David Copperfield

LVI La herida nueva, y la antigua

LVI

No había necesidad, ¡oh Steerforth!, de que me dijeras, la última vez que estuvimos juntos, en aquel momento que yo estaba tan lejos de imaginar que fuera el de nuestra despedida… no había necesidad de que me dijeras: «¡Recuerda lo mejor de mí!». Siempre lo había hecho; y ante aquella visión, ¿cómo podía cambiar ahora?

Trajeron unas parihuelas y lo colocaron encima, cubrieron su cuerpo con una bandera y lo llevaron hacia las casas. Todos los hombres que lo transportaban lo habían conocido; habían salido a la mar con él y lo habían visto alegre y animoso. Lo llevaron a través del fragor de la tempestad, un islote de silencio en medio de aquel estruendo; y lo condujeron hasta la cabaña donde ya se encontraba la Muerte.

Pero cuando dejaron las parihuelas en el suelo, al llegar al umbral, se miraron los unos a los otros, me miraron y cuchichearon entre sí. Yo sabía por qué. No les parecía correcto que descansara en la misma habitación silenciosa.

Nos dirigimos al pueblo, y depositamos nuestra carga en la posada. Cuando logré serenarme un poco, envié a buscar a Joram, y le pedí que me proporcionara un carruaje para llevarlo a Londres aquella misma noche. Sabía que era un deber que sólo me incumbía a mí, del mismo modo que preparar a su madre para tan dolorosa noticia; y lo cierto es que deseaba cumplir con mi obligación con la mayor lealtad posible.

Elegí viajar de noche, a fin de que nuestra salida de Yarmouth despertara menos curiosidad. Sin embargo, a pesar de que era casi medianoche cuando el carruaje abandonó el patio del mesón, había mucha gente esperándonos. De vez en cuando, al atravesar la ciudad, e incluso a cierta distancia por la carretera, descubrí otros grupos que nos observaban; pero no tardé en encontrarme sin más compañía que la noche desolada, el campo abierto y las cenizas de mi amigo de la infancia.

Llegué a Highgate una suave mañana de otoño, a eso del mediodía, cuando algunas hojas muertas perfumaban el suelo, mientras otras más numerosas, de hermosas tonalidades amarillas, rojas y pardas, colgaban aún de los árboles, entre los que brillaba el sol. Recorrí a pie la última milla, reflexionando sobre lo que tenía que hacer; y dejé el carruaje que me había seguido toda la noche, esperando mis órdenes para reanudar la marcha.

La casa no había cambiado. Ni una sola persiana estaba levantada; no se advertía el menor signo de vida en el sombrío patio empedrado, el del camino cubierto que conducía hasta la entrada. El viento había caído y no se movía nada.

Al principio me faltó valor para tocar la campanilla de la verja y, cuando me decidí, tuve la sensación de que su son hablaba por mí. Salió la joven doncella con la llave en la mano y, mientras abría, me miró con inquietud.

–Perdone, señor –dijo–, ¿se encuentra usted enfermo?

–Estoy muy agitado, y también exhausto.

–¿Ocurre algo, señor? ¿El señorito James…?

–¡Chist! –respondí–. En efecto, ha ocurrido algo que tengo que comunicar a la señora Steerforth. ¿Está en casa?

La joven me contestó con aire preocupado que su señora rara vez salía ahora, ni siquiera en carruaje, que pasaba el tiempo en su habitación, y que no veía a nadie, aunque a mí me recibiría. Su señora estaba levantada –añadió–, y la señorita Dartle se encontraba con ella. ¿Qué mensaje tenía que darles?

Después de pedirle encarecidamente que no dejase que su rostro la traicionara, y que se limitara a entregarles mi tarjeta y a decirles que aguardaba, me senté en la sala (a la que habíamos llegado) a esperar su regreso. Ésta se había convertido en una estancia inhóspita, y las contraventanas estaban medio cerradas. El arpa no se había tocado en mucho tiempo. El retrato de Steerforth, niño, seguía colgado en la pared. El pequeño mueble donde su madre guardaba sus cartas continuaba allí; y me pregunté si alguna vez las leería ahora, ¡o si jamás volvería a hacerlo!

La casa estaba tan silenciosa que oí las ligeras pisadas de la doncella en el piso superior. Cuando regresó, traía el encargo de decirme que la señora Steerforth se hallaba indispuesta y no podía bajar; pero que, si yo no tenía inconveniente, estaría encantada de recibirme en su habitación. Unos minutos más tarde, estaba frente a ella.

Se encontraba en el cuarto de Steerforth, no en el suyo. Comprendí que el recuerdo de su hijo la había empujado a instalarse allí; y que, por ese motivo, había conservado a su alrededor, tal como él los había dejado, los numerosos trofeos de su vida escolar y deportiva. Murmuró, sin embargo, al recibirme, que había abandonado su antigua habitación porque ésta no era cómoda para una enferma; y con su mirada altiva rechazó la más ligera sospecha de la verdad.

Rosa Dartle se hallaba, como siempre, a su lado. Desde que sus ojos negros se posaron en mí, supe que había adivinado que era portador de malas noticias. La cicatriz se volvió visible al instante. Retrocedió un paso para situarse detrás del sillón, a fin de que la señora Steerforth no pudiera ver su rostro; y me observó con una mirada penetrante que no flaqueó ni se desvió jamás.

–Lamento ver que está de luto, señor –dijo la señora Steerforth.

–He tenido la desgracia de perder a mi mujer –repliqué.

–Es usted muy joven para sufrir una pérdida tan grande –señaló–. Lo siento, lo siento muchísimo. Espero que el Tiempo le sirva de consuelo.

–Y yo espero que el Tiempo –agregué, mirándola– nos sirva de consuelo a todos. Querida señora Steerforth, es algo en lo que debemos confiar, incluso en nuestras peores desgracias.

La gravedad de mis palabras y las lágrimas que asomaban a mis ojos la alarmaron. El curso entero de sus pensamientos pareció detenerse y cambiar.

Intenté dominar mi voz al pronunciar dulcemente su nombre, pero ésta tembló. Ella se lo repitió a sí misma dos o tres veces, en voz baja. Después, dirigiéndose a mí, exclamó con calma forzada:

–Mi hijo está enfermo.

–Muy enfermo.

–¿Lo ha visto?

–Sí.

Soy portador de malas noticias

–¿Se han reconciliado?

No podía contestar sí ni contestar no. Se volvió ligeramente hacia el lugar que antes ocupaba la señorita Dartle, a su lado, y yo aproveché ese momento para decirle a Rosa moviendo los labios: «¡Muerto!».

Para evitar que la señora Steerforth se diera la vuelta y leyera claramente escrito en el semblante de Rosa lo que todavía no estaba preparada para conocer, me apresuré a sostener su mirada; pero había tenido tiempo de ver cómo la señorita Dartle alzaba las manos, presa de la desesperación y del horror, y se cubría con ellas el rostro.

La hermosa dama –tan parecida, ¡oh, tan parecida a él!– clavó sus ojos en mí y se llevó la mano a la frente. Le imploré que tuviera entereza, y que se preparase para soportar la noticia que debía darle; pero habría hecho mejor en suplicarle que llorase, pues siguió sentada como una estatua de piedra.

–La última vez que estuve aquí –titubeé–, la señorita Dartle me dijo que Steerforth se hallaba navegando. Anteayer por la noche se desató en el mar una terrible tormenta. Si estaba embarcado y cerca de una costa peligrosa, como afirman algunos; y si la goleta que se vio era realmente el barco en que…

–¡Rosa! –exclamó la señora Steerforth–. ¡Acércate a mí!

Ella obedeció, pero sin mostrar la menor compasión o ternura. Contempló a la madre con unos ojos que despedían fuego y soltó una horrible carcajada.

–Y ahora, mujer lunática –dijo–, ¿está satisfecho su orgullo? que él ha pagado el mal que le había hecho… ¡con su vida! ¿Me oye? ¡Con su vida!

La señora Steerforth, tan erguida como siempre, se recostó en el respaldo del sillón y, con un gemido, clavó en Rosa sus ojos desorbitados.

–¡Sí! –gritó la señorita Dartle, golpeándose violentamente en el pecho–. ¡Míreme! ¡Laméntese, gima, y míreme! ¡Mire esto! –exclamó, señalando la cicatriz–. ¡La obra de su hijo muerto!

Los gemidos que de vez en cuando profería la madre me llegaban al corazón. Eran siempre iguales: ahogados e inarticulados. E iban acompañados de un movimiento de impotencia de la cabeza, pero sin que su semblante experimentara el menor cambio. Salían de su boca cerrada y de sus dientes apretados, como si las mandíbulas se le hubieran paralizado y tuviese la cara petrificada por el dolor.

–¿Se acuerda del día en que me hizo esto? –prosiguió Rosa–. ¿Se acuerda del día en que, empujado por ese orgullo y esa violencia que había heredado de usted y que usted se encargó de cultivar, me desfiguró para toda la vida? ¡Míreme, marcada hasta la muerte por su ira! ¡Y gima y llore porque usted le convirtió en lo que era!

–Señorita Dartle –le supliqué–, por el amor de Dios…

–¡Quiero hablar! –dijo, volviéndose hacia mí con sus ojos febriles–. ¡Cállese usted! ¡Le repito que me mire, madre orgullosa de un hijo orgulloso e hipócrita! ¡Llore por el modo en que lo ha educado! ¡Llore porque lo ha corrompido! ¡Llore porque usted lo ha perdido… y también lo he perdido yo!

Cerró la mano, y todo su cuerpo enjuto y consumido se estremeció, como si su cólera estuviera matándola poco a poco.

–¡USTED, ofendida por su terquedad! –exclamó–. ¡USTED, dolida por su arrogancia! ¡USTED, que sólo cuando sus cabellos habían encanecido se enfrentó a ambas con la misma terquedad y arrogancia que usted le había transmitido! ¡USTED, que desde la cuna le enseñó a ser lo que fue, y que impidió que llegara a ser lo que debiera haber sido! ¿Se siente recompensada por todos sus desvelos?

–¡Oh, señorita Dartle! ¡Qué vergüenza! ¡Qué crueldad!

–Le he dicho ya –me respondió– que quiero hablar con ella. ¡Nada podrá impedírmelo mientras siga aquí! ¿Acaso no he guardado silencio todos estos años? ¿Por qué no he de hablar ahora? ¡Yo le amaba mucho más de lo que nunca le amó usted! –gritó, volviéndose con furia hacia la señora Steerforth–. Podría haberlo amado, sin pedirle nada a cambio. Si hubiera sido su esposa, me habría convertido en la esclava de sus caprichos por una palabra de amor, aunque fuera una vez al año. Y tendría que haberlo sido. ¿Quién puede saberlo mejor que yo? Usted era exigente, altanera, puntillosa, egoísta. Mi amor habría sido fiel… ¡y habría pisoteado sus mezquinos lloriqueos!

Con los ojos centelleantes, dio una patada en el suelo como si realmente los estuviera pisoteando.

–¡Mire! –exclamó, tocándose de nuevo la cicatriz con una mano despiadada–. ¡Cuando él comprendió lo que había hecho, se arrepintió! Yo sabía cantar para él, y hablarle, y mostrar mi entusiasmo por todo lo que hacía, y conseguí adquirir a fuerza de trabajo los conocimientos que más le interesaban; y yo le atraía. A la edad en que era más sincero y más puro, él me amó. ¡Sí, me amó! ¡Cuántas veces, después de desembarazarse de usted con una frase cualquiera, me estrechaba contra su corazón!

En medio de su frenesí (pues era como si hubiese enloquecido), pronunció estas palabras con un orgullo burlón, pero también con una vehemencia en la que, por unos instantes, los rescoldos dormidos de su antigua ternura parecieron encenderse de nuevo.

–Y me convertí, como tendría que haber adivinado, si no me hubiese fascinado con su galanteo juvenil, en una muñeca, en un juguete con el que entretenerse cuando no tenía nada que hacer, y que podía tirar y volver a recoger, según su inconstante estado de ánimo. Cuando él se cansó, yo me cansé. Cuando dejó de estar encaprichado conmigo, yo no traté de fortalecer el poder que tenía sobre él, como tampoco hubiera consentido en convertirme en su mujer si le hubieran obligado a casarse conmigo. Nos alejamos sin decirnos una palabra. Tal vez usted se dio cuenta y no lo lamentó. Desde entonces, no he sido más que un simple mueble desfigurado entre ustedes dos; sin ojos, sin oídos, sin sentimientos, sin memoria. ¿Está llorando? Pues llore por lo que hizo de él, no por su amor. ¡Le repito que hubo un tiempo en que le amé más de lo que nunca le amó usted!

Rosa Dartle dirigió su mirada brillante y colérica hacia aquellos ojos desorbitados y aquel semblante inexpresivo; y, al oír un nuevo gemido, ni siquiera se ablandó, como si en vez de un rostro estuviera contemplando un retrato.

–Señorita Dartle –dije–, si su corazón es tan duro que no es capaz de compadecerse de esta afligida madre…

–¿Y quién se compadece de mí? –replicó con aspereza–. Ella sembró esto. ¡Que llore por la cosecha que hoy recoge!

–Y si los errores de su hijo… –empecé a decir.

–¿Errores? –gritó la señorita Dartle, deshaciéndose en lágrimas–. ¿Quién se atreve a calumniarlo? ¡Valía mil veces más que los amigos que se rebajaba a tratar!

–Nadie puede haberlo querido más, y nadie puede recordarlo con tanto cariño como yo –repliqué–. Lo que quería decir es que, si usted no siente compasión por su madre, o si sus errores… que usted ha criticado con dureza…

–¡Es falso! –exclamó, mesándose los cabellos negros–. ¡Yo lo amaba!

–… no pueden borrarse de su memoria, en un momento semejante, ¡mire a esta mujer como si la viera por primera vez y acuda en su ayuda!

La señora Steerforth continuaba en la misma postura, como si estuviera paralizada. Rígida, inmóvil, con la mirada perdida, profería de vez en cuando el mismo gemido sordo, acompañado del movimiento de impotencia de la cabeza; pero no daba otras señales de vida. La señorita Dartle se arrodilló de pronto ante ella y empezó a desabrocharle el vestido.

–¡Maldito sea! –dijo, volviéndose hacia mí con una expresión en la que se mezclaban la ira y el dolor–. ¡En mala hora se le ocurrió venir a esta casa! ¡Maldito sea! ¡Márchese!

Después de abandonar la habitación, volví rápidamente sobre mis pasos para tocar la campanilla, a fin de avisar antes a los criados. Rosa Dartle había cogido en sus brazos a la figura impasible y, siempre de rodillas, derramaba lágrimas sobre ella, la besaba, pronunciaba su nombre, la acunaba en su pecho como a una niña, e intentaba despertar sus aletargados sentidos con toda clase de manifestaciones de ternura. Como ya no temía dejar a la señora Steerforth, salí de nuevo sin hacer ruido e informé a los criados.

Regresé más tarde ese mismo día, y depositamos a Steerforth en la habitación de su madre. Me dijeron que ésta seguía igual, y que la señorita Dartle no se apartaba de su lado. Varios médicos la atendían y habían probado numerosos fármacos; pero ella yacía como una estatua, salvo por el sordo gemido que profería de vez en cuando.

Recorrí la triste casa y cerré todas las ventanas. Dejé para el final la del cuarto donde él descansaba. Levanté su mano de plomo y la puse sobre mi corazón; y no hubo nada en el mundo que no fuera muerte y silencio, sólo turbados por los lamentos de su madre.

Download Newt

Take David Copperfield with you