XXIII Confirmo la opinión del señor Dick y elijo una profesión
XXIII
A la mañana siguiente, cuando me desperté, pensé mucho en la pequeña Emily y en su emoción de la noche anterior después de la partida de Martha. Tuve la sensación de que debía guardar en secreto aquellos momentos familiares de fragilidad y de ternura, y de que no estaría bien revelárselos a nadie, ni siquiera a Steerforth. Ninguna persona me inspiraba sentimientos tan delicados como la hermosa criatura con la que había jugado en mi niñez, y a la que siempre había estado convencido –y seguiré estándolo hasta el día de mi muerte– de haber amado con devoción. Repetir ante otros oídos, aunque fueran los de Steerforth, lo que ella había sido incapaz de reprimir cuando su corazón se abrió ante mí accidentalmente, sería una acción despreciable, tan indigna de mí como del recuerdo de nuestra infancia, tan pura, y cuya aureola yo veía siempre sobre su cabeza. Decidí, por ese motivo, guardármelo para mí; y aquella escena confirió a la imagen de Emily una nueva gracia.
Durante el desayuno, me entregaron una carta de mi tía. Al tratarse de un asunto sobre el que Steerforth podría aconsejarme tan bien como el que más y sobre el que deseaba consultarle, tomé la determinación de discutirlo con él en nuestro viaje de regreso. Por el momento, teníamos suficiente con despedirnos de todos nuestros amigos. El señor Barkis estuvo muy lejos de ser el que menos sintió nuestra partida; y creo que habría sido capaz de volver a abrir su caja y sacrificar otra guinea, si con ello nos hubiéramos quedado cuarenta y ocho horas más en Yarmouth. Peggotty y su familia estaban desolados. En Omer y Joram, todo el mundo salió a decirnos adiós; y había tantos pescadores dispuestos a ayudar a Steerforth, cuando llegó el momento de subir nuestros baúles a la diligencia, que no nos habrían faltado brazos para cargar el equipaje de un regimiento. En pocas palabras, nos marchamos en medio del dolor y de la admiración de todos, dejando tras nosotros un gran número de personas afligidas.
–¿Se quedará mucho tiempo aquí, Littimer? –le pregunté mientras esperaba la salida de la diligencia.
–No, señor –contestó–; es muy probable que no.
–Todavía no sabe exactamente cuánto –dijo Steerforth con indiferencia–. Sabe lo que tiene que hacer, y lo hará.
–No me cabe la menor duda –exclamé.
Littimer se llevó la mano al sombrero, en señal de agradecimiento por mi buena opinión, y yo me sentí como si no tuviera más de ocho años. Nos saludó de nuevo para desearnos buen viaje; y allí lo dejamos, en medio de la calle, tan misterioso y respetable como una pirámide de Egipto.
Guardamos silencio durante un rato, pues Steerforth parecía haber enmudecido, cosa extraña en él, y yo me preguntaba cuándo volvería a ver aquellos lugares de mi infancia y qué cambios experimentaríamos, tanto ellos como yo, en el intervalo. Finalmente, Steerforth, recobrando de pronto la animación (tenía el don de cambiar de humor siempre que lo deseaba), me dio un tirón del brazo y exclamó:
–¿Has perdido el habla, David? ¿Qué pasa con esa carta que has mencionado durante el desayuno?
–¡Oh! –dije, sacándola del bolsillo–. Es de mi tía.
–¿Y qué te escribe en ella que debas meditar?
–Me recuerda, Steerforth, que la finalidad de este pequeño viaje era valerme por mí mismo y reflexionar un poco –repliqué.
–Algo que sin duda has hecho, ¿no?
–No, no especialmente. Para ser sincero, me temo que lo había olvidado.
–Pues bien, mira a tu alrededor y remedia tu negligencia –señaló Steerforth–. Mira a la derecha, y verás una región llana y pantanosa; mira a la izquierda, y contemplarás el mismo paisaje. Mira al frente, y todo seguirá igual; mira atrás, y nada habrá cambiado en lo más mínimo.
Le contesté riendo que no veía en todo aquel panorama ninguna profesión que me conviniera, lo que quizá podía atribuirse a su monotonía.
–¿Y qué dice tu tía al respecto? –preguntó Steerforth, señalando la carta que yo tenía en la mano–. ¿Acaso te sugiere algo?
–Sí –respondí–. Me pregunta si me gustaría ser procurador eclesiástico. ¿Qué te parece?
–No sé –declaró Steerforth, con indiferencia–. Supongo que es un trabajo como cualquier otro.
No pude evitar reírme de nuevo, al ver que para él todas las profesiones eran iguales; y así se lo dije.
–¿Qué es un procurador eclesiástico, Steerforth?
–Es una especie de abogado de asuntos religiosos –repuso mi amigo–. En algunos anticuados juicios celebrados en los Doctors’ Commons –un viejo y aburrido rincón cerca del cementerio de Saint Paul–, desempeña la misma función que los abogados en los tribunales ordinarios de justicia. Se trata de un cargo cuya existencia, en condiciones normales, tendría que haber desaparecido hace doscientos años. Comprenderás mejor mis palabras si te explico qué son los Doctors’ Commons. Es un edificio pequeño y apartado donde se aplica la llamada ley eclesiástica, y donde se realizan toda clase de trampas con unas leyes del Parlamento, monstruosas y obsoletas, que las tres cuartas partes de la humanidad desconocen y que la cuarta parte restante cree desenterradas, en estado fósil, en tiempos de los Lancaster. Es el lugar donde se llevan, en virtud de un antiguo privilegio, todos los pleitos relacionados con testamentos, matrimonios y asuntos marítimos.
–¡Qué tontería, Steerforth! –exclamé–. ¿No pretenderás hacerme creer que existe alguna afinidad entre las cuestiones náuticas y las religiosas?
–No es ésa mi intención, querido muchacho –respondió–. Lo único que digo es que son sopesadas y juzgadas por los mismos hombres, allí en los Doctors’ Commons. Unos días los encontrarás empleando torpemente la mitad de los términos náuticos del diccionario de Young, discutiendo si la ha echado a pique a la , o si el señor Peggotty y los marineros de Yarmouth han lanzado, en medio del temporal, un ancla y un cabo al , a punto de naufragar en su ruta hacia las Indias; y otros días estarán concentrados en el estudio de los testimonios en pro y en contra de un clérigo que no ha observado buena conducta. Y es muy posible que el juez del caso náutico sea el abogado defensor del caso del clérigo, o viceversa. Son como actores de teatro: tan pronto representan el papel de juez, como no lo representan; ahora son esto, ahora lo otro, siempre cambiando; pero jamás deja de ser una pequeña comedia de salón, representada con éxito ante un público extraordinariamente selecto.
–Pero ¿no es lo mismo un abogado defensor que un procurador? –pregunté, algo confuso.
–No –replicó Steerforth–, los abogados defensores son civiles que han obtenido un título en la universidad… lo que explica en parte por qué estoy al corriente. Los procuradores emplean a los abogados defensores. Tanto los unos como los otros cobran honorarios muy sustanciosos, y juntos forman un pequeño grupo verdaderamente próspero. En términos generales, David, te recomendaría que aceptases de buen grado los Doctors’ Commons. Te diré, por si puede complacerte, que quienes trabajan ahí presumen de ser gente muy distinguida.
Tuve en cuenta la ligereza con que Steerforth hablaba del asunto y, recordando el aire de solemne rectitud y antigüedad que yo asociaba a aquel «viejo y aburrido rincón cerca del cementerio de Saint-Paul», comprendí que no me desagradaba la sugerencia de mi tía. Ella dejaba, por otra parte, que yo tomara la decisión; y no vaciló en decirme que se le había ocurrido la idea durante una visita que había hecho recientemente a su procurador, allí en los Doctors’ Commons, con el propósito de redactar un testamento a mi favor.
–¡Muy loable por su parte! –exclamó Steerforth cuando se lo comenté–. Merece todo tu apoyo. Daisy, mi consejo es que aceptes de buen grado los Doctors’ Commons.
Decidí hacerlo. Entonces le comuniqué a Steerforth que mi tía estaba esperándome en la ciudad (según decía en su carta), y que había reservado habitaciones para una semana en una especie de hotel particular en Lincoln’s Inn Fields, donde había una escalera de piedra y una puerta que daba al tejado; pues la señorita Trotwood estaba convencida de que las casas de Londres podían ser pasto de las llamas todas las noches.
El resto del viaje fue de lo más agradable; en ocasiones volvimos a hablar de los Doctors’ Commons, anticipando los días lejanos en que yo sería procurador eclesiástico, y que Steerforth describía de un modo tan cómico y descabellado que los dos nos desternillábamos de risa. Cuando llegamos al final de nuestro trayecto, él se dirigió a su casa, prometiendo visitarme dos días después; y yo cogí un carruaje hasta Lincoln’s Inn Fields, donde mi tía me esperaba para cenar.
Si yo hubiese dado la vuelta al mundo, no creo que hubiera sido mayor nuestra alegría al encontrarnos. Mi tía se echó a llorar al abrazarme; y, simulando reírse, declaró que, si mi pobre madre todavía viviera, con toda seguridad aquella necia mujercita se habría deshecho en llanto.
–¿Así que ha dejado usted al señor Dick en casa, tía? –exclamé–. ¡Cuánto lo siento! Ah, Janet, ¿cómo está?
Mientras Janet me hacía una reverencia y expresaba su deseo de que me encontrara bien, observé que el rostro de la señorita Trotwood se ensombrecía.
–Yo también lamento no haberlo traído –aseguró mi tía, rascándose la nariz–. Trot, no he tenido un momento de sosiego desde mi llegada.
Antes de que pudiera preguntarle el motivo, ella me lo contó.
–Tengo el convencimiento –afirmó, apoyando la mano en la mesa con melancólica firmeza– de que el carácter del señor Dick no es suficientemente enérgico para poner a raya a los burros. Estoy segura de que le falta determinación. Tendría que haber dejado a Janet en su lugar; quizá entonces habría estado más tranquila. Si alguna vez un burro ha pisoteado mi césped ha sido hoy a las cuatro en punto –dijo mi tía con vehemencia–. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, de la cabeza a los pies, y ¡ que era un burro!
Intenté en vano tranquilizarla.
–Se trataba de un burro –insistió–; y era el de la cola corta, el mismo que montaba aquella mujer, la hermana Murdering, cuando vino a verme –desde entonces mi tía llamaba siempre así a la señorita Murdstone–. Si existe un burro en Dover cuya audacia me resulte más insoportable que la de los demás, ¡es precisamente ése! –exclamó, golpeando la mesa.
Janet se atrevió a sugerir que quizá mi tía hiciese mal en preocuparse tanto, y afirmó estar convencida de que el burro en cuestión vivía ahora dedicado al transporte de arena y de grava, por lo que no tenía tiempo para entrar ilegalmente en su propiedad. Pero mi tía se negó a escucharla.
Nos sirvieron una buena cena, y estaba caliente, a pesar de que mi tía había elegido las habitaciones en uno de los pisos más altos del hotel. No sé si lo había hecho para disfrutar de un número mayor de escalones de piedra por el mismo precio, o para estar más cerca de la puerta que salía al tejado. Comimos pollo asado, una chuleta y algunas verduras, a todo lo cual hice los debidos honores, pues estaban deliciosos. Pero mi tía tenía sus propias ideas respecto al abastecimiento de Londres, y apenas probó bocado.
–Supongo que este infortunado pollo habrá nacido y se habrá criado en un sótano –dijo–, y el único aire que habrá respirado habrá sido en la parte trasera de un carruaje. que la chuleta sea de buey, aunque no lo creo. En mi opinión, lo único genuino de este lugar es la suciedad.
–¿Acaso no cree posible, tía, que el pollo haya venido del campo? –insinué.
–Por supuesto que no –se apresuró a responder–. Para un comerciante de Londres no tendría la menor gracia vender algo que fuera lo que aparenta ser.
No osé llevarle la contraria, pero cené con mucho apetito, lo que a ella le complació sobremanera. Cuando recogieron la mesa, Janet la ayudó a peinarse, le puso el gorro de dormir, que era más elegante que de costumbre («por si hay un incendio», dijo mi tía), y le dobló el camisón por encima de las rodillas, como todas las noches, pues le gustaba calentarse los pies antes de ir a la cama. Entonces yo le preparé, según ciertas normas establecidas que debían seguirse al pie de la letra, un vaso de vino blanco caliente, al que añadí un poco de agua, y una rebanada de pan tostado cortada en tiras largas y estrechas. Tras estos preparativos, nos dejaron solos para terminar la velada. Mi tía, sentada frente a mí, bebía su vino y mojaba en él las tiras de pan, una a una, antes de comérselas, mirándome con ternura bajo los bordes de su gorro de dormir.
–Veamos, Trot –empezó a decir–. ¿Qué te parece la idea de hacerte procurador eclesiástico? ¿O todavía no has pensado en eso?
–Lo he meditado mucho, querida tía, y he hablado largo y tendido del asunto con Steerforth. La idea me gusta. Me gusta muchísimo.
–¡Qué alegría me das! –exclamó.
–Sólo veo un inconveniente, tía.
–¿Cuál es, Trot?
–Me gustaría saber si mi ingreso en una profesión que, según tengo entendido, tiene un número muy limitado de miembros, no resultará muy costoso…
–Tu formación costará exactamente mil libras –repuso ella.
–Verá, querida tía –dije yo, acercando más la silla–, eso es algo que me preocupa. Es una suma considerable de dinero. Ha gastado usted mucho en mi educación, y siempre se ha mostrado conmigo en todo de lo más generosa. Ha sido usted verdaderamente desprendida. Pero tienen que existir otras profesiones en las que yo pueda empezar con muy poco gasto, y en las que, sin embargo, tenga esperanzas de prosperar gracias a mi resolución y a mi esfuerzo. ¿Está segura de que no sería mejor elegir ese camino? ¿Está segura de poder desprenderse de una suma tan elevada? ¿Le parece justo gastarla así? Lo único que le pido a usted, mi segunda madre, es que reflexione sobre ello. ¿Está usted realmente segura?
Mi tía terminó de comer el trozo de pan tostado que estaba masticando, sin dejar de mirarme a la cara; luego dejó su vaso sobre la chimenea y, cruzando las manos sobre su falda remangada, me contestó lo siguiente:
–Trot, hijo mío, si tengo algún propósito en la vida es convertirte en un hombre bueno, sensato y feliz. He puesto todo mi empeño en eso… y el señor Dick, también. Me gustaría que algunas personas que conozco escucharan los comentarios del señor Dick al respecto. Su sagacidad es extraordinaria. ¡Pero soy la única que conozco hasta dónde llega su inteligencia!
Se detuvo un momento para coger mi mano entre las suyas y siguió diciendo:
–Es inútil recordar el pasado, Trot, si no ejerce alguna influencia sobre el presente. Tal vez tendría que haberme llevado mejor con tu pobre padre. Tal vez tendría que haberme llevado mejor con tu madre, aquella infortunada niña, incluso después de la decepción que me causó tu hermana Betsey Trotwood. Es posible que lo creyera así cuando llegaste a mi casa, pobre y pequeño fugitivo, cubierto de polvo y extenuado por el viaje. Desde entonces hasta ahora, Trot, has sido siempre un orgullo y una alegría para mí. Nadie tiene derecho a mi fortuna; al menos… –al llegar aquí, con gran sorpresa mía, vaciló y pareció confusa–. No, nadie tiene derecho a mi fortuna, excepto tú, mi hijo adoptivo. Sólo te pido que seas cariñoso conmigo en mi vejez, y que soportes mis manías y mis caprichos; de ese modo, harás más por una anciana cuya juventud no fue todo lo feliz y armoniosa que hubiera debido ser, de lo que jamás ella habrá hecho por ti.
Era la primera vez que oía a mi tía referirse a su pasado. Y la serenidad con que trató el tema, antes de darlo por zanjado, reflejó tanta nobleza que, de haber sido posible, habría aumentado mi respeto y mi cariño por ella.
–Todo ha quedado aclarado entre nosotros, Trot –añadió–. No necesitamos hablar más del asunto. Dame un beso y mañana, después del desayuno, iremos a los Commons.
Tuvimos una larga conversación junto al fuego antes de acostarnos. Mi habitación estaba en el mismo piso que la de ella y, a lo largo de la noche, llamó a mi puerta en varias ocasiones –cada vez que se despertaba alarmada por el ruido lejano de los coches de alquiler o de los carros que se dirigían al mercado– para preguntarme si no había oído las bombas de incendios. Sin embargo, cuando amaneció, logró tranquilizarse y me dejó dormir en paz.
Alrededor del mediodía, nos dirigimos a las oficinas de los señores Spenlow y Jorkins en los Doctors’ Commons. Mi tía, que también estaba convencida de que en Londres todos los hombres que veía eran rateros, me confió su bolsito, que contenía diez guineas y algunas monedas de plata.
Hicimos un alto en la tienda de juguetes de Fleet Street para ver cómo los gigantes de Saint Dunstan daban la hora (habíamos previsto estar allí a las doce en punto) y luego continuamos hacia Ludgate Hill y la iglesia de Saint Paul. Cuando estábamos llegando al primero de estos lugares, me di cuenta de que mi tía aceleraba el paso y parecía asustada. Vi, al mismo tiempo, que un hombre ceñudo y mal vestido, que poco antes se había detenido y nos había mirado fijamente, al cruzarse con nosotros, nos seguía tan de cerca que casi rozaba la ropa de la señorita Trotwood.
–¡Trot! ¡Mi querido Trot! –susurró mi tía aterrorizada, oprimiéndome el brazo–. No sé qué hacer.
–No tenga miedo –le dije–. No pasa nada. Entre en una tienda y ya verá lo pronto que me deshago de ese individuo.
–¡No, no, hijo! –respondió–. No hables con él por nada del mundo. ¡Te lo suplico, te lo ordeno!
–¡Por Dios, tía! –exclamé–. Si no es más que un mendigo insolente.
–¡No sabes lo que es! –repuso ella–. ¡No sabes quién es! ¡No sabes lo que estás diciendo!
Entretanto, nos habíamos detenido en un portal vacío y él nos había imitado.
–¡No le mires! –gritó mi tía, cuando volví la cabeza indignado–. Pídeme un carruaje, querido, y espera mi regreso en el cementerio de Saint Paul.
–¿Que espere su regreso? –repetí.
–Sí –contestó ella–. Debo ir sola. Tengo que hablar con él.
–¿Con él, tía? ¿Con ese hombre?
–Estoy en mi sano juicio, Trot –repuso–, y te digo que tengo que hablar con él. ¡Vamos, pídeme un carruaje!
Por grande que fuera mi asombro, comprendí que no podía negarme a obedecer una orden tan apremiante. Sin perder tiempo, me alejé unos pasos y llamé a un coche de alquiler que pasaba en esos instantes. Sin que yo supiese cómo, mi tía entró de un salto en su interior, en cuanto hube bajado el estribo; el desconocido la siguió. Ella me hizo un gesto tan enérgico con la mano para que me marchara que, sumamente desconcertado, me alejé en seguida. Al hacerlo, oí cómo le decía al cochero: «¡A cualquier sitio! ¡No se detenga!». Y el carruaje me adelantó, cuesta arriba.
Recordé entonces lo que el señor Dick me había contado, y que yo había creído una imaginación suya. No me cabía la menor duda de que aquel individuo era el mismo al que él se había referido de un modo tan misterioso, aunque era incapaz de imaginar qué podía darle tanto poder sobre mi tía. Después de esperar media hora en el cementerio, vi aparecer de nuevo el carruaje. El cochero se detuvo a mi altura: mi tía venía sola.
Todavía no estaba suficientemente recuperada del susto para realizar la visita que habíamos proyectado. Me pidió que subiera al vehículo y que ordenara al cochero dar unas vueltas por los alrededores, muy despacio.
–Nunca me preguntes quién era, hijo mío, ni vuelvas a mencionar este asunto.
Y ésas fueron sus únicas palabras hasta que recobró por completo la serenidad; entonces me dijo que ya se encontraba perfectamente y que podíamos bajar del carruaje. Cuando me dio su bolsito para pagar al cochero, me percaté de que todas las guineas habían desaparecido y de que sólo quedaban las monedas de plata.
Se accedía a los Doctors’ Commons por un pequeño arco de baja altura. Apenas habíamos dado unos pasos por su recinto cuando el ruido de la ciudad pareció convertirse, como por arte de magia, en un murmullo lejano. Después de atravesar algunos patios oscuros y estrechos pasajes, llegamos a las oficinas de Spenlow y Jorkins, iluminadas por una claraboya. En el vestíbulo de ese templo, donde los peregrinos eran admitidos sin la ceremonia de llamar a la puerta, tres o cuatro empleados trabajaban como copistas. Uno de ellos, un hombrecillo enjuto cuya peluca oscura y acartonada parecía de pan de jengibre, se levantó de su solitario rincón para recibir a mi tía y nos condujo al despacho del señor Spenlow.
–El señor Spenlow se encuentra en el Tribunal, señora –señaló el escribiente–; pero hoy le toca el de los Arcos, que está muy cerca, así que ahora mismo diré que le avisen.
Como nos dejaron solos mientras iban en busca del señor Spenlow, aproveché la oportunidad para echar un vistazo a mi alrededor. Los muebles eran anticuados y estaban polvorientos; el tapete verde del escritorio había perdido el color, y estaba tan pálido y ajado como un viejo mendigo. Había muchos legajos en los que podía leerse: «Alegaciones» o (para mi sorpresa) «Libelos», y si concernían al Tribunal del Consistorio, al Tribunal de los Arcos, al Tribunal de las Prerrogativas, al Tribunal del Almirantazgo o al Tribunal de los Diputados; lo que me hizo meditar mucho sobre cuántos tribunales habría en total y cuánto tiempo tardaría en aprendérmelos. Había, asimismo, innumerables manuscritos que recogían los testimonios prestados bajo juramento, sólidamente atados en gruesos fajos, a fin de separar los distintos procesos; como si cada uno de ellos fuera una historia en diez o veinte volúmenes. Todo aquello parecía bastante costoso y me dio una bonita idea del oficio de procurador eclesiástico. Estaba examinando cada vez con mayor complacencia esos objetos y otros similares, cuando se oyeron unos pasos apresurados en la estancia contigua y el señor Spenlow, con una toga negra ribeteada de armiño, entró a toda prisa y se quitó el birrete.
Era un caballero menudo y de pelo rubio, con unas botas irreprochables; jamás había visto una corbata y un cuello de camisa tan almidonados como los suyos. Llevaba el traje abotonado hasta el cuello, muy ceñido y elegante, y parecía haber dedicado mucho tiempo al arreglo de sus patillas, rizadas con auténtico esmero. La cadena de oro de su reloj era tan pesada que pensé que, para sacarla del bolsillo, necesitaría un brazo de oro tan vigoroso como los que se ven en las tiendas de los batidores de oro. Iba vestido con tanta pulcritud, y era tan estirado, que apenas podía inclinarse; y cuando quiso examinar unos documentos que había en su escritorio, después de tomar asiento, se vio obligado a mover todo el cuerpo, al igual que Polichinela, desde la base del espinazo.
Previamente me había saludado con cortesía, cuando mi tía me presentó.
–De modo, señor Copperfield, que ha pensado usted entrar en nuestra profesión. El otro día, cuando tuve el placer de entrevistarme con su tía –y volvió a inclinar todo su cuerpo como una marioneta–, le comenté que casualmente teníamos una vacante. La señorita Trotwood tuvo la amabilidad de decirme que tenía un sobrino muy querido a su cargo, para el que deseaba encontrar una profesión honorable. Y es a ese sobrino, supongo, a quien ahora tengo el honor de… (otra inclinación de Polichinela).
Después de hacerle una reverencia en señal de agradecimiento, le respondí que mi tía me había hablado de esa posibilidad, y que creía que me agradaría mucho; que la idea me parecía muy atractiva, y que había aceptado en seguida su propuesta; que no podía estar completamente seguro hasta no saber mejor en qué consistiría mi trabajo; y que, aunque no fuese más que una formalidad, esperaba tener la oportunidad de probar si me gustaba, antes de comprometerme de un modo irrevocable.
–¡Oh! ¡Sin duda! ¡Sin duda! –exclamó el señor Spenlow–. En este despacho tenemos la costumbre de ofrecer un mes… un mes de prueba. Personalmente, preferiría que fueran dos meses, tres meses o un tiempo indefinido, pero tengo un socio, el señor Jorkins.
–Y el precio de mi formación, señor –inquirí–, ¿serán mil libras?
–En efecto, mil libras, pólizas incluidas –respondió el señor Spenlow–. Como ya he dicho a la señorita Trotwood, no actúo movido por el interés; no creo que haya muchos hombres menos apegados que yo al dinero; pero el señor Jorkins tiene sus ideas al respecto y yo debo respetarlas. A decir verdad, el señor Jorkins piensa que mil libras es demasiado poco.
–Supongo, señor –dije, intentando defender los intereses de mi tía–, que si uno de sus empleados resulta especialmente eficaz y se pone en seguida al corriente de su trabajo… –no pude evitar sonrojarme, pues sonaba muy petulante por mi parte–, supongo que no existirá la costumbre, durante los últimos años de su formación, de pagarle un…
El señor Spenlow, con gran esfuerzo, sacó la cabeza del cuello de su camisa lo suficiente para moverla negativamente, antes de que yo pronunciara la palabra «sueldo».
–No. Si no estuviera ligado a otra persona, señor Copperfield, quizá tomara en consideración esa posibilidad.
Me sentí consternado sólo de pensar en aquel terrible Jorkins. Pero más tarde descubrí que se trataba de un hombre muy apacible, de carácter triste, cuyo papel en el negocio era mantenerse en un segundo plano, para que su socio pudiera presentarlo como el más duro e implacable de los hombres. Si un empleado pedía aumento de sueldo, el señor Jorkins no quería ni oír hablar de semejante proposición. Si un cliente tardaba en pagar sus honorarios, el señor Jorkins exigía que lo hiciera en seguida. Y, por penoso que pudiera resultar para el espíritu sensible del señor Spenlow, el señor Jorkins siempre se salía con la suya. El ángel bueno Spenlow habría sido todo corazón, si no hubiera existido aquel demonio de Jorkins. A medida que he ido cumpliendo años, he conocido bastantes negocios que se regían por el principio de Spenlow y Jorkins.
Quedó acordado que yo empezaría mi mes de prueba en cuanto me viniera bien, y que la señorita Trotwood no necesitaría quedarse en la ciudad ni regresar cuando este plazo venciera, pues no había el menor inconveniente en enviarle mi contrato a Dover para que lo firmase. Una vez arreglado esto, el señor Spenlow se brindó a acompañarme a la sala del Tribunal, a fin de que pudiera ver qué clase de lugar era. Como yo estaba deseoso de conocerlo, salimos del despacho dejando en él a mi tía, que, según nos explicó, no quería correr el riesgo de ir; supongo que para ella todos los tribunales de justicia eran como polvorines que podían volar por los aires en cualquier momento.
El señor Spenlow me condujo por un patio empedrado, rodeado de grandes edificios de ladrillo que, a juzgar por los nombres escritos en las puertas, debían de ser las residencias oficiales de los eminentes doctores de los que Steerforth me había hablado. Después me invitó a entrar en una sala grande y oscura que había a la izquierda, y que me dio la impresión de ser una iglesia. La parte del fondo estaba separada del resto por una barandilla; y allí, a ambos lados de un estrado en forma de herradura, había varios caballeros con togas rojas y pelucas grises, sentados en unas cómodas y anticuadas sillas de comedor. Eran los doctores que he mencionado antes. En el centro de la herradura, asomando por encima de un pequeño pupitre, que me recordó al de un púlpito, había un anciano. Si lo hubiera visto en el interior de una jaula, habría creído que era un búho, pero me dijeron que era el presidente del Tribunal. En el espacio interior de la herradura, aunque en un plano más bajo, es decir casi a nivel del suelo, había varios caballeros del mismo rango que el señor Spenlow, vestidos como él, con togas negras ribeteadas de armiño, sentados alrededor de una gran mesa verde. Sus cuellos parecían muy rígidos y sus miradas, altivas; pero no tardé en darme cuenta de que había sido injusto con ellos en este último aspecto, pues, cuando dos o tres tuvieron que levantarse para contestar una pregunta del dignatario que presidía, hablaron con una humildad inaudita. El público, que consistía en un muchacho con una bufanda y en un hombre con traje raído, otrora elegante, que comía a escondidas unos mendrugos que sacaba del bolsillo de su abrigo, se calentaba en una estufa que había en el centro de la sala. La tranquila languidez del lugar sólo se veía interrumpida por el crepitar de aquel fuego y por la voz de uno de los abogados, que daba la impresión de pasear lentamente por toda una biblioteca de testimonios, y que se detenía de vez en cuando, del mismo modo que uno se detiene en una posada del camino, para esgrimir nuevos argumentos. En pocas palabras, jamás había asistido a una pequeña reunión de familia tan pacífica, tan aburrida, tan rancia, tan anticuada y tan soporífera; y pensé que sería un delicioso opiáceo formar parte de ella, representando cualquier papel, excepto quizá el de demandante.
Muy complacido con la atmósfera de sueño de aquel retiro, dije al señor Spenlow que, por el momento, ya había visto suficiente, y regresamos con mi tía. Poco después, me marché con ella de los Commons; y, al salir del despacho de Spenlow y Jorkins, me sentí muy joven, pues vi cómo los empleados se daban codazos entre sí y me señalaban con sus plumas.
Llegamos a Lincoln’s Inn Fields sin más contratiempos, si exceptuamos nuestro encuentro con un infortunado burro que tiraba del carro de un vendedor ambulante y que despertó en mi tía dolorosos recuerdos. Una vez a salvo en el hotel, volvimos a conversar largo y tendido sobre mis planes; y, como sabía que ella estaba deseosa de regresar a casa y que, entre los incendios, la comida y los rateros, no podía pasar ni media hora tranquila en Londres, le pedí que no se preocupara por mí y que me dejara cuidar de mí mismo.
–Mañana hará una semana que estoy aquí, y he pensando mucho en eso, querido –contestó–. Hay unas habitaciones amuebladas en el Adelphi, que serían perfectas para ti, Trot.
Después de ese breve preámbulo, sacó del bolsillo un anuncio, cuidadosamente recortado de un periódico, donde podía leerse que en Buckingham Street, en el Adelphi, se alquilaba un pequeño apartamento amueblado, muy agradable y con vistas al río, de lo más indicado para un caballero joven, para un miembro del Colegio de Abogados, etc…; entrega de llaves inmediata, precio moderado y posibilidad de alquilarse por meses.
–¡Precisamente lo que necesito, tía! –exclamé, enrojeciendo de placer ante la perspectiva de tener mi propio apartamento.
–Entonces, no hablemos más –respondió mi tía, volviendo a ponerse el sombrero que acababa de dejar a un lado–. ¡Vamos a verlo!
Y allí nos fuimos. El anuncio decía que nos dirigiéramos a una tal señora Crupp, en el mismo edificio, de modo que tocamos la campanilla del patio, suponiendo que así la encontraríamos. Tuvimos que llamar tres o cuatro veces antes de que ella se dignara contestar. Finalmente, apareció; se trataba de una mujer corpulenta con unas enaguas de franela, cuyos volantes sobresalían bajo su vestido de nanquín.
–¿Podría, por favor, enseñarnos las habitaciones que tiene libres? –dijo mi tía.
–¿Para este caballero? –preguntó la señora Crupp, buscando las llaves en el bolsillo.
–En efecto, para mi sobrino –repuso la señorita Trotwood.
–¡Le van a venir que ni pintiparadas! –exclamó la señora Crupp.
Subimos las escaleras. El apartamento estaba en el último piso de la casa –un punto a favor para mi tía, pues se hallaba muy cerca de la escalera de incendios– y tenía un pequeño vestíbulo donde apenas había luz, una pequeña despensa por la que había que avanzar a tientas, una sala de estar y un dormitorio. Los muebles estaban un poco deteriorados, pero suficientemente bien para mí; y, en efecto, las ventanas daban al río.
Como el sitio me encantó, mi tía y la señora Crupp se retiraron al cuarto contiguo para discutir las condiciones, mientras yo me quedaba en el sofá de la sala, casi sin acabar de creer que iba a vivir en tan magnífica residencia. Después de un singular combate de bastante duración, las dos mujeres regresaron, y no tardé en comprender, regocijado, tanto por la expresión de la señora Crupp como por la de mi tía, que habían llegado a un acuerdo.
–¿Son los muebles del inquilino anterior? –preguntó la señorita Trotwood.
–Así es, señora –repuso su interlocutora.
–¿Y qué ha sido de él? –quiso saber mi tía.
La señora Crupp sufrió un violento ataque de tos y, a duras penas, logró articular:
–Cayó enfermo aquí, señora y…¡Cof! ¡Cof! ¡Cof! ¡Ay, Señor! Se murió…
–¡Eh! ¿Y de qué murió? –inquirió mi tía.
–Verá, señora, a causa de la bebida –le dijo confidencialmente la señora Crupp–. Y del humo.
–¿Del humo? No se referirá al de la chimenea, ¿verdad? –exclamó la señorita Trotwood.
–No, señora –repuso la señora Crupp–. Al de la pipa y los cigarros.
–En cualquier caso, eso no es contagioso, Trot –comentó mi tía, volviéndose hacia mí.
–No, señora –contesté.
En una palabra, mi tía, viendo lo entusiasmado que estaba con el apartamento, lo alquiló por un mes, con posibilidad de prolongar el contrato doce meses más, después de aquella fecha. La señora Crupp se encargaría de proporcionarme ropa blanca y de cocinar. Mi nueva casera dejó bien claro que me querría como a un hijo. Quedó convenido que me trasladaría dos días después, y la señora Crupp dio gracias al Cielo ¡por haber encontrado alguien a quien cuidar!
Durante el camino de vuelta, mi tía dijo estar convencida de que mi nueva vida me convertiría en un hombre firme y seguro de sí mismo, que era lo único que necesitaba. Al día siguiente me lo repitió varias veces, mientras organizábamos el envío de mi ropa y de mis libros desde casa del señor Wickfield. Con ese propósito, escribí una larga carta a Agnes, en la que también le hablaba de mis vacaciones en Yarmouth. La señorita Trotwood se encargaría de dársela, pues había tomado la decisión de marcharse al día siguiente. Para no extenderme en estos detalles, añadiré únicamente que mi tía fue muy generosa conmigo y me dio todo el dinero que podía necesitar durante mi mes de prueba; que Steerforth, con gran desilusión nuestra, no apareció antes de su partida; que no me separé de ella hasta dejarla instalada, junto a Janet, en la diligencia de Dover, exultante por su futura victoria sobre los asnos vagabundos; y que, cuando el carruaje desapareció, volví mi rostro hacia el Adelphi, recordando los antiguos días en que yo deambulaba por sus arcadas subterráneas, y pensé en las felices circunstancias que me habían traído a la superficie.