David Copperfield

XXII Viejos lugares, nuevas personas

XXII

Steerforth y yo pasamos más de quince días en la región. Estábamos casi siempre juntos, como es natural, pero a veces nos separábamos durante algunas horas. Él era un buen marinero, lo que no era mi caso, y cuando salía a pescar con el señor Peggotty –uno de sus pasatiempos favoritos–, yo normalmente me quedaba en tierra. El hecho de alojarme en casa de Peggotty me imponía ciertas obligaciones, de las que mi amigo se hallaba libre, pues, sabiendo lo pendiente que estaba del señor Barkis durante el día, no me gustaba regresar tarde por las noches; Steerforth, por su parte, se hospedaba en la posada y tenía libertad para moverse a su antojo. Así, pues, no tardé en enterarme de que le gustaba invitar a los pescadores a más de una ronda en La Voluntad, la taberna que frecuentaba el señor Peggotty, después de que yo me acostara; y de que pasaba noches enteras en la mar, a la luz de la luna, vestido como un vulgar pescador, sin desembarcar hasta el día siguiente con la pleamar. Para entonces yo había comprendido que su naturaleza inquieta y su carácter impetuoso disfrutaban con los trabajos rudos y con el mal tiempo, así como con cualquier emoción nueva que se le presentara, por lo que ninguna de sus acciones me sorprendía.

Otro motivo de que a veces nos separáramos era que a mí me gustaba ir a Blunderstone y visitar los paisajes familiares de mi infancia; mientras que Steerforth, después de haber estado allí en una ocasión, no tenía demasiado interés en volver. Por esa razón, al menos tres o cuatro días, que yo recuerde, partimos en direcciones diferentes después de haber desayunado juntos a primera hora, y no volvimos a vernos hasta muy tarde por la noche para cenar. No tenía la menor idea de lo que hacía él durante ese tiempo; sólo sé que era muy popular en la zona, y que encontraba veinte maneras de entretenerse donde otros no habrían sabido qué hacer.

En cuanto a mí, dedicaba mis peregrinaciones solitarias a recordar cada recodo del viejo camino y a recorrer los parajes de mi infancia, de los que no me cansaba jamás. Los recorría como había hecho a menudo mi memoria, y me detenía largo rato en ellos, al igual que se había detenido mi pensamiento en el pasado, cuando me hallaba muy lejos. Paseaba horas y horas cerca de la tumba al pie del árbol, donde yacían mis padres; la tumba que yo había contemplado con una compasión indefinible cuando sólo era de mi padre, y junto a la que había esperado, lleno de desconsuelo, a que dieran sepultura a mi hermosa madre y a su pequeño; la tumba que la fiel Peggotty había cuidado con esmero desde entonces, trasformándola en un verdadero jardín. Estaba en un apacible rincón, algo apartada del sendero, aunque lo bastante cerca para que pudiera leer los nombres grabados en la lápida mientras iba y venía por él; y, siempre que el reloj de la iglesia daba la hora, me sobresaltaba, pues para mí era como oír la voz de un difunto. Durante esos paseos, no dejaba de cavilar sobre el papel que desempeñaría en la vida y sobre las cosas importantes que haría. Y el eco de mis pasos seguía únicamente esa melodía, con la misma tenacidad que si hubiera regresado a casa para construir castillos en el aire al lado de una madre viva.

Mi antiguo hogar estaba muy cambiado. Los viejos nidos, abandonados por los grajos hacía ya tanto tiempo, habían desaparecido; y los árboles, podados y desmochados, eran irreconocibles. El jardín estaba invadido por la maleza, y la mitad de las ventanas de la casa se hallaban cerradas. Sólo habitaba en ella un pobre caballero que había perdido el juicio, acompañado de las personas que lo cuidaban. Pasaba las horas sentado junto a mi pequeña ventana, contemplando el cementerio; y yo me preguntaba si sus pensamientos, en su extravío, no coincidirían con alguna de las fantasías que habían ocupado mi imaginación cuando, muy de mañana, me asomaba a esa misma ventana con mi camisa de dormir y veía cómo las ovejas pastaban apaciblemente a la luz del sol naciente.

Nuestros antiguos vecinos, el señor y la señora Grayper, se habían marchado a Sudamérica, y la lluvia se había filtrado a través del tejado de su casa deshabitada, manchando de humedad las paredes exteriores. El señor Chillip había vuelto a contraer matrimonio con una mujer alta, huesuda y de nariz muy grande; y tenía un bebé raquítico, con una enorme cabeza que era incapaz de sostener y con dos ojos miopes y saltones, con los que parecía estar preguntándose siempre por qué había venido al mundo.

Deambulaba por los lugares de mi infancia con una curiosa mezcla de tristeza y de placer, hasta que la luz del crepúsculo invernal me advertía de que era hora de emprender el regreso. Pero, cuando me iba de Blunderstone y, sobre todo, cuando cenaba alegremente con Steerforth junto al fuego, me satisfacía pensar que había estado allí. Me sucedía lo mismo, aunque con menor intensidad, cuando entraba por las noches en mi dormitorio, siempre tan reluciente; y, mientras hojeaba el libro de los cocodrilos (que estaba siempre allí, encima de una mesita), recordaba, con el corazón rebosante de gratitud, lo afortunado que era por tener un amigo como Steerforth y una amiga como Peggotty, y por haber encontrado en mi excelente y generosa tía a alguien que ocupara el lugar de los padres que había perdido.

El modo más rápido de volver a Yarmouth, después de mis largos paseos, era coger el trasbordador. Éste me dejaba en el vasto arenal que se extendía entre la ciudad y el mar, y yo lo atravesaba para evitar un largo rodeo por la carretera. Como la casa del señor Peggotty se encontraba en medio de aquel paraje solitario, a menos de cien yardas de mi camino, tenía la costumbre de entrar en ella. Steerforth casi siempre me esperaba allí, y nos marchábamos juntos, rodeados de un viento helador y de una niebla cada vez más espesa, rumbo a las luces parpadeantes de la ciudad.

Un oscuro atardecer en que yo regresaba más tarde de lo habitual (había estado haciendo mi última visita a Blunderstone, pues se acercaba el momento de nuestra partida), encontré a Steerforth solo en casa del señor Peggotty, sentado muy pensativo junto al fuego. Estaba tan absorto en sus meditaciones que no se percató de que me acercaba. Podría no haberse percatado igualmente aunque no hubiera estado tan ensimismado, pues la arena mitigaba el sonido de mis pasos; pero ni siquiera reparó en mi presencia cuando entré. Me puse a su lado, contemplándolo; pero él continuó enfrascado en sus pensamientos, con rostro sombrío.

Se sobresaltó de tal modo cuando apoyé mi mano en su hombro, que no pude evitar sobresaltarme también.

–Llegas como un fantasma que quisiera reprocharme algo –exclamó con cierta irritación.

–Tenía que anunciarte de algún modo que había llegado –contesté–. ¿Acaso te he obligado a bajar de las estrellas?

–No –respondió–. No.

–¿Dónde estabas, entonces? –le pregunté, sentándome junto a él.

–Miraba las figuras que bailan en el fuego –repuso.

–Pero ¿por qué las destruyes? ¡Ahora no puedo verlas! –protesté, mientras él removía las brasas con un leño encendido; una lluvia de chispas subió crepitando por la chimenea.

–No habrías podido verlas de todos modos –aseguró–. Odio esta hora, cuando no es ni de noche ni de día. ¡Qué tarde vienes! ¿Dónde has estado?

–He dado mi último paseo –repliqué.

–Yo me he quedado aquí sentado –dijo Steerforth, mirando a su alrededor–. Estaba pensando que, a juzgar por el aspecto desolado de la casa, todas las personas a las que encontramos tan felices la noche de nuestra llegada podrían haberse separado, estar muertas o ser víctimas de alguna desgracia. ¡Ojalá hubiera tenido un padre juicioso estos últimos veinte años!

–Mi querido Steerforth, ¿qué te pasa?

–¡Desearía con toda mi alma haber tenido un guía mejor! –exclamó–. ¡Desearía con toda mi alma saber guiarme mejor a mí mismo!

Había en su tono tanto abatimiento, tanta vehemencia, que me quedé estupefacto. Nunca habría creído posible que se alterara de aquel modo.

–Más me valdría ser ese pobre Peggotty, o el patán de su sobrino –añadió, poniéndose en pie y apoyándose melancólicamente en la repisa de la chimenea, con el rostro vuelto hacia el fuego–, que ser el que soy, veinte veces más rico y veinte veces más instruido, y atormentarme del modo en que lo he hecho durante la última media hora en esta barca del demonio.

Su cambio de humor me desconcertó hasta tal punto que, al principio, sólo pude contemplarlo en silencio, mientras él seguía con la cabeza apoyada en la mano, mirando el fuego con aire sombrío. Finalmente, le rogué que me contara por qué estaba tan contrariado, y que me permitiese, si no darle consejos, al menos comprender lo ocurrido. Antes de que yo hubiera acabado de hablar, empezó a reírse, al principio con cierto nerviosismo, si bien no tardó en recuperar su alegría.

–¡No es nada, Daisy! ¡No es nada! –repuso–. Ya te expliqué en la posada de Londres que a veces me pesa mi propia compañía; y ésta se había convertido, antes de que llegaras, en una verdadera pesadilla… supongo que habré tenido un mal sueño. Cuando me aburro, algunos cuentos infantiles acuden a mi memoria, casi irreconocibles. He debido de creer que era el niño malo al que «nada le importaba», y que acababa siendo devorado por los leones (lo que resulta preferible a malgastar la vida). Lo cierto es que se me han puesto los pelos de punta. He tenido miedo de mí mismo.

–No creo que nada más pueda asustarte –exclamé.

–Es posible; y, sin embargo, hay tantas cosas de las que debería tener miedo –respondió–. ¡Bueno! ¡Ya está! No volveré a dejar que me domine la melancolía, David. Pero te repito, querido muchacho, que más me valdría (y no sólo a mí sino también a los demás) haber tenido un padre firme y juicioso.

Su rostro era siempre muy expresivo, pero jamás había reflejado tanta gravedad y tanta tristeza como cuando pronunció esas palabras con la vista clavada en el fuego.

–No hablemos más –repuso Steerforth, haciendo ademán de lanzar algo al aire–. Como decía Macbeth: «Bien; así… Se fue… Vuelvo a ser un hombre». Y ahora, ¡vamos a cenar! Espero no haberme convertido (también como Macbeth) en un aguafiestas, Daisy.

–Pero ¿dónde están todos? –pregunté.

–¡Sabe Dios! –repuso Steerforth–. Después de ir a buscarte al trasbordador, vine hasta aquí y encontré la casa vacía. De ahí que estuviera sumido en mis meditaciones cuando llegaste.

La aparición de la señora Gummidge con una cesta vino a explicarnos por qué no había nadie en la barcaza. La anciana había salido precipitadamente a comprar algo que necesitaba, antes de que el señor Peggotty regresara con la marea, y había dejado la puerta abierta por si Ham y la pequeña Emily –que debían volver temprano– llegaban mientras ella estaba fuera. Steerforth, después de animar a la señora Gummidge con un alegre saludo y un cómico abrazo, me cogió del brazo y se apresuró a alejarme de allí.

Parecía haber recobrado su buen humor, al igual que la señora Gummidge, pues volvió a ser el de antes; mientras caminábamos, su conversación resultó de lo más animada.

–De modo que mañana abandonamos esta vida de filibusteros, ¿no es cierto? –exclamó alegremente.

–Así lo habíamos acordado –respondí–. Tenemos reservados nuestros asientos en la diligencia.

–Sí. Supongo que ya no tiene remedio –dijo Steerforth–. Casi había olvidado que se pudiera hacer otra cosa en el mundo que dejarse mecer por las olas en este lugar. ¡Lástima que no sea así!

–Al menos mientras durara la novedad –añadí, riendo.

–Tal vez –contestó–; aunque esa observación sea demasiado sarcástica para alguien tan inocente como mi joven amigo. ¡De acuerdo! Reconozco que soy un ser caprichoso, David. Lo sé muy bien; pero también soy capaz de golpear con fuerza el hierro cuando está candente. Creo que podría superar con éxito una dura prueba como piloto en estas aguas.

–El señor Peggotty asegura que eres una maravilla –señalé.

–Un verdadero fenómeno náutico, ¿no? –rió Steerforth.

–Está convencido, ya lo sabes; pones tanta pasión en todo lo que haces y aprendes con tanta facilidad… Lo que más me sorprende, Steerforth, es que te contentes con emplear tus facultades de un modo tan arbitrario.

–¿Que me contente? –replicó divertido–. Lo único que me satisface en esta vida es tu ingenuidad, mi querido Daisy. En cuanto a mi humor caprichoso, jamás aprendí el arte de atarme a una de esas ruedas en las que los Ixiones de estos tiempos dan vueltas sin cesar. Hice un mal aprendizaje y ahora ha dejado de importarme. ¿Sabes que me he comprado un barco?

–¡Eres extraordinario, Steerforth! –exclamé deteniéndome, pues era la primera noticia que tenía–. ¡Tal vez ni siquiera vuelvas a aparecer por aquí!

–No sé –repuso–. Me he encariñado con Yarmouth. En cualquier caso –añadió, obligándome a continuar la marcha–, he comprado un barco que estaba a la venta… un clíper, según el señor Peggotty, lo que es bien cierto; y él será su patrón en mi ausencia.

–¡Ahora lo comprendo todo, Steerforth! –dije, encantado–. Finges haberlo comprado para ti, pero sólo lo has hecho en beneficio del señor Peggotty. Tendría que haberlo adivinado en seguida, conociéndote como te conozco. Mi querido y buen Steerforth, ¿cómo podría expresar lo que pienso de tu generosidad?

–¡Chitón! –contestó, ruborizándose–. Cuanto menos hablemos de ello, mejor.

–¡Lo sabía muy bien! –exclamé–. ¿Acaso no te dije que ninguna de las alegrías, penas o emociones de estos honrados corazones te sería indiferente?

–Sí, sí –respondió–, claro que me lo dijiste. Pero ¡basta ya! No hablemos más de eso.

Temiendo ofenderlo si insistía en un tema al que daba tan poca importancia, me limité a seguir dándole vueltas en mi cabeza mientras continuábamos nuestro camino a un paso incluso más rápido que antes.

–Hay que aparejar el clíper nuevamente –explicó Steerforth–, así que Littimer se quedará hasta que el trabajo termine. ¿Te había dicho que Littimer está aquí?

–No.

–Pues así es. Ha llegado esta mañana con una carta de mi madre.

Cuando nuestras miradas se cruzaron, observé que había palidecido hasta el color de sus labios; pero ni siquiera pestañeó. Temí que alguna discrepancia con su madre fuera la causa del abatimiento en que le había encontrado junto a la solitaria chimenea. Se lo di a entender.

–¡Oh, no! –exclamó, negándolo con la cabeza y dejando escapar una risita–. ¡Nada de eso! Pues sí, lo cierto es que ha venido ese criado mío.

–¿Y sigue como siempre? –inquirí.

–Exactamente igual –respondió Steerforth–. Tan frío y sereno como el Polo Norte. Se encargará de cambiar el nombre del barco. Ahora se llama ; pero ¡qué le importan al señor Peggotty esas aves marinas! Lo bautizaremos de nuevo.

–¿Con qué nombre?

–.

Como no dejaba de mirarme, supuse que no deseaba recibir elogios por su idea. No pude evitar que mi rostro reflejara la satisfacción que sentía, pero apenas hice el menor comentario; no tardó en recobrar su sonrisa habitual y pareció aliviado.

–¡Pero mira! –dijo, señalando delante de nosotros–. ¡Ahí llega la verdadera pequeña Emily! Y viene con ese joven… ¡Vive Dios que es un caballero fiel! ¡No la deja ni a sol ni a sombra!

Ham era, por aquel entonces, carpintero de ribera; había cultivado su facilidad natural para dicho oficio hasta convertirse en un experto. A pesar de su ropa de faena y de su tosquedad, su aspecto varonil le convertía en un digno protector de la resplandeciente criaturita que lo acompañaba. A decir verdad, la franqueza y la honradez de su rostro, su no disimulado orgullo por la joven, así como el amor que sentía por ella, realzaban su atractivo ante mis ojos. A medida que fueron acercándose a nosotros, pensé que, incluso en ese aspecto, formaban una buena pareja.

Cuando nos detuvimos para hablar con ellos, la pequeña Emily retiró tímidamente su mano del brazo de Ham y, enrojeciendo, nos la tendió a Steerforth y a mí. Después de intercambiar algunas palabras con nosotros, los dos jóvenes prosiguieron su camino; pero ella no volvió a coger el brazo de su prometido y continuó sola, todavía algo turbada y confusa. Fue una escena verdaderamente encantadora, y Steerforth pareció pensar lo mismo que yo, mientras veíamos cómo desaparecían en la lontananza a la luz de la luna nueva.

De pronto se cruzó con nosotros una mujer joven, cuya presencia no habíamos advertido. Era evidente que seguía a la pareja y, cuando estuvo a nuestra altura, logré distinguir su rostro y tuve la vaga impresión de haberla visto antes. Llevaba ropa ligera, y había en ella cierta audacia y desvergüenza, a pesar de su aspecto pobre y demacrado. Pero, en aquellos momentos, parecía haberlo abandonado todo al viento que soplaba y no tener más preocupación que seguir a Ham y a la pequeña Emily. Y su silueta desapareció tras la de los dos jóvenes, sin lograr reducir la distancia que les separaba; y entre nosotros, el mar y las nubes, sólo quedó visible aquella línea oscura y lejana que parecía habérselos tragado.

–Es como una sombra negra que persigue a la muchacha –afirmó Steerforth, deteniéndose–. ¿Qué significado tendrá?

Lo dijo con voz queda, casi irreconocible para mí.

–Debe de tener la intención de pedirles limosna –exclamé.

–Una mendiga no sería nada nuevo –señaló Steerforth–, pero es extraño que haya adoptado esa forma precisamente esta noche.

–¿Por qué? –quise saber.

–Por el simple motivo de que, cuando ella apareció, estaba pensando en una imagen similar –respondió, después de un momento de silencio–. Me gustaría saber de dónde diablos ha salido.

–Supongo que de la sombra de ese muro –dije, pues nos disponíamos a coger un camino junto al que habían levantado un muro.

–¡Se ha esfumado! –añadió, mirando por encima de su hombro–. ¡Ojalá que todos los males desaparezcan con ella! Y ahora, ¡vamos a cenar!

Sin embargo, en más de una ocasión, volvió a mirar por encima del hombro hacia el horizonte, en el mar, que brillaba con luz trémula en la lontananza. Y, durante el corto trayecto que aún nos quedaba por recorrer, repitió con frases entrecortadas su extrañeza por lo ocurrido; y sólo pareció olvidarlo cuando estuvimos felizmente sentados en la mesa, al calor de la chimenea y a la luz de las velas.

Littimer se encontraba allí, y causó en mí el efecto de siempre. Cuando le dije que esperaba que la señora Steerforth y la señorita Dartle se encontraran bien, me contestó en tono respetuoso (y, por supuesto, respetable) que estaban bastante bien, gracias, y me enviaban sus saludos. Y eso fue todo, aunque tuve la impresión de que me decía claramente: «Es usted muy joven, señor; es usted demasiado joven».

Habíamos acabado casi de cenar, cuando Littimer, abandonando el rincón desde el que parecía espiarnos, o más bien espiarme a mí, se acercó a nuestra mesa y le dijo a Steerforth:

–Perdone, señor. La señorita Mowcher está en Yarmouth.

–¿Quién? –preguntó Steerforth, sorprendido.

–La señorita Mowcher, señor.

–¿Y qué demonios hace aquí? –exclamó mi amigo.

–Al parecer, señor, es natural de la región. Me ha contado que viene todos los años por cuestiones profesionales. Tropecé con ella en la calle esta tarde, señor, y quería saber si usted le haría el honor de recibirla después de la cena.

–¿Conoces a la giganta en cuestión, Daisy? –inquirió Steerforth.

Me vi obligado a confesar –avergonzado de reconocer mi inferioridad en presencia de Littimer– que la señorita Mowcher era una completa desconocida para mí.

–Entonces te la presentaré –exclamó Steerforth–, porque es una de las siete maravillas del mundo. Cuando llegue la señorita Mowcher, hazla pasar, Littimer.

Sentí verdadera curiosidad y excitación ante la idea de conocer a aquella dama, especialmente porque Steerforth se desternillaba de risa cada vez que yo me refería a ella, negándose en redondo a contestar mis preguntas. Esperé, así, su llegada con enorme impaciencia. Hacía media hora que habían quitado el mantel y que nosotros bebíamos junto al fuego, cuando la puerta se abrió y Littimer anunció con la imperturbabilidad que le caracterizaba:

–¡La señorita Mowcher!

Miré hacia el umbral de la puerta, pero no vi nada. Seguí con la vista clavada allí, extrañado de su tardanza, cuando, para mi inmensa sorpresa, vi aparecer contoneándose por detrás del sofá que había entre la puerta y yo a una enana gorda y jadeante, de unos cuarenta o cuarenta y cinco años. Tenía una cabeza y un rostro enormes, unos ojos grises y maliciosos, y sus brazos eran tan cortos que, para poder ponerse pícaramente el dedo índice en su chata nariz, mientras miraba con coquetería a Steerforth, se vio obligada a bajar la cabeza para que la nariz tropezara con el dedo a mitad de camino. Su barbilla, o más bien su papada, era tan gruesa que parecía tragarse las cintas e incluso el lazo del sombrero. No tenía cuello, ni cintura, ni unas verdaderas piernas; pues, a pesar de que su tamaño era normal hasta donde debería encontrarse el talle, si es que lo tenía, y de que su cuerpo terminaba, como en casi todos los mortales, en un par de pies, era tan bajita que, cuando depositó el bolso que llevaba en una silla, ésta pareció tener para ella la altura de una mesa. Aquella dama, que vestía de un modo sencillo e informal, que experimentaba las dificultades que he descrito antes para unir a la nariz el dedo índice, y que llevaba la cabeza siempre ladeada y uno de sus maliciosos ojos cerrado, lo que le daba una expresión increíblemente astuta, después de comerse con los ojos a Steerforth durante unos instantes, dejó escapar un torrente de palabras.

–¡Cómo! ¡Mi flor! –empezó a bromear, moviendo su voluminosa cabeza en dirección a Steerforth–. ¡De modo que está usted aquí! ¡Qué niño tan malo! ¿Qué hace tan lejos de casa? Seguro que nada bueno. Es usted un tunante, Steerforth. Al igual que yo, ¿no es cierto? ¡Ja, ja, ja! Habría usted apostado cien libras contra cinco a que no me encontraba aquí, ¿verdad? Pero yo estoy en todas partes al mismo tiempo. Aquí y allí, al igual que la media corona del prestidigitador que aparece en el pañuelo de la dama. Hablando de pañuelos y de damas, ¡qué consuelo es usted para su santa madre, querido muchacho! Creo que podría poner la mano en el fuego.

Y, en esta fase de su parlamento, la señorita Mowcher desató el nudo de su sombrero, se echó las cintas hacia atrás y tomó asiento, jadeando, en un taburete junto al fuego; la mesa del comedor pareció convertirse, así, en una especie de techo de caoba sobre su cabeza.

–¡Por todos los santos del Cielo! –prosiguió, golpeando sus diminutas rodillas con una mano y mirándome con malicia–. Lo que pasa es que estoy demasiado gorda, Steerforth. Después de subir un tramo de escalera, me cuesta tanto extraer aire de los pulmones como si tuviera que sacar un cubo de agua. Si usted me viera asomada a la ventana de un piso alto, ¿acaso no me tomaría por una mujer hermosa?

–Siempre lo haría, dondequiera que la viese –repuso Steerforth.

–Vamos, vamos… ¡no sea tan marrullero! –exclamó la pequeña criatura, amenazándole con el pañuelo con que se estaba enjugando el rostro–. ¡Y no sea descarado! Pero le doy mi palabra de honor de que la semana pasada fui a casa de lady Mithers… ¡ sí que es toda una mujer! ¡Qué bien se conserva! Y, mientras la esperaba, entró en la habitación el mismísimo lord Mithers… ¡ sí que es todo un hombre! ¡Qué bien se conserva! Y su peluca también, porque la tiene desde hace diez años. Lo cierto es que empezó a dirigirme tantos cumplidos que creí que me vería obligada a tocar la campanilla. ¡Ja, ja, ja! Es un granuja simpático, pero carece de principios.

–¿Y qué quería de usted lady Mithers? –preguntó Steerforth.

–Eso no es de su incumbencia, querido muchacho –replicó ella, tocándose de nuevo la nariz, haciendo una mueca y guiñando los ojos como si fuera un duende de inteligencia sobrenatural–. ¡No se preocupe! Le gustaría saber si impido que se le caiga el pelo, o se lo tiño, o retoco su cutis, o arreglo sus cejas, ¿no es así? Pues lo sabrá, querido mío… ¡cuando yo se lo cuente! ¿Sabe usted cómo se llamaba mi bisabuelo?

–No –contestó Steerforth.

–Era un Walker, querido –exclamó la señorita Mowcher–, y descendía de una larga línea de Walkers, de quienes heredé las propiedades Hookey.

Jamás he visto nada que pudiera compararse a los guiños de la señorita Mowcher, si exceptuamos el aplomo de la señorita Mowcher. Cuando escuchaba a los demás o esperaba una respuesta, tenía un modo maravilloso de ladear astutamente la cabeza, con el ojo hacia arriba, como una urraca. Yo estaba tan asombrado que no podía dejar de mirarla, olvidando, mucho me temo, las reglas de la cortesía.

Entretanto, ella se había acercado la silla y había empezado a sacar del bolso –introduciendo su corto brazo hasta el hombro– un sinfín de frasquitos, esponjas, peines, cepillos, trozos de franela, pequeñas tenacillas de rizar y otros utensilios que iba amontonando encima de la silla.

–¿Quién es su amigo, Steerforth? –preguntó para mi gran confusión, deteniéndose de pronto.

–El señor Copperfield –contestó éste–; tiene ganas de conocerla.

–¡Pues ahora lo hará! Ya me parecía que era eso lo que quería… –dijo la señorita Mowcher, mientras se acercaba a mí riendo y contoneándose, con el bolso en la mano–. ¡Su rostro es como un melocotón! –prosiguió, poniéndose de puntillas para pellizcarme la mejilla–. ¡Muy tentador! ¡Me encantan los melocotones! Me alegro mucho de conocerlo, señor Copperfield.

Le respondí que era yo quien se sentía honrado y que la satisfacción era mutua.

–¡Dios mío! ¡Qué educados somos! –exclamó la señorita Mowcher, haciendo el cómico ademán de esconder su enorme rostro tras su minúscula mano–. ¡Cuántas pamplinas!

Nos dirigió estas palabras a los dos, en tono confidencial, al tiempo que retiraba la mano de su cara y la hacía desaparecer de nuevo en el interior del bolso.

–¿Qué quiere usted decir, señorita Mowcher? –inquirió Steerforth.

–¡Ja, ja, ja! ¡Menudo hatajo de farsantes estamos hechos! ¿No es cierto, querido muchacho? –dijo aquella menudencia, buscando algo en el bolso con la cabeza ladeada y el ojo hacia arriba–. ¡Miren! –exclamó, sacándolo–. ¡Recortes de las uñas del príncipe ruso! Yo le llamo el príncipe del Alfabeto Embrollado, pues su nombre tiene todas las letras, aunque desordenadas.

–El príncipe ruso es cliente suyo, ¿no? –preguntó Steerforth.

–En efecto, querido –replicó la señorita Mowcher–. Le arreglo las uñas ¡de las manos de los pies! ¡Dos veces a la semana!

–Espero que le pague bien –señaló Steerforth.

–Me paga del mismo modo que habla… con la nariz –contestó la señorita Mowcher–. El príncipe no es uno de sus afeitados amigos. Si viera sus bigotes… Pelirrojos por naturaleza, negros gracias al arte.

–Al arte de usted, por supuesto –afirmó Steerforth.

La señorita Mowcher asintió con un guiño.

–Se vio obligado a pedir mi ayuda. No tuvo más remedio. Nuestro clima no era bueno para tinte; en Rusia no tenía problemas con él, pero aquí… No creo que jamás haya visto usted un príncipe con ese color de pelo. ¡Como un hierro viejo!

–¿Por eso acaba de llamarle farsante? –quiso saber Steerforth.

–Se cree usted muy listo, ¿verdad? –respondió la señorita Mowcher, moviendo violentamente la cabeza–. Lo que he dicho es que todos éramos un hatajo de farsantes, y para demostrarlo les he enseñado las uñas del príncipe. Entre las familias distinguidas, éstas me resultan de más utilidad que todas mis habilidades juntas. Siempre las llevo conmigo. Son mi mejor carta de presentación. Si la señorita Mowcher corta las uñas del príncipe, seguro que lo hace muy bien. Se las regalo a las jovencitas, y supongo que ellas las colocan en su álbum. ¡Ja, ja, ja! ¡Válgame Dios! «El conjunto del sistema social» (como dicen los parlamentarios en sus discursos) ¡es un sistema de uñas de príncipe! –exclamó aquella minúscula mujer, intentando cruzar sus cortos brazos y moviendo su enorme cabeza.

Steerforth se rió a carcajadas y yo también. La señorita Mowcher siguió moviendo la cabeza, siempre muy ladeada, al tiempo que miraba hacia arriba con un ojo y guiñaba el otro.

–¡Está bien! ¡Está bien! –exclamó, golpeando sus pequeñas rodillas y poniéndose en pie–. Pero esto no tiene nada que ver con el negocio. Vamos, Steerforth; exploremos las regiones polares y terminemos de una vez.

Escogió dos o tres de sus pequeños utensilios y un frasquito, y entonces preguntó, con gran sorpresa mía, si la mesa aguantaría. Cuando Steerforth le contestó afirmativamente, empujó una silla contra ella y, pidiéndome que le ayudara con mi mano, se subió encima con bastante agilidad, como si fuera un escenario.

–Si alguno de ustedes me ha visto los tobillos –afirmó, una vez encaramada–, que lo diga. Me marcharé a casa a quitarme la vida.

–Yo no –aseguró Steerforth.

–Ni yo tampoco –añadí.

–En ese caso –exclamó ella–, me dignaré seguir viviendo. Y ahora, patito, patito, ¡venga para que la señora Bond le corte el cuello!

Era una invitación a Steerforth para que se pusiera en sus manos; él, en consecuencia, se sentó de espaldas a la mesa y, con el rostro vuelto hacia mí, dejó sonriente que le inspeccionara la cabeza, evidentemente con el único objeto de divertirnos. Era un espectáculo asombroso ver a la señorita Mowcher, inclinada sobre él, examinando su abundante cabellera negra con una gigantesca lupa que había sacado del bolsillo.

–Tiene usted suerte –dijo la señorita Mowcher, después de un breve examen–. De no ser por mí, estaría tan calvo como un monje tonsurado en menos de doce meses. Sólo medio minuto más, joven amigo, y le daré unas friegas que conservarán sus rizos durante los próximos diez años.

Y, diciendo estas palabras, vertió parte del contenido del frasquito en uno de los pequeños trozos de franela y humedeció uno de los cepillitos en tan saludable preparación. Empezó entonces a frotar y a rascar con ambos la coronilla de Steerforth, con una energía extraordinaria, mientras hablaba sin cesar.

–Charley Pyegrave, el hijo del duque… ¿Conoce usted a Charley? –preguntó a Steerforth, echándose hacia adelante para mirar su rostro.

–Un poco –respondió éste.

–¡Menudo hombre! ¡Y qué bigote! En cuanto a sus piernas, si sólo fueran dos (que no es el caso), nadie podría competir con él. ¿Puede creer que quiso prescindir de mis servicios? Y, además, en la Guardia de Corps…

–¡Está loco! –afirmó Steerforth.

–Eso parece. Sin embargo, loco o cuerdo, lo intentó –señaló la señorita Mowcher–. Tuvo la idea de entrar en una perfumería y pedir una botella de aceite de Madagascar.

–¿Charley? –preguntó mi amigo.

–Sí, Charley. Pero en la perfumería no tenían ese aceite.

–¿Para qué sirve? ¿Para beber? –inquirió Steerforth.

–¿Para beber? –repuso la señorita Mowcher, haciendo un alto para darle una palmadita en la mejilla–. ¡Para aplicárselo en el bigote! Había una mujer de edad avanzada en la tienda, una verdadera arpía, que nunca había oído aquel nombre. «Perdone, caballero –le preguntó–, ¿se refiere usted a… un colorete?» «¿A un colorete? –exclamó Charley–. Y ¿para qué cosa imposible de mencionar ante una persona decente iba a querer yo un colorete?» «No se ofenda, señor –contestó la arpía–, nos lo piden bajo tantos nombres diferentes que pensé que podría ser eso». He aquí, querido muchacho –prosiguió la señorita Mowcher, sin dejar de frotarle con vigor–, otro ejemplo de esa hipocresía de la que hablaba antes. También yo soy una farsante… quizá más, quizá no tanto; llamémoslo mejor falta de escrúpulos, pero ¿qué más da, jovencito?

–¿Por qué dice eso? ¿Por el colorete? –inquirió Steerforth.

Conozco a la señorita Mowcher

–No tiene usted más que sumar dos y dos, mi querido alumno –repuso la prudente Mowcher, tocándose la nariz–, haga sus cálculos siguiendo las reglas del secreto profesional y obtendrá el resultado que busca. Ése es mi proceder: una viuda acomodada lo llama «pomada para los labios», otra «guantes», otra «cinta de sombrero», otra «abanico»… Yo le doy siempre el nombre que ellas desean, y se lo proporciono. Pero seguimos el juego con tanta seriedad que, de igual modo que jamás se aplicarían ese cosmético en una sala llena de gente, serían incapaces de aplicárselo en mi presencia. Y, cuando voy a visitarlas, a veces me dicen, ¡con una buena capa de colorete encima!: «¿Cómo me encuentra, Mowcher? ¿Estoy pálida?». ¡Ja, ja, ja! ¿Acaso no es divertido, mi joven amigo?

Jamás había contemplado una escena semejante: la señorita Mowcher de pie sobre la mesa del comedor, riéndose de sus historias y frotando enérgicamente la cabeza de Steerforth, mientras me guiñaba un ojo.

–¡Ah! –se lamentó–. En estos parajes no hay mucha demanda de esas cosas. No he visto a una mujer hermosa desde que llegué aquí, Jemmy.

–¿De veras? –dijo Steerforth.

–Ni siquiera su sombra –añadió la señorita Mowcher.

–Pues nosotros podríamos enseñarle una de carne y hueso –afirmó Steerforth, mirándome–. ¿No es cierto, Daisy?

–¡Ya lo creo! –respondí.

–¡Ajá! –exclamó la diminuta criatura, clavando sus ojos en mí antes de volverlos hacia Steerforth–. ¡Caramba!

La primera exclamación parecía una pregunta dirigida a ambos y la segunda, sólo a él. Era como si no hubiera encontrado respuesta a ninguna de las dos, pero siguió frotando el cabello de Steerforth, con la cabeza ladeada y un ojo hacia arriba, como si buscara la respuesta en el aire y confiara en que apareciera de un momento a otro.

–Se trata de una hermana suya, ¿verdad, señor Copperfield? –inquirió, tras un momento de silencio, sin dejar de escudriñarnos.

–No –repuso Steerforth, sin darme tiempo a contestar–. Nada de eso. Por el contrario, si no me equivoco hubo un tiempo en que el señor Copperfield sintió gran admiración por ella.

–¡Cómo! ¿Y ya no la siente? –exclamó la señorita Mowcher–. ¿Es un joven voluble? ¡Qué vergüenza! ¿Acaso ha ido de flor en flor, cambiando cada hora… hasta que Polly correspondió a su amor? ¿Es ése su nombre?

Me hizo esa pregunta con la vivacidad de un elfo, mirándome con aire inquisidor, por lo que me quedé desconcertado durante unos segundos.

–No, señorita Mowcher –repliqué–. Se llama Emily.

–¿Ah, sí? –exclamó en el mismo tono–. ¡Vaya! ¡Qué charlatana soy! ¿No me encuentra frívola, señor Copperfield?

Tanto en su tono como en su aspecto, hubo algo que me disgustó. Respondí, por ese motivo, con mayor seriedad de la que habíamos mostrado hasta entonces:

–Es una joven tan virtuosa como bella. Está prometida a un hombre muy honrado y respetable, de su misma posición. Valoro tanto su buen juicio como admiro su hermosura.

–¡Bien dicho! –dijo Steerforth–. ¡Bravo, bravo, bravo! Y ahora voy a satisfacer la curiosidad de esta pequeña Fátima, querido Daisy, contándole todos los detalles. En la actualidad, tiene un contrato de aprendizaje, de trabajo o de lo que sea en Omer y Joram, merceros, sombrereros, etc… de esta ciudad. Omer y Joram, ¿lo ha oído bien? El compromiso matrimonial del que ha hablado mi amigo es con un primo suyo llamado Ham, apellidado Peggotty, y de profesión carpintero de ribera, también en Yarmouth. La joven vive con un pariente, cuyo nombre de pila desconozco, apellidado Peggotty y de profesión marinero; por supuesto, en esta población. Es el hada más linda y encantadora del mundo. Al igual que mi amigo, la admiro muchísimo. Si no tuviera miedo de menospreciar a su prometido (lo que disgustaría al señor Copperfield), añadiría que, en mi opinión, es una verdadera lástima, pues ella habría podido aspirar a una boda mejor. Juraría que ha nacido para convertirse en una dama.

La señorita Mowcher escuchó estas palabras, que Steerforth pronunció muy despacio y con toda claridad, con la cabeza ladeada y el ojo pendiente del aire, como si siguiera buscando la respuesta. En cuanto él hubo terminado, recuperó su animación y empezó a parlotear con asombrosa ligereza.

–¿Y eso es todo? –exclamó, recortando la barba de Steerforth con unas pequeñas e inquietas tijeras que daban chasquidos en todas direcciones–. ¡Muy bien, bien! Una larga historia. Debería tener este fin: «… y vivieron felices y comieron perdices», ¿no creen? ¡Ah! ¿Cómo sería el juego de las prendas? Quiero a mi amor con una E porque es encantadora; la odio con una E porque es esquiva. Le mostré lo más exquisito y le pedí que se escapara conmigo. Su nombre es Emily y vive en el este. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¿No le parezco frívola, señor Copperfield?

Se limitó a mirarme con enorme picardía y, sin esperar mi respuesta, prosiguió sin tomar aliento:

–¡Ya está! Si ha habido alguna vez un bribón arreglado y acicalado hasta la perfección, ése es usted, Steerforth. Si hay una mollera que yo comprenda bien en este mundo, ésa es la suya. ¿Entiende lo que le digo, querido? La conozco perfectamente –continuó, inclinándose sobre él para mirarle–. Ahora puede usted abandonar la sala, Jemmy, como dicen en los tribunales, y si el señor Copperfield toma asiento, me ocuparé de él.

–¿Qué respondes, Daisy? –preguntó Steerforth, riéndose y renunciando a la silla–. ¿Quieres que te arregle?

–Gracias, señorita Mowcher, esta noche no.

–No diga que no –repuso la diminuta mujer, contemplándome con aire de experta–. ¿Le gustaría un poco más de ceja?

–En otra ocasión, gracias –contesté.

–Podemos alargarla un cuarto de pulgada hacia las sienes –señaló la señorita Mowcher–. Lo lograremos en quince días.

–No, gracias. De momento, no.

–Lo haré por una simple propina –insistió–. ¿No? ¿Qué tal entonces unas buenas patillas? ¡Acérquese!

No pude evitar sonrojarme al decir que no, pues aquél era mi punto flaco. Pero la señorita Mowcher, comprendiendo que no estaba dispuesto a someterme a ninguna de las mejoras al alcance de su arte y que, por el momento, era insensible a las excelencias del frasquito que, para resultar más persuasiva, sujetaba a la altura de un ojo, declaró que empezaríamos otro día y solicitó la ayuda de mi mano para descender de su elevada posición. Saltó entonces al suelo con gran agilidad y empezó a atarse la papada con las cintas del sombrero.

–Los honorarios son… –quiso saber Steerforth.

–Cinco chelines –repuso la señorita Mowcher–, bien barato, pollito mío. ¿A que soy frívola, señor Copperfield?

Le respondí cortésmente que no. Pero no pude evitar pensar lo contrario cuando vi cómo lanzaba al aire sus dos medias coronas, al igual que un duende pastelero, y las cogía al caer, antes de metérselas en el bolsillo y darles una ruidosa palmada cuando ya las tuvo dentro.

–¡Aquí está la caja! –exclamó la señorita Mowcher, de nuevo al lado de la silla, mientras colocaba dentro del bolso la variada colección de pequeños objetos que había sacado–. ¿Me falta algo? Creo que no. No quiero que me pase como a Ned Beadwood que, cuando le llevaron a la iglesia «para casarse con alguien», como él dice, olvidó allí a la novia. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Menudo pícaro ese Ned! Pero es tan gracioso… Y ahora sé que voy a partirles el alma, pero me veo obligada a marcharme. Hagan ustedes acopio de valor. ¡Adiós, señor Copperfield! ¡Cuídese mucho, Jockey de Norfolk! Pero ¡qué charlatana soy! ¡Y toda la culpa es suya, malvados! Les perdono. «¡Bob swore!», como decía aquel inglés, en lugar de «buenas noches», cuando empezó a aprender francés. «Bob swore», mis patitos.

Con el bolso colgando del brazo, y sin dejar de parlotear, la señorita Mowcher se dirigió a la puerta contoneándose. Una vez allí, se detuvo para preguntarnos si queríamos un rizo de sus cabellos.

–¿A que soy frívola? –fue su único comentario, antes de salir tocándose la nariz.

Steerforth se reía tanto que me fue imposible no reírme yo también; aunque no creo que lo hubiera hecho de no haberme inducido él. Cuando recuperamos la calma, lo que requirió algún tiempo, me contó que la señorita Mowcher tenía muchísimas relaciones y prestaba los más variados servicios a toda clase de gente. Algunas personas se divertían con ella a causa de su deformidad, me explicó; pero lo cierto es que era una mujer extraordinariamente astuta y sagaz y, aunque tuviera los brazos tan cortos, de una inteligencia admirable. Añadió que no había mentido al decir que estaba en todas partes a la vez; pues realizaba pequeñas escapadas a las ciudades de provincias, y parecía encontrar clientes en cualquier lugar, y conocer a todo el mundo. Le pregunté por su carácter: si no tenía algo de maliciosa, y si sus simpatías se decantaban por el lado bueno de las cosas. Pero, después de intentarlo dos o tres veces, siguió sin prestar atención a mis preguntas, por lo que dejé de insistir o me olvidé de repetirlas. En vez de eso, se apresuró a darme toda clase de detalles sobre sus habilidades y sus ganancias; me dijo, asimismo, que era una eminencia aplicando ventosas, por si alguna vez necesitaba esa clase de servicios.

La señorita Mowcher fue el tema principal de nuestra conversación durante la velada; y, cuando nos despedimos hasta el día siguiente, Steerforth se asomó a la barandilla y me gritó «¡Bob swore!», mientras bajaba por la escalera.

Al llegar a casa del señor Barkis, me extrañó encontrar a Ham paseando arriba y abajo delante de la puerta, pero todavía me sorprendió más saber que la pequeña Emily se hallaba dentro. Le pregunté, naturalmente, por qué no pasaba, en lugar de esperar en la calle.

–Verá, señorito Davy –repuso, vacilante–. Es que Emily está hablando con alguien.

–Habría pensado que ése era un buen motivo para que tú también estuvieras ahí dentro, Ham –exclamé, sonriendo.

–En circunstancias normales, sí –contestó–; pero ¿sabe usted, señorito Davy? –prosiguió, bajando la voz y en tono muy grave–. Se trata de una joven… una joven que Emily conoció en el pasado, y a la que ahora no debería tratar.

Cuando oí estas palabras, pareció iluminarse el rostro de la mujer que había visto tras ellos unas horas antes.

–Es una pobre criatura, señorito Davy –dijo Ham–, a la que todos pisotean en la ciudad. Calle arriba y calle abajo. Huyen más de ella que si fuera un cadáver del cementerio.

–¿Es posible que la viera esta noche en la playa, después de cruzarnos con vosotros?

–Nos seguía, ¿verdad? –quiso saber Ham–. Sí, debía de ser ella, señorito Davy. Yo no sabía que estaba allí, pero un poco más tarde, cuando vio la luz encendida, se acercó al ventanuco de Emily y susurró: «Emily, Emily, por el amor de Dios, apiádate de mí. ¡En otro tiempo fui como tú!». ¡Qué palabras tan solemnes, señorito Davy!

–Tienes razón, Ham. ¿Y qué hizo Emily?

–Ella le dijo: «Martha, ¿eres tú? Oh, Martha, no puedes ser tú», pues habían trabajado juntas mucho tiempo en la tienda del señor Omer.

–¡Ya sé quién es! –exclamé, recordando una de las dos muchachas que había visto en mi primera visita a la tienda–. ¡Me acuerdo muy bien de ella!

–Martha Endell –declaró Ham–. Tiene dos o tres años más que Emily, pero fueron a la escuela juntas.

–Jamás había oído su nombre –respondí–. Pero no quería interrumpirte…

–En cuanto a eso, señorito Davy, su historia se resume en estas palabras: «Emily, Emily, por el amor de Dios, apiádate de mí. ¡En otro tiempo fui como tú!». Ella quería hablar con Emily, pero Emily no podía recibirla allí, pues su querido tío había llegado a casa y, a pesar de lo bueno y generoso que es, no querría… ni podría –dijo Ham con gran seriedad– ver juntas a esas dos muchachas, la una al lado de la otra, ni por todos los tesoros hundidos en el mar.

Sus palabras encerraban una gran verdad. Lo supe, en aquel instante, tan bien como Ham.

–Así que Emily escribió a lápiz una nota en un trozo de papel –prosiguió el joven– y se la entregó a Martha por la ventana, diciéndole que la trajera aquí. «Enseña esto a mi tía, la señora Barkis, y ella te dejará sentarte junto al fuego, por amor a mí, hasta que mi tío se haya marchado y yo pueda ir a verte», le susurró. Entonces Emily me lo contó todo, señorito Davy, y me pidió que la acompañara. ¿Qué otra cosa podía hacer? Ella no debería tratar a una mujer así, pero fui incapaz de negarme cuando vi sus ojos llenos de lágrimas.

Metió la mano en el interior de su áspera chaqueta y sacó con enorme cuidado una preciosa bolsita.

–Y de igual modo que fui incapaz de negarme cuando vi sus ojos llenos de lágrimas, señorito Davy –continuó Ham, colocando con ternura la bolsita en la palma de su tosca mano–, ¿cómo podía decirle que no cuando me confió esto, incluso sabiendo para qué lo traía? ¡Una pequeñez como ésta! –exclamó, mirándola pensativo–. ¡Y con tan poco dinero! ¡Mi dulce Emily!

Cuando volvió a guardársela en el bolsillo, estreché calurosamente su mano, pues me pareció el mejor modo de expresarle mi simpatía; y seguí paseando con él, en silencio, durante unos minutos. Entonces se abrió la puerta y apareció Peggotty, que hizo señas a Ham para que pasara. Yo me habría quedado fuera, pero ella se acercó para pedirme que le acompañara. Aun así, habría evitado entrar en la habitación donde estaban, si no se hubiera tratado de la cocina primorosamente embaldosada de la que he hablado en más de una ocasión. La puerta de la calle conducía directamente a ella, por lo que me encontré casi sin darme cuenta entre ellos.

La muchacha que había visto en la playa estaba sentada en el suelo, cerca de la chimenea, con la cabeza y uno de los brazos apoyados en una silla. Imaginé, al ver su postura, que Emily acababa de ponerse en pie y que tal vez aquella cabeza afligida había estado recostada en su regazo. Apenas pude verle el rostro, sobre el que caían los cabellos sueltos y en desorden, como si ella misma los hubiera despeinado; pero vi que era joven y de tez muy blanca. Peggotty había llorado. La pequeña Emily, también. Cuando entramos, nadie dijo nada; y, en medio de aquel silencio, el reloj holandés que había junto a la cómoda parecía hacer tictac dos veces más fuerte que de costumbre.

Emily fue la primera en hablar.

–Martha quiere irse a Londres –le dijo a Ham.

–¿Y por qué a Londres? –preguntó él.

El joven estaba de pie entre las dos; jamás he olvidado la expresión con que contemplaba a la muchacha postrada en el suelo, con una mezcla de compasión y de celos ante la idea de que fuese amiga de su amada. Ambos hablaban como si ella estuviera enferma, con voz suave y apagada, casi entre susurros, pero se les oía con claridad.

–Estaré mejor en Londres que aquí –afirmó una tercera voz, la de Martha, que siguió inmóvil–. Allí nadie sabe quién soy. Aquí todo el mundo me conoce.

–¿Y qué va a hacer allí? –inquirió Ham.

Martha levantó la cabeza y le miró con tristeza durante unos instantes; después, volvió a agacharla y se pasó el brazo derecho alrededor del cuello, como si tuviera mucha fiebre, o el terrible dolor de alguien que ha recibido un disparo.

–Procurará portarse bien –aseguró la pequeña Emily–. Tú no sabes lo que nos ha contado, Ham. ¿Verdad que él… que ellos no lo saben, tía?

Peggotty movió la cabeza, compasiva.

Martha

–Lo intentaré –dijo Martha–, si me ayudan a marcharme de aquí. Es imposible que las cosas me vayan peor. Tal vez allí tenga más suerte. ¡Por favor! –exclamó, estremeciéndose–. ¡Sáquenme de estas calles donde todo el mundo me conoce desde niña!

Vi cómo Emily extendía su mano y Ham le daba una bolsita de lona. Ella la cogió, convencida de que era su monedero, y avanzó uno o dos pasos; pero, al darse cuenta de su error, regresó junto al joven, que se había acercado a mí, y se la enseñó.

–Es tuya, Emily –le oí decir–. No tengo nada en el mundo que no te pertenezca, vida mía. Lo único que quiero es que seas feliz.

Las lágrimas brotaron nuevamente de los ojos de Emily, pero volvió la cabeza y se acercó a Martha. No sé lo que le dio. Vi cómo se inclinaba y ponía dinero en su pecho. Murmuró algo y le preguntó si era suficiente.

–Más que suficiente –respondió la otra joven, que cogió su mano y se la besó.

Entonces Martha se puso en pie y, después de envolverse en su chal y de cubrirse el rostro con él, se dirigió lentamente hacia la puerta, entre fuertes sollozos. Al llegar al umbral, se detuvo un momento, como si quisiera decir algo o volver atrás; pero no pronunció una sola palabra. Se marchó con el mismo gemido sordo, triste y desconsolado.

Cuando la puerta se cerró, la pequeña Emily nos miró a los tres y, escondiendo la cara entre las manos, rompió a llorar.

–¡No llores, Emily! –dijo Ham, dándole un golpecito cariñoso en el hombro–. ¡Por favor, vida mía! ¡No debes llorar así, preciosa!

–¡Oh, Ham! –replicó ella, con el rostro bañado en lágrimas–. ¡No soy todo lo buena que tendría que ser! A veces mi corazón no es agradecido… ¡y debería serlo!

–¡Vamos, vamos! ¡Estoy seguro de que sí lo es! –afirmó Ham.

–¡No! ¡No! ¡No! –exclamó la pequeña Emily, sollozando y moviendo la cabeza–. No soy todo lo buena que tendría que ser. ¡Ni mucho menos! ¡Ni mucho menos!

Y siguió llorando, como si su corazón estuviera a punto de romperse.

–Sé bien que abuso de tu amor. A menudo estoy malhumorada, soy caprichosa… y tendría que portarme de un modo muy diferente. Tú jamás eres así conmigo. ¿Por qué me comporto así cuando sólo debería pensar en mostrarme agradecida y en hacerte feliz?

–¡Tú siempre me haces feliz, querida mía! –aseguró Ham–. ¡Me siento tan dichoso al verte! Es una bendición pensar en ti todo el día.

–¡Pero no es suficiente! –protestó ella–. Eso es porque tú eres bueno, no porque lo sea yo. Quizá habría sido mejor para ti que te enamoraras de otra mujer… una joven más juiciosa y más digna de ti, que te quisiera con locura y jamás fuera vana y caprichosa como yo.

–¡Pobre corazoncito! –dijo Ham, en voz baja–. Martha parece haberla trastornado.

–Por favor, tía –sollozó Emily–. Ven aquí y déjame apoyar la cabeza en tu hombro. ¡Me siento tan desgraciada esta noche! No soy todo lo buena que tendría que ser. Lo sé muy bien.

Peggotty se había apresurado a sentarse delante del fuego. Emily se arrodilló junto a ella y, echándole los brazos al cuello, la miró angustiada.

–¡Ayúdame, te lo ruego, tía! ¡Ham, querido, intenta comprenderme! ¡Señorito Davy, por el recuerdo de tiempos pasados, ayúdeme, se lo suplico! Quiero ser mejor de lo que soy. Quiero sentirme cien veces más agradecida por mi suerte. Quiero recordar a todas horas lo afortunada que es la mujer que se casa con un hombre bueno y lleva una vida tranquila. ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay, mi pobre corazón!

Escondió la cabeza en el pecho de mi antigua niñera e, interrumpiendo aquellas súplicas, que por su aflicción y su dolor parecían mitad de mujer, mitad de niña, como toda ella (lo cual era más natural y se avenía mejor, en mi opinión, que cualquier otro rasgo a su belleza), continuó llorando en silencio, mientras Peggotty la arrullaba como si fuera un niño.

Poco a poco se fue tranquilizando y, entre todos, intentamos consolarla: unas veces animándola, otras bromeando con ella. No tardó en levantar la cabeza y hablarnos. Insistimos hasta que logró sonreír, y más tarde estalló en carcajadas, y entonces se sintió un poco avergonzada. Peggotty, mientras tanto, recogió sus rizos, enjugó sus lágrimas y la arregló un poco, para que su tío, al verla llegar a casa, no se diera cuenta de que había llorado.

Aquella noche vi hacer a la pequeña Emily lo que no le había visto hacer nunca: besar inocentemente a su prometido en la mejilla y pegarse a su cuerpo fornido como si éste fuera su mejor apoyo. Cuando se alejaron juntos, a la luz de la luna menguante, les seguí con la mirada, comparando su partida con la de Martha; la pequeña Emily agarraba el brazo de Ham con las dos manos y andaba a su lado, sin separarse de él.

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