David Copperfield

IV Caigo en desgracia

IV

Si la habitación donde trasladaron mi cama tuviese sentimientos y pudiera prestar declaración, yo la citaría hoy mismo (me pregunto quién dormirá ahora en ella) para que testificase cuán grande era mi desconsuelo al entrar en ella. Subí las escaleras sin dejar de oír al perro, que seguía ladrándome desde el patio; dirigí al dormitorio la misma mirada ausente y aturdida que éste pareció dirigirme a mí; me senté con las manos cruzadas y empecé a pensar…

Estuve dando vueltas a las cosas más extrañas: a la forma de la habitación, a las grietas del techo, al empapelado de las paredes, a los defectos del cristal de la ventana que llenaban el paisaje de pequeñas ondulaciones y cavidades, al lavabo con sus tres patas desiguales, cuyo aspecto disgustado me recordaba a la señora Gummidge cuando pensaba en su viejo marido. Entretanto, lloraba sin cesar; y, sin embargo, aunque tenía frío y mi ánimo estaba por los suelos, estoy seguro de que no sabía por qué derramaba tantas lágrimas. Finalmente, en mi desconsuelo, empecé a imaginar que estaba apasionadamente enamorado de la pequeña Emily y que me habían separado de ella para llevarme a un lugar donde nadie parecía quererme o preocuparse por mí, ni la mitad de lo que lo hacía ella. Semejante idea acabó de sumirme en la desesperación, por lo que me acurruqué en una esquina de la cama y lloré hasta quedar dormido.

Me despertó alguien que decía: «¡Aquí está!», al tiempo que destapaba mi cabeza empapada en sudor. Mi madre y Peggotty habían venido a buscarme, así que se trataba de una de ellas.

–Davy –dijo mi madre–. ¿Qué te ocurre?

–Nada –contesté, pues me pareció muy raro que me lo preguntara.

Recuerdo que volví la cabeza para ocultar el temblor de mis labios, que le habrían dado una respuesta mucho más sincera.

–¡Davy! –exclamó ella–. ¡Davy, mi pequeño!

No podría haber pronunciado unas palabras que me conmovieran más. Escondí mis lágrimas bajo las sábanas y, cuando quiso acercarme a ella, la aparté con la mano.

–Esto es obra tuya, Peggotty, ¡mala mujer! –protestó mi madre–. No tengo la menor duda. ¿Cómo puedes tener la conciencia tranquila después de haber puesto a mi hijo en contra mía, o de alguien muy querido por mí? ¿Qué pretendes con ello?

La pobre Peggotty, levantando sus manos y sus ojos, respondió con una especie de paráfrasis de la oración que yo solía decir después de la cena:

–Que el Señor la perdone, señora Copperfield, y que jamás tenga que lamentar de veras lo que acaba de decir.

–Es para volverse loca –dijo mi madre–. ¡Y en mi luna de miel! Cuando incluso el peor de los enemigos respetaría mi paz y mi felicidad. ¡Eres malo, Davy! ¡Y tú una desagradecida, Peggotty! ¡Dios mío! –exclamó irritada, dirigiéndose unas veces a Peggotty y otras a mí–. ¡Qué complicada es la vida! Ahora que yo esperaba que todo fuera tan bien…

Sentí el contacto de una mano que no era ni de Peggotty ni de mi madre, y me deslicé fuera de la cama. Era la mano del señor Murdstone, que sujetó mi brazo mientras decía:

–¿Qué sucede? Clara, amor mío, ¿has olvidado lo que hablamos? ¡Firmeza, querida!

–Lo siento mucho, Edward –se disculpó mi madre–. Quería hacer las cosas bien, pero estoy tan disgustada…

–¿De veras? –exclamó el señor Murdstone–. No me agrada oírte decir eso tan pronto.

–Me refiero a que es muy duro verme contrariada así en estos momentos –dijo mi madre, haciendo un mohín–. Es… muy duro, ¿no te parece?

Él la atrajo hacia sí, le susurró algo al oído y la besó. Y entonces comprendí, al ver que mi madre apoyaba la cabeza en su hombro y acariciaba su cuello con el brazo, que el señor Murdstone podría moldear a su antojo el carácter de mi madre, siempre tan dúctil. Y lo comprendí con la misma claridad con que lo sé ahora.

–Puedes volver a la sala, mi amor –señaló él–. David y yo bajaremos juntos.

Despidió a mi madre con una sonrisa y, cuando ésta se hubo marchado, se volvió hacia Peggotty con rostro sombrío.

–Amiga mía, ¿acaso no sabe cómo se llama su señora? –le preguntó.

–He estado tanto tiempo a su servicio que debería saberlo –respondió Peggotty.

–En efecto –dijo el señor Murdstone–. Sin embargo, cuando subía por las escaleras me ha parecido oír que se dirigía a ella por un apellido que no le pertenece. Ya sabe que ahora lleva el mío. ¿Podrá recordarlo?

Peggotty, después de lanzarme una mirada de inquietud, salió de la habitación sin responder, haciendo una pequeña reverencia; supongo que sabía que era eso lo que se esperaba de ella y no encontró la menor excusa para quedarse. En cuanto nos quedamos los dos solos, el señor Murdstone cerró la puerta, se sentó en una silla y, colocándome delante de él, me miró fijamente. Sentí que mis ojos se clavaban con la misma intensidad en los suyos. Siempre que recuerdo aquella escena, los dos frente a frente, creo oír los latidos de mi corazón, cada vez más intensos y acelerados.

–David –me dijo, apretando los labios hasta convertirlos en una delgada línea–, cuando he de tratar con un caballo o con un perro muy obstinados, ¿qué crees que hago?

–No lo sé.

–Les pego.

Yo había respondido con una especie de susurro entrecortado, pero ahora sentí, en medio de mi silencio, que me faltaba el aire.

–Les pego hasta que se estremecen de dolor. Me repito a mí mismo: «Dominaré a este animal»; y te aseguro que lo conseguiría aunque para ello tuvieran que perder toda su sangre. ¿Qué tienes en la cara?

–Suciedad –contesté.

Él sabía tan bien como yo que eran las huellas de mis lágrimas. Y, sin embargo, aunque me lo hubiera preguntado veinte veces, cada una de ellas acompañada de veinte golpes, creo que mi pequeño corazón se habría roto antes de reconocer la verdad.

–Eres muy inteligente para tu edad –afirmó con la sonrisa siniestra que le caracterizaba–, y veo que me comprendes muy bien. Lávate la cara, caballero, y baja conmigo.

Señaló el lavabo que me había traído a la memoria a la señora Gummidge, mientras hacía un gesto con la cabeza para que le obedeciera en seguida. Apenas tuve alguna duda entonces, y aún menos las tengo ahora: de haber vacilado en seguir sus órdenes, me habría pegado sin el menor escrúpulo.

Cuando hice lo que me pedía, el señor Murdstone me condujo a la sala.

–Clara, querida –dijo sin soltar mi brazo–; confío en que no volverán a importunarte. No tardaremos en corregir su joven carácter.

Bien sabe Dios que si me hubiera hablado con amabilidad en aquellos momentos, yo habría podido ser mejor e incluso convertirme en una criatura diferente para el resto de mi vida. Unas palabras de aliento y de explicación, unas palabras de piedad para mi ignorancia infantil, unas palabras de bienvenida que me tranquilizaran y me ayudaran a sentir que aquél era mi hogar, podrían haber conseguido que le obedeciera de todo corazón, sin hipocresía, y que, en lugar de odiarle, le respetara. Tuve la impresión de que a mi madre le dolía verme en medio de la sala tan confuso y atemorizado y, cuando me senté silenciosamente en una silla, me siguió con una mirada todavía más triste, como si echara de menos la antigua libertad de mis pasos infantiles. Pero nadie pronunció esas palabras, y después fue demasiado tarde.

Cenamos los tres solos. El señor Murdstone parecía muy enamorado de mi madre (sin que eso aumentara mi simpatía por él) y ella le correspondía. Deduje de su conversación que una hermana mayor de él iba a instalarse en casa y que esperaban su llegada aquella misma tarde. No recuerdo si descubrí entonces o más adelante que, aunque no intervenía activamente en ningún negocio, tenía una participación o percibía una cantidad anual de los beneficios de una vinatería de Londres, vinculada a su familia desde los tiempos de su bisabuelo, y en la que su hermana tenía un interés similar; en cualquier caso, lo menciono ahora.

Después de la cena, mientras estábamos sentados junto a la chimenea y yo soñaba en reunirme con Peggotty, sin atreverme a escapar de allí por no contrariar al dueño de la casa, un coche se detuvo en la entrada del jardín, y el señor Murdstone salió a recibir al visitante. Mi madre fue tras él. De pronto, al llegar a la puerta de la sala, en medio de la penumbra, ella se volvió hacia mí –yo la seguía tímidamente– y, cogiéndome en sus brazos como hacía antes, me dijo entre susurros que tenía que querer a mi nuevo padre y obedecerle. Hizo esto con mucha ternura, aunque sigilosa y apresuradamente, como si cometiera un delito. Me dio entonces la mano por detrás de la espalda y retuvo la mía hasta que nos acercamos al lugar del jardín donde estaba el señor Murdstone; allí soltó mi mano y cogió su brazo.

La recién llegada era la señorita Murdstone, una dama de aspecto verdaderamente sombrío. Era tan morena como su hermano, y tanto su rostro como su voz se parecían muchísimo a los de éste; tenía unas cejas muy espesas que casi se juntaban sobre su enorme nariz, como si, al impedirle su sexo llevar patillas, hubiera decidido lucirlas allí. Traía con ella dos rígidos baúles de color negro, con sus iniciales de latón clavadas en la tapa. Cuando pagó al cochero el importe del viaje, sacó el dinero de un portamonedas de metal; volvió a guardar éste en un bolso que colgaba de su brazo con una pesada cadena, como si fuera una pequeña prisión, y lo cerró de golpe, al igual que si diera una dentellada. Jamás había conocido hasta entonces a una dama tan metálica como la señorita Murdstone.

Fue conducida al salón entre grandes muestras de bienvenida y, una vez allí, saludó formalmente a mi madre como a un familiar nuevo y muy cercano. Después dirigió su mirada hacia mí y preguntó:

–¿Es ése tu hijo, querida cuñada?

Mi madre contestó que sí.

–Por lo general, no me gustan los niños –exclamó la señora Murdstone–. ¿Cómo estás, muchacho?

En aquellas circunstancias tan alentadoras, respondí que estaba muy bien y que confiaba en que también lo estuviera ella; pero lo dije con tan poco entusiasmo que la señorita Murdstone me juzgó en dos palabras:

–¡Necesita educación!

Y, después de pronunciar esto con mucha claridad, rogó que la acompañaran a su habitación, que desde entonces se convirtió en un lugar aterrador para mí, en el que nunca se veían abiertos los baúles negros; una o dos veces, al asomar mi cabeza en ausencia de su dueña, vi un formidable despliegue de cadenitas y remaches de metal, que servían a la señorita Murdstone para acicalarse y que solían colgar del espejo.

Creí entender que había venido para siempre y no tenía la menor intención de marcharse. A la mañana siguiente empezó a «ayudar» a mi madre, y pasó todo el día entrando y saliendo de la despensa, poniendo orden y cambiando las cosas de lugar. Una de las primeras peculiaridades que observé en la señorita Murdstone fue que vivía obsesionada por la sospecha de que las criadas tenían escondido a un hombre en algún rincón de la casa. Bajo la influencia de esta idea descabellada, registraba la carbonera a las horas más intempestivas, y rara vez abría la puerta de un armario oscuro sin volver a cerrarla de golpe, convencida de que lo había atrapado.

A pesar de que no había nada de etéreo en la señorita Murdstone, era tan madrugadora como una alondra. Se levantaba mucho antes de que los demás empezaran a desperezarse (sigo creyendo que para buscar al hombre). Peggotty opinaba que incluso dormía con un ojo abierto; pero yo disentía, pues, al intentar seguir su ejemplo, comprobé que resultaba imposible.

Al día siguiente de su llegada, salió de la cama y tocó la campanilla al rayar el alba. Cuando mi madre bajó a desayunar y se puso a preparar el té, la señorita Murdstone le dio una especie de picotazo en la mejilla, que para ella era lo más parecido a un beso.

–Clara, querida –empezó a decir–, ya sabes que he venido aquí para ayudarte en todo lo que sea posible. Eres demasiado bonita y atolondrada –mi madre se ruborizó, pero rompió a reír como si esas palabras no le disgustaran– para cargar con unas responsabilidades que puedo asumir yo. Si tienes la bondad de darme tus llaves, me ocuparé en el futuro de esos asuntos.

A partir de entonces, la señorita Murdstone guardó las llaves en su bolsito-prisión durante el día y bajo la almohada durante la noche; y mi madre tuvo el mismo acceso a ellas que pudiera tener yo.

Sin embargo, no fue desposeída de su autoridad sin una sombra de protesta. Una noche en que la señorita Murdstone había estado explicando a su hermano ciertos proyectos relacionados con la casa, a los que él daba su beneplácito, mi madre se echó de pronto a llorar y afirmó que podrían haberle consultado a ella.

–¡Clara! –protestó el señor Murdstone con severidad–. ¡No te entiendo, Clara!

–Está bien que te sorprendas, Edward –respondió mi madre–; está bien que hables de firmeza, pero a ti tampoco te gustaría que te hicieran esto.

Debo decir que la «firmeza» era la cualidad que más valoraban el señor y la señorita Murdstone. No sé cómo habría explicado entonces ese concepto, si me lo hubieran preguntado, pero lo cierto es que ya comprendía, a mi manera, que era sinónimo de tiranía, así como de un humor sombrío, arrogante y diabólico, común a los dos hermanos. Su doctrina, tal como hoy la definiría, era la siguiente: el señor Murdstone era un hombre de gran firmeza; nadie de su esfera podía ser tan firme como él; nadie de su esfera podía mostrar la menor firmeza, pues todo el mundo tenía que doblegarse ante él. La señorita Murdstone constituía una excepción. podía ser firme, pero sólo por su parentesco, y en un grado inferior y subordinado. Mi madre era otra excepción. podía ser firme, y debía serlo; pero sólo para someterse a la firmeza de ellos, creyendo firmemente que no existía otra firmeza sobre la tierra.

–Es muy duro que en mi propio hogar… –empezó a decir mi madre.

–¿ propio hogar? –repitió el señor Murdstone–. ¡Clara!

– propio hogar, quería decir –balbuceó mi madre, visiblemente asustada–. Ya me entiendes, Edward… Es muy duro que en propio hogar yo no pueda intervenir en los asuntos domésticos. Estoy convencida de que llevaba muy bien la casa antes de convertirme en tu esposa. Y tengo testigos –continuó entre sollozos–; pregúntale a Peggotty si no hacía las cosas bien cuando nadie se entrometía.

–Pongamos fin a todo esto, Edward –exclamó la señorita Murdstone–. Me marcharé mañana.

–Jane Murdstone –dijo su hermano–, ¡cállate! ¿Cómo te atreves a hablar así? Tus palabras reflejan que no me conoces.

–No quiero que nadie se vaya –siguió diciendo mi pobre madre, en clara desventaja y con los ojos anegados en llanto–. Me sentiría muy desgraciada si alguien lo hiciera. No pido mucho. Soy una persona razonable. Únicamente me gustaría que se consultara conmigo de vez en cuando. Estoy muy agradecida a cuantos me ayudan; sólo deseo que a veces se pida mi opinión, por cortesía. Antes te agradaba mi juventud e inexperiencia, Edward… o eso me dijiste. Sin embargo, ahora pareces odiarme por ello; eres tan estricto…

–Pongamos fin a esto, Edward –repitió la señorita Murdstone–. Me marcharé mañana.

–Jane Murdstone –bramó su hermano–. ¿Quieres callarte de una vez? ¿Cómo te atreves a hablar así?

La señorita Murdstone sacó el pañuelo de su pequeña prisión y se tapó los ojos.

–Clara –continuó el señor Murdstone, mirando a mi madre–, ¡cuánto me sorprendes! ¡Me dejas atónito! Es cierto que me satisfacía casarme con una mujer ingenua y sin experiencia, y la idea de formar su carácter e inculcar en ella un poco de esa firmeza y resolución tan necesarias. Pero cuando veo lo desagradecida que se muestra esa persona con Jane Murdstone, que ha tenido la bondad de venir a ayudarme en ese empeño y de realizar, en atención a mí, funciones más propias de un ama de llaves…

–Oh, Edward, te lo ruego –exclamó mi madre–; no me acuses de ingrata. Sé que no lo soy. Jamás me han reprochado una cosa así. Tengo muchos defectos, pero ése no. ¡Por favor, amor mío!

–Cuando veo con qué ruindad correspondes a Jane Murdstone –prosiguió mi padrastro, después de esperar a que mi madre se callara–, aquel sentimiento mío se altera y enfría.

–¡No digas eso, amor mío! –imploró mi madre con voz lastimera–. ¡Por favor, querido Edward! No puedo soportarlo. Sean cuales sean mis defectos, soy una persona afectuosa. Sé que soy afectuosa. Si no tuviera la certeza de serlo, no lo diría. Pregúntale a Peggotty. Estoy convencida de que te dirá que soy afectuosa…

–No existe debilidad alguna, Clara –repuso el señor Murdstone–, que a mi juicio pueda tener el menor valor. Es inútil que hables así.

–Por favor, seamos amigos –suplicó mi madre–; sería incapaz de vivir rodeada de frialdad o incomprensión. Lo lamento, Edward. Tengo muchos defectos, lo sé; demuestras una gran bondad al intentar, con tu entereza, corregirlos. Jane, no tengo nada que objetar. Me partiría el corazón que pensaras en marcharte.

Mi madre estaba demasiado emocionada para continuar.

–Jane –dijo el señor Murdstone a su hermana–, no es frecuente que entre nosotros crucemos palabras tan duras. No es culpa mía si esta noche ha ocurrido algo tan excepcional; otra persona me empujó a ello. Tampoco es culpa tuya; otra persona te empujó a ello. Procuremos olvidarlo los dos. Y como esta escena no es nada edificante para un niño –añadió después de tan magnánimas palabras–, David, ¡vete a la cama!

Las lágrimas me cegaban y a duras penas encontré la puerta. ¡Me entristecía tanto el dolor de mi madre! Pero salí a tientas de allí y subí a mi dormitorio, en la penumbra, sin ánimo suficiente para dar las buenas noches a Peggotty o para pedirle una vela. Una hora después, cuando subió a verme, me desperté. Peggotty me contó que mi madre se había acostado indispuesta y que el señor y la señorita Murdstone se habían quedado a solas.

A la mañana siguiente bajé más temprano que de costumbre y, al oír la voz de mi madre, me detuve ante la puerta del gabinete. Estaba pidiendo humildemente perdón a la señorita Murdstone, quien aceptaba sus disculpas, y la reconciliación fue perfecta. A partir de aquel día, jamás oí a mi madre expresar una opinión sin consultar antes con la señorita Murdstone, o sin saber con absoluta certeza lo que ésta pensaba; y, siempre que la señorita Murdstone se irritaba (lo que era una debilidad en ella) y hacía ademán de coger el bolso para sacar las llaves y devolverlas, mi madre la miraba aterrorizada.

La vena tenebrosa que los Murdstone llevaban en la sangre ensombrecía también su religión, que era austera y terrible. Después he pensado que si adoptó ese carácter fue como consecuencia lógica de la firmeza del señor Murdstone, que no podía consentir que nadie se librara de los castigos más severos, en cuanto encontraba el menor pretexto. En cualquier caso, recuerdo bien los rostros lúgubres con que íbamos a la iglesia y el aire tan cambiado que presentaba aquel lugar. Vuelve a acudir a mi memoria el temido domingo: me veo entrando en fila india en nuestro viejo banco, como un cautivo al que condujeran al oficio de los condenados. Vuelvo a ver a la señorita Murdstone, que me sigue de cerca, con un vestido de terciopelo negro que parece haber hecho de un paño mortuorio; mi madre va tras ella; después, su marido. Peggotty no nos acompaña como en los viejos tiempos. Vuelvo a oír cómo la señorita Murdstone murmura las respuestas y recalca las palabras más estremecedoras con despiadado placer. Vuelvo a percibir cómo sus ojos negros recorren la iglesia cuando pronuncia las palabras «miserables pecadores», igual que si se refiriera a todos los miembros de la congregación. Vuelvo a mirar con disimulo a mi madre, que mueve tímidamente los labios entre los dos hermanos, mientras las plegarias de éstos retumban en sus oídos como un trueno lejano. Vuelvo a preguntarme con repentino terror si nuestro bondadoso y anciano clérigo puede estar equivocado y el señor y la señorita Murdstone tener razón, y si todos los ángeles del Cielo no serán ángeles exterminadores. Vuelvo a sentir cómo la señorita Murdstone, si muevo un dedo o un músculo de mi cara se relaja, me golpea con el libro de oraciones, dejándome el costado dolorido.

Sí, y vuelvo a advertir que, cuando regresamos a casa, algunos vecinos nos contemplan a mi madre y a mí, sin dejar de cuchichear. Mientras los tres caminan del brazo y yo me quedo rezagado, vuelvo a seguir algunas de aquellas miradas, y me pregunto si el paso de mi madre ya no es tan ligero como antes y si las preocupaciones han restado lozanía a su belleza. Vuelvo a pensar si los vecinos recordarán, al igual que yo, cómo antes volvíamos a casa los dos juntos; y paso todo el día torturándome neciamente con esas cosas.

En varias ocasiones se había hablado de enviarme a un internado. El señor y la señorita Murdstone lo habían propuesto y, como es natural, mi madre había estado de acuerdo con ellos. Nada, sin embargo, se había decidido al respecto. Entretanto, yo estudiaba en casa.

¿Podré olvidar algún día aquellas lecciones? En teoría, mi madre se encargaba de ellas, pero lo cierto es que el señor Murdstone y su hermana se hallaban siempre presentes, y las consideraban una buena ocasión para instruir a mi madre en su mal llamada firmeza, que se había convertido en la maldición de nuestras vidas. Creo que era el único motivo por el que me retenían en casa. Cuando mi madre y yo vivíamos solos, había mostrado bastante facilidad y buena disposición para el estudio. Recuerdo vagamente cómo aprendí el alfabeto sentado en sus rodillas. Todavía hoy, al mirar las grandes letras negras de la cartilla, siento con la misma intensidad de entonces la sorprendente novedad de sus formas y la inocente sencillez de la O, de la Q y de la S. Pero no me inspiran antipatía o aversión. Al contrario: tengo la impresión de haber caminado por un sendero cubierto de flores hasta llegar al libro de los cocodrilos, animado siempre por la voz y los ademanes dulces de mi madre. Recuerdo, en cambio, las solemnes lecciones que vinieron después, cual golpe mortal a mi sosiego, un verdadero calvario cotidiano. Eran interminables, muy numerosas y muy difíciles (algunas completamente ininteligibles) y, por lo general, tan desconcertantes para mí como para mi pobre madre.

Intentaré rememorar cómo transcurrían aquellas mañanas.

Después de tomar el desayuno, entro en el gabinete con mis libros, un cuaderno y una pizarra. Mi madre me espera delante de su escritorio, aunque no tan impaciente como el señor Murdstone, que finge leer junto a la ventana, o la señorita Murdstone, que enhebra cuentas de metal sentada junto a ella. La sola visión de estas dos personas ejerce tal influencia sobre mí que empiezo a sentir cómo desaparecen de mi cabeza las palabras que tanto me ha costado aprender; quisiera saber adónde irán a parar.

Entrego el primer libro a mi madre. Quizá sea una gramática, un manual de Historia o de Geografía. Dirijo una última mirada de desesperación a la página, cuando ella lo coge, y recito a gran velocidad mientras todo sigue fresco en mi memoria. Me equivoco en una palabra. El señor Murdstone levanta la vista. Me equivoco en otra. La señorita Murdstone levanta la vista. Me pongo colorado, me equivoco en media docena de palabras más y enmudezco. Creo que mi madre me dejaría mirar en el libro, si tuviera valor para hacerlo; pero no es así.

–¡Ay, Davy, Davy! –exclama con ternura.

–Vamos, Clara –dice el señor Murdstone–. Tienes que mostrarte firme con el muchacho. No digas: «¡Ay, Davy, Davy!». Es pueril. O sabe su lección o no la sabe.

– la sabe –interrumpe su hermana, en tono amenazante.

–Me temo que no la sabe –señala mi madre.

–Entonces, Clara –afirma la señorita Murdstone–, deberías devolverle el libro y obligarle a que lo estudiara.

–Sí, querida Jane; por supuesto –contesta mi madre–. Es lo que pensaba hacer. Inténtalo de nuevo, Davy, y procura no ser tan torpe.

Obedezco la primera parte de su mandato y pruebo otra vez, pero no tengo tanta suerte con la segunda, pues soy muy estúpido. Vuelvo a armarme un lío antes de llegar al punto en el que antes cometí el error y me paro a reflexionar. Pero no puedo concentrarme en la lección. Me resulta imposible. Pienso en cuántas yardas de tul tendrá la cofia de la señorita Murdstone, en el precio del batín de su hermano o en alguna otra cosa igual de absurda, que ni es de mi incumbencia ni tengo el menor interés en conocer. El señor Murdstone hace un gesto de impaciencia que llevo esperando mucho tiempo. La señorita Murdstone le imita. Mi madre les dirige una mirada sumisa, cierra el libro y lo deja a un lado, como trabajo pendiente; sé que tendré que hacerlo cuando acabe el resto de mis tareas.

Las lecciones que he de volver a estudiar forman una pila que crece como una bola de nieve. Cuanto más grande es, más torpe me vuelvo. El caso es desesperado, y siento cómo me hundo en un barrizal de necedades, así que renuncio a la idea de salir bien parado y me abandono a mi destino. El desconsuelo con que nos miramos mi madre y yo, cada vez que me equivoco, es realmente patético. Pero el momento más dramático es cuando mi madre (convencida de que nadie la observa) trata de soplarme la lección, moviendo los labios. Al instante la señorita Murdstone, que ha esperado con impaciencia ese momento, la llama al orden con voz grave:

–¡Clara!

Mi madre da un respingo, se sonroja y sonríe débilmente. El señor Murdstone se levanta de la silla, coge el libro, me lo tira a la cara o me golpea con él las orejas, y me saca del gabinete sujetándome por los hombros.

Pero cuando termino de repetir las lecciones llega lo peor, bajo la forma de un problema espantoso. El señor Murdstone es quien lo ha inventado para mí, y me lo dicta personalmente:

–Si voy a una quesería y compro cinco mil quesos de Gloucester a cuatro peniques y medio cada uno, al contado…

La señorita Murdstone no puede evitar regocijarse en secreto. Me rompo la cabeza con los quesos, sin el menor resultado, hasta la hora del almuerzo. La suciedad de la pizarra se ha metido por entonces en los poros de mi piel, convirtiéndome en un verdadero mulato, así que me dan una rebanada de pan para ayudarme a digerir los quesos, y me quedo castigado el resto de la tarde.

Mi impresión, después de tantos años, es que casi todas aquellas desdichadas lecciones acababan así. Yo habría sido un buen alumno si no hubiera sido por los Murdstone; pero la influencia que ellos ejercían sobre mí era similar a la de dos serpientes sobre un pobre pajarillo. Incluso los días en que lograba salir bastante airoso por la mañana, lo único que ganaba con ello era la comida; pues la señorita Murdstone no podía soportar verme sin tarea y, cuando yo cometía la imprudencia de mostrar que estaba desocupado, se apresuraba a llamar la atención de su hermano.

–No hay nada como el trabajo, querida Clara –exclamaba para que éste se fijara en mí–; ponle algún ejercicio a tu hijo.

Y de ese modo conseguía que me obligaran a estudiar más. Apenas si podía jugar con otros niños de mi edad, pues la siniestra teología de los Murdstone los consideraba un hatajo de pequeñas víboras (aunque hace mucho tiempo hubo un Niño sentado en medio de sus Discípulos), y afirmaban que se corrompían los unos a los otros.

El resultado lógico de semejante trato, que duró, según creo, alrededor de seis meses, fue convertirme en un muchacho triste, taciturno y obstinado. Contribuyó, asimismo, a ello el sentimiento de verme cada día más alejado de mi madre. Creo que me habría embrutecido casi por completo de no haber sido por una circunstancia.

Mi padre había dejado en un pequeño cuarto del piso superior, al que yo tenía acceso por estar junto a mi dormitorio, una pequeña colección de libros en la que nadie había reparado. De aquella bendita habitación salieron , , , , , y , en hueste gloriosa, para hacerme compañía. Ellos –así como y los – mantuvieron despierta mi imaginación y mi esperanza de una vida mejor; y no pudieron causarme el menor daño, pues, de existir algún mal en ellos, yo lo desconocía. Todavía ahora me asombra pensar cómo encontraba tiempo para leer aquellos libros, en medio de mis pesadas tareas y de mis tropiezos. Me resulta curioso que pudieran consolarme de mis pequeños problemas (que para mí eran muy grandes), al permitirme encarnar a mis personajes favoritos e identificar al señor y a la señorita Murdstone con todos sus malvados. Fui Tom Jones toda una semana (Tom Jones niño, una criatura inofensiva). Fui mi propia versión de Roderick Random un mes seguido. Leía con avidez los escasos volúmenes de viajes y expediciones –no recuerdo exactamente cuáles– que había en las estanterías; y, durante muchos días, recuerdo haber recorrido mi zona secreta de la casa armado con la pieza central de un viejo juego de hormas de zapatos, creyéndome la encarnación más perfecta del capitán Mengano, de la Armada Real Británica, en peligro de ser atacado por una tribu de salvajes y decidido a vender bien cara su vida. El capitán jamás perdía su dignidad, aunque le golpearan las orejas con una gramática latina. Yo sí; pero el capitán era un capitán y un héroe a pesar de todas las gramáticas de todas las lenguas del mundo, vivas o muertas.

Y ése fue mi único y constante consuelo. Cuando pienso en ello, rememoro una tarde de verano en que, mientras los demás niños jugaban en el cementerio, yo leía sentado encima de la cama, como si me fuera la vida en ello. Todos los graneros de la vecindad, todas las piedras de la iglesia, todos los rincones del cementerio estaban asociados en mi imaginación, por algún motivo, a aquellos libros y representaban los lugares más famosos de mis lecturas. Vi a Tom Pipes trepar hasta el campanario de la iglesia; vi a Strap, con su morral a la espalda, detenerse a descansar junto al postigo; y estoy seguro de que el comodoro Trunnion celebraba sus reuniones con el señor Pickle en una sala de la taberna de nuestra aldea.

El lector puede comprender ahora, tan bien como yo, qué clase de muchacho era al llegar a este punto de mi juvenil historia.

Una mañana, al entrar en el gabinete con mis libros, percibí cierta inquietud en el rostro de mi madre; la señorita Murdstone me contempló con su habitual severidad y su hermano, que estaba atando algo en el extremo de una vara, delgada y flexible, empezó a chasquear y a blandir ésta en el aire.

–Debes saber, Clara –dijo el señor Murdstone–, que a mí me azotaron a menudo.

–Es natural –asintió su hermana.

–Desde luego, mi querida Jane –balbució mi madre, sumisa–; pero ¿creéis que fue beneficioso para Edward?

–¿Acaso piensas que fue perjudicial, Clara? –preguntó el señor Murdstone, gravemente.

–Ésa es la cuestión –exclamó la señorita Murdstone.

–Por supuesto, querida Jane –repuso mi madre, abandonando la discusión.

Comprendí con temor que aquel diálogo me afectaba personalmente y busqué los ojos del señor Murdstone, que se clavaron en los míos.

–Y ahora, David –afirmó, y volví a percibir en él su estrabismo–, es preciso que hoy tengas más cuidado que otros días.

Blandió y chasqueó de nuevo la vara con aire amenazador y, una vez terminados sus preparativos, la colocó junto a él –con mirada expresiva– y cogió su libro.

Era una buena manera de estimular mi presencia de ánimo, antes de comenzar. Sentí que las palabras de la lección se borraban de mi memoria, pero no una a una, o línea a línea, sino por páginas enteras. Intenté retenerlas; pero parecían haberse puesto patines, por expresarlo de algún modo, para alejarse de mí a una velocidad imposible de controlar.

Empezamos mal y continuamos peor. Yo había entrado allí convencido de que ese día me felicitarían, pues creía estar muy bien preparado; mas no tardé en darme cuenta de mi error. Uno tras otro, los libros fueron amontonándose en el lado de los fracasos, sin que la señorita Murdstone nos quitara la vista de encima. Y, cuando llegamos a los cinco mil quesos (aunque ese día recuerdo que los convirtió en varas), mi madre rompió a llorar.

–¡Clara! –dijo la señorita Murdstone, con aire reprobador.

–Creo que no me encuentro demasiado bien, querida Jane –se disculpó mi madre.

Vi cómo el señor Murdstone dirigía una mirada solemne a su hermana, mientras se levantaba de la silla con la vara en la mano.

–Está bien, Jane –exclamó–; no podemos esperar que Clara tenga la firmeza de carácter suficiente para soportar el dolor y el tormento que David le ha ocasionado hoy. Sería un caso de verdadero estoicismo. Clara ha progresado mucho, pero sería pedirle demasiado. David, muchacho, iremos juntos arriba.

Cuando salíamos del gabinete, mi madre corrió hacia nosotros.

–¡Clara! –protestó la señorita Murdstone, interponiéndose en su camino– ¿Has perdido el juicio?

Vi cómo mi madre se tapaba entonces los oídos y empezaba a llorar.

El señor Murdstone me condujo a mi cuarto con paso lento y majestuoso –pues estoy convencido de que le complacía aquella manera tan ceremoniosa de hacer justicia– y, cuando llegamos allí, me retorció de pronto la cabeza y la sujetó bajo su brazo.

–¡Señor Murdstone! ¡Por favor! –le supliqué–. ¡No me pegue, se lo ruego! He intentado aprender, señor, pero no soy capaz de hacerlo si están delante usted y la señorita Murdstone.

–¿De veras que no eres capaz, Davy? –exclamó–. ¡Ya lo veremos!

Tenía mi cabeza aprisionada como en un banco de carpintero, pero conseguí de algún modo volverme y detenerlo unos instantes, mientras le pedía que no me pegase. No tardó en golpearme con fuerza, al tiempo que yo mordía la mano con que me sujetaba hasta hacerle sangre. Todavía me rechinan los dientes cuando recuerdo la escena.

Entonces me azotó como si quisiera matarme. A pesar del estrépito que armábamos, oí a mi madre y a Peggotty correr escaleras arriba, gritando y llorando. Después, se marchó y cerró la puerta con llave; yo me quedé tendido en el suelo, acalorado y febril, maltrecho y dolorido, rabioso ante mi impotencia.

¡Qué bien recuerdo la extraña quietud que parecía reinar en la casa cuando logré tranquilizarme! ¡Qué bien recuerdo lo despreciable que me sentí cuando mi cólera y mi dolor empezaron a calmarse!

Estuve mucho tiempo escuchando, pero no oí el menor ruido. Me levanté con dificultad del suelo y me miré en el espejo; tenía el rostro tan enrojecido, hinchado y feo que casi me asusté. Sentía un dolor lacerante allí donde el señor Murdstone me había azotado, pero no era nada comparado con mi sentimiento de culpa: una carga más penosa sobre mi conciencia que si hubiera sido el peor de los criminales.

Había empezado a oscurecer y yo había cerrado la ventana (después de pasarme casi todo el tiempo con la cabeza apoyada en el alféizar, llorando, dormitando y contemplando lánguidamente el exterior), cuando oí girar la llave de la puerta; la señorita Murdstone entró con un poco de pan con carne y un tazón de leche. Los dejó sobre la mesa sin decir palabra, mientras clavaba sus ojos en mí, con ejemplar firmeza; luego se retiró, echando nuevamente la llave.

Seguí sentado en el mismo lugar mucho tiempo después de que anocheciera, con la esperanza de que viniera alguien más. Cuando comprendí que era muy poco probable, me quité la ropa y me acosté; empecé a pensar con temor qué harían conmigo. ¿Habría cometido un delito? ¿Me meterían en la cárcel? ¿Correría el peligro de ser ahorcado?

Jamás olvidaré mi despertar al día siguiente: la alegría y el bienestar que sentí en un primer momento hasta que el peso abrumador de mis recuerdos cayó como un mazazo sobre mí. La señorita Murdstone reapareció antes de que yo me levantara de la cama. Se limitó a decir que tenía libertad para pasear por el jardín, tan sólo media hora, y se marchó dejando la puerta abierta, a fin de que pudiera disfrutar del permiso.

Así lo hice, y no sólo aquel día sino todos los de mi encierro, que duró cinco días. Si hubiera podido estar a solas con mi madre, me habría arrodillado ante ella para pedirle perdón; pero, durante todo ese tiempo, no vi más que a la señorita Murdstone, excepto por las tardes cuando nos reuníamos para rezar en el gabinete. Mi carcelera me conducía allí cuando todos los demás habían ocupado sus lugares; me dejaba cerca de la puerta solo, como si fuera un joven proscrito; y me sacaba solemnemente de la estancia, mientras los demás seguían arrodillados en actitud piadosa. Lo único que pude advertir es que mi madre se encontraba lo más lejos posible de mí y con el rostro vuelto hacia otro lado, lo que me impedía verla; y que la mano del señor Murdstone estaba envuelta en un gran vendaje.

Sería incapaz de explicar con palabras lo interminables que fueron para mí esos días. En mi memoria, parecen años. Recuerdo cómo escuchaba lo que ocurría en la casa y resultaba audible para mí; el sonido de las campanillas, el abrir y cerrar de puertas, el murmullo de voces, las pisadas en la escalera; las risas, silbidos y canciones que llegaban del exterior y que, en medio de mi soledad y de mi deshonra, me llenaban de tristeza; el paso incierto de las horas, especialmente de noche, cuando me despertaba creyendo que había amanecido y me percataba de que mi familia aún no se había acostado y de que una noche interminable se abría ante mí; los sueños tan angustiados y las pesadillas que tenía; la llegada de la aurora, del mediodía, de la tarde y del anochecer, cuando los niños jugaban en el cementerio, y yo los contemplaba desde mi cuarto, sin acercarme demasiado a la ventana, avergonzado de que pudieran verme y supieran que estaba prisionero; la sensación extraña de no oír jamás mi propia voz; los momentos fugaces en que sentía algo parecido a la alegría, que llegaban con la comida y la bebida para luego desaparecer con ellas; la lluvia que empezó a caer una noche, y el olor a tierra fresca, y cómo diluvió cada vez más fuerte, entre mi ventana y la iglesia, hasta que el agua y la oscuridad creciente me sumieron en el pesimismo, el arrepentimiento y el miedo. Y todas esas sensaciones quedaron tan vivamente grabadas en mi memoria que mi impresión es que duraron años, en lugar de días.

La última noche de mi encierro, me desperté al oír que alguien susurraba mi nombre. Me incorporé bruscamente en la cama.

–¿Eres tú, Peggotty? –pregunté, extendiendo mis brazos en la oscuridad.

No hubo una respuesta inmediata; pero en seguida volvieron a pronunciar mi nombre, en un tono tan terrible y misterioso que, de no haber comprendido que me hablaban por el ojo de la cerradura, me habría desmayado de miedo.

Avancé a tientas hasta la puerta.

–¿Eres tú, querida Peggotty? –repetí quedamente, con los labios en el ojo de la cerradura.

–Sí, Davy, tesoro mío –contestó–. Pero tiene que ser tan silencioso como un ratón, o el gato nos oirá.

Comprendí que se refería a la señorita Murdstone, y fui consciente del peligro de la situación: su dormitorio estaba junto al mío.

–¿Cómo se encuentra mamá, querida Peggotty? ¿Está muy enfadada conmigo?

Me di cuenta de que Peggotty y yo nos habíamos puesto a llorar, muy bajito, cada uno a un lado de la puerta.

–No, no mucho –se apresuró a responder.

–¿Qué van a hacer conmigo, Peggotty? ¿Lo sabes?

–Un internado… cerca de Londres –fue su respuesta.

Me vi obligado a pedirle que lo repitiera, pues yo había olvidado retirar la boca del ojo de la cerradura y aplicar el oído allí; de modo que apenas había entendido sus palabras, que me habían ocasionado un intenso cosquilleo en la garganta.

–¿Cuándo, Peggotty?

–Mañana.

–¿Es ése el motivo de que la señorita Murdstone haya sacado mi ropa de los cajones?

Algo que efectivamente había hecho, aunque yo haya olvidado mencionarlo.

–Sí –dijo Peggotty–. El baúl.

–¿Me dejarán ver a mamá? –pregunté.

–Sí… Por la mañana.

Entonces Peggotty pegó su boca al ojo de la cerradura. Y me atrevo a afirmar que pronunció las siguientes palabras con una emoción y una gravedad jamás conocidas a través de una puerta; y las frases salieron entrecortadas de sus labios, como pequeños estallidos convulsos que surgieran de su interior.

–Davy, querido. Si últimamente hemos estado más separados, no es porque le quiera menos. Todo lo contrario. Pensé que sería lo mejor para mi pequeño. Y de paso para alguien más. Davy, tesoro, ¿me está escuchando? ¿Puede oírme?

–Sí, sí, Peggotty –sollocé.

–¡Mi niño! –exclamó Peggotty con infinita compasión–. Lo que quiero decir es… que no debe olvidarme nunca. Porque yo siempre le recordaré. Y cuidaré mejor a su madre, Davy, de lo que jamás le cuidé a usted. Y no la abandonaré. Y llegará el día en que ella se alegre de apoyar de nuevo su pobre cabeza en el hombro de su vieja, estúpida y malhumorada Peggotty. Y le escribiré, tesoro. Aunque nunca haya ido al colegio. Y yo… y yo…

En vista de que no podía abrazarme a mí, la buena mujer empezó a besar el ojo de la cerradura.

–¡Gracias, querida Peggotty! –susurré–. ¡Gracias! ¡Gracias! ¿Me prometes una cosa? ¿Escribirás al señor Peggotty, a la pequeña Emily, a la señora Gummidge y a Ham para decirles que no soy tan malo? ¿Les enviarás mi cariño, especialmente a la pequeña Emily? ¿Me harás ese favor, Peggotty?

Aquella alma caritativa lo prometió y, antes de despedirnos, los dos besamos el ojo de la cerradura con el mayor afecto; recuerdo que también le di un golpecito, como si fuera su noble rostro. Desde esa noche nació en mi interior un sentimiento por Peggotty que me resulta muy difícil definir. No ocupó el lugar de mi madre, nadie podría hacerlo; pero llenó un hueco de mi corazón que pareció volver a cerrarse con ella dentro, algo que jamás he sentido por ningún otro ser humano. Se trataba, asimismo, de un cariño con matices cómicos; y, sin embargo, ignoro lo que habría hecho si ella hubiera muerto y cómo habría superado la tragedia que eso hubiera significado para mí.

La señorita Murdstone apareció por la mañana, como de costumbre, y me dio la noticia de que iban a enviarme a un internado, algo no tan nuevo para mí como ella suponía. También me ordenó que, cuando estuviera vestido, bajase al comedor a tomar el desayuno. Allí encontré a mi madre, pálida y con los ojos enrojecidos: me arrojé en sus brazos y le pedí perdón, profundamente arrepentido.

–¡Ay, Davy! –exclamó–. ¿Cómo has podido herir tanto a alguien que yo amo? ¡Procura ser mejor, te lo ruego! Tienes mi perdón; pero me entristece pensar que en tu interior anidan tan malos sentimientos, Davy.

La habían persuadido de que yo no era un buen muchacho, lo que la afligía mucho más que mi partida. Aquello me partió el alma. Intenté tomar mi desayuno de despedida, pero mis lágrimas caían sobre el pan con manteca y salpicaban la taza de té. Advertí que mi madre me miraba algunas veces, y después volvía los ojos hacia la vigilante señorita Murdstone, bajaba la cabeza o desviaba la vista.

–¡Ahí está el equipaje del señor Copperfield! –gritó la señorita Murdstone, al oír el estrépito de unas ruedas junto a la entrada.

Busqué con la vista a Peggotty, pero ni ella ni el señor Murdstone aparecieron. Mi viejo conocido, el cochero, estaba en la puerta; sacaron mi baúl y lo subieron al carro.

–¡Clara! –dijo la señorita Murdstone en tono amonestador.

–Tienes razón, mi querida Jane –repuso mi madre, que había rodeado mi cuello con sus brazos–. Te perdono, hijo mío. ¡Y que Dios te bendiga!

–¡Clara! –repitió su cuñada.

La señorita Murdstone tuvo la amabilidad de acompañarme al carro, diciéndome por el camino que esperaba que me arrepintiera antes de que fuera demasiado tarde. Entonces me senté junto al cochero y el caballo empezó a alejarse con paso cansino.

Download Newt

Take David Copperfield with you