David Copperfield

XLIV El gobierno de nuestra casa

XLIV

Me pareció realmente extraño, terminada la luna de miel y de vuelta en sus casas las damas de honor, encontrarme instalado en mi propia casita con Dora; tenía casi la sensación de haberme quedado sin trabajo, por decirlo de algún modo, al recordar mi delicioso empleo de enamorado.

¡Resultaba tan extraordinario tener a Dora siempre a mi lado! Era tan insólito no verme obligado a salir de casa para visitarla, no tener ningún motivo para atormentarme por su causa, no tener que escribirle, no tener que devanarme los sesos para encontrar el modo de hallarme a solas con ella. Algunas veces, al atardecer, cuando levantaba la vista de mi trabajo y la contemplaba sentada frente a mí, me recostaba en el respaldo del sillón y pensaba cuán extraño era que estuviéramos los dos allí, solos, como si fuera lo más natural… que nuestros asuntos no fueran de la incumbencia de nadie… que toda la romántica historia de nuestro noviazgo quedara abandonada en un estante… y que sólo tuviéramos que agradarnos el uno al otro… el uno al otro, durante el resto de nuestra vida.

Cuando había un debate parlamentario y yo me retrasaba, ¡era tan extraño pensar, mientras iba camino de casa, que Dora me esperaba! ¡Qué maravilloso me parecía, al principio, que bajara las escaleras sin hacer ruido para conversar conmigo mientras yo cenaba! ¡Qué estupendo saber con certeza que se rizaba el pelo! ¡Qué asombroso ver cómo se colocaba los papillotes!

Dudo que dos pajarillos pudieran ser más ignorantes que mi preciosa Dora y yo en cuestiones de organización doméstica. Naturalmente, teníamos una criada. Ella llevaba la casa. En el fondo sigo creyendo que debía de tratarse de la hija disfrazada de la señora Crupp ¡Mary Anne nos hizo pasar tan malos ratos!

Se apellidaba Paragon. Nos dieron a entender, cuando la contratamos, que su nombre no era sino un débil reflejo de su carácter. Nos enseñó una carta de recomendación tan larga como una proclama y, según ese documento, sabía hacer cualquier tarea doméstica de la que yo tuviera noticia, y muchísimas otras de las que no había oído hablar jamás. Era una mujer en la flor de la vida; de rostro severo, y propensa a una especie de perpetuo sarampión o violento sarpullido (sobre todo en los brazos). Tenía un primo en la Guardia de Corps, con unas piernas tan largas que parecían la sombra vespertina de otra persona. De igual modo que llevaba una casaca demasiado pequeña para su cuerpo, resultaba demasiado grande para nuestra casa. Ésta parecía reducirse porque él no guardaba la menor proporción con su tamaño. Por otra parte, las paredes no eran gruesas, y siempre que pasaba la velada en casa, sabíamos de su presencia por los gruñidos que se oían continuamente en la cocina.

La sobriedad en la bebida y la honradez de nuestra perla estaban garantizadas. Por ese motivo, estoy dispuesto a creer que había sufrido un ataque cuando la encontramos debajo de la caldera; y que si nos faltaban cucharillas era por culpa del basurero.

Pero era un verdadero suplicio para nosotros. Conscientes de nuestra inexperiencia, nos sentíamos incapaces de salir de aquella situación. Habríamos dependido de su clemencia, si hubiera tenido alguna; pero era una mujer despiadada, y carecía de ella. Fue la causa de nuestra primera discusión.

–Mi vida –dije un día a Dora–, ¿crees que Mary Anne tiene alguna noción de la hora que es?

–¿Por qué, Doady? –inquirió ella, levantando la vista de su dibujo, con aire inocente.

–Porque son las cinco, mi amor, y tendríamos que haber comido a las cuatro.

Dora miró el reloj de la sala con inquietud, y dijo que probablemente iba adelantado.

–Todo lo contrario, corazón –respondí, consultando el mío–, va unos minutos retrasado.

Mi mujercita vino a sentarse encima de mis rodillas para tranquilizarme con sus mimos, y trazó una raya con su lápiz en mitad de mi nariz; pero eso no me quitó el apetito, aunque fue muy agradable.

–¿No piensas, querida –exclamé–, que deberías reconvenir a Mary Anne?

–¡Oh, no, por favor! ¡No podría, Doady! –contestó Dora.

–¿Por qué no, mi amor? –le pregunté, dulcemente.

–¡Porque tengo la cabeza llena de pájaros –afirmó–, y ella lo sabe!

Ese argumento me pareció tan incompatible con el establecimiento de algún sistema de control sobre Mary Anne que fruncí un poco el ceño.

–¡Qué arrugas tan feas le han salido en la frente a mi niño malo! –dijo Dora y, sentada aún en mis rodillas, las dibujó con su lápiz; llevando éste a sus sonrosados labios para que escribiera más negro, y trabajando en mi frente con una cómica expresión de seriedad y aplicación, que, mal que me pese, me pareció encantadora.

–¡Así me gusta! –añadió Dora–. ¡Estás mucho más guapo cuando te ríes!

–Pero, mi amor… –empecé a decir.

–¡No, no! ¡Por favor! –protestó, con un beso–. ¡No seas un malvado Barba Azul! ¡No te pongas serio!

–Tesoro mío –repuse–, algunas veces hay que ponerse serio. ¡Ven! ¡Siéntate en esta silla, a mi lado! ¡Dame el lápiz! ¡Así! Y, ahora, hablemos con sensatez. Sabes, mi amor (¡qué manita tan pequeña tenía! ¡Y qué minúsculo era su anillo de boda!), no es lo que se dice agradable tener que irme sin comer, ¿no te parece?

–¡N…n…o! –contestó ella, débilmente.

–¡Mi amor, estás temblando!

–Porque SÉ que vas a regañarme –exclamó Dora, en tono lastimero.

–Sólo pretendo razonar, cariño.

–¡Oh, pero los razonamientos son peores que las regañinas! –dijo Dora, desesperada–. No me he casado para que me hagas entrar en razón. ¡Si lo que querías era hacer entrar en razón a una pobre chiquilla como yo, tendrías que haberme avisado, malo!

Procuré calmar a Dora, pero ella volvió el rostro hacia otro lado, sacudió sus rizos y repitió tantas veces: «¡malo, malo!», que no supe qué hacer exactamente; de modo que paseé mi incertidumbre de un lado a otro de la habitación, antes de regresar a su lado.

–¡Dora, amor mío!

–No, no soy tu amor. Porque estoy segura de que lamentas haberte casado conmigo, de otro modo no habrías pretendido razonar –respondió ella.

Me sentí tan ofendido por la incoherencia de aquella acusación que tuve el valor de ponerme serio.

–Dora, mi vida –dije–, eres pueril y estás diciendo tonterías. Estoy convencido de que recuerdas que ayer me vi obligado a marcharme a medio comer, y que anteayer me sentí bastante mal por haber tenido que comer a toda prisa la ternera casi cruda; hoy, no comeré nada en absoluto… y casi no me atrevo a hablar de lo que tardó esta mañana el desayuno… ¡y todo para que luego el agua no estuviera hirviendo! No te lo reprocho, querida, pero no es agradable.

–¡Oh, malo, malo! ¡Decir que soy una mujer desagradable!

–¡Vamos, mi querida Dora, sabes bien que nunca he dicho eso!

–¡Has dicho que yo no era agradable!

–¡He dicho que el gobierno de nuestra casa no era agradable!

–¡Es exactamente lo mismo! –exclamó Dora; y estaba convencida de sus palabras, pues lloraba a lágrima viva.

Di otro pequeño paseo por la habitación, lleno de amor por mi preciosa mujercita y loco de remordimientos, que me empujaban a darme de cabezadas contra la puerta. Volví a sentarme y dije:

–No te estoy culpando, Dora. Los dos tenemos mucho que aprender. Sólo intento explicarte, querida, que es necesario… verdaderamente necesario (estaba decidido a no ceder en aquel punto) que te acostumbres a vigilar a Mary Anne. Y que actúes un poco en tu nombre y en el mío.

–Me sorprende, de veras, que seas tan ingrato conmigo –sollozó Dora–, sabiendo que el otro día, cuando dijiste que te apetecía un poco de pescado, salí personalmente y recorrí muchas millas para conseguirlo y darte una sorpresa.

–Y fue muy amable por tu parte, tesoro mío –repuse–. Me conmovió tanto que habría sido incapaz de reprocharte que compraras un salmón entero… que era demasiado para los dos; o que costase una libra y seis chelines… que era mucho más de lo que podemos permitirnos.

–¡Pues bien que lo disfrutaste! –dijo Dora, entre hipidos–. Y me llamaste ratita.

–Y lo haría de nuevo, mi amor –repliqué–. ¡Mil veces!

Pero yo había herido el tierno corazoncito de Dora, y nada podía consolarla. Lloraba y gemía de un modo tan patético que tuve la sensación de haberle dicho no sé qué con el propósito de lastimarla. Me vi obligado a marcharme corriendo. El trabajo me retuvo hasta muy tarde y, durante toda la noche, me remordió terriblemente la conciencia. Tenía la impresión de ser un asesino, y me perseguía el sentimiento vago de haber cometido algo monstruoso.

No volví a casa hasta las dos o las tres de la madrugada. Mi tía estaba en nuestra casa, esperándome.

–¿Ocurre algo, tía? –pregunté, alarmado.

–Nada, Trot –respondió–. Siéntate, siéntate. Nuestra Pequeña Flor estaba bastante triste y yo le he hecho compañía. Eso es todo.

Apoyé la cabeza en mi mano; y, mientras contemplaba el fuego, me sentí más afligido y desalentado de lo que jamás hubiera creído posible tan poco tiempo después de que se cumplieran mis más ardientes esperanzas. Mientras reflexionaba sobre esto, me tropecé con la mirada de mi tía, que estaba posada en mí. Advertí cierta inquietud en sus ojos, pero éstos pronto se serenaron.

–Le aseguro, tía –dije–, que me he sentido muy desgraciado durante toda la noche pensando en el desconsuelo de Dora. Pero mi única intención era hablarle tierna y amorosamente de nuestros asuntos domésticos.

–Debes tener paciencia, Trot –contestó.

–Por supuesto. ¡Sabe Dios que no pretendo ser poco razonable, tía!

–No, no –exclamó ella–. Pero nuestra pequeña es una flor muy delicada, y el viento debe soplar dulcemente sobre ella.

Le agradecí, de corazón, la ternura que mostraba con mi mujer; y tuve la certeza de que ella lo comprendía.

–¿No cree, tía –le pregunté, después de contemplar nuevamente el fuego–, que usted podría aconsejar un poco a Dora de vez en cuando, por nuestro bien?

–¡No, Trot! –repuso ella, no sin emoción–. ¡No me pidas eso!

Pronunció esas palabras con tanta seriedad que levanté los ojos sorprendido.

–Evoco mi vida pasada, querido muchacho –prosiguió mi tía–, y pienso en algunas personas que ahora yacen en sus tumbas y con las que habría podido tener mejores relaciones. Si juzgué con severidad los errores conyugales de otros, fue quizá porque yo misma tenía amargas razones para juzgar con severidad mi matrimonio. Pero eso carece de importancia. He sido una mujer gruñona, arisca e intratable durante muchos años. Lo soy todavía, y siempre lo seguiré siendo. Pero tú y yo nos hemos hecho mucho bien el uno al otro, Trot… al menos tú me lo has hecho a mí, tesoro mío; y no quiero que, a estas alturas, haya diferencias entre nosotros.

–¡Diferencias! ¡Entre ! –protesté.

–¡Jovencito, jovencito! –exclamó mi tía, alisándose el vestido–. No hay que ser profeta para saber que no tardarían en surgir, y que mi Pequeña Flor sería muy desgraciada si yo me mezclara en vuestros asuntos. Deseo que nuestra querida niña me quiera, y sea tan feliz como una mariposa. Recuerda tu propio hogar, y aquel segundo matrimonio; y jamás nos hagas, a ella o a mí, el mal que acabas de insinuar.

Comprendí en seguida que mi tía tenía razón; y comprendí, asimismo, hasta dónde llegaba su generosidad con mi querida esposa.

–Éste es el comienzo, Trot –prosiguió–, y Roma no se construyó en un día, ni en un año. Has elegido libremente –tuve la impresión de que su rostro se ensombrecía durante un instante– a una criatura muy bonita y cariñosa. Será tu deber, al igual que tu felicidad (es algo que sé, no estoy pronunciando un sermón) quererla tal como la has escogido, por las cualidades que tiene y no por las que no tiene. Intenta desarrollar en ella estas últimas. Y si no puedes, muchacho –mi tía se frotó la nariz–, tendrás que acostumbrarte a vivir sin ellas. Pero recuerda, querido, que vuestro futuro depende de los dos. Nadie puede ayudaros; tenéis que labrarlo vosotros mismos. Eso es el matrimonio, Trot; y ¡que el Cielo os bendiga a los dos, pues sólo sois un par de niños perdidos en el bosque!

Mi tía dijo estas últimas palabras en tono alegre y me dio un beso para ratificar la bendición.

–Y ahora –añadió– enciende mi pequeña linterna y acompáñame a mi sombrerera por el sendero del jardín (que unía las dos casas). Cuando vuelvas, dale a mi Pequeña Flor el cariño de Betsey Trotwood; y hagas lo que hagas, Trot, no se te ocurra jamás convertir a tu tía en un espantapájaros, pues la he visto en un espejo, y ¡te aseguro que resulta suficientemente horrible y flaca sin necesidad de eso!

Dicho esto, mi tía se anudó el pañuelo alrededor de la cabeza, de cualquier modo, tal como hacía en semejantes ocasiones; y yo la escolté hasta su casa. Cuando se quedó en su jardín, levantando la pequeña linterna para alumbrarme, pensé que me miraba nuevamente con inquietud; pero yo estaba demasiado ocupado dando vueltas a sus palabras, y demasiado impresionado (por primera vez, en realidad) por la idea de que Dora y yo teníamos que labrarnos nuestro propio porvenir y nadie podía ayudarnos, para darle importancia a ese detalle.

Dora bajó furtivamente a mi encuentro en zapatillas, ahora que estaba solo; y se echó a llorar en mi hombro, y me dijo que yo había sido cruel y ella muy mala; y supongo que le respondí algo parecido; e hicimos las paces, y decidimos que nuestra primera pequeña riña sería la última, y que nunca tendríamos otra aunque viviéramos cien años.

La siguiente adversidad doméstica que tuvimos que sobrellevar fue la del Tormento de las Criadas. El primo de Mary Anne desertó y se escondió en nuestra carbonera; un destacamento de sus compañeros de armas lo sacó de allí, ante nuestro asombro, y se lo llevó esposado en un desfile que cubrió de ignominia nuestro jardín delantero. Esto me dio valor para despedir a Mary Anne; se marchó tan dócilmente, después de haber recibido su paga, que me sentí muy sorprendido, hasta que descubrí lo de las cucharillas y lo de las pequeñas cantidades que había pedido prestadas a los tenderos en mi nombre y sin ninguna autorización. Después del paso temporal de la señora Kidgerbury (la vecina más anciana de Kentish Town, según creo), que se dedicaba a limpiar casas, pero no tenía fuerzas para poner en práctica sus conocimientos de ese arte, encontramos otra perla; era una mujer de lo más amable, pero no dejaba de caerse al subir o bajar las escaleras de la cocina con la bandeja, y casi siempre se zambullía en el salón con el servicio de té como si fuera una piscina. Los desastres cometidos por aquella desgraciada nos obligaron a prescindir de sus servicios; le sucedieron (con intervalos de la señora Kidgerbury) una larga lista de Incapaces, que terminó en una joven de aspecto distinguido, que se fue a la feria de Greenwich con el sombrero de Dora. Y luego sólo recuerdo una serie de fracasos bastante parecidos.

Toda la gente con la que teníamos que tratar parecía engañarnos. Nuestra aparición en una tienda era una señal para que expusieran inmediatamente los productos estropeados. Si comprábamos una langosta, estaba llena de agua. Toda la carne que nos vendían estaba correosa, y las hogazas de pan apenas tenían corteza. En busca de una norma para que un asado de carne ni se pasara ni se quedara crudo, consulté personalmente el manual de cocina y vi que aconsejaba un cuarto de hora por cada libra de peso, e incluso daba un margen de un cuarto de hora más. Pero, por alguna extraña fatalidad, siempre nos falló esa norma, y jamás pudimos encontrar el punto medio entre el rojo sanguinolento y el color carbón.

Tengo razones para creer que todos aquellos fracasos nos ocasionaban muchos más gastos que si hubieran sido éxitos. Cuando revisaba las cuentas de nuestros proveedores, tenía la impresión de que habríamos podido pavimentar el suelo del sótano con manteca, tan grande era el consumo que hacíamos de ese artículo. No sé si la recaudación de impuestos de aquel período reflejó algún aumento en el consumo de la pimienta; pero, si nuestras adquisiciones no afectaron el mercado, sin duda fue porque varias familias dejaron de emplearla. Y lo más asombroso de todo era que nunca teníamos nada en casa.

En cuanto a la lavandera, que empeñó nuestra ropa y luego vino a pedirnos perdón en estado de penitente embriaguez, supongo que es algo que podría haberle pasado varias veces a cualquiera. Al igual que lo del incendio de la chimenea, lo de la bomba de agua parroquial y lo del perjurio del sacristán. Pero me temo que fuimos personalmente desafortunados al contratar a una criada muy aficionada a las bebidas reconfortantes, que aumentó nuestra cuenta de cerveza en la taberna con algunos pedidos tan inexplicables como éstos: «Un cuarto de ron con hierbas (Señora C.)», «medio cuarto de ginebra con clavo (Señora C.)», «un vaso de ron con menta (Señora C.)». Los paréntesis se referían siempre a Dora, que supuestamente había ingerido todas esas bebidas.

Una de nuestras primeras hazañas domésticas fue invitar a cenar a Traddles. Me encontré con él en la ciudad y le pedí que volviera andando conmigo a casa aquella tarde. Aceptó encantado, y yo le envié una nota a Dora, comunicándole nuestra llegada juntos. Hacía muy buen tiempo, y durante el trayecto fuimos hablando de mi felicidad conyugal. Era un tema que a Traddles le emocionaba; decía que el día que supiera que Sophy le esperaba en una casa como la nuestra, su dicha sería completa.

Yo no habría podido desear una mujer más bonita en el otro extremo de la mesa, pero sí un poco más de espacio cuando nos sentamos. No entendía lo que pasaba; aunque sólo éramos dos, siempre estábamos apretados, a pesar de que había lugar suficiente para que todo se perdiera. Sospecho que la causa era que nada tenía un sitio fijo, si exceptuamos la pagoda de Jip, que siempre entorpecía el paso principal. En la presente ocasión, Traddles se hallaba tan encajonado entre la pagoda, el estuche de la guitarra, los utensilios de dibujar flores de Dora y mi mesa de trabajo, que tuve serias dudas de que pudiera utilizar el tenedor y el cuchillo; pero él nos aseguro, con su habitual buen humor, que tenía: «¡La mar de espacio, Copperfield! ¡La mar de espacio!».

También me habría gustado otra cosa: que Jip no paseara por el mantel mientras comíamos. Empecé a pensar que, aunque no hubiese tenido la costumbre de meter la pata en la sal o en la manteca derretida, su presencia en la mesa era un disparate. Durante aquella cena, pareció creer que estaba expresamente allí para impedir que Traddles comiera; y no cesó de ladrar a mi viejo amigo y de corretear hasta su plato, con tanta obstinación que cualquiera podría haber pensado que estaba enfrascado en la conversación.

Sin embargo, como sabía lo sensible que era Dora y cuánto le dolería cualquier desaire a su mascota favorita, preferí no hacer ninguna objeción. Por idénticas razones, pasé por alto el batiburrillo de platos en el suelo; o el vergonzoso aspecto de las vinagreras, en completo abandono y desorden, como si estuvieran borrachas; o los apuros cada vez mayores de Traddles entre tantas jarras y fuentes de verduras. No pude evitar preguntarme, mientras contemplaba la pierna de cordero que tenía delante, antes de trincharla, por qué motivo nuestros asados tenían siempre formas tan extraordinarias… y si nuestro carnicero compraría todos los corderos deformes que venían al mundo; pero guardé mis pensamientos para mí.

El gobierno de nuestra casa

–Mi amor –dije a Dora–, ¿qué tienes en esa fuente?

No comprendía por qué Dora había estado haciéndome graciosos mohines, como si quisiera besarme.

–Ostras, querido –respondió, tímidamente.

–¿Y se te ha ocurrido a ti? –pregunté, encantado.

–S…sí, Doady.

–¡Soy inmensamente feliz! –exclamé, dejando sobre la mesa el cuchillo y el tenedor de trinchar–. ¡No hay nada que le guste más a Traddles!

–S…sí, Doady –repuso Dora–, por eso compré una hermosa bandejita, y el vendedor me dijo que eran magníficas. Pero… me temo que les pasa algo. No parecen estar buenas.

Y movió tristemente la cabeza, mientras brillaban diamantes en sus ojos.

–Sólo están medio abiertas –expliqué–. Quítales la concha de encima, mi amor.

–Pero es imposible –contestó ella muy abatida, intentándolo con todas sus fuerzas.

–Sabes, Copperfield –dijo Traddles, examinando alegremente la fuente–, son unas ostras de primera, pero que nunca han sido abiertas.

Era cierto, nunca habían sido abiertas; y nosotros no teníamos un cuchillo especial para hacerlo… y, de haberlo tenido, tampoco habríamos sabido utilizarlo; así que miramos las ostras y nos comimos el cordero. Al menos el trozo que estaba hecho, y que aderezamos con alcaparras. Si le hubiera dejado, estoy seguro de que Traddles se habría convertido en un perfecto salvaje y se habría comido un plato de carne cruda para mostrar lo satisfecho que estaba con la cena; pero no quise ni oír hablar de semejante inmolación en aras de la amistad, y tomamos en su lugar un poco de tocino. Fue una suerte encontrar unas lonchas en la despensa.

Mi pobre mujercita estaba tan afligida pensando que yo estaría enfadado, y se alegró tanto cuando vio que no era así, que pronto se desvaneció mi turbación y pasamos una feliz velada; Dora se sentó con un brazo apoyado en mi silla, mientras Traddles y yo bebíamos un vaso de vino; ella aprovechaba cualquier oportunidad para decirme al oído que yo era muy bueno por no haberme mostrado antipático ni gruñón. Más tarde nos preparó el té; era un espectáculo tan hermoso verla atareada con aquellas tacitas que parecían de muñecas que no fui nada exigente con la calidad de la infusión. Luego Traddles y yo jugamos a las cartas, mientras Dora cantaba acompañándose de la guitarra; tuve la sensación de que nuestro noviazgo y nuestro matrimonio no habían sido más que un dulce sueño, y que aquélla era la noche en que oía su voz por primera vez.

Cuando Traddles se marchó y yo regresé al salón después de acompañarlo hasta la puerta, mi mujer acercó su silla y se sentó a mi lado.

–Lo siento mucho, Doady –dijo–. ¿Procurarás enseñarme, Doady?

–Primero debo aprender yo, Dora –respondí–. Soy tan ignorante como tú, mi amor.

–¡Ah! Pero tú puedes hacerlo –afirmó–. ¡Eres tan inteligente!

–¡Qué tontería, ratita!

–¡Ojalá hubiera podido ir a Canterbury y vivir un año entero con Agnes! –exclamó, después de un largo silencio.

Tenía las manos unidas sobre mi hombro, y apoyaba en ellas su barbilla, mientras me miraba dulcemente con sus ojos azules.

–¿Y por qué? –inquirí.

–Creo que hubiera sido bueno para mí, y que con ella habría aprendido muchas cosas –contestó.

–Todo a su debido tiempo, mi amor. No olvides que Agnes lleva muchos años cuidando de su padre. Incluso de niña era la Agnes que ahora conocemos.

–¿Me llamarás como quiero que me llames? –dijo Dora sin moverse.

–¿Y cómo es? –quise saber, sonriendo.

–Es un nombre estúpido –replicó, sacudiendo sus rizos durante un instante–: «Mujer-niña».

Pregunté riendo a mi mujer-niña por qué tenía ese capricho. Me respondió sin cambiar de postura, aunque yo la atraje hacia mí para tener más cerca sus ojos azules:

–No pretendo, necio muchacho, que emplees ese nombre en lugar de Dora. Sólo pretendo que pienses en mí de ese modo. Cuando estés a punto de enfadarte conmigo, piensa: «¡Sólo es mi mujer-niña!». Cuando te decepcione, di: «¡Sabía desde hace mucho tiempo que no llegaría a ser más que una mujer-niña!». Cuando eches de menos lo que me gustaría ser, y que creo que nunca seré, di: «¡Sin embargo, mi tonta mujer-niña me ama!». Pues te quiero con toda mi alma.

Yo no le había hablado con seriedad; pues, hasta ese momento, no se me había ocurrido que pudiera ser tan juiciosa. Pero su naturaleza afectuosa se sintió tan feliz con la respuesta que le di, con el corazón en la mano, que, antes de que sus brillantes ojos se secaran, ya tenía el rostro sonriente. Y no tardó en ser mi mujer-niña; se sentó en el suelo delante de la Casa China y tocó, una tras otra, todas las campanillas para castigar a Jip por su mala conducta; éste, mientras tanto, seguía pestañeando tumbado en el umbral y con la cabeza fuera, demasiado perezoso incluso para responder a sus provocaciones.

Aquella súplica de Dora me causó una profunda impresión. Rememoro el tiempo que describo; imploro a la inocente figura que amé con tanta ternura que salga de las brumas y las sombras del pasado, y que vuelva una vez más su dulce rostro hacia mí; y puedo asegurar que su pequeño discurso jamás se borró de mi memoria. Tal vez yo no hiciera el mejor uso de él; era joven y sin experiencia; pero nunca hice oídos sordos a tan inocente ruego.

Dora me anunció, poco después, que iba a convertirse en una excelente ama de casa. De acuerdo con esto, borró las flores de las páginas de su cuaderno, sacó punta al lápiz, compró un enorme libro de cuentas, cosió las hojas del manual de cocina que Jip había arrancado y realizó un pequeño y desesperado esfuerzo por «ser buena», como ella decía. Pero ahí estaba la vieja y obstinada propensión de los números… a no dejar que ella los sumara. Cuando llevaba anotadas dos o tres largas cifras en el libro de cuentas, Jip se paseaba por la página, moviendo la cola, y lo emborronaba todo. El dedito corazón de la mano derecha de Dora se empapaba hasta el hueso de tinta; y creo que ése fue el único resultado claro que obtuvo.

Algunas veces, durante la velada, cuando estaba trabajando en casa (pues escribía mucho, y empezaba a ser algo conocido como escritor), dejaba la pluma y observaba a mi mujer-niña esforzándose por ser buena. En primer lugar, traía el enorme libro de cuentas y lo ponía sobre la mesa con un profundo suspiro. Después lo abría en la página que Jip había dejado ilegible la noche anterior, y lo llamaba para que viera su fechoría. Esto suponía una nueva diversión para Jip, al que castigaba, tal vez, pintándole la nariz. Más tarde le ordenaba que se tumbase inmediatamente en la mesa, «como un león», que era una de las gracias del perro, aunque el parecido dejara mucho que desear. Si Jip estaba de humor, obedecía. Luego Dora cogía una pluma, empezaba a escribir y descubría que tenía un pelo. Cogía otra pluma, empezaba a escribir y se daba cuenta de que salpicaba. Cogía otra pluma, empezaba a escribir y decía en voz baja: «¡Oh, ésta hace ruido y molestará a Doady!». Y entonces desistía y volvía a guardar el libro de cuentas, después de simular que quería aplastar al león con él.

En otras ocasiones, cuando su estado de ánimo era más serio y tranquilo, se sentaba con el cuaderno y un cestito lleno de facturas y otros documentos (que más bien parecían papeles para rizar el pelo) e intentaba sacar algo en claro de ellos. Después de compararlos entre sí con el ceño fruncido, de hacer anotaciones que luego tachaba y de contar una y otra vez con los dedos de la mano izquierda en ambas direcciones, parecía tan desanimada y tenía una expresión tan triste que, incapaz de soportar que su rostro se ensombreciera, ¡por mi culpa!, me acercaba a ella con dulzura y le decía:

–¿Qué ocurre, Dora?

Ella me miraba desolada.

–No me cuadran las cuentas –respondía–. ¡Y me dan dolor de cabeza! ¡Se niegan a salir como yo quiero!

–Vamos a probar juntos –exclamaba yo–. Deja que te enseñe, Dora.

Entonces iniciaba una demostración práctica, que mi mujer escuchaba con profunda atención, quizá durante cinco minutos; pero luego empezaba a sentirse terriblemente cansada y trataba de hacer menos pesada mi explicación rizándome el pelo o viendo cómo me sentaba llevar el cuello de la camisa hacia abajo. Si yo reprimía en silencio sus juegos y proseguía, se mostraba tan asustada y abatida, a medida que aumentaba su desconcierto, que yo no podía sino sentirme culpable al recordar su espontaneidad y alegría, el día en que yo me interpuse en su camino, y el hecho de que era mi mujer-niña; y dejaba el lápiz y le pedía que tocara la guitarra.

Tenía mucho trabajo e innumerables preocupaciones, pero las guardaba para mí por idénticos motivos. Estoy ahora muy lejos de creer que obrara bien, pero lo hice por amor a mi mujer-niña. Busco en mi corazón y confío todos sus secretos (si es que los conozco) a estas páginas, sin reserva alguna. Soy consciente de que en el fondo sentía que había perdido o me faltaba algo; pero eso no alteraba mi felicidad. Cuando hacía buen tiempo y yo paseaba solo, al rememorar aquellos días de verano en que el aire parecía impregnado de mi pasión juvenil, tenía la impresión de que mis sueños no se habían realizado del todo; pero pensaba que no era más que una sombra del pasado, que nada habría sido capaz de proyectar sobre el presente. A veces, aunque por poco tiempo, me hubiera gustado que mi mujer fuese mi consejera; que tuviese un carácter más firme para apoyarme y convertirme en un hombre mejor; que pudiera llenar el vacío que había en algún lugar de mi ser; pero tenía la sensación de que esa felicidad era imposible de alcanzar en la tierra, y que ni había existido ni existiría jamás.

Me había casado demasiado joven. No había conocido la influencia moderadora de otras penas o experiencias que las señaladas en estas páginas. Si cometí algún error, como posiblemente ocurrió a menudo, se debió a mi amor equivocado y a mi falta de juicio. Escribo la verdad. No me serviría de nada falsearla a estas alturas.

Y, de ese modo, cargué con los trabajos y las preocupaciones de nuestra vida, sin compartirlos con nadie. Seguíamos viviendo como antes, en lo que se refiere al desbarajuste de nuestro hogar; pero me había acostumbrado, y me alegraba ver que Dora rara vez se enfadaba. Había recobrado su vivacidad y su alegría infantil, me amaba tiernamente y se sentía dichosa con sus fruslerías.

Cuando los debates parlamentarios eran pesados (hablo de su duración, no de su contenido, pues éste casi siempre lo era), y volvía tarde a casa, Dora siempre me esperaba levantada y bajaba a mi encuentro en cuanto oía mis pasos. Las tardes en que no tenía que trabajar en la profesión que con tanto esfuerzo había dominado, y me quedaba escribiendo en casa, ella se sentaba tranquilamente a mi lado, aunque fuera muy tarde, y permanecía tan silenciosa que a menudo pensaba que se había dormido. Pero, por lo general, cuando levantaba la cabeza, encontraba sus ojos azules fijos en mí, con la serena atención que he mencionado antes.

–¡Qué muchachito tan cansado! –exclamó Dora una noche, cuando, al cerrar mi escritorio, nuestras miradas se cruzaron.

–¡Qué muchachita tan cansada, querrás decir! –respondí–. Otra noche, quiero que te acuestes, mi amor. Es demasiado tarde para ti.

–¡No, no me mandes a la cama! –suplicó, acercándose a mí–. ¡No lo hagas, por favor!

–¡Dora!

Con gran sorpresa mía, estaba llorando en mi hombro.

–¿Acaso no te encuentras bien, tesoro mío? ¿No eres feliz?

–¡Sí! ¡Me encuentro bien y soy muy feliz! –contestó–. Pero prométeme que me dejarás quedarme a tu lado y ver cómo escribes.

–¡Menudo espectáculo para unos ojos tan hermosos, y a medianoche!

–¿De veras son hermosos? –preguntó Dora, riendo–. Me alegro de que lo sean.

–¡Vanidosilla! –exclamé.

Mas no era vanidad; era tan sólo la alegría ingenua de sentirse admirada por mí. Yo lo sabía muy bien, antes de que me lo dijera.

–Si te parecen bonitos, prométeme que me dejarás quedarme a tu lado y ver cómo escribes –repitió–. ¿Te parecen bonitos?

–Muy bonitos.

–Entonces déjame quedarme siempre a tu lado y ver cómo escribes.

–Me temo que eso no los volverá más hermosos, Dora.

–¡Sí lo hará! De ese modo, sabelotodo, no podrás olvidarte de mí mientras estés lleno de silenciosas fantasías. ¿Te importa si digo una tontería muy, muy grande… incluso más de lo habitual? –preguntó, asomando su rostro por encima de mi hombro.

–¿Qué maravilla es ésa? –inquirí.

–Déjame darte las plumas a medida que las necesites –suplicó Dora–. Me gustaría hacer algo durante todas esas horas en que trabajas tanto. ¿Puedo ocuparme de las plumas?

El recuerdo de su gran alegría cuando le dije que sí hace que las lágrimas asomen a mis ojos. La siguiente vez que me senté a escribir, y a partir de entonces con toda regularidad, Dora se instaló en su sitio de siempre con varias plumas al lado. Su sensación de triunfo al vincularse de ese modo a mi trabajo, y su felicidad cada vez que yo solicitaba otra pluma, algo que fingía con frecuencia, hizo que se me ocurriera un nuevo modo de agradar a mi mujer-niña. De vez en cuando simulaba necesitar que me copiaran una o dos páginas de un manuscrito. Entonces Dora estaba en la gloria. Los preparativos que realizaba para esta importante tarea, los delantales que se ponía, los pecheros que cogía de la cocina para no mancharse de tinta, el tiempo que tardaba, las innumerables veces que se detenía para reírse con Jip, como si éste lo entendiera todo, su convicción de que si no firmaba a pie de página su trabajo estaba incompleto, y el modo en que me lo enseñaba, al igual que si se tratara de un deber escolar, y me echaba los brazos al cuello cuando yo lo elogiaba, son recuerdos muy conmovedores para mí, aunque para otros hombres no sean más que niñerías.

Poco después tomó posesión de las llaves, e iba y venía por la casa con el manojo tintineando en un cestito atado a su delgada cintura. Lo cierto es que yo rara vez encontraba cerradas las puertas a las que pertenecían esas llaves, que sólo parecían servir para que Jip jugara con ellas; pero Dora era feliz, y eso me llenaba de alegría. Estaba convencida de que con aquella ficción nuestro hogar había mejorado mucho; y se mostraba tan dichosa como si estuviéramos organizando una casa de muñecas.

Y así continuamos. Dora quería a mi tía casi tanto como a mí, y a menudo le hablaba de los tiempos en que temía que fuese «una vieja gruñona». Jamás vi a mi tía mostrarse sistemáticamente más afable con nadie. Hacía la corte a Jip, aunque éste nunca se inmutaba; escuchaba la guitarra día tras día, aunque no fuera muy aficionada a la música; se abstenía de atacar a las Incapaces, aunque la tentación debía de ser grande para ella; andaba increíbles distancias a pie para comprar cualquier insignificancia que creyera que Dora necesitaba, a fin de darle una sorpresa; y cuando entraba por el jardín y mi mujercita no estaba en la sala, gritaba siempre, al pie de la escalera, con una voz que resonaba alegremente por toda la casa:

–¿Dónde está mi Pequeña Flor?

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