XXXIX Wickfield y Heep
XXXIX
Mi tía, que empezaba a estar seriamente preocupada, supongo, por mi prolongado abatimiento, fingió estar deseosa de que fuera a Dover para ver si todo marchaba bien en su casa, que había alquilado, y para firmar un nuevo contrato con el inquilino. Janet había entrado al servicio de la señora Strong, donde yo la veía a diario. Antes de abandonar Dover, había dudado mucho si poner punto final a la renuncia a los hombres que le había inculcado mi tía, casándose con un práctico del puerto; pero había preferido no correr ese riesgo. No creo que fuera por respeto a dicho principio, sino porque él no le gustaba.
Aunque me costaba mucho dejar a la señorita Mills, cedí de buena gana a la pretensión de mi tía, pues así tendría la oportunidad de pasar unas horas tranquilas con Agnes. Le pregunté al buen doctor si podría ausentarme tres días y, como éste insistió en que me tomara un descanso –quería darme más días libres, pero mi energía no lo habría soportado–, decidí ponerme en camino.
En cuanto a los Commons, no tenía por qué preocuparme demasiado de mis obligaciones allí. A decir verdad, cada vez estábamos peor vistos entre los procuradores eclesiásticos más prestigiosos, y nos deslizábamos rápidamente hacia una posición más que dudosa. El negocio había sido mediocre en tiempos del señor Jorkins, antes de la llegada del señor Spenlow; y, a pesar de que la inyección de sangre nueva y la ostentación del padre de Dora lo habían ayudado a prosperar, aún carecía de una base suficientemente sólida para resistir, sin sentir la sacudida, un golpe tan brutal como la pérdida repentina del más activo de sus socios. Lo cierto es que declinó muchísimo. El señor Jorkins, a pesar de la fama que tenía entre nosotros, era uno de esos hombres indolentes e incapaces, cuya reputación de puertas afuera no le respaldaba en absoluto. Ahora no tenía más remedio que tratar con él y, cuando le veía tomar su rapé y descuidar sus negocios, lamentaba más que nunca las mil libras de mi tía.
Pero eso no era lo peor. Había en los Commons una serie de parásitos e intrusos que, ajenos a la institución, llevaban asuntos de derecho civil que en realidad les solucionaban verdaderos procuradores eclesiásticos, quienes les prestaban sus nombres a cambio de una parte del beneficio; y estos últimos eran también muy numerosos. Como nuestro despacho necesitaba conseguir trabajo a cualquier precio, nos unimos a esa noble tribu, y desplegamos todo nuestro encanto para que parásitos e intrusos nos confiaran sus asuntos. Todos perseguíamos las licencias de matrimonio y las legalizaciones testamentarias de poca importancia; eran las operaciones más lucrativas y la competencia era terrible. En todas las vías de acceso a los Commons, había secuestradores y embaucadores con instrucciones de cortar el paso a todas las personas enlutadas y a todos los caballeros de aspecto tímido, a fin de engatusarlos para que fueran a las oficinas de sus respectivos patrones. Estas instrucciones se seguían con tanto celo que, antes de que me conocieran de vista, a mí mismo me llevaron dos veces al despacho de nuestro peor rival. Los conflictos de intereses entre aquellos caballeros que servían de gancho resultaban tan enojosos que, en más de una ocasión, les hicieron llegar a las manos; y nuestro principal embaucador (que había trabajado primero en el negocio del vino y después como corredor de comercio) dio el escandaloso espectáculo de pasearse durante unos días por los Commons con el ojo morado. Ninguno de aquellos personajes dudaba en ayudar educadamente a una anciana dama vestida de negro a salir de un carruaje, en anunciarle la muerte de un procurador eclesiástico por el que ella preguntaba, en presentarle a su jefe como el sucesor y representante legal del difunto, y en llevarla (a veces profundamente afectada por la noticia) a su despacho. Muchos prisioneros fueron conducidos de ese modo hasta mí. En cuanto a las licencias de matrimonio, la rivalidad llegó a tales extremos que un caballero algo apocado que fuera en su busca sólo podía rendirse al primer embaucador, o dejar que se lo disputaran varios y convertirse en presa del más fuerte. Uno de nuestros empleados, un indeseable, tenía la costumbre de esperar con el sombrero puesto hasta que terminaba la contienda, a fin de precipitarse al encuentro de un juez para que sus víctimas prestaran juramento. Tengo entendido que este sistema de engatusar clientes continúa en nuestros días. La última vez que estuve en los Commons, un individuo corpulento con un delantal blanco se abalanzó sobre mí desde un portal y me dijo al oído las palabras «Licencia de matrimonio»; y a duras penas logré impedir que me cogiera en brazos y me llevase al despacho de algún procurador eclesiástico.
Pero dejaré esta digresión y seguiré hasta Dover.
Encontré la casa en muy buen estado; y tuve el placer de dar a mi tía la noticia de que su inquilino había heredado el odio a los burros, y libraba una guerra incesante contra ellos. Después de solucionar el pequeño asunto que me había llevado a Dover y de dormir una noche allí, me dirigí andando a Canterbury a primera hora de la mañana. Había llegado de nuevo el invierno; y el frescor del viento y la majestuosidad del paisaje reavivaron un poco mis esperanzas.
Al llegar a Canterbury, empecé a vagar por sus viejas calles con una alegría serena que tranquilizó mi ánimo y alivió mi corazón. Allí estaban los mismos carteles, los mismos nombres sobre la entrada de las tiendas, los mismos comerciantes detrás de sus mostradores. Mis años escolares me parecían tan lejanos que me asombró ver lo poco que había cambiado la ciudad, hasta que se me ocurrió pensar en lo poco que yo mismo había cambiado. Sin duda resulta extraño, pero aquella serena influencia que siempre asociaba con Agnes parecía impregnar incluso la ciudad donde ella vivía. En las venerables torres de la catedral, que las voces de los viejos grajos y de las cornejas volvían mucho más lejanas que el silencio; en los deteriorados pórticos, antaño repletos de estatuas, que se habían convertido en polvo tras caer de sus pedestales, al igual que los devotos peregrinos que las habían contemplado; en los rincones tranquilos por donde trepaban las hiedras centenarias, aferrándose a los tejados y a los muros en ruinas; en las antiguas casas, en el bucólico paisaje, en los huertos y jardines; en todas las cosas que veía a mi alrededor se respiraba el mismo aire sereno, el mismo espíritu reposado y meditabundo.
Cuando llegué a casa del señor Wickfield, encontré al señor Micawber escribiendo afanosamente en el pequeño despacho circular de la planta baja, donde tantas horas había pasado Uriah Heep. Vestía uno de esos trajes negros que llevan los abogados y, con su corpulencia y su altura, apenas cabía en aquel cuartito.
El señor Micawber se alegró mucho de verme, aunque pareció algo turbado. Le habría gustado llevarme inmediatamente con Uriah, pero yo decliné su oferta.
–Recuerde que hace mucho que conozco esta casa –le dije–; sabré encontrar el camino. ¿Qué tal el derecho, señor Micawber? ¿Es de su agrado?
–Mi querido Copperfield –respondió–, para un hombre dotado de una imaginación superior, el inconveniente de los estudios legales es la cantidad de detalles que éstos encierran. Ni siquiera en la correspondencia profesional –añadió, mirando algunas de las cartas que estaba escribiendo— tiene uno la libertad de elevarse hasta las más exaltadas formas de expresión. Sin embargo, es una gran ocupación. ¡Una gran ocupación!
Después me contó que se había convertido en el inquilino de la antigua casa de Uriah Heep, y que la señora Micawber estaría encantada de recibirme una vez más bajo su techo.
–Es una vivienda humilde –exclamó el señor Micawber–, para emplear la expresión favorita de mi amigo Heep; pero podría ser un escalón para llegar a una residencia más suntuosa.
Le pregunté si tenía motivos para estar satisfecho del trato que le había dado hasta entonces su amigo Heep. Se levantó para comprobar si la puerta estaba bien cerrada y me contestó bajando la voz:
–Mi querido Copperfield, el hombre que trabaja bajo la presión de las dificultades pecuniarias se encuentra en una situación de inferioridad frente a la mayoría de la gente. Y esa inferioridad no disminuye cuando la presión le obliga a percibir los emolumentos estipendiarios antes de haberlos ganado estrictamente. Lo único que puedo decirle es que mi amigo Heep ha respondido a ciertas demandas, cuya naturaleza no es preciso detallar, de un modo que honra tanto a su corazón como a su cabeza.
–Nunca le habría creído tan generoso con su dinero –señalé.
–Disculpe –dijo como si se sintiera coaccionado–, me limito a hablar de mi experiencia personal con el señor Heep.
–Me alegro de que sea tan favorable.
–Se lo agradezco mucho, mi querido Copperfield –repuso; y empezó a tararear una canción.
–¿Ve con frecuencia al señor Wickfield? –le pregunté para cambiar de tema.
–No demasiado a menudo –replicó, despectivamente–. El señor Wickfield tiene muy buenas intenciones, de eso estoy seguro, pero… en una palabra, está muy anticuado.
–Temo que su socio sea el culpable de la situación –exclamé.
–Mi querido Copperfield –contestó, después de moverse con cierto nerviosismo en su taburete–, permítame hacerle una observación. El puesto que ocupo aquí es de confianza. Se cuenta con mi discreción. La discusión de algunos asuntos, incluso con la señora Micawber (que durante tanto tiempo ha sido la compañera de mis vicisitudes, además de una mujer de lúcida inteligencia), es, en mi opinión, incompatible con las funciones que me han sido encomendadas. Me tomo la libertad de sugerirle, por ese motivo, que tracemos una línea en nuestras amistosas relaciones, ¡que confío en que no se vean jamás interrumpidas! En un lado de la línea –prosiguió el señor Micawber, colocando una regla encima de la mesa en representación de ésta– estarán todas las cuestiones que puede abarcar el intelecto humano, con una pequeñísima excepción; en el otro, esa excepción, es decir los asuntos relacionados con los señores Wickfield y Heep, y todos sus pormenores. Espero no ofender al compañero de mi juventud al someter esta propuesta a su imparcial criterio.
A pesar de que percibí un cambio en el señor Micawber, que no parecía sentirse demasiado cómodo dentro de sus nuevas funciones, pensé que no tenía derecho a ofenderme. Mi respuesta fue un alivio para él, y se apresuró a estrecharme la mano.
–A quien admiro muchísimo, Copperfield –exclamó–, es a la señorita Wickfield, se lo aseguro. Es una joven extraordinaria, llena de atractivos, gracias y virtudes. ¡Le juro por mi honor –exclamó, besando repetidas veces su propia mano e inclinándose con la más exquisita cortesía– que rindo homenaje a la señorita Wickfield! ¡Ejem!
–Me alegro de eso, al menos –dije.
–Si no nos hubiera asegurado, mi querido Copperfield, durante aquella agradable velada que tuvimos la dicha de pasar en su compañía, que la D era su letra favorita –afirmó el señor Micawber–, habría supuesto que ésta era la A.
Todos hemos sentido alguna vez la sensación de que lo que decimos o hacemos lo hemos dicho o hecho antes, en épocas lejanas; de habernos visto rodeados, en la noche de los tiempos, de los mismos rostros, de los mismos objetos, de las mismas circunstancias; de saber de antemano lo que va a decirse, ¡como si de pronto lo recordáramos! Jamás he experimentado esto con tanta intensidad como antes de que el señor Micawber pronunciara esas palabras.
Me despedí del señor Micawber, por el momento, pidiéndole que diera mis mejores recuerdos a su familia. Cuando le vi sentarse de nuevo en el taburete y coger la pluma, moviendo la cabeza dentro del cuello de la camisa para poder escribir mejor, comprendí con claridad que algo se había interpuesto entre él y yo desde que había asumido sus nuevas funciones, impidiendo que nos entendiéramos como antes y alterando por completo el carácter de nuestra relación.
No encontré a nadie en el viejo y singular salón, aunque la señora Heep había dejado huellas de su paso. Me asomé a la habitación que seguía siendo de Agnes y la vi sentada junto al fuego, trabajando en su antiguo y hermoso escritorio.
Como yo le quitaba la luz, ella levantó la mirada. ¡Qué dichoso me sentí de ser la causa de que su amable rostro se iluminara, y el objeto de su dulce sonrisa de bienvenida!
–¡Ay, Agnes! –exclamé, cuando nos sentamos el uno al lado del otro–. ¡Te he echado tanto de menos últimamente!
–¿De veras? –dijo ella–. ¡Otra vez! ¿Y tan pronto?
Moví la cabeza.
–No sé lo que me ocurre, Agnes; es como si careciera de alguna facultad que debiera tener. Creo que nunca la he adquirido porque tú siempre pensabas por mí en los buenos viejos tiempos, y yo tenía la costumbre de acudir a ti en busca de consejo y de apoyo.
–¿Y cuál es esa facultad?
–No sé cómo llamarla –respondí–. Pienso que soy serio y perseverante…
–Estoy convencida –dijo ella.
–¿Y paciente? –pregunté, con cierta vacilación.
–S…sí –afirmó Agnes, riendo–. Bastante paciente.
–Y, sin embargo –proseguí–, a veces me siento tan desgraciado y tan inquieto, y soy tan inseguro e indeciso a la hora de tomar una determinación, que supongo que me falta… no sé cómo llamarlo… algún tipo de confianza.
–Si quieres darle ese nombre… –contestó Agnes.
–¡Está bien! –exclamé–. ¡Te daré un ejemplo! Llegas a Londres, me ofreces tu apoyo, y en seguida tengo un objetivo y veo el camino a seguir. Me apartan de él, vengo aquí, y en un instante me siento otra persona. Las circunstancias que me afligían no han cambiado desde que entré en esta habitación; pero en este corto intervalo he sentido una influencia que me ha transformado, ¡y me siento mucho mejor! ¿Por qué motivo? ¿Cuál es tu secreto, Agnes?
Tenía la cabeza inclinada y la vista en el fuego.
–No es nada nuevo –continué–. No te rías si te digo que siempre ha sido igual, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes. Mis preocupaciones de antaño no eran más que chiquilladas, las de ahora son muy graves; pero siempre que me he alejado de mi hermana adoptiva…
Agnes levantó la mirada (¡su rostro era tan angelical!) y me tendió la mano, que yo me apresuré a besar.
–Cada vez que no has estado a mi lado, Agnes, para aconsejarme y dirigirme por el buen camino, he sido un insensato y me he metido en toda clase de dificultades. Cada vez que finalmente he acudido a ti, como he hecho siempre, he hallado la paz y la felicidad. Heme aquí de regreso, ahora, como un viajero fatigado, ¡y cuán dulce es el sereno reposo que he encontrado!
Sentía tan profundamente lo que decía y estaba tan emocionado que mi voz se quebró y, ocultando el rostro entre las manos, rompí a llorar. Sólo escribo la verdad. No sabía nada de las contradicciones e inconsecuencias que había en mi interior, así como en el de la mayoría de los hombres; de las cosas que hubieran podido ser distintas, y mucho mejores de lo que eran; de las veces que me había negado a escuchar la voz de mi propio corazón. Sólo sabía que, cuando Agnes estaba a mi lado, yo experimentaba un profundo sentimiento de paz.
No tardó en tranquilizarme con sus ademanes apacibles y fraternales, con el brillo de sus ojos, con la dulzura de su voz, y con la serenidad que emanaba de todo su ser y que mucho tiempo atrás había convertido en sagrada para mí la casa donde ella habitaba; y empecé a contarle lo que había ocurrido desde nuestro último encuentro.
–Y eso es todo, Agnes –exclamé, cuando acabé mis confidencias–. Ahora cuento contigo.
–Pero no tienes que contar conmigo, Trotwood –replicó Agnes con una encantadora sonrisa–. Tienes que contar con otra persona.
–¿Con Dora? –inquirí.
–Por supuesto.
–Lo que no te he dicho, Agnes –añadí con cierta turbación–, es que resulta bastante difícil… y no quisiera por nada del mundo decir que resulta bastante difícil contar con Dora, pues es la viva imagen de la pureza y de la lealtad… pero… la verdad es que no sabría cómo expresarlo, Agnes. Es una criatura tan tímida, nerviosa y asustadiza. Hace algún tiempo, antes de la muerte de su padre, cuando creí llegado el momento de decirle… pero será mejor que te explique lo ocurrido, si tienes la paciencia de escucharme.
Y le describí el momento en que le había confesado mi pobreza, y le hablé del manual de cocina, de las cuentas de la casa y de todo lo demás.
–¡No has cambiado nada, Trotwood! –protestó, sonriendo–. Podías haber seguido luchando para abrirte camino en el mundo sin ser tan brusco con una muchacha tímida, inocente y cariñosa. ¡Pobre Dora!
Jamás había oído una voz que expresara tanta bondad y tanta dulzura como la suya al darme esa respuesta. Era como si la hubiese visto abrazar a Dora con ternura y admiración, reprochándome tácitamente, con su generosa protección, el haberme apresurado demasiado a turbar su corazoncito. Era como si hubiese visto a Dora, con toda su fascinante ingenuidad, besar a Agnes, darle las gracias, implorar mimosamente su apoyo contra mí, sin dejar de amarme con toda su infantil inocencia.
¡Sentí tanto agradecimiento y admiración por Agnes! Veía a las dos jóvenes juntas, en una encantadora imagen, unidas por la amistad, ¡tan bellas la una al lado de la otra!
–Entonces ¿qué debo hacer, Agnes? –pregunté, después de haber contemplado durante un rato el fuego–. ¿Qué sería lo más correcto?
–Creo que lo más honrado sería escribir a esas dos damas –respondió ella–. ¿No piensas que andar con secretos es poco caballeroso?
–Sí. Si ésa es tu opinión –contesté.
–No estoy capacitada para juzgar semejantes asuntos –dijo Agnes, vacilando en su modestia–, pero tengo la impresión… en una palabra, de que esa conducta misteriosa y clandestina no es propia de ti.
–Me temo que no es propia de la elevada opinión que tienes de mí, Agnes –exclamé.
–No es propia de ti porque una de tus características es la franqueza –señaló–; por ese motivo, yo escribiría a esas dos damas. Les explicaría con toda la sencillez y la claridad posibles lo sucedido, y les pediría permiso para visitar de vez en cuando su casa. Teniendo en cuenta que eres joven y estás luchando por abrirte camino en la vida, creo que convendría añadir que estás dispuesto a aceptar cualquier condición que deseen imponerte. Les rogaría, asimismo, que no rechazasen tu petición sin hablar antes con Dora, y que eligieran para ello el momento oportuno. No me mostraría demasiado apasionado –concluyó Agnes, cariñosamente–, ni les exigiría demasiado. Confiaría en mi fidelidad, en mi perseverancia… y en Dora.
–Pero, Agnes –exclamé–, ¿y si volvieran a asustar a Dora al mencionar mi nombre? ¿Y si Dora empezase a llorar y no dijera nada de mí?
–¿Te parece probable? –preguntó Agnes, tan comprensiva como siempre.
–¡Pobre! ¡Se asusta con la misma facilidad que un pajarillo! –afirmé–. ¡Podría ocurrir! ¿Y si las dos señoritas Spenlow (las damas de cierta edad son a veces bastante maniáticas) no fueran las personas indicadas para recibir una carta de esa naturaleza?
–No creo, Trotwood –contestó Agnes, mirándome con dulzura–. Pero yo me olvidaría de eso. Quizá lo único que deberías pensar es si es correcto o no actuar así; y en caso afirmativo, lanzarte.
Mis dudas al respecto se disiparon. Mucho más alegre, aunque dominado por el sentimiento de la importancia capital de mi tarea, decidí consagrar la tarde a redactar un borrador, ocupación para la que Agnes me cedió su escritorio. Pero antes bajé a ver al señor Wickfield y a Uriah Heep.
Encontré a Uriah instalado en un nuevo despacho, construido en el jardín, que aún olía a yeso; tenía un aspecto sumamente ruin, en medio de tantos libros y papeles. Me recibió con su servilismo habitual y fingió no haberse enterado de mi llegada por el señor Micawber, algo que me tomé la libertad de no creer. Me acompañó al despacho del señor Wickfield (que era una sombra de lo que había sido, pues le habían despojado de muchas de sus comodidades para alojar al nuevo socio) y se quedó junto al fuego, calentándose la espalda y frotándose la barbilla con su mano huesuda mientras el señor Wickfield y yo nos saludábamos.
–¿Vivirás con nosotros durante tu estancia en Canterbury, Trotwood? –inquirió el señor Wickfield, buscando con la mirada la aprobación de Uriah.
–¿Hay sitio para mí? –quise saber.
–Desde luego, señorito Copperfield… debería decir señor, pero me resulta tan poco natural llamarle de ese modo –dijo Uriah–. Será un placer para mí dejarle su antigua habitación, si así lo desea.
–No, no –exclamó el señor Wickfield–. ¿Por qué habría de molestarse? Hay otra habitación. Hay otra habitación.
–¡Oh! ¡Pero yo se la dejaría encantado! –contestó Uriah, haciendo una mueca.
Para acabar de una vez con la discusión, les dije que sólo aceptaría dormir en el otro cuarto; y eso fue lo que acordamos. Después me despedí de los dos socios hasta la hora del almuerzo y volví a subir las escaleras.
Había esperado no tener más compañía que la de Agnes. Pero la señora Heep había pedido permiso para sentarse con sus labores junto al fuego, con el pretexto de que aquella estancia era mejor para su reumatismo que el salón o el comedor, debido al viento que soplaba. Aunque creo que yo la habría dejado a merced de ese viento en la aguja más elevada de la catedral, sin el menor remordimiento, hice de la necesidad virtud y la saludé amistosamente.
–Le doy humildemente las gracias, señor –dijo la señora Heep, en respuesta a mis preguntas sobre su salud–, pero estoy así así… No tengo demasiado de que presumir. Si pudiera ver a mi Uriah bien establecido, no me quedaría mucho por pedir. ¿Cómo ha encontrado a mi Ury, señor?
Pensé que lo había encontrado tan horrible como siempre, y contesté que no había advertido el menor cambio en él.
–¡Oh! ¿Lo ha encontrado igual? Le ruego humildemente que me permita estar en desacuerdo con usted. ¿No cree que está más delgado?
–No más que de costumbre –repliqué.
–¿De veras? –dijo la señora Heep–. ¡Pero usted no lo ve con los ojos de una madre!
Aquellos ojos de madre, por muy tiernos que fueran con él (y estoy convencido de que ella y su hijo se adoraban mutuamente), me parecieron muy malvados con el resto del mundo cuando nuestras miradas se cruzaron. Después de observarme a mí, se clavaron en Agnes.
–Y usted, señorita Wickfield, ¿no cree que ha perdido peso y está fatigado? –inquirió.
–No –respondió Agnes, continuando apaciblemente la tarea que tenía entre manos–. Se preocupa demasiado por él. Está muy bien.
La señora Heep, sorbiendo ruidosamente con la nariz, reanudó sus labores.
Y no volvió a abandonar sus agujas ni su vigilancia. Yo había llegado bastante temprano y todavía faltaban tres o cuatro horas para el almuerzo; pero siguió allí, moviendo las agujas con la misma monotonía con que habrían caído los granos en un reloj de arena. Ella estaba sentada a un lado de la chimenea; yo, delante del escritorio, frente al fuego; y Agnes, un poco más lejos, en el otro extremo. Cada vez que, en medio de mis meditaciones epistolares, levantaba los ojos y miraba el rostro pensativo de Agnes, veía cómo éste se alegraba y me infundía ánimos con su expresión angelical, al mismo tiempo que la perversa mirada se posaba en mí, pasaba después a Agnes, volvía de nuevo a mí y regresaba furtivamente a sus labores. No sé lo que estaría tejiendo, no soy ningún experto en ese arte; pero daba la impresión de ser una red. Y, mientras ella movía sus agujas como si fueran palillos chinos a la luz de las llamas, parecía una horrible hechicera preparándose para lanzar su red contra la radiante criatura que tenía enfrente y que, hasta entonces, la había mantenido a distancia.
Durante el almuerzo, siguió vigilándonos con aquellos ojos que nunca parpadeaban. Después, su hijo tomó el relevo. Cuando el señor Wickfield, él y yo nos quedamos solos, Uriah me miró de soslayo y empezó a contorsionarse hasta que creí que no podría soportarlo. En el salón, encontré a su madre tejiendo, ocupada en vigilarnos de nuevo. Mientras Agnes cantaba y tocaba el piano, la señora Heep no se movió de su lado. En una ocasión le pidió que entonara una balada que, según ella, volvía loco a su Uriah (que en esos momentos bostezaba en un sillón); y, de vez en cuando, se daba la vuelta para mirar a su hijo y le decía a Agnes que el joven se hallaba embelesado con la música. Pero rara vez abría la boca (dudo que lo hiciera una sola vez) si no era para mencionar a su hijo. Era evidente que aquélla era su misión.
Y las cosas siguieron así hasta que llegó la hora de acostarnos. El hecho de haber visto a la madre y al hijo rondar por la casa como dos enormes murciélagos, ensombreciéndolo todo con sus horribles figuras, me desasosegó de tal modo que hubiera preferido quedarme en la planta baja, con agujas de tricotar y todo, antes que irme a dormir. Apenas logré conciliar el sueño. A la mañana siguiente, volvieron a la carga las labores y la vigilancia, y duraron todo el día.
No tuve ocasión de estar ni diez minutos a solas con Agnes. Apenas pude mostrarle mi carta. Le propuse que diera un paseo conmigo; pero, al repetir tantas veces la señora Heep que se encontraba peor, Agnes tuvo la generosidad de quedarse en casa para hacerle compañía. Al anochecer salí solo a la calle, y empecé a meditar lo que tenía que hacer y si no me equivocaba al ocultar por más tiempo a Agnes lo que Uriah Heep me había contado en Londres; lo cierto es que aquella escena me atormentaba de nuevo.
Aún no había salido de la ciudad, por la carretera de Ramsgate, andando por un sendero que discurría a su costado, cuando oí una voz que me llamaba a mis espaldas. A pesar de la oscuridad, la silueta desgarbada y el pequeño sobretodo eran inconfundibles. Me detuve y Uriah Heep se acercó.
–¿Y bien? –le pregunté.
–¡Qué deprisa anda! –exclamó–. Mis piernas son bastante largas, pero les ha costado darle alcance.
–¿Dónde va? –pregunté.
–Voy con usted, señorito Copperfield, si me concede el placer de pasear con un viejo conocido.
Y, con un movimiento brusco que podía ser tanto conciliatorio como irónico, empezó a andar a mi lado.
–¡Uriah! –dije con toda la cortesía que pude, después de unos momentos de silencio.
–¡Señorito Copperfield!
–Si he de decirle la verdad (y espero que no se ofenda), he salido para dar un paseo a solas; creo que ya he tenido suficiente compañía.
–¿Se refiere a mi madre? –inquirió, mirándome de soslayo con su sonrisa más espantosa.
–Naturalmente –repuse.
–¡Ah! Pero ya sabe usted que somos gente humilde –señaló–. Y, al ser conscientes de nuestra humildad, debemos tener mucho cuidado para no nos arrinconen aquellos que no son de nuestra condición. Todas las estratagemas son buenas en el amor, señorito Copperfield.
Alzó sus dos enormes manos hasta tocarse la barbilla, y frotó suavemente una contra otra, soltando una risita; pensé que ningún ser humano podría parecerse más a un malvado babuino.
–Verá, señorito Copperfield –dijo, sin dejar de hacer aquel desagradable gesto con las manos y moviendo la cabeza al tiempo que me miraba–, debe entender que es usted un rival muy peligroso; siempre lo ha sido.
–¿Ordena que se vigile a la señorita Wickfield y convierte su hogar en un lugar inhabitable por mi culpa? –pregunté.
–¡Señorito Copperfield! ¡Qué palabras tan duras! –replicó.
–Puede interpretarlas como desee –exclamé–. Sabe tan bien como yo lo que quiero decir.
–¡Oh, no! Tiene que explicármelo –dijo–. La verdad es que yo no sabría.
–¿Acaso supone –inquirí, esforzándome por no perder la calma ni la moderación a causa de Agnes– que la señorita Wickfield es otra cosa para mí que una hermana muy querida?
–Comprenderá, señorito Copperfield –repuso–, que nada me obliga a contestar esa pregunta. Es posible que sus palabras sean ciertas. Pero quizá no sea así.
Jamás he visto nada comparable a su expresión astuta y rastrera, a aquellos ojos sin sombra, carentes de pestañas.
–¡Vamos, Uriah! –dije–. Por el bien de la señorita Wickfield…
–¡Mi Agnes! –exclamó él, contorsionándose de un modo brusco y enfermizo–. ¿Tendría la bondad de llamarla Agnes, señorito Copperfield?
–Por el bien de Agnes Wickfield… ¡y qué Dios la bendiga!
–¡Gracias por esas palabras, señorito Copperfield! –me interrumpió Uriah.
–Le diré lo que, en otras circunstancias, habría preferido decirle a… Jack Ketch.
–¿A quién, señor? –preguntó Uriah, estirando el cuello y llevándose la mano a la oreja.
–A un verdugo –respondí–. La última persona en el mundo en que se me ocurriría pensar –aunque era el rostro de Uriah el que me había sugerido aquel nombre–. Estoy comprometido con otra joven. Espero que eso le deje satisfecho.
–¿Me da su palabra de honor? –dijo.
Estaba a punto de ratificar mis palabras, indignado, cuando me cogió la mano y la apretó.
–¡Oh, señorito Copperfield! –exclamó–. Si hubiera tenido la bondad de contarme su secreto cuando yo le abrí mi corazón, la noche en que tanto le molesté durmiendo junto a la chimenea de su sala, jamás habría dudado de usted. Dada la situación, me apresuraré a alejar a mi madre; no sabe cuánto me alegro. Sé que sabrá disculpar las precauciones del amor, ¿no es cierto? ¡Es una lástima, señorito Copperfield, que no se dignara hacerme esa confidencia! Estoy seguro de haberle dado la oportunidad. Pero nunca me trató con la condescendencia que yo habría deseado. Sé que nunca me ha querido como yo le he querido a usted.
Entretanto, seguía apretándome la mano con sus dedos húmedos y viscosos, mientras yo hacía verdaderos esfuerzos por retirarla de un modo educado. Pero mis intentos fueron en vano. Pasó mi mano por debajo de la manga de su sobretodo morado y continué mi paseo, casi a la fuerza, cogido de su brazo.
–¿Quiere que regresemos? –dijo Uriah, obligándome a dar la vuelta.
La luna acababa de salir y brillaba sobre la ciudad, tiñendo las ventanas de color plateado, en la lejanía.
–Antes de cambiar de tema, me gustaría que comprendiera –le dije, después de un largo silencio– que, en mi opinión, Agnes Wickfield está tan por encima de usted, tan lejos de todas sus aspiraciones, como esa luna.
–¡Qué serena está! ¿No cree? –exclamó Uriah–. ¡Verdaderamente serena! Confiese de una vez, señorito Copperfield, que jamás me ha querido como yo le he querido a usted. Siempre me ha considerado demasiado humilde, ¿no es así?
–No me gusta que la gente se jacte de su humildad –contesté–, ni de ninguna otra cosa.
–¡Estaba seguro! –gritó Uriah, cuyo rostro, a la luz de la luna, parecía fláccido y de color plomizo–. Pero ¿qué puede saber usted, señorito Copperfield, de lo importante que es mostrarse humilde para una persona de mi posición? Mi padre y yo nos educamos en una escuela de la beneficencia; mi madre, en otro centro público de caridad. Desde la mañana hasta la noche, nos inculcaban a todos una gran dosis de humildad… no recuerdo que nos enseñaran otra cosa. Debíamos ser humildes no sólo ante esta persona sino también ante aquella otra, quitarnos el sombrero, hacer reverencias, saber siempre el lugar que nos correspondía y rebajarnos ante nuestros superiores. ¡Y teníamos tantos superiores! Mi padre ganó la medalla de primer ayudante gracias a su humildad. Yo seguí su ejemplo. Mi padre se convirtió en sepulturero gracias a su humildad. Tenía fama, entre la buena sociedad, de ser un hombre tan correcto que decidieron ayudarle a prosperar. «Sé humilde, Uriah –me decía–, y lograrás abrirte camino. Es lo que siempre nos inculcaron en la escuela; lo que da mejor resultado. ¡Sé humilde –insistía– y llegarás lejos!» Y lo cierto es que no me ha ido nada mal.
Por primera vez se me ocurrió pensar que aquel odioso lenguaje de la falsa humildad podía haber nacido fuera de la familia Heep. Había visto la cosecha, pero nunca había imaginado la semilla.
–Comprendí el poder de la humildad cuando era niño –prosiguió Uriah–, y me aficioné a ella. Comí con apetito el pan de la humildad. Abandoné los estudios para que el nivel de mi educación fuera humilde, y me dije: «¡Detente!». Cuando usted se ofreció a enseñarme latín, sabía cuál debía ser mi respuesta. «A la gente le gusta sentirse superior –decía mi padre–. Será mejor que te quedes siempre por debajo». He seguido siendo muy humilde hasta el día de hoy, señorito Copperfield, ¡pero tengo algo de poder!
Y me contó esto (lo supe al ver su rostro a la luz de la luna) para que comprendiera que estaba decidido a resarcirse de todo utilizando su poder. Jamás había dudado de su mezquindad, astucia y malevolencia; pero entonces vi con claridad, por primera vez, lo despiadada, ruin y vengativa que era el alma que había engendrado aquella larga y temprana represión.
El relato de su vida sirvió al menos para que Uriah me soltara el brazo, a fin de volver a frotarse las manos bajo la barbilla. Una vez lejos de él, tomé la decisión de continuar de ese modo; y regresamos el uno al lado del otro, sin hablar apenas en todo el camino.
No sé si Uriah estaba tan contento por lo que yo le había dicho o por haberse abandonado al recuerdo del pasado; pero estaba muy animado por algo. Estuvo más hablador que nunca durante la cena; preguntó a su madre (relevada de su guardia desde nuestra llegada) si no creía que se estaba volviendo demasiado viejo para seguir soltero; y, en una ocasión, lanzó tal mirada a Agnes que yo habría dado cualquier cosa por poder derribarlo.
Cuando los tres hombres nos quedamos a solas después de la sobremesa, Uriah se volvió más atrevido. Apenas había bebido vino, si es que lo había probado; supongo que era la insolencia del triunfo lo que le embriagaba, aumentada quizá por la tentación de exhibirla en mi presencia.
Yo había observado la víspera que Uriah incitaba a beber al señor Wickfield. Consciente del significado de la mirada que Agnes me había dirigido al salir del comedor, me había limitado a beber una copa y luego había propuesto que nos reuniéramos con ella. Habría hecho lo mismo aquel día, pero Uriah fue más rápido que yo.
–Apenas vemos a nuestro visitante, señor –exclamó dirigiéndose al señor Wickfield, que ofrecía un fuerte contraste con él, sentado en el otro extremo de la mesa–. Le propongo que bebamos una o dos copas de vino en su honor, si no tiene inconveniente. Señor Copperfield, ¡por su salud y por su felicidad!
Me vi obligado a estrechar la mano que él me tendía; y después, dominado por una emoción muy diferente, cogí la mano del infortunado anciano que se había asociado con él.
–¡Vamos, mi querido socio! –dijo Uriah–. Si pudiera tomarme la libertad… ¿por qué no propone un brindis por algo relacionado con Copperfield?
Paso por alto los brindis del señor Wickfield a la salud de mi tía, del señor Dick, de los Doctors’ Commons y de Uriah, por los que bebió dos veces; la conciencia que tenía de su debilidad y el esfuerzo inútil que hacía para dominarla; la lucha entre la vergüenza que le inspiraba la conducta de Uriah y el deseo de ganarse su simpatía; y el júbilo manifiesto con que Uriah se contorsionaba y se movía, mientras empujaba a su socio a hacer el ridículo en mi presencia. Fue una escena sumamente dolorosa para mí, y mi mano se resiste a escribirla.
–¡Vamos, mi querido socio! –exclamó finalmente Uriah–. Haré un último brindis, pero le suplico humildemente que nos llene la copa, pues quiero beber a la salud de la criatura más divina de su sexo.
El señor Wickfield tenía una copa vacía en la mano. Vi cómo la dejaba en la mesa, miraba el retrato que tanto se asemejaba a Agnes y, llevándose la mano a la frente, se dejaba caer nuevamente en el sillón.
–Soy demasiado humilde para beber a su salud –prosiguió Uriah–, pero yo la admiro… yo la adoro.
Ningún dolor físico que hubiera podido soportar la cabeza canosa de aquel padre habría resultado tan terrible para mí como el sufrimiento moral que en aquellos momentos trataba de contener con sus manos.
–Agnes –dijo Uriah, ya sea porque pretendía ignorar al señor Wickfield o porque no comprendía el alcance de su acción–, Agnes Wickfield, y puedo decirlo sin miedo, es la criatura más divina de su sexo. ¿Me permiten hablar con libertad, ahora que estoy entre amigos? Ser su padre es un verdadero privilegio, pero ser su marido…
¡Que el Cielo me guarde de volver a oír jamás un grito como el que profirió el señor Wickfield levantándose de la mesa!
–¿Qué ocurre? –preguntó Uriah, adquiriendo la lividez de un cadáver–. Espero que no se haya vuelto loco, señor Wickfield. Si digo que tengo la ambición de convertir a su Agnes en mi Agnes es porque tengo el mismo derecho que cualquier otro hombre. Es más, ¡tengo más derecho que nadie!
Abracé al señor Wickfield y le imploré, en nombre de todo lo que pasaba por mi imaginación y especialmente en nombre de su amor por Agnes, que se calmara un poco. Parecía haber perdido el juicio; se mesaba los cabellos, se golpeaba la cabeza, trataba de apartarme de él y de separarse de mí, no contestaba a mis preguntas, no miraba ni veía a nadie, buscaba ciegamente algo que ni él mismo sabía lo que era, con el rostro desencajado y la mirada extraviada… ¡Un horrible espectáculo!
Le rogué, de un modo incoherente aunque con la mayor vehemencia, que no se abandonara a la desesperación y que me escuchase. Le pedí que pensara en Agnes, y en Agnes y en mí; que no olvidara que habíamos crecido juntos, que yo la respetaba y la quería, que ella era su orgullo y su alegría. Intenté que la imagen de su hija le devolviera la cordura; e incluso le reproché que no tuviese la firmeza de evitarle una escena como aquélla. Es posible que mis palabras surtieran algún efecto, o que su cólera se apagara por sí misma; pero fue serenándose poco a poco, y empezó a mirarme, al principio de un modo extraño, después como si me reconociera.
–¡Lo sé, Trotwood! –exclamó finalmente–. Mi querida hija y tú…, lo sé. ¡Pero míralo a él!
Y señaló a Uriah, pálido y ceñudo en un rincón; era evidente que sus cálculos habían fallado, algo que le había cogido por sorpresa.
–¡Mira a mi verdugo! –prosiguió–. Ante él he ido perdiendo, paso a paso, nombre y reputación, paz y sosiego, techo y hogar.
–He conservado para usted nombre y reputación, paz y sosiego, techo y hogar –respondió Uriah, malhumorado, intentando arreglar la situación–. No sea necio, señor Wickfield. Si he ido demasiado lejos, supongo que podré retroceder, ¿no le parece? Nadie ha salido perjudicado hasta ahora.
–Yo siempre buscaba los motivos que impulsaban a actuar a la gente –señaló el señor Wickfield–, y estaba convencido de que Uriah seguía unido a mí por interés. Pero mira qué clase de persona es, Trotwood… ¡Mira qué clase de persona es!
–Será mejor que le obligue a callarse, Copperfield, si es que puede –exclamó Uriah, señalándome con su largo dedo índice–. Acabará diciendo algo… ¡tenga cuidado!… de lo que más tarde se arrepentirá, y que usted lamentará haber oído.
–¡Lo contaré todo! –replicó el señor Wickfield, con aire de desesperación–. ¿Por qué no ponerme en manos del mundo entero si estoy en las suyas?
–¡Le he dicho que tenga cuidado! –repitió Uriah, dirigiéndose a mí–. Si no consigue cerrarle la boca, no es su amigo. ¿Por qué razón no debe ponerse en manos del mundo entero, señor Wickfield? Porque tiene una hija. Usted y yo sabemos lo que sabemos, ¿no es así? Dejemos que los perros sigan dormidos, ¿quién desea despertarlos? Yo no. ¿Acaso no ve que soy lo más humilde posible? Siento haber ido demasiado lejos. ¿Qué más quiere, señor?
–¡Oh, Trotwood, Trotwood! –exclamó el señor Wickfield, retorciéndose las manos–. ¡He caído tan bajo desde la primera vez que viniste a esta casa! Ya había iniciado mi descenso, pero ¡qué espantoso camino he recorrido desde entonces! Abandonarme a mi debilidad ha sido la causa de mi perdición: abandonarme a mis recuerdos, abandonarme al olvido. Mi dolor natural por la muerte de la madre de mi hija se convirtió en enfermedad; mi amor natural por mi hija se convirtió en enfermedad. He contaminado todo lo que toco. He causado la desgracia de lo que más quiero. Lo sé yo… ¡y lo sabes tú! Creí que era posible amar a una sola criatura de este mundo, sin amar a los demás; creí que era posible llorar la pérdida de una sola criatura de este mundo, sin unirme al dolor por la muerte de los demás. ¡Y así fue como pervertí las enseñanzas de mi vida! He querido alimentarme de la morbosa cobardía de mi propio corazón, y ésta me ha devorado. Innoble en mi pena, innoble en mi amor, innoble en mi miserable huida para escapar de las tinieblas de ambos, ¡mira en qué ruina me he convertido! ¡Ódiame! ¡Aléjate de mí!
Se dejó caer en una silla y sollozó débilmente. Su agitación era cada vez menor. Uriah salió de su rincón.
–Ni siquiera sé lo que he hecho en mi fatuidad –continuó el señor Wickfield, adelantando sus manos como si quisiera reprobar mi condena–. Él lo sabe mejor que yo –exclamó, refiriéndose a Uriah Heep–, pues siempre ha estado a mi lado para aconsejarme. Es una piedra de molino atada a mi cuello. Lo encontrarás en mi casa, lo encontrarás en mis negocios. Hace un momento has escuchado sus palabras. ¿Necesito decir algo más?
–Tampoco necesitaba decir todo lo que ha dicho, ni la mitad, ni nada de nada –señaló Uriah, con una mezcla de arrogancia y de servilismo–. No se habría enfadado de ese modo si no hubiera bebido tanto vino. Mañana lo pensará mejor. Si he hablado demasiado, o más de lo que yo quería, ¿qué importancia tiene? ¿Acaso he insistido?
La puerta se abrió y Agnes entró silenciosamente, pálida como un cadáver, y se abrazó a su padre.
–Papá, no te encuentras bien –le dijo con firmeza–. ¡Ven conmigo!
El señor Wickfield apoyó la cabeza en su hombro, como si la vergüenza le abrumara, y se marchó con ella. Los ojos de Agnes se cruzaron un instante con los míos, y comprendí que sabía todo lo ocurrido.
–Nunca pensé que pudiera tomárselo tan a pecho, señorito Copperfield –afirmó Uriah–. Pero no pasa nada. Mañana haré las paces con él. Es por su bien. Yo deseo humildemente su bien.
No le contesté, y subí a la pequeña y tranquila habitación donde Agnes se había sentado tantas veces a mi lado mientras yo estudiaba. Nadie entró hasta muy avanzada la noche. Cogí un libro e intenté leer. Oí que los relojes daban las doce y seguía leyendo, sin saber qué, cuando Agnes me tocó.
–Mañana te irás muy temprano, Trotwood. Será mejor que nos despidamos ahora.
Había llorado, ¡pero su rostro estaba ahora tan sereno y tan hermoso!
–¡Qué Dios te bendiga! –exclamó, dándome la mano.
–¡Queridísima Agnes! –repliqué–. Veo que no deseas hablar de lo que ha sucedido esta noche…, pero ¿no se puede hacer nada?
–¡Se puede confiar en Dios! –repuso.
–Pero ¿no puedo hacer algo yo… que siempre acudo a ti con mis pequeños problemas?
–Y que siempre has aliviado los míos –dijo ella–. ¡No, mi querido Trotwood!
–Agnes, mi querida Agnes! –exclamé–. Sé que resulta presuntuoso por mi parte dudar de tus palabras o aconsejarte, pues soy muy pobre en lo que tú eres muy rica: bondad, resolución, las más nobles cualidades. Pero ya sabes cuánto te quiero y cuánto te debo. Nunca te sacrificarás a un falso sentimiento del deber, ¿verdad, Agnes?
Durante unos instantes, pareció más agitada que nunca; retiró su mano de la mía y dio un paso atrás.
–¡Dime que no piensas hacerlo, mi querida Agnes! ¡Mucho más que una hermana mía! ¡Piensa en el inapreciable valor de un corazón como el tuyo, de un amor como el tuyo!
¡Ah! Mucho, mucho tiempo después, volví a ver su rostro ante mí, con aquella mirada donde no se leía extrañeza, ni reproche, ni pesar. Mucho, mucho tiempo después, volví a ver cómo aquella expresión se transformaba, al igual que ahora, en una encantadora sonrisa con la que me decía que ella no temía nada… y que yo tampoco debía temerlo… y se despedía de mí como una hermana, y luego se marchaba.
Aún era de noche cuando, al día siguiente, subí al imperial de la diligencia en la puerta de la posada. Empezaba a amanecer y nos disponíamos a partir cuando, sin poder quitarme a Agnes de la cabeza, vi aparecer, a la luz del crepúsculo, la cabeza de Uriah, quien trepaba con dificultad por un costado del carruaje.
–¡Copperfield! –pareció graznar, colgándose de la barra del techo–. Pensé que, antes de marcharse, le gustaría oír que nos hemos reconciliado. He estado ya en su habitación y todo se ha arreglado. Lo cierto es que, a pesar de mi humildad, le resulto muy útil, ¿sabe? Y, cuando no está bebido, entiende muy bien lo que le conviene. ¡Es un hombre tan agradable, después de todo, señorito Copperfield!
Le dije, haciendo un esfuerzo, que me alegraba de que le hubiera presentado sus excusas.
–¡Naturalmente! –contestó Uriah–. Cuando una persona es humilde, ¿qué puede importarle presentar sus excusas? ¡Es tan sencillo! Supongo, señorito Copperfield –prosiguió, dando un respingo–, que algunas veces habrá arrancado una pera antes de que estuviera madura, ¿no?
–Supongo que sí –repliqué.
–Pues eso fue lo que hice yo ayer por la noche –dijo Uriah–; pero ¡madurará! Sólo necesita algunos cuidados. Puedo esperar.
Deshaciéndose en adioses, se bajó de la diligencia en el momento en que el cochero subía al pescante. Por lo que recuerdo, estaba comiendo algo para protegerse del frío de la mañana; pero movía la boca como si la pera hubiera madurado y él se relamiese de gusto.