David Copperfield

XXV Ángeles buenos y ángeles malos

XXV

Me disponía a salir de casa, a la mañana siguiente de aquel aciago día de dolor de cabeza, malestar y arrepentimiento, extrañamente confuso acerca de la fecha en que se había celebrado mi pequeña fiesta –como si un ejército de titanes hubiera empujado el anteayer unos cuantos meses atrás con una enorme palanca–, cuando vi subir por la escalera a un mensajero con una carta en la mano. No parecía tener ninguna prisa por cumplir su encargo; pero, al darse cuenta de que le miraba desde arriba, por encima de la barandilla, inició un pequeño trote y llegó jadeando, como si hubiera corrido hasta quedar exhausto.

–¿Señor T. Copperfield? –preguntó, rozando el sombrero con un extremo de su pequeño bastón.

La convicción de que aquella misiva era de Agnes me trastornó de tal modo que pensé que no sería capaz de pronunciar palabra. Logré balbucir, sin embargo, que yo era el señor T. Copperfield; él me creyó y me entregó la carta, diciendo que esperaba contestación. Le pedí que aguardara en el descansillo mientras escribía la respuesta; y volví a entrar en casa y a cerrar la puerta, en un estado tal de agitación que, antes de decidirme a romper el lacre, tuve que dejar el sobre encima de la mesa para familiarizarme un poco con él.

Al abrirlo, hallé una nota muy cariñosa, que no hacía la menor alusión al estado en que me había encontrado la noche del teatro. Se limitaba a decir lo siguiente:

Mi querido Trotwood:

Estoy en casa del apoderado de papá, el señor Waterbrook, en Ely Place, Holborn. ¿Podrías venir a verme hoy? Te esperaré a la hora que desees.

Afectuosamente

AGNES

Tardé tanto tiempo en redactar una respuesta que me convenciera que el mensajero debió de pensar que estaba aprendiendo a escribir. Creo que empecé por lo menos media docena de borradores. El primero comenzaba así: «¿Cómo puedo esperar, querida Agnes, borrar de tu memoria la impresión de repugnancia…?», pero decidí que no me agradaba y lo rompí. Empecé otro de este modo: «Shakespeare ha señalado, mi querida Agnes, cuán extraño es que un hombre se introduzca un enemigo en la boca…» lo que me recordó a Markham y me impidió seguir. Incluso ensayé la poesía, y garabateé un primer verso de cinco sílabas: «Oh, no recordéis…», que me pareció absurdo. Después de varias tentativas, escribí:

Mi querida Agnes:

Tu carta no es sino un reflejo de como eres, ¿qué mayor elogio podría hacerte? Iré a las cuatro en punto.

Con todo mi cariño y arrepentimiento

T.C.

El mensajero partió, finalmente, con esta misiva (que deseé con toda mi alma recobrar en cuanto se la entregué).

Si aquel día fue la mitad de penoso para alguno de los procuradores de lo que fue para mí, creo sinceramente que habría expiado su participación en aquel viejo y rancio queso eclesiástico. Aunque abandoné el despacho a las tres y media y empecé a merodear por Ely Place pocos minutos después, llegué a la cita con más de un cuarto de hora de retraso, según el reloj de la iglesia de St Andrew, Holborn, pues mi desesperación me impedía reunir el suficiente valor para tocar la campanilla particular que había a la izquierda de la puerta, en casa del señor Waterbrook.

Los asuntos profesionales de este caballero se llevaban en la planta baja; los asuntos mundanos (que eran muchos), en el primer piso. Me condujeron a una sala muy bonita, aunque su atmósfera era un poco sofocante, y allí estaba Agnes, haciendo un bolsito de malla.

Su expresión era tan serena y bondadosa, y me recordó hasta tal punto la inocencia y la despreocupación de mis días escolares en Canterbury, así como al estúpido y miserable borracho en que me había convertido dos noches antes, que, al verme a solas con ella, me dejé arrastrar por el remordimiento y por la vergüenza y… en pocas palabras, me comporté como un necio. He de reconocer que rompí a llorar. Y todavía no sé si aquello fue lo mejor que pude hacer o lo más ridículo.

–Si me hubiera visto en ese estado cualquier otra persona, Agnes –exclamé, volviendo la cabeza–, no me habría importado tanto. ¡Pero que fueras precisamente tú! Casi preferiría haber muerto antes.

La joven apoyó su mano en mi brazo durante unos instantes (esa mano cuyo tacto no se parecía al de nadie); y yo me sentí tan reconfortado y querido que no pude evitar llevármela a los labios y besarla lleno de agradecimiento.

–Siéntate –dijo ella, alegremente–. No te aflijas, Trotwood. Si no puedes confiar en mí, ¿en quién lo harás?

–¡Ay, Agnes! –respondí–. Eres mi ángel bueno.

Sonrió con cierta tristeza, según me pareció, y movió la cabeza.

–Sí, Agnes, ¡mi ángel bueno! ¡Siempre mi ángel bueno!

–Si de veras lo fuera, Trotwood –contestó–, pondría todo mi empeño en una cosa.

La miré inquisitivamente; pero creo que sabía de antemano lo que iba a decirme.

–En ponerte en guardia –prosiguió Agnes, sin dejar de mirarme– contra tu ángel malo.

–Mi querida Agnes, si te refieres a Steerforth…

–En efecto, así es, Trotwood –repuso.

–Entonces, Agnes, no eres justa con él. ¡Steerforth mi ángel malo o el de cualquier otro! ¡Él, que siempre ha sido un guía, un apoyo y un amigo para mí! ¡Mi querida Agnes! ¿Acaso no es arbitrario e indigno de ti juzgarlo por el estado en que me encontraste la otra noche?

–No lo digo por lo que vi la otra noche –replicó suavemente.

–¿Entonces, por qué?

–Por muchos detalles, en apariencia insignificantes, pero que, al irse sumando, han cobrado importancia para mí. Lo juzgo, en parte, por lo que me has contado de él, Trotwood; y también por tu carácter y por la influencia que ejerce sobre ti.

Había algo en su dulce voz que parecía tocar dentro de mí una cuerda que sólo ella hacía vibrar. Era una voz que siempre daba impresión de seriedad; pero, cuando ésta era extrema, como en aquel momento, expresaba una emoción que no podía sino subyugarme. Me quedé contemplándola mientras ella bajaba los ojos hacia su labor, y sus palabras siguieron dando vueltas en mi cabeza; y, a pesar de todo el cariño que sentía por Steerforth, su imagen se ensombreció en mi interior.

–Sé que puede parecer una osadía –dijo, levantando de nuevo la mirada– que una persona como yo, que siempre ha vivido aislada y conoce tan poco el mundo, se atreva a aconsejarte con tanta firmeza, o incluso tenga una opinión tan tajante. Pero sé muy bien en qué se basa, Trotwood… en el recuerdo de los años en que hemos crecido juntos y en mi profundo interés por todo lo que te concierne. Y de ahí nace mi osadía. Estoy segura de no equivocarme. Estoy completamente segura. Es como si fuera otra persona, y no yo, quien te pone en guardia contra esa amistad tan peligrosa.

Volví a mirarla y, cuando se calló, tuve la sensación de seguir escuchándola; y la imagen de Steerforth, a pesar de mi afecto por él, se oscureció de nuevo.

–No soy tan poco razonable –prosiguió Agnes en su tono habitual, después de unos instantes de silencio– como para esperar que quieras o puedas cambiar de golpe tus sentimientos; especialmente cuando éstos se hallan tan arraigados en ti, que eres un hombre de naturaleza confiada. No debes apresurarte a hacerlo. Lo único que te pido, Trotwood, es que, si alguna vez piensas en mí… quiero decir –corrigió con una sonrisa amable, al ver que yo me disponía a interrumpirla, y ella sabía por qué– que siempre que pienses en mí medites en lo que te he dicho. ¿Me perdonas por todo esto?

–Lo haré, Agnes –respondí–, cuando seas justa con Steerforth, y lo quieras tanto como yo.

–¿Y hasta entonces, no? –inquirió ella.

Una sombra cruzó por su rostro cuando oyó mencionar su nombre; pero me devolvió la sonrisa, y volvimos a sentirnos tan a gusto juntos como en los viejos tiempos.

–Agnes, ¿cuándo me perdonarás por lo de la otra noche?

–Cuando lo recuerde –repuso ella.

Ella habría querido olvidar el asunto, pero yo estaba demasiado obsesionado para permitirlo, e insistí en relatarle cómo había llegado a degradarme de aquel modo y qué cadena de circunstancias me había conducido finalmente al teatro. Supuso un gran alivio, y me permitió explicarle con todo detalle cuán grande era mi deuda con Steerforth por haberse ocupado de mí cuando yo era incapaz de cuidar de mí mismo.

–No debes olvidar –dijo Agnes, cambiando tranquilamente de tema cuando acabé de hablar– que no sólo tienes que contarme siempre tus dificultades, sino también tus amores. ¿Quién es la sucesora de la señorita Larkins, Trotwood?

–Nadie, Agnes.

–¡Vamos, Trotwood! Seguro que hay alguien –exclamó Agnes, riéndose y amenazándome con el dedo.

–No, Agnes, te lo prometo. En casa de Steerforth, hay una dama muy inteligente con la que me gusta conversar… la señorita Dartle… Pero no estoy enamorado de ella.

Mi amiga volvió a reírse de su propia agudeza y me dijo que, si yo seguía confiándole mis secretos, ella llevaría un pequeño registro de mis amoríos, con su fecha, su duración y su desenlace, al igual que la tabla de los reyes y de las reinas, en la historia de Inglaterra. Luego me preguntó si había visto a Uriah.

–¿A Uriah Heep? –inquirí–. ¿Se encuentra en Londres?

–Viene todos los días al despacho de la planta baja –contestó Agnes–. Llegó a Londres una semana antes que yo. Me temo que le ha traído a la ciudad un asunto muy desagradable, Trotwood.

–Un asunto que te inquieta, puedo adivinarlo –declaré–. ¿De qué se trata?

Agnes dejó a un lado su labor y, cruzando las manos, me miró tristemente con sus dulces y hermosos ojos.

–Creo que Uriah va a convertirse en socio de papá.

–¿Cómo? ¿Uriah? ¿Ese individuo miserable y servil ha logrado deslizarse como un gusano hasta semejante puesto? –exclamé indignado–. Y tú, Agnes, ¿no has manifestado tu disgusto? Piensa en lo que supondría esa relación. Tienes que hablar con toda franqueza. No debes permitir que tu padre cometa esa locura. Tienes que impedirlo antes de que sea demasiado tarde.

Sin dejar de mirarme, Agnes movió la cabeza, sonriendo débilmente al ver mi agitación.

–¿Recuerdas nuestra última conversación a propósito de papá? Muy poco tiempo después… dos o tres días solamente… me comentó por primera vez lo que acabo de decirte. Fue muy doloroso ver cómo se debatía entre el deseo de hacerme creer que era él quien tomaba la decisión y su impotencia para ocultarme que se veía obligado a hacerlo. Me sentí consternada.

–¿Que se veía obligado a hacerlo, Agnes? Pero ¿quién tiene ese poder sobre él?

–Uriah –replicó, tras unos momentos de vacilación– se ha vuelto indispensable para papá. Es un hombre astuto y muy observador. Ha visto con claridad sus debilidades, las ha fomentado y se ha aprovechado de ellas hasta el punto de que… para decirlo en pocas palabras, Trotwood, papá le tiene miedo.

Hubiera podido contarme más cosas; sabía o sospechaba algo más, lo noté claramente. Pero me sentí incapaz de aumentar su dolor preguntándole qué era, pues sabía que guardaba silencio para proteger a su padre. No pude sino percatarme de que todo aquello había empezado mucho tiempo antes… sí, pensándolo un poco, todo aquello había empezado mucho tiempo antes. Preferí quedarme callado.

–Su ascendiente sobre papá es muy grande –señaló Agnes–. Se muestra humilde y agradecido con él… y tal vez sea sincero (eso espero, al menos). Pero lo cierto es que es él quien manda, y temo que abuse de su poder.

Le dije que era un canalla, lo que me sirvió, por el momento, de desahogo.

–En la época de que hablo, cuando papá se dirigió a mí –prosiguió Agnes–, Uriah le había anunciado que se marchaba, muy a su pesar, porque le habían ofrecido un trabajo mejor. Papá estaba entonces muy alicaído, y se sentía más abrumado que nunca por las preocupaciones; pero pareció aliviarle la idea de asociarse con Uriah, a pesar de suponer una vergüenza y un ultraje para él.

–¿Y tú qué le aconsejaste, Agnes?

–Hice lo que consideré mi deber, Trotwood. Convencida de que ese sacrificio era necesario para la tranquilidad de papá, le supliqué que lo hiciera. Le dije que, de ese modo, aligeraría la carga que llevaba sobre los hombros (¡confío en que así sea!) y tendría más tiempo para estar conmigo. ¡Oh, Trotwood! –exclamó cubriéndose el rostro con las manos, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas–. Tengo la impresión de haber actuado casi como un enemigo, en lugar de como una hija que le adora. Pues sé hasta qué punto su amor por mí le ha cambiado el carácter, y cuánto ha reducido el círculo de sus amistades y de sus obligaciones para dedicarse por entero a mi cuidado. Soy consciente de todas las cosas a las que ha renunciado, y de que su inquietud por mí ha ensombrecido su vida y ha debilitado su fuerza y su energía, haciéndolas ir siempre en una dirección. Si yo pudiera reparar todo eso… Si yo pudiera lograr que se recuperara, después de haber sido la causa involuntaria de su decadencia.

Jamás había visto llorar a Agnes. Había visto lágrimas en sus ojos cada vez que yo llegaba del colegio con un nuevo galardón, así como la última vez que habíamos hablado de su padre; y le había visto volver su dulce rostro a un lado cuando nos despedimos. Pero nunca la había visto tan desconsolada. Aquello me afligió sobremanera.

–¡No llores, Agnes, por favor! ¡No llores, querida hermana! –fue lo único que pude balbucir.

Pero Agnes era muy superior a mí, tanto en carácter como en resolución (como ahora sé muy bien, aunque dudo que entonces me diera cuenta), para necesitar mucho tiempo de mis súplicas. Y, de igual modo que vuelve a aparecer el sol cuando pasa una nube, recobró la hermosa serenidad que, en mis recuerdos, la hacía tan diferente de otras personas.

–No creo que podamos estar a solas mucho tiempo más –dijo–, así que aprovecharé la ocasión para rogarte que seas amable con Uriah. No lo rechaces. No te irrites (como, por lo general, te sientes inclinado a hacer) por aquello que te resulta desagradable en él. Tal vez no merezca nuestra antipatía, pues no sabemos con certeza nada malo de él. En cualquier caso, piensa en primer lugar en papá y en mí.

Agnes no tuvo tiempo de añadir nada más, pues la puerta se abrió y la señora Waterbrook, que era una dama muy voluminosa… o llevaba un vestido muy grande (no podría precisar dónde empezaba el traje y dónde terminaba la señora), entró majestuosamente en la sala. Tenía el vago recuerdo de haberla visto en el teatro, como la pálida imagen de una linterna mágica; pero ella parecía acordarse perfectamente de mí, y sospechar que continuaba ebrio.

Al descubrir poco a poco, sin embargo, que estaba sobrio y era un caballero joven y modesto, la actitud de la señora Waterbrook se ablandó considerablemente; me preguntó, en primer lugar, si frecuentaba mucho los parques y, en segundo lugar, si llevaba una intensa vida social. Cuando respondí que no a ambas preguntas, tuve la impresión de que su concepto de mí volvía a ser desfavorable; pero lo disimuló con elegancia y me invitó a cenar al día siguiente. Acepté su proposición y me despedí; pregunté por Uriah en la oficina al salir y, como estaba ausente, le dejé mi tarjeta.

Cuando al día siguiente fui a cenar y, al abrirse la puerta de la calle, me vi sumergido en un baño de vapor de pierna de cordero, comprendí que no era el único invitado; pues en seguida reconocí al mensajero que me había llevado la carta de Agnes, disfrazado de lacayo para ayudar al criado de la casa, esperando al pie de la escalera para subir a anunciar mi nombre. Cuando me preguntó confidencialmente cómo me llamaba, fingió no haberme visto antes; pero se acordaba tan bien de mí como yo de él. La conciencia hizo de nosotros unos cobardes.

El señor Waterbrook resultó ser un caballero de mediana edad, cuellicorto y con un gigantesco cuello de camisa, al que sólo le faltaba un hocico negro para ser el vivo retrato de un pequeño dogo. Me dijo que le alegraba mucho tener el honor de conocerme; y, cuando hube saludado a la señora Waterbrook, me presentó con gran solemnidad a una dama de aspecto temible, que vestía un traje de terciopelo negro y lucía un enorme sombrero de terciopelo negro. Pensé que podría ser una pariente cercana de Hamlet, algo así como su tía.

Se llamaba señora de Henry Spiker; y su marido también estaba allí: un hombre tan frío que su cabeza, en vez de ser gris, parecía cubierta de escarcha. Todo el mundo mostraba una gran deferencia a los Henry Spikers, de uno y otro sexo; y ello se debía, según me explicó Agnes, a que el señor Henry Spiker era el abogado de algo o de alguien (he olvidado de qué o de quién) que tenía alguna vaga relación con el departamento de Hacienda.

Encontré a Uriah Heep entre los invitados, vestido de negro y haciendo gala de una profunda humildad. Cuando estreché su mano, me dijo que estaba orgulloso de que hubiera reparado en su presencia, y que se sentía muy agradecido por mi condescendencia. Habría preferido que su reconocimiento fuera menor, pues se pasó el resto de la velada merodeando a mi lado; y, cada vez que le comentaba algo a Agnes, tenía la certeza de que sus ojos sin pestañas y su rostro cadavérico nos contemplaban con severidad a nuestras espaldas.

Había otros invitados que, al igual que el vino, parecían haberse congelado para la ocasión. Pero hubo uno que llamó poderosamente mi atención antes de entrar, ya que fue anunciado como ¡el señor Traddles! Mi imaginación voló a Salem House; y pensé que podría tratarse de Tommy, ¡el muchacho que dibujaba esqueletos!

Busqué al señor Traddles con especial interés. Era un joven de aspecto serio y juicioso, y modales reservados, con un pelo bastante gracioso y unos ojos muy abiertos; se retiró tan pronto a un rincón oscuro que tuve serias dificultades para encontrarlo. Finalmente, conseguí verlo mejor y, si la vista no me engañaba, allí estaba el viejo e infortunado Tommy.

Me acerqué al señor Waterbrook y le dije que creía tener el placer de reconocer a uno de mis viejos compañeros de internado.

–¿De veras? –exclamó sorprendido mi anfitrión–. ¿No es usted demasiado joven para haber ido al colegio con el señor Henry Spiker?

–¡No, no me refiero a él! –contesté–. Me refiero al caballero llamado Traddles.

–¡Ah! ¡Sí, sí! ¿De veras? –preguntó el señor Waterbrook, con mucho menos interés–. Es posible.

–Si se trata de la misma persona –proseguí, mirando hacia el joven–, coincidimos en un lugar llamado Salem House, y él era un excelente compañero.

–¡Oh, sí! Traddles es un buen muchacho –replicó mi anfitrión con aire indulgente, al tiempo que asentía con la cabeza–. Traddles es muy buen muchacho.

–¡Qué curiosa coincidencia! –exclamé.

–En efecto –repuso el señor Waterbrook–; es una verdadera coincidencia que Traddles esté aquí. Sí. Fue invitado esta misma mañana, al quedar libre el lugar reservado en la mesa para el hermano de la señora de Henry Spiker, que se encuentra indispuesto. Un hombre de lo más distinguido, el hermano de la señora de Henry Spiker, señor Copperfield.

Murmuré algunas palabras de asentimiento, bastante calurosas si tenemos en cuenta que jamás había oído hablar de ese caballero, y pregunté cuál era la profesión del señor Traddles.

–Traddles es un joven estudiante de derecho. Sí. Es un buen muchacho… incapaz de hacer daño a nadie, excepto a sí mismo.

–¿A sí mismo? –repetí, consternado.

–Verá usted –prosiguió el señor Waterbrook, frunciendo los labios y jugando con la cadena de su reloj, con aire próspero y seguro de sí mismo–, yo diría que es uno de esos hombres que tiran piedras contra su propio tejado. No creo que jamás llegué a reunir quinientas libras. Me lo recomendó uno de mis colegas. ¡Oh, sí! Sí. No hay duda de que tiene cierto talento para redactar mandatos judiciales y para exponer con toda claridad los hechos por escrito. A veces le cedo algún caso en el curso del año; algún caso que… para él… es importante. ¡Oh, sí! Sí.

Me impresionó sobremanera la tranquilidad y la satisfacción con que el señor Waterbrook profería de vez en cuando aquellos cortos «sí». Resultaban de lo más expresivos. Daba la impresión de ser un hombre que había nacido, no ya con una cuchara de plata, sino con una escala, que le había permitido subir uno tras otro todos los escalones de la vida; y ahora podía contemplar, desde lo alto de las fortificaciones, con la mirada protectora de un filósofo, a los desgraciados que continuaban en las trincheras.

Seguía dando vueltas al asunto cuando anunciaron la cena. El señor Waterbrook ofreció su brazo a la tía de Hamlet; y el señor Henry Spiker, a la señora Waterbrook. Agnes, a quien me habría gustado tanto acompañar, fue emparejada con un caballero de sonrisa tonta y piernas endebles. Uriah, Traddles y yo, que éramos los más jóvenes, bajamos los últimos sin la menor ceremonia. El hecho de separarme de Agnes no me pesó tanto como habría cabido esperar, pues me dio la oportunidad de presentarme a Traddles, que me saludó con gran entusiasmo en las escaleras. Uriah, entretanto, se retorcía con una mezcla de satisfacción y de humildad tan exageradas que me habría encantado empujarlo por encima de la barandilla.

Traddles y yo estuvimos separados durante la cena, pues nos habían situado en los dos extremos de la mesa; él a la luz de una dama vestida de terciopelo rojo, y yo a la sombra de la tía de Hamlet. La cena fue muy larga, y la conversación giró en torno a la aristocracia y al linaje. La señora Waterbrook repitió en varias ocasiones que, si ella tenía alguna debilidad, era por la sangre y el linaje.

Más de una vez pensé que, si hubiéramos sido menos educados, lo habríamos pasado mejor. Nos comportábamos con tanta elegancia que nuestra conversación era muy limitada. Entre los comensales había un tal señor Gulpidge y su esposa, que tenían algo que ver (al menos el señor Gulpidge) con el departamento de leyes del Banco de Inglaterra; y cuando no hablábamos de Hacienda, lo hacíamos del Banco de Inglaterra, asuntos tan refinados como los compromisos oficiales de la familia real. Para arreglar las cosas, la tía de Hamlet era muy aficionada a los soliloquios, una debilidad familiar, y disertaba de forma inconexa sobre cualquier tema que se sacara a colación. Es cierto que eran más bien escasos; pero, como siempre acabábamos volviendo a la cuestión de la sangre, disponía de un campo tan vasto para las especulaciones abstractas como su sobrino.

Habríamos podido pasar por un grupo de ogros, dado lo sangriento de nuestra conversación.

–He de confesar que soy de la opinión de la señora Waterbrook –dijo su marido, con la copa de vino a la altura del ojo–. Hay otras cosas dignas de estima, pero ¡nada como la sangre y el linaje!

–¡Oh! ¡No hay nada tan satisfactorio! –señaló la tía de Hamlet–. Nada que se acerque más al de… de toda esa clase de cosas, hablando en términos generales. Hay espíritus mezquinos (afortunadamente no demasiados, pero hay ) que preferirían arrodillarse ante ídolos. ¡Ante verdaderos ídolos! Como la utilidad, la inteligencia, etc… Pero eso son conceptos intangibles. Y la sangre no. Vemos sangre en una nariz, y sabemos qué es. La vemos en una barbilla y decimos: «¡Ahí está! ¡Eso es sangre!». Es una realidad. Podemos señalarla con el dedo. Su presencia no admite la menor duda.

El caballero de la sonrisa bobalicona y las piernas endebles que había conducido a Agnes a la mesa planteó la cuestión de un modo incluso más decisivo, en mi opinión.

–¡Qué diantre! –exclamó, mirando a su alrededor con una sonrisa estúpida–. Ya saben ustedes que no podemos renunciar a la sangre. Es necesaria. Hay algunos jóvenes cuya educación y conducta no están a la altura de su rango, jóvenes que no van por buen camino, y que se meten en toda clase de embrollos, o empujan a otros a hacerlo; pero ¡diablos! Es un placer pensar que corre por sus venas una sangre ilustre. ¡Preferiría cien veces ser derribado de un golpe por un hombre así que recogido del suelo por un individuo corriente!

Estas palabras, que resumían con tanta claridad la cuestión, agradaron a todos y convirtieron al caballero en el centro de atención hasta que las damas se retiraron. Después de esto, me di cuenta de que el señor Gulpidge y el señor Henry Spiker, que hasta entonces habían estado muy distantes, formaron una especie de alianza defensiva contra el enemigo común, es decir nosotros, y se enfrascaron en un misterioso diálogo a través de la mesa, destinado a derrotarnos y aniquilarnos.

–Ese asunto de la primera fianza de cuatro mil quinientas libras no ha seguido el curso esperado, Spiker –comentó el señor Gulpidge.

–¿Se refiere al asunto de D. de A.? –preguntó su interlocutor.

–No, al asunto de C. de B. –repuso el señor Gulpidge.

El señor Spiker frunció las cejas y pareció muy preocupado.

–Cuando se planteó la cuestión a lord… no es necesario que mencione su nombre –dijo el señor Gulpidge, conteniéndose.

–Comprendo –respondió el señor Spiker–, a lord N…

El señor Gulpidge asintió con aire sombrío.

–Cuando se le planteó la cuestión –prosiguió–, su respuesta fue: «Dinero o no hay libertad».

–¡Dios nos asista! –exclamó el señor Spiker.

–Dinero o no hay libertad –repitió el señor Gulpidge con firmeza–. El siguiente… ¿me comprende usted?

–K. –contestó el señor Spiker, con aire siniestro.

–K… se negó rotundamente a firmar. Fue llevado a Newmarket sólo para eso, pero él se negó de forma categórica.

El señor Spiker le escuchaba con tanta atención que parecía petrificado.

–Y así están las cosas en estos momentos –concluyó el señor Gulpidge, recostándose en el respaldo de la silla–. Espero que nuestro amigo Waterbrook sepa disculpar que no explique las cosas con más claridad, dada la magnitud de los intereses en juego.

El señor Waterbrook estaba que no cabía en sí de gozo, según me pareció, por el mero hecho de que se hubieran insinuado semejantes intereses, y semejantes nombres, en su mesa. Adoptó la sombría expresión de un hombre que estaba al corriente de todo (aunque estoy convencido de que no sabía más que yo) y elogió la discreción que habían mostrado. Después de tan importante confidencia, el señor Spiker, como es natural, deseó corresponder a su amigo; por ese motivo, el diálogo anterior fue seguido de otro muy similar, en el que le tocó sorprenderse al señor Gulpidge; y de un tercero que volvió a llenar de extrañeza al señor Spiker, y así sucesivamente, una y otra vez. Durante todo ese tiempo, nosotros, los profanos, nos sentimos abrumados ante la magnitud de los intereses que allí se debatían; y nuestro anfitrión nos miraba con orgullo, como a víctimas de un temor reverencial y de un asombro muy saludables.

Me alegré muchísimo de reunirme con Agnes en el piso superior, de hablar con ella en un rincón y de presentarle a Traddles, que era algo tímido pero muy simpático, y tan buena persona como antes. Como mi viejo compañero se vio obligado a retirarse pronto, porque a la mañana siguiente se marchaba para un mes, no pude charlar con él todo lo que hubiera deseado; pero intercambiamos nuestras direcciones y prometimos volver a vernos cuando regresara a Londres. Le agradó mucho conocer mi amistad con Steerforth, y se refirió a él con tanto entusiasmo que le hice repetir sus palabras delante de Agnes. Pero ésta se limitó a mirarme mientras él hablaba, moviendo ligeramente la cabeza cuando sólo la observaba yo.

Como yo tenía la impresión de que no debía de sentirse muy a gusto en aquella casa, casi me alegró saber que volvía a Canterbury a los pocos días, aunque lamenté separarme tan pronto de ella. Por esa razón, me quedé hasta que se marchó el último invitado. Conversar con ella y oírla cantar traía a mi memoria toda la felicidad de mi vida en la vieja y austera casa que ella había llenado de luz; habría podido seguir allí toda la noche. Pero, al no tener la menor excusa para prolongar mi visita cuando apagaron las luminarias, me vi obligado a despedirme, muy en contra de mi voluntad. Entonces sentí con más fuerza que nunca que Agnes era mi ángel bueno; y supongo que no había nada malo en imaginar que su dulce rostro y su plácida sonrisa me iluminaban como si su dueña fuera una criatura celestial.

He dicho que todos los invitados se habían ido; pero tenía que haber exceptuado a Uriah, al que yo no consideraba como tal, y que no había dejado de rondarnos en toda la velada. Bajó la escalera detrás de mí, y se puso a mi lado cuando salí de la casa, enfundando sus dedos largos y esqueléticos en cada uno de los dedos aún más largos de un par de guantes dignos del mismísimo Guy Fawkes.

No sentía el menor deseo de estar con él, pero recordé la súplica que Agnes me había hecho y le pregunté si quería venir a mi piso y tomar un café.

–¿De veras, señorito Copperfield? –respondió–. En fin, señor Copperfield… lo siento, es la costumbre… No me gustaría que se sintiera usted en la obligación de invitar a un hombre tan humilde como yo.

–En absoluto –dije–. ¿Le apetece subir?

–Será un placer –repuso Uriah, retorciéndose.

Uriah no deja de rondarnos en toda la velada

–¡Pues vamos! –exclamé.

No pude evitar mostrarme bastante brusco con él, pero no pareció importarle. Tomamos el camino más corto, y apenas hablamos durante el trayecto; sus guantes de espantapájaros le inspiraban tanto respeto que seguía tratando de enfundárselos, sin demasiado éxito, cuando llegamos a casa.

Le guié por las escaleras para impedir que, con la oscuridad, se golpeara la cabeza contra algo, pero creí coger una rana cuando sentí su mano fría y húmeda en la mía; y tuve la tentación de soltarla y echar a correr. Me lo impidieron, sin embargo, el recuerdo de Agnes y mi sentido de la hospitalidad, y lo acompañé hasta la chimenea. Cuando encendí las velas y la habitación apareció ante sus ojos, Uriah se deshizo en elogios; y cuando calenté el café en un sencillo cacharro de hojalata, que a la señora Crupp le gustaba emplear con dicho fin (yo creo que, principalmente, porque no había sido fabricado para eso, sino para calentar el agua de afeitarse, y porque había una cafetera muy cara oxidándose en la despensa), se mostró tan emocionado que de buena gana le habría tirado el agua hirviendo encima.

–Señorito Copperfield… quiero decir, señor Copperfield –dijo Uriah–. La verdad es que jamás se me habría ocurrido pensar que usted pudiera servirme algo. Pero están sucediéndome tantas cosas que nunca había esperado, dada mi humilde posición, que siento como si llovieran bendiciones sobre mi cabeza. Supongo que algo le habrán contado de un cambio en mis expectativas, señorito Copperfield… mejor dicho, señor Copperfield.

Fui consciente de lo mucho que le detestaba al verlo sentado en mi sofá con sus huesudas rodillas bajo la taza de café, el sombrero y los guantes a sus pies; con la cucharilla en la mano removiendo suavemente el azúcar y los ojos rojizos y sin párpados –cuyas pestañas parecían haberse chamuscado– vueltos hacia mí sin atreverse a mirarme; con los orificios nasales llenos de desagradables rugosidades (como he mencionado antes) que se dilataban y contraían a la par que respiraba; y con aquel cuerpo que se retorcía sinuosamente desde la barbilla hasta las botas. Me resultó muy desagradable tenerlo de invitado, pues entonces yo era joven, y no estaba acostumbrado a ocultar lo que sentía con tanta intensidad.

–Supongo que le habrán contado que mis expectativas han cambiado, señorito Copperfield… quiero decir, señor Copperfield, ¿no es así? –preguntó Uriah.

–En efecto –contesté.

–¡Ah! ¡Ya me imaginaba que la señorita Agnes se habría enterado! –repuso con calma–. Me alegro de que ella lo sepa. ¡Gracias, señorito… señor Copperfield!

Me habría gustado mucho lanzarle mi sacabotas (que estaba tirado en la alfombra) por haberme sonsacado algo relacionado con Agnes, aunque fuera de tan poca importancia. Pero me limité a beber café.

–¡Qué buen profeta ha demostrado ser, señor Copperfield! –prosiguió Uriah–. Verdaderamente, ¡qué buen profeta! ¿Acaso no recuerda haberme dicho en una ocasión que tal vez acabaría siendo el socio del señor Wickfield, y que su despacho se llamaría Wickfield y Heep? Es posible que usted lo haya olvidado; pero las personas humildes, señorito Copperfield, guardan esa clase de comentarios como un tesoro.

–Recuerdo que hablamos de ello –exclamé–, aunque entonces no lo creía muy probable.

–¿Y quién habría podido creerlo, señor Copperfield? –añadió él, eufórico–. Le aseguro que yo no. Me apresuré a responderle que era demasiado humilde. Y estaba convencido de mis palabras.

Mientras le miraba, Uriah seguía contemplando el fuego, con aquella mueca que parecían haber esculpido en su rostro.

–Pero incluso las personas más humildes, señorito Copperfield –continuó diciendo–, pueden ser instrumentos de bien. Estoy muy contento de pensar que he podido serlo para el señor Wickfield, y que quizá ahora pueda serlo más. ¡Es un hombre tan valioso, señor Copperfield! Pero ¡cuántas imprudencias ha cometido!

–No sabe cómo lamento oír eso –repuse–. Y en todos los sentidos –añadí con cierta ironía, incapaz de contenerme.

–Indudablemente, señor Copperfield –contestó Uriah–. En todos los sentidos. ¡Y sobre todo por la señorita Agnes! Es posible que usted haya olvidado unas frases muy elocuentes que pronunció hace años, señorito Copperfield; pero recuerdo haberle oído decir que todo el mundo debería admirarla, y ¡cuánto se lo agradecí! Seguro que ya no se acuerda, señorito Copperfield, ¿verdad?

–Claro que sí –repliqué secamente.

–¡Oh! ¡Me alegro mucho de que no lo haya olvidado! –exclamó Uriah, emocionado–. ¡Pensar que fue usted quien encendió en mi humilde pecho las primeras chispas de la ambición y que todavía lo recuerda! ¡Oh! ¿Me permite pedirle otra taza de café?

Hubo algo en la insistencia con que me habló de aquellas chispas que yo había encendido, así como en la mirada que me lanzó, que me hizo estremecer como si lo hubiera visto de pronto iluminado por una llamarada. Pero su petición, formulada en un tono de voz muy diferente, me devolvió a la realidad y le hice los honores con el cacharro de hojalata; aunque no pude evitar que me temblara la mano, pues súbitamente me percaté de que yo no estaba a su altura, y me sentí tan perplejo y temeroso ante lo que fuera a decir a continuación que estoy seguro de que se dio cuenta.

Pero no dijo nada. Siguió removiendo lentamente el café, bebió un sorbo, se acarició suavemente el mentón con su horripilante mano, fijó la vista en el fuego, miró a uno y otro lado, esbozó una de sus extrañas sonrisas, hizo toda clase de ondulantes contorsiones empujado por su respetuoso servilismo, volvió a remover el café, tomó otro sorbo; pero dejó que fuera yo quien reanudara la conversación.

–De modo que el señor Wickfield –exclamé, finalmente–, que vale quinientas veces más que usted… o que yo –no habría podido dejar de cortar esta frase en dos, aunque me hubiera ido en ello la vida–, ha sido muy imprudente, ¿no es así, señor Heep?

–En efecto, muy imprudente, señorito Copperfield –repuso Uriah, suspirando con modestia–. ¡Muchísimo! Pero preferiría que me siguiera llamando Uriah, si no le importa. Como en los viejos tiempos.

–Está bien, Uriah –respondí, sin que me resultara fácil pronunciar su nombre.

–¡Gracias! –exclamó con vehemencia–. ¡Muchas gracias, señorito Copperfield! Cuando me llama Uriah es como sentir el soplo de viejas brisas u oír el tañido de viejas campanas. Pero le ruego que me disculpe. ¿De qué estaba hablando?

–Del señor Wickfield.

–¡Oh, sí! ¡Es cierto! –dijo Uriah–. ¡Qué gran imprudencia, señorito Copperfield! Es un asunto del que no hablaría con nadie que no fuera usted. E incluso con usted, sólo me atrevo a tratarlo por encima. Si otra persona hubiera ocupado mi puesto en los últimos años, hace tiempo que el señor Wickfield (¡oh, señorito Copperfield, un hombre tan virtuoso!) estaría en sus manos. En… sus… manos –repitió Uriah, muy lentamente, al tiempo que extendía sus dedos de aspecto cruel sobre mi mesa y apretaba con fuerza el pulgar, hasta hacer temblar el tablero, las patas y el resto de la habitación.

No habría podido odiarle más, aunque le hubiera visto pisar con su pie torcido y aplastado la cabeza del señor Wickfield.

–¡Pues sí, señorito Copperfield! –prosiguió con una voz muy suave, que contrastaba de forma ostensible con la acción de su pulgar (que no disminuía lo más mínimo su presión)–. No existe la menor duda. El señor Wickfield habría conocido la ruina, el deshonor, y Dios sabe cuántas cosas más. Y él lo sabe. Yo soy el humilde instrumento que le sirve humildemente, y él ha decidido elevarme a una altura que yo nunca habría osado imaginar. ¡He de estarle tan agradecido!

Después de pronunciar estas palabras, y con el rostro vuelto hacia mí, aunque sin mirarme, retiró su pulgar torcido de la mesa y, con aire pensativo, se frotó lentamente la huesuda mandíbula como si se estuviera afeitando.

Recuerdo con qué indignación latió mi corazón al ver su astuto rostro iluminado por la luz del fuego, tan rojiza como él, mientras se preparaba para añadir algo más.

–Señorito Copperfield –comenzó a decir–, pero… ¿no le estaré entreteniendo?

–En absoluto. Me acuesto bastante tarde.

–Gracias, señorito Copperfield. Es cierto que he prosperado algo desde que usted me conoció; pero sigo siendo muy humilde. Y espero no dejar de serlo nunca. No dudará usted de mi humildad si le hago una pequeña confidencia, ¿verdad, señorito Copperfield?

–¡Oh, no! –repliqué, haciendo un esfuerzo.

–¡Gracias! –dijo; y sacó un pañuelo de su bolsillo y empezó a enjugarse las manos–. La señorita Agnes, señor Copperfield…

–¿Qué ocurre con ella, Uriah?

–¡Oh, qué alegría oírle decir Uriah de forma espontánea! –exclamó, agitándose nerviosamente como un pez–. ¿No la ha encontrado muy hermosa esta noche, señorito Copperfield?

–La he encontrado como siempre: superior en todos los aspectos a cuantos la rodean –respondí.

–¡Oh, gracias! ¡Qué razón tiene! –afirmó–. No sabé cómo le agradezco sus palabras.

–No comprendo por qué –le interrumpí con altanería–. No existe ningún motivo para que me dé las gracias.

–Por supuesto que sí, señorito Copperfield –declaró Uriah–, y ésa es la confidencia que me voy a tomar la libertad de hacerle. A pesar de lo humilde que soy –prosiguió, mientras se enjugaba con más fuerza las manos, mirando alternativamente sus palmas y el fuego de la chimenea–, de lo humilde que es mi madre y de lo humilde que ha sido siempre nuestro hogar, pobre, pero honrado, la imagen de la señorita Agnes lleva muchos años dentro de mi corazón. No me importa confiarle mi secreto, señorito Copperfield, pues siempre he sentido un gran afecto por usted, desde el preciso instante en que le vi por primera vez en el carruaje de su tía. ¡Oh, señorito Copperfield! ¡Qué amor tan puro me inspira hasta el suelo que pisa mi Agnes!

Creo que tuve la idea enloquecida de sacar el atizador candente de la chimenea y clavárselo. Sentí una fuerte conmoción, como un balazo disparado por un rifle; pero la imagen de Agnes, a quien aquel animal pelirrojo ultrajaba sólo con pensar en ella, continuó presente en mi memoria cuando le vi contorsionándose, como si su alma ruin le retorciera el cuerpo; y tuve sensación de vértigo. Uriah pareció hincharse y crecer ante mis ojos; el eco de su voz retumbó en la estancia; y se apoderó de mí el extraño sentimiento (que quizá todos hemos experimentado) de que aquello había sucedido antes, en un tiempo indeterminado, y de que sabía previamente lo que iba a decir a continuación.

Fue el ver reflejada en su rostro la conciencia que él tenía de su poder lo que me ayudó a recordar con toda intensidad, mucho más que cualquier esfuerzo que yo hubiera podido realizar, las súplicas de Agnes. Y le pregunté, con mucha más serenidad de la que habría creído posible unos minutos antes, si había hecho partícipe de sus sentimientos a Agnes.

–¡Oh, no, señorito Copperfield! –contestó–. ¡Claro que no! Usted es el único que lo sabe. Debe comprender que estoy empezando a salir de mi humilde posición. Tengo la esperanza de que ella se dé cuenta de lo útil que soy al señor Wickfield (pues confío en serle verdaderamente útil), de cómo le allano las dificultades y le llevo por el buen camino. Está tan unida a su padre, señorito Copperfield (¡qué hermoso sentimiento en una hija!) que no me extrañaría que, por amor a él, acabara siendo cariñosa conmigo.

Medí el alcance de lo que tramaba aquel canalla, y comprendí por qué ponía su plan al descubierto.

–Si tiene la bondad de guardar mi secreto, señorito Copperfield –prosiguió–, y de no ponerse en contra mía, en general, lo consideraré un gran favor. Supongo que no querrá interponer el menor obstáculo. Sé que tiene usted un corazón bondadoso; pero, como sólo me ha conocido en una situación muy humilde (en la más humilde, debiera decir, pues todavía es muy humilde), podría, sin saberlo, perjudicarme al hablar con mi Agnes. Ya ve que la llamo mía, señorito Copperfield. Hay una canción que dice: «¡Abdicaré coronas para llamarla mía!». Espero poder hacerlo, un día de estos.

¡Querida Agnes! No conocía a nadie que fuera digno de su ternura y de su bondad; ¿acaso estaba destinada a ser la mujer de semejante miserable?

–Pero no hay ninguna prisa, señorito Copperfield –continuó diciendo Uriah con aire rastrero, mientras yo le contemplaba, sin poder apartar sus pensamientos de mi cabeza–. Mi Agnes es todavía muy joven; y mi madre y yo tenemos que abrirnos camino hacia arriba, y efectuar innumerables cambios antes de que nuestra unión sea posible. De modo que tendré tiempo para que se familiarice con mis esperanzas, poco a poco, a medida que vayan presentándose las oportunidades. ¡Oh! ¡Le agradezco tanto que me haya permitido hacerle esta confidencia! Es para mí un alivio saber que usted comprende nuestra situación, y tener la seguridad de que, deseoso de evitar cualquier disgusto a la familia, no se opondrá a mis planes.

Me cogió la mano, sin encontrar resistencia por mi parte, y, después de darme un húmedo apretón, miró la pálida esfera de su reloj.

–¡Dios mío! –exclamó–. ¡Más de la una! Los minutos pasan tan rápido cuando se habla de los viejos tiempos, señorito Copperfield, que es casi la una y media.

Le respondí que había pensado que era más tarde. No porque lo creyera así, sino porque toda mi facilidad de palabra había desaparecido.

–¡Dios mío! –repitió, cavilando–. La casa donde me hospedo… una especie de hotel familiar o de pensión cerca de New River Head, llevará cerrada dos horas.

–Lamento no tener aquí más que una cama –respondí–, y…

–¡Oh! ¡Ni se le ocurra mencionar la palabra cama, señorito Copperfield! –contestó enardecido, levantando una de sus piernas–. ¿Le importaría que durmiera en el suelo, junto al fuego?

–En ese caso –me apresuré a decir–, acuéstese en mi cama, se lo ruego; yo me quedaré aquí.

Se negó a aceptar mi ofrecimiento con tanta vehemencia, empujado por la sorpresa y la humildad, que sus gritos debieron de llegar a oídos de la señora Crupp, que en aquellos momentos dormía, supongo, en una lejana habitación situada al nivel de las aguas más bajas, mientras sus sueños se veían arrullados por el tictac de un reloj incorregible, al que siempre recurría cuando discutíamos sobre su puntualidad, y que solía ir al menos tres cuartos de hora retrasado, aunque, según ella, los mejores especialistas lo hubieran arreglado por la mañana. Como ninguno de los argumentos que se me ocurrían, en medio de mi desconcierto, logró inducir al modesto Uriah a aceptar mi dormitorio, me vi obligado a improvisarle, lo mejor que pude, un lecho junto al fuego. El almohadón del sofá (demasiado corto para su figura alta y desgarbada), los cojines, una manta, el tapete de la mesa, un pequeño mantel limpio y un sobretodo me sirvieron para dicho fin; y Uriah me dio las gracias con efusión. Después de prestarle un gorro de dormir, que se colocó en seguida y con el que estaba tan horrible que jamás he podido ponérmelo de nuevo, le dejé descansar tranquilo.

Nunca olvidaré aquella noche. Nunca olvidaré las vueltas que di en la cama sin poder dormir, mientras pensaba en Agnes y en aquella criatura, preguntándome qué podía y qué debía hacer; y cómo llegué a la conclusión de que, para la tranquilidad de Agnes, lo más aconsejable era no hacer nada y guardarme para mí lo que había oído. Cuando lograba conciliar el sueño por unos instantes, aparecía ante mí la imagen de Agnes con su dulce mirada, y la de su padre, contemplándola con adoración, como era habitual en él; y veía sus rostros suplicantes, que me llenaban de vagos temores. Cada vez que me despertaba, el recuerdo de que Uriah dormía en la habitación contigua me abrumaba, como si estuviera en una pesadilla; y sentía cómo el miedo me atenazaba, al igual que si mi huésped fuera una especie de demonio de segunda categoría.

Además, el atizador me perseguía en sueños y se negaba a salir de ellos. Medio dormido, medio despierto, pensaba que seguía al rojo vivo, y que yo lo había cogido de la chimenea y se lo había clavado en el cuerpo. Esta imagen llegó a obsesionarme de tal modo que, aunque sabía que no era real, entré sin hacer ruido en la estancia contigua para mirar a Uriah. Y allí estaba, tendido de espaldas, con las piernas extendidas hasta Dios sabe dónde, emitiendo toda clase de gorgoteos y de ronquidos, y con la boca abierta como un buzón. Era mucho más horrible en la realidad que en mis peores fantasías; me sentía poderosamente atraído por la repulsión que me inspiraba, y no podía evitar entrar y salir de la sala casi cada media hora para observarlo. Con todo, aquella noche interminable me parecía tan triste y descorazonadora como antes, y no se advertía en el cielo sombrío la menor señal de la llegada del alba.

Cuando lo vi bajar por la escalera, al día siguiente muy temprano (pues, gracias a Dios, no desayunó conmigo), tuve la impresión de que la noche desaparecía con él. Cuando salí para los Commons, encargué especialmente a la señora Crupp que dejara las ventanas abiertas, a fin de que la estancia se ventilara y quedase purificada de su presencia.

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