David Copperfield

X Me abandonan, y buscan un empleo para mí

X

La primera decisión que tomó la señorita Murdstone, cuando el día de la ceremonia hubo pasado y las ventanas de la casa se abrieron nuevamente para que entrara la luz, fue despedir a Peggotty y anunciarle que tenía un mes para marcharse. Estoy convencido de que, por mucho que le disgustara seguir a su servicio, Peggotty habría preferido quedarse conmigo a la mejor colocación del mundo. Ella misma me dijo que teníamos que separarnos, y me explicó el motivo; los dos fuimos muy sinceros al expresar nuestra pena.

En lo que se refiere a mí o a mi porvenir, nadie pronunció una sola palabra ni dio el menor paso. Creo que se habrían sentido muy felices si hubieran podido despedirme, avisándome con un mes de antelación. En una ocasión, hice acopio de todo mi valor y pregunté a la señorita Murdstone cuándo regresaría al internado; me contestó secamente que no creía que yo fuese a volver allí. Y eso fue todo. Yo estaba deseoso por saber qué planes tenían para mí, y Peggotty también; pero ninguno de los dos consiguió averiguar nada.

Se había producido un cambio en mi situación que, aunque me ahorraba ciertas penalidades, tendría que haberme hecho temer por mi futuro, si yo hubiera sido capaz de reflexionar sobre ello. Las severas obligaciones que antes me habían impuesto desaparecieron. Lejos de exigirme que ocupara mi triste puesto en la sala, en varias ocasiones, al sentarme allí, la señorita Murdstone me indicó, frunciendo el ceño, que me marchara. Lejos de prohibirme que frecuentara a Peggotty, jamás requerían mi presencia ni preguntaban por mí; lo único que parecía importarles era que estuviera lejos del señor Murdstone. Al principio, me asustaba la idea de que éste decidiera encargarse nuevamente de mi educación, o de que su hermana se consagrara a dicha tarea; pero no tardé en comprender que mis temores eran infundados y que todo cuanto podía esperar era que me abandonaran.

No creo que ese descubrimiento fuera demasiado doloroso para mí. Seguía anonadado por la muerte de mi madre, y todo lo demás carecía de importancia. Recuerdo haber pensado, a ratos perdidos, que existía la posibilidad de que nadie volviera a enseñarme nada ni a preocuparse por mí. Tal vez me convertiría en un hombre andrajoso y huraño, que vagaría ocioso por el pueblo; aunque quizá pudiera escapar de semejante destino alejándome de allí para buscar fortuna, como el héroe de una novela. Pero sólo eran visiones pasajeras, sueños que yo tenía despierto; y a veces creía contemplarlos, levemente dibujados o escritos en la pared de mi dormitorio, para después desaparecer sin dejar huella.

–Peggotty –susurré pensativo un atardecer, mientras me calentaba las manos en el fuego de la cocina–. El señor Murdstone me quiere incluso menos que antes. Nunca le he gustado mucho; pero ahora estoy convencido de que, si pudiese, preferiría no verme.

–Es posible que sea su dolor –contestó ella, acariciándome el cabello.

–Yo también me siento muy afligido, Peggotty. Si creyese que ésa era la causa, ni siquiera pensaría en ello. Pero no es eso; no, no es eso.

–¿Y por qué está tan seguro? –inquirió, después de una pequeña pausa.

–Su dolor es otra cosa. En este momento se encuentra muy abatido, sentado junto a la chimenea en compañía de la señorita Murdstone; pero si yo entrara en la sala, Peggotty, él sentiría algo muy diferente.

–¿Y qué sentiría?

–Cólera –respondí, imitando sin darme cuenta su siniestro ceño–. Si estuviera solamente triste, no me miraría de ese modo. Yo estoy solamente triste, y la pena me vuelve más cariñoso.

Peggotty tardó algún tiempo en contestar; y yo me calenté las manos, tan silencioso como ella.

–Davy –dijo finalmente.

–Sí, Peggotty.

–He intentado por todos los medios, posibles e imposibles, conseguir un empleo aquí, en Blunderstone; pero no he encontrado nada, tesoro mío.

–¿Y qué piensas hacer, Peggotty? –pregunté, apenado–. ¿Dónde irás en busca de fortuna?

–Supongo que tendré que marcharme a Yarmouth –repuso ella–, y vivir allí.

–Podría haber sido mucho peor –dije, animándome un poco–; si te fueras más lejos, sería como perderte para siempre. Pero allí te veré de vez en cuando, mi vieja y querida Peggotty. Yarmouth no está en el fin del mundo, ¿verdad?

–¡Todo lo contrario! ¡Gracias a Dios! –exclamó Peggotty, alborozada–. Mientras siga aquí mi pequeño, vendré a visitarle todas las semanas. ¡Un día, todas las semanas de mi vida!

Su promesa me quitó un gran peso de encima; pero eso no era todo:

–Davy –prosiguió Peggotty–, lo primero que haré será pasar quince días en casa de mi hermano para serenarme un poco y volver a ser la misma de siempre. Pues bien, he estado pensando que, como ahora no le necesitan aquí, quizá le dejen venir conmigo.

Aparte del deseo de mejorar mis relaciones con las personas que me rodeaban (a excepción de Peggotty), ningún otro plan podría haberme proporcionado mayor alegría. El dolor de mi corazón pareció calmarse ante la idea de volver a ver aquellos rostros sinceros, felices con mi llegada; de encontrar nuevamente la paz de las dulces mañanas dominicales, cuando las campanas repicaban, los guijarros caían en el agua y las sombras de los barcos se abrían paso entre la bruma; de vagabundear con la pequeña Emily, contándole mis desgracias mientras buscábamos amuletos entre las conchas y los guijarros de la playa. Sin embargo, no tardé en inquietarme al pensar que tal vez la señorita Murdstone no diera su consentimiento. Pero también eso se solucionó en seguida, pues, mientras seguíamos conversando, llegó ella para realizar una inspección nocturna de la despensa y Peggotty, con una osadía que me dejó perplejo, abordó directamente la cuestión.

–El muchacho no hará nada allí –afirmó la señorita Murdstone, escudriñando un bote de encurtidos–, y la ociosidad es la madre de todos los vicios. Aunque, en mi opinión, también perderá el tiempo aquí… y en cualquier otro lugar.

Peggotty estuvo a punto de contestarle de malos modos; pero, por cariño a mí, prefirió guardar silencio.

–¡Bah! –exclamó la señorita Murdstone, sin levantar la mirada de los encurtidos–. Lo más importante en estos momentos, lo verdaderamente primordial, es que nada moleste ni incomode a mi hermano. Supongo que lo mejor será decir que sí.

Le di las gracias, aunque sin manifestar la menor alegría, para que no retirara su consentimiento. Cuando vi cómo me miraba por encima del bote de encurtidos, no pude evitar pensar que había obrado con prudencia: sus ojos negros reflejaban tanta acritud como si hubieran absorbido todo el vinagre que el bote contenía. Pero el permiso fue concedido y jamás se retiró. Una vez transcurrido el mes, Peggotty y yo estuvimos listos para partir.

El señor Barkis entró en la casa para llevarse los baúles de Peggotty. Nunca le había visto franquear la puerta del jardín, pero en esta ocasión entró en la casa. Y, al cargar sobre sus hombros el de mayor tamaño y salir fuera, me dirigió una mirada que me pareció muy significativa, tratándose del inexpresivo señor Barkis.

Como es natural, Peggotty estaba muy afligida al abandonar el que había sido su hogar durante tantos años, el lugar donde había vivido con sus dos seres más queridos: mi madre y yo. Se había levantado muy temprano, asimismo, para pasear por el cementerio. Cuando subió al carro, se llevó el pañuelo a los ojos.

Mientras continuó en esa posición, el señor Barkis no dio señales de vida. Siguió sentado en su sitio, en la misma postura de siempre, como si fuera un enorme muñeco. Sin embargo, cuando Peggotty empezó a mirar a su alrededor y a hablar conmigo, él asintió con la cabeza y sonrió varias veces. No tengo la menor idea de por qué ni para quién.

–¡Qué día tan hermoso, señor Barkis! –dije, por cortesía.

–No está mal –respondió el carretero, que generalmente medía sus palabras y rara vez se comprometía.

–Peggotty ya está muy bien, señor Barkis –señalé, para su satisfacción.

–¿Ah, sí? –exclamó.

Después de reflexionar sobre mis palabras, el señor Barkis la miró con aire sagaz.

–¿De verdad está bien? –inquirió.

Peggotty se echó a reír, y respondió afirmativamente.

–Pero ¿lo está, de verdad? –gruño el carretero, acercándose a ella y dándole un codazo–. ¿Está usted segura? Pero, de verdad, ¿se encuentra bien? ¿Eh?

Y a cada una de esas preguntas, el señor Barkis se aproximaba un poco más a ella y le daba otro codazo; de modo que terminamos los tres amontonados en el extremo izquierdo del carro, y yo estaba tan estrujado que apenas podía respirar.

Cuando Peggotty le advirtió de mis apuros, el señor Barkis se apresuró a dejarme algo más de espacio y se alejó poco a poco. Pero no pude sino percatarme de que creía haber encontrado una forma maravillosa de expresar sus sentimientos, de una manera ingeniosa, agradable y picante, sin verse obligado a entablar conversación. Y lo cierto es que siguió riendo entre dientes durante un buen rato.

–¿De verdad está bien? –insistió poco después, volviéndose a Peggotty.

Y se acercó de nuevo a nosotros, hasta casi asfixiarme; y continuó haciéndolo una y otra vez, mientras repetía la misma pregunta con idéntico resultado. Al final, decidí ponerme en pie siempre que se aproximaba, con el pretexto de mirar el paisaje. Desde entonces, me fueron mejor las cosas.

El señor Barkis tuvo la cortesía de parar en una taberna expresamente para invitarnos a cerveza y a cordero asado. Allí volvió a sentir el deseo súbito de aproximarse a Peggotty, que estuvo a punto de atragantarse con la bebida. Sin embargo, a medida que nos acercábamos al final de nuestro viaje, tenía cada vez más trabajo y menos tiempo para galanterías; y, cuando pisamos el empedrado de Yarmouth, sospecho que las sacudidas y los traqueteos nos impidieron pensar en otra cosa.

El señor Peggotty y Ham esperaban en el lugar de siempre. Nos recibieron con mucho cariño y estrecharon la mano del señor Barkis, quien, con el sombrero echado hacia atrás y aire inexpresivo, les sonrió tímidamente y con piernas temblorosas. El señor Peggotty y su sobrino cogieron los dos baúles de Peggotty y, cuando íbamos a marcharnos, el carretero, muy solemne, hizo un gesto con el dedo índice para que me acercase a él bajo el arco de entrada.

–Todo ha ido bien –gruñó el señor Barkis.

Yo le miré a la cara.

–¡Oh! –contesté, tratando de decir algo muy profundo.

–El asunto no ha terminado todavía –me confió el carretero–. Pero todo ha ido bien.

–¡Oh! –exclamé de nuevo.

–Ya sabía que Barkis y sólo Barkis estaba disponible –prosiguió.

Asentí con un movimiento de cabeza.

–Todo va bien, amigo mío –repitió el carretero, tendiéndome la mano–. Gracias a su ayuda… Todo va bien.

En sus intentos por expresarse con claridad, el señor Barkis se mostraba tan misterioso que yo hubiera podido contemplar su rostro durante una hora sin que su expresión me proporcionara más información que un reloj sin cuerda; pero Peggotty me llamó. Mientras nos alejábamos de allí, quiso saber qué había dicho el carretero. Le dije que éste había asegurado que todo iba muy bien.

–¡Qué desvergonzado! –afirmó ella–. Pero no importa… Davy, querido, ¿qué le parecería si yo pensara en casarme?

–Bueno, supongo que me seguirías queriendo igual que ahora –respondí, tras unos instantes de reflexión.

Ante el asombro de los transeúntes, así como de sus familiares, que caminaban delante de nosotros, la buena mujer no pudo menos que detenerse y abrazarme allí mismo, afirmando enérgicamente que su amor era inalterable.

–Entonces, tesoro mío, ¿qué le parecería? –inquirió de nuevo, cuando reiniciamos nuestra marcha.

–¿Que pensaras en casarte… con el señor Barkis, Peggotty?

–Sí –replicó.

–Creo que sería una buena idea. Así tendrías siempre un caballo y un carro para venir a verme, y no te costaría nada.

–¡Pero qué inteligente es este niño! –exclamó Peggotty–. Eso es precisamente lo que llevo diciéndome este último mes. Sí, mi amor; y creo que también sería más independiente, y trabajaría de mejor gana en mi casa que en la de cualquier otro. No sé si ahora sería capaz de servir en casa de unos desconocidos, Davy. Además, así estaré cerca de la última morada de mi hermosa niña –continuó diciendo, pensativa–, y podré verla siempre que quiera; y, cuando llegue mi hora, podrán enterrarme cerca de ella.

Los dos guardamos silencio durante un rato.

–Pero, si eso contrariara a mi pequeño Davy, no volvería a pensar en ese matrimonio –añadió alegremente–. Aunque se hubieran publicado treinta veces las amonestaciones y tuviera el anillo en mi bolsillo.

–Mírame, Peggotty –contesté–; ¿acaso no ves lo contento que estoy y cuánto lo deseo?

Pues lo anhelaba de todo corazón.

–Está bien, vida mía –dijo Peggotty, dándome un achuchón–. He dado vueltas al asunto, noche y día, y espero no equivocarme; pero seguiré reflexionando y pediré a mi hermano su opinión. Entretanto, será nuestro secreto, Davy. Barkis es un hombre bueno y sencillo, y si me esfuerzo en cumplir mis deberes de esposa, viviré «de verdad muy bien»; de lo contrario, sólo yo tendría la culpa –concluyó, riéndose a carcajadas.

Esta alusión a las palabras del señor Barkis resultó tan oportuna y nos hizo tanta gracia que no pudimos evitar desternillarnos de risa; lo cierto es que estábamos de excelente humor cuando la casa del señor Peggotty apareció ante nuestros ojos.

Allí seguía, igual que siempre; aunque tal vez me pareció un poco más pequeña. La señora Gummidge nos esperaba en la puerta, como si no se hubiera movido de allí desde el día en que salió a despedirnos. Nada había cambiado en el interior, ni siquiera las algas del jarrón azul de mi dormitorio. Me dirigí al pequeño cobertizo y encontré los mismos cangrejos y langostas, con idéntico deseo de apresar cuanto encontraban a su paso, amontonados en el mismo viejo rincón.

Pero no se veía en ningún lugar a la pequeña Emily, así que le pregunté al señor Peggotty dónde estaba.

–En el colegio, señor –me respondió, mientras se enjugaba el sudor de la frente después de dejar en el suelo el baúl de Peggotty–. Volverá a casa dentro de veinte minutos o de media hora –añadió, mirando el reloj holandés–. Todos la echamos de menos, se lo aseguro.

La señora Gummidge gimió.

–¡Levante ese ánimo, mujer! –exclamó el señor Peggotty.

–Nadie sufre su ausencia tanto como yo –se lamentó la anciana–. Soy una criatura sola y desamparada y la pequeña Emily es la única que no me lleva la contraria.

La señora Gummidge empezó entonces a avivar el fuego, sin dejar de lloriquear y de mover la cabeza. El señor Peggotty nos miró mientras ella seguía atareada.

–¡Es por el viejo! –susurró, llevándose la mano a los labios.

Lo que me permitió deducir, sin temor a equivocarme, que el estado de ánimo de la señora Gummidge no había mejorado desde mi última visita.

La casa conservaba, o al menos así debería haber sido, el encanto de antaño, pero no produjo en mí la misma impresión. Creo que me sentí algo decepcionado; aunque quizá fuera porque la pequeña Emily no se encontraba allí. Como sabía el camino por donde vendría, no tardé en salir a esperarla.

En seguida apareció a lo lejos la figura de una niña y reconocí a mi pequeña amiga, que, a pesar de haber crecido, seguía siendo muy menuda. Pero cuando se acercó y vi sus ojos, más azules que nunca, y los hoyuelos de su rostro, que parecía aún más radiante, y toda ella más bonita y más alegre, me invadió un sentimiento extraño, que me empujó a fingir que no la conocía y a pasar junto a ella como si estuviera buscando algo en la lejanía. Y, si no me equivoco, no ha sido la única vez que he actuado así en la vida.

A la pequeña Emily no le importó. Me había visto muy bien; pero, en lugar de volverse y llamarme, echó a correr riéndose. Eso me obligó a salir disparado tras ella, pero iba tan deprisa que no logré alcanzarla hasta llegar cerca de la casa.

–¡Ah! ¿Eres tú? –exclamó la niña.

–Ya lo sabías, Emily –respondí yo.

–Y tú, ¿acaso no me habías reconocido?

Iba a darle un beso, pero ella tapó sus labios color de cereza con las manos y dijo que ya no era una chiquilla, y entró corriendo en la casa, riéndose más que nunca.

Parecía divertirse burlándose de mí, algo que antes no hacía y que ahora me desconcertaba. El té estaba servido en la mesa y nuestro pequeño cajón, en el sitio de siempre; pero, en vez de sentarse a mi lado, Emily se colocó junto a la quejumbrosa señora Gummidge; y cuando el señor Peggotty le preguntó el motivo, escondió el rostro tras sus cabellos despeinados y se limitó a reír.

–¡Es una gatita! –afirmó nuestro anfitrión, acariciándola con su enorme mano.

–¡Sí! ¡Eso es lo que es! –exclamó Ham–. ¡Eso es lo que es, señorito Davy!

Y la contempló regocijado, con una mezcla de admiración y de deleite que encendió sus mejillas.

Lo cierto es que todos mimaban a la pequeña Emily; sobre todo el señor Peggotty, de quien ella podía conseguir cualquier cosa con sólo acercar la carita a los hirsutos pelos de su barba. Ésa era mi opinión, al menos cuando la veía comportarse así; y creo que el señor Peggotty hacía bien. Pero era tan dulce y afectuosa y tenía un modo de ser tan encantador, tímido y atrevido al mismo tiempo, que me cautivó más que nunca.

Era muy compasiva, también; pues, cuando nos sentamos junto a la chimenea, después de tomar el té, y el señor Peggotty recordó la gran pérdida que yo había sufrido, sus ojos se llenaron de lágrimas, y me miró con tanto cariño desde el otro extremo de la mesa, que me sentí sumamente agradecido.

–¡Ah! –exclamó el señor Peggotty, cogiendo los rizos de la pequeña Emily y dejándolos resbalar por su mano como si fueran agua–. Aquí tiene a otra huérfana, señor. Y aquí –continuó diciendo, al tiempo que daba a Ham un revés en el pecho– a otro huérfano, aunque no lo parezca.

–Si usted fuera mi tutor, señor Peggotty –afirmé, moviendo la cabeza–, creo que no me sentiría tan triste.

–¡Bien dicho, señorito Davy! –gritó Ham, entusiasmado–. ¡Hurra! ¡Bien dicho! Por supuesto que no se sentiría tan triste.

Y, diciendo esas palabras, devolvió el revés a su tío, mientras la pequeña Emily se ponía en pie y le daba un beso.

–¿Y cómo está su amigo, señor? –me preguntó el señor Peggotty.

–¿Steerforth?

–¡El mismo! –exclamó, volviéndose hacia Ham–. Sabía que se apellidaba algo parecido.

–Decía que su nombre era Rudderford –comentó Ham, muerto de risa.

–¡Y bien! –respondió el señor Peggotty–. Steer o Rudder, no andaba muy descaminado.

–Se encontraba muy bien cuando me marché del internado –contesté.

–¡Eso sí que es un amigo! –dijo mi anfitrión, extendiendo la mano que sujetaba la pipa–. ¡Un verdadero amigo! Que el diablo me lleve si no es un placer tenerlo delante.

–Es un joven muy apuesto, ¿verdad? –inquirí, dichoso de oír sus elogios.

–¿Apuesto? –repitió el señor Peggotty–. Cuando uno lo tiene delante, como si fuera un… un… Aunque no sé con qué compararlo. ¡Y es tan audaz!

–En efecto, así es su carácter –añadí–. Valiente como un león, y no pueden imaginar lo leal que es.

–Supongo que a la hora de estudiar, tampoco tendrá rival –dijo el señor Peggotty, mirándome a través del humo de su pipa.

–Está usted en lo cierto –repliqué, encantado–; parece saberlo todo. Es asombrosamente listo.

–¡Eso sí que es un amigo! –repitió el señor Peggotty, moviendo gravemente la cabeza.

–Es como si nada le costara trabajo –continué–. Le basta ver una cosa, para saber hacerla. Es el mejor jugador de críquet del mundo. Y puede cederles todas las piezas que quieran, si juegan con él a las damas, pues les derrotará fácilmente.

El señor Peggotty volvió a mover la cabeza, como diciendo: «Por supuesto que sí».

–Y es tan buen orador –proseguí– que convence a cualquiera de sus deseos; y si le oyeran cantar…

El señor Peggotty asintió, como si no le cupiese la menor duda.

–Y es un muchacho tan noble y generoso –afirmé, llevado por la emoción– que nuestros elogios siempre se quedarán cortos. Jamás podré agradecerle la generosidad con que me protegió en el internado, a pesar de ser mucho menor y más ignorante que él.

Seguía hablando de Steerforth, cada vez más enardecido, cuando mis ojos se posaron en el rostro de la pequeña Emily, que, inclinada sobre la mesa, escuchaba mis palabras con la más profunda atención, conteniendo el aliento, con los ojos brillantes como dos piedras preciosas y las mejillas encendidas. Y al verla tan interesada y tan hermosa, me detuve embelesado; y entonces todos la miraron y rompieron a reír.

–Emily es como yo –afirmó Peggotty–, y le gustaría conocerlo.

Al darse cuenta de que todos la observábamos, la pequeña Emily bajó la cabeza avergonzada, mientras el rubor cubría su semblante. Y cuando se percató, mirándonos entre sus rizos despeinados, de que seguíamos pendientes de ella (estoy seguro de que, al menos yo, podría haber continuado así durante mucho tiempo), salió corriendo y no apareció hasta casi la hora de acostarnos.

Me eché en mi vieja cama, en la popa del barco, y el viento empezó a gemir sobre el arenal, igual que antaño. Pero ahora yo tenía la sensación de que se lamentaba por los que se habían ido para siempre; y, en vez de imaginar que la marea podía subir durante la noche, llevándose la casa del señor Peggotty, pensé en aquel otro mar embravecido que, desde mi última estancia allí, había arrastrado bajo sus aguas mi hogar feliz. Recuerdo que, cuando el rumor del viento y de las olas empezó a decrecer, añadí una pequeña cláusula a mis plegarias, rogando a Dios que me convirtiera pronto en un hombre para poder casarme con la pequeña Emily, antes de dormirme con el corazón rebosante de amor.

Los días transcurrieron de forma muy parecida a los de mi viaje anterior; la única diferencia (sin duda muy grande) era que la pequeña Emily y yo apenas paseábamos juntos por la playa. Ella tenía que coser y que estudiar sus lecciones, y estaba ausente la mayor parte del día. Sin embargo, sentía que, si las circunstancias hubieran sido otras, tampoco habríamos deambulado como antes. A pesar de su rebeldía y de sus caprichos infantiles, Emily era más mujercita de lo que yo había imaginado. ¡Parecía haberse distanciado tanto de mí en poco más de un año! Me quería, pero se reía de mí y le gustaba llevarme la contraria. Siempre que salía a esperarla, se escabullía y regresaba a casa por otro camino; y cuando yo volvía, desilusionado, me esperaba riendo junto a la puerta. Los mejores momentos eran aquellos en los que se sentaba plácidamente con su labor, en la entrada de la casa, y yo me colocaba a sus pies, en el escalón de madera, y le leía en voz alta. Es como si jamás hubiera vuelto a ver unas tardes tan luminosas como las de aquel mes de abril; ni a contemplar una figurita tan radiante como la que solía sentarse en la puerta de la vieja barca; ni a tener ante mis ojos un cielo y un mar tan bellos, ni unos barcos tan majestuosos, alejándose con sus velas en medio del dorado crepúsculo.

La misma tarde de nuestra llegada, el señor Barkis se presentó, con aire torpe y desmañado, llevando un montón de naranjas en un pañuelo anudado. Como no hizo la menor alusión a ellas durante su visita, supusimos que las había dejado olvidadas al marcharse; hasta que Ham, después de correr tras él para devolvérselas, regresó con la noticia de que eran para Peggotty. A partir de entonces, apareció todos los días exactamente a la misma hora, y siempre con un hatillo, al que nunca hacía referencia, y que dejaba invariablemente detrás de la puerta. Aquellas ofrendas de su amor eran de lo más variopintas y excéntricas. Recuerdo entre ellas ocho manitas de cerdo, un enorme alfiletero, medio saco de manzanas, un par de pendientes de azabache, algunas cebollas de España, una caja de dominó, un canario con su jaula y una pata de cerdo adobada.

La forma de cortejar del señor Barkis era, asimismo, bastante singular. Apenas hablaba, y se sentaba junto al fuego en la misma postura que en su carro, sin dejar de mirar a Peggotty, que se colocaba frente a él. Cierta noche, supongo que en un arrebato de amor, se abalanzó sobre el pedacito de cera que ella guardaba para el hilo, lo guardó en el bolsillo de su chaleco y se lo llevó. Desde entonces, su mayor felicidad era sacarlo cuando Peggotty lo necesitaba, aunque estuviera pegado al forro y medio derretido, y volver a guardarlo cuando ya lo había utilizado. Parecía disfrutar muchísimo y no sentirse obligado a decir nada. Ni siquiera cuando paseaba con Peggotty por el arenal; se contentaba con preguntarle de vez en cuando si se encontraba bien de verdad. Y recuerdo que algunas veces, cuando se marchaba, ella se tapaba el rostro con el delantal y se pasaba media hora riendo. Lo cierto es que a todos nos divertía el señor Barkis, en mayor o menor medida, excepto a la señora Gummidge, cuyo noviazgo había sido, al parecer, bastante similar, pues se acordaba constantemente de su viejo marido.

Se acercaba el final de mi visita cuando nos anunciaron que Peggotty y el señor Barkis cogerían un día libre y Emily y yo les acompañaríamos. Apenas dormí la noche anterior, ante la perspectiva de pasar todo el día con la pequeña Emily. Nos levantamos muy temprano y aún no habíamos terminado de desayunar, cuando vimos al señor Barkis en la lontananza, conduciendo un carruaje hacia el objeto de su amor.

Peggotty llevaba, como siempre, ropa de luto, limpia y sencilla; pero el señor Barkis apareció muy elegante con su nueva chaqueta azul. El sastre la había cortado con tanta generosidad que sus puños habrían permitido prescindir de guantes, incluso en los días más fríos; y el cuello era tan alto que levantaba sus cabellos y se los ponía de punta. Los relucientes botones eran, también, de gran tamaño. Unos pantalones grises y un chaleco de ante acababan de convertir al señor Barkis, en mi opinión, en un modelo de respetabilidad.

Cuando estábamos más nerviosos y alborotados junto a la puerta, vi que el señor Peggotty traía en la mano un zapato viejo, que debía ser lanzado contra nosotros para darnos buena suerte; con ese propósito, se lo ofreció a la señora Gummidge.

–No, será mejor que lo arroje otra persona, Daniel –dijo la anciana–. No soy más que una criatura sola y desamparada, y todo lo que me recuerda que hay criaturas que no están solas ni desamparadas me contraría.

–Vamos, mujer –exclamó el señor Peggotty–. ¡Coja el zapato y tírelo!

–No, Daniel –contestó la señora Gummidge, lloriqueando y moviendo la cabeza–. Si no fuera tan sensible, podría hacerlo. Las cosas no le afectan tanto como a mí, Daniel. Nada parece contrariarle ni usted contraría a nadie; será mejor que lo arroje usted.

Pero entonces Peggotty, que había ido de uno a otro, besando a todos, gritó desde el carruaje, donde ya nos habíamos subido (Emily y yo ocupábamos dos pequeños asientos contiguos), que era la señora Gummidge quien debía lanzarlo. Y así lo hizo; aunque lamento tener que decir que estropeó la alegría de nuestra partida, pues inmediatamente rompió a llorar y se desplomó en brazos de Ham, al tiempo que manifestaba que ya sabía que era una carga y que lo mejor sería enviarla en seguida al asilo. Me pareció una idea muy buena, que Ham debería haber puesto en práctica.

La señora Gummidge lanza un zapato en el momento de salir

Nos pusimos, no obstante, en camino; lo primero que hicimos fue parar delante de una iglesia, donde el señor Barkis, después de atar el caballo a una cerca, entró con Peggotty, dejándonos solos a la pequeña Emily y a mí. Aproveché la ocasión para rodear su talle con mi brazo y proponerle que, puesto que iba a marcharme tan pronto, fuéramos muy cariñosos el uno con el otro y pasáramos un gran día. El hecho de que ella aceptara y me dejara besarla, me infundió valor; y recuerdo que le aseguré que jamás podría amar a otra mujer y que estaba dispuesto a derramar la sangre de cualquiera que aspirase a su afecto.

¡Cuánto se divirtió la pequeña Emily con mis palabras! Y con qué seriedad me dijo, dando por sentado que era mucho mayor y más sabia que yo, que no era más que «un tonto». Después, se echó a reír de un modo tan encantador que, sólo con mirarla, se me olvidó lo que me había dolido su desdeñoso apelativo.

El señor Barkis y Peggotty estuvieron mucho tiempo dentro de la iglesia, pero al fin salieron, y entonces nos alejamos de la ciudad. De camino, el señor Barkis se volvió hacia mí y me preguntó, guiñando un ojo (dicho sea de paso, jamás le hubiera creído capaz de realizar semejante gesto):

–¿Recuerda qué nombre escribí en el carromato?

–Clara Peggotty –respondí.

–¿Y qué nombre escribiría ahora si tuviéramos un toldo?

–Otra vez Clara Peggotty, ¿no?

–¡Clara Peggotty BARKIS! –me contestó, soltando una carcajada que hizo temblar el carricoche.

En pocas palabras, se habían casado y con ese propósito habían entrado en la iglesia. Peggotty había decidido contraer matrimonio en la intimidad; el sacristán había sido su padrino, y no había habido testigos de la ceremonia. Pareció algo turbada cuando oyó al señor Barkis anunciar tan bruscamente su unión, y no se cansaba de abrazarme en prueba de que su cariño seguía siendo el mismo; pero no tardó en serenarse y en decir que se alegraba mucho de que todo hubiese acabado.

Nos dirigimos a una pequeña posada en un camino vecinal, donde esperaban nuestra llegada; y allí nos dieron una comida suculenta y pasamos una jornada muy feliz. Peggotty estaba tan tranquila, como si llevase diez años celebrando su boda todos los días. Parecía la misma de siempre, y salió a dar un paseo con Emily y conmigo justo antes del té, mientras el señor Barkis fumaba filosóficamente su pipa y se entretenía, supongo, meditando sobre su felicidad. Y eso le abrió el apetito; pues recuerdo con claridad que, a pesar de haber devorado al mediodía una generosa ración de cerdo con verduras, además de uno o dos pollos, tuvieron que servirle tocino frío con el té; y lo cierto es que engulló un buen pedazo sin inmutarse.

A menudo he pensado, desde entonces, en lo extraña, inocente y fuera de lo común que debió de ser aquella boda. Nada más anochecer, subimos al carruaje y volvimos tranquilamente a casa, contemplando las estrellas y convirtiéndolas en el centro de nuestra conversación. Yo era quien más hablaba y mis conocimientos abrieron nuevos horizontes al señor Barkis. Le expliqué cuanto sabía, pero él habría creído cualquier cosa que yo le dijera, pues sentía un profundo respeto por mi inteligencia, e incluso oí cómo le aseguraba a su mujer que yo era «un joven Roscius»; creo que con ello quería decir que era un prodigio.

Cuando agotamos el tema de las estrellas, o para ser más exactos, cuando hube agotado las facultades intelectuales del señor Barkis, la pequeña Emily y yo nos cubrimos con una vieja manta, que nos sirvió de abrigo el resto del camino. ¡Ah, cómo la amaba! ¡Qué feliz sería (pensaba yo) si estuviéramos casados y pudiéramos vivir juntos en algún lugar! Entre los árboles, en medio del campo, sin envejecer jamás, sin aprender nada nuevo, siempre niños, caminando de la mano bajo el sol, a través de prados floridos, apoyando nuestras cabezas en el musgo, al caer la noche, y entregándonos a un sueño muy dulce, repleto de paz y de pureza, hasta el momento en que los pájaros nos enterraran, después de nuestra muerte. Aquellas imágenes, tan irreales, ocuparon mi pensamiento durante todo el trayecto, iluminadas por la luz de nuestra inocencia y tan difusas como las lejanas estrellas. Me alegra pensar que en la boda de Peggotty hubo dos corazones tan candorosos como el de la pequeña Emily y el mío. Me alegra pensar que los Amores y las Gracias adoptaron tan etéreas formas en su modesto cortejo.

Llegamos, así, a nuestra vieja gabarra a la hora prevista; y allí el señor y la señora Barkis se despidieron de nosotros y se marcharon juntos a su casa. Fue entonces cuando sentí, por primera vez, que había perdido a Peggotty. Habría sido profundamente desgraciado al acostarme si no hubiera estado bajo el mismo techo que la pequeña Emily.

El señor Peggotty y Ham sabían muy bien cómo me sentía y, para ahuyentar mi tristeza, nos recibieron con rostro hospitalario y la cena preparada. La pequeña Emily se sentó a mi lado en el cajón; y aquélla fue la única vez que lo hizo durante mi estancia, un maravilloso colofón para un maravilloso día.

Era noche de marea; y, nada más acostarnos, el señor Peggotty y Ham salieron a pescar. Me sentí muy orgulloso de quedarme solo, en una casa tan apartada, como único protector de Emily y de la señora Gummidge; y deseé que un león, una serpiente o cualquier monstruo maligno nos atacara, a fin de poder destruirlo y cubrirme de gloria. Pero como aquella noche no paseaba por el arenal de Yarmouth ningún animal de esas características, me contenté con ver dragones en mis sueños hasta que empezó a rayar el día.

Con la mañana llegó Peggotty; y me llamó por la ventana, como de costumbre, como si el señor Barkis, el carretero, hubiese sido un sueño desde el principio hasta el fin. Después del desayuno, me acompañó a su nuevo hogar, que era pequeño, pero muy bonito. De todos sus muebles, el que más me impresionó fue un viejo escritorio de madera oscura que había en la sala (la cocina, embaldosada, era el lugar habitual de reunión), cuya parte superior se abatía y quedaba convertida en un pupitre; dentro de él había una edición en cuarto del de Fox. En cuanto descubrí este valioso volumen, del que no recuerdo ni una sola palabra, me puse a leerlo; y siempre que volvía a aquella casa, me arrodillaba en una silla para abrir el estuche que guardaba semejante joya, apoyaba mis brazos en el pupitre y continuaba devorando sus páginas. Sospecho que lo que más me atraía eran sus numerosas ilustraciones, que representaban las atrocidades más terribles; y los mártires y el hogar de Peggotty quedaron para siempre unidos en mi memoria.

Me despedí del señor Peggotty, de Ham, de la señora Gummidge y de la pequeña Emily ese mismo día; y pasé la noche en casa del señor Barkis, en una pequeña buhardilla (el libro de los cocodrilos estaba en un estante, junto a la cabecera de la cama). Peggotty me dijo que aquel cuartito siempre sería mío y que ella se encargaría de que todo siguiera como estaba.

–Joven o vieja, querido Davy, mientras yo viva y tenga este techo sobre mi cabeza –exclamó Peggotty–, lo encontrará igual que si esperara su llegada de un momento a otro. Lo limpiaré todos los días, como hacía con su pequeño dormitorio, tesoro mío; y puede estar seguro de que, aunque se fuera a la China, yo lo conservaría así de reluciente durante toda su ausencia.

La nobleza y la fidelidad de mi vieja niñera me llegaron al alma y le di las gracias lo mejor que pude. Pero soy consciente de que no lo hice demasiado bien, pues ella me abrazó y me dijo esas palabras por la mañana… y era la misma mañana en que yo tenía que regresar a casa. El señor Barkis y Peggotty me condujeron allí, y me dejaron en la entrada del jardín, no sin esfuerzo y con el corazón encogido. Y fue extraño ver cómo el carromato se alejaba, llevándose a Peggotty, mientras yo me quedaba solo, bajo los gigantescos olmos, frente a una casa donde nadie volvería a mirarme con ternura o con afecto.

Y caí entonces en un estado de abandono que no puedo recordar sin sentir lástima. Mi soledad era tan completa –alejado de mis amistades, privado de la compañía de otros muchachos de mi edad, abandonado a mis tristes pensamientos– que todavía hoy, mientras escribo, parece arrojar su sombra sobre este papel.

Habría dado cualquier cosa por que me enviaran al internado más severo que haya existido jamás; por que me enseñaran algo, de cualquier manera, en cualquier lugar. Pero perdí toda esperanza. Ellos no me querían; y me trataban con resentimiento y con dureza. Creo que el señor Murdstone tenía dificultades económicas; pero eso era lo de menos. Lo cierto es que no podía soportar mi presencia; es posible que, al mantenerme alejado, sólo pretendiese que yo olvidara que tenía derecho a esperar algo de él. Y lo consiguió.

No puedo decir que me maltratasen; no me pegaban ni me obligaban a pasar hambre. Pero me mortificaban sin descanso, de manera fría y sistemática. Me vi cruelmente abandonado día tras día, semana tras semana, mes tras mes. A menudo pienso qué habrían hecho si yo hubiera caído enfermo, ¿me habrían dejado languidecer solo en mi dormitorio o habría ido alguien a cuidarme?

Cuando el señor y la señorita Murdstone estaban en casa, comía con ellos; en su ausencia, lo hacía solo. Pasaba las horas vagando por las habitaciones y por el jardín, lo que les dejaba indiferentes. Pero no querían que trabara amistad con nadie, pues temían, quizá, que me quejase de ellos. Por ese motivo, aunque el señor Chillip me pedía a menudo que fuera a visitarlo (era viudo y había perdido unos años antes a su esposa, una mujer rubia y menuda, cuya imagen ha quedado ligada en mi memoria a una gatita de pelaje atigrado), rara vez tenía la felicidad de pasar una tarde en su gabinete de médico, leyendo un libro nuevo, rodeado del olor que emanaba de todos sus fármacos, o machacando algo en un mortero bajo su amable dirección.

Por el mismo motivo, y sin duda también a causa de la vieja aversión que sentían por ella, apenas me permitían visitar a Peggotty. Fiel a su promesa, ella venía a verme o se reunía conmigo en algún lugar cercano, una vez a la semana; y jamás llegaba con las manos vacías. Pero fueron muchas y muy amargas mis decepciones, ¡me impidieron tantas veces pasar unos días en su casa! En ocasiones, sin embargo, y muy de tarde en tarde, me permitían ir. Y entonces descubrí que el señor Barkis era algo tacaño o, como Peggotty decía respetuosamente, «un poquito agarrado», y guardaba un montón de dinero en una caja, debajo de su cama, fingiendo que sólo contenía pantalones y chaquetas. Ocultaba sus riquezas en ese cofre con tanta modestia y tenacidad que, para realizar el gasto más insignificante, había que recurrir siempre a algún ardid; de modo que Peggotty tenía que inventar largas y complicadas estratagemas, una verdadera Conspiración de la Pólvora, para las compras del sábado.

Durante todo ese tiempo, fui consciente de estar desperdiciando el talento que pudiera tener, en medio de aquel abandono, y, de no haber sido por mis viejos libros, habría sido terriblemente desgraciado. Eran mi único consuelo; y fui tan leal a ellos como ellos lo fueron conmigo; los leí y los releí, he olvidado cuántas veces.

Me acerco ahora a un período de mi vida que jamás podré olvidar mientras me quede un ápice de memoria; su recuerdo me ha perseguido como un fantasma, sin yo invocarlo, y ha atormentado mis horas más felices.

Un día en que había estado paseando sin rumbo fijo, ensimismado en mis pensamientos (lo que era habitual en mí, dada la vida que llevaba), al doblar un sendero cerca de nuestra casa, me encontré con el señor Murdstone, acompañado de otro caballero. Me disponía a pasar junto a ellos, muy turbado, cuando este último gritó:

–¡Pero si es Brooks!

–No, señor; soy David Copperfield –respondí.

–No diga tonterías. Es usted Brooks –insistió el caballero–. Brooks de Sheffield. Ése es su nombre.

Mientras pronunciaba esas palabras, lo observé con mayor atención. Su risa me resultó familiar y no tardé en reconocer al señor Quinion, a quien había conocido en Lowestoft, el día en que el señor Murdstone me llevó allí de excursión, antes de que… Poco importa, ¿para qué remover viejos recuerdos?

–¿Cómo está, Brooks? ¿Dónde estudia? –inquirió el señor Quinion.

Había colocado su mano sobre mi hombro, y me obligó a dar media vuelta para que los acompañase en su paseo. No sabía qué contestar, así que volví los ojos al señor Murdstone, vacilante.

–De momento vive en casa –explicó éste–. No recibe ninguna educación. No sé qué hacer con él. Es un muchacho muy difícil.

Su mirada, esa mirada traicionera que yo conocía tan bien, se clavó un instante en mí; y entonces frunció el ceño y apartó sus ojos con expresión de odio.

–¡Vaya! –exclamó el señor Quinion, observándonos a los dos–. ¡Qué tiempo tan hermoso!

El silencio siguió a sus palabras y, cuando estaba pensando el mejor modo de liberar mi hombro de su mano y alejarme de allí, preguntó:

–Supongo que seguirá siendo un chico listo, ¿no es así, Brooks?

–En efecto; inteligencia no le falta –dijo el señor Murdstone con impaciencia–. Será mejor que lo deje marchar. No le dará las gracias por preocuparse de él.

Al oír esto, el señor Quinion me soltó, y yo me encaminé hacia la casa. Cuando me volví, en el momento de entrar en el jardín, vi al señor Murdstone apoyado en el portillo del cementerio, mientras conversaba con su amigo. Los dos me miraban, y tuve la sensación de que estaban hablando de mí.

El señor Quinion se quedó a pasar la noche con nosotros. Al día siguiente, después del desayuno, cuando yo ya había colocado mi silla en su sitio y me disponía a salir del comedor, el señor Murdstone me llamó. Se dirigió muy serio al escritorio, donde su hermana trabajaba, mientras el señor Quinion seguía junto a la ventana, contemplando el paisaje con las manos en los bolsillos; yo les miré.

–David –dijo el señor Murdstone–, cuando se es joven hay que trabajar, en lugar de andar cabizbajo y perder el tiempo.

–Como haces tú –añadió su hermana.

–Jane Murdstone, te ruego que dejes el asunto en mis manos. Decía, David, que cuando se es joven hay que trabajar, en lugar de andar cabizbajo y perder el tiempo. Especialmente un joven con un carácter como el tuyo, que necesita mano dura. Estoy convencido de que el mejor favor que puede hacerse a alguien como tú es obligarle a adquirir el hábito del trabajo, con el fin de someter y quebrar su obstinación.

–Porque ésta no es nada buena –le interrumpió su hermana–. Por eso hay que aplastarla. Y la aplastaremos, no te quepa la menor duda.

El señor Murdstone le dirigió una mirada, tanto de censura como de aprobación, antes de continuar.

–Supongo que ya sabes, David, que no soy un hombre rico. En cualquier caso, vengo a confirmártelo. Has recibido hasta ahora una esmerada educación. Un internado es muy caro y, aunque no lo fuese y yo pudiera costearlo, tengo el convencimiento de que no sería lo mejor para ti. En este mundo, la vida es una lucha y cuanto antes comiences, mejor.

Creo que pensé que hacía ya tiempo que había empezado; y si no, lo pienso ahora.

–¿Has oído hablar de nuestra empresa? –preguntó el señor Murdstone.

–¿De su empresa, señor? –repetí.

–Murdstone y Grinby, comerciantes de vino.

Debió de leer en mi rostro la incertidumbre, pues se apresuró a decir:

–¿Has oído hablar de la empresa, del negocio, de las bodegas, del muelle o de algo parecido?

–Creo que del negocio, señor –contesté, recordando lo poco que sabía de sus ingresos y de los de su hermana–. Pero ignoro cuándo.

–Eso carece de importancia –respondió–. El señor Quinion es quien lo dirige.

Lancé una mirada respetuosa a éste, que continuaba admirando el paisaje desde la ventana.

–El señor Quinion dice que varios muchachos trabajan allí y que no hay ninguna razón que te impida entrar en las mismas condiciones que ellos.

–Puesto que no parece tener ninguna otra perspectiva, Murdstone –comentó el señor Quinion, en voz baja y dándose media vuelta.

–Ganarás lo suficiente para pagar la comida y la bebida, así como los pequeños gastos –prosiguió el señor Murdstone con gesto impaciente, casi airado–. Yo me ocuparé de tu alojamiento (que ya he concertado) y del lavado de tu ropa…

–Y yo tendré cuidado de que sus precios no sean excesivos –añadió su hermana.

–También te compraré las prendas de vestir –dijo el señor Murdstone–, ya que aún no estás en condiciones de atender ese gasto. De modo que ahora te irás a Londres con el señor Quinion, David, para empezar a vivir por tu cuenta.

–En pocas palabras, tienes un empleo –afirmó su hermana–; y espero que te dignes cumplir con tu deber.

Aunque me di cuenta de que lo único que pretendían era deshacerse de mí, soy incapaz de recordar si me sentí dichoso o asustado. Supongo que estaba tan confuso que oscilaba entre esos dos sentimientos, sin llegar a decantarme por ninguno. Y tampoco tuve mucho tiempo para aclarar mis ideas, pues el señor Quinion se marchaba al día siguiente.

Heme aquí la mañana de nuestra partida, con mi viejo sombrerito blanco, rodeado de un crespón negro en señal de luto por mi madre, con una chaqueta negra y unos pantalones de dura y gruesa pana, que la señorita Murdstone consideraba la mejor armadura para mis piernas en esa lucha con el mundo que me disponía a iniciar. Imaginadme así vestido, con lo poco que poseía dentro de un pequeño baúl, solo y desamparado (como hubiera dicho la señora Gummidge), en la silla de posta que conducía al señor Quinion hasta Yarmouth, donde tomaría la diligencia de Londres. Nuestra casa y la iglesia van disminuyendo en la distancia; la tumba al pie del árbol desaparece, pues otros objetos se interponen; la aguja del campanario deja de señalar el lugar donde yo jugaba, y el cielo queda desierto.

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