David Copperfield

XLII Una infamia

XLII

Aunque este manuscrito sea sólo para mí, tengo la impresión de que no debería ser yo quien contara cuán duramente trabajé para aprender estenografía y dominar sus terribles entresijos, movido por la conciencia de mi responsabilidad con Dora y sus tías. He hablado ya de mi perseverancia en ese período de mi vida, y de la paciente y continua energía que empezó entonces a madurar en mí, y que constituye sin duda la parte más fuerte de mi carácter (si es que hay alguna fuerza en él). Añadiré solamente que, cuando vuelvo la vista atrás, descubro en esas cualidades la fuente de mis éxitos. He sido muy afortunado en los asuntos materiales; muchos hombres han trabajado más duramente que yo sin conseguir ni la mitad de mis logros; pero yo habría sido incapaz de realizar lo que he realizado sin los hábitos de puntualidad, orden y diligencia, sin la determinación de concentrar en cada momento mis esfuerzos en un solo objeto, aunque hubiera otro a continuación pisándole los talones. Dios sabe que no lo escribo para vanagloriarme. El hombre que pasa revista a su propia vida, como lo hago yo aquí, página tras página, necesita haber sido un santo para no lamentar vivamente las muchas aptitudes ignoradas, oportunidades desperdiciadas, sentimientos imprevisibles y malvados, constantemente en pugna dentro de su pecho y siempre victoriosos. Me atrevo a afirmar que no tengo un solo don natural del que no haya abusado. Lo que quiero decir simplemente es que, siempre que he intentado hacer algo en mi vida, he puesto todo mi empeño en hacerlo bien; que, cuando me he consagrado a algo, lo he hecho en cuerpo y alma; que, tanto en las cosas pequeñas como en las grandes, he trabajado siempre con la mayor seriedad. Nunca he creído posible que una habilidad natural o adquirida pudiera desdeñar la compañía de otras virtudes más humildes como la laboriosidad y la perseverancia. En este mundo no hay nada comparable al deseo de llegar hasta el fondo de las cosas. Es posible que el talento y la oportunidad constituyan los dos largueros de la escalera por la que algunos hombres suben, pero los peldaños deben ser sólidos y resistentes; y nada puede sustituir a una voluntad ardiente y sincera. Ahora me doy cuenta de que mis reglas de oro han sido no hacer nada a medias y no menospreciar ninguna de mis tareas, cualesquiera que fueran.

No repetiré aquí hasta qué punto debo a Agnes el haber puesto en práctica estos principios. Mi narración me lleva de nuevo a ella, con tierno agradecimiento.

Vino a pasar quince días a casa del doctor Strong. Éste era un viejo amigo del señor Wickfield y deseaba hablar con él para animarle. Se lo había comentado a Agnes en su última visita a Londres, y aquel viaje era el resultado de la conversación. Padre e hija llegaron juntos. No me sorprendió oír decir a Agnes que se había comprometido a encontrar un alojamiento en la vecindad para la señora Heep, cuyo reumatismo necesitaba un cambio de aires, y que estaría encantada de disfrutar de nuestra compañía. Tampoco me extrañó que Uriah llegara al día siguiente, como un buen hijo, acompañando a su madre al nuevo hospedaje.

–¿Ve usted, señorito Copperfield? –exclamó, imponiéndome su compañía mientras daba una vuelta por el jardín del doctor–. Cuando se ama, se está un poco celoso… o, como mínimo, se desea no perder de vista al ser amado.

–¿De quién tiene celos ahora? –quise saber.

–Gracias a usted, señorito Copperfield –respondió–, de nadie en particular… o, por lo menos, de ninguna persona del sexo masculino.

–¿Quiere eso decir que está celoso de alguna persona del sexo femenino?

Me miró de reojo con sus siniestros ojos rojizos y se echó a reír.

–La verdad, señorito Copperfield… Sé que debería llamarle señor Copperfield, pero espero que me perdone, es la costumbre… Es usted tan persuasivo que me sonsaca todo lo que quiere. Pues bien, no me importa reconocer –añadió, poniendo sobre mí su mano fría y húmeda– que no soy hombre que goce de popularidad entre las mujeres, y nunca he sido del agrado de la señora Strong.

Sus ojos se tornaron verdosos mientras me observaban con diabólica astucia.

–¿Qué quiere decir con esas palabras? –inquirí.

–A pesar de ser un hombre de leyes, señorito Copperfield –repuso con una desagradable sonrisa–, en esta ocasión no quiero decir sino lo que acaba de oír.

–¿Y qué significa su mirada? –pregunté sin inmutarme.

–¿Mi mirada? ¡Vaya por Dios, Copperfield! ¡Es usted terrible! ¿Que qué significa mi mirada?

–Sí, su mirada –contesté.

Parecía muy divertido y se rió con toda la animación de que era capaz. Después de rascarse un poco la barbilla, prosiguió, con los ojos bajos… sin dejar de rascarse, muy lentamente:

–Cuando no era más que un humilde empleado, la señora Strong me miraba siempre con desprecio. Agnes se pasaba la vida yendo y viniendo de su casa, y a usted lo quería mucho, señorito Copperfield; pero yo estaba muy por debajo de ella para que se fijara en mí.

–¿Y qué? –respondí–. ¡Así eran las cosas!

–Y muy por debajo de él, también –continuó Uriah, con voz muy clara y aire pensativo, mientras seguía rascándose la barbilla.

–¿Acaso no conoce lo suficiente al doctor –dije– para saber que es incapaz de recordar la existencia de nadie que no esté delante de sus ojos? –pregunté.

Me miró nuevamente de soslayo y alargó su rostro para rascarse con más comodidad.

–¡Oh, no! –respondió–. No me refiero al doctor. ¡Pobre hombre! Estoy hablando del señor Maldon.

Tuve la impresión de que mi corazón dejaba de latir. Comprendí que todos mis temores y mis dudas, toda la felicidad y la paz del doctor, todas las posibles combinaciones de inocencia y de compromiso que yo no había conseguido desentrañar se hallaban a merced de las contorsiones de aquel individuo.

–Era incapaz de entrar en el despacho sin darme órdenes y empujarme de un lado a otro –afirmó Uriah–. ¡Qué caballero tan distinguido! Yo era muy sumiso y humilde… al igual que ahora. Pero no me gustaba que me tratara así… ¡y sigue sin gustarme!

Dejó de rascarse el mentón y absorbió las mejillas hasta que parecieron tocarse en el interior de su boca, sin dejar de mirarme de reojo.

–Ella es una de sus hermosas mujeres –prosiguió, una vez que su rostro recuperó su forma habitual–, y sé que no está dispuesta a entablar amistad con un individuo de mi calaña. Es precisamente la clase de persona que desearía algo mejor para Agnes. No, no soy un hombre que goce de popularidad entre sus mujeres, señorito Copperfield; pero hace mucho tiempo que soy todo ojos. Nosotros, las personas humildes, tenemos los ojos bien abiertos, por lo general… y no se nos escapa el menor detalle.

Traté de fingir que no comprendía ni me inquietaban sus palabras, pero leí en su mirada que no le engañaba.

–Pues bien, Copperfield, no dejaré que me pisoteen –continuó diciendo, arqueando la parte de la cara donde habrían estado sus cejas pelirrojas si hubieran existido, con expresión de maléfico triunfo–, y haré cuánto esté mis manos para poner fin a esa amistad. No la apruebo. No me importa confesarle que soy poco generoso, y deseo tener a raya a los intrusos. De ser posible, no correré el riesgo de que conspiren contra mí.

–Es usted el que siempre está tramando algo –exclamé–; por eso imagina que todo el mundo hace lo mismo.

–Quizá, señorito Copperfield –replicó–; pero tengo un motivo, como siempre decía mi socio, y lo persigo con uñas y dientes. No conviene abusar de mí porque sea un hombre humilde. No dejaré que nadie se interponga en mi camino. ¡Todos tendrán que bajarse del carro, señorito Copperfield!

–No le entiendo –dije.

–¿De veras? –respondió, con una de sus contorsiones–. No sabe cuánto me sorprende, señorito Copperfield, ¡una persona tan inteligente como usted! Intentaré ser más claro la próxima vez. ¿No es el señor Maldon aquel jinete que toca la campanilla de la entrada?

–En efecto, parece él –repuse, con la mayor despreocupación posible.

Uriah se detuvo bruscamente, colocó las manos entre sus huesudas rodillas y se retorció de risa. Una risa totalmente silenciosa. No se le escapó el menor sonido. Su odiosa conducta y sobre todo aquella exhibición final me repugnaron de tal modo que me marché sin despedirme; y allí le dejé, en medio del jardín, como un espantapájaros que no tuviera donde sostenerse.

No fue aquella tarde, si mal no recuerdo, sino dos días después, un sábado, cuando llevé a Agnes a conocer a Dora. Había organizado la visita de antemano con la señorita Lavinia; y esperaban a Agnes a tomar el té.

Me sentía entre orgulloso y preocupado; orgulloso de mi pequeña y adorable prometida, y preocupado porque ésta fuese del agrado de Agnes. Durante todo el trayecto a Putney, Agnes dentro y yo fuera de la diligencia, imaginé a Dora exhibiendo sus encantos de todas las maneras posibles; y tan pronto pensaba que me gustaría encontrarla como la había visto en un momento determinado, como decidía que tal vez fuera mejor que apareciera como la había visto en otro. Llegué a obsesionarme de tal modo que acabé en un estado casi febril.

Yo sabía, y no tenía la menor duda al respecto, que Dora estaría muy hermosa; pero lo cierto es que jamás la había visto tan bella como aquella tarde. No estaba en la sala cuando presenté a Agnes a sus diminutas tías, pues era demasiado tímida para no esconderse. Pero yo sabía ahora dónde buscarla; y, en efecto, la encontré de nuevo tapándose los oídos detrás de la misma estúpida puerta.

Al principio, se negó a salir; después, me pidió cinco minutos de mi reloj. Cuando, finalmente, se cogió de mi brazo para que la condujera a la sala, su adorable carita estaba roja como la grana, y nunca me había parecido tan bonita. Sin embargo, cuando entramos en la estancia y palideció, se puso diez mil veces más bonita todavía.

Dora tenía miedo de Agnes. Me había dicho que estaba convencida de que Agnes era «demasiado inteligente». Pero cuando la vio tan animada y, al mismo tiempo, tan seria, tan atenta y tan buena, soltó, complacida, un pequeño grito de sorpresa, rodeó con sus cariñosos brazos el cuello de Agnes y apoyó su inocente mejilla en el rostro de ésta.

Jamás había sido tan feliz. Jamás me había sentido tan dichoso como cuando las vi sentarse, la una al lado de la otra; y mi querida Dora dirigió su mirada hacia los bondadosos ojos de Agnes, que la contempló con una hermosa expresión llena de ternura.

La señorita Lavinia y la señorita Clarissa participaron, a su manera, de mi alegría. Fue el té más encantador del mundo. La señorita Clarissa presidía la mesa. Yo cortaba y servía el bizcocho de semillas aromáticas…, pues las dos pequeñas ancianas sentían la misma afición que los pájaros por picotear los granos y el azúcar. La señorita Lavinia nos observaba con aire indulgente, como si la felicidad de nuestro amor fuera obra suya; y Dora y yo nos sentíamos satisfechos de nosotros mismos, y el uno del otro.

La dulce alegría de Agnes conquistó todos los corazones. Su sereno interés por todo lo que interesaba a Dora; el modo en que entabló amistad con Jip (que en seguida simpatizó con ella); su amable comprensión cuando Dora dudó avergonzada si ocupar su asiento habitual a mi lado; su gracia sencilla y desenvuelta, que animó a la tímida Dora a darle pequeñas y numerosas muestras de su confianza; todos estos detalles parecieron completar nuestro círculo.

–¡Me alegro tanto de que me quiera! –le dijo Dora, después del té–. Tenía miedo de que no fuera así; y, ahora que Julia Mills se ha ido, necesito más cariño que nunca.

He olvidado decir, por cierto, que la señorita Mills se había embarcado. Dora y yo habíamos subido a bordo del buque que cubría la ruta de las Indias Orientales, en Gravesend, a fin de despedirnos de ella; habíamos almorzado jengibre en conserva, guayaba y otras exquisiteces por el estilo; y habíamos dejado a la señorita Mills llorando en una silla plegable de la toldilla de popa, con un nuevo y voluminoso diario bajo el brazo, donde pensaba anotar y guardar bajo llave las reflexiones que le inspirara la contemplación del océano.

Agnes dijo que temía que yo hubiera hecho de ella un retrato muy poco simpático, pero Dora se apresuró a contradecirla.

–¡Oh, no! –exclamó, sacudiendo sus rizos al tiempo que me miraba–. No ha tenido sino elogios para usted. Le importa tanto su opinión que yo estaba aterrorizada.

–Mi buena opinión no puede aumentar su cariño por ciertas personas –afirmó Agnes, con una sonrisa–; no la necesitan para nada.

–Pero yo quiero contar con ella –dijo Dora, mimosa–, de ser posible.

Bromeamos sobre el afán de Dora por gustar a los demás, y ella dijo que yo era un tonto y que no me quería; y la velada se fue volando, con vaporosas alas. Se acercaba el momento en que el carruaje vendría a recogernos. Yo estaba solo, de pie junto al fuego, cuando Dora entró sigilosamente en la estancia para darme su acostumbrado beso, pequeño y adorable, de despedida.

–¿No crees que si hubiera tenido una amiga así desde hace mucho tiempo, Doady –me preguntó con los ojos brillantes, mientras su pequeña mano derecha jugaba distraídamente con uno de los botones de mi chaqueta–, hoy sería más inteligente de lo que soy?

–¡Mi amor! –respondí–. ¡Qué tontería!

–¿Te parece una tontería? –exclamó ella, sin mirarme–. ¿Estás seguro de que lo es?

–¡Por supuesto!

–He olvidado –dijo Dora, sin dejar de dar vueltas a mi botón– cuál es tu grado de parentesco con Agnes, querido y malvado muchacho.

–No somos parientes –contesté–, pero crecimos juntos, como dos hermanos.

–Me gustaría saber por qué te enamoraste de mí –añadió, cogiendo otro de mis botones.

–¡Tal vez porque no pude evitarlo, Dora!

–¿Y si no me hubieras visto nunca? –inquirió ella, pasando a otro botón.

–¿Y si no hubiéramos nacido ninguno de los dos? –exclamé, alegremente.

Yo me preguntaba en qué pensaría mientras, en silencio, admiraba la pequeña y delicada mano que recorría en línea ascendente los botones de mi chaqueta; y los mechones de pelo que descansaban en mi pecho; y las pestañas caídas que parecían elevarse mientras sus ojos seguían el movimiento distraído de los dedos. Finalmente, levantó su mirada hacia mí, y se puso de puntillas para darme, con mayor seriedad de la habitual, ese pequeño y adorable beso… una, dos, tres veces… antes de salir de la habitación.

Todo el mundo volvió cinco minutos después, y Dora había perdido aquella expresión de gravedad tan poco frecuente en ella. Decidió alborozada que Jip nos mostrase todas sus habilidades antes de que llegara la diligencia. Esto le llevó algún tiempo (no tanto por la variedad del repertorio como por la desgana del animal), y aún no había terminado su actuación cuando el carruaje se detuvo en la puerta. Agnes y Dora se dijeron adiós precipitadamente pero con mucho cariño; y acordaron que Dora escribiría a Agnes (la cual no debía tener en cuenta las tonterías que leyera en sus cartas) y que ésta le contestaría; y se despidieron una segunda vez en la portezuela de la diligencia, y una tercera cuando Dora, a pesar de las protestas de la señorita Lavinia, volvió a acercarse corriendo a la ventanilla para recordar a Agnes que le escribiera y para mover graciosamente sus rizos mirando el lugar que yo ocupaba.

La diligencia tenía que dejarnos cerca de Covent Garden, donde tomaríamos otra que nos llevaría a Highgate. Yo esperaba con impaciencia el pequeño paseo que daríamos en el intervalo, deseando que Agnes elogiara a Dora. ¡Y lo cierto es que no escatimó alabanzas! ¡Con qué cariño y fervor encomendó a mis amorosos cuidados la bella criatura que yo había conquistado, poniendo de relieve su ingenuo encanto! ¡Con qué seriedad me recordó, con la mayor modestia, mi responsabilidad con aquella huérfana!

Nunca jamás había amado a Dora tan profunda y sinceramente como aquella noche. Cuando nos apeamos de la segunda diligencia y empezamos a andar, a la luz de las estrellas, por la silenciosa carretera que conducía a casa del doctor, le dije a Agnes que todo era obra suya.

–Sentada a su lado –dije–, parecías su ángel de la guarda, de igual modo que siempre eres el mío.

–Un pobre ángel –respondió–, aunque leal.

La nitidez de su voz me llegó directamente al corazón, y me empujó a decir con naturalidad:

–He observado hoy que has recobrado tu alegría, Agnes, ese algo tan especial que sólo he percibido en ti; confío en que eso signifique que eres más feliz en casa.

–Soy más feliz por dentro –contestó–, me siento muy dichosa y animada.

Contemplé el rostro sereno que miraba al cielo, y pensé que eran las estrellas las que le conferían tanta nobleza.

–No ha habido el menor cambio en casa –añadió poco después.

–¿Y se ha aludido nuevamente al… no quisiera molestarte, Agnes, pero he de preguntártelo… al asunto del que hablamos la última vez que nos vimos? –pregunté.

–No.

–He pensado tanto en ello.

–Pues no debes hacerlo. Recuerda que estoy convencida de que el amor y la verdad saldrán victoriosos. No te preocupes por mí, Trotwood –añadió, al cabo de unos instantes–; jamás daré ese paso que tanto temes.

A pesar de que en los momentos de serena reflexión nunca me había preocupado realmente, fue un alivio indecible para mí escuchar aquellas palabras de sus labios sinceros. Y así se lo dije, de todo corazón.

–Y cuando concluya esta visita –quise saber–, pues tal vez no tengamos otra oportunidad de hablar a solas, ¿tardarás mucho en volver a Londres, mi querida Agnes?

–Probablemente sí –replicó–; pienso que será mejor para papá que no nos movamos de Canterbury. No creo que tengamos ocasión de vernos a menudo durante mucho tiempo; pero escribiré a Dora con frecuencia, y así sabremos el uno del otro.

Habíamos llegado al pequeño patio de entrada de la casa del doctor. Se hacía tarde. La ventana del dormitorio de la señora Strong estaba iluminada, y Agnes la señaló y me dio las buenas noches.

–No dejes que te atormenten nuestras preocupaciones y nuestras desdichas –exclamó, dándome la mano–. Nada me hace más feliz que tu felicidad. Si algún día necesito tu ayuda, ten la seguridad de que te la pediré. ¡Qué Dios te bendiga siempre!

En su radiante sonrisa, y en las últimas palabras de su alegre voz, me pareció ver y oír de nuevo a mi pequeña Dora en su compañía. Me quedé un rato mirando las estrellas a través del pórtico, con el corazón rebosante de amor y gratitud, y luego decidí seguir mi camino. Había reservado una cama en una posada bastante agradable de la vecindad; cuando estaba saliendo por la puerta del jardín, volví casualmente la cabeza y vi luz en el despacho del doctor. Pensé con cierto remordimiento que habría estado trabajando en el diccionario sin mi ayuda. Con el fin de comprobar si esto era cierto y, en cualquier caso, de darle las buenas noches si seguía entre sus libros, me di la vuelta, crucé silenciosamente el vestíbulo y, abriendo la puerta con sumo cuidado, miré hacia el interior de la habitación.

La primera persona que vi, con gran sorpresa mía, a la tenue luz de la lámpara, fue Uriah. Estaba de pie junto a ella, con una de sus manos esqueléticas sobre la boca y la otra apoyada en la mesa del doctor. Éste se hallaba sentado en el sillón de su escritorio, con el rostro entre las manos. El señor Wickfield, dando muestras de gran agitación, se inclinaba hacia delante y tocaba tímidamente el brazo del doctor.

Durante unos instantes, supuse que el doctor estaba enfermo. Movido por esta impresión, me apresuré a dar un paso hacia delante; pero mis ojos se tropezaron con los de Uriah, y comprendí lo que pasaba. Yo me habría retirado si el doctor no hubiera hecho un gesto para detenerme; y me quedé en el despacho.

–Al menos –dijo Uriah, retorciendo su figura desgarbada–, podríamos cerrar la puerta. No es necesario que se entere TODA la ciudad.

Y diciendo esto, se dirigió de puntillas a la puerta que yo había dejado abierta y la cerró cuidadosamente. Después volvió a ocupar su sitio de antes. Su voz y sus ademanes alardeaban de una compasión hipócrita y exagerada, mucho más intolerable, en mi opinión, que cualquier otra actitud que hubiera podido adoptar.

–He creído mi deber, señorito Copperfield –exclamó Uriah–, poner en conocimiento del doctor Strong el asunto del que usted y yo hablamos. Aunque usted no me comprendió demasiado bien…

Le respondí únicamente con una mirada; y, acercándome a mi anciano y bondadoso maestro, le dirigí unas palabras que quisieron ser de consuelo y de aliento. El doctor apoyó su mano en mi hombro, al igual que cuando yo era un niño, pero no levantó su cabeza gris.

–Como usted no me comprendió demasiado bien, señorito Copperfield –prosiguió Uriah, en el mismo tono oficioso–, puedo tomarme la libertad de mencionar humildemente, ya que estamos entre amigos, que he llamado la atención del doctor Strong sobre los tejemanejes de su esposa. Me resulta muy doloroso, se lo aseguro, Copperfield, inmiscuirme en un asunto tan desagradable; pero lo cierto es que todos nos vemos continuamente mezclados en historias que no deberían ocurrir. A eso me refería en nuestra conversación, señor, cuando usted no quiso comprenderme.

Al recordar su inicua mirada, me gustaría saber por qué no lo agarré del cuello e intenté estrangularle.

–Creo que no me expliqué con demasiada claridad –continuó–, pero tampoco lo hizo usted. Como es natural, los dos tratábamos de evitar un tema tan escabroso. Sin embargo, he tomado la decisión de hablar con claridad; y le he contado al doctor Strong que… ¿decía algo, señor?

Dirigió esta pregunta al doctor, que había dejado escapar un gemido. Cualquier corazón se habría conmovido al oírlo, pensé, pero el de Uriah ni se inmutó.

–… le he contado al doctor Strong –prosiguió– que cualquiera puede ver que el señor Maldon y la hermosa y encantadora señora Strong se muestran demasiado tiernos el uno con el otro. Ha llegado el momento (puesto que nos vemos mezclados en algo que no debería ocurrir) de que el doctor Strong sepa que era algo tan claro como el agua para todos antes de que el señor Maldon se marchase a la India; que es lo único que le empujó a volver de allí; y lo único que le trae a todas horas por esta casa. Cuando ha entrado usted, señor, estaba pidiéndole a mi socio –añadió, volviéndose hacia el señor Wickfield– que le dijera al doctor Strong, bajo palabra de honor, si no pensaba lo mismo, y desde hace mucho tiempo. ¡Vamos, señor Wickfield! ¿Quiere tener la bondad de contestarnos? ¿Sí o no, señor? ¡Vamos, socio!

–¡Por amor de Dios, mi querido doctor! –exclamó el señor Wickfield, poniendo de nuevo su mano indecisa sobre el brazo del doctor–. No conceda demasiada importancia a las sospechas que yo haya podido abrigar.

–¡Lo ve! –gritó Uriah, moviendo la cabeza–. ¡Qué triste confirmación! ¡Y de él! ¡Un viejo amigo suyo! Cuando yo no era más que su empleado, Copperfield, le he visto, no una vez sino más de veinte… realmente enojado (algo natural en un padre, y no seré yo quien le culpe por eso), pensando que Agnes se veía mezclada en cosas que no deberían ocurrir.

–Mi querido Strong –repuso el señor Wickfield, con voz temblorosa–, amigo mío, no necesito explicarle que siempre he tenido el defecto de buscar un motivo dominante en las acciones humanas, que sólo he juzgado con un criterio muy estrecho. Es posible que este error haya sido la causa de mis dudas.

–Así que ha tenido dudas, Wickfield –dijo el doctor, sin levantar la cabeza–. Ha tenido dudas.

–Responda de una vez, mi querido socio – insistió Uriah.

–Es cierto que las tuve en un momento dado –afirmó el señor Wickfield–. Pero ¡que Dios me perdone!, creí que usted también las tenía.

–¡No, no, no! –contestó el doctor, y su voz reflejaba el más profundo dolor.

–Hubo un tiempo en que pensé –aseguró el señor Wickfield– que usted quería enviar a Maldon al extranjero con miras a una deseable separación.

–¡No, no, no! –replicó el doctor–. Sólo lo hice para darle a Annie la alegría de ver bien colocado a su viejo compañero de juegos. No por otra causa.

–Eso descubrí después –exclamó el señor Wickfield–. Y no se me ocurrió dudar de sus palabras cuando usted lo dijo. Pero imaginaba… le ruego que no olvide mi estrechez de miras, mi peor defecto… que en un caso en el que había una diferencia tan grande de edad…

–He ahí el modo correcto de presentar las cosas, señorito Copperfield –señaló Uriah, haciendo gala de una piedad ofensiva y servil.

–… una dama tan joven y atractiva, por muy sincero que fuera su respeto por usted, podía haber sido empujada al matrimonio por consideraciones de orden puramente material. No se me ocurrió tener en cuenta los innumerables sentimientos y circunstancias que podían haber jugado a favor de esa unión. ¡Recuerde eso, por amor de Dios!

–¡Qué modo tan caritativo de decirlo! –comentó Uriah, moviendo la cabeza.

–Siempre miré a la señora Strong desde un único punto de vista –prosiguió el señor Wickfield–; por todo lo que le es querido en este mundo, viejo amigo, le suplico que no olvide eso. Y, puesto que no tengo más remedio, le confesaré…

–¡Es cierto! ¡No hay salida posible, señor Wickfield! –exclamó Uriah–. Una vez que ha llegado a este punto.

–… que dudé de ella –continuó el señor Wickfield, mirando con expresión desvalida y confusa a su socio–, sí, dudé de ella y pensé que faltaba a sus deberes de esposa; y, puesto que he de contarlo todo, añadiré que algunas veces, viendo lo que yo veía, o lo que en mi enfermiza imaginación creía ver, me repugnaba la idea de que Agnes fuera su amiga. Nunca se lo confié a nadie. Nunca tuve el propósito de hacerlo. Y aunque le resulte terrible oír esto, doctor Strong –murmuró el señor Wickfield–, sentiría compasión de mí si supiera cuán terrible es para mí decirlo.

El doctor, con su bondad natural, le tendió la mano. El señor Wickfield la retuvo un momento entre las suyas, sin levantar la cabeza.

–Estoy seguro –exclamó Uriah, contorsionándose en medio del silencio como un congrio– de que es un asunto muy desagradable para todos. Pero ya que hemos llegado tan lejos, me tomaré la libertad de añadir que también Copperfield se había percatado.

Me volví hacia él y le pregunté cómo se atrevía a hablar por mí.

–¡Oh! Es muy amable por su parte, Copperfield –respondió Uriah, retorciéndose de la cabeza a los pies–, y todos conocemos la cordialidad de su carácter; pero sabe bien que, en cuanto empecé a hablar la otra noche, usted comprendió lo que yo quería decir. Sabe bien que comprendió lo que yo quería decir, Copperfield. ¡No lo niegue! Lo niega con las mejores intenciones; pero no tiene sentido, Copperfield.

Me di cuenta de que la dulce mirada del viejo y bondadoso doctor se posaba en mí durante unos instantes, y tuve la sensación de que mis temores y recuerdos de otros tiempos se leían con demasiada claridad en mis ojos. No servía de nada enfurecerse. El daño ya estaba hecho. Dijese lo que dijese, era imposible borrar aquellas palabras.

Volvimos a guardar silencio, hasta que el doctor se puso en pie y anduvo dos o tres veces de un lado a otro del despacho. No tardó en regresar junto a su sillón y, apoyándose en el respaldo y llevándose de vez en cuando el pañuelo a los ojos, con una sinceridad y una sencillez que, en mi opinión, le honraban más que cualquier afectación de indiferencia, nos dijo:

–Tengo mucho que reprocharme. Estoy convencido de que tengo mucho que reprocharme. He expuesto a la mujer que llevo en mi corazón a juicios y calumnias (y les doy ese nombre, aunque estuvieran escondidas en lo más profundo de algunos pensamientos), de los que jamás habría sido objeto, de no haber sido por mi culpa.

Uriah soltó una especie de resoplido. Supongo que para expresar su simpatía.

–De los que mi Annie jamás habría sido objeto, de no haber sido por mi culpa. Soy viejo, caballeros, como bien saben; esta noche tengo la sensación de que no me queda mucho por vivir. ¡Pero respondo con mi vida… sí, con mi vida… de la lealtad y del honor de la dama de la que estamos hablando!

No creo que el más noble de los caballeros, ni la encarnación del héroe más apuesto y romántico jamás imaginado por un pintor, hubiera podido pronunciar estas palabras con una dignidad más impresionante y conmovedora que el buen doctor.

–Pero no estoy dispuesto a negar –prosiguió–, y tal vez, sin saberlo, estaba ya en cierta medida dispuesto a admitirlo, que es muy posible que haya inducido a esa dama, de manera inconsciente, a contraer un matrimonio desgraciado. Soy un hombre muy poco acostumbrado a observar, por lo que debo inclinarme ante las observaciones de varias personas, de edades y posiciones muy diferentes, que apuntan en una misma y natural dirección.

A menudo había admirado, como he dicho en otra ocasión, la bondad y el cariño con que trataba a su joven esposa; pero la respetuosa ternura con que se refirió a la señora Strong aquella noche, la especie de veneración con que alejó de él la más ligera duda de su integridad, lo elevaron a mis ojos más allá de cualquier descripción.

–Me casé con ella –explicó el doctor– cuando era sumamente joven y su carácter no estaba aún formado. Yo había contribuido a su educación. Conocía muy bien a su padre. Y también a ella. Le había enseñado lo que había podido, empujado por el amor a su belleza y a sus nobles cualidades. Si le he causado algún mal, tal como creo, abusando sin darme cuenta de su agradecimiento y de su afecto, le pido que me perdone desde el fondo de mi corazón.

Cruzó la habitación y regresó al mismo sitio; y se aferró al sillón con una mano que temblaba tanto como su voz, ahogada pero sincera.

–Yo me consideraba un refugio para ella en los peligros y vicisitudes de la vida. Llegué a convencerme de que, a pesar de nuestra diferencia de edad, ella viviría feliz y tranquila conmigo. Y no crean que no se me ocurrió pensar en el momento en que yo la dejaría libre, todavía joven y hermosa, pero con un juicio más maduro… ¡Les doy mi palabra, caballeros!

La lealtad y la generosidad parecían iluminar su sencilla figura. Cada palabra que pronunciaba tenía una fuerza que ninguna otra cualidad hubiera podido infundirle.

–Mi vida junto a la señora Strong ha sido muy feliz. Hasta esta noche, sólo he tenido ocasión de bendecir el día en que cometí la gran injusticia de casarme con ella.

Su voz, cada vez más entrecortada, se detuvo durante unos segundos; entonces prosiguió:

–Ahora que he despertado de mi sueño (toda mi vida he sido un pobre soñador, de un modo u otro), comprendo cuán natural es que Annie recordara con nostalgia a su viejo compañero de juegos, tan joven como ella. Que pensase en él con cierta inocente tristeza, evocando ingenuamente lo que habría podido ocurrir, de no haber aparecido yo, es, me temo, del todo cierto. Muchas cosas que yo había visto sin que llamaran mi atención han acudido a mi memoria, con un nuevo significado, en el transcurso de esta dolorosa conversación. Pero, aparte de eso, caballeros, el nombre de esta adorable dama no debe asociarse jamás a una palabra, siquiera a un aliento, de duda.

Durante un instante, su mirada se encendió y su voz adquirió firmeza; después se quedó un momento en silencio, antes de continuar:

–Lo único que puedo hacer es sobrellevar con la mayor resignación el conocimiento de la desdicha que he ocasionado. Ella es quien tiene algo que reprocharme, no yo. Mi deber ahora es protegerla de los juicios erróneos, e incluso crueles, que ni siquiera mis amigos han sido capaces de evitar. Cuanto más retirados vivamos, más fácil será para mí. Y cuando llegue el día (¡quiera Dios que no tarde mucho!) en que mi muerte la deje libre de toda obligación, cerraré los ojos después de haber contemplado su virtuoso rostro, con una confianza y un amor sin límites; y la abandonaré, sin el menor pesar, a una vida más feliz y dichosa.

Apenas podía ver al doctor a través de las lágrimas que su fervor y su bondad (que no sólo enaltecían la sencillez de sus maneras, sino que también se veían enaltecidos por ésta) trajeron a mis ojos. Estaba ya muy cerca de la puerta cuando añadió:

–Caballeros, les he abierto mi corazón. Estoy seguro de que sabrán respetar mis confidencias. Lo que se ha dicho aquí esta noche, no deberá repetirse jamás. Wickfield, viejo amigo, deme su brazo para subir las escaleras.

El señor Wickfield se le acercó presuroso. Sin cambiar entre ellos una sola palabra, salieron lentamente juntos de la habitación; Uriah los siguió con la mirada.

–Bueno, señorito Copperfield –dijo Uriah, volviéndose hacia mí con aire sumiso–. Las cosas no han salido como yo esperaba, pues el viejo erudito… ¡qué hombre tan excelente!… está más ciego que un murciélago; pero creo que esta familia se ha bajado ya del carro.

El sonido de su voz bastó para que yo perdiera los estribos; jamás he estado tan furioso, ni antes ni después de aquel momento.

–¡Canalla! –exclamé–. ¿Qué pretende al mezclarme en sus intrigas? ¿Cómo se ha atrevido a pedir mi opinión, miserable traidor, como si hubiéramos discutido el asunto juntos?

Al verlo frente a mí, con aquel rostro incapaz de disimular su alegría, comprendí con claridad lo que ya sabía: que me había obligado a escuchar sus confidencias sólo para hacerme sufrir, y que me había tendido deliberadamente una trampa en aquel asunto; era más de lo que podía soportar. Su huesuda mejilla parecía ofrecerse, tentadora, y yo le pegué una bofetada tan fuerte que sentí el mismo comezón en los dedos que si me los hubiera quemado.

Él cogió la mano que le había golpeado, y nos quedamos así, mirándonos el uno al otro, durante mucho tiempo; el suficiente para que yo pudiera ver cómo las marcas blancas de mis dedos desaparecían de sus mejillas color carmesí y las dejaban de un rojo más intenso todavía.

–Copperfield –dijo finalmente, con voz jadeante–, ¿ha perdido usted el juicio?

–No, lo que he perdido es el deseo de tenerlo ante mí –contesté, arrancando mi mano de la suya–. Perro, no quiero volver a saber nada de usted.

–¿De veras? –exclamó él; y el dolor le hizo llevarse la mano a la mejilla–. Tal vez no pueda evitarlo. ¿Y no le parece ingrato por su parte?

–Con frecuencia le he mostrado cuánto le desprecio –repuse–. Acabo de hacerlo con más claridad que nunca. ¿Por qué habría de temer que hiciera el mayor daño posible a los que le rodean? ¿Qué otra cosa ha hecho en su vida?

Comprendió perfectamente esta alusión a las consideraciones que hasta entonces me habían empujado a guardar las formas con él. Aunque no creo que yo hubiera dejado escapar aquel golpe o aquellas palabras sin la seguridad que me había dado Agnes esa noche. Pero poco importa.

Hubo otro largo silencio. Mientras me observaba, sus ojos parecieron adquirir todas las tonalidades capaces de envilecer una mirada.

–Copperfield –dijo, retirando la mano de su mejilla–, siempre ha estado en contra mía. Estoy seguro de que siempre habló mal de mí en casa del señor Wickfield.

–Puede pensar lo que quiera –respondí, todavía indignado–. Si no es verdad, mejor para usted.

–Y, sin embargo, yo siempre le he querido, Copperfield –afirmó.

No me digné contestarle; cogí el sombrero y, cuando me disponía a salir, él se colocó delante de la puerta.

–Copperfield –añadió–, dos no riñen si uno no quiere. No pienso ser uno de ellos.

–¡Váyase al diablo! –exclamé.

–¡No diga eso! –replicó–. Sé que lo lamentará más tarde. ¿Cómo puede mostrarse tan inferior a mí con esa explosión de mal genio? Pero yo le perdono.

–¡Que usted me perdona! –repetí con desdén.

–En efecto, y es algo que no puede impedirme –repuso Uriah–. ¡Cuando pienso que me ha atacado… a mí, que he sido siempre amigo suyo! Pero dos no riñen si uno no quiere, y no pienso ser uno de ellos. Aunque no quiera, seré amigo suyo. De modo que ya sabe a qué atenerse.

La necesidad de proseguir este diálogo en voz baja (él hablaba muy despacio; yo, muy deprisa), a fin de no molestar a nadie a unas horas tan intempestivas, no me ayudó a mejorar de humor, aunque mi cólera se fuese apaciguando. Me limité a decirle que esperaba de él lo mismo que había esperado siempre, sin que jamás me hubiese defraudado; y, golpeándole al abrir la puerta, como si fuera una gran nuez que alguien hubiera puesto allí para ser cascada, me marché de la casa. Pero también él dormía fuera, donde se alojaba su madre; y no había andado ni cien yardas cuando me alcanzó.

–Sabe, Copperfield –me dijo al oído (ni siquiera volví la cabeza)–, está usted en una situación falsa.

Era cierto, y no pude evitar sentirme más irritado.

–No puede convertir esto en un acto de valentía, ni impedir que yo le perdone. No tengo intención de contárselo a mi madre ni a ningún ser viviente. Estoy decidido a perdonarle. Pero me gustaría saber cómo ha podido levantar su mano contra una persona tan humilde como yo.

Me sentí casi tan despreciable como él. Me conocía mejor que yo mismo. Si me hubiera respondido de malos modos, o hubiese tratado de exasperarme abiertamente, me habría sentido aliviado y justificado; pero había decidido asarme a fuego lento, y aquel tormento duró la mitad de la noche.

A la mañana siguiente, cuando salí a la calle, las campanas de la iglesia repicaban y Uriah paseaba arriba y abajo en compañía de su madre. Se dirigió a mí como si no hubiera ocurrido nada, y me vi obligado a contestarle. Supongo que le había pegado tan fuerte que le dolían los dientes. En cualquier caso, llevaba un pañuelo de seda negra atado a la cabeza, que, unido al sombrero que se había puesto encima, estaba muy lejos de mejorar su aspecto. Según me dijeron, el lunes por la mañana fue a un dentista de Londres, y éste le sacó una muela. ¡Espero que fuera una doble!

El doctor anunció que no se encontraba bien; y, mientras duró la visita de los Wickfield, prefirió pasar a solas la mayor parte del día. Agnes y su padre llevaban más de una semana en Canterbury cuando reanudamos nuestro trabajo habitual. La víspera, el doctor me entregó personalmente una carta sin cerrar. Iba dirigida a mí; y en ella me pedía, afectuosamente, que jamás aludiera a la conversación de aquella noche. Yo se lo había confiado a mi tía, pero a nadie más. No era un asunto que pudiera discutir con Agnes, y estoy seguro de que ella no sospechaba lo ocurrido.

Tengo el convencimiento de que la señora Strong tampoco sospechaba nada en aquel entonces. Pasaron muchas semanas antes de que yo advirtiera en ella el menor cambio. Pero éste fue llegando lentamente, como una nube en un día sin viento. Al principio, pareció sorprenderle el aire dulcemente compasivo con que le hablaba el doctor, así como su deseo de que el Viejo Soldado fuera a vivir con ella para romper la gris monotonía de su vida. A menudo, cuando estábamos trabajando y ella se sentaba a nuestro lado, la veía detenerse y mirar a su marido con aquella expresión memorable. Y después se levantaba a veces con los ojos llenos de lágrimas y salía del despacho. Poco a poco, una sombra de infelicidad, cada día más profunda, fue envolviendo su belleza. La señora Markleham residía ya en la casa; pero hablaba y hablaba, y no veía nada.

A medida que este cambio fue adueñándose de Annie, hasta entonces un rayo de sol en la casa del doctor, éste pareció envejecer y volverse más serio; pero la dulzura de su carácter, la serena bondad de sus modales y la amable solicitud con su esposa aumentaron, si eso era posible. Una mañana temprano, el día del cumpleaños de Annie, cuando la joven vino a sentarse junto a la ventana mientras trabajábamos (algo que había hecho siempre, pero que ahora realizaba con una timidez e indecisión que a mí me conmovía), el doctor cogió la cabeza de su mujer con ambas manos, le dio un beso en la frente y salió presuroso del despacho, demasiado emocionado para seguir en él. Y ella se quedó inmóvil como una estatua; y luego inclinó la cabeza, juntó las manos y lloró con desconsuelo.

Algunas veces tenía la impresión, después de aquella escena, de que Annie deseaba hablarme cuando nos quedábamos a solas. Sin embargo, nunca dijo nada. El doctor siempre inventaba distracciones para alejarla de casa con su madre; y la señora Markleham, a quien le encantaba divertirse y parecía detestar todo lo demás, tomaba parte en ellas con entusiasmo, deshaciéndose en elogios. Pero Annie, con expresión triste y abatida, se dejaba llevar a cualquier parte, sin interesarse por nada.

Yo no sabía qué pensar. Mi tía, tampoco; y estoy convencido de que su incertidumbre la hizo andar más de cien millas, en distintas ocasiones. Lo más extraño era que el único consuelo que parecía llegar al corazón de aquel infeliz matrimonio lo prodigaba la persona del señor Dick.

Soy incapaz de explicar cuáles eran sus ideas al respecto, o qué era lo que había observado, y no creo que él hubiera podido ayudarme en esa tarea. Pero, tal como hice constar en el relato de mis días escolares, su veneración por el doctor no tenía límites. Hay en el cariño sincero, incluso en el que siente un animal de clase inferior por el hombre, una sutileza de percepción que deja muy atrás el más elevado intelecto. Y fue esa inteligencia del corazón, si puedo llamarla así, lo que permitió que algún rayo de verdad llegara resplandeciente hasta el señor Dick.

Había reanudado con orgullo, en muchas de sus horas libres, el privilegio de ir y venir por el jardín con el doctor, tal como había hecho en Canterbury por «El Paseo del Doctor». Pero, cuando las cosas cambiaron, dedicó todo su tiempo libre a estos paseos, levantándose incluso más temprano para prolongarlos. Jamás se había sentido tan dichoso como cuando el doctor le leía aquella obra fascinante, el Diccionario; y ahora se sentía muy desgraciado si su amigo no sacaba el manuscrito del bolsillo y empezaba su lectura. Mientras el doctor y yo trabajábamos, cogió la costumbre de ir de un lado a otro con la señora Strong, y de ayudarla a cuidar sus flores preferidas, o a quitar las malas hierbas de los macizos. No creo que pronunciara ni una docena de palabras en el transcurso de una hora; pero su pacífico interés y su mirada melancólica encontraron un eco inmediato en los corazones del doctor y de su esposa; cada uno de ellos sabía que el otro le quería, y que él los adoraba a los dos; y el señor Dick se convirtió en un vínculo entre ambos, algo que ninguna otra persona podía ser.

Cuando lo recuerdo, con su rostro juicioso e impenetrable, paseando arriba y abajo con el doctor, dichoso de sentirse vapuleado por las duras palabras del diccionario; transportando enormes regaderas llenas de agua detrás de Annie; arrodillándose, con sus manazas enguantadas, para entregarse a un trabajo microscópico y paciente entre las pequeñas hojas; expresando en todo cuanto hacía, como ningún filósofo habría sido capaz de expresar, un delicado anhelo de ser amigo de ella; derramando simpatía, lealtad y cariño por todos los agujeros de la regadera…; cuando lo recuerdo sin perder jamás aquel vestigio de razón que le permitía comprender la desgracia, sin dejar jamás que el infortunado rey Carlos se introdujera en el jardín, sin flaquear jamás en su agradecida obsequiosidad, sin olvidar jamás que allí ocurría algo malo y él deseaba arreglarlo… casi me siento avergonzado de haber creído que no se hallaba en su sano juicio, teniendo en cuenta el uso que yo he dado a mis facultades mentales.

–¡Soy la única en saber lo que vale ese hombre, Trotwood! –decía orgullosamente mi tía siempre que lo comentábamos–. ¡Algún día se hará famoso!

Antes de terminar este capítulo, debo abordar otro asunto. Mientras el doctor tuvo invitados en casa, me di cuenta de que el cartero traía todas las mañanas dos o tres cartas para Uriah Heep, que continuó en Highgate hasta que los demás regresaron a Canterbury, pues era época de vacaciones; me percaté, asimismo, de que su remitente era el señor Micawber, que, como es habitual en un jurista, tenía ahora la letra más redondeada. De tan insignificantes premisas, yo había deducido, jubiloso, que el señor Micawber estaba prosperando; por ese motivo, me extrañó mucho recibir, por aquella época, la siguiente carta de su encantadora esposa:

CANTERBURY, tarde del lunes

No hay duda de que le sorprenderá, mi querido señor Copperfield, recibir esta misiva. Y aún más cuando conozca su contenido. Y aún más cuando le exija la más estricta confidencialidad. Pero mis sentimientos de esposa y madre necesitan de consuelo; y, como no deseo consultar con mi familia (ya muy en contra del señor Micawber), no conozco a nadie que pueda aconsejarme mejor que mi amigo y antiguo inquilino.

Tal vez sepa usted, mi querido señor Copperfield, que entre yo y el señor Micawber (al que nunca abandonaré) ha existido siempre un espíritu de confianza mutua. Es posible que el señor Micawber haya firmado en alguna ocasión un pagaré sin consultarme, o me haya escondido la fecha exacta de su vencimiento. Y lo cierto es que esto ha ocurrido. Pero, por lo general, el señor Micawber no ha tenido secretos para la depositaria de su afecto (me refiero a su mujer) e invariablemente, cuando nos retirábamos a dormir, pasaba revista a los sucesos de la jornada.

No le costará imaginar, mi querido señor Copperfield, la intensidad de mi amargura cuando le haya dicho que el señor Micawber ha cambiado por completo. Se ha vuelto reservado. Se ha encerrado en sí mismo. Su vida es un misterio para la compañera de sus alegrías y de sus penas (me refiero nuevamente a su mujer), y si yo le asegurara que, aparte de tener la certeza de que ha estado desde la mañana hasta la noche en la oficina, sé menos de sus actividades que de las de aquel hombre del sur… sobre cuya boca los niños atolondrados repiten una necia historia relacionada con unas gachas frías de ciruela, no haría sino utilizar una fábula popular para expresar un hecho real.

Pero eso no es todo. El señor Micawber está siempre malhumorado. Se ha vuelto un hombre severo. Se ha distanciado de nuestro hijo primogénito y de nuestra hija; no siente el menor orgullo por sus gemelos; y contempla con frialdad al pequeño inocente, aún desconocido para usted, que acaba de incorporarse a nuestro círculo familiar. Sólo con grandes dificultades obtenemos de él los recursos pecuniarios para hacer frente a nuestros gastos, que hemos reducido a la mínima expresión, e incluso nos amenaza con asignarnos una cantidad fija (son sus palabras); y se niega rotundamente a justificar una conducta tan desagradable.

Esto resulta difícil de soportar. Es desgarrador. Si, conociendo mis escasas facultades, usted pudiera aconsejarme el mejor modo de emplearlas en un dilema tan insólito, añadiría una deuda de amistad a las muchas que ya he contraído con usted.

Con el cariño de mis hijos y una sonrisa del afortunadamente inconsciente desconocido, sigo siendo, mi querido señor Copperfield,

Su atribulada

EMMA MICAWBER

No me sentí capacitado para dar a una mujer de la experiencia de la señora Micawber otra recomendación que la de que intentara recuperar al señor Micawber con paciencia y amabilidad (como estaba convencido de que haría, de cualquier modo); pero la carta me dio mucho en que pensar.

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