LIX Regreso
LIX
Desembarqué en Londres un frío anochecer de otoño. Reinaba la oscuridad y llovía, y en unos momentos pude ver más niebla y más barro que en todo un año. Tuve que andar desde la Aduana hasta el Monumento para encontrar un carruaje; y, a pesar de que las fachadas de las casas que dominaban las cunetas encharcadas eran viejas amigas mías, hube de admitir que eran unas amigas muy deslucidas.
He observado a menudo (y supongo que a todo el mundo le habrá ocurrido lo mismo) que el hecho de alejarse de un entorno familiar parece ser la señal para que éste cambie. Cuando vi por la ventanilla del coche que un antiguo caserón de Fish Street Hill –en el que ni pintores, ni carpinteros, ni albañiles habían puesto sus manos durante un siglo– había sido demolido en mi ausencia, y que una calle cercana, cuya insalubridad e incomodidad eran proverbiales, era ensanchada mientras realizaban su alcantarillado, me pregunté si no encontraría más envejecida la catedral de Saint Paul.
Estaba preparado para algunos cambios en la vida de mis amigos. Mi tía llevaba mucho tiempo instalada en su casa de Dover, y Traddles había empezado a trabajar como abogado poco tiempo después de mi marcha. Se alojaba en Gray’s Inn, y me había contado, en sus últimas cartas, que tenía esperanzas de unirse en breve a la muchacha más adorable del mundo.
Todos me esperaban antes de Navidad; pero no tenían la menor idea de que llegaría tan pronto. Les había engañado a propósito para darme el placer de sorprenderlos. Y, a pesar de eso, fui lo bastante inconsecuente para sufrir una pequeña decepción al ver que nadie había ido a recibirme, mientras avanzaba solo y en silencio, traqueteando, por las calles cubiertas de niebla.
Las tiendas conocidas, sin embargo, me reconfortaron con sus escaparates alegremente iluminados; y, al bajar del carruaje en la puerta del café de Gray’s Inn, había recobrado mi buen humor. Acudieron a mi memoria aquellos días tan diferentes en que me apeé en La Cruz de Oro, y recordé todos los cambios que se habían producido desde entonces; pero era algo natural.
–¿Sabe en qué parte del edificio vive el señor Traddles? –pregunté al camarero, mientras me calentaba junto a la chimenea.
–En Holborn Court, señor. En el número dos.
–Tengo entendido que el señor Traddles está convirtiéndose en un famoso abogado, ¿no es cierto? –exclamé.
–Es muy probable, señor –respondió el camarero–; pero la verdad es que no lo sé.
Este camarero, un hombre enjuto y de mediana edad, llamó en su ayuda a un colega de más autoridad, un anciano robusto y corpulento, con doble papada, vestido con medias altas y pantalones negros, que salió de un recinto muy parecido al banco de un sacristán en el fondo del café, donde se hallaba en compañía de una caja de dinero, un listado de direcciones, una relación de abogados y otros libros y papeles.
–El señor Traddles –repitió el camarero enjuto–. Del número dos de Holborn Court.
El camarero corpulento le indicó con un gesto que se retirara y se volvió a mí con gran seriedad.
–Le preguntaba –dije– si el señor Traddles, del número dos de Holborn Court, no está convirtiéndose en un famoso abogado.
–Jamás he oído hablar de él –me contestó, con voz grave y sonora.
Lo sentí mucho por Traddles.
–Seguro que se trata de un hombre joven, ¿no es así? –exclamó el camarero portentoso–. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
–No más de tres años –repuse.
El camarero, que supongo que llevaba cuarenta años viviendo en aquel diminuto habitáculo de sacristán, no podía seguir hablando de un asunto tan insignificante. Me preguntó qué deseaba cenar.
Comprendí que estaba de vuelta en Inglaterra, y me sentí muy desanimado por el pobre Traddles. Al parecer, no había esperanza para él. Pedí sumisamente un poco de pescado y una chuleta, y me quedé junto al fuego, meditando sobre la oscuridad de mi amigo.
Mientras seguía con la vista al jefe de camareros, no pude dejar de pensar que el jardín donde había crecido poco a poco, hasta convertirse en la flor que yo veía, era un lugar muy ingrato donde prosperar. Había algo tan rutinario, rígido, tradicional, solemne y venerable en él. Recorrí con los ojos la sala, cuyo suelo sin duda se había enarenado exactamente igual que cuando el camarero era niño (si es que lo había sido alguna vez, cosa que parecía improbable); y contemplé las mesas relucientes, donde me vi reflejado en las lisas profundidades de la vieja caoba; y las lámparas, sin la menor tacha en su limpieza o en su cuidado; y las gruesas cortinas verdes, que, con sus varillas de latón, cerraban cómodamente los reservados; y las dos chimeneas en las que ardían grandes fogatas de carbón; y las filas de majestuosas licoreras, que parecían saber que en la bodega había barricas de carísimo vino de oporto; y pensé que tanto Inglaterra como el cuerpo de abogados debían de ser muy difíciles de tomar por asalto. Subí a mi dormitorio para quitarme la ropa húmeda; y la vasta extensión de aquel viejo cuarto recubierto con paneles de madera (que estaba sobre el arco de entrada, lo recuerdo bien), la serena inmensidad de la cama de cuatro columnas, y la indómita gravedad de la cómoda, parecían conjurarse contra el destino de Traddles o de otros jóvenes temerarios como él. Bajé de nuevo para cenar; e incluso la agradable lentitud del servicio y la silenciosa tranquilidad del lugar –vacío de clientes, pues aún no habían terminado las vacaciones estivales– hablaban con elocuencia de la audacia de mi amigo, y de sus pocas esperanzas de ganarse la vida antes de que transcurrieran veinte años.
No había visto nada parecido desde que me fui de Inglaterra, y todo mi optimismo respecto a Traddles se esfumó. El jefe de los camareros no quería saber nada más de mí. No volvió a acercarse a mi mesa; y se consagró al servicio de un anciano con largas polainas, al que salió a recibir una pinta de oporto especial que pareció subir motu proprio de la bodega, pues él no había pedido nada. El segundo camarero me explicó en voz baja que aquel caballero era un notario retirado que vivía en la plaza y tenía una inmensa fortuna, que todos esperaban que heredase la hija de su lavandera; también se rumoreaba que poseía una vajilla de plata, guardada en un escritorio y toda deslustrada por la falta de uso, aunque ningún ojo mortal había visto más que una cuchara y un tenedor en su casa. Para entonces, ya daba por perdido a Traddles; y decidí que no había esperanza para él.
Como estaba deseoso, sin embargo, de ver a mi querido amigo, acabé con presteza la cena, a sabiendas de que eso no mejoraría la opinión que el jefe de los camareros tenía de mí, y me apresuré a salir por la puerta trasera. No tardé en llegar al número dos de Holborn Court. Una inscripción en la puerta me informó de que el señor Traddles ocupaba unas habitaciones del último piso, e inicié el ascenso. Eran unas escaleras viejas y destartaladas, débilmente iluminadas en cada descansillo por un pábilo de gruesa cabeza, que parecía agonizar en una pequeña prisión de sucio cristal.
Mientras subía tropezando las escaleras, tuve la impresión de oír alegres carcajadas; pero no eran las carcajadas de un procurador, ni de un abogado, ni de uno de sus empleados, sino de dos o tres risueñas jovencitas. Al detenerme a escuchar, sin embargo, tuve la mala suerte de meter el pie en un agujero que el Ilustre Colegio de Gray’s Inn había olvidado tapar, y me caí con cierto estrépito; cuando me puse en pie, reinaba el silencio.
Seguí avanzando a tientas con más precaución hasta llegar arriba, y los latidos de mi corazón se aceleraron cuando vi abierta la puerta donde se leía el nombre de señor Traddles. Llamé. Se oyó bastante revuelo en el interior, pero eso fue todo. De modo que llamé por segunda vez.
Apareció un muchacho menudo y con aire despierto, mitad escribiente y mitad recadero, que estaba todo sofocado, pero que pareció desafiarme con su mirada a que lo probara legalmente.
–¿Se encuentra en casa el señor Traddles? –pregunté.
–Sí, señor, pero está ocupado.
–Deseo verlo.
Después de examinarme unos instantes, el muchacho con aire despierto decidió dejarme pasar; y, abriendo más la puerta con ese propósito, me admitió primero en un recibidor del tamaño de un armario y luego en una pequeña sala, donde me encontré en presencia de mi viejo amigo (también sin aliento), sentado delante de una mesa e inclinado sobre unos papeles.
–¡Dios mío! –exclamó Traddles, levantando la vista–. ¡Si es Copperfield! –y se precipitó a mis brazos, con los que le abracé con fuerza.
–¿Todo bien, mi querido Traddles?
–Todo bien, mi querido, queridísimo Copperfield, ¡no tengo más que buenas noticias!
Los dos llorábamos de alegría.
–¡Mi querido Copperfield! –dijo Traddles, despeinándose con la excitación, algo que era totalmente innecesario–. ¡Mi querido amigo, perdido hace tanto tiempo y ahora calurosamente bienvenido! ¡Cuánto me alegro de verte! ¡Qué moreno estás! ¡Me siento tan dichoso! Nunca había sido tan feliz, mi querido Copperfield, te doy mi palabra. ¡Nunca!
Yo tampoco encontraba el modo de expresar mis emociones. Al principio, ni siquiera podía hablar.
–¡Mi querido muchacho! –exclamó Traddles–. ¡Toda una celebridad! ¡Mi famoso Copperfield! ¡Dios mío! ¿ has llegado? ¿De has venido? ¿ has estado haciendo?
Sin detenerse un instante para que yo le respondiera, Traddles, que me había instalado en un sillón junto al fuego, seguía removiendo vigorosamente las brasas con una mano y tirando de mi corbatín con la otra, como si, en medio de su frenesí, creyera que era un sobretodo. Sin soltar el atizador, me abrazó de nuevo; y yo lo abracé a él; y, riéndonos y enjugándonos los ojos, nos sentamos a ambos lados de la chimenea y nos dimos otro apretón de manos.
–¡Pensar que estaba tan próximo tu regreso, viejo amigo, y que no has podido venir a la ceremonia! –dijo Traddles.
–¿Qué ceremonia, mi querido Traddles?
–¡Válgame Dios! –exclamó Traddles, abriendo los ojos como antaño–. ¿Acaso no recibiste mi última carta?
–Desde luego que no, si hablaba de alguna ceremonia.
–Pues bien, mi querido Copperfield –añadió Traddles, estirándose los cabellos con ambas manos, antes de colocar éstas sobre mis rodillas–. ¡Me he casado!
–¡Casado! –repetí con júbilo.
–¡Que Dios me guíe! ¡Sí! –dijo Traddles–. El reverendo Horace celebró mi matrimonio con… Sophy… allá en Devonshire. ¡Mira! ¡Está detrás de las cortinas!
Con gran asombro mío, la muchacha más adorable del mundo salió riéndose y enrojeciendo de su escondite. Y, tal como dije allí mismo, no creo que el mundo haya visto jamás una novia más alegre, más amable, más leal, más feliz y más radiante. La besé como un viejo amigo y les deseé de todo corazón la mayor de las dichas.
–¡Qué maravillosa reunión! –exclamó Traddles–. ¡Estás tan increíblemente moreno, mi querido Copperfield! ¡Dios mío! ¡Qué feliz me siento!
–Y yo también –afirmé.
–¡Y yo! –dijo Sophy, entre risas y sonrojos.
–¡Somos todo lo dichosos que se puede ser! –señaló Traddles–. Incluso las niñas son dichosas. ¡Válgame Dios! ¡Me he olvidado de ellas!
–¿Olvidado? –inquirí.
–Sí, de las niñas –dijo Traddles–. De las hermanas de Sophy. Están pasando unos días con nosotros. Han venido a dar una vuelta a Londres. El hecho es que… ¿has sido tú el que ha tropezado en las escaleras, Copperfield?
–En efecto –contesté, riendo.
–Pues bien, cuando te has caído, yo estaba corriendo con las niñas. En realidad, jugábamos a las cuatro esquinas. Pero como semejante espectáculo no era nada apropiado para Westminster Hall, y habría sido muy poco profesional que las viera un cliente, desaparecieron. Y estoy seguro de que ahora… nos están escuchando –concluyó Traddles, lanzando una mirada a la otra puerta.
–Lamento haber sido el causante de semejante desbandada –afirmé, echándome a reír de nuevo.
–Si las hubieras visto huir a toda velocidad, y volver otra vez, después de que tú llamaras, para coger las peinetas que se les habían caído del pelo, y volver a marcharse corriendo como locas, no dirías eso –repuso Traddles, encantado.
Sophy salió con paso ligero y oímos la cascada de risas con que era recibida en el cuarto contiguo.
–¡Qué sonido tan musical! ¿No crees, mi querido Copperfield? –dijo Traddles–. De lo más agradable para el oído. Parece alegrar estas viejas habitaciones. Para un pobre soltero que ha vivido toda su vida solo, resulta absolutamente delicioso. Es encantador. Pobres muchachas, han sufrido una gran pérdida con Sophy… la cual, te lo aseguro, Copperfield, es y ha sido siempre la joven más adorable del mundo. No tengo palabras para expresar mi satisfacción al verlas tan contentas. La compañía de las muchachas es algo maravilloso, Copperfield. No puede decirse que sea muy profesional, pero sí maravilloso.
Al darme cuenta de que titubeaba un poco, y comprendiendo que su bondadoso corazón temía haberme causado algún dolor con sus palabras, asentí con un entusiasmo que le tranquilizó visiblemente y que le agradó sobremanera.
–A decir verdad, mi querido Copperfield –exclamó Traddles–, tampoco nuestra organización doméstica es muy profesional. Ni siquiera la presencia de Sophy es reglamentaria. Y no tenemos otro domicilio. Nos hemos embarcado en un batel, pero estamos dispuestos a vivir sin comodidades. ¡Y Sophy es una magnífica administradora! Te sorprendería ver cómo ha instalado a sus hermanas. No sé cómo ha podido hacerlo.
–Pero ¿cuántas han venido a visitaros? –pregunté.
–La mayor de todas, la que es una belleza –respondió Traddles en tono confidencial–, Caroline. Y también Sarah… la que tenía problemas en la columna vertebral, ¡que ahora está muchísimo mejor! Las dos pequeñas, las que educaba Sophy, se encuentran con nosotros. Y también Louisa.
–¿De veras? –exclamé.
–Sí –dijo Traddles–. El apartamento sólo tiene tres habitaciones, pero Sophy ha hecho maravillas y sus hermanas duermen lo más cómodamente posible. Tres en ese cuarto –agregó, señalando una puerta–, y dos en ese otro.
No pude evitar mirar a uno y otro lado, buscando el dormitorio del señor y de la señora Traddles. Traddles leyó mi pensamiento.
–Pues bien –afirmó–, como acabo de decirte, estamos dispuestos a vivir sin comodidades, y la semana pasada improvisamos una cama aquí mismo, en el suelo. Pero hay una pequeña buhardilla… encantadora, cuando uno está dentro… que Sophy ha empapelado ella misma para darme una sorpresa y que, en estos momentos, nos sirve de dormitorio. Es un lugar increíblemente bohemio, y tiene unas vistas preciosas.
–¡Y al fin estás felizmente casado, mi querido Traddles! ¡Cuánto me alegro!
–Gracias, mi querido Copperfield –repuso Traddles, mientras nos estrechábamos nuevamente la mano–. Sí, es imposible ser más feliz. Ahí está tu vieja amiga, mira –añadió, señalando con aire triunfal la maceta de flores con el soporte–; ¡y allí la mesita con la encimera de mármol! El resto de nuestro mobiliario es sencillo y práctico, como puedes ver. En cuanto a vajillas y cuberterías de plata, ni siquiera tenemos una cucharilla de té.
–Habrá que ganarlo todo a pulso –exclamé alegremente.
–En efecto –replicó Traddles–, habrá que ganarlo todo a pulso. Naturalmente, tenemos unos utensilios en forma de cucharilla, porque nos gusta revolver nuestro té. Pero son de metal de Britania.
–La plata brillará más cuando haga su aparición –dije.
–¡Exactamente lo mismo que decimos nosotros! –gritó Traddles–. Verás, mi querido Copperfield –prosiguió, volviendo a su tono confidencial–, después de pronunciar mi alegato en la causa de Jipes contra Wigzell, que fue muy provechosa para mi carrera, me dirigí a Devonshire y tuve una seria conversación, en privado, con el reverendo Horace. Hice hincapié en el hecho de que Sophy… que es, te lo aseguro, Copperfield, la muchacha más adorable del mundo…
–¡Estoy convencido! –respondí.
–¡Por supuesto que lo es! –exclamó Traddles–. Pero me temo que estoy divagando. ¿Te he hablado del reverendo Horace?
–Decías que habías insistido en el hecho…
–¡Es cierto! En el hecho de que Sophy y yo llevábamos comprometidos mucho tiempo, y que Sophy, con el permiso de sus padres, estaría muy contenta de casarse conmigo… en pocas palabras –dijo Traddles, con su vieja y franca sonrisa–, en nuestra actual situación de metal de Britania. Muy bien. Entonces le planteé al reverendo Horace (que es un excelente pastor, Copperfield, y debería ser obispo; o al menos ganar lo suficiente para no pasar estrecheces) que, si conseguía ahorrar doscientas cincuenta libras en un año, y tenía la certeza de ganar esa cantidad o un poco más al año siguiente, y además lograba amueblar sencillamente un lugar como éste, en ese caso, Sophy y yo querríamos celebrar nuestra boda. Me tomé la libertad de recordarle que los dos habíamos esperado pacientemente muchos años; y que el hecho de que Sophy fuera tan útil en casa no debería empujar a sus queridos padres a oponerse a su casamiento. ¿No crees?
–Desde luego –contesté.
–Me alegro de que estés de acuerdo conmigo, Copperfield –señaló Traddles–, porque, sin pretender acusar al reverendo Horace, pienso que los padres, hermanos y demás familiares a veces son muy egoístas cuando se dan casos similares. ¡En fin! También le señalé que mi deseo más ardiente era ser útil a la familia; y que, si lograba abrirme camino en la vida y a él le ocurría algo… es decir, si le ocurría algo al reverendo Horace…
–Comprendo –dije.
–… o a la señora Crewler…, mi mayor aspiración sería convertirme en un padre para las niñas. Me dio una respuesta admirable, sumamente halagüeña para mí, y se comprometió a obtener el consentimiento de la señora Crewler. Pero lo pasaron muy mal con ella. Le subió de las piernas al pecho, y luego a la cabeza.
–Pero ¿qué le subió? –inquirí.
–El disgusto –replicó muy serio Traddles–. Sus sentimientos en general. Como te dije en cierta ocasión, es una mujer excelente, pero se encuentra inválida. Cualquier contrariedad le afecta normalmente a las piernas; pero en esta ocasión se le subió al pecho, y luego a la cabeza, y no tardó en invadir todo su organismo de un modo realmente alarmante. Con todo, a fuerza de constantes y cariñosos cuidados, lograron que se repusiera; y ayer hizo seis semanas que nos casamos. No puedes figurarte, Copperfield, lo mal que me sentí, un verdadero monstruo, ¡cuando vi a toda la familia llorar y desmayarse en todas direcciones! La señora Crewler no quiso ni verme antes de nuestra marcha (no podía perdonarme entonces que la privara de su hija), pero es una buena persona y ya lo ha hecho. He recibido una carta encantadora de ella esta misma mañana.
–En pocas palabras, mi querido amigo –dije–, ¡que eres tan feliz como te mereces!
–¡Oh! ¡Veo que no eres muy objetivo! –se rió Traddles–. Pero lo cierto es que mi situación no puede ser más envidiable. Trabajo de firme y estudio derecho de forma exhaustiva. Me levanto a las cinco de la mañana, y no me supone ningún esfuerzo. Oculto a las niñas durante el día y me divierto con ellas por la noche. No sabes cuánto lamento que se vayan el martes, la víspera del inicio del trimestre de San Miguel. Pero –exclamó mi amigo, elevando la voz–, ¡aquí están las niñas! ¡Señor Copperfield, señorita Crewler… señorita Sarah… señorita Louisa… Margaret y Lucy!
Parecían un hermoso ramillete de rosas, tan frescas y tan lozanas. Todas eran bonitas, y la señorita Caroline era una beldad; pero había una alegría, una dulzura y una franqueza en la mirada expresiva de Sophy que resultaban mucho más valiosas, y que me confirmaron que mi amigo no se había equivocado en su elección. Nos sentamos todos al amor de la lumbre; mientras el muchacho con aire despierto, que sin duda se había quedado sin aliento por la precipitación con que había sacado los papeles, volvía a guardarlos y traía el juego de té. Luego se retiró hasta el día siguiente, cerrando con estrépito la puerta. Después de preparar el té, la señora Traddles, con una mirada hogareña y serena que resplandecía de júbilo, empezó a tostar tranquilamente el pan, sentada en un rincón de la chimenea.
Había visto a Agnes, me contó mientras se dedicaba a dicha tarea. «Tom» la había llevado de viaje de novios a Kent, y habían visitado también a mi tía; tanto Agnes como mi tía se encontraban muy bien y de lo único que habían hablado había sido de mí. Estaba convencida de que «Tom» me había llevado en su pensamiento todo el tiempo que yo había estado fuera. «Tom» era una autoridad en todo. «Tom» era evidentemente el ídolo de su vida, y nada podría derribarlo de su pedestal; ella siempre creería en él y, sucediera lo que sucediera, le rendiría homenaje con toda la fe de su corazón.
Me gustó mucho la deferencia con la que tanto ella como Traddles trataban a la Beldad. No es que me pareciera muy razonable, pero sí encantador y característico de ambos. No me cabe la menor duda de que, si Traddles echaba en algún momento de menos las cucharillas de plata que aún tenía que ganar, era cuando pasaba el té a la Beldad. Si su adorable esposa hubiera sido capaz de presumir de algo, habría sido porque era hermana de la Beldad. Me di cuenta de que ciertos indicios de un temperamento mimado y caprichoso que advertí en la Beldad eran considerados por Traddles y su mujer como algo a lo que tenía derecho por nacimiento y como un don natural. Si ella hubiera nacido abeja reina y ellos abejas obreras, no habrían podido estar más convencidos de eso.
Pero la falta de egoísmo de la pareja me pareció deliciosa. El orgullo que les inspiraban aquellas jovencitas y el modo en que se sometían a todos sus caprichos, era el testimonio más encantador que podían darme de su propia valía. En el transcurso de la velada, cada una de sus cuñadas llamó a Traddles «querido» al menos una docena de veces por hora; y le suplicaban que trajera esto, llevase lo otro, cogiera tal cosa, la dejara, encontrara tal otra o fuera a buscarla. Y tampoco sabían hacer nada sin Sophy. Si a una se le soltaba el pelo, Sophy era la única que podía arreglarlo. Si otra olvidaba una melodía, Sophy era la única capaz de tararearla sin equivocarse. Si otra quería recordar el nombre de un lugar de Devonshire, Sophy era la única que lo conocía. Si era preciso escribir a casa, Sophy era la única en quien se podía confiar para que lo hiciera al día siguiente, antes del desayuno. Si alguna tenía problemas con sus labores, Sophy era la única que sabía solucionarlo. Eran las señoras de la casa, y Sophy y Traddles estaban a sus órdenes. Me gustaría saber cuántos niños habría cuidado Sophy en su vida; pero, al parecer, era famosa porque conocía todas las canciones infantiles compuestas en lengua inglesa; y, cuando se lo pedían, cantaba docenas de ellas con la vocecita más cristalina del mundo, una detrás de otra (cada una de las hermanas reclamaba una canción diferente, y normalmente era la Beldad quien se salía con la suya). Lo cierto es que me quedé fascinado. Lo mejor de todo era que todas las hermanas, en medio de sus exigencias, sentían un profundo cariño y respeto tanto por Sophy como por su marido. Cuando me despedí, Traddles salió para acompañarme hasta el café; y creo que jamás he visto recibir semejante aluvión de besos a una cabeza con cabellos tan erizados, o de cualquier otra clase.
En resumidas cuentas, fue una escena que rememoré con placer mucho rato después de regresar a mi alojamiento y de desear las buenas noches a Traddles. Si hubiera contemplado un millar de fragantes rosas en aquel apartamento del piso superior, en el marchito Gray’s Inn, éste no me habría parecido ni la mitad de alegre. La presencia de aquellas jovencitas de Devonshire entre los aburridos legajos y los despachos de procuradores y abogados; y el recuerdo del té, de las tostadas y de las canciones infantiles en aquella horrible atmósfera de grasilla y pergaminos, balduque, polvorientas obleas, tinteros, informes y borradores, actas de procesos, escrituras, declaraciones y minutas… me parecían tan fantásticos como si hubiera soñado que la fabulosa familia del sultán era admitida en la lista de procuradores y abogados e introducía en Gray’s Inn Hall el pájaro que habla, el árbol que canta y las aguas doradas. Por algún motivo, cuando me despedí de Traddles y regresé al café, me di cuenta de que el desaliento que antes sentía por mi amigo había sufrido un gran cambio. Empecé a pensar que progresaría, a pesar de todas las imposiciones de los camareros jefe de Inglaterra.
Acerqué mi silla a una de las chimeneas para pensar tranquilamente en mi amigo, y poco a poco, mientras contemplaba cómo las brasas se rompían y cambiaban, olvidé la felicidad de Traddles y empecé a evocar las principales vicisitudes y separaciones que habían marcado mi vida. No había visto un fuego de carbón desde mi marcha de Inglaterra, tres años antes; si bien había visto muchas fogatas de leña, deshaciéndose y mezclándose con el montón de ingrávidas cenizas grises, en las que, en medio de mi abatimiento, había visto reflejadas mis propias esperanzas muertas.
Ahora podía pensar en el pasado con gravedad, pero sin amargura; y era capaz de contemplar el futuro con valentía. El hogar, en el mejor de los sentidos, había dejado de existir para mí. Yo mismo había enseñado a ser mi hermana a aquella a la que habría podido inspirar un sentimiento más tierno. Ella se casaría, y otros reclamarían su cariño; y ella jamás sabría nada del amor que había inundado mi corazón. Era justo que yo pagara el precio de mi alocada pasión. Recogía lo que había sembrado.
Estaba preguntándome si habría logrado de veras disciplinar mi corazón, y si sería capaz de ocupar serenamente en el hogar de Agnes el lugar que ella había ocupado serenamente en el mío, cuando mis ojos se tropezaron con un rostro que habría podido salir del fuego, tan intensa era su asociación con mis primeros recuerdos.
El menudo doctor Chillip, con quien me hallaba en deuda por sus buenos oficios en el primer capítulo de este relato, leía un periódico en la penumbra, en el rincón opuesto de la chimenea. Se advertía en él el paso de los años; pero era un hombrecillo tan pacífico, dulce y sereno que apenas había envejecido, y tuve la sensación de que estaba igual que cuando esperaba en nuestro gabinete mi nacimiento.
El señor Chillip se había marchado de Blunderstone seis o siete años antes, y no había vuelto a verlo desde entonces. Leía plácidamente el periódico, con su pequeña cabeza ladeada y un vaso de jerez caliente al lado. Sus modales seguían siendo tan conciliadores que parecía pedir disculpas al periódico por tomarse la libertad de leerlo.
Me acerqué a él y le dije:
–¿Cómo está, señor Chillip?
Pareció intimidarle que un desconocido se dirigiera a él de un modo tan inesperado y respondió, con su lentitud habitual:
–Gracias, señor, es usted muy amable. Gracias. Espero que se encuentre bien.
–¿Acaso no me recuerda? –exclamé.
–Verá, señor –contestó el señor Chillip, sonriendo débilmente y moviendo la cabeza mientras me examinaba–, hay algo en su rostro que me resulta familiar; pero la verdad es que soy incapaz de recordar su nombre.
–Y, sin embargo, lo conoció mucho antes que yo mismo –dije.
–¿De veras, señor? –inquirió el señor Chillip–. ¿Es posible que tuviera el honor de asistir…?
–En efecto –le respondí.
–¡Caramba! –exclamó el señor Chillip–. Pero no hay duda de que ha cambiado usted mucho desde entonces.
–Probablemente, señor –repliqué.
–En ese caso –señaló el señor Chillip–, espero que sepa disculparme si le pregunto cómo se llama.
Cuando se lo dije, se sintió verdaderamente emocionado. Me dio un apretón de manos, algo demasiado violento para él, que tenía la costumbre de deslizar una tibia y pequeña pala de servir pescado, a una o dos pulgadas de su cadera, y de mostrar el mayor desconcierto cuando alguien la estrechaba. Incluso en aquella ocasión, metió su mano en el bolsillo de la chaqueta en cuanto se desasió de la mía; y pareció aliviado al verla nuevamente en lugar seguro.
–¡Válgame Dios! –exclamó el señor Chillip, observándome con la cabeza ladeada–. ¡Así que es usted el señor Copperfield! Si me hubiera tomado la libertad de mirarlo con más atención, creo que lo habría reconocido. Se parece usted mucho a su difunto padre, señor.
–No tuve la dicha de conocerlo –respondí.
–Es cierto –dijo el señor Chillip, con suavidad–. Fue algo muy triste, al decir de todos. En el lugar donde resido, estamos al corriente de su fama, señor –agregó, moviendo nuevamente su pequeña cabeza–. Deben de bullirle las ideas aquí dentro –exclamó, dándose golpecitos en la frente con el dedo índice–. ¡Seguro que es una ocupación extenuante, señor!
–¿En qué parte del país vive ahora? –le pregunté, sentándome a su lado.
–A escasas millas de Bury St Edmunds, señor –replicó el señor Chillip–. Mi mujer heredó de su padre una pequeña propiedad en esa zona y yo me hice con un consultorio; le alegrará oír que las cosas me van bien. Mi hija se ha convertido en una jovencita muy alta –dijo, con un nuevo movimiento de cabeza–. La semana pasada, su madre tuvo que sacar el dobladillo a todos sus vestidos. ¡Cómo pasa el tiempo, señor!
Al ver que se llevaba el vaso vacío a los labios mientras hacía esta reflexión, le propuse que tomara otro jerez caliente en mi compañía.
–No es algo que suela hacer, señor –respondió con su lentitud habitual–, pero no puedo privarme del placer de su conversación. Parece que fue ayer cuando tuve el honor de atender su sarampión. ¡Se portó usted admirablemente!
Agradecí su cumplido y pedí el vino, que nos sirvieron en seguida.
–¡Es realmente un exceso! –exclamó el señor Chillip, mientras lo removía–. Pero la ocasión es tan extraordinaria que no puedo oponerme. ¿Tiene usted hijos, señor?
Respondí que no con la cabeza.
–Me enteré hace algún tiempo de que había perdido a un ser querido –afirmó el señor Chillip–. Me lo dijo la hermana de su padrastro. Una mujer de mucho carácter, ¿no es cierto, señor?
–Ya lo creo –contesté–. ¿Dónde ha coincidido con ella, señor Chillip?
–¿Acaso no sabe, señor –me preguntó–, que su padrastro y yo somos nuevamente vecinos?
–No –repliqué.
–¡Pues así es! –exclamó el señor Chillip–. Se casó con una joven dama de la zona, con una considerable fortuna, la pobre. Y tanto trabajo intelectual, ¿no le fatiga, señor? –inquirió, contemplándome igual que un petirrojo rebosante de admiración.
Hice caso omiso de su pregunta y volví a los Murdstone.
–Sabía que él se había casado de nuevo. ¿Es usted el médico de la familia? –quise saber.
–Normalmente no. Me han consultado de vez en cuando –repuso el señor Chillip–. Creo que tanto en el señor Murdstone como en su hermana existe un fuerte desarrollo frenológico del órgano de la firmeza, señor.
Le respondí con una mirada tan expresiva que, entre ella y el jerez, el señor Chillip tuvo la valentía de sacudir varias veces la cabeza y de exclamar pensativo:
–¡Ay! ¡No hemos olvidado aquellos tiempos, señor Copperfield!
–Veo que los dos hermanos siguen como siempre, ¿no es cierto? –exclamé.
–Bueno, señor –replicó el señor Chillip–, un médico, por el hecho de pasar tanto tiempo con las familias, no debe tener ojos ni oídos para nada que no sea su profesión. Pero he de reconocer que los dos son demasiado severos, señor; tanto para las cosas de este mundo como para las del otro.
–Supongo que en el otro se las arreglarán sin su ayuda –afirmé–; pero en éste, ¿a qué se dedican?
El señor Chillip movió la cabeza, removió el jerez y dio un sorbito.
–¡Era una dama encantadora! –dijo en tono lastimero.
–¿La actual señora Murdstone?
–Sí, una dama realmente encantadora –repitió el señor Chillip–; el súmmum de la amabilidad. La señora Chillip opina que su espíritu empezó a quebrarse el día que contrajo matrimonio, y que ha enloquecido de tristeza. Y las mujeres, señor –añadió el señor Chillip–, son muy observadoras.
–Supongo que tenían que aplastarla y romperla hasta que encajara en su odioso molde, ¡que el Cielo la ayude! –exclamé–. Y lo han logrado.
–Al principio tuvieron virulentas disputas, se lo aseguro –dijo el señor Chillip–; pero ella no es ahora ni la sombra de lo que fue. Espero que no le parezca un atrevimiento si le cuento, confidencialmente, que, desde que la señorita Murdstone se instaló en su casa para ayudarla, los dos hermanos la han reducido casi a un estado de imbecilidad.
Le contesté que no me era difícil creerlo.
–Puedo afirmar, sin temor a equivocarme –afirmó el señor Chillip, cobrando ánimos con un nuevo sorbito de jerez–, entre usted y yo, que la madre de ella murió del disgusto, y que la tiranía, la tristeza y la inquietud han hecho perder el juicio a la señora Murdstone. Era una joven muy alegre antes de casarse, pero su pesimismo y su austeridad la destruyeron. Cuando salen con ella, no parecen su marido y su cuñada sino unos guardianes. Eso me comentó la señora Chillip la semana pasada. Y le aseguro, señor, que las mujeres son muy observadoras. ¡La señora Chillip es una observadora!
–El siniestro señor Murdstone, ¿sigue presumiendo de ser una persona (y me avergüenza emplear esta palabra en su caso) religiosa? –inquirí.
–Se ha adelantado usted, señor –exclamó con los párpados cada vez más enrojecidos, debido al inusitado estímulo que se estaba permitiendo tomar–, a una de las observaciones más impresionantes de la señora Chillip. No pude sino quedarme estupefacto –prosiguió, con la mayor lentitud y placidez– cuando ella me contó que el señor Murdstone llama a su propia imagen la Naturaleza Divina. Al oírselo decir, habría bastado rozarme con una pluma para tirarme al suelo. Las mujeres son muy observadoras, ¿no cree?
–E intuitivas –señalé, para su gran satisfacción.
–Me alegro mucho de que mi opinión cuente con un respaldo como el suyo –manifestó–. No es muy frecuente que yo me aventure a dar una opinión que no sea médica, se lo aseguro. El señor Murdstone pronuncia sermones en público de vez en cuando, y dicen… en una palabra, señor, dice la señora Chillip… que cuanto más sombrío y tirano se vuelve, más feroz es su doctrina.
–Pienso que la señora Chillip tiene toda la razón –exclamé.
–La señora Chillip llega a afirmar –continuó– que lo que esa clase de personas llaman su religión no es más que una salida para sus malos humores y su arrogancia. Y debo decirle, señor –agregó, ladeando suavemente la cabeza–, que no encuentro nada en el Nuevo Testamento que justifique el comportamiento del señor y de la señorita Murdstone.
–Tampoco yo lo he encontrado nunca –afirmé.
–Mientras tanto, señor –manifestó el señor Chillip–, la gente los detesta; y como los dos hermanos condenan sin el menor recato a la perdición a todo aquel que no simpatiza con ellos, ¡tenemos muchas almas perdidas en la región! Sin embargo, como dice la señora Chillip, señor, en su pecado llevan la penitencia; pues se pasan la vida reconcomiéndose, y eso no puede ser bueno. Y ahora, señor, volviendo a su cerebro, si no le importa, ¿no cree que lo expone a demasiada excitación?
No me costó nada, dada la excitación del cerebro del señor Chillip después de sus libaciones, desviar la conversación hacia sus propios asuntos, de los que habló durante la siguiente media hora con gran locuacidad; y me dio a entender, entre otras cosas, que se encontraba en el café de Gray’s Inn para declarar como médico ante una comisión encargada de investigar el estado mental de un enfermo al que el exceso de alcohol había vuelto loco.
–Y le aseguro, señor –exclamó–, que me pongo muy nervioso en esa clase de situaciones. No puedo soportar sentirme, como suelen decir, intimidado. Me descompone. ¿Sabe que tardé bastante en recuperarme de la conducta de aquella inquietante señora que apareció la noche de su nacimiento, señor Copperfield?
Le conté que iría a ver a mi tía, el dragón de aquella noche, al día siguiente muy de mañana; y que era una de las mujeres más cariñosas y buenas del mundo, como podría comprobar si la conociera mejor. La simple idea de semejante eventualidad pareció aterrorizarle. Me respondió con una pálida sonrisa: «¡Oh! ¿De veras, señor? ¿Es eso cierto?», y se apresuró a pedir una vela e irse a la cama, como si éste fuera el único lugar seguro donde refugiarse. No puedo decir que se tambaleara bajo los efectos del jerez; pero no me extrañaría que su tranquilo pulso tuviera dos o tres pulsaciones más por minuto que la famosa noche en que, en medio de su decepción, mi tía le golpeó con su sombrero.
Completamente exhausto, me acosté también al dar la medianoche; pasé el día siguiente en la diligencia de Dover; irrumpí sano y salvo en el salón de mi tía mientras ella tomaba el té (ahora llevaba gafas); y ella, el señor Dick y mi vieja y querida Peggotty, que era su ama de llaves, me recibieron con lágrimas en los ojos y con los brazos abiertos. Nos sentamos a hablar tranquilamente, y a mi tía le divirtió muchísimo el relato de mi encuentro con el señor Chillip, y el pavoroso recuerdo que tenía de su visita; y tanto ella como Peggotty tuvieron mucho que comentar sobre el segundo marido de mi infortunada madre y «la asesina de su hermana», a la que mi tía por nada del mundo habría llamado por su nombre o apellido, ni de ningún otro modo.