David Copperfield

XLVII Martha

XLVII

Estábamos en Westminster. Habíamos tenido que volver sobre nuestros pasos para seguir a Martha, cuando nos dimos cuenta de que venía hacia nosotros; y, a la altura de la abadía de Westminster, la joven se alejó de las luces y del bullicio de las calles principales. Empezó a andar tan deprisa cuando se vio libre del doble flujo de transeúntes que iban y venían del puente, y nos había sacado ya tanta ventaja, que no logramos alcanzarla hasta llegar a una estrecha callejuela que seguía el curso del río en Millbank. En ese momento, como si quisiera huir de las pisadas que oía cada vez más cercanas, la joven cambió de acera y, sin mirar atrás, aceleró aún más la marcha.

La vista momentánea del río, a través de un sombrío soportal donde guardaban los carros durante la noche, pareció detener mis pasos. Toqué en silencio el brazo de mi compañero, y los dos desistimos de cruzar y la seguimos desde el otro lado de la calzada; con el mayor sigilo posible y entre las sombras de las casas, pero sin alejarnos de ella.

Existía entonces, y todavía existe hoy, al final de esa mísera calle, un pequeño cobertizo en ruinas, probablemente un viejo embarcadero. Se encontraba justo donde la calle termina y un camino sigue entre una hilera de casas y el río. Cuando la joven llegó allí y divisó el agua, se paró como si hubiera llegado a su destino; luego continuó andando por la orilla, muy despacio y sin dejar de mirar el río.

Durante todo el trayecto, había pensado que Martha se dirigía a alguna casa; e incluso había albergado la vaga esperanza de que el lugar pudiera tener alguna relación con la joven que buscábamos. Pero el oscuro reflejo del agua a través del soportal me hizo presentir que no iría más lejos.

Era un barrio de lo más lúgubre a aquellas horas; no existía ningún otro en Londres tan siniestro, triste y solitario por las noches. No había ni muelles ni casas en el camino, siempre desierto, que pasaba a escasa distancia de la enorme y oscura cárcel. Una acequia de aguas estancadas depositaba su fango junto a los muros de la prisión. Los terrenos pantanosos de los alrededores estaban cubiertos de hierbajos y de abundante maleza. En un lado, se pudrían los esqueletos de algunas casas que se empezaron a construir en circunstancias adversas y nunca se terminaron. En el otro, se veían por todas partes, al igual que monstruos de hierro oxidado, calderas de vapor, ruedas, manivelas, tubos, hornos, paletas, anclas, campanas de buzo, aspas de molino, y no sé cuántos objetos extraños más, amontonados allí por algún especulador; medio sepultados bajo el polvo, después de haberse hundido por su propio peso en los días de lluvia, daban la impresión de querer esconderse en vano. El estruendo y el resplandor rojizo de varias fundiciones situadas en la orilla se alzaban en mitad de la noche para perturbarlo todo, excepto la espesa y continua columna de humo que salía de sus chimeneas. Algunos senderos cenagosos llevaban hasta el río, a través del fango y del lodo de la marea baja; corrían sinuosos entre viejas estacas de madera, de las que colgaba una sustancia nauseabunda, muy parecida a una cabellera verdosa, y algunos restos de carteles del año anterior, donde se ofrecía una recompensa por recuperar a los ahogados, y que se balanceaban por encima de las marcas que señalaban el nivel más alto de las aguas. Decían que por allí estaba uno de los pozos cavados durante la Gran Peste para enterrar a los muertos; y era como si su fatídica influencia se hubiera extendido por todo el lugar, o como si el paisaje hubiera adquirido aquel aire de pesadilla por las crecidas de aquella corriente putrefacta.

Como si formara parte de los desechos arrojados por el río y abandonados a la podredumbre, la muchacha que habíamos seguido se acercó a la orilla y, en medio de aquella escena nocturna, se quedó mirando el agua, sola y en silencio.

Había algunos botes y barcazas varados en el fango, que nos permitieron llegar muy cerca de la joven sin que ésta nos viera. Entonces hice una seña al señor Peggotty para que no se moviese y salí de la oscuridad para hablar con ella. Me acerqué temblando a su figura solitaria; pues el tenebroso final de su decidido paseo y el modo en que contemplaba, casi bajo la sombra cavernosa del puente de hierro, el reflejo deformado de las luces en la fuerte corriente, había despertado en mí un temor.

Creo que hablaba consigo misma. Recuerdo que, a pesar de la atención con que miraba el río, se había quitado el chal de los hombros y envolvía nerviosamente sus manos en él, más como una sonámbula que como una persona despierta. Sé, y es algo que jamás olvidaré, que sus extraños ademanes me hicieron pensar que se tiraría al agua ante mis ojos, hasta que la cogí del brazo.

En ese instante dije:

–¡Martha!

Ella lanzó un grito de terror y forcejeó conmigo con tanta violencia que no creo que hubiese sido capaz de sujetarla solo. Pero una mano más poderosa que la mía la agarró; y cuando la joven alzó su mirada temerosa y vio quién era su dueño, se dejó caer entre los dos después de un último esfuerzo. La llevamos lejos de la orilla, hasta un lugar donde había algunas piedras secas, y la depositamos allí llorando y gimiendo. No tardó en sentarse, con su desdichada cabeza entre las manos.

–¡El río! –exclamó con desesperación–. ¡El río!

–¡Chist! ¡Chist! –le dije–. Tranquilícese.

Pero ella seguía repitiendo una y otra vez: «¡El río, el río!».

–¡Se parece a mí! –prosiguió–. Sé que le pertenezco. ¡Sé que es la única compañía posible para una mujer como yo! Viene del campo, donde sus aguas eran puras… y ahora discurre sucio y despreciable, a través de unas calles sombrías… y se va, al igual que mi vida, hacia un inmenso mar, siempre agitado. ¡Siento que debo ir con él!

El río

Yo no había sabido lo que era la desesperación antes de escuchar estas palabras.

–No puedo alejarme de él. Soy incapaz de olvidarlo. Me atormenta día y noche. Es la única cosa en el mundo de la que soy digna, o que es digna de mí. ¡Este espantoso río!

Pensé que habría podido leer la historia de su sobrina, si no la hubiera conocido ya, en el rostro de mi compañero, que observaba a Martha, inmóvil y en silencio. Ni la pintura ni la vida me habían mostrado jamás el horror y la compasión unidos de un modo tan conmovedor. El señor Peggotty temblaba como si estuviera a punto de caer; y su mano (que toqué con la mía, pues su aspecto me alarmó) estaba terriblemente fría.

–Martha delira –le dije en voz baja–. Dentro de un rato no hablará de ese modo.

No sé lo que respondió. Sus labios se movieron, y el señor Peggotty pareció creer que había dicho algo; pero se había limitado a señalar a la joven con la mano extendida.

Ésta prorrumpió nuevamente en llanto; y volvió a esconder el rostro entre las piedras, y se postró ante nosotros, la viva imagen de la humillación y del desamparo. Consciente de que debía salir de aquel estado, si cobijaba alguna esperanza de poder hablar con ella, impedí al señor Peggotty que la levantase y esperamos en silencio a que se calmara un poco.

–Martha –le dije entonces, inclinándome para ayudarla a ponerse en pie (parecía querer marcharse, pero estaba demasiado débil y se apoyó en uno de los botes)–. ¿Ha reconocido usted al hombre que me acompaña?

–Sí –musitó.

–¿Sabe que llevamos mucho tiempo siguiéndola esta noche?

Ella movió la cabeza. No nos miró a ninguno de los dos, y continuó en actitud humilde con el sombrero y el chal en una mano, como si no se diera cuenta de que los llevaba, y apretando la otra, cerrada, contra la frente.

–¿Está usted lo bastante serena –le pregunté– para hablar del asunto que tanto le interesaba (¡y espero que el Cielo lo recuerde!) la noche en que cayó aquella fuerte nevada?

Estalló de nuevo en sollozos, y me dirigió entre murmullos algunas palabras ininteligibles de agradecimiento por no haberla obligado en aquella ocasión a salir de la puerta.

–No quiero decir nada en mi defensa –exclamó, al cabo de unos instantes–. Soy mala; soy una perdida. Para mí no hay esperanza. Pero dígale a él, señor –la joven se había apartado del señor Peggotty–, si no me desprecia demasiado, que no tuve nada que ver con su desgracia.

–Jamás se le ha culpado a usted –repuse con la misma gravedad con que ella había planteado su pregunta.

–¡Fue usted, si no me equivoco –prosiguió con voz entrecortada–, quien entró en la cocina la noche en que ella se apiadó de mí; y me trató con generosidad y cariño; y no se apartó de mí como los demás! ¿No es cierto, señor?

–En efecto –contesté.

–Hace mucho tiempo que estaría en el río –añadió, contemplando el agua con una horrible expresión–, si tuviera ese peso sobre mi conciencia. ¡Habría sido incapaz de pasar una sola noche de invierno sin arrojarme a él, si no hubiera estado libre de esa culpa!

–Conocemos bien el motivo de la huida de Emily –respondí–. Estamos convencidos de que usted es inocente… Lo sabemos.

–¡Oh, yo habría podido ser mucho mejor gracias a ella, si hubiera tenido un corazón más puro! –exclamó la muchacha, en un tono de amargo arrepentimiento–. ¡Fue siempre tan bondadosa conmigo! Jamás me dijo una palabra que no fuera amable y justa. ¿Cómo iba a querer convertirla en lo que soy, conociéndome tan bien como me conozco? Cuando perdí todo lo que resulta valioso en esta vida, lo más duro para mí fue pensar que no volvería a verla nunca.

El señor Peggotty, con una mano en la borda de un bote y los ojos bajos, se tapó la cara con la otra mano.

–Y cuando, antes de aquella noche de nieve, alguien de Yarmouth me contó lo sucedido –sollozó Martha–, lo que más me atormentó fue pensar que la gente recordaría nuestra amistad ¡y diría que era yo quien la había corrompido! ¡Dios sabe, sin embargo, que hubiera dado la vida para que ella recuperase su buen nombre!

La joven había perdido hacía mucho tiempo el dominio de sí misma, y era terrible ver la intensidad de sus remordimientos y de su dolor.

–Dar la vida no habría sido mucho… ¿qué puedo decir?… ¡yo habría seguido viviendo! –exclamó–. Habría seguido viviendo para esperar la vejez en estas calles miserables… para vagar, despreciada por todos, en medio de la oscuridad… para ver despuntar el día sobre esas horribles hileras de casas, y recordar cómo ese mismo sol entraba en otros tiempos en mi dormitorio, y me despertaba… ¡Habría sido capaz incluso de eso para salvarla!

Hundiéndose entre las piedras, Martha cogió algunas en sus manos y las apretó con fuerza, como si quisiera deshacerlas. Cambiaba continuamente de postura: estiraba los brazos, los cruzaba delante de los ojos como si quisiera protegerse de la escasa luz, e inclinaba la cabeza como si el peso de los recuerdos le resultara insoportable.

–¿Qué voy a hacer? –preguntó, luchando con su desesperación–. ¿Cómo puedo seguir viviendo de este modo? ¡No soy más que una maldición para mí misma y una deshonra para todos cuantos se acercan a mí! –de pronto se volvió hacia mi compañero–. ¡Pisotéeme! ¡Máteme! –prosiguió–. Cuando estaba tan orgulloso de ella, usted hubiera pensado que la insultaba con sólo rozarla en la calle. No puede creer… ¿por qué iba a hacerlo?… nada que salga de mis labios. Incluso ahora, enrojecería de vergüenza si me viera cruzar una palabra con su sobrina. No me quejo. No digo que seamos iguales… sé que existe una distancia muy grande entre nosotras. Sólo digo que, a pesar de mis pecados y de mi sufrimiento, le estoy agradecida con toda mi alma y la quiero. ¡No crea que se ha agotado en mí toda la capacidad de amar! ¡Apártese de mí, como hacen los demás! ¡Máteme por ser lo que soy, y por haberla conocido en otro tiempo! ¡Pero no piense eso de mí!

El señor Peggotty la había observado profundamente abstraído mientras ella le hacía esta súplica; pero cuando la joven dejó de hablar, la ayudó a levantarse con dulzura.

–Martha –exclamó– ¡Dios me libre de juzgarla! ¡No permita que yo, menos que nadie, haga eso, hija mía! No puede imaginar cuánto he cambiado en estos últimos tiempos. ¡En fin! –y guardó silencio unos instantes, antes de proseguir–. No sabe aún por qué este caballero y yo deseábamos hablar con usted. No sabe lo que queremos decirle. ¡Escúchenos ahora!

Su influjo sobre ella fue instantáneo. Martha, medio agachada, parecía tener miedo de mirarle a los ojos; pero la violencia de su dolor se había apaciguado completamente.

–Si usted oyó –dijo el señor Peggotty– lo que el señorito Davy y yo hablamos la noche en que cayó aquella fuerte nevada, sabe que he viajado… por todas partes en busca de mi querida sobrina. Mi querida sobrina –repitió con firmeza–, pues es mucho más querida para mí ahora, Martha, de lo que lo era antes.

La joven se cubrió el rostro con las manos, pero continuó en silencio.

–Ella me contó –prosiguió mi compañero– que usted se había quedado huérfana muy pequeña, sin ningún amigo que pudiera reemplazar a sus padres, como suele ocurrir en la brutal vida de la gente de mar. Si lo hubiera tenido, tal vez habría aprendido a quererlo con el tiempo, y ahora comprendería por qué mi sobrina era como una hija para mí.

Como Martha seguía temblando y sin decir nada, el señor Peggotty recogió el chal del suelo y la envolvió cuidadosamente en él.

–Por ese motivo –continuó–, no sólo sé que ella me seguiría al fin del mundo si me viera de nuevo, sino que también huiría al fin del mundo para evitar encontrarse conmigo. Pues, aunque no tiene ninguna razón para dudar de mi amor, y no lo hace… no lo hace –repitió con la tranquila seguridad de que sus palabras eran ciertas–, la vergüenza se ha interpuesto entre nosotros y nos separa.

Comprendí una vez más, por la sencillez y la emoción con que se expresaba, que había meditado sobre su única preocupación, en cada uno de sus aspectos.

–Según nuestros cálculos –prosiguió–, del señorito Davy y míos, no sería extraño que algún día regresara sola a Londres. Estamos convencidos (el señorito Davy, yo y todos los demás) de que usted es tan inocente de su desgracia como un recién nacido. Nos ha dicho que ella se mostró amable, dulce y cariñosa con usted. ¡Que Dios la bendiga! ¡Ya lo sabía! Siempre lo era, con todos. Usted le está agradecida y la quiere. ¡Ayúdenos a encontrarla y que el Cielo la recompense!

Martha le dirigió una rápida mirada, y por primera vez, como si dudara de sus palabras.

–¿Y confiará en mí? –inquirió la joven, con la voz ahogada por la sorpresa.

–¡Plenamente! –contestó el señor Peggotty.

–¿Para que hable con ella, si alguna vez la encuentro; y le ofrezca asilo, si tengo alguno que compartir; y vaya a buscarle, sin que ella se entere, para llevarle a su lado? –se apresuró a preguntar.

–¡Sí! –respondimos los dos.

La joven alzó los ojos y declaró solemnemente que se consagraría con fervor y lealtad a esa tarea. Que su ánimo jamás flaquearía, y que jamás abandonaría la búsqueda ni se apartaría de ella mientras quedara la menor esperanza. Y si faltaba a su promesa, ¡que la meta que ahora tenía en la vida y que la comprometía con algo en lo que no había maldad, la dejara, al alejarse de ella, más triste y desesperada, si esto fuese posible, de lo que había estado aquella noche en la orilla del río! ¡Y que cualquier ayuda, divina o humana, le fuera denegada para siempre!

Martha no alzó la voz, ni pareció dirigirse a nosotros, sino al oscuro cielo nocturno; luego guardó silencio, contemplando las aguas tenebrosas.

Juzgamos oportuno entonces contarle cuanto sabíamos, lo que hice con todo detalle. Me escuchó con la mayor atención; la expresión de su rostro a menudo cambiaba, pero siempre reflejaba la misma resolución. De vez en cuando sus ojos se llenaban de lágrimas, pero ella las reprimía. Era como si su espíritu hubiera sufrido una gran transformación, y su serenidad fuese ahora completa.

Cuando terminé, me preguntó dónde podría encontrarnos si se presentaba la ocasión. A la luz de una triste farola, le escribí nuestras dos direcciones en una hoja de mi cuaderno de notas, que luego arranqué para entregársela y que ella guardó en su pecho. Quise saber dónde vivía. Me respondió, tras unos instantes de silencio, que nunca pasaba mucho tiempo en el mismo lugar. Mejor que no estuviéramos al corriente.

El señor Peggotty me dijo en voz baja algo que ya se me había ocurrido, y saqué el portamonedas; pero no conseguí que la joven aceptara dinero, ni que me prometiera hacerlo en otra ocasión. Le expliqué que, para un hombre de su condición, el señor Peggotty no era pobre; y que nos horrorizaba la idea de que ella emprendiese aquella tarea sin más recursos que los suyos. Pero no dio su brazo a torcer. En ese asunto, la influencia de mi compañero fue tan poco poderosa como la mía. Martha le dio efusivamente las gracias, pero se mostró inflexible.

–Tal vez encuentre trabajo –exclamó–. Lo intentaré.

–Acepte al menos una pequeña ayuda –repuse–, mientras tanto.

–Sería incapaz de hacer lo que he prometido por dinero. No podría aceptarlo, aunque me estuviera muriendo de hambre. Darme dinero sería igual que retirarme la confianza, y despojarme de la finalidad que han dado a mi vida, lo único que impide que me arroje al río.

–¡En nombre del Juez Supremo, ante el que usted y todos los demás hemos de comparecer en la hora temible, aparte esos terribles pensamientos! –exclamé–. Todos podemos hacer algún bien, si queremos.

Ella se estremeció, sus labios temblaron y su rostro palideció, cuando respondió:

–Es posible que sus corazones deseen salvar a una criatura despreciable empujándola al arrepentimiento. No me atrevo siquiera a pensarlo; es una temeridad por mi parte. Si pudiese hacer algún bien, tal vez recobraría la esperanza; pues hasta ahora no he sembrado sino el mal. Por primera vez desde hace mucho tiempo, no querré poner fin a mi vida miserable, gracias a la misión que me han encomendado. Es lo único que sé, y cuanto puedo decir.

Reprimió nuevamente las lágrimas que asomaban a sus ojos; y, alargando su mano temblorosa, tocó con ella al señor Peggotty, como si éste tuviera algún poder curativo, y se alejó por la carretera solitaria. Debía de llevar mucho tiempo enferma. Al tener ocasión de observarla más de cerca, vi su rostro demacrado y macilento, y sus ojos hundidos, que reflejaban toda clase de privaciones y sufrimientos.

La seguimos a escasa distancia, pues íbamos en la misma dirección, hasta que llegamos de nuevo a las calles populosas e iluminadas. Confiaba hasta tal punto en las palabras de Martha que pregunté al señor Peggotty si no parecería que dudábamos de ella, desde el principio, si la seguíamos por más tiempo. Como él era de la misma opinión, y también creía en ella, dejamos que continuara su camino, mientras nosotros nos dirigíamos a Highgate. El señor Peggotty me acompañó durante gran parte del trayecto; y, cuando nos despedimos, rogando al Señor que nuestro último esfuerzo se viera recompensado, leí en su rostro una compasión profunda y nueva que me resultó fácil comprender.

Era medianoche cuando llegué a casa. Me encontraba delante de la entrada, escuchando las graves campanadas de la catedral de Saint Paul, cuyo son me había parecido reconocer entre la multitud de relojes que daban la hora, cuando me extrañó ver que la puerta de la casa de mi tía estaba abierta, y la débil luz del vestíbulo iluminaba la carretera.

Pensando que tal vez volvía a ser víctima de alguno de sus antiguos temores, y que podía estar contemplando en la distancia la evolución de un incendio imaginario, decidí ir a hablar con ella. Mi sorpresa fue mayúscula cuando vi a un hombre en su jardín.

Tenía en las manos una botella y un vaso, del que estaba bebiendo. Me detuve en seco, escondido entre la espesa hojarasca del exterior, pues, aunque un poco velada por las nubes, la luna brillaba en lo alto; y reconocí al hombre que durante una época había considerado una fantasía del señor Dick, y que en una ocasión había encontrado con mi tía en las calles de la ciudad.

No sólo estaba bebiendo, sino que también comía como si estuviera hambriento. Parecía mirar la casa con curiosidad, como si no la hubiera visto antes. Después de agacharse para dejar la botella en el suelo, miró a las ventanas, y a uno y otro lado; aunque con aire misterioso e impaciente, como si tuviera prisa por marcharse.

La luz del pasillo se oscureció durante un instante, y mi tía salió al jardín. Parecía muy agitada, y puso algunas monedas en la mano del hombre. Las oí tintinear.

–¿Qué quieres que haga con esto? –inquirió el desconocido.

–No puedo darte más –repuso mi tía.

–Entonces no me marcharé –dijo él–. ¡Toma! ¡Vuelve a cogerlo!

–Eres un hombre malvado –exclamó mi tía, muy alterada–; ¿cómo puedes tratarme así? Pero ¿por qué te lo pregunto? ¡Conoces mi debilidad! ¿Acaso no podría librarme de ti para siempre si te abandonara a tu suerte?

–¿Y por qué no lo haces?

–¿ me lo preguntas? ¡Dudo mucho que tengas corazón!

El hombre no se movió, hizo tintinear las monedas y sacudió la cabeza, malhumorado.

–¿Es lo único que quieres darme?

–Es lo único que darte –contestó mi tía–. Sabes que he sufrido pérdidas, y que soy más pobre que antes. Ya te lo he explicado. Ahora que has conseguido el dinero, ¿por qué no me evitas el dolor de tener que mirarte por más tiempo y ver en qué te has convertido?

–Me he convertido en un andrajo, si te refieres a eso –dijo él–. Vivo de noche, como las lechuzas.

–Me has despojado de casi todo lo que tenía –exclamó mi tía–. Cerraste mi corazón al mundo entero, durante años y años. Me traicionaste, y fuiste cruel y desagradecido conmigo. ¡Ve y arrepiéntete! ¡No añadas nuevos agravios a la larguísima lista de los que ya me has infligido!

–¡Sí! –respondió el desconocido–. ¡Muy bonito! Bueno, supongo que tendré que contentarme con esto, por el momento.

A pesar de sí mismo, pareció sentirse humillado por las lágrimas de indignación de mi tía, y se marchó arrastrando los pies. Di entonces tres o cuatro pasos rápidos, como si acabara de llegar, y me crucé con él en la entrada del jardín, en el momento en que salía. Nos dirigimos una mirada penetrante, muy poco amistosa.

–Tía –me apresuré a decir–. ¡Ese hombre la está asustando de nuevo! Déjeme hablar con él. ¿Quién es?

–Hijo mío –contestó ella, agarrándome del brazo–, entra conmigo y no digas nada durante diez minutos.

Nos sentamos en el pequeño salón. Mi tía se ocultó tras la enorme pantalla o abanico verde de siempre, atornillada ahora al respaldo de una silla, y se quedó allí casi un cuarto de hora, enjugándose los ojos de vez en cuando. Después se levantó y vino a sentarse a mi lado.

–Trot –me dijo, muy serena–, es mi marido.

–¿Su marido, tía? ¡Pensé que estaba muerto!

–Muerto para mí –repuso ella–, pero sigue viviendo.

Me había quedado mudo de asombro.

–Betsey Trotwood no parece una mujer capaz de dejarse arrastrar por una tierna pasión –prosiguió con calma–, pero hubo un tiempo, Trot, en que creyó ciegamente en ese hombre; en que lo amó con toda su alma; en que no habría retrocedido ante ninguna prueba de amor o de lealtad. Él se lo pagó dilapidando su fortuna y rompiéndole casi el corazón. Así que tu tía cavó una tumba para enterrar esa clase de sentimientos, de una vez para siempre, y la cubrió de tierra que ella misma allanó.

–¡Mi querida y bondadosa tía!

–Cuando le abandoné, fui muy generosa con él –continuó, poniendo sus manos sobre las mías, como era su costumbre–. Puedo decir después de tantos años, Trot, que, cuando le abandoné, fui muy generosa con él. Había sido tan cruel conmigo que yo habría podido obtener una separación muy provechosa para mí; pero no quise. No tardó en malgastar cuanto le di, y empezó a caer cada vez más bajo; se casó con otra mujer, según creo, y se convirtió en un aventurero, un jugador y un tramposo. Ya ves cómo ha terminado. Pero era un hombre muy guapo cuando me casé con él –añadió, con un rastro en la voz de su viejo orgullo y admiración–; y yo creía… ¡necia de mí!… que era la encarnación del honor.

Apretó mi mano y movió la cabeza.

–Ahora no significa nada para mí, Trot; menos que nada. Pero, para no verlo castigado por sus delitos (lo que sin duda ocurriría si siguiera vagando por este país), le doy más dinero del que puedo permitirme cuando reaparece, a fin de que se aleje. Fui una estúpida al casarme con él; y no parezco tener remedio, pues, por lo que en otro tiempo creí que era, no me gustaría que esa sombra de mis absurdas fantasías fuera tratada con dureza. Porque, si alguna mujer quiso con locura, Trot, fui yo.

Mi tía dio por terminado el asunto con un profundo suspiro, y se alisó el vestido.

–¡Está bien, querido! –exclamó–. Ahora ya conoces toda la historia, desde el principio hasta el fin. No volveremos a hablar de ella; y, naturalmente, jamás se la contarás a nadie. Es la vida de tu gruñona y anticuada tía y ¡la guardaremos en secreto, Trot!

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