XXXIV Mi tía me sorprende
XXXIV
Escribí a Agnes cuando Dora y yo nos hicimos novios. Le envié una carta muy larga, en la que le explicaba lo feliz que me sentía y lo adorable que era Dora. Le pedía que no considerase esta historia una pasión superficial que pronto dejaría paso a otra, ni uno de esos caprichos infantiles sobre los que tanto habíamos bromeado. Le aseguraba que la profundidad de mi amor era insondable, y le expresaba mi convencimiento de que jamás había existido otro igual.
No sé por qué, pero mientras escribía a Agnes aquella hermosa mañana junto a mi ventana abierta, el recuerdo de su mirada clara y serena y de su dulce rostro acudió a mi pensamiento, y pareció derramar tanta paz sobre la agitación y las prisas en que vivía desde hacía algún tiempo –y que, en cierto modo, formaban parte de mi felicidad– que las lágrimas asomaron a mis ojos. Recuerdo que apoyé la cabeza en mis manos con la carta a medio escribir, imaginando que Agnes era uno de los elementos de mi hogar espiritual. Como si en el retiro de aquella casa que la presencia de Agnes convertía en sagrada para mí, Dora y yo fuéramos a ser más felices que en ninguna otra parte. Como si en el amor, la alegría, la tristeza, la esperanza, el desencanto o cualquier otra emoción, mi corazón se volviera de forma natural hacia ella, y encontrase en Agnes su refugio y su mejor amiga.
De Steerforth, no le dije nada. Sólo le comuniqué que en Yarmouth estaban destrozados por la huida de Emily; y que el golpe había sido doblemente duro para mí debido a las circunstancias que lo habían acompañado. Sabía lo perspicaz que era siempre para adivinar la verdad, y que nunca sería la primera en pronunciar el nombre de mi viejo compañero.
Recibí una respuesta a mi carta a vuelta de correo. Al leerla, tuve la sensación de que Agnes hablaba conmigo. Su dulce voz resonaba en mis oídos. ¿Qué más puedo decir?
Durante mis ausencias, Traddles había venido a verme en dos o tres ocasiones. Al encontrar a Peggotty en casa y enterarse de que era mi vieja niñera (pues ésta se apresuraba a contárselo a todo aquel que estuviera dispuesto a escucharla), Traddles la había saludado con simpatía y se había quedado a charlar un rato con ella de mí. Ésa fue la versión de Peggotty, aunque me temo que ella había sido la única en conversar, y de forma inmoderada, pues, ¡que el Señor la bendiga!, no había quien la detuviera cuando empezaba a hablar de mí.
Esto me recuerda que no sólo esperaba a Traddles una tarde en que éste me había anunciado su visita, sino que la señora Crupp había renunciado a todas sus funciones (excepto al salario) hasta que Peggotty dejara de venir. La señora Crupp, después de tocar varias veces el tema en el descansillo, a voz en grito –con un familiar invisible, pues físicamente hablando se encontraba sola– me dirigió una carta donde exponía su parecer. Empezaba con esa afirmación universal que aplicaba a cualquier circunstancia de su vida: que ella también era madre. Luego pasaba a informarme de que había conocido tiempos mejores, pero que siempre había detestado a los espías, a los intrusos y a los chismosos. No nombraba a nadie, decía en su carta; que cada cual asumiera sus responsabilidades. Con todo, a los que más despreciaba era a los que vestían ropa de viuda (subrayaba estas palabras). Si un caballero era víctima de los espías, intrusos y chismosos (seguía sin mencionar a nadie), allá él. Estaba en su derecho. Lo único que ella, la señora Crupp, pedía era que no la «pusieran en contacto» con semejantes personas. Por ese motivo, me rogaba que la eximiera de cualquier servicio en el piso superior hasta que las cosas volvieran a la normalidad, lo que era muy deseable; y añadía que su pequeño cuaderno estaría todos los sábados por la mañana en la mesa del desayuno, y que confiaba en que yo saldase inmediatamente mis deudas, con la noble intención de evitar molestias e «incomodidades» a ambas partes.
Después de esto, la señora Crupp se contentó con poner toda clase de obstáculos en la escalera, especialmente vasijas con agua, a fin de que Peggotty se rompiera una pierna. Era un verdadero tormento vivir en aquel estado de sitio, pero tenía demasiado miedo de la señora Crupp para encontrar una solución.
–Mi querido Copperfield –exclamó Traddles, presentándose puntualmente en mi puerta, a pesar de los escollos que había tenido que sortear–, ¿cómo estás?
–Mi querido Traddles –dije–, ¡estoy encantado de verte, por fin! Lamento no haber estado en casa cuando viniste, pero he tenido que ocuparme de tantas cosas…
–Sí, sí, lo sé –respondió él–. Es natural. La tuya vive en Londres, ¿no es así?
–¿Qué quieres decir?
–Tengo entendido que ella… te ruego que me disculpes, la señorita D. –señaló Traddles con gran delicadeza, al tiempo que se sonrojaba– vive en Londres.
–¡Oh, sí! En las cercanías.
–Quizá recuerdes que la mía vive en Devonshire –añadió Traddles–, con sus nueve hermanas. Así que, en ese sentido, no estoy tan ocupado como tú.
–Me gustaría saber cómo puedes soportar verla tan poco –repliqué.
–¡Ah! –dijo pensativo–. Sí, parece asombroso… Supongo, Copperfield, que no me queda otro remedio.
–Supongo –repetí con una sonrisa, ruborizándome un poco–. Pero también gracias a tu constancia y a tu paciencia, Traddles.
–¡Válgame Dios! –exclamó él, recapacitando–. ¿Es así como me ves, Copperfield? No sabía que tuviera esas cualidades. Aunque es una joven tan extraordinaria que tal vez me haya contagiado algo de esas virtudes. Ahora que lo dices, Copperfield, no debería extrañarme en absoluto. Te puedo asegurar que jamás piensa en ella; vive dedicada a los demás.
–¿Es la hija mayor? –inquirí.
–¡Oh, no! –respondió Traddles–. La mayor es una belleza.
Imagino que se dio cuenta de que no podía evitar sonreír ante la ingenuidad de su respuesta.
–No es que mi Sophy… ¿verdad que es un bonito nombre, Copperfield? –continuó con expresión risueña e inocente.
–¡Muy bonito! –contesté.
–No es que mi Sophy no sea hermosa a mis ojos; en mi opinión, sería una de las muchachas más adorables del mundo a los ojos de cualquiera. Cuando afirmo que la mayor es una belleza, lo que quiero decir es que ella –al llegar aquí pareció dibujar nubes a su alrededor con ambas manos– es realmente espléndida –concluyó Traddles con energía.
–¿De veras?
–Su belleza es excepcional, te lo aseguro –prosiguió mi amigo–. Por eso, al haber sido educada para la vida mundana y para ser admirada, y no poder disfrutar de esas cosas debido a la escasa fortuna de la familia, a veces se vuelve un poco irritable y exigente. ¡Pero Sophy le devuelve su buen humor!
–¿Sophy es la más pequeña? –osé preguntar.
–¡Oh, no! –repuso Traddles, acariciándose la barbilla–. Las dos menores sólo tienen nueve y diez años. Sophy se encarga de su educación.
–¿Entonces es la segunda?
–No –replicó él–, la segunda es Sarah. La pobre tiene algún problema en la columna vertebral. La enfermedad remitirá poco a poco, según los médicos, pero mientras tanto debe guardar cama durante nueve meses. Sophy es quien la cuida. Sophy es la cuarta.
–¿Vive la madre? –quise saber.
–¡Oh, sí! –respondió Traddles–. Es una mujer verdaderamente admirable, pero le sienta muy mal la humedad y… lo cierto es que es una inválida.
–¡Vaya por Dios! –exclamé.
–Es muy triste, ¿verdad? –señaló Traddles–. Pero, desde el punto de vista meramente doméstico, es menos grave de lo que parece, pues Sophy la reemplaza. Se muestra tan maternal con su madre como con sus nueve hermanas.
Sentí la mayor admiración por las virtudes de aquella joven; y deseando sinceramente impedir que abusaran del buen corazón de Traddles, en detrimento de su futuro en común, le pregunté cómo se encontraba el señor Micawber.
–Muy bien, Copperfield, gracias –contestó mi amigo–. Pero ya no vivo en su casa.
–¿No?
Mi tía me sorprende
–No. A decir verdad –dijo Traddles en voz baja–, ha cambiado su apellido por el de Mortimer a causa de sus dificultades económicas, sin duda pasajeras; y sólo sale por las noches… y además con lentes. Llegó una orden de embargo por el alquiler. La señora Micawber estaba tan desesperada que no pude negarme a firmar el segundo pagaré del que hablamos. No sabes lo dichoso que me sentí, Copperfield, al ver que el asunto quedaba zanjado y que la señora Micawber recobraba su tranquilidad.
–¡Vaya! –exclamé.
–Y no es que su felicidad durara mucho –prosiguió Traddles–, pues, desgraciadamente, no había transcurrido ni una semana y llegó una segunda orden de embargo. Entonces nos vimos obligados a separarnos. Me he alojado desde entonces en una habitación amueblada, y los Mortimer llevan una vida muy retirada. Espero no parecer egoísta, Copperfield, si te digo que el agente judicial se llevó también mi mesita redonda con la encimera de mármol, y la maceta de Sophy con su soporte.
–¡Qué lástima! –respondí indignado.
–Fue… realmente duro –señaló Traddles, con el gesto de dolor con que acompañaba siempre esta frase–. Y no pretendo culpar a nadie; si me quejo es por un motivo. El caso, Copperfield, es que no pude volver a comprar mis cosas en el momento del embargo; en primer lugar, porque el agente judicial se dio cuenta de mi interés y pidió por ellas un precio desorbitado, y en segundo lugar, porque no tenía dinero. Pero, desde entonces, vigilo estrechamente el almacén donde las han guardado –prosiguió mi amigo, orgulloso de su secreto–, al final de Tottenham Court Road, y hoy, por fin, he visto que salían a la venta. Me he contentado con mirarlas desde el otro lado de la calle, pues si el agente judicial advirtiese mi presencia ¡pediría cualquier precio! Como ahora tengo dinero, he pensado que quizá no te importe pedirle a tu querida niñera que me acompañe a la tienda. Se la enseñaré desde la esquina más cercana… para que las compre lo más barato posible, como si fuesen para ella.
Uno de los recuerdos más vivos que tengo es la alegría con que Traddles me propuso aquel plan, convencido de que su astucia era extraordinaria.
Le aseguré que mi vieja niñera estaría encantada de ayudarle y que los tres entraríamos en campaña, aunque con una condición: tenía que prometerme solemnemente que no volvería a concederle ningún préstamo al señor Micawber.
–Mi querido Copperfield –dijo Traddles–, es algo que ya he decidido, pues he empezado a darme cuenta de que no sólo he sido imprudente, sino también verdaderamente injusto con Sophy. Puesto que me lo he prometido a mí mismo, no hay nada más que temer; pero te doy mi palabra, Copperfield, de que no volveré a hacerlo. He saldado ya la primera de esas funestas deudas. No me cabe la menor duda de que el señor Micawber lo habría hecho si hubiera podido, pero no pudo. Debería contarte algo que me ha gustado mucho del señor Micawber. Se refiere al segundo pagaré, que todavía no ha vencido. No me ha dicho que tenga ya el dinero, pero sí que lo tendrá. ¡Creo que es una muestra de su honradez y de su franqueza!
Preferí no echar un jarro de agua fría sobre la confianza de mi buen amigo, de modo que asentí. Después de conversar un rato más, nos dirigimos a la tienda de ultramarinos para reclutar a Peggotty. Traddles no quiso pasar la velada conmigo, porque temía que alguien comprara sus propiedades antes de que él pudiera rescatarlas y porque era el día que había elegido para escribir a la muchacha más adorable del mundo.
Jamás olvidaré cómo miraba desde la esquina de la calle hacia Tottenham Court Road, mientras Peggotty regateaba el precio de aquellos valiosos objetos, ni su agitación cuando la vio regresar lentamente hacia nosotros; el vendedor había rechazado su oferta, pero la llamó de nuevo y ella volvió sobre sus pasos. El resultado de la negociación fue que Peggotty compró sus propiedades a bastante buen precio, y Traddles estaba extasiado.
–No saben cuánto se lo agradezco –exclamó mi amigo, al enterarse de que le enviarían todo a su domicilio aquella misma tarde–. Si les pido otro favor, espero que no lo consideren absurdo, ¿eh, Copperfield?
–Seguro que no –dije de antemano.
–Pues bien, si tuviera usted la bondad –prosiguió Traddles dirigiéndose a Peggotty– de coger ahora mismo la maceta, creo que me encantaría llevármela a casa… ¡es de Sophy, Copperfield!
Peggotty fue a buscarla muy contenta y él le dio calurosamente las gracias. No tardamos en verlo subir por Tottenham Court Road, abrazado tiernamente a la maceta, con el rostro más satisfecho que he contemplado jamás.
Nosotros regresamos a mi apartamento. Nunca había conocido a nadie que se sintiera tan fascinado por las tiendas como Peggotty, así que caminé muy despacio, observando divertido cómo miraba los escaparates y deteniéndome siempre que ella lo deseaba. Tardamos, por ese motivo, un buen rato en llegar al Adelphi.
Al subir las escaleras, llamé su atención sobre la súbita desaparición de los obstáculos de la señora Crupp, y las huellas muy recientes de pisadas. Cuando llegamos arriba, nos sorprendió mucho encontrar abierta la puerta de mi casa (que yo había dejado cerrada) y oír voces en su interior.
Nos miramos desconcertados y entramos en la sala. ¡Cuál no sería mi asombro al encontrar allí a mi tía y al señor Dick! Mi tía estaba sentada encima de un montón de baúles, con sus dos jaulas de pájaros delante y su gato encima de las rodillas, como un Robinson Crusoe femenino, bebiendo una taza de té. El señor Dick se apoyaba pensativo en una gran cometa, muy parecida a la que los dos habíamos volado juntos tantas veces, con una montaña de equipaje a su alrededor.
–¡Querida tía! –exclamé–. ¡Qué inesperado placer!
Los dos nos abrazamos con cariño; y el señor Dick y yo nos estrechamos calurosamente la mano. La señora Crupp, que no podía mostrarse demasiado obsequiosa porque estaba muy atareada con el té, añadió con gran cordialidad que había sabido que al señor Copperfull le brincaría el corazón dentro del pecho en cuanto viera a sus queridos familiares.
–¡Buenas tardes! –dijo mi tía a Peggotty, que parecía asustada ante su temible presencia–. ¿Cómo se encuentra?
–¿Te acuerdas de mi tía, Peggotty? –le pregunté.
–Por el amor de Dios, Trot –protestó mi tía–, ¡no la llames por ese nombre de isla de los Mares del Sur! Si contrajo matrimonio y se libró de él, que es lo mejor que pudo hacer, ¿por qué no le permites disfrutar de ese cambio? ¿Cuál es su apellido ahora, P…? –inquirió, sin más concesiones a aquel nombre que tanto le desagradaba.
–Barkis, señora –respondió Peggotty, con una reverencia.
–¡Mucho mejor! Suena más civilizado –afirmó mi tía–; ya no parece necesitar tanto un misionero. ¿Cómo está, Barkis? Espero que bien.
Animada por estas amables palabras y por la mano que le tendía mi tía, Barkis se acercó a ella y le dio las gracias con una nueva reverencia.
–Veo que las dos hemos envejecido –señaló mi tía–. Como recordará, nos vimos en una ocasión. ¡Y de qué poco nos sirvió! Trot, querido, dame otra taza de té.
Serví respetuosamente a mi tía, tan erguida como siempre; y la reprendí por haberse sentado en un baúl.
–Déjeme que le acerque el sofá o la butaca, tía –exclamé–. ¿Por qué está en un lugar tan incómodo?
–Gracias, Trot –replicó ella–, pero prefiero sentarme en mis posesiones.
Al llegar a este punto, mi tía clavó su mirada en la señora Crupp y dijo:
–No necesitaremos más de sus servicios, señora.
–¿Desea que ponga un poco más de té en la tetera antes de marcharme? –preguntó la señora Crupp.
–No, gracias –contestó mi tía.
–¿Quiere que traiga más mantequilla? –insistió la señora Crupp–. ¿No le apetece un huevo fresco? ¿Y una loncha de tocino? ¿No hay nada que pueda hacer por su querida tía, señor Copperfull?
–Nada en absoluto, señora –repuso mi tía–. Me las arreglaré sola, muchas gracias.
La señora Crupp, que no había dejado de sonreír para mostrar la dulzura de su carácter, ni de ladear la cabeza para poner de manifiesto la debilidad de su constitución, ni de frotarse las manos para expresar su deseo de ser útil, salió de la estancia sonriendo, ladeando la cabeza y frotándose las manos.
–¡Dick! –exclamó mi tía–. ¿Recuerda lo que le dije de los oportunistas y de los adoradores del becerro de oro?
El señor Dick –con aire temeroso, como si lo hubiera olvidado– se apresuró a responder que sí.
–La señora Crupp es uno de ellos –aseguró mi tía–. Barkis, ¿le importaría ocuparse del té y servirme otra taza? ¡No podría soportar que lo hiciera esa mujer!
Conocía lo bastante a mi tía para saber que tenía algo importante que decirme, y que su llegada obedecía a un motivo mucho más grave de lo que alguien hubiera podido suponer. Me di cuenta de cómo me miraba cuando creía que estaba distraído; y de que parecía hallarse extrañamente indecisa, aunque aparentara la misma firmeza y serenidad de siempre. Empecé a preguntarme si habría hecho algo que pudiera ofenderla, y mi conciencia me recordó que aún no le había hablado de Dora. ¿Sería ésa la causa?
Como yo sabía que mi tía no diría nada hasta que llegase el momento oportuno, me senté junto a ella, dediqué unas palabras a los pájaros, jugué con el gato y me comporté con la mayor naturalidad posible. Pero estaba muy lejos de sentirme tranquilo; y el señor Dick, apoyado en la enorme cometa detrás de ella, empeoraba aún más las cosas, pues aprovechaba cualquier ocasión para mover lúgubremente la cabeza y señalar a la señorita Trotwood.
–Trot –exclamó finalmente mi tía, después de terminar el té, alisarse cuidadosamente el vestido y secarse los labios–, ¡no se vaya, Barkis! Trot, ¿has conseguido ser un joven firme y con voluntad propia?
–Así lo espero, tía.
–¿De veras?
–Creo que sí, tía.
–Entonces, mi amor –prosiguió, con la vista fija en mí–, ¿por qué piensas que prefiero sentarme en mis posesiones esta noche?
Moví negativamente la cabeza, incapaz de adivinarlo.
–Porque es todo cuanto poseo, querido –afirmó mi tía–. ¡Estoy arruinada!
No creo que mi susto hubiera sido mayor si la casa, con todos nosotros dentro, se hubiera caído al Támesis.
–Dick lo sabe –exclamó mi tía, apoyando con calma la mano en mi hombro–. ¡Estoy arruinada, mi querido Trot! Todo lo que tengo en el mundo está en esta habitación, excepto mi casa; y he dejado a Janet en ella para que la alquile. Barkis, necesito encontrar un lugar donde pueda pasar la noche este caballero. Y para evitar gastos, quizá podamos organizar algo para que yo duerma aquí. Cualquier cosa me servirá. Sólo será para esta noche. Mañana hablaremos más del asunto.
Olvidé mi sorpresa y mi preocupación por ella… sólo por ella, de eso estoy seguro… cuando me echó los brazos al cuello y me dijo llorando que únicamente lo lamentaba por mí. Pero no tardó sino unos segundos en dominar su emoción.
–Tenemos que afrontar la adversidad con valentía –exclamó, con más aire de triunfo que de abatimiento– y no dejar que nos asuste, querido. Tenemos que aprender a representar nuestro papel hasta el final, y vencer al infortunio.