murdstone, realizaba mis numerosas tareas sin tropiezos. Antes y después de mis lecciones, paseaba bajo la vigilancia, como he dicho, del hombre de la pata de palo. Con qué claridad recuerdo la humedad de la casa, las losas agrietadas y cubiertas de musgo del patio, el viejo y agujereado barril donde se recogía el agua de la lluvia, y los troncos descoloridos de algunos árboles, especialmente sombríos, que parecían haber sufrido más las inclemencias del tiempo y no haber podido secar sus ramas al sol. El señor Mell y yo almorzábamos a la una, en uno de los extremos del comedor largo y desnudo, lleno de mesas de pino y con un fuerte olor a grasa. Después, seguíamos haciendo ejercicios hasta la hora del té, que él bebía de una taza azul y yo de un pequeño bote de estaño. El señor Mell trabajaba todo el día, hasta las siete o las ocho de la tarde, sentado en su pupitre de la clase, en compañía de una pluma, un tintero, una regla, un montón de libros y papel de escribir, organizando las cuentas (según descubrí) del último semestre. Una vez que recogía todas sus cosas, al caer la noche, sacaba la flauta; y la tocaba tanto rato, y con tanto sentimiento, que yo tenía la impresión de que también él iba desapareciendo, poco a poco, por la boquilla de su instrumento, antes de esfumarse a través de las llaves.
Me veo, tan pequeño, en aquella estancia débilmente iluminada, con la cabeza apoyada en la mano, escuchando la lúgubre música del señor Mell y estudiando las lecciones del día siguiente. Me veo, con los libros cerrados, escuchando aún la lúgubre música del señor Mell, y recordando con ella lo que antes era mi hogar y cómo soplaba el viento en las llanuras de Yarmouth; y me siento inmensamente triste y solitario. Me veo yendo a dormir a través de corredores vacíos; sentado encima de la cama, llorando desconsolado por Peggotty. Me veo, por la mañana, bajando al piso inferior y mirando por una ventana de la escalera –semejante a una larga y fea hendidura– la campana del colegio suspendida en lo alto del edificio, con una veleta encima; y pienso con espanto cuándo regresarán J. Steerforth y los demás alumnos. Y sólo hay una idea que me aterroriza más: el momento en que el hombre de la pata de palo abra con su llave el oxidado portón para dejar entrar al temible señor Creakle. No creo que yo pudiera resultar un personaje peligroso en ninguna de esas ocasiones; pero en todas ellas llevaría la misma advertencia en la espalda.
El señor Mell apenas hablaba conmigo, pero jamás me trataba con dureza. Supongo que nos hacíamos compañía, sin necesidad de conversar. He olvidado decir que a veces hablaba solo, y sonreía burlón, y cerraba el puño, y hacía rechinar sus dientes, y se tiraba del pelo de un modo inexplicable. Pero él tenía esas peculiaridades; y, a pesar de que al principio me asustaban, no tardé en acostumbrarme a ellas.