David Copperfield

XXXI Una pérdida aún más cruel

XXXI

No fue difícil para mí, cuando Peggotty me lo pidió, tomar la decisión de quedarme hasta que los restos del pobre carretero hubieran hecho su último viaje a Blunderstone. Hacía mucho tiempo que ella había comprado con sus ahorros un pequeño trozo de tierra en nuestro viejo cementerio, cerca de la tumba de «su querida niña», como siempre llamaba a mi madre; y era allí donde descansaría Barkis.

Me alegra pensar que, al acompañar a Peggotty en aquellos momentos y hacer por ella cuanto estaba en mis manos (que no era mucho), le mostraba todo el agradecimiento que incluso ahora habría querido expresarle. Pero me temo que mi mayor satisfacción, tanto a nivel personal como profesional, fue ocuparme del testamento del señor Barkis y hacer público su contenido.

Puedo reclamar el honor de haber sido el primero en sugerir que lo buscáramos dentro de su caja. Después de algunas pesquisas, apareció allí, en el fondo de un morral, donde, además de heno para el caballo, encontramos el viejo reloj de oro (con su cadena y su garantía) que el señor Barkis había llevado el día de su boda y que no habíamos visto, ni antes ni después, en ninguna otra ocasión; un pequeño atacador de plata, en forma de pierna; una especie de limón, lleno de tazas y de platos diminutos, que tal vez compró para regalarme cuando era niño, y del que jamás pudo desprenderse después; ochenta y siete guineas y media, en monedas de una y de media guinea; doscientas diez libras en billetes de banco sin estrenar; algunos recibos de valores del Banco de Inglaterra; una vieja herradura; un chelín falso; una bolita de alcanfor y una ostra vacía. A esta última le había sacado brillo, y su parte interior reflejaba todos los colores del prisma, lo que me indujo a pensar que el señor Barkis tenía alguna noción general sobre las perlas, que nunca había cristalizado.

Durante muchos años, el marido de Peggotty había llevado esa caja, día tras día, en todos sus desplazamientos. Con el fin de que no llamara tanto la atención, había inventado la historia de que su propietario era un tal «señor Blackboy», quien la había dejado «en manos del señor Barkis» hasta nuevo aviso; fábula que había escrito con sumo cuidado en la tapa, con unas letras que ahora resultaban casi ilegibles.

Me di cuenta de que, durante todo aquel tiempo, el señor Barkis no había ahorrado en vano. Su fortuna en dinero se elevaba a casi tres mil libras. Legaba el usufructo de mil libras al señor Peggotty; y, después de su muerte, éstas debían dividirse entre Peggotty, la pequeña Emily y yo, o entre los que sobreviviéramos de nosotros, en partes iguales. El resto de sus bienes se los dejaba a Peggotty, a la que nombraba legataria universal y única albacea de sus últimas voluntades.

Me sentí un verdadero procurador eclesiástico cuando, con la mayor solemnidad, leí este documento en voz alta y expliqué una y otra vez sus disposiciones a los interesados. Empecé a pensar que los Commons tenían más importancia de la que había imaginado. Examiné el testamento con la mayor atención, declaré que todo estaba en regla, hice algunas anotaciones a lápiz en el margen, y me sorprendió ver cuánto sabía.

Pasé la semana que precedió al funeral en tan abstrusas ocupaciones; hice, asimismo, un inventario de lo que había heredado Peggotty, puse en orden sus asuntos y le serví de árbitro y de consejero, para nuestra común satisfacción. No vi a la pequeña Emily en ese intervalo, pero me comunicaron que se casaría quince días más tarde, en la intimidad.

No asistí al funeral vestido para la ocasión, si me permiten la expresión; lo que quiero decir es que no llevaba una capa negra ni un crespón, de esos que asustan a los pájaros. Pero me dirigí a Blunderstone muy temprano y esperé en el cementerio la llegada del féretro, que venía acompañado únicamente de Peggotty y su hermano. El caballero que había perdido el juicio nos contemplaba desde mi pequeña ventana; el bebé del señor Chillip balanceaba su enorme cabeza y miraba al pastor, moviendo sus ojos saltones por encima del hombro de su niñera; el señor Omer jadeaba detrás de nosotros; y no había nadie más presente. La ceremonia fue muy tranquila; y, cuando ésta terminó, nos quedamos una hora paseando por el cementerio, y arrancamos algunas hojas tiernas del árbol que daba sombra a la tumba de mi madre.

Y, al llegar aquí, me siento atenazado por el miedo. Una nube empieza a descender sobre la lejana ciudad hacia la que, una vez más, dirijo mis pasos solitarios. Temo acercarme a ella. Me resulta insoportable pensar en lo que ocurrió aquella noche que jamás podremos olvidar; y lo que volverá a suceder si continúo mi relato.

Las cosas no empeorarán porque yo las escriba. No mejorarían aunque detuviera mi mano vacilante. El mal está hecho; y nada podrá deshacerlo, ni cambiarlo.

Mi vieja niñera tenía que acompañarme a Londres al día siguiente, a causa del testamento. La pequeña Emily pasaba la jornada en la tienda del señor Omer. Habíamos acordado reunirnos por la noche en la vieja gabarra del señor Peggotty. Ham recogería a Emily a la hora habitual. Yo volvería tranquilamente a pie. Los dos hermanos regresarían como habían venido y nos esperarían, al anochecer, junto a la chimenea.

Me despedí de ellos junto al postigo del cementerio, donde antaño había descansado el imaginario Strap con el morral de Roderick Random a la espalda; y, en lugar de regresar directamente, seguí un rato por la carretera de Lowestoft. Después volví sobre mis pasos y me dirigí hacia Yarmouth. Me detuve a comer en una taberna bastante recomendable, a un par de millas del transbordador que ya he mencionado antes; y, de ese modo, la jornada llegó a su término, y había anochecido cuando entré en la ciudad. Llovía a cántaros, y era una noche de tormenta; pero la luna brillaba tras las nubes y la oscuridad no era completa.

No tardé en divisar la barca del señor Peggotty, y la luz de su interior que brillaba a través de la ventana. Después de avanzar con dificultad, hundiéndome en la arena, llegué hasta la puerta y entré.

La casa no podía resultar más acogedora. El señor Peggotty había fumado ya su pipa vespertina, y estaban ultimando los preparativos para la cena. El fuego ardía alegremente, las cenizas habían sido recogidas, y el cajón seguía en su lugar, esperando que Emily se sentara en él. Peggotty se encontraba en su sitio de siempre y, de no haber sido por su ropa de luto, hubiera podido creerse que no lo había abandonado nunca. Tenía en su regazo el costurero con la catedral de Saint Paul en la tapa, la pequeña cabaña donde guardaba la cinta para medir y el pedacito de cera; todo seguía igual, como si nadie lo hubiera tocado. La señora Gummidge parecía algo quejosa, en su viejo rincón, lo que tampoco suponía ningún cambio.

–Es usted el primero en llegar, señorito Davy –comentó el señor Peggotty, con rostro satisfecho–. Quítese también la chaqueta si está mojada.

–Gracias, señor Peggotty –respondí, entregándole mi abrigo para que lo colgara–; está completamente seca.

–¡Tiene razón! –añadió él, palpándome los hombros–. ¡Tan seca como una astilla! Siéntese, señor. No es necesario que le dé la bienvenida, pero se la doy, y de todo corazón.

–Gracias, señor Peggotty. Estoy seguro de eso. Y bien, mi vieja Peggotty –dije, dándole un beso–, ¿cómo te encuentras?

–¡Ah! –exclamó riendo su hermano, mientras se sentaba a nuestro lado frotándose las manos (empujado por la cordialidad de su carácter y sin duda aliviado porque algo tan triste hubiera terminado)–. Ninguna mujer en el mundo, señor, puede tener la conciencia más tranquila que ella, y así se lo digo. Ha cumplido con su deber, y el difunto lo sabía; y éste fue un buen marido, del mismo modo que ella fue una buena esposa; y… ¡y no hay nada de que arrepentirse!

La señora Gummidge gimió.

–¡Anímese, querida amiga! –exclamó el señor Peggotty (al tiempo que nos miraba de reojo, moviendo la cabeza, consciente de que los últimos acontecimientos habían despertado en ella el recuerdo de su viejo)–. ¡Vamos, no se ponga así! Por su propio bien, anímese, aunque sea un poco… ya verá cómo después vuelve a su naturaleza.

–No puedo, Daniel –repuso la anciana–. Mi naturaleza es estar sola y desamparada…

–No, no –insistió el señor Peggotty, tratando de consolarla.

–¡Sí, Daniel! –dijo la señora Gummidge–. No soy una mujer que pueda vivir con personas que han heredado dinero. Todo está en contra mía. Sería mejor que desapareciera.

–¿Pero cómo íbamos a gastar ese dinero sin su ayuda? –protestó el señor Peggotty–. ¿De qué está usted hablando? ¿No ve que la necesito más que nunca?

–¡Ya sabía yo que antes no me necesitaba! –lloriqueó lastimosamente la señora Gummidge–. ¡Y ahora me lo dice! ¿Cómo podía creer que me necesitaba, tan sola y tan desamparada, y siempre con todo en contra mía?

El señor Peggotty pareció muy disgustado consigo mismo por haber pronunciado unas palabras susceptibles de ser tan cruelmente interpretadas, pero Peggotty le tiró de la manga moviendo la cabeza para impedir que respondiera a la anciana. Después de observar a la señora Gummidge unos instantes, muy apenado, echó una ojeada al reloj holandés, se levantó, despabiló la vela y la puso en la ventana.

–¡Ya está! –exclamó complacido–. ¡Ya está, señora Gummidge!

A la anciana se le escapó un débil gemido.

–¡La vela en su lugar! –continuó el señor Peggotty–. Se preguntará para qué es, señor. Pues bien, es para nuestra pequeña Emily. El camino no es alegre, ni está demasiado iluminado después de oscurecer; y, si estoy en casa cuando ella vuelve del trabajo, pongo una vela en la ventana. Así se consiguen dos cosas –señaló mi anfitrión, inclinándose hacia mí jubiloso–, que la pequeña Emily piense: «¡Allí está mi casa!», y también: «¡Mi tío se encuentra en ella!»; pues, cuando no estoy, nadie pone una luz.

–¡Eres un chiquillo! –afirmó Peggotty, sin poder evitar quererlo más por eso mismo.

–Lo sé muy bien –respondió su hermano, muy satisfecho, mientras nos miraba alternativamente a nosotros y al fuego, con las piernas separadas y restregándose los pantalones con las manos–, aunque lo cierto es que nadie lo diría al verme.

–En efecto –dijo Peggotty.

–No –contestó el señor Peggotty, riéndose–, nadie lo diría al verme, aunque, pensándolo bien, ¡me tiene sin cuidado! Les diré una cosa: cuando voy a dar una vuelta por esa casa tan bonita de nuestra Emily, siento… siento algo muy extraño –exclamó con vehemencia–. No es fácil de explicar… es como si hasta los objetos más pequeños fueran ella. Los cojo, los vuelvo a dejar en su sitio, y los toco con la misma delicadeza que si se tratara de nuestra Emily. Lo mismo me ocurre con sus pequeñas cofias y con todo lo demás. No podría soportar que maltrataran ninguna de sus pertenencias… por nada del mundo. Soy un chiquillo, sí, con el aspecto de un enorme erizo de mar –concluyó, estallando en carcajadas.

Peggotty y yo nos echamos a reír, aunque menos ruidosamente.

–En mi opinión –prosiguió el señor Peggotty con cara de satisfacción, sin dejar de restregarse las piernas–, todo se debe a lo mucho que he jugado con ella, fingiendo que éramos turcos, y franceses, y tiburones, y toda clase de extranjeros… ¡válgame Dios! Y leones y ballenas, y no sé cuántas cosas más, cuando ella no me llegaba ni a la rodilla. Se ha convertido en una costumbre para mí, ¿saben? ¡Miren esta vela! –exclamó, alargando alegremente su mano hacia ella–. Sé muy bien que, cuando Emily se haya casado y se haya ido, la seguiré dejando en la ventana, igual que ahora. Sé muy bien que, cuando me encuentre aquí por la noche (¡en qué otro lugar podría vivir, aunque heredara una fortuna!) y ella no esté conmigo, pondré la vela en la ventana y me sentaré junto al fuego, simulando que la espero, como hago ahora. Soy un chiquillo, sí –repitió el señor Peggotty, estallando nuevamente en carcajadas–, con el aspecto de un enorme erizo de mar. Ahora mismo, cuando veo cómo brilla la vela, pienso: «¡La está mirando! ¡Emily está a punto de llegar!». Soy un chiquillo, sí, bajo el aspecto de un enorme erizo de mar. Y tengo toda la razón –dijo mi anfitrión, interrumpiendo su risa y dando una palmada–, ¡pues aquí está!

Pero sólo era Ham. La noche debía de ser más húmeda que cuando llegué, pues llevaba un gran sueste, con el ala caída sobre el rostro.

–¿Dónde está Emily? –preguntó el señor Peggotty.

Ham hizo un ademán con la cabeza, como si la joven estuviera fuera. El señor Peggotty cogió la vela de la ventana, la despabiló, la dejó sobre la mesa y empezó a atizar el fuego.

–Señorito Davy –dijo Ham, sin moverse–, ¿puede venir un momento? Emily y yo queremos mostrarle algo.

Salimos juntos y, al pasar delante de él, me di cuenta, para mi sorpresa y mi espanto, de que estaba mortalmente pálido. Me empujó precipitadamente al exterior y cerró la puerta detrás de nosotros. Detrás de nosotros dos solos.

–¡Ham! ¿Qué ocurre?

–¡Señorito Davy!

¡Con cuánta desesperación lloró aquel corazón destrozado! Ser testigo de tanto dolor me paralizó. No sé qué imaginé o qué temí. Sólo podía mirarle.

–¡Ham! ¡Mi pobre amigo! Por el amor de Dios, ¿qué ocurre?

–Mi amor, señorito Davy… el orgullo y la esperanza de mi corazón… la mujer por la que habría dado la vida, y por la que moriría ahora mismo… ¡se ha marchado!

–¿Que se ha marchado?

–¡Emily ha huido! ¡Oh, señorito Davy! Entenderá lo ha hecho cuando me vea suplicar al buen Dios que la mate (a ella, a quien amo sobre todas las cosas) antes de que caigan sobre ella la vergüenza y el deshonor.

El rostro que volvió hacia el tormentoso cielo, el temblor de sus manos entrelazadas y la angustia de todo su ser han quedado desde entonces ligados en mi recuerdo a aquella solitaria llanura. Siempre es de noche allí, y Ham es lo único que aparece en la escena.

–Usted tiene estudios –se apresuró a añadir–. Y sabe lo que es mejor y más oportuno. ¿Qué tengo que decir, ahí dentro? ¿Cómo voy a darle la noticia a su tío, señorito Davy?

Vi que la puerta se movía y, de forma instintiva, traté de agarrar el picaporte para ganar un poco de tiempo. Demasiado tarde. El señor Peggotty asomó la cabeza; y nunca podré olvidar cómo se le demudó el semblante cuando nos vio, aunque viviera quinientos años.

Recuerdo un largo gemido y un grito, y las mujeres rodeándolo, y todos de pie en la habitación. Yo, con un papel que me había dado Ham en la mano; el señor Peggotty, con el chaleco desgarrado, el pelo revuelto, el rostro y los labios lívidos, un hilo de sangre deslizándose por su pecho (creo que había brotado de su boca) y los ojos clavados en mí.

–Léala, señor –me pidió con voz queda y temblorosa–. Despacio, por favor. No sé si seré capaz de entenderla.

En medio de un silencio sepulcral, leí en una carta emborronada por las lágrimas:

Cuando tú, que me quieres mucho más de lo que he merecido nunca, incluso cuando mi corazón era inocente, leas esto, estaré muy lejos.

–Estaré muy lejos –repitió lentamente él–. ¡Espere! Emily, muy lejos. ¡Bien!

Cuando abandone por la mañana mi querido hogar… mi querido hogar… ¡Ay, mi querido hogar!…

La carta estaba fechada la noche anterior.

… será para no regresar nunca, a menos que él me traiga como esposa suya. Por la noche, muchas horas después de mi marcha, no me encontrarás a mí sino esta carta. ¡Oh, si supieras la angustia que me invade! ¡Si al menos tú, a quien he causado tanto dolor que jamás podrás perdonarme, fueses capaz de comprender mi sufrimiento! Soy demasiado malvada para atreverme a hablar de mí. ¡Consuélate pensando en mi maldad! Por el amor de Dios, dile al tío que nunca lo he amado tanto como en este momento. Olvida lo buenos y cariñosos que habéis sido todos conmigo… Olvida que tú y yo íbamos a casarnos… Intenta pensar que he muerto de pequeña y que estoy enterrada en alguna parte. Ruega al Cielo, del que me alejo, que tenga compasión de mi tío. Sé su consuelo. Elige una buena muchacha, que sea lo que yo fui una vez para el tío, y que te sea fiel, y que sea digna de ti, y no conozcas más vergüenza que la mía. ¡Dios os bendiga a todos! Rezaré a menudo por vosotros, de rodillas. Si él no me convierte en su mujer, y no puedo rezar por mí misma, rezaré por vosotros. Dale todo mi amor al tío. Mis últimas lágrimas y mis últimos agradecimientos son para él.

Y así terminaba.

Cuando acabé de leer, el señor Peggotty siguió mirándome en silencio durante un buen rato. Finalmente, me arriesgué a coger su mano y le supliqué, lo mejor que pude, que procurase serenarse un poco. Me respondió: «Gracias, señor, gracias», sin hacer el menor movimiento.

Ham le habló. El señor Peggotty comprendió tan bien dolor que le estrechó con fuerza la mano; pero, aparte de eso, continuó en el mismo estado, y nadie se atrevió a molestarlo.

Por último, apartó sus ojos de mí, como si despertara de un sueño, y miró a un lado y a otro.

–¿Quién es él? ¡Quiero saber su nombre! –dijo en voz baja.

Ham me lanzó una mirada, y sentí como si súbitamente me dieran un golpe que me obligase a retroceder.

–Seguro que hay algún sospechoso –exclamó el señor Peggotty–. ¿Quién es?

–¡Señorito Davy! –me suplicó Ham–. Salga un momento, y deje que diga a mi tío lo que le tengo que decir. Usted no debería oírlo, señor.

Volví a estremecerme. Me derrumbé en una silla e intenté articular alguna respuesta; pero tenía la lengua paralizada y se me había nublado la vista.

–¡Quiero saber su nombre! –le oí repetir.

–Desde hace algún tiempo –respondió Ham–, ha merodeado por los alrededores, a las horas más intempestivas, un criado. Y también un caballero. Los dos están relacionados entre sí.

El señor Peggotty seguía inmóvil, pero ahora con la vista fija en su sobrino.

–Ayer por la noche –prosiguió el joven–, vieron a ese criado… con nuestra pobre niña. Ha estado escondido por aquí durante toda la semana, o incluso más tiempo. Creíamos que se había ido, pero seguía escondido. ¡No se quede aquí, señorito Davy! ¡Salga un momento!

Sentí el brazo de Peggotty alrededor de mi cuello, pero hubiese sido incapaz de moverme, aunque la casa hubiera estado a punto de derrumbarse encima de mí.

–Esta mañana, un poco antes del amanecer, había un carruaje y unos caballos desconocidos en la carretera de Norwich –continuó Ham–. El criado se acercó al vehículo, volvió a alejarse y más tarde regresó de nuevo. Esta última vez, Emily iba junto a él. El otro individuo estaba dentro. Él es el hombre.

–Por el amor de Dios, Ham –exclamó el señor Peggotty, echándose hacia atrás y adelantando la mano, como si quisiera apartar así lo que tanto temía–. ¡No me digas que se trata de Steerforth!

–Señorito Davy –dijo Ham, con voz entrecortada–, no es culpa suya… jamás se lo reprocharía… pero ¡se trata de Steerforth y es un maldito canalla!

El señor Peggotty no gritó, ni se echó a llorar, ni hizo el menor movimiento, hasta que, de pronto, pareció despertarse de nuevo y descolgó su tosco abrigo del perchero que había en el rincón.

–¡Echadme una mano con esto! Estoy tan aturdido que no puedo ponérmelo solo –señaló con impaciencia–. ¡Vamos, echadme una mano! ¡Bien! –exclamó cuando alguien le ayudó–. Y ahora dadme el sombrero.

Ham le preguntó adónde iba.

–Voy a buscar a mi sobrina. Voy a buscar a mi pequeña Emily. Primero voy a desfondar ese barco, y hundirlo donde lo habría ahogado , lo juro por mi vida, si hubiera imaginado lo que tramaba. Cuando estaba sentado delante de mí –prosiguió furioso, extendiendo su puño cerrado–, cara a cara… en ese barco, que me parta un rayo si no lo hubiera ahogado… ¡y no me habría arrepentido! Y ahora voy a buscar a mi sobrina.

–¿Dónde? –preguntó Ham, interponiéndose entre él y la puerta.

–¡En todas partes! Voy a buscar a mi sobrina por todo el mundo. Voy a buscar a mi pobre sobrina en su deshonra, y a traerla de vuelta a casa. ¡Nadie podrá detenerme! ¡Os digo que voy a buscar a mi sobrina!

–No, no –gritó la señora Gummidge, poniéndose en medio mientras lloraba a lágrima viva–. No, no, Daniel; no se vaya en ese estado. Espere un poco, mi pobre Daniel, tan solo y tan desamparado… será mucho mejor; pero no se vaya en ese estado. Siéntese y perdone todas las molestias que le he causado, Daniel… ¡Qué son mis contrariedades comparadas con esto! Hablemos de los tiempos en que se quedó huérfana, y Ham también, y yo era una pobre viuda, y usted me acogió. Será un consuelo para su pobre corazón, Daniel –exclamó, apoyando la cabeza en el hombro del señor Peggotty–, y le ayudará a sobrellevar su desgracia; pues ya conoce la promesa, Daniel: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» y tiene que ser cierta bajo este techo que nos ha amparado durante tantos y tantos años.

El señor Peggotty se quedó inmóvil; y, cuando le oí llorar, el impulso que había tenido de arrodillarme, maldecir a Steerforth, y pedirle perdón por el dolor que había traído a su hogar, dio paso a un sentimiento mejor. Mi corazón abrumado encontró el mismo alivio que el suyo, y estallé también en llanto.

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