David Copperfield

XXXII El principio de un largo viaje

XXXII

Supongo que lo que es natural en mí debe de serlo en muchas otras personas; por eso no me avergüenza escribir que jamás había querido tanto a Steerforth como en el momento en que se rompieron los lazos que nos unían. En medio del agudo dolor que me causaba el descubrimiento de su indignidad, lo cierto es que pensaba más en lo que había de bueno y de brillante en él, y hacía más justicia a todas las cualidades que podían haberlo convertido en un hombre noble e ilustre, que en los momentos en que había sentido más admiración por él. Aunque lamentaba profundamente el papel que me había tocado desempeñar, de forma involuntaria, en la deshonra de aquella respetable familia, creo que, si me hubiera encontrado con él, cara a cara, habría sido incapaz de dirigirle el menor reproche. Habría seguido queriéndolo igual, aunque hubiera dejado de fascinarme; y habría recordado con tanta emoción el cariño que le tenía que quizá me hubiera comportado con la debilidad de un niño herido en sus sentimientos, en todo menos en el convencimiento de que jamás podríamos reconciliarnos. Nunca se me ocurrió pensarlo. Sentí, al igual que él, que todo había terminado entre nosotros. Jamás he sabido qué recuerdos conservó de mí… posiblemente eran triviales y fáciles de desechar… pero yo siempre he pensado en él como en un amigo muy querido que la muerte me arrebató.

Sí, Steerforth, ¡tanto tiempo alejado de los escenarios de esta triste historia! Tal vez mi dolor sirva involuntariamente de testimonio contra ti el día del Juicio Final; pero nunca lo harán mi cólera o mis reproches, ¡lo sé con certeza!

La noticia de lo ocurrido no tardó en extenderse por la ciudad; y, mientras recorría sus calles a la mañana siguiente, oí que los vecinos hablaban del asunto en la puerta de sus casas. Muchos condenaban severamente a Emily, y unos pocos le culpaban a él; pero todos estaban de acuerdo en compadecer a su segundo padre y a su prometido. Y lo que predominaba en aquellas gentes tan diferentes era el respeto por su dolor, un sentimiento lleno de delicadeza y de ternura. Cuando los vieron andar lentamente por la arena, muy de mañana, los hombres que salían a la mar se mantuvieron a distancia; y formaron pequeños grupos para hablar compasivamente de ellos.

Los encontré en la playa, muy cerca de la orilla. Me habría dado cuenta de que ninguno de los dos había dormido en toda la noche, aunque Peggotty no me hubiera dicho que el amanecer les había sorprendido en el mismo lugar donde yo les había dejado la víspera. Parecían extenuados; y tuve la impresión de que el señor Peggotty se había encorvado más en una sola noche que en todos los años transcurridos desde que yo lo conocía. Él y Ham estaban tan serios y solemnes como el mismísimo mar, que se extendía ante nosotros bajo un cielo sombrío, casi sin olas (aunque su sonido fuera tan profundo que pareciese respirar en medio de tanta quietud), mientras el horizonte, iluminado por un sol invisible, se convertía en una franja de luz plateada.

–Hemos hablado largo y tendido, señorito Davy –me dijo el señor Peggotty, cuando llevábamos un rato caminando en silencio–, de lo que debíamos y no debíamos hacer. Pero ahora lo sabemos con claridad.

Miré por casualidad a Ham, que estaba contemplando aquel lejano resplandor sobre el mar, y me asaltó un pensamiento terrible; y no era que su rostro reflejase ira, porque no era cierto, pero recuerdo que se leía en él una extraña determinación… la de matar a Steerforth si algún día se encontraba con él.

–Aquí no tengo nada más que hacer, señor –exclamó el señor Peggotty–. Voy a buscar a mi…

Se detuvo unos instantes, antes de proseguir con voz más firme:

–Voy a buscarla. A partir de ahora, ése será mi único cometido.

Movió la cabeza cuando le pregunté dónde pensaba dirigirse, y quiso saber si yo volvería a Londres al día siguiente. Le respondí que, si no lo había hecho ese mismo día, había sido por miedo a dejar de serle útil en algo; pero que estaba dispuesto a salir en cuanto él quisiera.

–Iré con usted, señor –repuso–, si le parece bien regresar mañana.

Seguimos andando en silencio durante un rato.

–Ham –dijo de pronto– continuará con su trabajo y vivirá en casa de mi hermana. En cuanto a esa vieja gabarra…

–¿Acaso piensa usted abandonarla, señor Peggotty? –le reproché con cariño.

–Mi lugar ya no está aquí, señorito Davy –contestó–; y si alguna vez se fue a pique un barco, desde que la oscuridad cayó sobre la superficie de las aguas, ha sido precisamente ése. Pero no, señor, no lo abandonaré; nada más lejos de mi ánimo.

Seguimos andando, hasta que él exclamó:

–Mi único deseo es que siga teniendo el mismo aspecto, día y noche, invierno o verano, que cuando Emily lo vio por primera vez. Si alguna vez regresara, no me gustaría que su viejo hogar pareciese rechazarla; quiero que éste la invite a acercarse y a mirar –en medio del viento y de la lluvia, como un fantasma–, a través de su vieja ventana, el cajón donde solía sentarse junto al fuego. Quizá entonces, señorito Davy, cuando advierta que sólo está allí la señora Gummidge, reúna suficiente coraje para entrar, toda temblorosa; y tal vez se acueste en su antigua cama, y apoye su fatigada cabeza donde antes dormía alegremente.

Fui incapaz de responderle, a pesar de mis esfuerzos.

–Todas las tardes –continuó el señor Peggotty–, nada más anochecer, habrá una vela en la ventana, que parezca decirle si algún día la ve: «¡Vuelve, mi niña, vuelve!». Si alguna vez oyes llamar por la noche a la puerta de tu tía, Ham, sobre todo si lo hacen suavemente, no la abras. Deja que sea ella, y no tú, quien reciba a mi hija descarriada.

Caminó un rato delante de nosotros. Durante ese tiempo, miré de nuevo a Ham y, al advertir la misma expresión en su rostro y ver que sus ojos seguían clavados en el lejano resplandor, le toqué en el brazo.

Me vi obligado a repetir dos veces su nombre (en el tono que habría empleado para despertar a una persona dormida) para que me oyera. Cuando, finalmente, le pregunté en qué pensaba, me respondió:

–En lo que se extiende ante mí, señorito Davy; y más allá de aquel horizonte.

–¿Te refieres a tu porvenir?

Ham había señalado vagamente el mar.

–Sí, señorito Davy. No sabría explicarlo, pero es como si de allí lejos fuera a llegarme… el fin –dijo mirándome, como un hombre que acabara de despertarse, pero con la misma resolución en el rostro.

–¿Qué fin? –le pregunté, mientras mis temores renacían.

–No sé –contestó pensativo–; estaba pensando que todo había empezado aquí… y entonces llegó el fin. ¡Pero ya pasó! Señorito Davy –añadió, como si hubiera leído mi pensamiento–, no se preocupe por mí, aunque me sienta perdido; es como si no acabara de comprender lo sucedido (lo que equivalía a decir que no era él mismo y que se hallaba bastante confuso).

El señor Peggotty se detuvo a esperarnos: nos reunimos con él, dando por terminada nuestra conversación. El recuerdo de las palabras de Ham, sin embargo, se sumó a mis pensamientos anteriores, y siguió acudiendo a mi memoria, de vez en cuando, hasta el día en que llegó el inexorable fin, a la hora señalada.

Nos acercamos sin darnos cuenta a la vieja gabarra y entramos en ella. La señora Gummidge, que había dejado de gemir en su rincón, estaba muy atareada preparando el desayuno. Cogió el sombrero del señor Peggotty y le acercó la silla, hablándole con tanta dulzura y cariño que apenas pude reconocerla.

–Daniel, mi buen amigo –exclamó la anciana–, tiene usted que comer y beber para conservar las fuerzas, o no hará nada. ¡Vamos, inténtelo! Y, si le molesto con mi cháchara, me lo dice y me callo.

Cuando nos hubo servido a todos, se sentó junto a la ventana para remendar algunas camisas y otras prendas de vestir del señor Peggotty, y, después de doblarlas cuidadosamente, las metió en un viejo saco de hule, como los que llevan los marineros. Durante todo ese tiempo, siguió hablándole con voz apacible.

–Ya sabe que estaré aquí, Daniel –dijo la señora Gummidge–, a todas horas y en todas las estaciones… tal como desea. No soy una persona instruida, pero, cuando esté lejos, le escribiré en mis ratos libres y enviaré las cartas al señorito Davy. Tal vez pueda escribirme usted también, de vez en cuando, Daniel, para decirme cómo se siente durante su triste y solitario viaje.

–Me temo que va a sentirse aquí muy sola –declaró el señor Peggotty.

–No, no, Daniel –contestó la anciana–, en absoluto. No se preocupe por mí. Estaré muy ocupada cuidando la casa hasta que regrese usted… o quienquiera que sea, Daniel. Cuando haga buen tiempo, me sentaré junto a la puerta como de costumbre. Y, si alguien pasa por aquí, verá desde muy lejos a la anciana viuda, fiel a su palabra.

¡Qué cambio había dado la señora Gummidge en tan poco tiempo! Era otra mujer. Se mostraba tan afectuosa, parecía saber tan bien lo que convenía decir y lo que era preferible callar, pensaba tan poco en sí misma y era tan considerada con el dolor ajeno, que sentí por ella un profundo respeto. ¡Cuánto trabajó aquel día! Hubo que recoger muchas cosas en la playa para guardarlas en el cobertizo: remos, redes, velas, cabos, palos, nasas, sacos de lastre, Y, aunque fueron muchos los que prestaron su ayuda –pues no había en toda aquella costa un hombre que no estuviera dispuesto a trabajar de firme para el señor Peggotty, y que no se sintiera feliz de que éste se lo pidiera–, la señora Gummidge insistió en cargar unos fardos demasiados pesados para ella y en correr inútilmente de un lado a otro, durante toda la jornada. En cuanto a sus desgracias, parecía haber olvidado que algún día hubieran existido. Continuó mostrándose compasiva sin perder su buen humor, quizá lo más sorprendente del cambio que había experimentado. Se habían acabado los lamentos. No advertí el menor temblor en su voz, ni vi una sola lágrima en sus ojos, hasta que cayó la noche; cuando se quedó a solas con el señor Peggotty y conmigo, y éste se durmió agotado, ella estalló en llanto, tratando inútilmente de ahogar sus sollozos, y me pidió que la acompañara a la puerta.

–¡Que Dios le bendiga, señorito Davy! –exclamó–. ¡Pobre hombre! ¡Sea siempre su amigo!

Se apresuró entonces a salir de la casa para lavarse el rostro, a fin de que el señor Peggotty, al despertar, la encontrara trabajando tranquilamente a su lado. En pocas palabras, cuando me despedí por la noche, la anciana se había convertido en el principal apoyo y sostén del señor Peggotty; y no pude sino meditar sobre la lección que me había dado la señora Gummidge, y en todo lo que había descubierto gracias a ella.

Serían las nueve o las diez de la noche cuando, después de atravesar desconsolado la ciudad, me detuve en la puerta del señor Omer. Minnie me explicó que su padre se había disgustado tanto con la noticia que había pasado el día triste y abatido, y se había acostado sin fumar su pipa.

–¡Qué muchacha tan falsa y malvada! –exclamó la señora Joram–. Nunca hubo un ápice de bondad en ella.

–No diga eso –le interrumpí–. Estoy seguro de que no lo piensa.

–¡Claro que sí! –respondió ella, enojada.

–No, no –insistí yo.

La señora Joram movió la cabeza, tratando de mantener su expresión de enfado, pero fue incapaz de dominar la ternura que había en ella y rompió a llorar. Yo era joven, es verdad; pero la aprecié más por la compasión que mostraba, y pensé que ésta le sentaba realmente bien a una esposa y madre tan ejemplar.

–¿Qué hará? –sollozó Minnie–. ¿Dónde irá? ¿Qué será de ella? ¡Oh, Dios! ¡Cómo ha podido ser tan cruel consigo misma y con su prometido!

Recordé los tiempos en que Minnie era una bonita joven y, al verla tan conmovida, me alegré de que tampoco ella los hubiera olvidado.

–Mi pequeña Minnie –dijo la señora Joram– acaba de dormirse. Hasta en sueños solloza por Emily. Ha pasado el día llorando y preguntándome una y otra vez si Emily era mala. Cuando pienso que la última noche que estuvo aquí se quitó la cinta de su cuello y se la puso a Minnie, y luego apoyó su cabeza en la almohada, junto a la de la niña, hasta que ésta se durmió, ¿qué puedo contestarle? La cinta está aún alrededor del cuello de mi pequeña Minnie. Tal vez habría tenido que quitársela, pero ¿qué puedo hacer? Emily ha obrado muy mal, pero las dos se querían tanto… Y la niña desconoce lo ocurrido.

La señora Joram se sentía tan desgraciada que su marido vino a consolarla. Los dejé juntos y me dirigí a casa de Peggotty, todavía más triste que antes, si eso era posible.

La buena mujer (me refiero a Peggotty), sin manifestar la menor fatiga después de sus recientes sufrimientos y de sus noches en vela, se encontraba en la vieja gabarra de su hermano, donde había querido pasar la noche. Una anciana, que se había ocupado de los quehaceres domésticos durante las últimas semanas, mientras Peggotty no podía atenderlas, era su única ocupante, aparte de mí. Como no tenía necesidad de sus servicios, le pedí que se acostara, lo que pareció complacerla, y me senté junto al fuego de la cocina, tratando de ordenar mis ideas.

Los últimos sucesos se confundían en mi imaginación con la muerte del difunto señor Barkis, y tenía la impresión de bajar con la marea hacia el lejano horizonte que Ham había contemplado de un modo tan extraño aquella misma mañana; un golpe en la puerta me sacó de mi ensimismamiento. Pero el ruido no venía de la aldaba. Era una mano la que llamaba, y a baja altura, como lo hubiera hecho un niño.

Me sobresalté tanto como si hubiera oído al lacayo de un personaje distinguido. Abrí la puerta y, al principio, para gran sorpresa mía, lo único que vi fue un enorme paraguas que parecía moverse por sí mismo; pero no tardé en descubrir bajo él a la señorita Mowcher.

Es posible que no hubiera estado demasiado bien dispuesto a recibir a aquella pequeña criatura si en el momento de apartar el paraguas, que no conseguía cerrar a pesar de sus esfuerzos, hubiera advertido en ella esa expresión de picardía en el rostro que tanto me había impresionado en nuestro primer y último encuentro. Pero el semblante que levantó hacia mí reflejaba tanta inquietud y, cuando le cogí el paraguas (que habría resultado demasiado grande hasta para el gigante irlandés), retorció sus pequeñas manos con tanto pesar que no pude evitar sentir cierta simpatía por ella.

–¡Señorita Mowcher! –exclamé, después de mirar a ambos lados de la calle desierta, sin saber exactamente lo que buscaba–. ¿Por qué ha venido aquí? ¿Qué ocurre?

Ella me indicó con su bracito derecho que cerrase el paraguas, y, pasando velozmente por delante de mí, entró en la cocina. Cuando hube cerrado la puerta y fui tras ella, con el paraguas en la mano, la encontré sentada en la rejilla de la chimenea (que era muy baja y tenía dos barras lisas en la parte superior para colocar los platos), a la sombra de un caldero, balanceándose hacia adelante y hacia atrás y frotándose las rodillas con las manos, como si le doliera algo.

Sumamente alarmado de ser el único destinatario de aquella visita intempestiva, y el único espectador de tan extraordinario comportamiento, dije de nuevo:

–Por favor, señorita Mowcher, ¿qué ocurre? ¿Se encuentra usted mal?

–Mi querido joven –respondió ella, colocando las dos manos sobre el corazón–. Me duele aquí, me duele terriblemente aquí. Cuando pienso que todo ha terminado de este modo… y que yo podía haberlo imaginado, e incluso evitado, de no haber sido tan alocada.

Su enorme sombrero (completamente desproporcionado para su estatura) volvió a moverse hacia delante y hacia atrás, siguiendo el balanceo de su diminuto cuerpo; entretanto, un gigantesco sombrero bailaba al mismo ritmo que ella en la pared.

–Me sorprende verla tan seria y afligida… –empecé a decir.

–Sí, siempre sucede lo mismo –me interrumpió ella–. Estos jóvenes tan desconsiderados, altos y bien parecidos, se sorprenden de descubrir sentimientos en una criatura como yo. Para ellos no soy más que un juguete con el que divertirse, y del que se deshacen en cuanto se cansan… y les asombra que tenga más sentimientos que un caballo de juguete o un soldado de madera. Sí, así son las cosas; no es nada nuevo.

–Es posible que sea cierto con otras personas –repuse–, pero no conmigo, se lo aseguro. Quizá no debería sorprenderme verla así, apenas la conozco. He hablado sin reflexionar.

–¿Qué otra cosa puedo hacer? –señaló la pequeña mujer, poniéndose en pie y extendiendo sus brazos para que la viera mejor–. ¡Fíjese en mí! Mi padre era como yo; y también lo es mi hermana… y mi hermano. He trabajado para ellos desde hace muchos años… y muy duramente, señor Copperfield… durante todo el día. Tengo que vivir. Y no hago daño a nadie. Si existen personas lo bastante crueles e inconscientes para burlarse de mí, ¿qué otra cosa puedo hacer sino reírme de mí, de ellos y de cuanto me rodea? ¿Y quién tiene la culpa de eso? ¿Acaso yo?

No, no; comprendí que la señorita Mowcher era inocente.

–Si me hubiera presentado ante su desleal amigo como una enana sensible –prosiguió, moviendo la cabeza con expresión de reproche–, ¿cree que él me habría ayudado o protegido? Si la pequeña Mowcher (que no es responsable de su tamaño, joven caballero) se hubiese dirigido a él, o a los que son como él, para contarles sus desgracias, ¿cree que se habrían dignado oír su vocecita? La pequeña Mowcher necesitaría vivir, aunque fuera la más antipática y aburrida de las pigmeas; pero no podría hacerlo. No. ¡Habrían dejado que se muriera de hambre!

La señorita Mowcher se sentó nuevamente en la rejilla, sacó el pañuelo y se enjugó los ojos.

–Si es usted una persona de buen corazón, como creo –dijo ella–, le alegrará saber que, aunque conozco bien mis limitaciones, puedo ser feliz y soportarlo. En cualquier caso, yo sí me alegro de poder abrirme camino (por muy diminuto que sea) en el mundo, sin tener que agradecérselo a nadie; y de poder mofarme de todas las tonterías y vanidades que tengo que aguantar. Si no me paso la vida lamentándome por lo que me falta, mejor para mí; y no creo que nadie salga perdiendo con ello. Si no soy más que un juguete para ustedes, los gigantes, trátenme bien.

La señorita Mowcher volvió a guardarse el pañuelo en el bolsillo, sin dejar de mirarme con atención.

–Acabo de verle pasar por la calle –prosiguió–. Como podrá imaginar, soy incapaz de andar a la misma velocidad que usted, con estas piernas tan cortas y lo escasa que ando de resuello, así que no pude alcanzarle; pero adiviné de dónde venía y le seguí. Ya he estado aquí antes, pero la buena mujer no se encontraba en casa.

–¿La conoce? –quise saber.

–He oído hablar de ella en la tienda de Omer y Joram –respondió–. Yo estaba allí a las siete de la mañana. ¿Se acuerda lo que me dijo Steerforth de esa desdichada joven la noche en que estuve con los dos en la posada?

El enorme sombrero que la señorita Mowcher llevaba en la cabeza y el gigantesco sombrero de la pared empezaron a balancearse nuevamente hacia delante y hacia atrás mientras ella me hacía esta pregunta.

Yo sabía muy bien a qué se refería, pues lo había recordado muchas veces a lo largo del día. Así se lo dije.

–¡Que el diablo le maldiga! –exclamó la pequeña mujer, con su dedo índice entre mi persona y sus ojos centelleantes–. ¡Y diez veces más a su vil criado! Pero creí que era usted quien sentía una pasión juvenil por ella…

–¿Yo?

–¡Ay! ¡Muchacho, muchacho! En nombre de la ciega mala suerte –exclamó la señorita Mowcher, retorciéndose las manos con impaciencia, mientras se balanceaba de nuevo en la rejilla–, ¿por qué motivo la elogió tanto, se sonrojó y pareció turbado?

No pude ocultarme a mí mismo que sus palabras eran ciertas, aunque mis razones hubieran sido muy diferentes.

–¿Cómo podía saberlo yo? –se lamentó la señorita Mowcher, volviendo a sacar su pañuelo y dando una pequeña patada en el suelo cada vez que, con breves intervalos, se enjugaba los ojos con las dos manos al mismo tiempo–. Me di cuenta de que Steerforth era una mala influencia para usted y de que pretendía engatusarle; comprendí que usted era como cera blanda entre sus manos. En cuanto salí de la estancia, su criado me dijo que el «Joven Inocente» (era el nombre que le daba, así que usted puede llamarle el «Viejo Culpable» mientras viva) estaba enamorado de la joven, y que ésta le correspondía; pero que su amo quería impedir que el asunto se complicara (por afecto a usted, más que por la muchacha) y que por eso habían venido a Yarmouth. ¿Qué podía hacer sino creerle? Vi cómo Steerforth le tranquilizaba y halagaba cubriendo de elogios a la joven. Usted fue el primero en pronunciar su nombre. Reconoció haberla admirado en el pasado. Se mostró ardiente y glacial, se sonrojó y palideció, mientras yo le hablaba de ella. ¿Qué podía pensar… qué pensé yo… sino que era usted un joven libertino al que sólo faltaba experiencia, en manos de alguien que sí la tenía y que podía influir en usted (porque así le apetecía) para que no cometiera un error? ¡Ay! Temían que yo descubriera la verdad –exclamó la señorita Mowcher, levantándose de la rejilla y yendo de un lado a otro de la cocina, desesperada, con los bracitos en alto–, pues soy una criatura muy perspicaz… no tengo más remedio, ¡he de sobrevivir!… y los dos me engañaron por completo, y me pidieron que entregara una carta a la pobre e infortunada niña; y estoy convencida de que ése fue el motivo de que ella empezara a hablar con Littimer, que se quedó en Yarmouth únicamente para eso.

La revelación de tanta vileza me dejó estupefacto, y seguí contemplando el ir y venir de la señorita Mowcher hasta que le faltó el aliento; entonces se sentó nuevamente en la rejilla y, enjugándose el rostro con el pañuelo, se limitó a mover la cabeza durante mucho tiempo, sin romper el silencio.

–Mis viajes por provincias, señor Copperfield –añadió, finalmente–, me condujeron hace dos noches a Norwich. Al descubrir por casualidad sus misteriosas idas y venidas sin usted, lo que me pareció extraño, empecé a sospechar que algo no iba bien. Cogí la diligencia de Londres, a su paso por Norwich, y llegué aquí esta mañana. ¡Ay! ¡Demasiado tarde!

La pobre y pequeña Mowcher, toda temblorosa después de tanta angustia y de tantas lágrimas, cambió de postura para calentar sus diminutos pies mojados entre las cenizas y se quedó mirando el fuego, como una enorme muñeca. Yo me senté en una silla al otro lado del hogar, sumido en las más sombrías reflexiones, sin despegar la vista de las llamas, aunque a veces la desviara hacia ella.

–Tengo que marcharme –dijo al fin, poniéndose en pie mientras hablaba–. Es tarde. No desconfiará de mí, ¿verdad?

Su pregunta fue tan directa que, cuando me tropecé con su mirada, que me pareció más penetrante que nunca, fui incapaz de responderle que no con total franqueza.

–¡Vamos! –exclamó ella, aceptando la ayuda de mi mano para pasar por encima de la rejilla y mirándome suplicante–. Sabe que no desconfiaría de mí si tuviera una estatura normal…

Comprendí que sus palabras encerraban una gran verdad; y me sentí bastante avergonzado de mí mismo.

–Es usted muy joven –afirmó, con una inclinación de cabeza–. Escuche un buen consejo, aunque proceda de una criatura insignificante de tres pies de altura. Procure no confundir los defectos físicos con los defectos morales, mi buen amigo, salvo cuando existan sólidas razones.

La señorita Mowcher había logrado bajar de la rejilla y yo superar mi desconfianza. Le dije que estaba seguro de que me había contado la verdad, y de que sólo habíamos sido dos instrumentos ciegos en unas pérfidas manos. Me dio las gracias y aseguró que yo era un buen muchacho.

–Ahora, ¡escúcheme bien! –exclamó, volviéndose antes de llegar a la puerta, con el dedo en alto y una expresión maliciosa en el rostro–. Tengo motivos para sospechar (voy siempre con los oídos muy abiertos, no puedo desperdiciar ninguna de mis facultades) que han abandonado Inglaterra. Pero si algún día regresan los dos, o tan sólo uno de ellos, estando yo viva, tengo más facilidades que nadie para enterarme, pues voy siempre de un lado para otro. Todo cuanto sepa, lo sabrá usted. Y, si algún día puedo hacer algo por esa pobre muchacha traicionada, lo haré de corazón, ¡con la ayuda del Cielo! En cuanto a Littimer, ¡más le valdría tener un sabueso a sus espaldas que a la pequeña Mowcher!

Cuando vi la expresión de sus ojos, creí firmemente en sus palabras.

–Quiero que tenga la misma confianza en mí (ni más, ni menos) que si mi estatura fuera normal –me rogó la señorita Mowcher, tocándome la muñeca–. Si en alguna ocasión vuelvo a parecerle muy distinta a la mujer de hoy, e igual a la criatura que conoció aquella noche en la posada, fíjese en la gente que me rodea. Recuerde que soy un ser desamparado e indefenso. Imagine mi regreso a casa, después de un largo día de trabajo, junto a un hermano y a una hermana como yo. Quizá entonces no me juzgue con tanta dureza, ni le cause sorpresa verme seria y afligida. ¡Buenas noches!

Estreché la mano de la señorita Mowcher, considerándola una persona muy diferente de lo que había creído hasta entonces, y me dirigí a la puerta para dejarla salir. No me resultó fácil abrir el enorme paraguas y conseguir que ella lo sujetara, pero finalmente lo logré; y vi cómo éste se alejaba calle abajo, bamboleándose bajo la lluvia, sin que pareciera haber nadie debajo, excepto cuando caía un chaparrón más fuerte y lo tumbaba hacia un lado, dejando al descubierto a la señorita Mowcher, que luchaba desesperadamente por enderezarlo. Después de acudir un par de veces en su ayuda, sin demasiado éxito, pues el paraguas se elevaba como un enorme pájaro antes de que yo pudiera alcanzarlo, entré en casa de Peggotty, me metí en la cama y dormí hasta el día siguiente.

El señor Peggotty y mi vieja niñera se reunieron conmigo por la mañana, y nos dirigimos muy temprano a la parada de la diligencia, donde la señora Gummidge y Ham nos esperaban para despedirse.

–Señorito Davy –me dijo Ham en voz baja, llevándome a un lado mientras el señor Peggotty colocaba su saco con el resto del equipaje–, mi tío está destrozado. No sabe adónde va, ni lo que le espera; se embarca en un viaje que, con alguna interrupción, durará lo que le queda de vida, a menos que encuentre lo que busca. Será usted un amigo para él, ¿verdad, señorito Davy?

–Confía en mí, Ham –le respondí, estrechando calurosamente su mano.

–Gracias, muchas gracias, señor. Una cosa más. Tengo un buen empleo, señorito Davy, y no sé en qué gastar lo que gano. Ya no necesito dinero, sólo lo justo para vivir. Si puede usted guardarlo para él, creo que trabajaría de mejor gana. Aunque en ese sentido, señor –señaló con voz suave y firme–, puede estar seguro de que trabajaré siempre como un hombre, y de que me conduciré lo mejor que pueda.

Le dije que estaba convencido de eso; e insinué que tenía la esperanza de que algún día dejara de llevar la vida solitaria a la que ahora se veía condenado.

–No, señor –repuso, moviendo la cabeza–, todo ha terminado para mí. Nadie podrá ocupar el lugar que ha quedado vacío. Pero no se olvidará del dinero, ¿verdad? Siempre ha de tenerlo a su disposición.

Se lo prometí, después de recordarle que el señor Peggotty tenía una renta, aunque modesta, gracias al legado de su difunto cuñado. Entonces nos despedimos. Y no puedo separarme de él, ni siquiera ahora, sin sentir una punzada de dolor ante su sencilla entereza y su profunda aflicción.

En cuanto a la señora Gummidge, si tuviera que intentar describir cómo corría al lado de la diligencia –no teniendo ojos más que para el señor Peggotty, sentado en la parte superior– tratando de contener las lágrimas y tropezando con todos los que iban en dirección contraria, lo cierto es que acometería una empresa muy difícil. Por ese motivo, prefiero dejarla sentada en el escalón de la puerta de una panadería, sin aliento, con el sombrero irreconocible y uno de sus zapatos en medio de la calle, a una distancia considerable.

Cuando llegamos a nuestro destino, lo primero que hicimos fue buscar un alojamiento para Peggotty, donde su hermano pudiera tener una cama. Tuvimos la suerte de encontrar uno, muy limpio y barato, encima de una tienda de ultramarinos y tan sólo a dos manzanas de mi casa. Una vez alquilado, compré un poco de carne fría en un restaurante y llevé a mis compañeros de viaje a tomar el té en casa; dicho proceder, lamento decir, no fue del agrado de la señora Crupp, sino todo lo contrario. Debo añadir, sin embargo, para explicar el malhumor de mi casera, que se sintió muy ofendida al ver que Peggotty, cuando no llevaba ni diez minutos en la casa, se remangaba su ropa de luto y empezaba a desempolvar mi dormitorio. Le pareció que era tomarse demasiadas libertades, y eso era algo que ella jamás consentía.

El señor Peggotty me había comunicado algo en la diligencia que no me había sorprendido demasiado: su intención de visitar a la señora Steerforth, nada más llegar. Como me sentía obligado a ayudarle en esa empresa, y a servir de mediador entre los dos, le escribí una carta aquella misma noche, procurando no herir sus sentimientos de madre. En ella le explicaba, con la mayor serenidad posible, el daño que su hijo había causado al señor Peggotty y mi parte de culpa en la historia. Le decía que era un hombre de origen humilde, pero de carácter sumamente recto y generoso; y que tenía el atrevimiento de esperar que ella no rehusara recibirlo en un momento tan doloroso para él. Le anunciaba que llegaríamos a las dos de la tarde, y fui personalmente a entregar la carta para que saliera en la primera silla de posta de la mañana.

A la hora fijada nos presentamos en la puerta de la casa… aquella casa en la que yo había sido tan feliz unos días antes, y donde había dado rienda suelta a mi confianza juvenil y a mi entusiasmo; a partir de ahora estaría cerrada para mí, y ya no sería más que un desierto y una ruina.

Littimer no apareció. La muchacha de rostro agradable que le había reemplazado en mi última visita atendió nuestra llamada y nos condujo al salón. La señora Steerforth nos esperaba allí. Cuando nos vio entrar, Rosa Dartle se acercó a ella y se colocó detrás de su asiento.

No tardé en advertir, por la expresión de la señora Steerforth, que su hijo le había contado lo ocurrido. Estaba muy pálida; y la emoción que reflejaba su semblante era mucho más profunda que la que hubiera podido causar mi escrito, ya que el amor que sentía por Steerforth habría debilitado cualquier duda que yo hubiera podido inspirarle. En aquellos momentos la encontré más parecida que nunca a su hijo; y tuve la sensación de que mi compañero pensaba lo mismo.

Estaba sentada en su butaca, muy erguida, tan majestuosa, imperturbable y fría como si nada en el mundo fuera capaz de turbarla. Miró fijamente al señor Peggotty, que también clavó sus ojos en ella. La mirada penetrante de Rosa Dartle nos envolvió a todos. Durante algunos instantes, reinó el silencio.

La señora Steerforth invitó al señor Peggotty a tomar asiento, pero éste respondió en voz baja:

–No me parece natural sentarme en esta casa, señora. Prefiero quedarme en pie.

Siguió otro silencio, que ella rompió con estas palabras:

–Conozco el motivo de su visita y no sabe cuánto lo lamento. ¿Qué desea de mí? ¿Qué quiere usted que haga?

El señor Peggotty, con el sombrero bajo el brazo, buscó la carta de Emily en su pecho, la sacó y, después de desdoblarla, se la entregó.

–Le ruego que la lea, señora. Es de mi sobrina.

La señora Steerforth la leyó con la misma expresión digna e impasible, como si su contenido no le conmoviera, y se la devolvió.

–«A menos que él me traiga como esposa suya» –dijo el señor Peggotty, señalando estas palabras con el dedo–. Vengo para saber si él cumplirá su promesa.

–No –contestó ella.

–¿Por qué razón? –preguntó el señor Peggotty.

–Resulta imposible. Sería una deshonra para él. No puede ignorar que su posición está muy por encima de la de su sobrina.

–¡Elévenla entonces hasta ustedes! –exclamó él.

–Es una muchacha ignorante y sin educación.

–Tal vez sí, tal vez no –afirmó el señor Peggotty–. Yo creo que no, señora; pero no soy demasiado buen juez. ¡Enséñenle lo que no sepa!

–Puesto que me obliga a hablar con más claridad, algo que me habría gustado evitar, el humilde origen de su familia sería más que suficiente para que esa unión resultara imposible.

–Escúcheme, señora –respondió él con lentitud y serenidad–. Usted sabe lo que es amar a un hijo. Yo también. No podría querer más a Emily, aunque fuera cien veces hija mía. Usted no sabe lo que es perder a un hijo. Yo sí. ¡Daría todos los tesoros del mundo, si fueran míos, para recuperarla! Pero sálvenla del deshonor y jamás seremos una vergüenza para ella. Ninguno de nosotros, entre los que se crió… ninguno de los que hemos vivido con ella y la hemos adorado durante todos estos años, volverá a contemplar su hermoso rostro. Nos contentaremos con saber que existe; nos contentaremos con pensar en ella, como si estuviera muy lejos, bajo otro sol y otro cielo; nos contentaremos con confiársela a su esposo… y tal vez a sus hijos… y esperaremos el día en que todos seamos iguales ante Dios.

El señor Peggoty y la señora Steerforth

La tosca elocuencia con que se expresó no dejó de surtir efecto. Sin abandonar su aire altivo, la señora Steerforth le respondió con cierta dulzura:

–No justifico nada. No quiero contestar con otras acusaciones. Pero lamento repetir que es imposible. Una boda así perjudicaría irremediablemente la carrera de mi hijo, y arruinaría su porvenir. Ese matrimonio es imposible y nunca se celebrará, no hay nada más cierto que eso. Si existe alguna otra compensación…

–Tengo ante mí un rostro muy parecido –le interrumpió el señor Peggotty, con una mirada firme y cada vez más encendida– al que solía ver en mi hogar, junto a la chimenea, en mi vieja barca… y en todas partes… amistoso y sonriente, mientras planeaba una traición que soy incapaz de recordar sin casi volverme loco. Si este rostro tan parecido no enrojece de vergüenza ante la idea de ofrecerme dinero a cambio de la ruina y el deshonor de mi pequeña, es que es igual de malvado. Aunque es posible que sea peor, al tratarse del de una dama.

La señora Steerforth se transformó en un instante. La ira encendió sus mejillas y exclamó con dureza, aferrándose a los brazos de su butaca:

–¿Y qué compensación puede ofrecerme usted por el abismo que se ha abierto entre mi hijo y yo? ¿Qué significa su amor al lado del mío? ¿Cómo puede compararse su separación con la nuestra?

La señorita Dartle la tocó suavemente e inclinó la cabeza para hablarle en voz baja, pero ella se negó a escucharla.

–No, Rosa, ¡ni una palabra! Quiero que este hombre escuche lo que voy a decirle. Mi hijo, que ha sido el único objeto de mi existencia, a quien he consagrado todos y cada uno de mis pensamientos, a quien no he negado un solo deseo desde la infancia, a quien me he entregado en cuerpo y alma desde que nació… ¡se encapricha de pronto de una despreciable muchacha y se aleja de mí! ¡Paga mi confianza engañándome sistemáticamente, por culpa de esa joven, y me abandona por ella! ¡Antepone ese miserable capricho al amor, respeto y gratitud que debe a su madre… y a todas esas obligaciones que cada día y cada hora de su existencia debieran haber convertido en lazos que nada pudiera romper! ¿Acaso no le parece un daño irreparable?

Rosa Dartle intentó de nuevo tranquilizarla, pero resultó en vano.

–¡Ni una palabra, Rosa! Te lo repito. Si mi hijo es capaz de arriesgarlo todo por el objeto más trivial, también puedo hacerlo yo por un fin más elevado. ¡Que vaya donde desee con los medios que mi amor le ha proporcionado! ¿Acaso cree que podrá convencerme con una larga ausencia? ¡Qué poco conoce a su madre! Que renuncie ahora a su capricho y será bienvenido. De lo contrario, que no regrese jamás a mi lado, ni vivo ni muerto, mientras yo tenga fuerzas para oponerme a ello, a menos que, dejándola a ella para siempre, venga humildemente a pedirme perdón. Estoy en mi derecho. Exijo esa satisfacción. ¡Ése es el abismo que se ha abierto entre nosotros! –exclamó, mirando a su visitante con la misma altanería con la que había empezado–. ¿Acaso no le parece un daño irreparable?

Mientras escuchaba a la madre expresarse así, me parecía oír a su hijo desafiándola. Todo lo que había visto en él de intolerancia y de obstinación, estaba en ella. Todo lo que había aprendido de la energía mal dirigida de Steerforth me ayudaba a comprender el carácter de su madre y a percibir que, en esencia, eran iguales.

Entonces me dijo en voz alta, recobrando su reserva anterior, que era inútil oír o decir nada más y que deseaba poner fin a la entrevista. Se puso en pie con gran dignidad para abandonar la estancia, pero el señor Peggotty se apresuró a señalar que era innecesario.

–No tema que vuelva a molestarla, señora. No tengo nada más que decirle –afirmó, acercándose a la puerta–. He venido aquí sin esperanzas, y sin esperanzas me voy. He hecho lo que consideraba mi deber, pero nunca pensé conseguir nada bueno con mi visita. Esta casa ha sido demasiado funesta para mí y para los míos para esperar algo bueno de ella.

Y, después de estas palabras, abandonamos la habitación, dejando a la señora Steerforth en pie junto a su butaca, la viva imagen de la hermosura y de la nobleza.

Para salir a la calle teníamos que atravesar un vestíbulo empedrado, con paredes y techo de cristal, por donde trepaba una enredadera. Todas sus hojas y sus brotes estaban ya verdes y, como hacía sol, la doble puerta acristalada que daba al jardín se hallaba abierta de par en par. Cuando nos acercamos a ella, Rosa Dartle entró con paso silencioso y se dirigió a mí.

–¡Estará orgulloso de haber traído aquí a este hombre! –exclamó.

Jamás había imaginado que la rabia y el desprecio pudieran oscurecer de ese modo un rostro, ni siquiera el de ella, mientras sus ojos de azabache centelleaban. La cicatriz del martillo resultó mucho más visible, como siempre que se excitaba. Cuando el temblor que yo había percibido en otras ocasiones apareció, ella levantó la mano y se cubrió con ella los labios.

–¡Qué bien ha elegido usted al hombre que debía proteger y traer aquí! ¡Es usted un amigo leal!

–Señorita Dartle –respondí–, no creo que sea tan injusta como para condenarme.

–¿Por qué ha venido a sembrar la discordia entre esas dos criaturas insensatas? –contestó ella–. ¿Acaso no ve que los dos están locos de obstinación y de orgullo?

–¿Y es obra mía? –pregunté.

–¡Es obra suya! –exclamó–. ¿Por qué ha traído aquí a este individuo?

–Se trata de un hombre profundamente herido, señorita Dartle –repuse–. Es posible que usted no lo sepa.

–Lo único que sé es que James Steerforth –dijo con la mano en el corazón, como si quisiera acallar la tormenta que se había desatado en su interior– tiene un corazón falso y depravado, y es un traidor. Pero ¿qué necesidad tengo de saber algo o de preocuparme por este hombre y su vulgar sobrina?

–Señorita Dartle –respondí–, ¿por qué hace aún más profunda la herida? ¿Acaso no le parece ya suficiente? Me limitaré a decirle, como despedida, que es usted muy injusta con él.

–No es cierto –replicó ella–. Es gente ruin y despreciable. ¡Me gustaría que azotaran a esa muchacha!

El señor Peggotty pasó sin decir una palabra y salió a la calle.

–¡Qué vergüenza, señorita Dartle! ¡Qué vergüenza! –exclamé indignado–. ¿Cómo puede pisotear de ese modo su inmerecido dolor?

–Pisotearía a toda su familia –contestó ella–. Derribaría su casa. Marcaría el rostro de esa muchacha con un hierro candente, la cubriría de harapos y la arrojaría a la calle para que se muriera de hambre. Si tuviera poder para juzgarla, eso es lo que haría. ¡Y además personalmente! ¡La odio! Si algún día pudiera reprocharle su infamia, sería capaz de ir hasta el fin del mundo para hacerlo. Si pudiera llevarla a la tumba, no lo dudaría. Si hubiese una palabra que pudiera consolarla en su lecho de muerte, y sólo yo la conociera, preferiría morir antes que decírsela.

La simple vehemencia de sus palabras no era sino un débil reflejo, lo sé muy bien, de la pasión que la dominaba y que se manifestaba en todo su cuerpo, a pesar de que, en lugar de gritar, su voz era más baja que de costumbre. Ninguna descripción mía podría hacer justicia al recuerdo que he conservado de aquella mujer poseída por la furia. He visto la ira bajo muchas formas, pero jamás tan desatada.

Cuando alcancé al señor Peggotty, éste bajaba lentamente la colina, con aire pensativo. Me dijo, inmediatamente, que se disponía a «iniciar sus viajes» aquella misma noche, pues ya había cumplido con lo que creía que era su deber en Londres. Quise saber dónde pensaba dirigirse en primer lugar, y lo único que me respondió fue que iba a buscar a su sobrina.

Regresamos a su pequeño alojamiento, encima de la tienda de ultramarinos, y encontré el modo de repetir a Peggotty lo que su hermano me había dicho. Ella me comunicó, a su vez, que él le había comentado lo mismo por la mañana. Desconocía tanto como yo dónde pensaba dirigirse, pero estaba convencida de que tenía algún plan.

No quise dejarlo en aquellas circunstancias, y los tres cenamos juntos un pastel de carne –una de las muchas especialidades de Peggotty– que ese día, lo recuerdo bien, se vio extrañamente perfumado por los efluvios de una mezcla de sabores a té, café, mantequilla, tocino, queso, pan recién salido del horno, leña, velas y salsa de nueces, que subían sin cesar de la tienda. Cuando terminamos, nos sentamos cerca de una hora junto a la ventana, sin hablar demasiado; después el señor Peggotty se levantó, fue a buscar su saco de hule y su sólido bastón, y los dejó encima de la mesa.

Aceptó de manos de su hermana, a cuenta de su herencia, una pequeña suma de dinero en efectivo; apenas lo necesario para vivir un mes, pensé. Prometió avisarme si le ocurría algún percance; y, echándose el saco al hombro, cogió el sombrero y el bastón y nos dijo adiós.

–¡Qué Dios te bendiga, vieja y querida hermana! –exclamó, abrazando a Peggotty–. ¡Y también a usted, señorito Davy! –añadió, estrechando mi mano–. Voy a buscar a Emily a lo largo y ancho del mundo. Si ella volviera a casa durante mi ausencia… aunque eso, por desgracia, es muy poco probable… o si lograse traerla de nuevo conmigo, mi intención es llevármela muy lejos, donde nadie pueda echarle nada en cara. Si me ocurriera alguna desgracia, ¡no olviden que mi último mensaje fue que seguía queriendo igual que siempre a mi adorada niña, y que la perdonaba!

Pronunció estas palabras en tono solemne, con la cabeza al descubierto; luego se puso el sombrero, bajó las escaleras y salió. Nosotros le seguimos hasta la puerta. Era un atardecer cálido y polvoriento; la hora en que, en la avenida donde desembocaba nuestra callejuela –iluminada por el rojo resplandor del crepúsculo–, se interrumpía por algún tiempo el eterno ruido de pisadas. Dobló la esquina de nuestra sombría calle, completamente solo, y desapareció bajo aquella luz incandescente.

Rara vez llegaba esa hora de la tarde, rara vez me despertaba en medio de la noche, rara vez contemplaba la luna o las estrellas, o miraba caer la lluvia, o escuchaba el rumor del viento, sin pensar en aquella figura solitaria, avanzando con dificultad, ¡pobre peregrino!; y recordaba sus palabras: «Voy a buscar a Emily a lo largo y ancho del mundo. Y si me ocurriera alguna desgracia, ¡no olviden que mi último mensaje fue que seguía queriendo igual que siempre a mi adorada niña, y que la perdonaba!».

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