LIII Otra mirada retrospectiva
LIII
Debo detenerme una vez más. Oh, mi mujer-niña, hay entre la muchedumbre que veo desfilar ante mí, en medio de mis recuerdos, una figura serena y tranquila que me dice con su amor inocente y su belleza infantil: «¡Párate a pensar en mí! ¡Vuélvete a mirar a tu Pequeña Flor, mientras sus pétalos caen revoloteando al suelo!».
Y yo la obedezco. Todo lo demás parece borrarse y desaparece. Estoy de nuevo con Dora, en nuestra casa. No sé cuánto tiempo lleva enferma. Me he acostumbrado hasta tal punto a ese sufrimiento que soy incapaz de calcular los días. En realidad no han pasado muchas semanas ni muchos meses, pero, para mí, es como si hubieran transcurrido siglos.
Han dejado de decirme: «Espere unos días más». Temo, en lo más profundo de mi alma, que no vuelva a amanecer el día en que mi mujer-niña corra bajo el sol con su viejo amigo Jip.
Éste parece haberse convertido súbitamente en un anciano. Es posible que eche de menos en su ama algo que lo animaba y rejuvenecía; pero anda alicaído, ve mal y las patas le flaquean. Y mi tía lamenta que haya dejado de ladrarle, y que se arrastre hasta ella para lamerle mansamente la mano cuando está echado en la cama de Dora y ella se sienta en la cabecera.
Dora nos sonríe, y está muy hermosa, y jamás profiere una palabra de impaciencia o una queja. Dice que somos muy buenos con ella; y que sabe que su atento y querido muchacho trabaja demasiado, y que mi tía apenas duerme, y está siempre ahí, vigilante, activa y cariñosa. Algunas veces, las pequeñas damas que tanto se asemejan a dos pájaros vienen a verla; y entonces hablamos del día de nuestra boda y de aquellos felices tiempos.
¡Qué paz y qué quietud tan extrañas parecen reinar en mi vida –en toda mi vida, tanto exterior como interior– cuando me siento en el tranquilo y ordenado dormitorio, sumido en la penumbra, con los ojos azules de mi mujer–niña vueltos hacia mí y sus deditos enroscados en mi mano! Paso horas y horas allí; pero, de todos esos momentos, tres han quedado grabados con más viveza en mi memoria.
Es por la mañana; Dora, recién acicalada por las manos de mi tía, me muestra cómo sus hermosos cabellos se rizan sin remedio sobre la almohada, y lo largos y brillantes que son, y cuánto le gusta llevarlos descuidadamente recogidos bajo la redecilla.
–No es que quiera presumir de ellos, no seas necio –exclama al verme sonreír–; pero siempre decías que te parecían preciosos y, cuando empecé a pensar en ti, me miraba con frecuencia en el espejo y me preguntaba si te gustaría mucho tener un mechón. ¡Y qué tonterías hiciste, Doady, cuando te lo di!
–Fue el día en que pintabas las flores que yo te había regalado, Dora, el día en que te declaré mi amor.
–¡Ah! Pero yo no quise contarte entonces –dice Dora– todo lo que había llorado contemplando aquel ramo, ¡pues había comprendido que me amabas de veras! Cuando pueda correr como antes, Doady, visitaremos de nuevo esos lugares donde formábamos una pareja tan tonta, ¿te parece bien? Y daremos alguno de nuestros viejos paseos; y no nos olvidaremos de papá.
–Así lo haremos, y pasaremos unos días muy felices. Por eso tienes que curarte en seguida, mi amor.
–¡Lo haré muy pronto! ¡Si supieras cuánto he mejorado!
Es por la tarde; estoy sentado en la misma silla, junto a la misma cama, con el mismo rostro vuelto hacia mí. Hemos estado en silencio y ella sonríe. He dejado de subir y de bajar las escaleras con mi ligera carga. Dora descansa todo el día en su lecho.
–¡Doady!
–¡Dora, querida!
–Espero que no te parezca poco razonable lo que voy a pedirte, después de lo que me contaste hace poco sobre la salud del señor Wickfield. Quiero ver a Agnes, Doady. Necesito verla.
–Se lo escribiré, amor mío.
–¿De veras?
–Ahora mismo.
–¡Qué bueno eres! Doady, cógeme en brazos. No pienses que es un capricho. ¡Necesito verla!
–Estoy seguro. No tengo más que decírselo y vendrá, no me cabe la menor duda.
–¿Te sientes muy solo en el piso de abajo? –me pregunta Dora al oído, con su brazo alrededor de mi cuello.
–¿De qué otro modo podría sentirme, mi amor, cuando veo tu silla vacía?
–¡Mi silla vacía! –Dora me abraza en silencio durante unos instantes–. ¿Y es cierto que me echas de menos, Doady? –exclama levantando los ojos, con una sonrisa radiante–. ¿Aunque sea tan insignificante, necia y atolondrada?
–¿Acaso existe alguna otra persona en el mundo a quien pudiera echar tanto de menos, corazón?
–¡Oh, esposo mío! ¡Me siento tan dichosa y, sin embargo, tan triste! –y se aprieta más contra mi pecho y me rodea con sus brazos.
Ella ríe y llora al mismo tiempo, y luego se tranquiliza y afirma ser completamente feliz.
–¡Completamente feliz! –repite–. Sólo quiero que le envíes a Agnes mi amor, y que le digas que necesito mucho, muchísimo verla; es lo único que me queda por desear.
–Si exceptuamos que te cures, Dora.
–¡Ay, Doady! A veces pienso… ya sabes lo atolondrada que he sido siempre… que eso no ocurrirá jamás.
–¡No hables así, Dora! ¡Ni siquiera lo pienses, mi amor!
–No lo haré, si puedo evitarlo, Doady. Pero me siento muy dichosa; ¡aunque mi querido muchacho se sienta tan solo frente a la silla vacía de su mujer-niña!
Es de noche, y aún sigo con ella. Agnes ha venido, y ha pasado con nosotros todo el día y parte de la velada. Ella, mi tía y yo hemos estado con Dora desde por la mañana, todos juntos. No hemos conversado mucho, pero Dora se ha mostrado sumamente alegre y complacida. Ahora estamos solos.
¿Acaso no sé ya que mi mujer-niña pronto me abandonará? Me lo han anunciado; y, al hacerlo, no me han dicho nada que no supiera. Pero estoy muy lejos de aceptar esa verdad. No puedo asimilarla. A lo largo del día, me he retirado muchas veces para llorar a solas. He recordado a Aquel que derramó lágrimas por una separación entre los vivos y los muertos. He meditado sobre esa historia repleta de compasión y de bondad. He tratado de resignarme y de hallar algún consuelo; y tal vez lo haya logrado, aunque sea de un modo imperfecto. Pero hay algo de lo que no consigo convencerme, y es de que irremisiblemente llegará el final. Tengo su mano en la mía; su corazón en mi corazón; veo su amor por mí, lleno de vida. No puedo sino albergar un pálido rayo de esperanza de que ella sea perdonada.
–Voy a hablar contigo, Doady. Te diré una cosa que, últimamente, he deseado decirte a menudo. No te importará, ¿verdad? –exclama con mirada cariñosa.
–¿Importarme, querida mía?
–Porque no sé lo que pensarás, ni lo que habrás pensado algunas veces. Tal vez hayas pensado a menudo lo mismo que yo. Doady, querido, me temo que yo era demasiado joven.
Apoyo mi rostro sobre la almohada, junto a ella, y Dora me mira a los ojos y me habla con gran dulzura. Poco a poco, al escucharla, me doy cuenta, sobrecogido, de que habla de sí misma en pasado.
–Me temo, querido, que yo era demasiado joven. Y no es que sólo me faltaran años, sino también experiencia, madurez y de todo. ¡Era una criatura tan necia! Habría sido mejor que nos hubiéramos querido como dos niños, y después nos hubiésemos olvidado. He empezado a pensar que no estaba preparada para el matrimonio.
Intento contener mis lágrimas y responderle:
–¡Dora, mi amor, estabas tan preparada como yo!
–No sé –contesta, agitando sus rizos como antaño–. ¡Es posible! Pero si hubiera estado más preparada para el matrimonio, podría haberte ayudado a que también tú lo estuvieras. Además, tú eres muy inteligente y yo jamás lo he sido.
–Hemos sido muy felices, mi dulce Dora.
–Yo he sido feliz, muy muy feliz. Pero, con el paso de los años, mi querido muchacho se habría cansado de su mujer-niña. Ella habría sido una compañera cada vez menos apropiada para él. Él habría sido cada vez más consciente de todo lo que faltaba en su hogar. Ella no habría hecho el menor progreso. Es mejor que sea así.
–Dora, amor mío, amor mío, no hables de ese modo. ¡Cada una de tus palabras parece un reproche!
–¡Oh, no! –responde con un beso–. Querido mío, tú nunca has merecido el menor reproche y yo te amaba demasiado para echarte algo en cara, en serio… Ése ha sido mi único mérito, aparte de ser bonita… o que tú lo creyeras así. ¿Te sientes muy solo en el piso de abajo, Doady?
–¡Terriblemente!
–¡No llores! Mi silla, ¿sigue allí?
–En su lugar de siempre.
–¡Oh, cómo llora mi pobre muchacho! ¡Chist, chist! Y ahora tienes que hacerme una promesa. Necesito hablar con Agnes. Cuando bajes, se lo dices y la envías aquí; y no dejes que entre nadie, ni siquiera la tía, mientras esté con ella. Necesito hablar a solas con Agnes. No quiero que haya nadie delante.
Le prometo avisarla en seguida; pero no puedo separarme de ella, mi dolor me lo impide.
–He dicho que es mejor que sea así –susurra, estrechándome entre sus brazos–. ¡Oh, Doady, dentro de unos años no habrías podido amar a tu mujer-niña más que ahora; y, algunos años después, ella te hubiera defraudado tanto que no habrías podido amarla ni la mitad! Sé que yo era demasiado joven y estúpida. ¡Es mejor que sea así!
Cuando entro en la sala, Agnes está allí y le trasmito el mensaje. Ella desaparece, dejándome a solas con Jip.
El viejo compañero de mi mujer-niña
Su pagoda china está junto a la chimenea; y él, tumbado en el interior sobre su lecho de franela, trata de dormir con aire quejumbroso. La luna brilla, alta y clara. Cuando contemplo la noche, las lágrimas resbalan por mis mejillas y mi corazón indisciplinado es castigado duramente… duramente.
Me siento al lado del fuego, pensando con remordimiento en todos esos sentimientos secretos que he alimentado desde mi matrimonio. Pienso en todas las naderías entre Dora y yo, y comprendo que es verdad cuando dicen que la vida es una sucesión de pequeñeces. Surgiendo del mar de mis recuerdos, está la imagen de la adorable criatura tal como yo la conocí, adornada –por mi amor juvenil y por el suyo– de todos los encantos en que es generoso un amor semejante. ¿Habría sido de veras mejor que nos hubiéramos querido como dos niños, y después nos hubiésemos olvidado? ¡Contesta, corazón indisciplinado!
El tiempo pasa, no sé cómo, hasta que me hace volver en mí el viejo compañero de mi mujer-niña. Cada vez más agitado, se arrastra fuera de su pequeña casa, me mira, se acerca a la puerta y gimotea para que le deje subir.
–¡Esta noche no, Jip! ¡Esta noche no!
Vuelve lentamente a mi lado, me lame la mano y levanta hacia mí sus ojos vidriosos.
–¡Oh, Jip! ¡Quizá no subas nunca más!
Se acuesta a mis pies, se extiende como si fuera a dormir y, con un grito lastimero, abandona este mundo.
–¡Oh, Agnes! ¡Mira, mira!
¡Aquel rostro lleno de piedad y de dolor, aquel torrente de lágrimas, aquel llamamiento mudo y terrible dirigido a mí, aquella mano solemne levantada hacia el Cielo!
–¿Agnes?
Todo ha terminado. No veo más que oscuridad; y, durante algún tiempo, todas las cosas se borran de mi memoria.