David Copperfield

XXXVIII La disolución de una sociedad

XXXVIII

No dejé que se enfriara mi resolución de seguir los debates parlamentarios. Era uno de los hierros que empecé inmediatamente a calentar, y uno de los que conservé al rojo vivo y martillé con una perseverancia de la que puedo sentirme orgulloso. Compré un buen método del noble arte de la estenografía y de sus misterios (que me costó diez chelines y seis peniques), y me sumergí en un mar de perplejidades que, en pocas semanas, me condujo a las puertas de la locura. Los cambios marcados por los puntos, que, según su posición, significaban una cosa u otra completamente diferente; las increíbles extravagancias que se realizaban con los círculos; las consecuencias inexplicables que se derivaban de unos signos que parecían patas de mosca; las terribles secuelas de una curva colocada en el lugar erróneo… no sólo turbaban mis horas de vigilia, sino que me perseguían en sueños. Cuando había logrado abrirme paso a tientas, ciegamente, a través de todas esas dificultades y dominaba el alfabeto, que era en sí mismo un verdadero templo egipcio, vi aparecer un desfile de nuevos horrores, llamados arbitrariamente caracteres. Jamás he conocido unos signos más tiránicos. Por ejemplo, un garabato que se asemejaba al principio de una telaraña quería decir expectación, y otro que recordaba a un cohete significaba desventaja. Cuando conseguí grabar en mi memoria a todos esos miserables, me di cuenta de que habían borrado de mi cabeza todo lo anterior; y, cuando volví a empezar desde el principio, fueron ellos los que se desvanecieron; y, mientras trataba de recuperarlos, perdí otros fragmentos del sistema; en una palabra, era descorazonador.

Y creo que habría desistido de mi empeño si no hubiera sido por Dora, que era el estay y el ancla de mi barco agitado por la tempestad. Cada signo del método era un roble nudoso en el bosque de las dificultades, y yo seguía derribándolos uno tras otro, con tanto ardor que en tres o cuatro meses estuve en condiciones de realizar un experimento con uno de nuestros mejores oradores de los Commons. Nunca olvidaré el modo en que el brillante orador se retiró, antes de que yo hubiera podido siquiera empezar, ¡dejando mi estúpido lápiz bamboleándose sobre el papel como si le hubiera dado un ataque!

Aquello no podía funcionar, era evidente. Estaba volando demasiado alto y, de ese modo, jamás llegaría a ningún sitio. Pedí consejo a Traddles, y éste me propuso dictarme él mismo los discursos, sin correr, deteniéndose de vez en cuando para adaptarse a mi ritmo. Muy agradecido por su amable ayuda, acepté el ofrecimiento; y, durante mucho tiempo, tuvimos casi todas las noches una especie de Parlamento privado en Buckingham Street después de que yo volviera de casa del doctor.

¡Me gustaría ver un Parlamento como aquél en cualquier otro lugar! Mi tía y el señor Dick representaban al gobierno o a la oposición (según el caso) y Traddles, con la ayuda de de Enfield o de un volumen de discursos parlamentarios, lanzaba las invectivas más asombrosas contra ellos. De pie, al lado de la mesa, con el dedo izquierdo en el libro para no perder la página, agitando la mano derecha por encima de la cabeza, Traddles, en el papel del señor Pitt, del señor Fox, del señor Sheridan, del señor Burke, de lord Castlereagh, del vizconde Sidmouth o del señor Canning, se exaltaba en grado extremo y acusaba violentamente a mi tía y al señor Dick de libertinaje y de corrupción; yo, mientras tanto, sentado a escasa distancia con el cuaderno en las rodillas, intentaba con toda el alma seguirle. La inconsistencia y la temeridad de Traddles no habría podido superarlas ningún político real. En el transcurso de una semana, era capaz de defender las más variadas opiniones políticas y de enarbolar cualquier bandera. Mi tía, con el aire imperturbable de un ministro de Hacienda, le interrumpía de vez en cuando con un «¡Bravo!», un «¡No!» o un «¡Oh!», siempre que el texto parecía exigirlo; y, a esa señal, el señor Dick (un perfecto caballero de provincias) profería con voz poderosa el mismo grito. Pero el señor Dick se vio acusado de tantas cosas a lo largo de su carrera parlamentaria, y se le hizo responsable de tantas atrocidades, que a veces sentía un gran desasosiego. Creo que empezó a asustarle la idea de haber hecho realmente algo que contribuyera a abolir la constitución británica y a llevar al país a la ruina.

Traddles hace un gran papel en el Parlamento, mientras yo tomo nota

Muchísimas veces proseguíamos esos debates hasta que el reloj daba la medianoche y las velas estaban casi consumidas. Gracias a tan magnífico entrenamiento, logré poco a poco seguir a Traddles bastante bien, y habría podido sentirme victorioso si hubiera tenido la menor idea de lo que mis notas querían decir. Pero me costaba tanto leer lo que había escrito como si hubiera copiado las inscripciones chinas de una inmensa colección de cajas de té, o los caracteres dorados de todos los enormes frascos rojos y verdes de las farmacias.

No me quedaba otra solución que volver atrás y comenzar de nuevo. Fue muy duro, pero lo hice, aunque bastante abatido; y empecé a recorrer con dificultad y de forma metódica el mismo aburrido camino, a paso de tortuga, deteniéndome a examinar cada pequeño detalle y haciendo los esfuerzos más desesperados por reconocer a primera vista aquellos caracteres esquivos siempre que los encontrara. Jamás llegaba tarde a la oficina o a casa del doctor; lo cierto es que, como dice la expresión, trabajaba como una mula.

Cierto día, cuando llegué a los Commons a la hora habitual, encontré al señor Spenlow en la entrada, terriblemente serio y hablando solo. Como se quejaba a menudo de dolor de cabeza (era bastante cuellicorto y estoy plenamente convencido de que abusaba del almidón), al principio temí que padeciera esa clase de mal; pero no tardó en tranquilizarme sobre ese punto.

En vez de responder a mis «buenos días» con su acostumbrada afabilidad, me miró con aire distante y ceremonioso y me pidió fríamente que le acompañara a un café que, en aquellos tiempos, tenía una puerta que daba a los Commons, junto al pequeño arco de baja altura que conducía al cementerio de Saint Paul. Le obedecí, preso de una gran inquietud; sentía pinchazos por todo el cuerpo, como si mis temores estuvieran echando brotes. Cuando le dejé pasar delante de mí, debido a lo estrecho que era el camino, observé que llevaba la cabeza muy derecha, de un modo que no presagiaba nada bueno; y tuve el presentimiento de que había descubierto lo de mi querida Dora.

Si no hubiese adivinado esto mientras nos dirigíamos al café, no hay duda de que lo habría comprendido cuando le seguí a una habitación del piso superior y encontré a la señorita Murdstone, delante de un aparador donde había varios vasos boca abajo sujetando unos limones, y dos de aquellas extraordinarias cajas, llenas de ranuras y de esquinas, que servían para guardar cuchillos y tenedores y que, afortunadamente para la humanidad, hoy en día están pasadas de moda.

La señorita Murdstone me dio sus frías uñas y continuó sentada muy seria y erguida. El señor Spenlow cerró la puerta, me señaló una silla y se quedó en pie delante de la chimenea.

–Tenga la bondad de enseñar al señor Copperfield –dijo el señor Spenlow– lo que tiene en su ridículo, señorita Murdstone.

Creo que se trataba del mismo bolsito metálico de mi niñez, el que parecía cerrarse dando una dentellada. Apretando los labios, en consonancia con el chasquido, la señorita Murdstone lo abrió (al mismo tiempo que abría la boca) y sacó de él mi última carta a Dora, repleta de expresiones del más tierno afecto.

–Se trata de su letra, ¿no es así, señor Copperfield? –exclamó el señor Spenlow.

Yo estaba muy acalorado y apenas reconocí mi voz cuando respondí:

–¡En efecto, señor!

–Si no me equivoco, señor Copperfield –prosiguió el señor Spenlow, mientras la señorita Murdstone sacaba de su bolsito un paquete de cartas atadas con una preciosa cinta azul–, también éstas han salido de su pluma.

Las cogí con un sentimiento terrible de desolación; y echando un vistazo a algunos de los encabezamientos, como «Dora de mi alma», «Ángel mío», «Mi siempre adorada», me puse rojo como la grana y bajé la cabeza.

–¡No, gracias! –dijo el señor Spenlow con frialdad, cuando se las devolví mecánicamente–. No quiero privarle de ellas. Señorita Murdstone, tenga la bondad de continuar.

La amable criatura, después de contemplar pensativa la alfombra durante unos segundos, prosiguió secamente:

–He de confesar que, desde hace algún tiempo, albergaba ciertas sospechas de que ocurría algo entre la señorita Spenlow y el señor Copperfield. Les había observado en su primer encuentro, y mi impresión no había sido buena. La perversidad del corazón humano es tan…

–Le agradeceré, señora –interrumpió el señor Spenlow–, que se limite a relatar los hechos.

La señorita Murdstone bajó los ojos, movió la cabeza en señal de protesta contra aquella desconsiderada interrupción y, poniéndose muy digna, añadió con el ceño fruncido:

–Puesto que debo limitarme a relatar los hechos, me extenderé lo menos posible. Tal vez esta forma de proceder se considere aceptable. Como he dicho antes, señor, sospechaba que había algo entre la señorita Spenlow y el señor Copperfield desde hace algún tiempo. Con frecuencia he buscado una prueba que confirmara mis sospechas, pero en vano. Por ese motivo, me abstuve de decir nada al padre de la señorita Spenlow –señaló, mirando severamente a éste–, consciente de la poca disposición que hay en semejantes casos para agradecer el fiel cumplimiento del deber.

El señor Spenlow pareció intimidado por la noble gravedad de la señorita Murdstone y, para paliar su enfado, hizo un gesto conciliador con la mano.

–A mi regreso a Norwood, después del período de ausencia ocasionado por el matrimonio de mi hermano, me di cuenta de que la conducta de la señorita Spenlow, que acababa de pasar unos días en casa de la señorita Mills, resultaba mucho más sospechosa que antes. Así que decidí vigilarla estrechamente.

Mi dulce y querida Dora, ¿cómo iba ella a sospechar que el ojo del dragón la observaba?

–Sin embargo –prosiguió la señorita Murdstone–, no encontré la menor prueba hasta ayer por la noche. Tenía la impresión de que la señorita Spenlow recibía demasiadas cartas de su amiga la señorita Mills; pero como esta amistad contaba con la aprobación de su padre –otro pequeño ataque contra el señor Spenlow–, no me correspondía intervenir. Si no se me permite aludir a la perversidad natural del corazón humano, espero que al menos se me permita… es mi deber… hablar de una confianza depositada en quien no la merece.

El señor Spenlow asintió con aire contrito.

–Ayer por la tarde, después del té –continuó la señorita Murdstone–, observé que el perrito corría, saltaba y gruñía en el salón, jugando con algo. Le dije a la señorita Spenlow: «Dora, ¿qué tiene el perro en la boca? Un papel»; y ella se llevó inmediatamente la mano al vestido, dejó escapar un grito y corrió hacia el perro. Yo me interpuse y exclamé: «Dora, querida, déjame a mí».

¡Oh, Jip, spaniel miserable, eres tú entonces el causante de nuestro infortunio!

–La señorita Spenlow –prosiguió la señorita Murdstone– intentó engatusarme con besos, cajitas y pequeños artículos de joyería que, por supuesto, yo rehusé. El perrito se escondió debajo del sofá cuando me acerqué a él, y me costó mucho sacarle con la ayuda del atizador. Incluso una vez fuera, siguió con la carta en la boca; y cuando traté de quitársela, corriendo el riesgo de que me mordiera, apretó los dientes con tal obstinación que prefirió quedar suspendido en el aire antes que soltar el papel. Finalmente, logré apoderarme de él. Después de leerlo, pregunté a la señorita Spenlow si tenía muchas otras cartas parecidas, y acabé consiguiendo que me entregara el paquete que ahora está en manos del señor Copperfield.

Entonces terminó su alocución; y, cerrando de golpe el bolsito al mismo tiempo que la boca, pareció una mujer que podía quebrarse pero que jamás se doblegaría.

–Ya ha oído a la señorita Murdstone –dijo el señor Spenlow, volviéndose a mí–. ¿Tiene usted algo que añadir, señor Copperfield?

La imagen que veía ante mí del hermoso y pequeño tesoro de mi corazón llorando y sollozando durante toda la noche… el hecho de que estuviera sola, asustada y muy abatida… de que hubiera rogado y suplicado a aquella mujer cruel que la perdonara… de que le hubiera ofrecido en vano besos, cajitas y baratijas… de que estuviera sufriendo tanto, y todo por mi culpa… fue un duro golpe para la poca dignidad que aún conservaba. Me temo que durante unos momentos, a pesar de todos mis esfuerzos, fui incapaz de disimular mi temblor.

–No tengo nada que decir, señor –respondí–, excepto que toda la culpa es mía. Dora…

–La señorita Spenlow, se lo ruego –me interrumpió su padre con aire majestuoso.

–Fui yo quien la convenció de que consintiera en ocultarlo –proseguí, tragándome aquel frío apelativo–; lo lamento amargamente.

–Merece un sinfín de reproches, señor –exclamó el señor Spenlow, mientras andaba de un lado a otro por la esterilla de la chimenea, subrayando sus palabras con todo el cuerpo y no con la cabeza, debido a la rigidez del cuello de su camisa y de su espina dorsal–. Ha actuado a escondidas y de un modo indecoroso. Cuando invito a un caballero a mi casa, ya tenga diecinueve, veintinueve o noventa años, le doy una prueba de confianza. Si abusa de ella, comete un acto muy poco honorable, señor Copperfield.

–Ahora lo veo con claridad, señor, se lo aseguro –repliqué–. Pero nunca se me ocurrió pensar así. Sinceramente, señor Spenlow, con toda franqueza, nunca se me ocurrió pensar de ese modo. Mi amor por la señorita Spenlow es tan grande…

–¡Bah! ¡Tonterías! –exclamó, sonrojándose–. Le ruego que no diga en mi presencia que está enamorado de mi hija, señor Copperfield.

–¿Cómo podría si no excusar mi conducta, señor? –dije con toda humildad.

–¿Acaso quedaría así justificada? –inquirió el señor Spenlow, deteniéndose bruscamente–. ¿Ha reflexionado usted sobre su edad y la de mi hija, señor Copperfield? ¿Ha reflexionado sobre lo que significa minar la confianza que debería existir entre mi hija y yo? ¿Ha reflexionado sobre la posición social de la señorita Spenlow, sobre los proyectos que yo pueda haber forjado para su porvenir, sobre mis intenciones testamentarias para con ella? ¿Ha reflexionado sobre algo, señor Copperfield?

–Me temo que muy poco, señor –repuse con todo el respeto y el pesar que sentía–; pero créame, se lo suplico, he reflexionado sobre mi situación en el mundo. Cuando se la expliqué a usted, estábamos ya comprometidos…

–Le ruego –dijo el señor Spenlow dando una enérgica palmada, más parecido que nunca a Polichinela (no pude evitar percatarme de ello, a pesar de mi desesperación)– que no me hable de compromisos, señor Copperfield.

A la, por lo demás, inalterable señorita Murdstone se le escapó una risita desdeñosa.

–Cuando le expliqué a usted el cambio que se había producido en mi situación, señor –empecé de nuevo, sustituyendo por otra expresión la que tanto le había desagradado–, ya se había iniciado ese período de clandestinidad al que desgraciadamente la señorita Spenlow se vio empujada por mi culpa. Desde que mi posición económica empeoró, he puesto toda mi energía y he realizado toda clase de esfuerzos para mejorarla. Estoy convencido de que, con el tiempo, lo conseguiré. Si quisiera darme un plazo… el que usted desee… Los dos somos tan jóvenes, señor…

–Tiene usted razón –me interrumpió el señor Spenlow, asintiendo repetidas veces con la cabeza y frunciendo mucho el ceño–, los dos son muy jóvenes. No es más que una locura. Será mejor ponerle fin. Llévese estas cartas y arrójelas al fuego. Deme las de la señorita Spenlow para que las queme. Aunque a partir de ahora, como podrá comprender, sólo nos veremos en los Commons, acordaremos no volver a mencionar el pasado. Vamos, señor Copperfield, es usted una persona inteligente; será lo más sensato.

No. No podía mostrarme de acuerdo con él. Lo lamentaba muchísimo, pero había algo más importante que la sensatez. El amor estaba por encima de cualquier otra consideración terrena, y yo amaba a Dora hasta la idolatría y ella me correspondía. No se lo dije exactamente así; lo suavicé cuanto pude; pero se lo di a entender, y fui categórico. No creo que resultara muy ridículo, pero sé que fui categórico.

–Muy bien, señor Copperfield –exclamó el señor Spenlow–, ejerceré toda mi influencia sobre mi hija.

La señorita Murdstone dio a entender con un expresivo sonido, un largo y profundo jadeo que no era ni un suspiro ni un gemido, aunque se asemejaba a los dos, que debía haber hecho eso desde el principio.

–Ejerceré toda mi influencia sobre mi hija –repitió el señor Spenlow. ¿Se niega a llevarse sus cartas, señor Copperfield?

Pues yo las había dejado en la mesa.

Sí. Le dije que esperaba que no lo tomara a mal, pero que no podía aceptarlas de manos de la señorita Murdstone.

–¿Ni de las mías? –quiso saber.

No, contesté con el mayor de los respetos; tampoco de las suyas.

–¡Muy bien! –dijo él.

En el silencio que siguió, yo no sabía si marcharme o quedarme allí. Finalmente, cuando había decidido dirigirme lentamente hacia la puerta con la intención de decirle que tal vez sería mejor para él que yo me retirase, el señor Spenlow añadió, con las manos en los bolsillos de la chaqueta (donde apenas le cabían) y con una expresión que yo calificaría, en conjunto, de indiscutiblemente piadosa:

–Supongo que sabrá, señor Copperfield, que no carezco del todo de posesiones terrenales, y que mi hija es mi familiar más cercano y más querido.

Me apresuré a responderle que esperaba que el error al que me había empujado la naturaleza desesperada de mi amor no le indujera a pensar que actuaba por interés.

–No pretendo decir eso en absoluto –señaló–. Sería mejor para usted y para todos nosotros, señor Copperfield, que fuera un poco más interesado… quiero decir, que fuese más juicioso y tomara menos en serio estas locuras juveniles. No. Sólo quería decirle, con un propósito muy diferente, que supongo que sabrá que dispongo de algunos bienes que legaré a mi hija.

Por supuesto que lo sabía.

–¿No pensará usted –prosiguió el señor Spenlow–, con todos los ejemplos que vemos diariamente, aquí en los Commons, del inexplicable y negligente proceder de los hombres en relación con sus disposiciones testamentarias (no creo que haya ningún otro asunto en el que los hombres sean más inconsecuentes), que no he tomado mis medidas al respecto?

Incliné la cabeza en señal de asentimiento.

–No permitiré –exclamó, con creciente devoción y moviendo muy despacio la cabeza mientras se balanceaba alternativamente sobre la punta de los pies y los talones– que cuanto he dispuesto en favor de mi hija se vea influenciado por un acto de locura juvenil como éste. No es más que una locura. No tiene el menor sentido. En poco tiempo, se desvanecerá en el aire. Pero yo podría… si este estúpido asunto persistiera… verme forzado, en algún momento de inquietud, a proteger a mi hija y a ponerla al abrigo de las consecuencias de cualquier paso alocado que pudiera dar en dirección al matrimonio. Y ahora, señor Copperfield, confío en que no me obligue a abrir, ni siquiera durante un cuarto de hora, esa página cerrada en el libro de la vida, y a deshacer, ni siquiera durante un cuarto de hora, graves asuntos hace mucho tiempo dirimidos.

Toda su persona reflejaba una serenidad, una paz y un aire de calma crepuscular que me emocionaron. Se mostraba tan tranquilo y resignado –era evidente que sus asuntos estaban en perfecto orden, sistemáticamente organizados– que resultaba conmovedor contemplarlo. Creo que llegué a ver lágrimas en sus ojos, de lo profundos que eran sus sentimientos al respecto.

Pero ¿qué podía hacer yo? No podía renunciar a Dora ni a mi propio corazón. Cuando el señor Spenlow me aconsejó que me tomara una semana para reflexionar, ¿cómo iba a negarme, aunque supiera que un número infinito de semanas no podrían cambiar un amor como el mío?

–Mientras tanto, hable de todo esto con la señorita Trotwood o con alguna otra persona que tenga experiencia en la vida –señaló, ajustándose la corbata con las dos manos–. Tómese una semana, señor Copperfield.

Me plegué a sus deseos; y, esforzándome por reflejar en mi rostro la constancia desesperada de mi amor, salí de la habitación. Las pobladas cejas de la señorita Murdstone me siguieron hasta la puerta (y si hablo de sus cejas y no de sus ojos es porque eran mucho más relevantes en su cara); y su aspecto era tan parecido al que había tenido antaño, a esa hora de la mañana, en nuestra sala de Blunderstone, que habría podido creer que había vuelto a equivocarme en mis lecciones, y que el peso que me abrumaba era aquel horrible libro de ortografía con grabados en forma de óvalo que, en mi imaginación juvenil, se asemejaban a los cristales de unas gafas.

Cuando llegué a la oficina y, haciendo un gesto con la mano al viejo Tiffey y a los demás escribientes para que no me molestaran, me senté en mi mesa de trabajo, en mi pequeño rincón, para pensar en la catástrofe inesperada que acababa de producirse y para maldecir a Jip con toda la amargura de mi alma, el recuerdo de Dora empezó a atormentarme de tal modo que me sorprende que no cogiera el sombrero y corriese como un loco hacia Norwood. La idea de que la habían asustado, de que la habían hecho llorar, y de que yo no estaba a su lado para consolarla, me resultaba tan insoportable que no pude evitar escribir una carta de lo más insensata al señor Spenlow, suplicándole que no le hiciera pagar a ella las consecuencias de mi cruel destino. Le imploraba que evitase el sufrimiento de aquella dulce criatura y que no aplastara aquella delicada flor, dirigiéndome a él, por lo que recuerdo, como si, en vez de su padre, hubiera sido un ogro o el dragón de Wantley. Cerré la carta y, antes de que volviera, la dejé encima de su mesa; cuando entró en el despacho pude ver, por la puerta entreabierta, cómo la cogía y la leía.

No me habló de mi misiva en toda la mañana; pero por la tarde, antes de marcharse, me llamó para decirme que no debía preocuparme por la felicidad de su hija. Él le había asegurado que todo aquello no eran más que tonterías; y no tenía nada más que añadir. Creía que era un padre indulgente (y no se equivocaba), y no era necesario que yo sufriera por su hija.

–Si sigue mostrándose tan obstinado y se niega a entrar en razón, señor Copperfield –prosiguió–, tal vez me vea obligado a enviar a mi hija nuevamente al extranjero por algún tiempo; pero tengo mejor opinión de usted. Confío en que, dentro de unos días, se muestre más razonable. En cuanto a la señorita Murdstone –pues yo había aludido a ella en la carta–, respeto el modo en que ha vigilado a mi hija y le estoy muy agradecido, pero tiene órdenes estrictas de no volver a hablar del asunto. Lo único que deseo, señor Copperfield, es que se olvide de todo. Es lo único que tiene usted que hacer, señor Copperfield, olvidarlo.

¡Lo único! En la nota que escribí a la señorita Mills, cité amargamente este sentimiento. Lo único que tenía que hacer, repetí con triste sarcasmo, era olvidar a Dora. Eso era todo, ¿y qué era eso? Le pedí a la señorita Mills que me recibiera aquella misma noche. Si no podía hacerlo con el consentimiento y la presencia de su padre, le suplicaba que se entrevistara conmigo a escondidas en la antecocina, donde estaba la calandria para planchar la ropa blanca. Le dije que mi cordura se tambaleaba en su trono y que sólo ella, la señorita Mills, podía evitar que fuera derrocada. Terminé la carta con un «desesperadamente suyo» y, cuando la releí, antes de entregársela a un mensajero, no pude sino pensar que parecía salida de la pluma del señor Micawber.

Sin embargo, la envié. Al anochecer, me dirigí a la calle de la señorita Mills y estuve paseando por ella hasta que su doncella salió sigilosamente a buscarme y me condujo por el patio trasero hasta la antecocina. Después he tenido razones para pensar que el único motivo que me impidió entrar por la puerta principal y ser recibido en el salón fue el amor de la señorita Mills por todo lo romántico y lo misterioso.

En la antecocina, me abandoné a la desesperación. Supongo que fui allí para hacer el ridículo, y estoy convencido de que lo conseguí. La señorita Mills había recibido una nota escrita con precipitación en la que Dora le explicaba que se había descubierto todo y le suplicaba: «¡Oh, Julia, ven, ven, te lo ruego!». Pero la señorita Mills, temiendo que su presencia no fuera bien recibida por las autoridades de la casa, todavía no había ido. ¡Y ahí estábamos todos sin saber qué hacer en medio del desierto del Sáhara!

La señorita Mills tenía una sorprendente facilidad de palabra, y le gustaba dar curso a su elocuencia. No pude dejar de sentir, a pesar de que sus lágrimas se mezclaron con las mías, que se regodeaba en nuestras desgracias. Las mimaba, por decirlo de algún modo, para sacar el máximo partido de ellas. Me dijo que se había abierto un profundo abismo entre Dora y yo, y que sólo el arco iris del Amor podría franquearlo. El Amor debía sufrir en este mundo sombrío; siempre había sido así, y siempre lo sería. Pero daba lo mismo, aseguró. Los corazones acabarían rompiendo las telas de araña que los aprisionaban y entonces el Amor quedaría vengado.

No fue un gran consuelo, pero la señorita Mills no quería que albergara falsas esperanzas. Me hizo sentir mucho más desgraciado que antes, y comprendí (y así se lo dije sumamente agradecido) que era una verdadera amiga. Decidimos que ella iría a visitar a Dora a primera hora de la mañana, y que encontraría el modo de transmitirle, ya fuera con palabras o con la mirada, todo mi amor y mi abatimiento. Nos despedimos abrumados por el dolor; y estoy convencido de que la señorita Mills disfrutó con ello enormemente.

Se lo conté todo a mi tía al llegar a casa; y, a pesar de cuanto pudo decirme, me acosté desesperado. Me levanté desesperado, y salí de casa desesperado. Era sábado por la mañana y fui directamente a los Commons.

Al acercarme a nuestra oficina, me extrañó ver a los conserjes hablando delante de la puerta y a media docena de curiosos mirando por las ventanas, que estaban cerradas. Aceleré el paso y, abriéndome camino entre ellos, intrigado, entré presuroso.

Los escribientes se encontraban allí, pero nadie trabajaba. El viejo Tiffey, quizá por primera vez en su vida, estaba sentado en el taburete de otro empleado y no había colgado su sombrero.

–¡Qué terrible desgracia, señor Copperfield! –exclamó al verme entrar.

–¿Qué sucede? –inquirí–. ¿Qué ha ocurrido?

–¿Acaso no lo sabe? –preguntaron Tiffey y los demás, rodeándome.

–¡No! –respondí mirando a todos, uno tras otro.

–El señor Spenlow –dijo Tiffey.

–¿Qué le ha pasado?

–¡Ha muerto!

Pensé que era la oficina y no yo la que se movía, mientras uno de los escribientes me sujetaba. Me sentaron en una silla, me deshicieron el nudo de la corbata y me trajeron un vaso de agua. No sé cuánto tiempo transcurrió.

–¿Ha muerto? –repetí.

–Ayer cenó en la ciudad y regresó guiando él mismo su faetón –explicó Tiffey–; había enviado al lacayo antes a casa, en la diligencia, como hacía algunas veces…

–¿Y qué pasó?

–El faetón llegó a Norwood sin él. Los caballos se detuvieron en la puerta del establo. El criado salió con una linterna. No había nadie en el carruaje.

–¿Se habían desbocado los caballos?

–No estaban demasiado fatigados –dijo Tiffey, poniéndose los lentes–; en todo caso, según tengo entendido, no más fatigados que si hubieran regresado a su paso habitual. Las riendas estaban rotas, pero habían venido arrastrándose por el suelo. Toda la casa se puso inmediatamente en pie, y tres criados salieron en busca del señor Spenlow. Lo encontraron a una milla de distancia.

–A más de una milla, señor Tiffey –señaló un joven empleado.

–¿Está seguro? Sí, creo que tiene razón –afirmó–, a más de una milla de distancia, cerca de la iglesia, tendido boca abajo… con medio cuerpo en la carretera y medio cuerpo en la cuneta. Nadie parece saber si se cayó al sufrir un ataque, o si bajó del faetón al sentirse indispuesto… ni siquiera si estaba realmente muerto cuando lo encontraron, aunque no hay duda de que se hallaba inconsciente. Si aún respiraba, lo cierto es que no pronunció una sola palabra. Llamaron en seguida a un médico, pero fue en vano.

Soy incapaz de describir mi estado de ánimo al recibir aquella noticia. Es fácil comprender la conmoción que me produjo aquel acontecimiento tan repentino, cuya víctima era una persona con la que yo había tenido algunas desavenencias; el terrible vacío que dejaba en el despacho que había ocupado tan recientemente, y en el que la mesa y la silla parecían esperarle y los manuscritos del día anterior daban la impresión de ser obra de un fantasma; la indefinible imposibilidad de imaginar aquel lugar sin él, y la sensación de que iba a entrar cada vez que se abría la puerta; el perezoso silencio y la inactividad que reinaban en la oficina, y el insaciable placer con que los empleados hablaban de lo ocurrido, mientras otras personas entraban y salían para conocer todos los detalles. Lo que soy incapaz de describir es cómo, en lo más profundo de mi corazón, me corroían los celos incluso de la Muerte. Cómo temía que su fuerza pudiera alejarme de los pensamientos de Dora. Cómo me reconcomía la envidia de su pena. Cómo me atormentaba pensar que ella lloraba con otros, o que otros la consolaban. Cómo me dominaba el deseo avaro y egoísta de apartarla de todo el mundo excepto de mí, y de ser todo para ella, precisamente en aquel momento, el más inoportuno de todos.

En ese estado de confusión (espero que no exclusivamente mío, sino conocido por otros), me dirigí aquella noche a Norwood; al enterarme por un criado, cuando hice indagaciones en la puerta, de que la señorita Mills se encontraba allí, le supliqué a mi tía que le enviase una carta de mi puño y letra. Lamentaba sinceramente la prematura muerte del señor Spenlow, y lloré al escribirla. Pedí a la señorita Mills que dijese a Dora, si es que Dora era capaz de escucharla, que su padre había sido muy bondadoso y considerado conmigo; y que únicamente había tenido palabras de ternura para ella, ni una sola frase de reproche. Soy consciente de que hice aquello empujado por el egoísmo, a fin de que mi nombre llegara hasta ella; pero intenté convencerme a mí mismo de que era un acto de justicia a la memoria de su padre. Es muy posible que de verdad lo creyera.

Mi tía recibió al día siguiente unas líneas de respuesta. El sobre venía dirigido a ella; la carta, a mí. Dora estaba abrumada por el dolor y, cuando su amiga le había preguntado si tenía algún mensaje para mí, había exclamado llorando, pues no dejaba de llorar: «¡Oh, mi querido papá! ¡Oh, pobre papá!». Pero no le había respondido que no, lo que me tranquilizó bastante.

El señor Jorkins, que había estado en Norwood desde el suceso, volvió a la oficina unos días después. Él y Tiffey se encerraron en su despacho durante un rato, y después Tiffey se asomó a la puerta y me indicó que pasara.

–¡Oh! –exclamó el señor Jorkins–. El señor Tiffey y yo, señor Copperfield, vamos a examinar la mesa, los cajones y el resto de las pertenencias del finado, con el fin de sellar los papeles personales y de buscar el testamento. No hemos encontrado ni rastro de él. ¿Tendría la amabilidad de ayudarnos?

Yo había estado muy angustiado, pensando en qué circunstancias quedaría mi Dora, quién sería su tutor, etcétera, y ahora tenía la oportunidad de averiguarlo. Empezamos inmediatamente nuestras pesquisas; el señor Jorkins abría mesas y cajones cerrados con llave y nosotros sacábamos todos los papeles. Colocamos a un lado los de la oficina y a otro los personales (que no eran muy numerosos). Trabajamos con enorme seriedad; y, cuando descubríamos un sello, un estuche de lápices, un anillo, o algún pequeño objeto de esa clase que nos recordaba a él, lo comentábamos en voz muy baja.

Habíamos sellado ya varios paquetes y proseguíamos nuestra tarea en medio del polvo y del silencio cuando el señor Jorkins nos dijo, aplicando a su difunto socio exactamente las mismas palabras que éste le había aplicado a él:

–El señor Spenlow se resistía a salir del camino trillado. ¡Ya saben ustedes cómo era! Me inclino a pensar que no hizo testamento.

–¡Oh! ¡Me consta que sí lo hizo! –dije yo.

Los dos se detuvieron para mirarme.

–El último día que estuve con él –añadí–, me dijo que había hecho testamento y que hacía mucho tiempo que tenía todos sus asuntos en regla.

El señor Jorkins y el viejo Tiffey movieron al unísono la cabeza.

–No resulta nada prometedor –manifestó Tiffey.

–Nada prometedor –repitió el señor Jorkins.

–Supongo que no dudarán ustedes… –empecé a decir.

–Mi buen señor Copperfield –exclamó Tiffey, apoyando la mano en mi brazo y cerrando los dos ojos al tiempo que movía la cabeza–, si llevara tanto tiempo como yo en los Commons, sabría que no hay ningún otro asunto en el que los hombres sean más inconsecuentes y menos de fiar.

–¡Válgame Dios! ¡Pero si ésas fueron exactamente sus palabras! –repuse con tenacidad.

–Entonces está claro –afirmó Tiffey–. En mi opinión, no hay testamento.

Me pareció increíble, pero al final no hubo testamento. Al señor Spenlow ni siquiera se le había pasado por la cabeza hacerlo, a juzgar por sus papeles; pues no se encontró en ellos el menor indicio, borrador o memorándum de que tuviera intención de testar. No fue para mí menos asombroso descubrir que sus asuntos se hallaban en el más completo desorden. Fue muy difícil saber qué debía, qué había pagado y qué bienes poseía al morir. Es muy probable, dijeron, que tampoco lo hubiera sabido él desde hacía muchos años. Poco a poco fue saliendo a la luz que, en la rivalidad entonces tan extendida en los Commons en cuestiones de ostentación y elegancia, el señor Spenlow se había gastado más de lo que ganaba en su profesión, que no era mucho, y había reducido su fortuna personal, si es que alguna vez había sido importante (lo que parecía más que dudoso) a la mínima expresión. Se alquiló la casa de Norwood y se vendieron sus muebles; y Tiffey me contó, sin adivinar cuánto me interesaba la historia, que, una vez pagadas las deudas del finado, después de deducir la parte que le correspondía de los créditos dudosos y discutibles que tendría que respaldar la firma, no daría ni mil libras por su activo.

Todo esto sucedió al cabo de seis semanas. Yo vivía acongojado, y creo que estuve a punto de suicidarme cuando la señorita Mills me contó de nuevo que lo único que decía la pequeña y afligida Dora al oír mencionar mi nombre era: «¡Oh, pobre papá! ¡Oh, querido papá!». Me enteré, asimismo, gracias a ella, de que la familia de Dora se reducía a dos tías solteras, hermanas del señor Spenlow, que vivían en Putney y que apenas se habían visto con él en los últimos años. No es que se hubieran peleado, me informó la señorita Mills, sino que, al ser invitadas a tomar el té con ocasión del bautizo de Dora, y considerarse con el derecho a ser invitadas a cenar, habían expresado por escrito su opinión de que «con miras a la felicidad de todos» sería mejor que guardaran las distancias. Desde entonces, ellas habían seguido un camino y el señor Spenlow, otro.

Aquellas dos damas salieron ahora de su retiro, y propusieron llevarse a Dora a vivir a Putney. Y Dora se abrazó a ellas llorando y exclamó: «¡Oh, sí, tías! ¡Por favor, llévennos a Julia Mills, a Jip y a mí a Putney!». Y allí se fueron, poco después del funeral.

No sé de dónde saqué el tiempo para deambular por Putney; pero me las arreglé, de un modo u otro, para merodear con frecuencia por sus alrededores. La señorita Mills, a fin de cumplir de un modo más fidedigno con los deberes de la amistad, escribía un diario; y a veces se encontraba conmigo en el parque y me lo leía, o (si no tenía tiempo) me lo prestaba. ¡Cómo atesoraba yo aquellas anotaciones, de las que adjunto una muestra!

.– Mi dulce Dora sigue desconsolada. Dolor de cabeza. Llamo su atención sobre el buen aspecto de J., D. lo acaricia. Despertados así los recuerdos, se abren las compuertas del sufrimiento. Explosión de dolor (¿Son las lágrimas el rocío del corazón? J.M.).

.– D. débil y nerviosa. Muy bella en su palidez (¿No ocurre lo mismo con la luna? J.M.). D., J.M. y J. salen a tomar el aire en carruaje. J. se asoma a la ventanilla y ladra violentamente a un basurero. Una sonrisa aparece en el rostro de D. (¡Con eslabones tan frágiles se forma la cadena de la vida! J.M.)

.– D. relativamente feliz. Canto una alegre melodía, . No se serena, sino todo lo contrario. D. sumamente conmovida. Más tarde la encuentro llorando en su cuarto. Le recito unos versos sobre mí y una joven gacela. No tengo éxito. Le hablo también de la Resignación sobre un Monumento (¿Por qué sobre un monumento? J.M.).

.– D. más animada. Ha pasado mejor noche. Un suave tinte adamascado vuelve a sus mejillas. Decidida a mencionar el nombre de D.C. Empiezo a hablar de él con precaución durante el paseo. D. trastornada: «¡Oh, mi querida Julia! ¡He sido una hija tan desobediente y tan ingrata!». La consuelo y acaricio. Esbozo un retrato imaginario de D.C. a las puertas de la muerte. D. nuevamente trastornada. «¡Oh! ¿Qué debo hacer? ¡Llévame a alguna parte!». Muy alarmada. D. se desmaya y vaso de agua en un bar. (Afinidad poética. Cuadros dibujados en la jamba de la puerta; así es la vida humana, ¡ay! J.M.)

.– Día de incidentes. Aparece un hombre con una bolsa azul, «a buscar las botas que la señora desea arreglar». La cocinera responde: «No he recibido esa orden». El hombre insiste. La cocinera va a investigar y deja al desconocido solo con J. A su regreso, el hombre sigue insistiendo, pero finalmente se marcha. J. ha desaparecido. D. loca de inquietud. Se informa a la policía. Deben identificar al hombre por su nariz ancha y sus piernas como los pilares de un puente. Buscan por doquier. No aparece J. y D. llora amargamente, inconsolable. Vuelvo a hablarle de la joven gacela. Apropiado, pero no sirve de nada. Al anochecer, un muchacho extraño llama a la puerta. Lo conducimos a la sala. Nariz ancha, pero no pilares de un puente. Dice que quiere una libra y que sabe algo de un perro. Se niega a dar más explicaciones, a pesar de nuestras preguntas. D. le da la libra y él lleva a la cocinera a una casita donde J. se encuentra solo, atado a la pata de una mesa. Alegría de D. que baila alrededor de J., mientras éste toma la cena. Animada por este cambio feliz, le hablo de D.C. en el piso de arriba. Dora llora de nuevo y exclama: «¡Oh, no, no. Estaría muy mal pensar en algo que no fuera mi pobre papá!». Besa a J. y se duerme entre sollozos. (¿No deberá D.C. confiarse a las poderosas alas del tiempo? J.M.)

La señorita Mills y su diario fueron mi único consuelo durante ese período. Reunirme con ella, que acababa de estar con Dora… seguir la inicial del nombre de Dora a través de sus amables páginas… ser animado por ella a desesperarme… era lo único que aliviaba mi dolor. Tenía la impresión de haber vivido en un castillo de naipes que se había derrumbado, dejándonos a la señorita Mills y a mí solos entre las ruinas; como si un cruel hechicero hubiera dibujado alrededor de la inocente diosa de mi corazón un círculo mágico, que únicamente esas poderosas alas, capaces de llevar a tanta gente por encima de tantas dificultades, me permitirían franquear.

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